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ArribaAbajoCapítulo XIII

El gobernador don José María Labbé.- Sus mejoras locales.- La música.- La banda del batallón cívico.- Los claves y pianos.- Bailes antiguos.- Instrucción pública.- Régimen de las escuelas.- El preceptorado.- Los primeros libros.- El primer colegio.- Don Mateo Olmedo.- El liceo.- Escuelas rurales.- Instrucción de la mujer.- Primeros establecimientos.- Sistema primitivo de cementerios.- Las primeras inhumaciones y sepulturas de familia.- Rivalidad entre la autoridad civil y eclesiástica.- Las elecciones de 1849.- El intendente Santa María en Curicó.- Destituciones.- Trabajos previos.- Reuniones en Santiago.- La guardia nacional en épocas electorales.- La votación.

Después del período azaroso del gobierno de Irisarri y del cambio de capital de la provincia, Curicó entró en una era de tranquilidad pública y de progreso local que duró hasta 1849. En este largo espacio de tiempo desempeñó la gobernación el vecino don José María Labbé, amigo y protegido del presiente don Manuel Bulnes; de aquí su prolongada administración, que es excepcional por esta circunstancia en la cronología de las autoridades del orden administrativo.

Por primera vez se prestó alguna atención al ornato del pueblo. Se delineó y se plantó la alameda; se empedraron algunas de las calles, principiando por la de San Francisco, por ser la del tráfico obligado para los viajeros del sur. Se mejoró el estado primitivo del alumbrado y de la policía de aseo, de que hablaremos más adelante. Se obtuvo la posesión del cerro, mediante la transacción de un juicio que la municipalidad seguía con don Andrés Merino, que disputaba su dominio. Se ensanchó también la cárcel pública. Aunque Irisarri la había reparado y hecho más apropiada a sus fines, la municipalidad creyó que aún era insegura e insuficiente para el número de reos que había aumentado con la población. Tan poco se atendía en los primeros años de la República este servicio, que a cada reo se le daba medio real para el sustento diario y que las evasiones, encabezadas por lo mismo alcaides cohechados por mísero precio, formaban los acontecimientos más comunes de los habitantes de la villa.

En estos adelantos y otros que mencionaremos enseguida, se señaló como activo cooperador el caballero español residente en Curicó don Manuel García y Rodríguez. García había pertenecido a la marina mercante: tuvo un buque fletador de trigo que encalló en la barra del Maule, en Constitución. Por este motivo se avecindó en Vichuquén con su esposa y, más tarde, en Curicó. Se dio a conocer desde muy luego como muy práctico en trabajos de ingeniería.

En 1840 se organizó igualmente en el pueblo la banda de músicos del batallón cívico, siendo comandante don Cayetano Figueroa. Antes la música militar había sido ejecutada con pífanos y cajas de guerra. La municipalidad, después de una concienzuda vista del fiscal don Gaspar Vidal, acordó ayudar al sostén de la banda con la suma, no insignificante para esos tiempos, de seis pesos mensuales, los suficientes para pagar al mejor tocador. Como la pequeña banda no tenía sino escasísimo personal, se contrató un profesor, siendo éste un mediocre tocador de clarinete llamado Pedro Quintanilla. Con todo, a pesar de la insuficiencia del maestro, por ese entonces los oídos quedaban satisfechos con los rondós, minués y pasos dobles franceses que se ejecutaban en lugar de los trozos de ópera del día. Poco después la banda llegó a tener ocho músicos, cuyo instrumental regaló don José Dolores Fermandois. Entonces fue cuando ya se empezaron a oír las óperas que la fecundidad de Rossini, Donizetti y sobre todo Verdi ha producido en el presente siglo.

La música de salón obtuvo en pocos años un desarrollo considerable, pero concretado únicamente al piano. El primero de estos instrumentos que llegó a Curicó el año 1836, lo trajo don José Ignacio Ruiz, y aún se conserva en el monasterio del Buen Pastor. Antes de ese año no era, pues, conocido el pianoforte sino únicamente un pequeño instrumento de teclas que se conocía con el nombre de «clave». De ellos no tenemos noticias de los primeros introductores. Consistían en una caja de madera dentro la cual se extendían cuerdas de bronce, provistas de un teclado. Se colocaba sobre una mesa cualquiera para poder tocarlo. Más tarde llegaron claves provistos de soportes, pero siempre su tamaño no pasaba de ser como el de un baúl. Poco tiempo después de la llegada del piano del señor Ruiz, se compró uno el comerciante don Segundo Fredes. Por ese tiempo no había más tocadora de piano que la señora doña Mercedes Ruiz, siendo muy señaladas las que sabían alguna ejecución. La guitarra estuvo, pues, por muchos años de reina del salón curicano, y se acompañaban con ellas las llamadas canciones. Eran las tales una larga cantinela; una mezcla de música bárbara que pretendía tomar algo de gusto moderno; cantares sin razonable sucesión de sonidos, o sea, faltos de melodía.

La danza acostumbrada en el pueblo se reducía a la perdiz, el malambito y el aire. Eran los dos primeros una especie de zapateo, en que los ejecutantes mudaban de lugar con circunspección, y el aire era otro zapateo con intermitencias, en que se recitaban algunos versos apropiados a la fiesta y encaminados a decirse galanteos entre los bailarines. El profesor don Narciso Lara, llegado al pueblo por el año 1853, dio lugar a la entrada en los salones de la contradanza. Ejecutaba el señor Lara bonitas piezas de este género y luego las enseñó a sus discípulos. Los trozos de óperas sólo vinieron a conocerse en tiempos del profesor don Matías Galecio, con el cual tomó algún vuelo el canto con conocimiento del solfeo. Pero cuando la música entró en todo su auge fue el año 1860; pues ya había una docena de excelentes pianos franceses, aptos para producir la música moderna. Por ese tiempo llegó a Curicó un profesor español de apellido Ledesma, músico de ejecución correcta; ganaba bien los doce pesos que en ese tiempo de abundancias importaban al mes dos lecciones semanales.

En lo que se vino a conocer que los progresos de la civilización comenzaban a penetrar en la aislada villa de Curicó fue en materia de instrucción pública. Durante el período de labor positiva, aunque lenta y tranquila, del gobernador Labbé, se hicieron las primeras conquistas de los principios y práctica de una enseñanza racional.

Antes de esta época el programa de enseñanza era por demás restringido; el estudiante aprendía imperfectamente a leer, escribir y contar en las escuelas conventuales o con algún particular. El menaje, tan pobre como los conocimientos que se enseñaban, consistía en un banco de tosco espino que servía de asiento, en una pieza baja, sin luz y desmantelada, a unos cuantos niños. No había más útiles escolares que las plumas de ganso y la lisa tabla para escribir en ella con la descolorida tinta que fabricaba el mismo preceptor.

Un sistema de castigos bárbaro y sangriento servía para el régimen interior de la escuela: el látigo que hería las carnes desnudas del niño, la palmeta, pequeña tabla agujereada en la parte que caía en la mano para que chupara la carne, y la colocación de rodillas con los brazos en cruz y pesados ladrillos en las manos.

Con el advenimiento de la República se logró dar a la instrucción pública mayor impulso. Entre otros actos tendentes a este fin, el gobierno del general Freire dictó un decreto en 1823 en que se mandaban establecer escuelas de primeras letras para la enseñanza de varones en todos los conventos. En 1830 se devolvieron a los conventos los bienes que se les habían secuestrado antes, a condición de hacer efectivo el sostenimiento de una escuela.

Estas disposiciones no mejoraron en mucho el estado de postración en que se encontraba la enseñanza. Siguieron imperando los métodos rutinarios de la antigüedad, los estudios hechos de memoria, en textos absurdos, como la Confesión del padre Jaén, el Catón cristiano y la Cartilla del padre Zárate, que principiaba por un ridículo deletreo de la palabra Cristo. El preceptorado carecía de ilustración y demás condiciones de moralidad y respeto que requiere el delicado ejercicio de enseñar y dirigir a la juventud. Se componía ordinariamente de frailes regañones que a veces asistían a la escuela exclusivamente a dar de azotes a los muchachos, o de legos y sacristanes ignorantes o ebrios.

Un hecho sólo puede poner de relieve el atraso de la enseñanza de aquellos tiempos y la carencia de honorabilidad y aptitud de los preceptores.

En 1839 regentaba la escuela de San Francisco un sacristán de esta iglesia que se llamaba Marcos Rojas. Tenía este individuo unas hijas que cantaban en las fiestas religiosas del convento y sostenían en su casa todas las noches una tertulia con los mozos alegres del lugar. Tuvo el preceptor que recurrir al robo para subvenir a los gastos que demandaba la vida ligera de su familia. Prevalido de la ancianidad del padre José Dolores Ahumada, comenzó a extraer paulatinamente de la iglesia las joyas de los santos y de los altares, que reemplazaba por otras de metal y hojalata. Pero habiendo sucedido al anciano guardián otro de menos edad y más perspicacia, el padre Pizarro, se descubrió el fraude y se puso al delincuente en manos de la justicia.

Del sumario resultó que Rojas vendía los objetos sustraídos, por conducto de una hermana materna de nombre Juana Corvalán, dueña de una chingana situada en la alameda. Al cabo de algún tiempo, fueron remitidos a Santiago, ella a la corrección, de donde huyó, y él a la cárcel, donde murió víctima de una profunda melancolía.

Tales fueron los primeros que enseñaron a una generación que va desapareciendo; y no se crea que este hecho es excepcional; más o menos, era la talla de todos los que se dedicaban al preceptorado.

La escasez de libros corría junta con el atraso de las escuelas. Desde la fundación de Curicó, sólo se habían introducido a los conventos algunos tratados ascéticos y para los mandatarios locales uno que otro pergamino de legislación. Don Diego Donoso fue el primero que introdujo en 1820 una pequeña biblioteca que le costó dos mil pesos. Como los libros se vendían a un subido precio, no fueron muchos los volúmenes didácticos, de literatura y místicos que obtuvo con aquella cantidad, estando además una buena parte de ellos en latín y francés. Posteriormente los señores Irisarri y don Luis Labarca trajeron algunos libros de amena lectura. La compra que efectuó el señor Donoso de su pequeña biblioteca, contribuyó en parte al adelanto intelectual de la villa, porque los libros anduvieron de mano en mano por venta o préstamos que hacía su dueño. No obstante, el hecho se prestó a comentarios maliciosos en el lugar, y se reputó como un acto de locura, pues con la cantidad invertida en volúmenes, Donoso había rehusado comprar a don Miguel Arriarán, propietario del Guaico, dos mil fanegas de trigo a cincuenta centavos cada una, negocio que realizó otro con pingües ganancias, a consecuencia de la carestía excepcional en que estuvieron ese año los artículos de consumo.

Por fin, en 1836, durante la administración de Irisarri, se abrió en una pieza en que tuvo ingerencia la autoridad local. Se enseñaban las primeras letras, y la municipalidad subvencionaba al preceptor con diez pesos al mes y el convento con seis. Tres años después, 1839, se organizó un colegio con el nombre de «Establecimiento de educación», regentado por don Mateo Olmedo, en el que se enseñaban las primeras letras, latinidad, geografía, gramática, aritmética y escritura. La municipalidad costeó los gastos de instalación, y tanto ésta como el vecindario, subvencionaron al director, quien quedaba obligado a recibir en su colegio a los hijos de los suscriptores, a los agraciados con beca por el municipio y a los que en particular pagasen su pensión. Olmedo poseía los conocimientos y la idoneidad de un buen maestro. Desterró, desde luego, los estudios mecánicos adoptados en las escuelas conventuales y dio a la enseñanza un giro más conforme con los métodos modernos, especialmente a la geografía.

En 1842 el prestigio y el número de alumnos de este colegio habían aumentado notablemente, y más crecieron cuando el director llevó a Santiago en este mismo año a dar examen a los estudiantes para que obtuvieran certificados válidos. En este viaje llevó también Olmedo la comisión que le confirió el cabildo de comprar mapas para su colegio. A su vuelta, trajo las primeras cartas geográficas que llegaron a Curicó. Ya en 1844 el «Establecimiento de educación» había llegado a su auge y cambiado su nombre por el de «Liceo de Curicó», título que obtuvo oficialmente en 1853. Los estudios tomaron mayor extensión y los diversos cursos se distribuyeron entre las personas más competentes del pueblo. Había una clase de legislación, desempeñada por el rector; cuatro de latín, servidas por los señores Pedro José Torres, Juan Francisco Jaramillo, José Dolores Moreno y el director; una de aritmética, que hacía don Juan C. Vila; gramática, don Pedro José Torres; caligrafía, don Cándido Muñoz, escribano; geografía y moral, el rector Olmedo. Los estudiantes alcanzaban a 56, de los cuales 10 eran internos y 20 agraciados y los demás externos: éstos pagaban dos pesos al año y aquellos treinta. Una comisión municipal vigilaba la marcha del establecimiento y concedía las becas. Al año siguiente, 1845, se mandó crear una escuela fiscal anexa al liceo, cuyo preceptor fue don Melquíades del Canto, con un sueldo de trescientos pesos anuales.

Siguió así una marcha próspera hasta que los sucesos políticos de 1849 hicieron abandonar a Olmedo el puesto de rector. Cerrado por esta causa año y medio, se abrió de nuevo en 1850, bajo la dirección de don Juan de la Cruz Cisternas, más tarde juez de letras, y de don Antonio Verdugo. Por decreto de enero de 1853, entró a regentarlo nuevamente Olmedo y con esa misma fecha se acordó el plan de estudios más vasto y metódico que hasta entonces se había conocido: se abrieron las clases de historia sagrada, fundamentos de la religión, filosofía, moral, aritmética, álgebra, geometría, trigonometría, con aplicación a la mensura de terrenos y levantamiento de planos, geografía, dibujo, historia, principalmente de América y de Chile, castellano, latín y francés. Luego tuvo que dejar Olmedo el liceo para desempeñar el juzgado de Rancagua y enseguida el de Concepción. Bajo su dirección se formaron muchos jóvenes que ilustraron sus nombres y el de su pueblo, como el magistrado curicano don Pedro Matus, a quien le cupo la única gloria en la judicatura chilena de no ver revocada por las cortes una sola de sus sentencias.

Por lo que respecta a la instrucción primaria, había experimentado también adelantos de bastante consideración, ya sea en el personal del preceptorado, ya en el aumento de las escuelas. En 1845, además de la anexa al liceo, había en el pueblo las de San Francisco y la Merced, costeadas con fondos de los conventos. Se crearon asimismo otras en las subdelegaciones más pobladas: la de Vichuquén, municipal; la de Rauco, la de Paredones y la de Santa Cruz, fiscales.

La instrucción de la mujer había estado desde tiempos remotos completamente descuidada. Por una especie de extravagante austeridad y preocupación absurda, el cultivo de la inteligencia de la mujer se miraba como peligroso a la moralidad del hogar. Se decía que a una joven no debía enseñársele a escribir porque se le ponía a su alcance un medio de comunicación con el hombre. Cuando más, solía aprender a leer. Aunque tarde, semejantes preocupaciones concluyeron con la apertura de algunos colegios de niñas en el año 1845. Se creó un colegio municipal regentado primero por una profesora extranjera llamada Szoiska Dehon, y después por la señora Carmen Arias de Molina, esposa del comerciante don Segundo Fredes. Al mismo tiempo se establecieron dos colegios particulares uno de primeras letras y otro de una señora Jesús Olmedo, hermana de don Mateo, donde las alumnas aprendían lectura, geografía, aritmética, gramática y religión.

Durante la administración de don José María Labbé se pensó también de un modo formal en la instalación de un cementerio que estuviese situado fuera de los límites urbanos. Estaba en uso todavía la costumbre de los españoles de enterrar los muertos en las iglesias, cuando sus deudos cubrían los derechos de los párrocos, y en un lugar contiguo a la parroquia, llamado «enterratorio» o «campo santo», destinado para los cadáveres de pobres de solemnidad. El campo santo estaba en este pueblo en el costado poniente de la iglesia a pocas varas de la plaza de armas. Servía, como se comprenderá, de foco inagotable de infección para los habitantes de la villa, a la cual daba el aspecto repugnante y lúgubre, pues la gente del campo esperaba en la calle durante noches enteras que llegara el día para poder enterrar los cadáveres. Impacientes a veces, los dejaban abandonados, sobre todo a los párvulos, para que el cura o la autoridad ordenasen su entierro. Frecuentemente los sepultureros de la iglesia al remover la tierra para dar lugar a otro cadáver, se encontraban con mortajas, almohadas, pedazos de ataúd y horribles despojos humanos que solían votar a la calle. De esta manera la misma iglesia se convertía en un lugar inmundo, que requería como obra de aseo diario, una prolongada ventilación que arrastrara las pestilencias de la descomposición cadavérica.

Llegaba el abandono del deber de cuidar a los muertos y mejorar las condiciones higiénicas de la villa, a tal grado, que los perros solían entrar al campo santo y desenterrar los cadáveres. El 10 de marzo de 1848 se encontró en un sitio de la calle del estado la cabeza de una mujer. La noticia se esparció por el pueblo con el colorido de un alevoso asesinato; la policía comenzó a pesquisar a los presuntos criminales y el juzgado de primera instancia levantó un sumario. Al cabo de muchas diligencias y declaraciones, se llegó a la persuasión de que la cabeza humana había sido arrebatada del campo santo por los perros, y el juzgado de letras de San Fernando mandó sobreseer.

La traslación del cementerio tenía, pues, el carácter de una necesidad premiosa para la localidad; así lo comprendió la municipalidad que desde 1839 traía entre manos este problema y que alcanzó a delinear un cementerio al oriente de la población, en terrenos de don Manuel Cruzat. Una comisión municipal encontró mejor el local que ocupa actualmente el cementerio. Pertenecía ese terreno a don Francisco Donoso que se negaba a venderlo. Por fin, después de muchas súplicas, vendió a ciento cincuenta pesos cuadra, y al comenzar el año 1848 el cementerio quedó instalado y cerrado con cerca de espino.

Para darle una organización administrativa, el municipio aprobó el 9 de junio un reglamento que el intendente de Colchagua don Domingo Santa María, futuro fundador de los cementerios comunes, aprobó por medio del Decreto que sigue:

«San Fernando, junio 23 de 1848.

En atención a que es urgente la traslación del cementerio de Curicó, que al presente se encuentra en el seno de la población, en contravención a lo dispuesto por el supremo Decreto de 31 de julio de 1823, y a que la expresada traslación no puede verificarse sin dictar previamente un reglamento provisorio que determine el orden que debe guardarse en el cementerio, vengo en aprobar en todas sus partes el anterior reglamento que me ha sido pasado por el gobernador e ilustre municipalidad de aquel departamento, debiendo darse cuenta al supremo gobierno para su superior aprobación. Devuélvase y anótese.

Domingo Santa María.- Agapito Vallejo».



El 15 de junio de este mismo año se inhumó el primer cadáver que debía comenzar el paso de tantas generaciones por aquella mansión de la muerte. Le tocó esta fúnebre prioridad a la párvula Valentina del Carmen Navarro; de los diez cadáveres que siguieron a éste, siete fueron de párvulos, dato revelador que nos prueba que en el movimiento de la población es antiguo y persistente el desequilibrio entre los nacimientos y las defunciones en nuestras clases menesterosas.

En sus comienzos, el adelanto del establecimiento permaneció estacionario, sin merecer la atención ni de los vecinos ni de la autoridad, cuya indolencia y falta de respeto por la morada de los muertos llegó hasta el punto de colocar en 1850 dentro de su recinto los toros que debían servir para las lidias del 18 de septiembre. Las primeras sepulturas de familia cavadas en forma de subterráneo con una reja que las rodeaba y una lápida que las cubría, fueron las de don Joaquín Riquelme, don Gaspar Vidal y don Ramón Moreira. En estas construcciones funerarias los mausoleos se introdujeron muy posteriormente, aunque no con el lujo y buen gusto con que el arte moderno eterniza las aflicciones del hogar, con motivo seguramente de la falta de artífices competentes.

Juntamente con la instalación del cementerio, nació la eterna rivalidad entre el poder civil y el eclesiástico, mezcla de cuestión teológica y pecuniaria. Gobernaba la parroquia de Curicó el cura don Pedro José Muñoz, hombre terco, de carácter difícil, intolerante y tildado en los documentos oficiales de la época de ambicioso y díscolo. Un incidente nos dará a conocer su carácter. Una noche comenzó a censurar desde el púlpito al padre José Argomedo, provincial de la Merced; esta iglesia se había habilitado provisoriamente como curato, por estar en construcción la parroquial. El padre Argomedo que lo oía, entró a la iglesia y desmintió terminantemente sus palabras. Se formó con este motivo un grande escándalo, y la autoridad eclesiástica mandó instruir un sumario; pueblo, gobernador y municipalidad estuvieron de parte de Argomedo. En 1848 quiso impedir la celebración del aniversario de septiembre por creerlo contrario a la moralidad pública; mas sus gestiones fueron del todo desatendidas.

Entró, pues, el párroco en competencia con el municipio y el gobernador a propósito de algunos artículos del reglamento, en que se le impedía el cobro de ciertos derechos indebidos. Dirigió desde el púlpito por esta causa invectivas contra el gobernador y los cabildantes. El arzobispo Valdivieso apoyó sus pretensiones y el intendente de Colchagua entró a terciar en el negocio para darle una solución equitativa.

Con estas mejoras locales terminó la parte laboriosa de gobierno de don José María Labbé. Su administración transcurrió hasta 1849 en medio de la paz; pero las elecciones de este año, una de las más abusivas que se han verificado en este departamento, en las que la absorción del poder central y el autoritarismo desmedido de sus agentes locales anularon la voluntad del pueblo, vinieron a colocarlo en una situación difícil. Labbé carecía de la firmeza que se requiere para presidir elecciones contrarias a la ley y a los derechos de los electores: prudente, pusilánime más bien, se dejaba dirigir en sus actos políticos y administrativos por su secretario don Baltasar Olmedo.

Tanto éste como su hermano don Mateo Olmedo, director del colegio de hombres y secretario municipal, estaban ligados por amistad y vínculos de correligionarios con don Antonio Varas, que trabajaba por la oposición y hacía frecuentes visitas a Curicó, por ser cuñado del escribano don Cándido Muñoz. Desde muy temprano comenzaron todos estos caballeros a trabajar en favor de sus intereses políticos, perfectamente servidos por los secretarios de la municipalidad y de la gobernación. Con el prestigio de don Antonio Varas y con la fuerza moral que los Olmedos sacaban de sus puestos, sus trabajos electorales iban tomando la extensión más apropiada para su triunfo. Los correligionarios aumentaban y muchos vecinos de suposición se alistaban en las filas opositoras. Pero una noche llega inopinadamente a Curicó en un birlocho el intendente de Colchagua don Domingo Santa María, cambia por completo el giro de las cosas, y domina en todas direcciones la situación política.

El primer paso que dio fue dirigirse a la sala municipal y llamar a los vecinos más comprometidos contra la política gubernativa para amonestarlos por el libre ejercicio que hacían de sus derechos de ciudadanos. Entre éstos concurrieron también don Mateo Olmedo y don Segundo Fredes, marido de la directora de colegio de niñas: al último le mandó cerrar el establecimiento que regentaba su esposa y lo obligó a sincerarse para no imponerle mayor castigo y al primero lo calificó de corruptor de la juventud, porque le daba el mal ejemplo de ser opositor del Gobierno, lo destituyó de la secretaria municipal y de la dirección del colegio de hombres y lo remitió preso a Santiago por conspirador. ¡Tales eran la omnipotencia avasalladora de los intendentes de entonces y las ideas dominantes de tolerancia y libertad, que se juzgaba acto de inmoralidad en un empleado el opinar contra el Gobierno! Tanto afectaron a Olmedo estos atropellos, que por el camino se bajó del caballo, se sacó el paletó y los pantalones y dio otras señales de inequívoca perturbación mental. Aunque el mismo gobernador interpuso su influencia en su favor, siempre se le remitió a la capital en calidad de reo político. Inútil es decir que a don Baltasar Olmedo, hermano del anterior, se le arrojó de su puesto de secretario de la gobernación.

A un mandatario que con tan pocos miramientos supeditaba el derecho de los electores, la municipalidad le acordó sin embargo un voto de aplauso, como protesta a un folleto que se dio a luz con el título de La provincia de Colchagua y su intendente el señor Santa María, hecho que demuestra la depresión moral que engendran en los pueblos los malos hábitos políticos, la docilidad y la complacencia inconsciente.

Después de trazar un plan electoral encaminado a arrebatar al pueblo sus derechos y a establecer sin contrapeso el predominio oficial, Santa María se dirigió a Santiago a dar cuenta de sus actos al ministro Vial, dejando en Curicó a cargo de los negocios políticos a don Luis Labarca. Los adversarios del Gobierno, lejos de amilanarse con los abusos del intendente, hicieron lo posible por contrarrestar la omnipotencia tradicional de las autoridades locales para coartar la libre emisión del sufragio popular, y siguieron trabajando en favor de sus candidatos para diputados, don Antonio Varas, don Waldo Silva y para suplente don Pedro Palazuelo. Es de advertir que el partido montt-varista aún no se había formado y que durante este período eleccionario don Manuel Montt vivió alejado de los negocios de la política militante.

Días antes de las votaciones, los agentes de Santa María comenzaron a ejecutar el plan acordado. Se principió por acuartelar el batallón cívico y las milicias de caballería del pueblo y de las subdelegaciones más inmediatas, las cuales quedaron en los claustros de San Francisco, vigiladas por un piquete de cazadores a caballo que desde el año anterior resguardaba el boquete del Planchón y tomaba a los revolucionarios argentinos que trasmontaban los Andes por ese punto. El fin que se perseguía con esto era poner en arresto a los oficiales y soldados que tenían opiniones contrarias al Gobierno, asegurar el voto de los demás y prohibir a todos el contacto con los particulares. A la tropa de infantería se le ponía en la barra y se le agobiaba con el servicio de las armas para arrebatarle sus boletos de calificación. Para amedrentar a los tímidos milicianos del campo, se recurrió al expediente de amenazarlos con que se les fusilaría si no se declaraban partidarios del Gobierno. Para dar uniformidad a los trabajos electorales del departamento de Curicó, el intendente de Colchagua y don Luis Labarca mandaban pedir órdenes a Santiago al candidato oficial don Juan de la Cruz Gandarillas, que estaba autorizado por el ministro del interior don Manuel Camilo Vial para dirigir la elección. El gobernador Labbé obedecía por su parte a las inspiraciones de Labarca.

Llegadas las elecciones de diputados y electores de senadores, se rodearon las mesas con fuerza armada y sólo quedaron accesibles a los amigos del Gobierno. La tropa acuartelada salía por partidas a las órdenes de los agentes oficiales a emitir su voto.

El papel de la guardia nacional se reducía principalmente a ganar las elecciones. No tenía el carácter neto de una institución militar democrática, ni por la disciplina, ni por la aptitud del todo nula de la tropa, ni por las excepciones odiosas que se hacían con personas de cierta condición social: un joven que no fuese de la clase obrera o proletaria se creía profundamente humillado si se le enrolaba en las filas de la tropa. Por otra parte, las charreteras del oficial, que creaban un puesto de lujo en la milicia, no se ponían jamás en hombros plebeyos. Los jefes y gobernadores vejaban cuando querían a los que, sin impedimento legal, podían pertenecer a la guardia nacional; pero esto se hacía o con enemigos personales o adversarios políticos; a los oficiales contrarios a la política gubernativa se les mandaba en días de votaciones a cubrir guarnición a puntos lejanos del departamento y a los soldados se les ponía arrestados por faltas imaginarias.

En fin, después de aprisionar vocales de mesas, suplantar firmas, borrar listas y escamotear boletos de calificación salieron electos por 1058 votos los diputados propietarios don Juan de la Cruz Gandarillas, don Rafael Vial y suplente don Ramón Briceño, y los electores de senadores Luis Labarca, Juan de Dios Labbé, Manuel Merino, Mercedes Fuentes, Cayetano Figueroa y Mauricio Merino, jefes los dos últimos respectivamente del batallón cívico y del escuadrón de caballería. Digna de notarse es la igualdad de votos de los elegidos, circunstancia que sin otra prueba patentizaría el fraude innegable de la elección. Los candidatos de oposición para diputados obtuvieron 91 votos e igual número de los electores de senadores Mateo Olmedo, Cándido Muñoz, Andrés Arriarán, Eusebio Barros, Andrés Rodríguez y Antonio Vidal.

El diputado don Antonio García Reyes levantó su voz elocuente en la cámara para denunciar los abusos cometidos en la provincia de Colchagua; con este motivo el Gobierno mandó levantar un sumario, pero sabida es la suerte que corren los sumarios políticos.

No terminaremos la narración de este período sin recordar el grande impulso que la agricultura tomó en nuestro departamento con el descubrimiento de ricos minerales en California en 1848; las siembras de trigo, la elaboración de harinas y el beneficio de engordas aumentaron con el incremento de la exportación.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Los cerrillos de Teno.- Causas del bandolerismo.- Crueldad de los salteadores.- Los primeros ladrones.- Los negros esclavos.- Los pehuenches.- Los mestizos.- Modo de ejercer sus latrocinios.- Don Graciliano Lazo y los hacendados de los cerrillos.- Los salteadores del principio de la República.- Una partida se apodera de la cárcel de Curicó.- El hallazgo de los arrieros.- Don Lucas Grez en persecución de los bandidos.- Ejecución de Santiago Campos y Pascual Espinosa.- Benito Cornejo.- Por qué persigue Irisarri a los ladrones.- Encuentros con los caminantes.- El bandolerismo decae desde 1840.- El comisionado Valentín Moya.- Fin del último malhechor de los cerrillos.

Don Francisco Solano Astaburuaga describe en su Diccionario Geográfico este tristemente célebre teatro de malhechores del modo siguiente:

«Poco distante de la banda norte del río Teno se extiende un tramo o corrida de altibajos o agrupados cúmulos, a manera de dunas, que se prolonga casi de este a oeste por no menos de cincuenta kilómetros con un ancho hasta de doce, conocido con el nombre de ‘Cerrillos de Teno’, y son notables por su naturaleza volcánica, que se presume ser una corriente enorme de lavas, a pesar de lo distante y discontinuos que se hallan con los Andes en que ha podido tener origen».



Aun en la parte sur del río corre en la dirección indicada otra faja de montículos paralelos a los del norte, que mide algunas cuadras de ancho. Toda esta prolongada serie de lomas se asemeja a la superficie de un inmenso mar agitado, cuyas olas descienden aquí para subir más allá y ocultar lo que está tras ellas. Estos cerrillos están cortados de oriente a poniente por la quebrada del Peumo y varias otras, hondas, extensas y antiguamente cubiertas de tupidos montes. Como una calzada, que se eleva algunos metros sobre la altura de las colinas, está la cuesta del Peral, en el camino que conduce a Chépica y San Antonio: aquéllas y ésta eran las guaridas donde se ocultaban las gavillas de temibles malhechores para asaltar a los caminantes. Al norte del río la propiedad estaba dividida en grandes estancias, mientras que a este lado, sobre todo en el lugar denominado «Quilvo», pequeños lotes subdividían la tierra entre muchos dueños: allí la extensión y la soledad favorecían la fuga del bandolero; acá el temor o la amistad de numerosos cómplices le proporcionaban albergue y medios para burlar las pesquisas de la autoridad.

Toda esta zona de montículos fue hasta que recibió el beneficio de la irrigación en 1835, una superficie estéril, triste, sin divisiones y sin otro camino que la huella trazada por el tráfico de los viajeros, sábana inmensa que el sol ardiente del verano envolvía en una atmósfera abrasadora y que cubrían nubes de langostas, especie de pequeño desierto de África donde no faltaban ni las terribles bandas de beduinos. Se prestaban, pues, perfectamente las sinuosidades del terreno, la soledad del llano y la espesura de los bosques de las quebradas para las sorpresas y asechanzas de los bandidos, que tenían en último caso fácil escondite en las montañas sub-andinas y en las serranías de la costa. Esto y la falta de trabajo, que pesó como una terrible necesidad sobre las clases menesterosas en el siglo XVIII y a principios del presente; el atraso intelectual de la generalidad de los habitantes, la indolencia de las autoridades y la dilación en el procedimiento criminal, atrajeron a los cerrillos de Teno una horda de ladrones que se enseñoreó de esos lugares por el espacio de un siglo.

Tales crueldades se contaban de los bandoleros, como la de arrancar a sus víctimas la piel de la cara, que los caminantes se atemorizaban hasta el extremo de hacer testamento antes de atravesar los cerrillos de Teno. Desde el otro siglo existía la costumbre de juntarse los viajeros en grandes caravanas armadas para poder pasarlos sin peligro y oponer así una resistencia eficaz.

Los primeros salteadores de los cerrillos fueron los pehuenches de la falda oriental de la cordillera y los esclavos fugados de las haciendas vecinas. Desde la primera mitad del siglo pasado, los esclavos de las haciendas de Teno, Guaico, Cerrillos, Quinta y Tutuquén, que cometían algún crimen, huían a esconderse a los cerrillos de Teno. En otras ocasiones se escapaban para librarse de los severos castigos que sus amos les aplicaban por faltas por torpezas que cometían en el servicio que se les tenía encargado. Fueron estos primeros ladrones indios de las encomiendas y negros africanos. Hasta fines del otro siglo los cerrillos servían de punto de reunión a todos los esclavos fugados, que se convertían con facilidad en feroces salteadores. Un solo hecho nos servirá de comprobante. Un día atravesaba su estancia de los Cerrillos, en los últimos años del siglo citado, el coronel de milicias don Juan Francisco Labbé, acompañado de dos sirvientes. Al torcer una senda, cuatro bandoleros lo rodearon, le detuvieron el caballo y le exigieron las armas y el dinero que llevaba consigo; pero antes que Labbé y sus sirvientes se repusieran del estupor que les había causado tan repentino encuentro, uno de los bandidos se puso de parte de los asaltados y blandiendo su arma dijo a sus compañeros que moriría peleando en favor de don Juan Francisco Labbé si persistían en llevar adelante el salteo. Desistieron, en efecto, los malhechores de su intento. El generoso salteador había sido esclavo de la hacienda del caballero asaltado y quiso dar a aquel en cuya casa había aprendido leer y escribir un testimonio de respeto. Su antiguo patrón le dio de buen grado el dinero que intentó quitarle a viva fuerza y lo exhortó a que modificara sus costumbres y abandonara tan sombría ocupación.

Otra raza que había dado un paso en la senda del progreso, pero que había heredado las malas cualidades de sus progenitores los indios, los mestizos, hijos de españoles e indígenas, vino a completar los cuadros de aquellas hordas de primeros malhechores que comenzaron a ensangrentar las llanuras de Teno. A mediados del siglo XVIII, todos se habían reunido para formar bandas que ejercían sus depredaciones no sólo en Teno, sino en los territorios de una y otra ribera del río de este nombre. El padre Rosales decía en su Historia civil del Reino de Chile que los pasajes que los ladrones frecuentaban preferentemente pertenecían a los partidos de Colchagua, Maule y Chillán. Al hablar de los dos primeros, se refería a los cerrillos de Teno y a los llanos de Cumpeo. De manera que Curicó estaba entre dos guaridas de vándalos, una al norte y otra al sur, aparte de una tercera partida de malhechores que tenía su asiento al poniente de la villa, en el lugar llamado el Morrillo, inmediato a la junción de los ríos Teno y Lontué. Se comprenderá, pues, que el radio de acción de estas bandas perfectamente organizadas, llegaba hasta más allá de los cerrillos y del territorio de Curicó.

He aquí ahora como ejecutaban sus crímenes y robos. Algunas partidas se apostaban en los caminos para asaltar a los viajeros y otras robaban en las haciendas rebaños enteros que iban a vender a puntos lejanos del lugar del robo. Las autoridades civiles y eclesiásticas hacían esfuerzos comunes redoblados para contener el bandolerismo: los corregidores perseguían a los ladrones en sus escondites más conocidos y los jesuitas y misioneros recorrían los campos para moralizar a sus habitantes con fiestas religiosas. Pero el mal provenía de causas económicas, como la pobreza general del país y la falta de trabajo para las clases inferiores de la sociedad, y lejos de disminuir, tomaba mayores proporciones con la aparición de los pehuenches en el último tercio del siglo XVIII.

Desde que a estos indios se les cerraron algunos boquetes del sur, comenzaron a correrse hacia el norte, y a pasar por los caminos de la cordillera de Chillán, Talca y Curicó al lado occidental de los Andes. El paso del Planchón les ofrecía un camino fácil y expedito; lo atravesaron repetidas veces para hacer incursiones a las haciendas del Guaico, Teno y Quinta, cuyos ganados arrebataban para internarlos a los valles andinos. Algunos grupos alcanzaban hasta los cerrillos, donde se establecían para saltear a los caminantes sus animales y cargas, que iban a esconder a sus guaridas de la cordillera. Los tenientes corregidores de la villa movilizaban las milicias de caballería para perseguir a los invasores, y considerando el presidente Jáuregui insuficiente esta medida, ordenó en 1777 que se retirasen los ganados de los fundos de cordillera. Estas irrupciones de los indios pehuenches tuvieron en constante alarma a las autoridades y vecinos del territorio de Curicó durante algunos años.

En 1793 había llegado a tal punto la audacia de los salteadores de Teno, que todos los hacendados vecinos a los parajes en que ejercían aquéllos sus latrocinios, se congregaron para armar una respetable patrulla que protegiera sus vidas y propiedades. El dueño de la hacienda de la Quinta, don Graciliano Lazo de la Vega, se presentó al Gobierno colonial pidiendo permiso para ponerse al frente de esa partida y perseguir a los malhechores; otorgado que le fue, su hacienda se convirtió en el cuartel general de las que se destinaban a la persecución de los ladrones. En esta empresa de poca gloria y mucho peligro, que duró un largo espacio de tiempo, se distinguió el administrador de la hacienda de la Quinta, don Blas Almarza.

Al comenzar el siglo que corre, la fama de los cerrillos de Teno oscurecía la de todos los otros lugares frecuentados por los bandidos; habían adquirido ya tan triste celebridad, que llegaba a los límites de lo proverbial. Grupos de ociosos venían de todas partes a engrosar las filas de los salteadores, capitaneados por bandoleros sanguinarios y depravados. Viajero que atravesaba solo la desierta llanura, tenía que perder su caballo y su dinero, cuando por casualidad escapaba al puñal de los feroces ladrones. Ninguno desempeñó un papel más sombrío y horroroso en aquella época, que José Miguel Neira, el atrevido montonero de 1816, cuyas escaramuzas y costumbres hemos contado en un capítulo anterior. Le sucedieron para continuar su táctica, sus crímenes y su arrojo dos bandidos llamados Juan Jáuregui y Andrés Gutiérrez, que habían servido quizás a sus órdenes y que, capturados en mayo de 1817, fueron pasados por las armas en la plaza de Curicó.

En los años que siguieron a la independencia, los ladrones de Teno continuaron dando que hacer a las autoridades y atacando a los pasajeros con su acostumbrada rapacidad e indomable fiereza. El vicioso sistema criminal de esos tiempos, el agotamiento general del país después de la revolución de la independencia, la escasez de alimentos y de trabajo y por último la deserción militar, atrajeron a Teno mayor número de malhechores que en épocas anteriores. Los salteos se cometían a la luz del día, porque nadie se atrevía a pasar los cerrillos en la noche y arrostrar los peligros de una sorpresa de esas hordas sanguinarias que arrancaban la piel del rostro de sus víctimas para que no fuesen conocidas o las arrojaban aturdidas o muertas a las aguas del río. Detalle característico de la horrenda saña de los bandidos: desde el Maule al Maipo, inclusive, en ningún río se encontraban tantos cadáveres como en el Teno.

El gobernador don Juan de Dios Puga les declaró una guerra sin cuartel y llenó la cárcel de facinerosos, pero siempre continuaban los cerrillos plagados de bandoleros. Tanto creció la osadía de estas bandas de malhechores, que, no contentos con turbar el silencio de las mesetas de Teno con sus persecuciones a los caminantes, llevaron el pánico a la misma población de Curicó. El 14 de abril de 1823, a la una de la mañana, penetró al pueblo una partida que se apoderó de la cárcel y dio libertad a once grandes criminales; los salteadores hirieron y pusieron en el cepo al alcaide antes de retirarse. El gobernador o delegado directorial don Diego Donoso, improvisó al día siguiente un piquete de veinte hombres armados y salió en busca de los bandidos, que no se atrevieron a presentarle combate. Sabedor el general Freire de estas ocurrencias, dispuso que de tres distintos militares establecidos entre el Maule y el Maipo en marzo de ese año, se desprendiese un destacamento en auxilio de la villa. Esta fuerza de caballería no contribuyó en nada a la extinción del bandolerismo. Cuando se aproximaba a los cerrillos, los ladrones huían a esconderse a la cordillera de los Andes o a la de la costa, ocultando antes sus robos.

Con motivo acaso de esas fugas, se encontraron unos arrieros un gran entierro de plata de cruz. Iban del sur para Santiago y se detuvieron, por haberles anochecido, en una cuesta del otro lado del río; por su oficio y por su catadura, bien poco tenían que temer a los ladrones. Al matar uno de ellos un cordero, notó algunas monedas de plata en el suelo; comenzó a escarbar y dio con una carga de talegos. En el acto cargaron una mula y se retiraron tan deprisa, que fueron dejando un reguero de monedas en toda la extensión de la cuesta de las cuales se encontraban algunas los pasajeros muchos años después de este hecho. Por este motivo la cuesta se conoce desde entonces con el nombre «del Platero» o «de la Plata».

Escapando de las comarcas comprendidas entre Teno y la Obra fue en 1825 Marcos Leiva. Aprehendido y encarcelado, se fugó con los presos y aterrorizó a veces al mismo pueblo con acercarse a sus alrededores. Nuevamente tomado pagó en la horca sus crímenes, y sus miembros se fijaron en palos colocados en los caminos de la Obra y de los cerrillos.

En las conmociones civiles de 1829, don José Alejo Calvo, formó en parte su montonera con bandidos de Teno. Tan luego como los trastornos concluyeron, éstos volvieron a sus antiguas correrías con mejores armas y más familiarizados con el peligro. Sobresalieron por los latrocinios y asesinatos que cometían, dos salteadores llamados Pascual Espinosa y Santiago Campos. Durante dos largos años escaparon a las persecuciones de la justicia. Cuando más, caían algunos de los suyos en poder de los agentes de la autoridad, para ser pasados por las armas. Los miembros de los cadáveres, como la cabeza y brazos, se colocaban en los mismos lugares de sus crímenes; pero los demás facinerosos se los arrebataban para sepultarlos.

Por fortuna desempeñaba las funciones de juez de primera instancia don Lucas Grez, alcalde del municipio. Este hombre de incontrastable virilidad, como lo hemos visto más atrás, lo primero que hizo una vez en ejercicio de su cargo, fue dirigirse al intendente de Colchagua, el coronel don Pedro Urriola, pidiéndole autorización para perseguir y aniquilar a los bandidos de Teno. Este mandatario le contestó con el siguiente oficio:

«Intendencia de Colchagua.

Curicó y abril 6 de 1831.

El lastimoso estrado a que tienen reducido este departamento los muchos facinerosos que lo infestan, me ponen en el deber de hacer presente a US. que el castigo del azote es el único que los contiene; que esto se halla en práctica en todos los puntos de la República y que la experiencia me lo ha hecho conocer como el mejor antídoto. Es de la mayor necesidad que US. lo ponga en práctica en este departamento que, por desgracia, es uno de los más desmoralizados.

Dios guarde a US. muchos años.

Pedro Urriola».



Autorizado con tanta amplitud, el alcalde Grez emprendió una excursión formal a los cerrillos e hizo azotar sin compasión a los sospechosos y encubridores: distribuyó fuerzas en todas direcciones y recorrió hasta los rincones más apartados de Teno, Huemul, el Calabozo y el Guaico. En esta última hacienda había un cerro denominado Manque, cubierto de un tupido bosque de piche y espino, que servía de escondite a los ladrones, por estar más cercano a los altibajos de Teno. Grez conocía a palmos el terreno por ser su familia poseedora de la hacienda del Calabozo. Logró al fin el diligente y altivo funcionario capturar a Santiago Campos y a Pascual Espinosa, jefes de las gavillas de malhechores. Los trajo a ambos a la villa, al último atado a la cincha de su caballo; les siguió un breve proceso, después del cual fueron condenados a muerte. Sus cabezas se fijaron en postes cerca de la capilla de la hacienda del Guaico, donde la ignorancia y barbarie de los campesinos las hizo objeto de veneración y respeto.

Pero el mal no estaba extinguido del todo, porque inmediatamente se levantó un terrible sucesor de los dos bandidos ajusticiados. Se recordará que en otro capítulo hemos hablado de un indio de Lora que asesinó a don Manuel Fuentes. Se llamaba Benito Cornejo. Huyendo de Lora, vino a los cerrillos a entregarse a la vida del pillaje, en la que adquirió bien pronto una siniestra nombradía. Capturado por los agentes de la justicia, se escapó de la cárcel de la villa en 1834, para morir poco después de un balazo que le dio don José María Merino al sorprenderlo en un robo de animales en el Romeral.

Don Antonio José de Irisarri, persiguió también tenazmente a los salteadores de Teno, no tanto como medida de buen gobierno, que habría sido propia de su ilustración y de la severidad de su carácter, cuanto por ejercer una venganza, porque en una ocasión le persiguieron y demoraron a un propio que había mandado a Portales en los días de los fusilamientos políticos y porque uno de sus sirvientes, antiguo ladrón, se le había escapado a los cerrillos y hecho salteador. Su nombre era Pedro Gutiérrez, conocido entre sus compañeros con el apodo de «Chancha rabona». El iracundo potentado no pudo vengarse de su sirviente, pero en cambio ordenaba a los cazadores largas batidas en que el sable y el azote funcionaban sin someterse a fórmulas de ningún género Irisarri los perseguía y los temía, pues, jamás atravesó los cerrillos sin llevar una escolta.

No siempre los bandidos lograban salir triunfantes en sus emboscadas. Sucedía a veces que perdían la vida en la resistencia que les oponían los viajantes, los cuales en otras se apoderaban de ellos y los entregaban amarrados a las autoridades de Curicó o San Fernando. Para no recargar el cuadro con muchos hechos parecidos, referiremos dos solamente. Un día atravesaba el teatro de tantos horrores un vecino de Rauco llamado Jacinto Gamboa, sujeto de coraje y de cierta destreza en el manejo de la espada, que murió andando el tiempo en las revueltas de 1859. Al bajar una altura se encontró con varios bandidos de a pie que, con cuchillo en mano, lo rodearon. Sacó él su espada y profiriendo una interjección que le era familiar, cargó sobre los asaltantes; dos cayeron atravesados a estocadas y los demás huyeron.

En otra ocasión pasaba por Teno un joven de aspecto decente, casi elegante, enteramente solo y montado en un brioso caballo. Cinco bandidos, de a caballo también, le cierran el paso, sacan los puñales y lo rodean; él a su vez desenvaina un pesado machete y se resuelve a vender cara su existencia. Su caballo tenía la particularidad de no dejar que se le aproximara nadie por detrás; de modo que los ladrones se ven forzados a emprender el ataque de frente, y con tan malos resultados, que del primer machetazo derriba el valiente transeúnte a uno de los malhechores, herido en la cabeza; a los pocos instantes le abre el cráneo a otro y luego tiende muerto a un tercero; los dos restantes huyen despavoridos: los persigue, pero sin darles alcance; vuelve entonces al lugar de la refriega, se desmonta, se sienta en uno de los cadáveres, con el orgullo del águila que se posa en su víctima, y hace con tranquilidad un cigarro para retirarse enseguida precipitadamente del lugar de tan original escena. Ese hombre extraordinario sentado en el cadáver de un bandido, simbolizaba el triunfo de la honradez contra el crimen; de la civilización contra la barbarie. El primero de los bandidos que cayeron, llamado Antonio Sandoval, que había servido en la partida de Calvo en la revolución de 1892, recibió una herida que no fue mortal y pudo ver por lo tanto lo que pasaba cerca de él; escarmentado con este lance, se hizo hombre honrado y entró de sirviente a un fundo de Santa Cruz.

Desde 1840, los gobernadores de Curicó, los subdelegados y propietarios declararon a los bandidos de Teno una guerra a muerte. Los estrecharon por todas partes y los persiguieron en sus madrigueras más ocultas. La acción sostenida y combinada de todos ellos produjo resultados excelentes: el bandolerismo comenzó a retroceder por primera vez después de un siglo de terror y de éxito. Los hacendados, a fin de asegurar la estabilidad de este triunfo, pagaban individuos que hacían el servicio de ronda, en que se distinguió Valentín Moya, conocido en aquellos años con el título de comisionado Moya. Creemos que en su juventud no observó una conducta muy escrupulosa. Fue más tarde empleado de la hacienda de Irisarri y posadero en un fundo de los cerrillos. Montaba bien a caballo, manejaba perfectamente el sable y como valiente y tirador de fusil, pocos lo aventajaban. Este hombre fue el que contribuyó más directamente a la total conclusión de los salteadores, a quienes buscaba, hería o mataba. Su temerario arrojo lo hizo el blanco del odio y de las asechanzas de los bandidos. Un día va a buscarlo a su misma vivienda un ladrón apellidado Osorio, famoso por sus fechorías, por su denuedo y fuerzas hercúleas. Se acerca a la casa de Moya y le grita: «¡Vengo a matarte!»; Moya salta sobre su caballo y se traba una lucha desesperada a cuchillo. Luego el malhechor se siente herido, huye y abandona su caballo en un barranco. Limpios los cerrillos de ladrones, Moya se dirigió al sur, donde murió en una campaña del ejército contra los indios.

No concluiremos esta larga enumeración del pillaje, de la violación y del asesinato sin que demos a conocer cómo desapareció el último bandido de aquel escenario de crímenes y de sangre. En 1850 alarmaba los cerrillos y sus alrededores con sus salteos un malhechor de apellido Oyarce. Era este individuo superior quizás en ferocidad, valor y destreza a cuantos bandidos tuvo Teno. Se cuenta de su agilidad de jinete que a todo correr cortaba la cincha de su montura, la arrojaba al suelo y quedaba siempre montado en el caballo. Nunca pudieron sorprenderlo las autoridades. Oyarce entraba clandestinamente al pueblo, a casa de un sastre de apellido Rodríguez, también de dudosa conducta. Un día invitó al sastre a un cordero asado al otro lado del Teno; aceptada la invitación, salieron ambos en la noche para ir a amanecer al lugar del festín; pero al venir el día se juntó Oyarce con otros ladrones y saltearon al invitado, a la orilla del río, lo golpearon y lo arrojaron al agua amarrado de pies y manos con una gran piedra al cuello, precaución que tomaron para no ensangrentarse la ropa. Por una rara casualidad, la amarra no había sido hecha con firmeza y se desató al reblandecerse con el agua. Logró salir el sastre a la orilla y asilarse en el rancho de una pobre y solitaria anciana. Al día siguiente se vino al pueblo, dio cuenta de lo sucedido a las autoridades e indicó el paradero del ladrón. Salió un grupo de policía que, unido a otro de celadores de uno de los jueces más inmediatos al lugar del hecho, emprendió la persecución del criminal. No fue difícil dar con él: lo persiguió de cerca un celador; no teniendo Oyarce otra salvación que saltar la escarpada barranca del río, tapó con la manta la vista al caballo y se precipito al abismo; otro tanto hizo el celador; ambos salieron a la margen opuesta y trabaron una lucha cuerpo a cuerpo, en que salió vencido el ladrón. Traído a Curicó acribillado de heridas, se le siguió un proceso en que se le probaron varios salteos y asesinatos. Condenado a muerte, se le ejecutó en San Fernando, capital de la provincia.

La completa desaparición del bandolerismo de Teno fue el resultado de la civilización, fuera de las medidas precautorias y permanentes de hacendados y autoridades: la propiedad se subdividió en los cerrillos y la población aumentó en esos lugares; la suerte de las clases trabajadoras se mejoró con mucho y los medios de trasporte se perfeccionaron e hicieron más seguros con la introducción de las diligencias o grandes coches de viajes y muy particularmente con el ferrocarril.




ArribaAbajoCapítulo XV

Situación política y social de Curicó en 1850.- Las sesiones del cabildo y las rivalidades de familia.- El canal del pueblo.- La política general del país.- Sublevación de Molina.- Sale de Curicó una columna a sofocarla.- El gobernador Fuenzalida.- Organización de tropas.- Entran en campaña.- Sublevación del batallón Curicó en Talca.- Se agrega la tropa al Rancagua.- La montonera de don Matías Ravanal.- El gobernador don Timoteo González.- Baile al presidente Montt en 1853.- Adelantos locales.- Hospital.- Servicio médico.- Los empíricos.- Aseo público.- Primera exploración de la laguna de Vichuquén.- Elecciones de 1858.- Nacimiento de la prensa.- El Curicano.- Los redactores.- El primer jurado.- Otras publicaciones.

Veamos en qué situación política y social se encontraba Curicó después de las escandalosas elecciones de 1849, para poder formarnos un criterio exacto e ilustrado de los ruidosos acontecimientos que siguieron a esta época. Desde antiguo dividían la opinión del pueblo las rivalidades de las familias Vidal y Labbé, igualmente acomodadas, numerosas y meritorias por los servicios prestados a la localidad. Reinaba entre ellas una agria y constante enemistad que había formado en el vecindario dos bandos personales y antagónicos, que trataban de sobreponerse, anularse, destruirse, como aquella organización feudal de la sociedad italiana de la edad media: eran las postreras manifestaciones del espíritu feudatario que había vivido largos años arraigado a nuestros hábitos sociales. Se reconocían por jefes de estos grupos a don Francisco Javier Muñoz y a don Antonio Vidal, ambos de mucho influjo en el lugar por su respetabilidad social, su fortuna y los cargos que habían desempeñado; disponían de numerosas adhesiones, no menos por su prestigio personal que por constituir las familias de uno y otro la mayoría de las personas expectable de Curicó.

A la tertulia de Muñoz concurrían los Riquelmes, sus parientes por afinidad, todos los Labbés, a cuya cabeza estaba don José María, antiguo gobernador, alcalde, jefe del cuerpo cívico y administrador de estanco; don Isidro Hevia, don José Dolores Fermandois y don Lucas Grez. En torno de Vidal se agrupaban los Rodríguez, don Andrés Merino, los Pizarros, don José Ignacio Ruiz y don Cayetano Figueroa.

El campo que elegían ordinariamente para decidir sus querellas y hacer estallar sus rivalidades era el cabildo. Ahí las dos facciones desplegaban sus fuerzas y se acometían sin darse reposo. Fueron, sobre todo, muy borrascosas las sesiones de 1849 y 1850; en el primero de estos años tocaba a su término la administración de don José Agustín Barros Varas y en el otro estuvo gobernando interinamente don Antonio Vidal. Una oposición vigorosa, inspirada y sostenida por los ediles don Francisco Javier Muñoz, don Isidro Hevia y don Juan de Dios Labbé, tuvo en continua alarma en la municipalidad al gobernador Barros Varas, quien comunicó más de una vez al supremo gobierno la imposibilidad de poder establecer una administración sería y laboriosa con una facción que le era adversa por sistema. Culpaba en esas comunicaciones, de principal instigador a don José María Labbé y pedía su separación del cuerpo cívico por la ineptitud de su edad avanzada.

Nombrado gobernador interino el señor Vidal, siguió la oposición en el cabildo con mayor violencia y tenacidad su obra de obstrucción. Las sesiones de los cabildantes se agravó sobremanera con un asunto que estuvo por mucho tiempo a la orden del día, el canal del pueblo. Acusaban al gobernador de tomar en este negocio una ingerencia muy marcada en favor de sus intereses particulares y en perjuicio de los accionistas y del mismo pueblo, escaso siempre de este elemento indispensable para su vida y salubridad28. Vidal rechazaba con energía el cargo de tener miras interesadas en el manejo de la cosa pública, produciéndose a este respecto choques irritantes que descendían al terreno de las personalidades, siempre escabroso y desmoralizador en deliberaciones de cuerpos colegiados. Fue especialmente borrascosa la sesión del 8 de junio de 1850, a causa de una indicación injuriosa del municipal don Juan de Dios Labbé para que se hiciese retirar al cabildante pretérito don Cayetano Figueroa, llamado para integrar la sala. Un numeroso concurso de espectadores concurría a la barra de la municipalidad, no a presenciar los debates de una corporación ilustrada, decía el gobernador en una nota al intendente de la provincia, sino como a un anfiteatro, atraída por el espectáculo ofrecido por los regidores de oposición.

Estas riñas feudatarias entorpecían naturalmente el desenvolvimiento progresista de la localidad, puesto que los cabildantes no podían concretarse al estudio de los importantes problemas que por primera vez se presentaban a la consideración del poder municipal. Lejos de ser la corporación una escuela de civismo, encargada de velar por los adelantos que la población exigía en sus servicios locales, se había convertido en palenque de disensiones personales y de pequeñas rivalidades de familia que traían como consecuencia final el gobierno oligárquico, el predominio de castas privilegiadas, por la adquisición del título de gobernador que obtenían del ejecutivo para alguno de sus miembros o por los medios de que se valían para gobernar a los que gobernaban. Imperando este sistema de gobierno local, era difícil, cuando no imposible, el adelanto material del pueblo y el progreso político de las clases menos preparadas para las funciones públicas: la totalidad de los ciudadanos componían solamente la clientela de los directores de la política. Por eso las facciones personales han sido el obstáculo más serio que el adelanto local y la sociabilidad curicana han encontrado en su camino; por suerte, la vida moderna no va siendo favorable a la formación de oligarquías de provincia.

Cuando principiaron a verificarse los sucesos que pasamos a narrar, el bando de la familia Vidal estaba arriba, en todo el auge de su preponderancia, es decir, en el Gobierno; al par que sus adversarios, los Labbés, estaban abajo, esto es, caídos y de oposición.

En octubre de 1850 el partido conservador, entonces en el poder, proclamó en la capital la candidatura de don Manuel Montt para Presidente de la República, al cabo de algunas vacilaciones ocasionados por las simpatías con que contaba el general de división don Santiago Aldunate. Había tomado aquel partido resolución para llevar a la primera magistratura de la nación a un hombre de talento y de energía capaces de contrarrestar y aun de anonadar a una oposición brillante, resuelta e inteligente, que comenzaba a inquietar a los espíritus tranquilos y a conquistar muchos adeptos. Esa oposición varonil, que dio al país con el trascurso de los años tantos y tan renombrados estadistas, tenía su principal centro de propaganda en la «Sociedad de la Igualdad», donde se emitieron por primera vez las doctrinas más avanzadas que hasta ese día había oído la sociedad recalcitrante y ascética de Santiago.

Como candidatura francamente hostil a la oposición, los grupos liberales la recibieron con ruidosas demostraciones de disgusto que alcanzaron a veces los límites de la ira desembozada. Por su parte los conservadores gobiernistas persiguieron a sus adversarios, declarando una guerra cruda y sin cuartel a la «Sociedad de la Igualdad», o fuese imponiendo a sus miembros multas indebidas, o fuese atacándolos en su mismo recinto de sesiones con la policía disfrazada o disolviendo por último la institución como subversiva al orden público. A esta intensa irritación de las pasiones políticas, vino a dar pábulo todavía una serie de sucesos de suma trascendencia, que precipitaron de lleno al país en una guerra civil, como el levantamiento de San Felipe, la sublevación del Valdivia el 20 de abril de 1851, la declaración de sitio de aquella ciudad y de Santiago y finalmente la proclamación en el sur de la candidatura del general Cruz para presidente en febrero del mismo año. La inquietud y la propaganda de los liberales ejercieron también su imperio sobre las provincias, que comenzaron a agitarse a imitación de Santiago, interrumpiendo la tranquilidad pública y preparando la conciencia popular para la revolución armada.

Tampoco se vio libre Curicó de esta alarma unánime que tan revuelto traía al país. El 21 de abril a las nueve de la mañana le llegó al gobernador de este pueblo, don Domingo Fuenzalida, la noticia del pronunciamiento del batallón Valdivia y la orden de acuartelar el de esta ciudad y el escuadrón cívico. El acontecimiento inesperado de allá y la aparatosa medida de aquí, llevaron el desaliento a los partidarios de la candidatura de Montt y animaron en cambio a sus adversarios hasta el punto de hacer ostensible su júbilo y de practicar algunas diligencias revolucionarias en favor de la causa que sostenían.

Comunicó don Joaquín Riquelme desde esta ciudad la noticia del levantamiento de Valdivia al cura de Molina don Domingo Méndez, el mismo 21 de abril. Le puso en Quechereguas una posdata a la carta don Nemesio Antúnez en que le encargaba comunicar a San Rafael a don Roberto Souber la nueva de la revolución acaecida en Santiago para que preparase el escuadrón de Pelarco, del departamento de Talca. Esta carta cayó en poder de la autoridad, que mandó aprisionar a las cuatro personas nombradas: Riquelme quedó retenido bajo fianza en la provincia de Talca; Souper, Antúnez y Méndez en la cárcel de la misma ciudad. Se ejecutaron en los mismos días en Curicó algunas prisiones de opositores de cierta importancia social, entre los cuales estaba en primer lugar don Francisco Javier Muñoz.

Se remitió a Santiago a los tres caballeros comprometidos con la carta de Riquelme, escoltados por un oficial y algunos soldados. Al pasar la comitiva por Quechereguas, los campesinos de la hacienda salieron al camino a quitar a don Nemecio Antúnez; al mismo tiempo Souper sublevó a sus guardianes y con todos juntos sorprendió la villa de Molina, depuso al gobernador don José Antonio Maturana, lo reemplazó por don José María Iturriaga y avanzó inmediatamente hasta la hacienda nombrada para amagar desde allí la población de Curicó.

El alma de este motín tan original, el más valiente de los tres amotinados, el único acaso capaz de correr los peligros de una aventura armada, por su resolución, por su aptitud y su naturaleza indómita, era don Roberto Souper, el mismo militar de origen inglés que en 1881 cayó herido al pie del morro Solar en la batalla de Chorrillos, siendo ya octogenario, por haberse metido a lo más recio de la pelea al ver retroceder a un cuerpo chileno y al grito de «¡Vean soldados cómo muere un viejo!». En 1851 estaba residiendo en San Rafael entregado a las faenas agrícolas, después de haber recorrido una gran parte del mundo y de ser actor de mil aventuras novelescas.

Sabida mientras tanto la noticia en Curicó, abultada enormemente por la exageración, el gobernador Fuenzalida destacó a Quechereguas un piquete del batallón cívico a las órdenes del teniente don Pedro A. Merino. A su vez los sublevados avanzaban hacia el norte dirigidos por el cura Méndez y Souper. Ambas fuerzas se avistaron a inmediaciones de aquel lugar, tuvieron un simulacro de combate y retrocedieron a los puntos de donde habían salido, la curicana a este pueblo y la otra en número hasta de cien hombres a la propiedad de Antúnez, para disolverse enseguida; sólo le quedaron a Souper veinticinco hombres resueltos, con los cuales atravesó el Maule y se fue a reunir a Chillán con el general Cruz.

No contento el gobernador Fuenzalida con la conducta del oficial cívico mandado al encuentro del cura Méndez, salió él en persona con un piquete más numeroso que el anterior y entró el día 20 de septiembre a Molina con todo el aparato de un vencedor. Era el gobernador don José Domingo Fuenzalida un sujeto que no descollaba por sus méritos de mandatario y que estaba distante de poseer la inteligencia y el vigor de carácter que las circunstancias difíciles requerían; no pasaba de ser una vulgaridad afortunada, de aquellas que no mueven en torno de sí las grandes pasiones que agitan el corazón humano, ni la envidia, ni el temor, ni las ardientes simpatías; por lo que no estaba el Gobierno del todo contento con él. Era tímido hasta ser asustadizo. Un solo hecho puede dar a conocer esta faz de su espíritu. Pasaba por esos días para el norte, por el camino del sur, un hombre de aspecto decente y evidentemente con sus facultades mentales perturbadas, llamado Juan de Dios Cuevas. Venía caminando de a pie desde los Ángeles y se dirigía a Rengo, de donde afirmaba ser originario, haciendo tan largo viaje y de tan extraña manera en cumplimiento de una penitencia impuesta por su inexorable confesor. Aunque esto y lo desgreñado de su traje acusaban una manifiesta locura, Fuenzalida lo tomó por espía, cuando la policía lo llevó a su presencia, y lo hizo poner en la cárcel.

Pocos días después del motín de la villa de Molina, llegó a Curicó el comandante don José A. Yáñez con la comisión de formar un escuadrón de lanceros, secundado por el oficial don Caupolicán de la Plaza. Desde que el escuadrón de «Dragones de la patria» se hizo tan famoso en las campañas contra Benavides, las caballerías curicanas adquirieron una reputación, que, no desmintieron jamás, desde entonces hasta la guerra del Pacífico. El enganche se estableció en el convento de San Francisco y en poco tiempo se completó y disciplinó un lucido escuadrón de línea de ciento veinte hombres, un jefe y siete oficiales.

Fuera del batallón que estaba acuartelado desde el 21 de abril, se había movilizado también el escuadrón de caballería, equipado perfectamente y elevado su efectivo a ciento veintiséis plazas, un jefe y tres oficiales. Mandaba el batallón cívico don Andrés Merino. Tales fueron las fuerzas que encontró el general Bulnes a su llegada a este pueblo, el 24 de septiembre, de paso para el sur a someter a los rebeldes que a mano armada sostenían los derechos del candidato Cruz y protestaban de la intervención oficial. Se recibió en Curicó al general en jefe del ejército pacificador por una parte del vecindario con señaladas demostraciones de respeto y galantería; se le ofreció un baile a él y sus secretarios don Antonio García Reyes y don Manuel Antonio Tocornal.

Al general Bulnes le ligaban antiguas relaciones con los opositores y con don José María Labbé y Tocornal tenía muchos parientes en la familia Grez. Así que uno y otro se aprovecharon de su ligera estadía en el pueblo para comprometerlos a sostener la causa del Gobierno. Con esa sola condición, Muñoz quedó en libertad. Pero neutralizaba estos compromisos, la influencia del ex-intendente de Colchagua don Domingo Santa María, amigo íntimo de muchos opositores y conspirador asiduo en toda la extensión del territorio donde hacía poco paseaba su birlocho de potentado. No contaba, pues, el Gobierno con la opinión unánime del pueblo; existía aquí una oposición que, aunque desalentada, había trabajado los ánimos y minado la disciplina de las milicias movilizadas; con más acción habría sido poderosa.

Aproximándose al fin de los días en que debía abrirse la campaña contra los tercios del general Cruz, el escuadrón «Lanceros de Curicó», abandonó su cuartel de San Francisco el 13 de octubre y al día siguiente se incorporó a la división de vanguardia del ejército de operaciones, acantonada en Talca. Se portó este cuerpo desde que se abrió la campaña con indisputable bizarría y disciplina. En el combate del Monte de Urra, que precedió a la batalla de Loncomilla, formó a la derecha de la línea y penetró durante la pelea al centro de las caballerías, que se atacaban con terrible saña. Rodeado por fuerzas de las tres armas, el escuadrón de lanceros tuvo que rendirse; pero aprovechándose de la confusión que introdujo una carga de un escuadrón de cazadores, ordenada por Bulnes, se escapó a sus captores, a la voz de mando del comandante Yáñez. El escuadrón cívico salió también a campaña a principios de noviembre y se encontró en la batalla de Loncomilla, pero sin desempeñar un papel que llamara la atención, como no la llamaron los demás cuerpos de caballería cívica. Antes al contrario, fueron inútiles por lo general y en más de una ocasión perjudiciales a la moralidad del ejército, cual aconteció, por ejemplo, con un escuadrón que salió de San Fernando, mandado por el coronel Porras y que al pasar el Guaiquillo se sublevó, se arrojó sobre un convoy de municiones que encontró en el camino y se dispersó enseguida, no sin dejar antes en poder de la autoridad de Curicó a los soldados promotores de este motín, Hipólito Olmedo, Domingo León, Juan Morales y Juan Bautista Labbé, a quienes se mandó procesar y detener en la cárcel de la población.

El batallón cívico se puso igualmente en campaña. Este cuerpo constaba de ciento ochenta y cinco soldados, estaba mandado, como hemos dicho ya, por el vecino don Andrés Merino, y todos sus oficiales eran curicanos, salvo el sargento mayor de línea don Domingo Solo Saldívar. Había hecho su aprendizaje en el cantón de San Fernando, y de un modo tan penoso y precario, que la mayor parte de su estadía en aquel pueblo no tuvieron los soldados más casacas que la propia y sucia camisa, sobre la cual colocaban las fornituras. Sólo para llevarlos al teatro de la guerra se les proporcionó un modesto traje blanco de lienzo. Este abandono del cuerpo curicano, en contraposición al cuidado que a otros se prestaba, y la sorda propaganda de los opositores, habían producido cierto estado de irritación y encono en el ánimo de los soldados y clases. El 18 de noviembre marchó al sur para establecerse en Talca, en el convento de Santo Domingo, y servir de base a la división de reserva que organizaba en esta ciudad el coronel don Bernardo Letelier. Pero un suceso grave, ocurrido en la noche del 27 de noviembre, vino a probar su falta de disciplina y a motivar su disolución.

Después de lista salieron algunas partidas por las calles de la población en busca de los faltos. Una de estas comisiones halló al sargento primero Juan Barra en un establecimiento de diversión donde había pasado el día jugando a las bolas y en alegre pasatiempo con algunos amigos. Tanto la comisión como la guardia del cuartel no dieron a Barra el tratamiento que correspondía a su grado, por lo que se exasperó y llamó en su auxilio a los individuos de su compañía, los cuales, rechazados por la guardia, se fueron sobre las puertas de la sala de armas con grande estrépito. Este tumulto creció aún con la señal de a las armas que sin orden de nadie tocó un cabo de tambores de apellido Sambrano. El comandante Merino interpuso su valimiento con los soldados para impedir por bien que forzaran las puertas; pero antes de conseguirlo, se presentó el coronel Letelier, de a caballo, con ocho hombres que había tomado de la guardia de cárcel y los oficiales de granaderos Vega y Huidobro. Dio orden de hacer fuego sobre los amotinados con una precipitación injustificable, y de fusilar al sargento Barra, al cabo Sambrano y un soldado Miranda, que recibieron la muerte hincados en el patio, aun cuando la mujer del segundo de estos desgraciados se colgaba de una pierna del inflexible coronel pidiéndole la vida de su marido. Esta medida de inaudita e inusitada crueldad impresionó dolorosamente al general Gruz y horrorizó al país entero. Poco tiempo después el coronel Letelier sufrió una caída de caballo que lo privó del movimiento de su pierna; la tradición popular de este lance, supersticiosa como todo lo que produce la imaginación del pueblo, atribuyó este contratiempo casual a un castigo providencial, o bien a cierto maleficio o influencia sobrenatural de la mujer que imploraba el perdón del cabo Zambrano.

Al día siguiente del motín, el general en jefe ordenó que la tropa del Curicó se agregase al batallón Rancagua, que marchaba a incorporarse al ejército de operaciones. El comandante, los oficiales, las clases y la banda de músicos regresaron a Curicó y fueron el blanco de comentarios burlescos y epigramas de los opositores. Tuvo tal vez el general Bulnes la intención de hacer expiar su falta de subordinación a los soldados curicanos al incorporarlos al batallón Rancagua; porque era jefe de este cuerpo don Matías González, terrible domador de reclutas, que les picaba los pies con la espada cuando no estaban alineados y los hacía marcar el paso en los charcos de barro; hombre de carácter difícil y de una irascibilidad verdaderamente insoportable; militar de la escuela antigua, formado en las disposiciones draconianas de la ordenanza, pero al mismo tiempo de un arrojo no muy común. Quien sabe si la violencia de su temperamento dio origen a la venganza que dirigió la bala aleve y traidora que se supone le arrebató la vida desde las mismas filas de su batallón en la batalla de Loncomilla.

Se verificó la batalla de Loncomilla el 8 de diciembre de 1851. La tropa sacada de Curicó prestó en aquella sangrienta jornada servicios muy positivos; los lanceros se distinguieron en la persecución de los fugitivos, y de los soldados agregados al Rancagua, dice estas palabras un documento que tenemos a la vista, en que se pedía al Gobierno una recompensa por los servicios que habían prestado:

«Una falta cometieron por efecto de embriaguez; pero el cuerpo todo lo expió por los pocos que tuvieron la culpa, conduciéndose denodadamente en Loncomilla, como lo prueban los muchos heridos, inválidos y muertos».



Pocos días después de Loncomilla, el 15 de diciembre, penetró por el sur al departamento de Curicó una pequeña división de caballería mandada por el teniente coronel don José Vicente Venegas, quien traía por principal encargo destruir la montonera que había formado el viejo guerrillero don Matías Ravanal en la hacienda de Cumpeo, lugar histórico de sublevados. Desde el principio de la revolución el general Cruz había encargado a Ravanal la organización de una montonera en el departamento de Curicó, de donde era natural. Reunió algunos hombres y se fue a asilar a las montañas de Cumpeo. Creció aquí su partida de jinetes, con los cuales se apoderó de la villa de Molina el 7 de diciembre. El general Cruz y los revolucionarios que le habían prestado auxilio de dinero, caballos, gente y armas, tenían halagüeñas esperanzas en el camarada de Villota y atrevido aventurero de California; más la edad había debilitado su cuerpo y apagado los bríos de sus años juveniles. No supo sacar ventaja de su espléndida posición a retaguardia del ejército gobiernista. Al pasar la división de Venegas a este lado del Lontué, huyó el avezado guerrillero hacia el norte, donde lo tomaron preso para encerrarlo en un calabozo de la penitenciaria de Santiago. Murió como a los veinte años después de estos acontecimientos. No encontrando Venegas con quienes combatir, se entregó a excesos dignos de ejemplar castigo y que, sin embargo, quedaron impunes. Cometió varios desacatos contra los gobernadores de Lontué y Curicó, cuya autoridad desconoció, y sus soldados saquearon las propiedades de los señores Juan Ramón Moreno y Gregorio Mozo y fusilaron a gente pacífica.

Calmada la guerra civil que, como devastadora tempestad, había recorrido toda la República, el Gobierno inició una era fecunda de organización y labor administrativa que se dejó sentir en los diversos servicios públicos y departamentos. Curicó no quedó fuera de este beneficio común.

Todo el año de 1852 dirigió los intereses del departamento en calidad de gobernador interino don Antonio Vidal, mas, en julio de 1853, nombró el Gobierno en propiedad al teniente coronel don Timoteo González. Venía precedido este militar de una brillante reputación de valiente y contaba con la aquiescencia y simpatías del presidente Montt, pues en la batalla de Loncomilla había contribuido poderosamente como mayor de artillería al éxito de la jornada, cañoneando a la caballería enemiga y recibiendo una herida que lo dejó fuera de combate.

Se le recibió en el pueblo con visibles muestras de respeto y consideración. El señor Vidal lo presentó en pleno cabildo a los representantes del vecindario, hizo encomiásticos elogios de sus prendas personales y le entregó el mando con cierta solemnidad no acostumbrada. Contestó el aludido este discurso con la enumeración de un programa de adelantos que prometía realizar, formándose a la vez halagadoras esperanzas de la felicidad personal que debía encontrar en Curicó. Si lo primero cabía dentro de lo posible, cuán equivocado estaba el nuevo mandatario con respecto a lo último. No transcurriría mucho tiempo sin que tocara las espinas que ocultaba este cuadro tan lleno de luz y de ilusiones.

Efectivamente, desde los primeros meses de su administración dio principio el gobernador González a la mejora y creación de los servicios locales. Una circunstancia favorecía los propósitos del mandatario. El presidente Montt que a principios de 1853 había emprendido un viaje de visita a las provincias del sur, pasó a Curicó, donde se informó de las necesidades más urgentes de la población y prometió ayudar en la ejecución de algunas obras de mucha utilidad para el bienestar de la comunidad. Agradecido el vecindario, ofreció al primer magistrado de la nación un baile en que la juventud de entonces, extremadamente inclinada a este género de pasatiempos, manifestó su entusiasmo y adhesión al distinguido huésped29. González traía el encargo de cumplir la promesa presidencial.

Una de las primeras medidas tomadas por este funcionario fue la fundación del hospital, a mediados de 1853, en una casa y sitio donados por don Francisco Javier Muñoz, en la extremidad suroeste de la población, edificio que ocupa actualmente el hospicio. Este establecimiento de caridad tuvo al principio modesta o más propiamente dicho, indigente existencia: sólo había local para doce camas incompletas y desaseadas. Servían de veladores para los enfermos unas pequeñas tablas incrustadas en la pared. El servicio médico, la higiene y atención personal estaban en el estado embrionario que es fácil imaginarse, por la carencia de recursos y el natural atraso del tiempo. En mayo de este año el Gobierno aprobó un reglamento para el hospital, en que se confiaba la dirección de él a una junta compuesta de cinco vecinos y cuatro señoras. Esos vecinos fueron los señores José Timoteo González, Ignacio Ruiz, Manuel García y Rodríguez, Francisco Donoso y Francisco Javier Muñoz. En sus primeros años de existencia se sostuvo con las erogaciones del vecindario y algunos auxilios de la municipalidad. El papel de las señoras que entraban en la dirección del hospital, se reducía a promover erogaciones y cumplir en lo posible con la abnegada misión de las monjas de caridad, cuyos relevantes servicios comenzaron más tarde, en 1882, durante la administración del intendente señor Tristán Matta.

Al mismo tiempo que se echaban los cimientos de una institución tan indispensable para el bienestar del menesteroso y para la salubridad general, se completaba este servicio con la creación de una dispensaría servida por un médico recibido, quien tenía a su cargo además la asistencia del hospital. Para la compra de medicinas de uno y otro servicio, el Gobierno acordó la suma de cuatrocientos pesos, con lo cual se demuestra lo insuficiente que sería la atención prestada a los enfermos. Pero la munificencia y legados de personas caritativas fueron elevando el hospital a la categoría de un establecimiento verdaderamente útil para la porción más numerosa y doliente de nuestra sociedad, para el pobre.

Por fin, en 1864, se edificó el de San Juan de Dios con un legado de la señora Carmen Albano, la benefactora más distinguida hasta hoy de cuantos han engrandecido su nombre dando a los pobres lo meramente superfluo. El antiguo hospital quedó convertido desde entonces en lazareto, para cambiarse posteriormente en asilo de los desgraciados que carecen de la luz del sol o de la razón.

El establecimiento de un hospital trajo consigo la organización del servicio médico del pueblo, negocio de vital importancia por los beneficios que debía producir. Todo lo concerniente a la salud había permanecido desde la colonia en un lamentable estado de abandono. Los primeros médicos que hubo en Curicó fueron empíricos que no conocían ni rudimentariamente siquiera los conocimientos de la ciencia médica. No pasaban de ser herbolarios que estaban iniciados en todas las virtudes medicinales de las plantas indígenas, y que tenían cierta pericia para curar las dislocaciones, las apostemas, luxaciones y todas las enfermedades que son una consecuencia de los violentos ejercicios y trabajos de nuestros campesinos.

El primero de estos prácticos que ejerció en Curicó su profesión, tolerado y hasta protegido por las autoridades, fue don José María Gutiérrez, y en pos de éste fijaron su residencia en el pueblo don Sebastián Amat, español, y don Julio César Zanelli, italiano, que recibió de la municipalidad una subvención de cien pesos por curar a los presos de la cárcel, dándoles los remedios gratis. En 1855 la municipalidad contrató a un empírico francés llamado Antonio Scharn, primer fundador de una modesta botica pública, que situó en su casa habitación, en la última cuadra de la alameda, esquina de la calle de Villota. Su falta de conocimientos científicos lo puso en graves conflictos con los enfermos y sus deudos y lo hizo cortar de un golpe su carrera de médico. Enfermó una señora en el vecino departamento de Lontué de un parto tan laborioso, que hubo necesidad y tiempo de recurrir al médico de Curicó; murió la enferma de la operación y las autoridades de Talca mandaron procesar y suspender a Scharn del ejercicio de su profesión, el cual, irritado con la justicia chilena, quebró los frascos de su botica, votó las drogas a la calle y se fue a Europa, al condado de Niza.

Se hizo cargo del puesto vacante de médico del vecindario, el doctor Joaquín Zelaya, discípulo de Sazie y el primero que regularizó el servicio médico según los principios técnicos de la ciencia y lo elevó a la categoría de un importante ramo del saber humano, de simple arte rutinario a que lo habían reducido los empíricos que le precedieron. Aunque Zelaya constituyó en Curicó un hogar entregando su mano a una hija del pueblo, tuvo que ausentarse del lugar para terminar una carrera que lo ha hecho distinguirse más tarde en dos repúblicas, en la nuestra y en la Argentina. Zelaya fue también el primer introductor en nuestro departamento de la viña francesa, que plantó en 1861 en el Romeral.

La escasez de titulados, arrojó de nuevo a este pueblo a un práctico alemán llamado don Juan Wuipple, hombre de escasísima ciencia y de tan cortos alcances que el gobernador departamental lo destituyó en marzo de 1859, a pretexto de no saber el idioma patrio, pero en realidad por ser del todo inepto para curar los enfermos de la malsana población. Finalmente llegó por felicidad a pueblo, en 1859, un médico italiano, don Domingo Pertusio, que había estudiado en su patria la medicina y traía en consecuencia un caudal de conocimientos técnicos de la ciencia muy superior al de los extranjeros que lo habían precedido en el ejercicio de su profesión. Para poder contratar a este facultativo fue menester que el vecindario se suscribiera para asegurarle una renta fija al mes y que la municipalidad lo subvencionara por su parte con otra. Luego un buen éxito clínico levantó la reputación de Pertusio hasta colocarlo en el concepto de sus clientes como un médico de talento y un cirujano experto. Pero tampoco estaba llamado a clavar la rueda de la fortuna en Curicó, y tuvo que trasladarse a Valparaíso y enseguida a Europa.

Con la presencia de médicos titulados en el pueblo se consiguieron otras dos mejoras de incuestionable importancia: el saneamiento de la población y la creación del servicio de obstetricia. El estado de la salubridad pública no había avanzado mucho del que nos legó la colonia. Pueden concebirse las imperfecciones de aseo pensando en que no había en aquellos años agua potable, jardines, paseos, fuentes, mercados, ni botica. Por lo que hace al arte obstetricial, reinaban las prácticas ridículas e inhumanas que desde antiguo habían echado raíces en las costumbres íntimas del hogar.

El pueblo chileno era en aquella época crédulo e ignorante hasta el extremo y supersticioso, hasta ser extravagante. Al operarse la absorción de la raza indígena por la española, habían pasado a ésta todas las tradiciones, las costumbres y las supersticiones de aquélla, desde las borracheras en la muerte de párvulos hasta la curación de los enfermos por medios extraordinarios y ridículos. Todas las dolencias que entonces afligían a nuestras clases menesterosas se trataban por los curanderos con una farmacopea especial que su mala fe ideaba para engañar la credulidad de su clientela y matarla de ordinario. No había ningún síntoma patológico que no fuese tratado por ellos como daños o encantos. Se prestaban especialmente para tan infames supercherías todas aquellas enfermedades que afectan el sistema nervioso, como histerismo, epilepsias y sonambulismo y que tan ancho campo de investigación han abierto a la ciencia moderna. Verdaderos dramas se verificaban con mucha frecuencia en la humilde e ignorada vivienda del campesino por las malas artes y depravación de los curanderos; ya era una madre la que recibía en el lecho de la agonía la triste noticia de ser su hija la que la victimaba, ya un enfermo quien experimentaba curaciones brutales, o un inocente a quien se señalaba como víctima de la saña y venganza de los deudos de un muerto.

Durante la administración de González se iniciaron los trabajos del actual mercado o plaza de abasto, ejecutados por el contratista don Mateo Dorent y concluidos en 1863; se dictó la primera ordenanza de policía; se reformó el servicio de alumbrado público y se abrió el camino del norte de la población. Otra circunstancia vino todavía a dar mayor acentuación de progreso al gobierno de González, por decreto de 25 de octubre de 1854 se creó en el departamento de Curicó un juzgado de letras. Antes los alcaldes tramitaban los juicios hasta dejarlos en estado de sentencia, que pronunciaba el juez de San Fernando30.

Interrumpieron las tareas administrativas del gobernador González sus trabajos para asegurar la elección de 1858. Desde que quiso imponerse a la voluntad del pueblo, perdió la estimación del vecindario y se vio rudamente atacado por la prensa; las elecciones son los escollos en que han naufragado casi todos los gobernadores e intendentes de Curicó. Siguiendo el régimen de intervención tradicional, salieron electos los candidatos para diputados de la exclusiva designación del Presidente de la República, que fueron los señores Manuel Valenzuela Castillo, José Besa, Juan Esteban Rodríguez y José Ignacio Errázuriz, propietarios, José Eusebio Barros y José Domingo Fuenzalida, suplentes.

Pero el partido de oposición tenía ya en la prensa un elemento terrible de combate.

En octubre de 1857 salió a luz un periódico que llevaba por título El Curicano, primer órgano de publicidad que tuvo existencia en toda la provincia de Colchagua. Antes de seguir adelante en la narración de los sucesos políticos y civiles que siguieron efectuándose en el gobierno de González, detengámonos en algunos detalles que den a conocer de que manera y en que condiciones nació en Curicó el periodismo, este factor tan importante para el adelanto social y para el desenvolvimiento del espíritu moderno. Se formó entre algunos vecinos una suscripción para comprar una imprenta. Encargada a Santiago, se obtuvo una que sirvió para dar a luz el periódico nombrado. Se montó la imprenta por operarios del pueblo en la mitad del mes de septiembre, pero no se halló aquí ni en los pueblos vecinos un cajista que se hiciese cargo de la dirección mecánica de la empresa. Entre tanto, la impaciencia de los accionistas crecía hasta el grado de arreglar algunos de ellos unos pocos tipos con esta inscripción: «¡Viva Chile!»; y hacer un grueso tiraje de hojas sueltas que repartieron el día 18 de septiembre a una multitud del pueblo reunida en la pampa. En pocos días más llegó a Santiago el tipógrafo don José Vásquez Iribarren, que debía dirigir también la parte económica de la publicación.

De la redacción del periódico quedaron encargados los señores Hermógenes Labbé, Filidor Olmedo y Antonio Méndez, los dos primeros como redactores de fondo y el último de la sección noticiosa. Labbé y Olmedo eran dos jóvenes recién recibidos de abogados y pertenecientes a familias antiguas y distinguidas del lugar. El primero, vivo de carácter, verboso, naturaleza expansiva, espíritu idealista, abrazó desde luego los principios liberales, a los que sirvió en la prensa, en los comicios y en todas partes con marcada resolución; el segundo, educado como estudiante de leyes en la escuela de Francisco Bilbao y las famosas sesiones de la «Sociedad de la Igualdad», se inclinaba también a las ideas liberales, que al correr del tiempo abandonó. Excéntrico y nervioso, pero más calculador y práctico que Labbé, lo aventajaba sin disputa como abogado y como escritor correcto, acerado y punzante. Hombre fácil para entregarse a la explosión de la venganza y de los rencores personales, sarcástico y hábil para descubrir el lado ridículo de las cosas y de las personas, pertenecía a esa categoría de caracteres originales y extraordinarios que son formidables como enemigos y poco seguros como amigos.

Sin disputa, el que tenía mejores dotes de periodista y más gusto por este género literario, era Antonio Méndez. El misterio había mecido la cuna de este joven que se formó al lado del célebre cura Méndez de Molina. El cronista de la primera publicación de la provincia de Colchagua, no tenía la instrucción de los anteriores, no había asistido a los colegios para cultivar su inteligencia, pero quizás los aventajaba en talento natural. Poseía un temperamento fogoso y una imaginación fecunda que lo hacían un versificador y un prosista no insignificante, bien que con cierta vituperable libertad de expresión y tendencia a un buen humor constante. Méndez caracterizaba al bohemio de la prensa, al hombre siempre alegre, descuidado en su persona y corriendo tras el placer y la vida fácil, que enervan el espíritu y la materia de naturalezas metódicas, pero que para otras, como la de éste, constituyen el medio natural, aunque de corta duración, en que se sostiene y se desarrolla la existencia. Dado el personal de los escritores el periodismo, curicano iba, pues, a nacer con ese carácter personal, agresivo, minucioso, con la pequeñez que lo distingue en sociedades de media cultura y que aún conserva en la nuestra. Iba a ser lo que todavía es: eco violento de las pasiones de un individuo o de un grupo y no agente civilizador, de elevado criterio filosófico.

El 31 de octubre de 1857 salió por fin el primer número de El Curicano, periódico semanal, impreso en folio, es decir, en un pliego de papel del que sirve para una publicación de regular formato. A pesar de los inconvenientes de redacción que hemos señalado, comenzó a ejercer desde luego una marcada influencia en el adelanto de la provincia, ya en sus intereses agrícolas, ya en la buena marcha del régimen administrativo de las subdelegaciones rurales con especialidad. De todas partes, de Santa Cruz, Vichuquén, Llico, Palmilla, los vecinos mandaban sus comunicaciones denunciando el mal estado de los caminos y las irregularidades de los subdelegados en el desempeño de sus funciones; de este modo tuvo numerosa circulación. Hasta los mismos vecinos del pueblo formulaban sus quejas en las columnas del periódico sobre las irregularidades de los servicios públicos, o hacían apreciaciones políticas contrarias a las ideas que el gobernador sustentaba. El Curicano se había fundado además para combatir el sistema de gobierno absolutista implantado por el presidente Montt. Por esto González miraba con ojeriza al primer órgano de publicidad de la provincia.

Aparte de esto iba a nacer un deplorable antagonismo entre la prensa y la autoridad administrativa, porque se supondrá que la libertad del pensamiento escrito, estaba al alcance de los mandatarios de esos años, como lo estaban la libertad política, la de asociación y otras que son en el día hermosas e inviolables realidades, garantidas por la Constitución y los poderes públicos, hechos ciertos en la doctrina y en la práctica. Un artículo publicado en enero de 1858 produjo un conflicto entre el gobernador González y su autor, el vecino don Pedro Grez, conflicto que lanzó al mandatario por el peligroso camino de las persecuciones y dio origen al primer jurado de imprenta que haya presenciado esta ciudad, de suyo tan inclinada a las intemperancias de la prensa. Tal vez por malquerencia al gobernador o acaso por el simple espíritu de oposición, Grez censuró en un remitido a aquel funcionario por no haber dado publicidad a las multas, como lo disponía la ley. Envolvían sus cargos una desdorosa imputación a la probidad de González, quien como hombre de inteligencia abierta y perspicaz, de voluntad firme y resuelta, comprendió en el acto la extensión de la injuria, midió el borrón que podía echar sobre su reputación de jefe del ejército y representante del ejecutivo y mandó acusar el artículo por el agente fiscal.

La ley sobre abusos de la libertad de imprenta de 16 de septiembre de 1846, vigente en aquel entonces, disponía que en todo pueblo donde hubiese establecida una imprenta, habría un tribunal, cuyas funciones duraban un año, compuesto del juez de primera instancia y de cuarenta jurados que nombraban las municipalidades el 1.º de diciembre. De entre estos cuarenta se sorteaban cuatro propietarios y tres suplentes para el que debía fallar en definitiva sobre la acusación.

El primer jurado dio lugar a formación de causa y el segundo se reunió el 10 de enero de 1858 en la sala del cabildo. Atraído por la novedad del acto, por la calidad de los contendores y la importancia de la materia sobre que versaba la acusación, concurrió a la sesión una asistencia numerosa de espectadores. Sostuvo la acusación el autor del artículo, señor Grez, apoyándose en la ley que disponía la publicación de las multas y en la práctica establecida. Se defendió de ella de una manera enérgica y conmovedora el mismo gobernador González. Dio el gobernador las explicaciones que justificaban la demora de la publicación de las multas; se encerró el acusado con pertinacia en las disposiciones de la ley acerca de la materia y logró ser absuelto por el jurado y aplaudido por al reunión.

Profundamente irritado quedó González con el fallo del jurado y con un pueblo que aplaudía a su enemigo y hacía causa común con él para menoscabar su autoridad de mandatario y su reputación individual; desde entonces hubo un abismo entre gobernante y gobernados. Así debió comprenderlo el Gobierno, pues que a los pocos meses tuvo que sacarlo de Curicó. Don Timoteo González continuó sirviendo en diversos puestos públicos y se distinguió en la carrera militar, cuya más alta jerarquía ocupó como general de división31.




ArribaAbajoCapítulo XVI

La política en 1859.- El gobernador Velasco.- El partido de oposición.- Don Hermógenes Labbé y don José Dolores Fermandois comisionados para formar una guerrilla.- Plan de sorprender a don Antonio Varas.- Se reúnen algunos montoneros en Huemul.- Medidas tomadas en Curicó.- Primeras escaramuzas de la montonera.- Sorprende a Curicó.- El gobernador Velasco la rechaza.- Lance del juez Medina de Talca.- Llega a los cerrillos de Teno don José Miguel Carrera.- Combate con un destacamento de línea.- Muerte del teniente Yávar.- Temores de las autoridades de Curicó.- Carrera se dirige al norte.- Combates de Rancagua y Machalí.- Dispersión de las montoneras.- Se rehace la de Curicó en Huemul.- La división García Videla.- Pichiguao.- Consejo de guerra.

Muchos habían sido los adelantos materiales, pero un jirón de libertad. Durante la administración Montt se había implantado un régimen despótico, exclusivista y opresivo que no dejó establecerse la libertad en ninguna de sus manifestaciones, ni adquirir a la política el vuelo que necesita para que sea útil a los destinos de la nación; la ahogaban las enormes facultades del Presidente de la República. Montt había constituido un Gobierno fuerte, que cerraba las puertas a todas las reformas populares y se imponía con el sable. Los municipios fueron sólidamente amarrados a la voluntad del poder central con la ley de 1854; ni un portero podían nombrar sin la anuencia del Gobierno.

La libertad política continuaba siendo como siempre una entidad ilusoria. El pueblo no tenía ninguna participación en el Gobierno y no existía para él esa escuela de espíritu público que crea el libre ejercicio de sus derechos: creía que su deber consistía sólo en respetar las leyes y en someterse en absoluto a los caprichos del poder. Los candidatos para la representación nacional los imponía el Gobierno desde Santiago y los de la representación local, el gobernador o el intendente. Para estos últimos cargos no se consultaba la capacidad ni la preparación del elegido, ni se tomaba en cuenta que fuese el representante de cierto orden de principios políticos o de cierto grupo social; cuando más, los mandatarios daban representación a las familias numerosas o influyentes por vía de halago o de contemporización. El medio más usado para falsear las elecciones era valerse de los cuerpos de la guardia nacional por intermedio de sus jefes, oficiales, instructores y brigadas, ya fuese con amenazas de arresto o movilización, ya con promesas de licenciamiento. En los pueblos de provincia regían los gobernadores sus jurisdicciones como sátrapas que no tienen otra norma para dirigir sus actos que el capricho o las circunstancias. Acostumbrados a un acatamiento servil y exagerado, la omisión más insignificante de las fórmulas sociales, el no cederles la vereda o el no descubrirse a su paso, eran causas bastantes para que los ciudadanos fuesen enviados a la cárcel.

Este sistema de autoritarismo enérgico e interventor, las omnímodas facultades de que gozaban en provincia los agentes del ejecutivo y la circunstancia de señalarse ya en la opinión pública a don Antonio Varas como sucesor de Montt y continuador de su política, comenzaron a levantar en todos los ámbitos de la República el temor y la desconfianza, y a preparar una oposición no menos vigorosa que la del año 1851. La disposición del espíritu público de Curicó se inclinaba también de un modo perfectamente tangible contra la política oficial, cuando se nombró de gobernador a don Francisco Velasco, a fines del año 1858.

Velasco había sido elegido, por su energía, por su talento y las violentas tendencias de su carácter, exclusivamente para contener la franca oposición que contra las miras y la política del Gobierno se estaba formando en este departamento. Ciertamente, para un pueblo difícil como Curicó, perturbado por eternas divisiones de familias, no podía ser más acertada la elección de un mandatario dotado de sus condiciones y entereza: ésta lo ponía en camino de poder dominar la situación política y su ilustración en aptitud de adquirir una envidiable nombradía de buen administrador, pues poseía el título de ingeniero y redactaba con facilidad. Para dar a conocer el alcance de su férrea voluntad, no recordaremos sino un solo incidente de su Gobierno. Se perpetró una noche por una partida de malhechores, en el lugar llamado «La Isla», un salteo acompañado de una alevosa violación que horrorizó a la sociedad. Aprehendidos los delincuentes, se encerraron en una obstinada negativa que encubría mal su crimen. El juez don José Miguel Gaete, de carácter tranquilo, y acaso pusilánime, se declaró impotente para arrancar una confesión a los reos. Velasco le aconsejó el azote, pero el tímido magistrado rechazó ese expediente contrario a su índole y a la ley. Insistió el gobernador varias veces y por último amenazó al juez con que, como único medio de satisfacer la vindicta pública, entraría con la fuerza armada a la cárcel y aplicaría a los criminales la pena que aconsejaba. Cedió Gaete, y al poco tiempo uno de los autores del crimen, apellidado Vallejo, sufría la pena de muerte, aplicada más que por la participación que tuvo en él, por haberse inculpado a sí mismo, mediante el ofrecimiento de cierta cantidad de dinero que le hizo uno de sus correos.

Mientras tanto, el estado de sitio declarado por el Gobierno en el último mes del año 1858 y los temores de resistencia armada inquietaron sobremanera al Presidente de la República que encarecía a las autoridades provinciales al principiar el año 1859, redoblar la vigilancia y apresar a todo individuo que fuese subversivo a la tranquilidad pública o adversario peligroso al sistema político imperante. El intendente de Colchagua, don Antonio Lavín, dio en consecuencia órdenes terminantes a este respecto a los gobernadores de su dependencia32.

Por su parte los opositores trabajaban también con la cautela y la actividad que el caso requería. Componía el partido de oposición de este pueblo una porción de respetables vecinos y jóvenes resueltos. Figuraban como principales agitadores contra la política gubernativa, que no les daba garantías sólidas y eficaces que resguardaran sus derechos y su libertad, los señores Aníbal Correa, dueño de la hacienda de Huemul, Manuel Lazo, propietario de la Quinta, Domingo Facundo Grez, José Dolores Fermandois, Hermógenes Labbé y sus hermanos y muchos otros que ejercían menos influencia en la opinión popular. Este partido tenía en el periódico El Curicano un órgano de publicidad que defendía sus intereses y atacaba con decisión y persistencia los atropellos y torcidos manejos de la autoridad local. Lo redactaban el joven abogado y escritor don Filidor Olmedo y el periodista don Antonio Méndez, cuyas plumas, contundente y nerviosa la del primero, ligera, libre y traviesa al del segundo, hemos dado a conocer ya en el capítulo que precede.

A don Hermógenes Labbé, el miembro más prestigioso de una familia numerosa, y a don José Dolores Fermandois, caballero que tenía mucho predominio entre las clases del batallón cívico, del cual era sargento mayor, los comisionó la Junta directiva del partido liberal de Santiago para que organizaran en este departamento una montonera que desvelase a los agentes del poder, ejecutando algunas escaramuzas en la provincia de Colchagua. Labbé logró con facilidad interesar a los suyos y a sus amigos en favor de la temeraria empresa y Fermandois aceptó el peligro y la responsabilidad de formar un pequeño cuadro de guerrilleros. A mediados de enero de 1859 estaba convenido entre todos los conjurados dar el mando de esa fuerza a Fermandois y prestarle su concurso para que se uniera enseguida a la que formaba en el Manzanar, departamento de Rancagua, don José Miguel Carrera, el más célebre de los agitadores de las provincias centrales en aquella época de luchas intestinas.

Pero el gobernador Velasco expiaba los menores movimientos de sus adversarios, principalmente los de aquellos a quienes temía por su inteligencia, por sus recursos pecuniarios o por su resolución y actividad. Antes que a nadie trató de asegurar a don José Dolores Fermandois, por denuncios que había recibido acerca de la comisión que le acababan de encargar sus correligionarios. Un piquete de cazadores a caballo que estaba de guarnición en este pueblo, a las órdenes del alférez don Nicomedes Saavedra, se presentó una noble a la chácara que Fermandois poseía en la Avenida O’Higgins con el objeto de apresarlo; mas el diligente conspirador pudo escapar por el interior de su quinta en un caballo sin montura hacia el lugar denominado «Rincón del Convento Viejo». Entró la fuerza de línea a su habitación y no hallándolo, recogió el dinero, las armas y los papeles que había dejado abandonados en su precipitada fuga.

Fermandois estaba dotado de cualidades personales visiblemente dispuestas a las peripecias de las aventuras, al estrépito del torbellino, a la movilidad inaudita de ciertos caracteres activos y a la legítima ambición de popularidad. No sería un paladín arrojado que iba a prodigar su vida con ánimo ligero, sino un buen organizador de montoneras a quien distinguen la actividad y la iniciativa, resortes esenciales de este género de empresas. Así es que, dadas estas condiciones individuales, no tardó mucho en reunir una partida de diecisiete hombres, con los que pensó dar sin dilación un atrevido golpe de mano.

La oposición de Santiago había concebido el pensamiento de hacer tomar a don Antonio Varas a su regreso de su viaje que había hecho al sur. Fermandois había recibido, personalmente algunas instrucciones en este sentido. El objetivo primordial del movimiento revolucionario de Curicó obedecía a este propósito, para lo cual se contaba con la adhesión del batallón cívico o una parte de él, que, conjuntamente con algunas partidas de campesinos, se podría oponer a la escolta que se suponía viniera en resguardo de la persona del poderoso candidato. Varas debía quedar secuestrado en la hacienda de Huemul. La previsión de Velasco desbarató tan desatinado proyecto, que habría empeorado la causa de los descontentos y dado motivo para que el tribunal supremo de la historia fallara contra los que pedían garantías y libertades públicas por una parte y por otra consumaban estériles sacrificios. En un Memorándum que el señor Fermandois nos ha escrito para completar los datos de este capítulo, habla de esta intentona en los términos siguientes:

«El mismo día de mi fuga en la noche pude reunir diecisiete hombres de a caballo con quienes marché hasta la hacienda de Huemul para prepararlos allí con el fin de salirle al paso al señor Varas en los cerrillos de Teno, según aviso que tuve de Talca sobre el día que debía pasar; pero sucedió que el mismo día que llevé a cabo mi fuga fue cuanto tuvo lugar la sublevación que hizo el señor Vallejos en Talca, dos horas después de haber salido Varas de aquel pueblo, y por consiguiente no pude recibir el aviso que se me debía remitir para salirle al encuentro».



En la histórica hacienda de Huemul, punto de reunión de guerrilleros de dos épocas notables, la independencia y 1859, la montonera se aumentó hasta cincuenta hombres, aunque mal armados, resueltos, no tanto por amor a los principios que defendían, sobre los cuales acaso no tenían una noción muy clara, sino por el interés de un rico botín y por la generosidad y decidida resolución de sus animosos jefes. Aquí se reunieron a la montonera algunos jóvenes que habían escapado en Curicó a las persecuciones del gobernador Velasco: don Hermógenes Labbé, don Antonio Méndez y don Balbino Castro, notario y periodista al presente de Rancagua y en aquel entonces vecino de Curicó y sospechoso al gobernador por ciertos desembozados conceptos emitidos contra la política del Gobierno. Concurrieron asimismo de diversos lugares varios otros, de los cuales recordamos a don Francisco Pérez y a don Jacinto Gamboa, de Rauco.

Este primer movimiento sedicioso alarmó hasta el espanto a las autoridades de Curicó y San Fernando, que desplegaron una energía y actividad desmedidas y arbitrarias para contener los progresos de la revuelta. El gobernador Velasco mandó suspender el periódico El Curicano y aprisionar al único redactor que halló en el pueblo, don Filidor Olmedo, a quien remitió a Rancagua con el secretario del general García, don Santiago Prado; debía quedar en aquella población como reo político que vigilaría su tío don Mateo Olmedo, juez de letras y adepto reconocido de la política gobiernista. Prohibió además transitar por el departamento sin llevar un pasaporte de autoridad legalmente constituida. Mandó a los subdelegados que movilizaran en sus jurisdicciones pequeñas partidas de policía rural. Convirtió en cárcel para los reos políticos la casa que aún existe en la plaza de armas frente al Banco de esta ciudad. En ella se arrestó a los vecinos que no merecían la confianza del gobernador y se les puso a varios con centinela de vista dentro de un toldo de carreta colocado en el centro del patio; víctima de tales vejámenes, que acusan el celo pueril, extravagante y ridículo de los agentes del Gobierno, fue entre otros don Domingo Facundo Grez. Acuarteló igualmente el batallón cívico, cuyo jefe era el sargento mayor de guardias nacionales don Pedro Antonio Merino y ayudante el teniente de ejército don José María Guzmán, viejo y bravo soldado de la rígida escuela de la independencia. Completaba el cuadro de la guarnición destinada a la defensa del pueblo una mitad de granaderos a caballo que mandaba el oficial don José Francisco Vargas y que había reemplazado a un destacamento de cazadores recién salido para Talca33.

Por estos mismos días Velasco envió a la hacienda de la Quinta un piquete de granaderos con órdenes severísimas de aprehender o fusilar si se resistían a los señores Manuel Lazo, Francisco Javier Bascuñán, José Pardo y Juan de la Cruz Vargas, a quienes se suponía, de consuno con don Aníbal Correa de Saa, inspiradores y sostenedores de la montonera de Huemul. Conducidos en coche y a todo escape a este pueblo porque la montonera, que hacía sus primeras excursiones a los cerrillos de Teno, les picaba la retaguardia, Velasco los hizo poner en la cárcel pública.

Los jefes de la banda revolucionaria, que había engrosado más todavía sus filas, perfectamente penetrados del papel de las guerrillas, principiaron a merodear por los contornos de Curicó, San Fernando, Santa Cruz, Chépica y Chimbarongo. Se saquearon los estancos de varias aldeas, se interceptó la correspondencia oficial y se prorratearon los caballos de varias haciendas. Algunos grupos se acercaban a veces hasta las mismas goteras de la población y retrocedían inmediatamente perseguidos por destacamentos de la guarnición. En una de esas arremetidas se apoderaron de unos cuantos serenos y de su comandante don Pastor Mardones, a quien abandonaron a la orilla del Guaiquillo, desnudo de su uniforme y maltratado, al verse perseguidos por un piquete de caballería.

Por fin, el grueso de la montonera se movió sobre Curicó en la noche del 3 de febrero. Parece que las razones que tuvieron sus directores para amenazar la ciudad y faltar a su plan de simple merodeo, fueron en primer lugar introducir la alarma para que el Gobierno no pudiese auxiliar con las fuerzas de la provincia de Colchagua a los que sitiaban a Talca, y secundariamente para sacar de la cárcel a los reos políticos, intentar una sublevación del batallón cívico y tomar las armas que hubiese en el pueblo. Aumentaba la montonera con la defección de los cívicos, debía correrse al norte y salirle al encuentro a un convoy de dinero, armas y municiones que había salido de Santiago para la división sitiadora del general García, acantonada en Talca.

Defendían la ciudad una mitad de granaderos, a las órdenes del teniente don Eugenio Yávar, hospedada en los claustros de San Francisco, y el batallón cívico, que estaba acuartelado en la casa que hoy ocupa la cigarrería de la plaza, esquina opuesta al templo parroquial. Fuera de esta tropa había una guardia de cárcel compuesta de ocho hombres y un oficial. El espíritu militar de la guarnición había sido vigilado con tesón por el enérgico gobernador; llegó su deseo de introducir en los hábitos del soldado la rigidez de la disciplina hasta el punto de querer modificar en absoluto sus no muy escrupulosas costumbres en cuanto a la bebida de licores; prohibió por bando el expendio de aguardientes y vinos. Pero por un error inexplicable, que prueba la ignorancia del gobernador y demás militares de la plaza de los principios rudimentarios de estrategia, no se colocaban avanzadas en los suburbios de la población para evitar una sorpresa.

Apenas la luz tenue del crepúsculo alumbraba las calles del pueblo en la mañana del 4 de febrero cuando los montoneros, mandados por don José Dolores Fermandois y en número como de sesenta individuos, se dirigían a la plaza de armas en dos secciones, una que penetró por la calle del Estado y otra por la de la Merced. Llevaba ésta, que obedecía a don Antonio Méndez, el encargo de apoderarse del gobernador, cuya casa de habitación estaba situada en la medianía de la cuadra comprendida entre la plaza y la calle de Arturo Prat, contigua al actual cuartel cívico. Pero fuese por timidez del comisionado o por previsión de Velasco, la captura no se efectuó; al contrario, tuvo tiempo para correr al cuartel del batallón, hacer formar la tropa y sacarla a la plaza de armas. A pesar de haber sido todo esto la obra de unos cuantos minutos, Fermandois se apoderó de la guardia de la cárcel, le quitó su armamento y dio libertad a los reos políticos. El gobernador mandó hacer fuego sobre la guerrilla y él mismo le disparó algunos pistoletazos. Los sublevados se retiraron precipitadamente; varios resultaron heridos. El peligro y la responsabilidad no oscurecieron pues la lucidez de las ideas de Velasco, mediante cuyo rigor y habilidad para dirigir un cuerpo bisoño, la guerrilla no obtuvo mejor éxito en su empresa ni causó perjuicios al vecindario, entregado a la mayor emoción y ansiedad.

Cuando se verificaban estos sucesos en la plaza de armas, sucedía en el interior de la casa de don Baltasar Olmedo, calle del estado, una escena digna de recordarse. Don Pilar Medina, juez de letras de Talca, había llegado a Curicó el día anterior y venía huyendo del pronunciamiento revolucionario de aquella ciudad, donde estuvo en inminente riesgo de caer en manos de los sublevados; logró escapar al tumultuoso registro de sus enemigos debajo de un cajón. A los primeros disparos de la guerrilla de Fermandois, huyó al fondo del sitio y se preparó a escalar las murallas divisorias con escaleras y cajones que apresuradamente había reunido el dueño de casa para prevenir una sorpresa en aquel lance tan inesperado. Al día siguiente se dirigió a Santiago escoltado por dos soldados de caballería. El juez de letras de Curicó, don José Miguel Gaete, sobrino de Varas, permaneció también escondido hasta mucho después de la retirada de los guerrilleros; por lo que se creyó en el primer momento que lo habrían tomado prisionero.

Como a la hora de haberse retirado la montonera, llegó a la plaza de armas el piquete de granaderos a caballo, mandado por el teniente don Eugenio Yávar. Al verlos Velasco, les sale al encuentro y apostrofa con violencia y dureza a su comandante. Cuando quiso el oficial exponer las causas de su demora, que había sido motivada por el tiempo perdido en pillar y ensillar los caballos, le lanza el gobernador este reto sangriento para un militar: «¡Qué, señor teniente!, ¿Ud. ha tenido miedo?». Oleadas de sangre suben al rostro del joven oficial, que, temblando de vergüenza y despecho, sale a rondar las vecindades de la ciudad, en cumplimiento a las órdenes de su irritado superior.

La entrada de la montonera a Curicó, esparcida por todas partes con la exageración consiguiente, alarmó en tal grado a las autoridades de los departamentos vecinos al nuestro, que creyeron que se trataba de una formidable revolución militar. El intendente Lavín, de San Fernando, tomó diversas medidas para afrontar la situación y el de Maule, don Antonio Arellano, avanzó sin orden previa sobre este pueblo con el escuadrón de Cauquenes. El presidente Montt aprobó todas estas precauciones y ordenó por telegrama al primero de estos funcionarios que procediera con la mayor actividad y energía para desbaratar las primeras intentonas de sedición armada que aparecían en la provincia de su mando. El gobernador Velasco redobló sus esfuerzos para aumentar las seguridades de la población: hizo atrincherar las esquinas de la plaza y estableció avanzadas en las afueras de la ciudad.

La guerrilla, después de su entrada a la población, se retiró apresuradamente a la hacienda de la Puerta por el camino transversal del Guaico y no por el de Teno, que era el acostumbrado en sus marchas y el principal de la red de vías del departamento, medida adoptada sin duda para desorientar a las fuerzas que se suponía habrían de salir en su persecución. Había, pues, desempeñado hasta aquí con felicidad el papel de estas agrupaciones colectivas, que se organizan para atraer las fuerzas de los gobiernos a determinados sitios, segregarlas y alarmar las ciudades y los campos de ciertos territorios, y de ningún modo para entrar en combates en campo abierto, sitiar pueblos y penetrar a ellos a viva fuerza, empresas propias más bien de cuerpos regulares que tienen la cohesión de la disciplina y la práctica de las armas.

A la generación del día le parecerá asombroso el ruido que hacían en aquellos años esas bandas indisciplinadas y el trabajo que imponían para contenerlas y dominarlas a un Gobierno fuerte como el de Montt, que no se distinguía por su lenidad. Mas es menester fijarse en el cambio que con las épocas se ha operado en el orden de las cosas: en 1859 la movilidad no tenía la prodigiosa rapidez que en la actualidad le dan el ferrocarril y la escuadra; el arte de la guerra ha progresado también al presente hasta el extremo de que pocos soldados de línea basan para contener y dispersar a enormes agrupaciones de ciudadanos armados, sin conocimientos técnicos en el manejo de las armas. El ejército de hoy es más ilustrado y tiene una noción más clara de sus altos deberes e importancia para prestarse a secundar movimientos populares o dejarse atraer por el oro. El buen sentido práctico que domina hoy en la sociedad es contrario por otra parte a las revoluciones, que perjudican sus intereses económicos haciendo bajar el cambio y paralizando la agricultura, el comercio y la industria: he aquí por qué las revueltas armadas tienen ya en Chile un nombre histórico. Sin estas circunstancias la montonera de Curicó no habría podido agitar tan hondamente a toda una provincia.

La agitaron sobre todo los acontecimientos que siguieron a la retirada de la guerrilla. Desde el norte venía la montonera organizada en el departamento de Rancagua por don José Miguel Carrera tras el convoy que había salido de Santiago en auxilio de Talca y que Fermandois pensó atacar. Debía sorprenderse en los cerrillos; pero la tropa que lo defendía, mandada por el teniente de granaderos don Hilarión Olmedo, atemorizó a los guerrilleros, quienes no amagaron siquiera la retaguardia de sus enemigos y se quedaron en la hacienda de don Javier Muñoz. Ignorando Velasco la presencia de la guerrilla de Carrera en aquel lugar, despachó el día 15 de febrero a los granaderos y cincuenta hombres del escuadrón cívico para los cerrillos de Teno, con encargo de componer el telégrafo que habían interrumpido los sublevados y explorar los campos inmediatos para saber el punto que ocupaba la guerrilla de Fermandois. A las órdenes de este destacamento iba el teniente Yávar.

Como a la una de la tarde llegó Yávar con su tropa a las cercanías de las casas de la hacienda. Se notaba a esta hora el apresurado movimiento de pelotones de infantería que tomaban colocación detrás de las paredes que había alrededor de los edificios y grupos de caballería posesionados de los puntos más aparentes para una sorpresa. Constaba la guerrilla de Carrera como de ciento cincuenta hombres bien armados y dirigidos por algunos ex-oficiales de ejército, entre los cuales se contaba en primer término don Julián Zilleruelo. Yávar comprendió al instante que estaba al frente de un enemigo superior en número y midió con vista certera el peligro que corría su tropa y su próxima derrota; pero llevaba fresca todavía la injuria que el día anterior le hizo el gobernador delante de sus soldados y sin miramientos a sus galones: no podía retroceder. Ordenó, pues, su fuerza para entrar en pelea. Los granaderos que eran ocho, se dispersaron en guerrilla y los milicianos se colocaron a continuación, en línea de batalla. La columna avanzó. Mientras tanto, la caballería de los montoneros se movió con intenciones de flanquearla y al propio tiempo los infantes rompieron el fuego, escondidos detrás de las paredes. Amedrentados los treinta milicianos, abandonaron el campo. Yávar ordenó entonces a sus soldados echar pie a tierra para que presentaran menos blanco y mandó romper el fuego en avance; pero a los pocos minutos cayó mortalmente herido. En presencia de esta desgracia tan inesperada, los granaderos se prepararon para huir, los montoneros los rodearon al instante y se apoderaron de seis, uno o dos heridos34.

Se llevó al infortunado oficial, muerto ya, a las casas de la hacienda y se le acostó en un sofá. Presenciaron aquí los jefes de la guerrilla una escena conmovedora; Zilleruelo se arrojó sobre él dando pruebas de un vivo dolor por haber contribuido directa y fatalmente a la muerte de un antiguo camarada y querido condiscípulo de la escuela militar. Se mandó el cadáver al cementerio de Rauco, donde permaneció insepulto hasta el 8 de febrero, día en que lo reclamaron sus compañeros de armas. Velasco lo hizo trasladar a esta ciudad con los honores de su rango y dictó algunos decretos con este fin, en los que llamaba al que pocos días antes había vejado en la plaza de Curicó, «heroico y digno oficial del ejército»: las ligerezas son perdonables en la edad en que las pasiones son más impetuosas, y no en aquella en que la moderación no debe faltar a los que dirigen las sociedades. Yávar, de raza de militares, era un joven valiente, de veintiocho años de edad, que gozaba de muchas afecciones en su cuerpo y del aprecio del presidente Montt. Era natural de San Bernardo e hijo de don Pedro Yávar y doña Dolores Ruiz. Sólo por un accidente fortuito había quedado en Curicó, pues estaba destinado a servir de ayudante al general García en el sitio de Talca y al pasar por esta ciudad, enfermó y tuvo que hacerse cargo del piquete de granaderos.

Al día siguiente de este combate, la guerrilla de Fermandois avanzó desde la hacienda de la Puerta a unirse con la de Carrera. Entre ambas formaron un cuerpo de tropas irregulares como de doscientos cincuenta hombres perfectamente montados y con un armamento no del todo insignificante e incompleto; don José Miguel Carrera tomó el mando superior de la columna. Había concebido el jefe de los sublevados el plan de acercarse a Santiago para atemorizar al Gobierno y allegar a su montonera todos los recursos que pudieran prestarle los correligionarios de la capital o de los lugares de su tránsito. Para poner en ejecución sus propósitos, emprendió la marcha por el camino de la costa35.

Temeroso en tanto el gobernador de Curicó de que la montonera concentrada en los cerrillos cayera sobre el pueblo, se apresuró a reunir todos los elementos de resistencia de que pudo disponer, a fin de impedir una nueva intentona de los amotinados sobre la ciudad. Acuarteló una parte del batallón cívico y de la caballería, pidió un refuerzo de milicias a Molina, contrató un empréstito de 8.000 pesos con el vecino don Cristóbal Villalobos para gastos de guerra y pidió a Santiago un auxilio de municiones y armas, entre las cuales llegaron dentro de poco cien fusiles franceses o de fulminante remitidos por el Gobierno, los primeros de este sistema que se colgaron en los armarios del cuartel. Éstos, seguros y no escasos aprestos de resistencia, le parecieron insuficientes al Gobierno y dictó otras providencias encaminadas a dar mayores seguridades al pueblo y departamento de Curicó. Mandó movilizar una compañía de cien hombres del batallón cívico bajo las órdenes del capitán de ejército don Waldo Baes y otra del escuadrón, mandada por el capitán don Eliseo Merino y el ayudante don Federico Valenzuela, hoy coronel.

La fuerza de Carrera que seguía hacía el norte, salió al valle central por el camino de la Palmilla y se dirigió a Rancagua a marchas forzadas. Tres oficiales del batallón cívico de ese pueblo salieron al encuentro del jefe de la guerrilla para comunicarle que el cuerpo a que pertenecían simpatizaba con el movimiento popular y que era fácil conseguir que la montonera se atrajese y asimilara a la tropa, si se aproximaba a la ciudad o si penetraba a ella. Carrera resolvió atacar esta plaza sin dilación, pero horas antes que penetrara a sus calles había llegado de Santiago una compañía del Buin e improvisándose el atrincheramiento. El ataque se efectuó sin embargo con la pérdida de un guerrillero muerto y varios heridos. Amenazado por la espalda por una columna de caballería que mandaba el coronel Porras, se vio forzado Carrera a emprender la retirada a la aldea de Machalí, situada como a dos leguas al oriente de Rancagua. Porras venía siguiendo a los sublevados desde la hacienda de Colchagua, de don Federico Errázuriz, con la caballería cívica de San Fernando. En las casas de aquella propiedad ambas fuerzas estuvieron a la vista sin acometerse. Ocupó Carrera en Machalí un edificio muy aparente para la defensa, que estaba resguardado por algunas murallas y presentaba por el frente un campo despejado y ancho donde los asaltantes se verían forzados a pelear a cuerpo descubierto. Atrincheró las puertas y ventanas y se apercibió a un combate mortal. Al día siguiente llegó a las casas ocupadas por la montonera del caudillo liberal una división compuesta de los milicianos de San Fernando y un piquete de tiradores del Buin, dirigida por el coronel don Francisco Porras, antiguo gobernador de Curicó. No bien hubieron formado los de afuera en línea de batalla y los de adentro tomados sus colocaciones, cuando de una y otra parte se rompieron los fuegos. Estando la guerrilla resguardada por los edificios, no experimentaba daño alguno y disparaba en cambio sus armas con mejor resultado al través de las ventanas y desde los tejados. Con todo, la disciplina y el número de los sitiadores contribuyeron a sostener la lucha y estrechar el cerco. Hubo un momento en que Carrera se creyó irremediablemente perdido y entregó a las llamas las comunicaciones y papeles que llevaba consigo, pero los oficiales de su guerrilla practicaron una abertura por el interior de la casa y por ahí huyeron para la Compañía, sin que sus enemigos lo advirtieran en momentos oportunos, por no haber tenido la precaución de tomar todos los puntos estratégicos del campo de batalla. La fuerza del Gobierno tuvo diez muertos y varios heridos, mientras que en las filas de la montonera hubo dos muertos únicamente, u soldado y el joven don Juan Antonio Suzarte, que hacía de oficial de los sublevados, en compañía de su hermano don Manuel Suzarte36.

Informado Carrera a los pocos días de este combate del desenlace adverso que tuvo el levantamiento de San Felipe, disolvió su guerrilla en el Manzanar, donde mismo la había reunido, sin haber dado cima a empresas de mayor provecho; porque carecía del nervio de los agitadores audaces y arbitristas inteligentes, que saben sacar grandes recursos hasta de las situaciones más aflictivas y que no tienen las irresoluciones ni las impaciencias de las mediocridades. La genealogía nobiliaria de sus ascendientes y el recuerdo de las hazañas de su padre, pudieron servir de enseña gloriosa a una agrupación armada que se levantaba en defensa de las libertades públicas, pero no de cerebro y brazo para conducirla a la victoria y al éxito.

No obstante, la hora de la completa disolución de la guerrilla de Curicó no había llegado aún. Luego que Carrera dispersó sus fuerzas en el Manzanar, la fracción que se había organizado en este departamento volvió a Huemul a rehacerse. Bien pronto vinieron a engrosarla partidas que acaudillaban algunos revolucionarios del sur, como don Antonio Arce, que había sostenido la sublevación de Chillán y Arauco; don Celedonio y don Santiago Correa, que trajeron treinta hombres de la subdelegación de Curepto, y don Gregorio Letelier, que se presentó con algunos artilleros que habían servido en el sitio de Talca. El directorio de la montonera y del partido de oposición de nuestro departamento, allegó igualmente su concurso a la revuelta, que tomaba ahora con los elementos y la gente del sur, un aspecto más temible y amenazador que la primera. No trascurrieron muchos días sin que las autoridades lo comprendieran así, porque diversas partidas segregadas del grueso de la guerrilla comenzaron a merodear por las inmediaciones de su campamento y hasta se aventuraron algunas a largas distancias. Una de ellas, que mandaba don Celedonio Correa, atacó un día en los cerrillos de Teno un convoy de municiones escoltado por un pequeño grupo de granaderos a las órdenes del alférez José Ramón Osorio. Correa dividió su partida en dos porciones, una para entretener a la tropa de caballería y otra para arrebatar el convoy; pero sucedió que Osorio cargó resueltamente sobre los montoneros, de los cuales hirió a varios y puso en fuga a los demás, y que los arrieros cortaron las amarras de las cargas para impedir de ese modo su pérdida. Sólo el equipaje y los instrumentos de cirugía del médico italiano don Domingo Pertusio, que venía con el convoy, cayeron en poder de los asaltantes. Otra de estas mismas partidas volantes cayó una noche sobre el subdelegado de Rauco don José Dolores Moreno y lo hizo prisionero. El señor Moreno se había atraído la malquerencia de los montoneros en atención al cargo que ejercía y a la circunstancia de ser partidario decidido de la administración y amigo de toda confianza del gobernador de Curicó, don Francisco Velasco. Por último, don José Ramón Sanfurgo se apoderó con unos cuantos montoneros del estanco y aldea de Santa Cruz.

Se alarmó nuevamente el Gobierno con estas atrevidas escaramuzas de la guerrilla de nuestro departamento, y el presidente Montt ordenó por telegrama de 23 de abril al general García, del ejército del sur, que desprendiese de Talca una división de granaderos y del Buin, que unida a la guarnición de Curicó, persiguiese a los montoneros con empeño y celeridad hasta aniquilarlos por completo. Nombró el general García, en virtud de estas instrucciones, jefe de esa división a su propio hijo don Félix García Videla, teniente coronel de guardias nacionales. Al concluir el mes de abril, salió de esta ciudad la división, compuesta de una mitad de granaderos a caballo, la compañía movilizada del batallón de Curicó y el escuadrón cívico de Cauquenes, a posesionarse de la hacienda de la Quinta para vigilar desde allí los movimientos de la guerrilla. Al mismo tiempo se mandó reforzar la guarnición de esta ciudad con una compañía de gendarmes que salió de Santiago bajo las órdenes del sargento mayor don Segundo Silva.

Burlando a esta fuerza de observación, la guerrilla emprendió el 1.º de mayo la marcha por el camino del norte hacia el Manzanar de la Compañía, para esperar en ese punto el resultado de la revolución de la Serena. García Videla salió en el mismo día en su seguimiento. El 2 la montonera acampó al norte de Rengo, en el lugar denominado Pichiguao, hacía el oriente del camino real. Avisada la división del Gobierno por un explorador de la posición que ocupaban sus enemigos, García Videla ordenó romper la pared de la derecha del camino, proveyó de municiones a su tropa y marchó en busca de la guerrilla. Se había colocado ésta en una abra como de una cuadra y media de ancho que formaban dos cerros de regular altura. Cubría en aquellos años ese espacio abierto un tupido monte de espinos seculares y se extendía a su entrada una ciénaga de no menos de cien metros de largo, terreno como se ve, desigual e inexpugnable, y por lo mismo habría sido muy peligroso su asalto para los que iban a tomarlo si sus defensores se hubieran parapetado detrás del pantano o de los espinos; pero entre los jefes de los revolucionarios no había ningún militar entendido, ni de esos caudillos afortunados que sin haber seguido la carrera de las armas suelen tener cierta intuición estratégica. Ocuparon, pues, desacertadamente la falda del cerro más alto. En el del frente, la división del Gobierno tendió su línea de batalla; la caballería y los artilleros se colocaron al pie de esta altura, y el escuadrón de Cauquenes quedó fuera del radio del campo de batalla, por haberse cargado desde la mañana en dirección a la cordillera, tras la huella de la guerrilla.

La montonera contaba con cuatrocientos hombres de tropas irregulares. Había en sus filas algunos artilleros que manejaban un cañón de poco calibre, como cien infantes, desertores del ejército o individuos que habían peleado en Talca y Chillán, cerca de ciento cincuenta campesinos mal armados que componían la caballería y un grupo informe de jinetes, agregados como auxiliares. Asumió el mando en jefe de esta fuerza don Antonio Arce y lo secundaban como lugartenientes don Gregorio Letelier, don José Dolores Fermandois, los Correas, Antonio Méndez, Balbino Castro, Jacinto Gamboa y Francisco Pérez. La división del Gobierno la formaban grupos de las tres armas: dos piezas de artillería, que mandaba un oficial Fuenzalida, treinta granaderos a caballo bajo las órdenes del capitán don Fermín Urzúa y cien infantes de la compañía movilizada del batallón cívico de Curicó, que tenía como oficiales al capitán Waldo Báez y al teniente don José María Guzmán, y no menos de doscientos lanceros de Cauquenes. Acompañaban a García Videla, el intendente de Colchagua don Antonio Lavín, el de Cauquenes don Antonio Arellano, el gobernador interino de Curicó don Cristóbal Villalobos, el de Rengo don Manuel Portales, el comandante del batallón de este último pueblo, don Agustín Márquez, que tomó el mando de la infantería, y don José Dolores Moreno, fugado hacía pocos días del campamento de la montonera.

Iba, pues, a librarse el combate más serio de los que había sostenido la guerrilla de Curicó, por la resistencia que opondría, por el número de combatientes y el orden militar que se observaría en la refriega. Como a las dos de la tarde se desprendió del piquete de granaderos una descubierta de ocho o diez hombres que salieron a reconocer el campo. Inmediatamente don Antonio Arce y don Gregorio Letelier se pusieron a la cabeza de un grupo de treinta individuos de caballería y descendiendo de carrera la falda, cayeron sobre ellos y los derribaron a casi todos. Cargaron entonces los demás granaderos a la caballería enemiga, que se retiraba cuesta arriba; el choque fue corto pero fatal para la guerrilla, porque muchos de sus soldados perecieron bajo el sable de la exacerbada tropa de línea: entre los muertos se contaba el capitán de la montonera don Jacinto Gamboa y entre los heridos don Gregorio Letelier, con un balazo en la cara. En este mismo instante la pieza de artillería de la guerrilla, servida por soldados del sitio de Talca, disparó el primer cañonazo, que fue a dar en la llanta de una cureña de los artilleros gobiernistas, que contestaron con sus dos cañones e inutilizaron a aquella en menos de un cuarto de hora. La compañía movilizada del Curicó, apenas se principió el combate, se desprendió precipitadamente de la falda dispersa en guerrilla y haciendo fuego. La infantería de los sublevados contestó a su vez con un sostenido fogueó a pie firme, que se mantuvo con cierto vigor por un intervalo de más de media hora; algunos combatientes se habían diseminado por el campo del combate, entre los cuales había uno que otro herido, como el veterano teniente don José María Guzmán. De repente el escuadrón de Cauquenes apareció por el costado izquierdo de la montonera; los disparos lo habían atraído y hecho trasmontar el cerro, sin saber absolutamente la colocación de las fuerzas beligerantes. Los jefes de la guerrilla, muy lejos de atribuir aquel movimiento a la casualidad, creyeron que era una acertada maniobra envolvente y perdieron la serenidad; el pánico se apoderó de la gente, que huyó en diferentes direcciones, especialmente para la montaña.

La soldadesca del Gobierno perdió la disciplina con el triunfo y se entregó al despojo y a la matanza de los fugitivos: varios montoneros que se habían escondido arriba de los árboles, fueron fusilados sin compasión. Sin embargo, el intendente de Colchagua y don José Dolores Moreno interpusieron su mediación en favor de los prisioneros37. La división de García Videla regresó a Curicó y los jefes de la sublevación tuvieron que expatriarse o caer en manos de los agentes oficiales. Los individuos que habían sido reclutados en este departamento, volvieron a él en partidas armadas que cometían todo género de extorsiones y que aparecieron simultáneamente en Santa Cruz, Peralillo, Comalle y Calabozo. La del Peralillo y Comalle estuvo capitaneada por el bandido Pablo Tapia, aprehendido y fusilado poco después en Talca; la del Calabozo se ocultó en los cerros de esta hacienda, adonde fue a buscarla don Zacarías Moreno, poseedor de esa propiedad, que salió herido en un corto tiroteo que sostuvo con ella.

Para juzgar a los revolucionarios se formaron consejos de guerra que componían oficiales subalternos de línea o cívicos, presididos por el comandante del escuadrón cívico don Mauricio Merino. Excusado es agregar que cuantos habían tomado alguna participación en los trastornos civiles fueron condenados a muerte, pena de que los absolvió el consejo de estado, conmutándola en destierro o prisión. Se hizo responsable además a los montoneros de las especies y dinero que extrajeron de los estancos. Los desterrados no volvieron a sus hogares hasta 1862, año en que se publicó la amnistía.

Velasco pasó a ocupar en mayo de este mismo año, 1859, la gobernación de Rancagua y entró a reemplazarlo en calidad de propietario don Cristóbal Villalobos.

Tales fueron los sacrificios y las empresas de los que se armaron en ese año memorable en nuestra historia nacional para contener las arbitrariedades del poder que maleaba las instituciones e impedía la libre elección del pueblo. A pesar de tanta sangre vertida en los campos de batalla, nuestra educación política no estaba consumada aún; el viejo sistema seguiría su marcha: los abusos electorales incorporados a la ciencia de gobernar, en pie el autoritarismo absorbente, batallador y atrabiliario de los magistrados locales.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Después de 1859.- Fundación de una iglesia.- Creación de la provincia.- La discusión en el Congreso.- El decreto. El bando.- Primer intendente.- Los nuevos servicios locales.- El teatro.- El ferrocarril a Curicó.- Guerra de 1865.- Actitud de Curicó.- Nombramiento de don Gabriel Vidal para intendente.- Sus trabajos.- La política de 1876.- Se nombra en su lugar a don Eusebio Lillo.

En los años 1858 y 1859 las autoridades administrativas no pudieron prestar su atención al adelanto local, preocupadas como estaban en contrarrestar la oposición que se formó en el primero de estos años y en destruir las montoneras que les hacían una guerra de recursos bastante aflictiva en el último. Únicamente la iniciativa particular se dejó sentir en esa época de trastornos tan hondos y generales. De las obras emprendidas entonces, debemos mencionar la iglesia del Carmen, elegante construcción que principió en 1859, con erogaciones del vecindario, el presbítero don Antonio Poblete. Pero si la población ganó en ornato con este edificio, perdió mucho la regularidad de su planta; pues que una de sus mejores calles quedaba para siempre cerrada, obstáculo que impedirá quien sabe hasta cuando la dilatación de la ciudad por ese lado38.

En cambio de la esterilidad administrativa de los años de revolución, con el advenimiento de don Joaquín Pérez al poder, el mejor si no el primero de los presidentes que han gobernado bajo el régimen de la Constitución de 1833, se inició para la República una era de lenta, pero positiva labor material, de paz inalterable, de libertad y educación política, en conformidad al estado y la preparación del país. El programa de esta honrada administración está resumido en estas palabras de Pérez: «Gobierno de todos y para todos»; síntesis gloriosa de toda verdadera democracia. En el primer período de esta administración fue cuando se realizaron dos trascendentales adelantos que abrieron a los destinos de Curicó un horizonte sin límites, nos referimos a la creación de nuestra provincia y a la prolongación del ferrocarril de San Fernando a esta ciudad.

En las sesiones de 1862 de la cámara de diputados, presentó una de sus comisiones, a la que pertenecía el representante de Curicó don Manuel Valenzuela Castillo, un proyecto de ley sobre elevar a provincia el departamento de este nombre. El 30 de septiembre del año citado se aprobó en general ese proyecto, pero no se entró a discutirlo en particular hasta el mes de agosto del año siguiente, preferencia que obtuvo mediante las reiteradas indicaciones de los diputados por Curicó don José Besa y el señor Valenzuela. Con todo, ni uno siquiera de sus artículos pudo aprobarse, por lo defectuoso de la redacción del proyecto, por lo indeterminado de los límites y la división de opiniones que hubo acerca de la cabecera del nuevo departamento que se asignaba a la provincia. El ministro don Manuel Tocornal apoyaba la creación de la provincia como una medida urgente, justa y de buen gobierno; los diputados de San Fernando la rechazaban; el presidente de la cámara don Antonio Varas creía impracticable el pensamiento de hacer cabecera de un departamento al miserable lugar de Llico. Los diputados Besa y Valenzuela Castillo sostuvieron las ventajas de la creación de la provincia y la perfecta practicabilidad de erigir en departamento a Llico. Renovado el mismo debate un mes después, todos sus artículos fueron quedando para segunda discusión, a indicación de los diputados por San Fernando. La legislatura de 1861 a 1864 cumplió su período y el proyecto no pudo despacharse.

En la legislatura subsiguiente la municipalidad nombró una comisión de su seno para que agitara el proyecto de creación de la provincia; los diputados por Curicó Aniceto Vergara Albano, Marcial González y Bernardo José de Toro quedaron encargados de gestionar su pronto despacho. En efecto, insistieron repetidas ocasiones sobre la preferencia que se debía dar en la discusión al proyecto que patrocinaban, contra la opinión de los diputados de San Fernando y contra las influencias de este pueblo para hacerlo fracasar en la cámara. Al fin, en la sesión del 10 de julio de 1865, el diputado Vergara Albano, el más celoso defensor del proyecto, consiguió que se pusiera en discusión particular. Pidieron que se aplazara el primer artículo, que era la base del proyecto, los diputados por San Fernando don Francisco Echáurren Huidobro y don Jorge Huneeus y el ministro del interior don Álvaro Covarrubias. Sostuvieron empeñosamente su aprobación los representantes de Curicó y don Juan Esteban Rodríguez, diputado por Linares. En uno de sus discursos, Vergara Albano pronunció las entusiastas palabras que copiamos: «¿Hay algún otro Departamento de la República que se encuentre en la situación de Curicó?». ¿Cuál tiene su población, su actividad, su estado de cultura y la circunstancia notable de estar tan distante de la autoridad central? No se diga, señor, que este pueblo que tiene una juventud ilustrada, no ganaría nada con esta medida. Cuando un departamento posee grandes intereses agrícolas, industriales y mercantiles, cuanto tiene en germen elementos poderosos de progreso o que esperan sólo una mano vigorosa que los impulse para desarrollarse, el título de provincia es una adquisición de inestimable valía. Una provincia se entiende por medio de su jefe político con el Gobierno y consigue que se atiendan con oportunidad sus exigencias y necesidades, esta ventaja estimula a los ciudadanos y fomenta ese espíritu de localidad que en Curicó se hace particularmente sentir. No olvide la cámara que se trata de un pueblo enérgico, culto y entusiasta por su progreso, del que decía un espiritual escritor: «Los curicanos son los franceses de Colchagua». No obstante, el proyecto se pasó a comisión para que fuese estudiado en todos sus detalles.

Las influencias de San Fernando no se dormían en tanto y tocaban como último recurso un arbitrio que, al no malograrse, habría encadenado para siempre la prosperidad curicana al pesado carro de los destinos de aquel pueblo. Seis diputados presentaron en la sesión del 14 de julio una moción para crear en lugar de la provincia de Curicó dos nuevos departamentos en la de Colchagua, uno con el nombre de Llico y otro con el de Nancagua. Redoblaron su interés y actividad los representantes de Curicó, y en la sesión del 24, aprovechando una circunstancia propicia, el diputado Toro pidió preferencia para el proyecto que erigía en provincia nuestro departamento. Aceptada por la cámara, se pasó a discutir inmediatamente el artículo primero, que apoyó en el fondo, con algunas modificaciones de límites, el ministro de hacienda don Vicente Reyes. Esta cooperación oportuna de un miembro del ejecutivo desanimó a los impugnadores del proyecto y el artículo primero se aprobó con diez votos en contra, en la siguiente forma propuesta por el presidente de la cámara don Manuel Antonio Tocornal:

«Se crea una nueva provincia con el nombre de Curicó, cuyos límites serán los que tiene en la actualidad el departamento de este nombre».



Se aprobaron igualmente los demás artículos después de una larga deliberación en que las opiniones estuvieron divididas sobre si sería Llico o Vichuquén la capital del departamento de la costa; prevaleció la del vice-presidente don Domingo Santa María, en favor del segundo de esos lugares.

Aprobado el proyecto en la cámara de senadores, donde se renovó la misma discusión sobre la capital del departamento de la costa, el Gobierno expidió el decreto que sigue:

«Santiago, agosto 26 de 1865.

Por cuanto el Congreso Nacional ha aprobado el siguiente Proyecto de Ley:

Artículo 1.- Se crea una nueva provincia denominada ‘Curicó’, cuyos límites serán los que tiene en la actualidad el departamento de este nombre.

Artículo 2.- Se dividirá la provincia en dos departamentos, uno oriental y otro occidental. El primero denominado ‘Curicó’ tendrá por capital a la ciudad de este nombre, y el segundo llamado ‘Vichuquén’ tendrá por capital a la villa de igual denominación. Se autoriza al Presidente de la República para que en el término de un año fije los límites entre los dos departamentos.

Artículo 3.- La nueva provincia tendrá los empleados que la ley de 3 de octubre de 1855 estableció para la provincia de Colchagua, con igual dotación de sueldos. El juez de letras que existe en Curicó tendrá jurisdicción sobre toda la provincia y gozará del sueldo que asigna la ley de 4 de octubre de 1858 a los que tengan residencia ordinaria en la cabecera de la provincia.

Artículo 4.- El gobernador que debe servir el departamento de Vichuquén gozará del sueldo anual de mil pesos.

Artículo 5.- Se declaran de utilidad pública los terrenos que, a juicio del Presidente de la República, fueren necesarios para establecer en el pueblo de Vichuquén calles, plazas y edificios fiscales y municipales. Esta autorización durará por el término de dos años.

Y por cuanto, oído el Consejo de Estado, he tenido a bien aprobarlo y sancionarlo; por tanto, promúlguese y llévese a efecto en todas sus partes como Ley de la República.

José Joaquín Pérez.- Álvaro Covarrubias».



El decreto se publicó por bando en las plazas de la ciudad y atrios de los templos. Lo leía el escribano don Fermín Valenzuela Castillo en medio de una poblada numerosísima y escoltado por el batallón cívico y su banda de músicos.

Se nombró intendente de la provincia a don Rafael Munita, juez de letras de San Fernando, y gobernador de Vichuquén a don Miguel Irarrázabal. Tocó a estos dos funcionarios iniciar los nuevos servicios que creaba la ley e impulsar el adelanto en sus respectivas jurisdicciones. En esta ciudad se dio comienzo a la pavimentación convexa de las calles y al ornato de los paseos públicos; se organizó una guardia municipal y se regularizó la marcha del liceo, que, aunque tenía el título de tal desde 1853, había descendido a la condición de una escuela superior. Nombró el Gobierno como primer rector al abogado don Pedro Pablo Olea, caballero que pasó de la política militante a la pacífica y honrosa tarea de reorganizar este plantel de educación, al cual encaminó a su futuro progreso con una acertada dirección. Se edificó un teatro mediante la iniciativa del juez de letras don Rodulfo Oportus, quien formó una sociedad anónima para cubrir los gastos de la construcción, contrató a los operarios y al arquitecto que ejecutaron la obra y hasta buscó la compañía que estrenó el teatro. Poco a poco los accionistas fueron cediendo sus derechos a la municipalidad, la que adquirió por entero la propiedad al correr del tiempo39.

Muy superior a la medida de la creación de la provincia fue para el progreso y bienestar de Curicó la prolongación del ferrocarril desde San Fernando hasta esta ciudad. El 19 de enero de 1865 el Gobierno celebró un contrato con el empresario de este trabajo don Tomás Bland Garland; en diciembre del mismo año se le agregaron al contrato primitivo algunos artículos, entre los cuales había uno que imponía al contratista la obligación de entregar concluido el camino para el 1.º de diciembre de 1866, bajo la multa de veinte mil pesos por cada mes de retardo. Desde el momento que la obra maestra de la mecánica moderna, la locomotora, llegó a este pueblo, una grandiosa transformación se operó en sus destinos; desde entonces la agricultura y el comercio adquirieron con la facilidad del transporte un inmenso desenvolvimiento.

Coincidió con estos adelantos la guerra que sostuvo nuestra República con España en 1865, año memorable por tantos motivos en la historia de Curicó. En ese momento de crisis, de durísimas pruebas para la Patria, nuestra provincia supo colocarse a la altura de su honroso pasado. La municipalidad nombró comisiones de los vecinos más respetables de las diversas subdelegaciones para que recolectasen fondos de auxilio a los gastos de guerra. Se movilizó también el batallón cívico que, mandado por el sargento mayor don Francisco Lavanderos, salió a guarnecer el puerto de Llico. Hasta el juez de letras del departamento, don Rodulfo Oportus, dejó su curul de magistrado para ponerse al servicio de la patria; acompañó al Perú a don Domingo Santa María en su misión diplomática a ese país y desempeñó allí algunas comisiones delicadas. Por último, la municipalidad creyendo interpretar los sentimientos unánimes de sus representados, manifestó al Gobierno, por conducto del diputado don Marcial Martínez, que ofrecía la cooperación seria, entusiasta e incondicional del territorio de su jurisdicción para conservar incólume el honor nacional.

Concluida la guerra, el intendente Munita pudo dedicarse con más empeño a los adelantos de la localidad, entre los cuales debemos señalar la compra del potrero de la Granja para el servicio municipal y el establecimiento de la cañería de agua potable que se sacó del estero Guaiquillo. Para llevar a cabo éstas y otras mejoras, el municipio contrató un empréstito de dieciocho mil pesos con el Banco Garantizador.

Habiendo sido promovido el intendente Munita a un juzgado de Santiago, nombró el Gobierno en su lugar en 1872 a don Gabriel Vidal, caballero hijo del pueblo, que había consagrado desde muy joven su inteligencia a la política y que personificaba las aspiraciones tradicionales de su familia como bando local. Ésta era una de las más antiguas y de mayor respetabilidad social de la ciudad. Provenía de un don Gaspar Vidal que a mediados del siglo XVII vivía en el asiento mineral y reducción indígena de Lolol. Un descendiente de aquél, don Gaspar Vidal y Silva, se estableció a principios de este siglo en Curicó. El gobierno de la provincia pasaba así a manos de una de las facciones que desde antiguo se disputaban el predominio de la opinión pública, después de haber estado largos años en las de la agrupación que le era rival, cuyo jefe había sido el último gobernador de Curicó don Francisco Javier Muñoz.

Vidal, hombre de un talento sólido, bien que poco brillante por su carácter grave y silencioso, había ejercido una influencia sin contrapeso durante la administración de su antecesor, como primer alcalde en dos períodos y como diputado; tenía hondas raíces en la opinión de su pueblo natal por sus relaciones políticas y sociales, era en suma, el árbitro de los intereses públicos de la provincia. Podía, por consiguiente, recorrer un camino sin tropiezos por lo que tocaba al adelanto material de la población y adquirir una reputación de excelente administrador. Efectivamente, ningún mandatario había tenido antes que él una concepción más elevada de las necesidades locales que debían atenderse y de las reformas que los servicios públicos exigían. Se estudiaron o se resolvieron problemas de tan vital importancia como éstos: matadero, pavimentación de calles, ensanche de la cañería de agua potable, beneficencia, ornato de la ciudad y creación del servicio metódico de la policía de aseo: honroso corolario de esta actividad extraordinaria fueron la construcción de la penitenciaria y la transformación de Curicó.

Pero su gobierno debía naufragar en los mismos escollos en que se habían estrellado sus predecesores, en la intervención oficial. En la administración de Errázuriz, como en las sucesivas, los intendentes estaban obligados a servir el interés y los deseos del Presidente de la República, que podía destituirlos o elevarlos en la carrera administrativa. De ahí que los mandatarios locales se entregasen sin temor al maquiavelismo electoral, para restringir al pueblo su libertad de sufragio. En la fisonomía moral del intendente de Curicó, las tendencias del político superaban a las dotes del administrador; no podía, pues, por esta doble razón sustraerse al sistema general. Así es que en las dos elecciones que dirigió, sus parciales y los elementos gubernativos estuvieron al servicio de la intervención. En las de 1870 vino a este pueblo don Manuel Antonio Matta a vigilar los procedimientos de las autoridades y la recta aplicación de la ley; llevó poco después a la cámara de diputados algunos cargos contra el señor Vidal y las pruebas de la irregularidad de que adolecieron esas elecciones.

Algunos actos de manifiesta hostilidad de parte de la intendencia contra los candidatos don Benjamín Vicuña Mackenna, para presidente, y don Ángel Custodio Vicuña, para diputado, en las elecciones de 1876, hicieron subir las asperezas de la lucha a un alto grado de irritabilidad. El poder puso en juego todos los resortes de la intervención oficial: policía, guardia nacional y servicio de patrullas en los campos; la oposición por su parte se abandonó en la prensa a una desmoralizadora e inicua prostitución que descendió a la vida privada de los funcionarios públicos, valiéndose para ello de la calumnia y del denuesto inmoral.

Dos plagas sociales han afligido a Curicó: una antigua, secular, pero por suerte ya extinguida, las oligarquías de familias; otra que lleva de existencia cerca de un cuarto de siglo y aún no ha terminado, la licencia de la prensa. Nunca ha sido lícito que el periodismo político vaya más allá de los actos públicos de los hombres públicos; el periodismo social tiene la misión redentora de enseñar al pueblo. Ahora bien, ¿se han respetado tan naturales demarcaciones? Ninguna publicación hasta hoy ha tenido constancia para mantenerse en la concepción serena y útil de los problemas complejos de la vida contemporánea, de las necesidades de la comunidad que las sostiene y de los medios de satisfacerlas; para juzgar con criterio imparcial el espíritu y las doctrinas de los partidos. El carácter de nuestra prensa ha sido y es personal, agresivo y procaz ante todo.

Lo mismo que en los demás pueblos de la República, el régimen absolutista de intervención hizo escollar aquí la candidatura de Vicuña Mackenna, quien acusó al señor Vidal en la cámara de diputados y dijo entre otros conceptos lo siguiente:

«Haré presente a la Cámara que esta provincia, digna de mejor suerte, está hoy sometida al yugo de una verdadera oligarquía de familia. Todos los poderes son allí hermanos, el juez de letras, el intendente, el administrador de correos, la mitad o los dos tercios de la municipalidad. Casi la totalidad de los empleados están ligados entre sí de tal manera, que ya Curicó no es una provincia de la República sino un feudo de familia».



Realmente, el señor Vidal había formado una numerosa agrupación personal que tenía en sus manos el poder electoral por medio del primer alcalde de la municipalidad don Jerónimo Valderrama, caballero que se había conquistado en Curicó una ventajosa posición política, retirada al correr de pocos años del servicio de la facción. Con todo, organizado el ministerio de septiembre de 1876, que presidió don José Victorino Lastarria, el señor Vidal tuvo que dejar el mando de la provincia. Se nombró en su lugar a don Eusebio Lillo, que renunció su puesto antes de un año por no acomodarse a la pequeñez de las rivalidades, rencillas, odios y emulaciones que entonces dominaban en la vida social de la población.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

La guerra del Pacífico.- La opinión pública.- Se movilizan tropas.- Los carabineros de Yungay.- Se moviliza el batallón Curicó.- Se le traslada a San Bernardo.- El regimiento.- El estandarte.- Parte hacia el norte.- Se acuartela la policía.- Guardia de orden.- Se movilizan dos compañías.- El Curicó en Lurín.- El Manzano.- El comandante Olano.- Chorrillos.- Miraflores.- Durante la ocupación.- Combates en Cañete.- Chicla.- Expedición del coronel Arriagada.- Expedición a Arequipa.- La travesía del desierto.- Regreso a la patria.- Recepción.- Los hijos de Curicó en la guerra.- Los soldados héroes.- Cómputo.- El 2.º batallón Curicó.- El Vichuquén.

La guerra del Pacífico vino a despertar el patriotismo jamás desmentido de la provincia de Curicó. La preocupó tan hondamente y con tal universalidad el peligro común, que se levantó como un solo hombre para ofrecer a la patria cuanto tenía de más caro, brazos, fortunas, producciones y talentos. El rico ofrecía su dinero y los productos de la tierra; el periodista su entusiasmo y su aliento, fecundo riego del espíritu público; el pobre su brazo, su sangre y su heroísmo anónimo, esto es, la fuerza, que es el triunfo en las luchas de las armas como en las del trabajo. Los poderes públicos estimulaban por su parte el sentimiento popular en pro de la patria y tomaban la iniciativa en las primeras medidas de acción positiva: grandioso y conmovedor espectáculo que prueba que el patriotismo es la virtud cívica más prominente en esta hermosa región de Chile.

Desde que se declaró la guerra, se levantaron erogaciones, se celebraron meetings para mantener latente en el pueblo el deber de la defensa nacional, vendieron a bajo precio los campesinos sus caballos para el ejército y la prensa no cesó de gritar: «¡Al norte! ¡Al norte!». Cuando pasaba de la frontera algún cuerpo a embarcarse a Valparaíso, un gentío considerable concurría a la estación con el objeto de vivar a los defensores de la honra y de los derechos de nuestra república. El inmortal sacrificio de Prat y la venida de Condell a esta ciudad, acentuaron más todavía este magnífico movimiento de opinión para conservar ilesa la fama del valor chileno, para ir a la guerra. Desde entonces la juventud sintió vivos impulsos de imitar al héroe de la marina, y el deber de morir por la Patria se impuso a la conciencia del país, no como un sacrificio, sino como un medio de legar un nombre glorioso a la historia o a la epopeya.

En tal estado se hallaba el ánimo público, cuando el Gobierno mandó organizar el batallón cívico, al principiar el año 1879, cuyas filas sirvieron de escuela a los soldados que andando los meses tuvieron que ir al teatro de la guerra. De éstos se movilizaron en junio ciento cincuenta hombres que, con igual número del Rancagua, sirvieron de base al batallón Valdivia, cuerpo veterano que hizo la campaña desde Antofagasta a Lima. Por esta misma fecha vinieron a organizar a Curicó el segundo escuadrón de carabineros de Yungay el teniente coronel don Emeterio Letelier y el sargento mayor don Francisco Vargas, el sableador de Calama. Se completó el efectivo de este cuerpo con gente sacada de Curicó y disciplinada aquí mismo; ingresaron igualmente a sus filas en calidad de clases muchos jóvenes de nuestra sociedad, tales como Maximiliano y Manuel Jesús Labbé, hermanos, el último de los cuales vino a morir a su tierra natal de teniente, después de largas campañas; Víctor y Moisés Labbé, hermanos también, que asistieron a todas las jornadas en que se encontró el ejército; Aurelio Ruiz, implacable acuchillador de peruanos y muchos otros que hicieron las principales campañas de la guerra.

En marzo de 1880 el Gobierno mandó movilizar el batallón cívico de Curicó, medida que se recibió en la provincia entera con indecible gozo, por verse ya representada en el ejército y segura de no quedar atrás de otras que, en generosa emulación, aspiraban a conquistar los primeros honores de la gloria. Se nombró a los jefes don Joaquín Cortés, teniente coronel de ejército, y a don José Olano, sargento mayor de guardias nacionales, para que se hicieran cargo de la dirección del cuerpo. A fin de completar su instrucción y disciplina se le trasladó al cantón de San Bernardo; aquí rivalizaron en el aprendizaje de las armas los jefes, oficiales y soldados, todos los cuales estuvieron bien pronto en aptitud de poder hacer el servicio de campaña y hasta de afrontar los peligros y las dificultades de una batalla con el orden y la precisión que exige el arte militar. Este estado de adelanto se mejoró todavía con la elevación a regimiento de su efectivo que el Gobierno decretó.

En el mismo pueblo se verificó el 21 de mayo la bendición del estandarte, insignia guerrera que simboliza el honor de un cuerpo y que tanta influencia tiene en el comportamiento en el campo de batalla de los individuos que lo componen. Sirvieron de padrinos en este acto los representantes de Curicó en el Congreso, sus esposas y una comisión municipal que formaban los señores Francisco Antonio Vidal, Benjamín Vivanco y José Francisco Correa.

Se llevó enseguida el regimiento a Santiago. Como no se le enviara al teatro de la guerra, en conformidad a los deseos vehementes y unánimes de la provincia, la municipalidad elevó el 27 de septiembre una representación al Gobierno en que se le pedía pusiese en campaña al regimiento. En atención acaso a estos sentimientos de patriotismo y muy principalmente al buen pie de disciplina en que se encontraba, el ministerio del ramo ordenó en octubre de 1880 que marchara al norte a incorporarse al ejército de operaciones, en los mismos días cabalmente en que los plenipotenciarios de las naciones beligerantes celebraban sus conferencias en Arica a bordo de una corbeta norteamericana, por cuyo costado, y a presencia de los representantes de las dos potencias aliadas, pasó el transporte que conducía al regimiento curicano. Se le fijó como campamento el lugar de Calana, al interior de Tacna.

Mientras tanto la municipalidad mandaba acuartelar la tropa de la policía para ofrecerla al Gobierno tan pronto como fuere necesario. Para vigilar el orden público, se organizó una guardia compuesta por comerciantes y personas decentes. Algunos meses después se mandó movilizar en este pueblo dos compañías de ciento cincuenta hombres cada una que se entregaron a la dirección del comandante Vial Maturana y de oficiales curicanos; la movilización de esta fuerza hizo innecesario el abnegado servicio del municipio y de los vecinos.

Los solemnes momentos de la gloriosa campaña de Lima llegaron al fin. El bizarro cuerpo que había llevado al norte la representación de Curicó, formó parte de la segunda brigada de la segunda división que mandaban respectivamente el coronel don Orozimbo Barbosa y el general don Emilio Sotomayor. El 15 de diciembre de 1880 partió de Arica el último convoy de veinticinco buques y transportes que conducía a la mayor parte del ejército expedicionario sobre Lima; el Curicó iba embarcado en el vapor Paita. El 22 del mismo mes llegó el convoy a la caleta de Curayaco y se principió el desembarco; el Curicó bajo a tierra el 23 en la tarde y en la misma noche marchó a Lurín. Pero su primera marcha fue también su primera y durísima prueba de campaña; extraviado en la oscuridad, tomó hacia el interior y al día siguiente se halló en los arenales del desierto; conocido el error, se contramarchó al punto de partida, sufriendo el calor de un sol ardiente y la sed delirante que en aquella latitud se apodera del fatigado caminante.

El ejército se acampó en el valle de Lurín; el regimiento curicano ocupó la derecha de la línea en el campamento de Pachacamae, hacia las cabeceras de la sierra por el oriente. Desde su instalación en ese punto, le había tocado el honor de vigilar y defender el flanco derecho de las posiciones chilenas. En ese puesto avanzado y peligroso, el regimiento no cesaba de trabajar por el adelanto de su disciplina; constaba a la sazón de novecientos ochenta individuos de tropa, treinta y ocho oficiales y tres jefes. Mandaba el cuerpo en este último carácter el teniente coronel don Joaquín Cortés, primer jefe, el de igual graduación don José Olano, segundo jefe, y don Rubén Guevara, sargento mayor. Al cargo de las compañías estaban los siguientes capitanes: Anselmo Blanlot Holley, Marco A. Mujica, José María Barahona, David Polloni, Nicolás Mujica, César Muñoz Font, Daniel Tristán López y Manuel María Torres. Capitanes ayudantes eran don Francisco Merino y don Nicanor Molinare. Entre los oficiales subalternos que se distinguían por su decisión y constancia se contaban los tenientes Fidel Leiton, Casimiro Hinostroza, Miguel Luis Semir, Timoteo Cabezas, Darío Botarro y David León; subtenientes, Miguel Luis Márquez, Justo Pastor Garrigó, José Manuel Sepúlveda, Germán Larraín, Manuel Torres, Daniel Salas Errázuriz, Ernesto Salinas, Justiniano Polloni, José Agustín Bravo Encalada. Como sargentos formaban en las filas del regimiento una porción de jóvenes entusiastas y alentados: Pedro León Labbé, Luis Cruz, Froilán Rojas, Pedro A. Soto, Eugenio Barra, los hermanos Carrascos, Luis Molina, Montero, Fuentes y muchos otros que sería prolijo enumerar, y que, abandonando las aulas del estudiante, los bancos del industrial o el mostrador del comerciante, habían corrido a tomar un puesto en el cuerpo que llevaba el nombre del pueblo natal.

Hemos dicho que el Curicó estaba encargado de proteger el flanco derecho de nuestro ejército, vigilado con extraordinaria solicitud por el jefe de la brigada, coronel don Orozimbo Barbosa. Se tenía noticia en Lurín, por un expreso peruano que fue a dar al campamento de la fuerza chilena, de que venía desde Cañete con dirección a Lima un regimiento de caballería llamado «Cazadores del Rimac», con un efectivo de 333 plazas. Lo mandaba el viejo coronel don Pedro José Sevilla, esperanza del ejército peruano y valiente espada de las batallas de Casma e Ingaví. Habiendo sabido que el ejército chileno le había cortado las vías más rectas de la costa, se propuso marchar sigilosamente por entre los montes y matorrales del camino de Pachacamac, al oriente, atravesar el valle de Lurín y escaparse. Pero el diligente coronel Barbosa le había puesto un dique con las bayonetas del Curicó. El experto jefe peruano había elegido la noche del 27 de diciembre para ejecutar su audaz maniobra de evasión.

En la mañana de ese día, como en las anteriores, se había destacado de avanzada una compañía del Curicó hacia una quebrada lateral que desemboca en el valle de Lurín y que se conoce con el nombre del Manzano o Pueblo Viejo, distante como unas veinticinco cuadras del campamento del cuerpo. Le tocó esta vez su turno a la 3.ª compañía del primer batallón, mandada por el capitán don José María Barahona, el teniente don Timoteo Cabezas y el subteniente don José Manuel Sepúlveda. Se distribuyeron las centinelas y la tropa se abandonó a reposar a las inmediaciones de sus rifles colocados en pabellón. Como a las cinco y media el guardia más avanzado dio la alarma de verse el enemigo a corta distancia del campamento de la compañía; se cercioraron los oficiales de la efectividad del aviso al ver brillar las armas de los jinetes con el reflejo del sol que declinaba por el poniente. Hizo formar la tropa el comandante de la avanzada y mandó dar parte a su jefe de lo que sucedía. Inmediatamente partió en protección de la compañía destacada el segundo batallón a las órdenes del segundo jefe don José Olano, quien al llegar al punto en que se iba a combatir, colocó sus fuerzas en las posiciones que de antemano había elegido el jefe de la brigada y se quedó con la 2.ª compañía que mandaba el capitán don Anselmo Blanlot.

Desprevenido el coronel Sevilla, tuvo que aceptar el combate, dar orden a su regimiento de romper el fuego y cargar resueltamente sobre las compañías del Curicó. Eran como las siete y media p. m. Tanto la compañía del capitán Barahona, como el segundo batallón, hicieron una brillante resistencia a pie firme: contestaron los fuegos y rechazaron al regimiento peruano que intentó romper las filas tres veces consecutivas; los soldados curicanos disparaban sus armas al resplandor que producían los disparos de sus enemigos; tan oscura estaba la noche. Entre tanto, los jefes Cortés y Guevara habían llegado al trote al campo de la refriega y alcanzado a tomar algunos prisioneros. Como a las dos horas de un fuego interrumpido durante un intervalo como de veinte minutos, el regimiento peruano huyó completamente deshecho por las quebradas y cerros vecinos. Al día siguiente, emprendieron la persecución de los fugitivos, el Curicó, dos compañías del 3.ª de línea y un destacamento de caballería, con resultados por demás favorables, pues que cayeron en poder de estas fuerzas el coronel Sevilla, nueve oficiales, un cirujano, un practicante, un telegrafista y ciento veinte individuos de tropa. Las bajas de los dos cuerpos combatientes fueron poco numerosas por la oscuridad de la noche, pero muy lamentadas, porque entre ellas se contaban dos jefes: del Curicó habían caído cuatro soldados heridos y muerto el comandante Olano de dos balazos simultáneos, uno en la frente y otro en el estómago, que le arrebataron la vida instantáneamente; entre los muertos del regimiento Rimac se encontraba el segundo jefe don Baldomero Aróstegui, natural de Lima, militar rígido y valiente que pereció en la tarde del 28 a manos de los soldados del Curicó, ávidos de vengar con sangre la pérdida de su comandante Olano. Los oficiales que más se distinguieron en la jornada, según el sentir del primer jefe del Curicó, señor Cortés, fueron los capitanes Blanlot, Molinare y Barahona y los tenientes Cabezas y Semir. En la madrugada del 28 en todos los campamentos de los cuerpos chilenos se saludaba con la diana la noticia del triunfo del Manzano, feliz presagio de otros de mayor gloria y trascendencia.

La satisfacción del deber cumplido, el legítimo orgullo de haber sido útil a la Patria y el júbilo que se apodera de los corazones después de una victoria, no se habían dejado sentir bulliciosamente en el campamento del Curicó; todos estos sentimientos estaban como oscurecidos por el dolor que había causado la muerte de Olano, por el duelo general que se hacía al cadáver de un jefe tan querido por sus compañeros de armas y subalternos.

Con la pérdida de Olano se tronchó una bella esperanza del ejército de Chile, porque sus talentos, su ilustración y energía moral, a la par de haber sido útiles en el curso de la guerra, lo habrían colocado en un puesto ventajoso en el escalafón de los ascensos. Efectivamente, no muchos jefes de nuestro ejército en campaña tenían el caudal de conocimientos del comandante del Curicó; Olano era militar, médico, ingeniero y educacionista. Tracemos su biografía a grandes rasgos para probarlo. Olano provenía de padres españoles, llamados José Manuel Olano y María Arismendi, y había nacido en Santiago, más o menos por el año 1843. Arrastrado su padre por la fama de los ricos lavaderos de oro de California, emigró en 1849 a México, donde el cólera, que a la sazón hacía estragos en los trópicos, mató en un solo día a la madre y dos hermanos de Olano. Se trasladó entonces la familia a la alta California, compuesta ahora del padre y dos hijos de tierna edad, de los cuales el mayor, don José, apenas tendría seis años.

Por motivos que ignoramos, abandonó el padre a sus hijos, quienes, entregados en aquel mundo cosmopolita, egoísta y despiadado a su propia suerte, debían perecer de hambre y miseria. Se vio entonces una acción de sublime y precoz amor fraternal: Olano entró de mozo de mano a una taberna de arrabal para mantener a su hermano menor con su mísera paga. A los cinco o seis años de una situación tan estrecha, se embarcó para Chile, como grumete de un buque mercante. En su país natal buscó la protección de un tío y entró primero a la escuela y después a la academia militar, donde hizo sus estudios con éxito nada común. Destinado al regimiento de cazadores a caballo, alcanzó hasta el grado de capitán. Por asuntos políticos se retiró del ejército para estudiar medicina, que dejó a los pocos años para fundar un colegio particular con el título de Liceo Nacional y dedicarse a las matemáticas. Cuando se mandó organizar el Curicó, el comandante Cortés que conocía a Olano, le ofreció el segundo puesto del cuerpo40.

Tal fue la vida y tal el sacrificio del que cayó en el primer encuentro de la campaña de Lima, llevando en su kepís de militar el nombre de Curicó. Sin embargo, nuestra sociedad no ha sido justiciera con la memoria de este héroe, como con la de muchos otros cuyas hazañas nos pertenecen, con Villota, O’Carrol y Labbé; caudillos de la independencia; con Luis Cruz, joven campeón de la guerra del Pacífico, y los héroes anónimos del fusil, los soldados. No diremos un monumento, ni un medallón, ni un cuadro, ni una inscripción siquiera se ha hecho que eternice su memoria y recuerde sus servicios. Ojalá que la generación de mañana haga justicia a los valientes que se han sacrificado llevando el nombre y la representación de Curicó; los actos heroicos, así como las hondas del mar, se agrandan con la distancia.

El día 12 de enero el Curicó hacía sus aprestos para la gran batalla que debía librarse al siguiente. Una animación extraordinaria se notaba en el campamento; la alegría animaba las fisonomías de soldados y oficiales. Pero no todos tendrían la suerte y la gloria de ir a compartir con sus compañeros los peligros y las emociones de la pelea, siempre deseadas por militares pundonorosos. El estado mayor había ordenado que dos compañías del Curicó quedaran resguardando el valle de Lurín; eligió el comandante Cortés para esta comisión las compañías de los capitanes Tristán López y Nicolás Mujica. Sucedió entonces una escena tierna y hasta hoy ignorada: el teniente don Darío Botarro que pertenecía a una de éstas, se presento llorando al jefe del regimiento en solicitud de permiso para asistir a la batalla, noble y generosa expansión del patriotismo que el viejo soldado no pudo desatender.

En la noche de ese día siguió el cuerpo, incorporado a la brigada Barbosa, el camino que la segunda división tomó con dirección a las posiciones enemigas. Como a las seis de la mañana, se desplegaron los regimientos de la brigada al frente de la izquierda de la línea peruana que defendía por este costado un cuerpo de ejército mandado por el coronel moqueguano Dávila y formado por batallones escogidos.

Separaba a las divisiones enemigas una pampa que el Curicó tuvo que recorrer precipitadamente, áspera y sembrada de minas y bombas automáticas. El coronel Barbosa le ordenó atacar un cerro artillado, con esta hermosa y espontánea frase que es la poesía de la guerra: «¡Aquel cerro que está vomitando fuego le toca al Curicó!». Se lanza al asalto el regimiento con vigoroso ardor y resiste sin desorganizarse un nutrido fuego de fusilería que tiende en tierra a cuarenta y seis individuos de tropa. En la ascensión caen heridos también el sereno y bizarro comandante Cortés y los oficiales Salas Errázuriz y Bravo Encalada. El cerro es así impetuosamente tomado; muchos de sus defensores quedaron muertos en sus trincheras y los demás huyeron. Se retiró el comandante Cortés a la ambulancia, en brazos de sus soldados; se atendió a los heridos y se restableció el orden para quedar pronto en aptitud de acometer cualquiera otra empresa; pero era bastante por ese día, pues la victoria había favorecido a nuestras banderas en toda la línea de batalla.

Cuando en la tarde del 15 de enero los peruanos rompieron el fuego sobre la tercera división del coronel Lagos, en Miraflores, la brigada Barbosa marchó aceleradamente de la retaguardia para ir a cubrir la derecha de la línea chilena. La marcha fue angustiosa por las inquietudes que despertaba en los corazones un probable fracaso, pesada por el calor de una atmósfera abrasadora y no exento de peligros por hacerse bajo los fuegos de los cerros artillados de la izquierda enemiga. El Curicó acampó en un potrero donde sirvió de blanco a los cañones de grueso calibre del fuerte San Bartolomé hasta que la oscuridad de la noche cubrió el campo de batalla.

Las compañías que habían quedado de guarnición en Lurín no permanecieron del todo en la inacción. El 17 de enero apareció en el valle una montonera como de ochenta a noventa hombres con el propósito ostensible de saquear la ambulancia y sorprender el destacamento curicano. El capitán López la amagó con su tropa y la hizo retroceder hasta un bosque, adonde fue a atacarla un piquete de granaderos a caballo, el cual la empujó sobre un morro, le mató trece hombres y le tomó cuatro prisioneros.

Ocupada la ciudad de Lima por el ejército victorioso al Curicó se le designó para su residencia el cuartel de la caballería peruana conocido con el nombre de Barbones, en los suburbios del sur de la población. A los pocos meses su efectivo se redujo a batallón.

Durante el período de la ocupación, el Curicó prestó servicios no menos valiosos y notorios que los de la campaña de Lima. En esos largos meses de guarnición, en que el clima enervaba la materia y la nostalgia, terrible enfermedad de la patria, enervaba el espíritu; en esas fatigosas campañas del interior, dignas de los legionarios romanos, en que nuestros soldados tenían que combatir con los hombres y con los obstáculos de la naturaleza, la constancia, la moralidad y disciplina del Curicó se hicieron ejemplares en el ejército.

A la primera expedición de 700 hombres de las tres armas que salió de Lima en abril de 1881 bajo las órdenes del teniente coronel don Ambrosio Letelier, se incorporaron dos compañías del Curicó, que sumaban una fuerza efectiva de 104 hombres y que mandaban el teniente coronel don Anacleto Lagos, el sargento mayor don Virgilio Méndez y los capitanes José Ignacio López y Daniel León y varios oficiales subalternos. Una de estas compañías ocupó el departamento de Junín y la otra la población de Cerro de Pasco, lugares en que hacía una activa guerra de recursos el coronel peruano y prefecto Aduvire.

En 1882 se formó una pequeña división de las tres armas destinada a la guarnición del valle de Cañete y se puso al mando del teniente coronel don Manuel J. Jarpa. Merodeaban por ese valle numerosas y bien armadas montoneras que hostilizaban sin cesar a las fuerzas chilenas. El Curicó dormía con el arma al brazo y tuvo que sostener repetidos combates con los montoneros peruanos, siendo más importantes los que se libraron en Hervai Bajo, Monte Jate y Luna Huana. La segunda de estas acciones, que se verificó en agosto de 1882, fue tal vez la que se ejecutó con mayores peligros para los chilenos y con mejor arreglo a los principios estratégicos de la guerra. Tomaron parte en ella la compañía del capitán Leiton, un piquete de carabineros y una batería del segundo regimiento de artillería. Al cabo de algunos meses, se relevó al Curicó por el Lautaro y se le condujo a Lima para engrosar primero con una parte de su tropa la expedición Canto y más tarde la del coronel Arriagada, en su totalidad. Se segregó de la de Canto una pequeña columna para la guarnición de Chicla, término del ferrocarril de la Oroya, de la que formaba parte la compañía del capitán Leiton. En aquellos días memorables del mes de julio de 1882, cuando el general Cáceres puso en ejecución un plan de operaciones militares en toda la línea de los destacamentos chilenos, una montonera rodeó a Chicla, plaza que mandaba el sargento mayor don Virgilio Méndez. Destacó este jefe una avanzada del Curicó a las órdenes del subteniente don Pedro León Labbé, quien, coronando unos altos cerros de las inmediaciones, puso a raya a los amedrentados montoneros.

En la expedición que mandó el coronel Arriagada, en esa inmensa peregrinación de 387 leguas por entre los Andes, la jornada más larga del ejército chileno durante la guerra del Pacífico, el Curicó estuvo más arriba del deber; estuvo a la altura del sacrificio, por su heroica resignación; disciplina y bravura. El cuerpo llegó hasta Chicla, donde quedaron cuatro compañías que tenían que guarnecer diversos puntos de ese cantón y las cuales mandaba el primer jefe de entonces don Nicolás González Arteaga; las otras dos, la 1.ª y 3.ª, bajo las órdenes de los capitanes don Félix Montero y don Timoteo Cabezas, y a las superiores del sargento mayor don José Ignacio López, siguieron hasta Huaraz, término de esta expedición que vino a tener su glorioso desenlace en la batalla de Huamachuco. Le cupo también a Curicó en esta acción de guerra un jirón de gloria por haber sido el jefe de estado mayor en ella un hijo de este pueblo, Francisco Merino.

En ninguna campaña dejó el Curicó tan bien cimentada su reputación de cuerpo disciplinado como en la expedición que el coronel Velázquez llevó en 1883 a la orgullosa Arequipa, último baluarte de la resistencia peruana. El 9 de octubre dejaba este batallón el pueblo de Chorrillos, donde permanecía, acantonado, para tomar un trasporte que lo condujo a Pacocha, lugar designado para su desembarco. En su plana de oficiales se contaban los siguientes jefes y capitanes: teniente coronel, primer jefe, Ramón Carvallo Orrego, sargentos mayores don Emilio Antonio Marchant y don César Muñoz Font, capitanes ayudantes don Timoteo Cabezas y don Lorenzo Caminos, capitanes de compañía don Fidel Leighton, don Avelino Valenzuela, don Agustín Bravo Encalada, don Félix Montero Arriagada, don Darío Botarro y don José Ramón Cuadra. La fuerza efectiva del Curicó ascendía a 800 hombres de tropa.

Emprendió la marcha hacia Arequipa por el valle de Ilo, tantas veces recorrido por nuestro ejército, y que conduce a Moquegua; de aquí tomó el camino del desierto. El viaje fue largo y penoso en sumo grado, hecho por ásperos senderos y candentes arenales, y no siempre con agua y alimentos. En el medio del desierto se fugó el guía, de nacionalidad española, y lo dejó perdido y expuesto a mayores penalidades. Por último, llegó a Puquina, donde se reunió a los demás cuerpos que debían ocupar la ciudad nombrada; lo que se efectuó enseguida sin efusión de sangre por haberse rendido la plaza a discreción. Cuando el batallón volvió a este pueblo, el comandante general del cuerpo de ejército que expedicionó sobre Arequipa, envió al intendente de la provincia, como un honroso testimonio del valor y moralidad del Curicó, la nota que sigue:

«Tingo, junio 25 de 1884.

Estimando esta Comandancia General de la división expedicionaria sobre Arequipa, que será satisfactorio para US. y la importante provincia de su mando tener conocimiento de los relevantes méritos del batallón movilizado Curicó, tengo el honor de transcribir a US. una parte de la nota elevada por esta Comandancia General al señor Ministro de la Guerra, a propósito del regreso a Chile de este batallón.

Este cuerpo se incorporó en el mes de octubre del año próximo pasado a la división expedicionaria sobre Arequipa, siendo su conducta, moralidad y disciplina de lo más recomendable.

Su estado de instrucción militar está a la altura de los cuerpos de línea del ejército, debido a la contracción y competencia de sus distinguidos jefes y oficiales.

Dios guarde a Ud.

J. Velázquez.»



Habiendo llegado el momento de licenciar algunos cuerpos del Ejército, el Gobierno ordenó el regreso del Curicó al pueblo de su nombre; el 3 de julio de 1884 entró a la ciudad donde se había formado, después de una campaña que duró cerca de cuatro años y de haber tomado parte en seis expediciones, dos batallas y seis combates. El vecindario lo recibió con demostraciones de inmenso reconocimiento y júbilo, interpretados en dos días de festividades cívicas y populares41.

No solamente el batallón movilizado llevó a las estepas del Perú la representación de nuestra provincia, sino también una pléyade brillante de jóvenes guerreros, repartidos en los diversos cuerpos de nuestro ejército, y entre los cuales se contaban los cinco hermanos Labbés, Justo, capitán del 2.º Atacama, Darío y Víctor, alférez de caballería, Moisés, sargento de carabineros, y Pedro León que del Curicó pasó al 3.º de línea; los hermanos Roberto y Santiago Márquez, capitán el primero y sargento mayor del Victoria el segundo; Isidoro y Mateo Labra, de zapadores; Cesáreo Muñoz, sargento mayor del mismo cuerpo; Juan Urrea, capitán ayudante del 4.º; Moisés Merino, de la artillería; el doctor Justo P. Merino, de la ambulancia; Vicente Merino, de la armada; Amador Moreira, de Zapadores; el niño inmortal de la Concepción, Luis Cruz, que pasó del Curicó al Chacabuco, Manuel J. Labbé, de carabineros y el autor de estos capítulos, capitán del Valdivia.

Larga tarea sería consignar en estas páginas los nombres de los héroes anónimos, de los soldados que murieron en defensa de la Patria; únicamente mencionaremos a Miguel Pardo, mancebo de diecisiete años que murió en la Concepción al lado de Cruz, y José Riquelme, uno de los cincuenta soldados que el coronel Gutiérrez llevó para base del Valdivia, y a cuyo heroísmo el historiador Vicuña Mackenna dedicó estas palabras:

«Valentísimo curicano, que solicitado por su capitán para enarbolar la bandera chilena en el Salto del Fraile, a fin de hacer cesar el fuego de los nuestros en la llanura, cayó víctima de una abnegación digna de los que en las termópilas griegas combatieron».



Se organizaron en nuestra provincia además de las fuerzas ya mencionadas, el batallón movilizado Vichuquén y el sedentario Curicó número 2. De manera que, contando con las comisiones de enganche y con la tropa que se iba disciplinando en las compañías movilizadas del comandante Vial Maturana y haciéndose ingresar a todos los batallones del norte, Curicó fue una de las provincias que dio más gente de guerra para los cuadros de nuestro ejército. Tan levantada y patriótica actitud en días de tamaña angustia para la nación puede servir de ejemplo para lo futuro en nuestra provincia. Que como en ésta, en todas las circunstancias azarosas de su porvenir, y además en todas sus aspiraciones de progreso, le sirvan de divisa estos dos versos del coloso de la poesía alemana, Goethe:


«¡Más alto siempre subamos!
¡Más lejos siempre miremos!»






ArribaCapítulo XIX


CRONOLOGÍA

Cronología de autoridades administrativas, desde la fundación de Curicó hasta 1876


Tenientes corregidores, dependientes del corregimiento del Maule:

Félix Donoso1744
Ignacio Maturana1758
Alonso de Moreira1766
Luis de Mena1772
Pedro Barrales1777
Joaquín Fermandois1779
Fermín de Urzúa1789

Corregidores:

Francisco Javier Moreira1793
Francisco Javier Bustamante1795
Juan Antonio de Armas1800
José Gregorio Argomedo1801
Juan Fernández de Leiva1808
Baltasar Ramírez de Arellano 1810
José Antonio Mardones1814
Isidoro de la Peña 1817
Juan de Dios Puga1822
Diego Donoso1823
Isidoro de la Peña 1826
José María Bravo1829
José Agustín Vergara1829
Isidoro de la Peña1830
José María Merino1831
Miguel Arriarán1833
Antonio José de Irisarri, intendente1835
Francisco Javier Moreira, intendente1837
José María de Labbé1841
Agustín Barros Varas1849
Francisco Porras1850
José Domingo Fuenzalida1851
Antonio Vidal1852
Timoteo González1853
Francisco Velasco1858
Cristóbal Villalobos1859
Juan Bautista Valenzuela Castillo1860
Ignacio Navarrete1861
Juan Francisco Garcés1863
Francisco Javier Muñoz1864

Intendentes:

Rafael Munita1865
Gabriel Vidal1872
Eusebio Lillo1876




Resumen Administrativo

En 1700 el territorio de Curicó pertenecía desde el Teno hacia el norte al partido de Colchagua y desde este río hacia el sur al del Maule.

En 1743 se fundó la villa de San José de Buena Vista de Curicó por don José de Manso, en terrenos cedidos por don Lorenzo de Labra.

En virtud de un auto expedido por don Domingo Ortiz de Rozas el 10 de octubre de 1747, se trazó el plano de la villa en su asiento actual, en terrenos cedidos por don Pedro Barrales y su esposa doña Ana Méndez. Corrió con la delineación de la villa y distribución de solares el oidor de la Real Audiencia don José Clemente de Traslaviña, secundado por el vecino don Domingo Martínez Donoso.

El 13 de agosto de 1793 se creó el partido o corregimiento de Curicó, dependiente de la provincia de Santiago.

El 30 de agosto de 1826 Curicó pasó a ser departamento y capital de la cuarta provincia de Chile, creada con el nombre de Colchagua.

El 10 de agosto de 1830 Curicó obtuvo el título de ciudad y sirvió de capital de la provincia de Colchagua hasta 1840.

El 26 de agosto de 1865 se erigió en provincia el departamento de Curicó.