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ArribaAbajoCapítulo XVI

Las Bellas Artes durante el siglo XVIII


I.- Arquitectura


No es posible prescindir en la historia ecuatoriana de un factor negativo de consecuencias positivas. La situación del país a norte y sur de la línea ecuatorial y en las vertientes de las cordilleras andinas ha determinado la sucesión periódica de erupciones volcánicas y de terremotos de carácter plutónico, que han reducido a escombros algunas ciudades y afectado en otras la integridad de sus construcciones. Quito ha sido también víctima de estos fenómenos cósmicos, pero no hasta el estado de desaparecer como las antiguas Ibarra y Riobamba, o de tener que reconstruir como Ambato y Latacunga. La sociedad quiteña presenció la erupción del Pichincha el 8 de setiembre de 1575 y reaccionó eligiendo a Nuestra Señora de la Merced como patrona contra los terremotos.

El del 20 de junio de 1698, que azotó Riobamba y Ambato, dejó sentir sus efectos también en Quito y el edificio más afectado fue el templo de la Merced. El pueblo de Quito en esta ocasión, como en otras similares, sacó en procesión la imagen de   —416→   Nuestra Señora de las Mercedes. Los padres Mercedarios, a su vez, se vieron en el caso de construir un nuevo templo, que iba a ser el tercero y definitivo. Los dos anteriores habían durado cada uno un siglo y experimentado los efectos de su emplazamiento junto a la quebrada que descendía por entre Toctiucu y el Tejar.

Fue el provincial fray Francisco de la Carrera quien tomó, por cuenta de la Provincia, la nueva construcción. Para allegar los fondos necesarios, echó mano de un doble arbitrio. Fue el primero firmar un compromiso entre la Comunidad y un devoto de Nuestra Señora, que establecía la participación de las gracias espirituales y el servicio funerario, a cambio de la limosna de doscientos pesos para la fábrica del templo. El segundo fue enviar religiosos a recoger limosnas por los pueblos con la imagen llamada la Peregrina de Quito. Uno y otro medio tuvieron un éxito favorable. El padre Joel Monroy, en la Historia del Santuario, ha consignado los nombres de los confraternos que desde 1700 a 1736 suscribieron el contrato y que alcanzan al número de 96, fuera de quienes hicieron donativos voluntarios para la construcción del templo de Nuestra Señora. Fuera de los religiosos limosneros, contribuyeron asimismo con dinero los padres que servían en las Doctrinas y se aplicaron a la fábrica los espolios de los religiosos que morían.

Con estos ingresos se comenzó en 1700 el trabajo y se prosiguió hasta llevarlo a cabo. El 15 de enero de 1701 los padres Mercedarios comprometieron al arquitecto José Jaime Ortiz para la dirección técnica de la obra constructiva. El registro del archivo ha consignado los nombres de José Landa y Pascual Chalco, albañiles que realizaban el trabajo, bajo la vigilancia del padre Felipe Calderón, designado por el Padre Provincial como maestro mayor de la obra. Las piedras provenían de la cantera del Pichincha y los ladrillos se hornaban en el Tejar, con combustible obtenido de una hacienda que para el objeto habían arrendado a los Dominicos.

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La estructura del plano trazó el arquitecto sobre el modelo del templo de la Compañía, cubierta de bóveda y cúpula en el crucero. Al principio se estipuló la paga de doscientos pesos al arquitecto Ortiz por su trabajo, que después subió a la cantidad de doscientos cincuenta pesos anuales. Fuera de esta labor de carácter técnico, Ortiz se comprometió, por ocho mil pesos, a realizar la construcción de las cuatro pilastras de piedra sobre que descansa la media naranja de la cúpula y las dos del presbiterio.

El emplazamiento del templo como parte integrante del cuadro de claustros obligó a construírselo de oriente a poniente y abrir la puerta principal de ingreso en la mitad del muro que daba a la plaza con dirección al sur. Esta misma ubicación exigió salvar el desnivel, con la construcción del atrio que se alza a partir de la calle y da acceso al templo con una gradería abanicada. El frontispicio con su enorme torre ha sacrificado su visibilidad por la estrechez de la vía que pasa por su delantera.

Por las datas del archivo mercedario es posible consignar algunos nombres de artistas quiteños, que intervinieron en la hechura de las diversas obras de arte que enriquecen el templo de Nuestra Señora de las Mercedes. Al escultor Uríaco se debe el tallado de los cuatro Doctores que figuran en las pechinas del crucero y del grupo de la Trinidad que se destaca sobre el nicho central del retablo mayor.- Entre 1748 y 1751 se llevó a cabo la construcción del retablo central. Una partida, que corresponde a 1754 dice textualmente: «Diéronse a don Bernardo Legarda un mil novecientos ochenta pesos, más doscientos tablones de a peso, para los forros del altar mayor; ambas partidas hacen dos mil cuatrocientos ochenta pesos. Este gasto es hecho siendo Provincial el padre maestro Tomás Baquero, quien desempeñó este cargo de 1748 a 1751». A partir de 1709, el platero Javier de Albuja hizo el trono de plata para una custodia nueva, lo mismo que la renovación del frontal de Nuestra Señora. Para estas obras los padres proporcionaron el material necesario. En 1780 el padre José Yépez y Paredes comprometió al maestro Gregorio, escultor, para   —418→   que dirigiese la refacción del nicho de Nuestra Señora, lo mismo que al platero Vicente Solís para el trabajo de la peana de plata del trono del Santísimo123.


ArribaAbajoFachada de la Compañía

Durante todo el siglo XVII se llevó a cabo la construcción del templo de la Compañía «en su obra material», que comprendía el artesanado de la bóveda central con la decoración de los arcos y pilastras, que tan gratamente impresionaron por la unidad y armonía del conjunto. En 1722 el padre Leonardo Deubler comenzó la construcción de la fachada, que interrumpida en 1725, la reanudó el hermano Venancio Gandolfi y la prosiguió hasta concluirla el 24 de julio de 1765. El simple cotejo de fechas explica la diferencia de estilos entre el cuerpo de la iglesia y la fachada. Mientras la estructura del templo delata el influjo renacentista, que de Italia trajo a Quito el hermano Marcos Guerra; en la disposición del frontispicio alienta el dinamismo barroco del siglo XVIII, que inició Bernini con las columnas salomónicas del baldaquino de la Basílica de San Pedro de Roma. El padre Deubler diseñó el imafronte con una estructura de líneas arquitectónicas sencillas, que contrastan con el primor decorativo puesto de relieve en la dura piedra. Sobre el zócalo de línea horizontal, interrumpida por el claro de las puertas, se levanta un cuerpo que abarca en su anchura y delata la composición de las naves interiores. Frente a la central se ha sobrepuesto un segundo cuerpo sobre un entablamento que se extiende horizontalmente en paralelismo con el zócalo. Al centro asciende un callejón vertical que rompe las líneas del zócalo y el entablamento para enmarcar, abajo, a la puerta principal del templo y, arriba el gran ventanal   —419→   del coro, que se corona con un tímpano semicircular sobre el que culmina una cruz de bronce con el anagrama de la Compañía. El frontispicio sugiere la idea de un retablo lapídeo, pilastras y columnas se ordenan para enmarcar los nichos en que se exhiben de cuerpo entero las estatuas de San Ignacio, San Francisco Javier, San Estanislao de Kostka y San Luis de Gonzaga. Pero ahí adquieren personalidad de protagonistas el juego de columnas salomónicas, cuyas espiras dialogan, como una oración encarnada en piedra. El espectador queda como deslumbrado por el esfuerzo que implica el primor del decorado, relieve de encaje obtenido sobre la dura consistencia del material.

Para conseguir este efecto los Jesuitas acudieron a la cantera de su hacienda Yúrac, en Pintac, donde extrajeron una piedra dura y consistente, que permitió al artista labrar los detalles resistentes a la acción del tiempo. Fuera de la habilidad de sus manos de artista, el padre Deubler demostró sus conocimientos teológicos en el simbolismo desarrollado en los bustos de los apóstoles Pedro y Pablo con sus jeroglíficos correspondientes y en los Corazones de Jesús y María, representados sobre el dintel de las puertas laterales, que atestiguan la antigüedad de la fe y culto del pueblo quiteño a los Sagrados Corazones.




ArribaAbajo La Sala Capitular de San Agustín

En el tramo oriental del claustro bajo de San Agustín se halla la Sala Capitular, que mide 22,50 metros de largo por 7 de ancho. En el libro de gastos y recibos, correspondiente a los años de 1741 a 1761, consta la siguiente data relativa al Provincialato del padre Juan de Luna y Villarroel: «Gastamos en el General en bóvedas, retablos, hechuras, escañería, cáthedra, espejos, lámpara, hechura de Piscis, diademas de plata, misal, cuatro ornamentos, atril de plata, digo en su hechura y cuatro marcos que se añadieron, órgano   —420→   con todos los dorados y pinturas, seis mil trescientos diez y seis pies».

No consta el nombre de ningún artista; pero se ha consignado el del Mecenas que patrocinó la construcción. No hay convento ni monasterio que carezca de una sala de capítulo. Es un departamento que integra la organización de la vida monástica. La Sala Capitular está destinada a las reuniones oficiales de los religiosos que gobiernan la Provincia o de los conventuales que escuchan y reciben las órdenes de su Prelado. Para ello bastan los escaños y una tribuna. El mérito del padre Luna y Villarroel está en haber procurado que la Sala Capitular se convirtiese en un Salón artístico, por la talla de la tribuna coronada por una concha acústica, por el contorno de bancas sobrepuestas con los frentes y espaldares labrados en primoroso calado, por el retablo del Calvario que cubre todo el muro del testero y por el artesonado de entrelazados geométricos a base de círculos y elipses y medallones con lienzos, dispuestos en dos callejones paralelos, a lo largo de la techumbre, que remata con faldones decorados por una serie de santos y santas de la Orden Agustiniana.

La Sala Capitular se ha convertido en monumento nacional histórico, desde el 16 de agosto de 1809. En ese día los patriotas de Quito acordaron ratificar, en un ambiente conventual de religiosidad y arte, el primer grito de independencia, lanzado a la faz de América, el memorable diez de agosto. El 2 de agosto de 1810 se abrieron nuevamente las puertas de la Sala Capitular de San Agustín, para dar cabida en su cripta a los restos de los patriotas que sellaron con su sangre la primera acta de la libertad de hispanoamérica.




ArribaAbajoEl Carmen Moderno

El terremoto de 1698 azotó el Monasterio de Carmelitas de Latacunga, después de treinta años de fundado por el ilustrísimo señor   —421→   Alonso de la Peña y Montenegro. Para esa fundación habían precedido todas las formalidades de ley. Los moradores de Latacunga habían pedido, a través de la Audiencia, la licencia al Rey, para establecer en su ciudad el Monasterio Carmelitano. La cantidad exigida para llevar a cabo esa licencia fue de 50000 pesos. El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, encargado de verificar la efectividad de la oferta, encontró que los vecinos de Latacunga habían aportado la cantidad de 22750 pesos. Con el ánimo de realizar la fundación se comprometió el Prelado a proporcionar de sus rentas la suma de los veinte y siete mil doscientos cincuenta que faltaban, con las condiciones de que el nuevo Monasterio llevaría el nombre de Nuestra Señora de las Angustias, que el Obispo y sus sucesores ejercerían el patronazgo sobre el Monasterio y que la Comunidad haría celebrar perpetuamente ciento cuarenta misas anuales por el alma del donante y de sus parientes. Con estas formalidades se realizó la fundación el 8 de setiembre de 1669, llegando a ser «el mayor y mejor Monasterio e Iglesia que tenía todo el Obispado».

Destruido el edificio del Monasterio, las religiosas se trasladaron a Quito y el ilustrísimo señor Andrade y Figueroa las hospedó en el Carmen de San José. Desde el principio se tuvo el propósito de dotar a la Comunidad de Latacunga de casa independiente. Por lo pronto se arrendó para ellas la de don Pablo de Troya por la cantidad de doscientos pesos anuales. Quizás a esta situación precaria se deba el hecho de que las principales familias de Riobamba contribuyeran con sumas de dinero para obtener que las Carmelitas de Latacunga se establecieran en esa Villa.

Las Carmelitas tuvieron de su parte a los Obispos, lo que les valió su establecimiento definitivo en Quito, en el Monasterio que comenzó a llamarse el Carmen Moderno, en el que fueron vistiendo el hábito las hijas de las mejores familias de Quito y Riobamba. El 5 de setiembre de 1691 hizo la renuncia de sus bienes para profesar la madre María Magdalena Dávalos y Larráspuro. Vino a Quito con sus hermanas de hábito. Ella fue el aliciente   —422→   para la vocación de sus sobrinas Magdalena Dávalos Maldonado e Isabel Maldonado y Palomino.

El ilustrísimo señor Andrade y Figueroa donó a las religiosas de Latacunga las casas que había comprado en 2800 pesos, «para el hospicio o convento que se pretende fundar en esta ciudad» de Quito. Bajo la dirección del presbítero Diego Suárez se construyó el primer tramo de claustros, a donde se trasladaron las religiosas en 1706. Más tarde, en 1723, el ilustrísimo señor Romero compró a don Alonso Maldonado unas casas para integrar las dependencias del Monasterio. Su sucesor el ilustrísimo señor Pérez y Armendáriz se empeñó en llevar a cabo la construcción de la iglesia y el segundo tramo de claustros, para el que compró el 26 de agosto de 1743 unas casas a don Pedro Enríquez. Un dato de la crónica del Monasterio consigna escuetamente: «En el año de 1745 se estrenó la iglesia. El 6 de junio de 1746 se estrenó el Sagrario y el púlpito del señor Obispo don Andrés Paredes y Armendáriz, a cuyas expensas se hizo la iglesia. Murió el 23 de julio de 1745».

La ubicación del Monasterio y su construcción sucesiva en sitios de casas particulares influyeron, a no dudarlo, en la estructura arquitectónica. Los dos tramos de claustros son reducidos pero de una unidad perfecta. En sus dependencias se han ido formando una colección de obras de arte, allegadas por las religiosas. Como recuerdo de Latacunga conserva en la sala de recreo un lienzo de la Inmaculada con San Ildefonso y San Lorenzo a los pies. La tradición atribuye a esta imagen el aviso de que se pusieran a salvo las religiosas, que de hecho no murió ninguna. Se ha destinado también toda una sala al Belén o Nacimiento, donde se han consignado excelentes ejemplares del Folklore popular, grupos escultóricos de los misterios gozosos del rosario y una colección de la antigua cerámica, establecida en el tiempo de Diguja. En la iglesia se destaca el magnífico retablo, en cuyo nicho central se halla la imagen de la Virgen del Carmen, labrada por Magdalena Dávalos, que al vestir el hábito tomó el nombre de sor María Estefanía de San José. En el muro del Presbiterio   —423→   del lado de la Epístola se exhibe la efigie en actitud orante del Obispo Paredes y Armendáriz. En el Monasterio tomó el hábito del Carmen una discípula de Nicolás Cabrera, sor Ángela de la Madre de Dios Manosalvas, quien dio las primeras lecciones de pintura a su sobrino Juan Manosalvas.




ArribaAbajo Capilla del Hospital

Obra del siglo XVIII es también la Capilla del Hospital, fundada en 1565 por el primer Presidente de la Audiencia don Hernando de Santillán. El Hospital consta de dos tramos ordenados, al estilo de los conventos, con cuadro de claustros altos y bajos. En la esquina que da al arco de la Reina, se levantaba la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, de cuyo recuerdo no ha quedado más constancia que una inscripción lapídea que dice: «Acabose esta capilla de Nuestra Señora de los Ángeles a 14 de setiembre, año de 1682, siendo Mayordomo Joseph de Luna y Diego Ruiz, sus esclavos».

Con el Presidente de la Audiencia Francisco López de Castillo vinieron de Lima los religiosos betlemitas, que se hicieron cargo de la dirección del hospital el 6 de enero de 1706. Desde entonces comenzaron a reconstruir el edificio y a levantar la capilla, que quedó concluida ya en 1779. La capilla tiene un pequeño atrio con pretil de piedra. La fachada también lapídea exhibe sobre el dintel de la puerta una tarjeta con un relieve representativo del Nacimiento, propio de los belermos. A los lados de los muros se destacan retablos barrocos que enmarcan un solo nicho, los seis de igual tamaño, pero de factura variada y los dos, que responden a los trazos del crucero, de tamaño mayor, mas también de un solo nicho. El retablo central es de cuerpos sobrepuestos, a base del estilo barroco, caracterizado por las columnas salomónicas. En el nicho superior aparece el cuadro tradicional de Nuestra Señora de los Ángeles, es decir, la Virgen del Rosario con Santo Domingo y San Francisco a sus plantas.

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Como muestras de imaginería colonial, se han conservado la estatua de Santa Rosa de Lima, una sedente del Corazón de Jesús y el grupo del Calvario. También es notable el púlpito como ejemplar de arte.




ArribaAbajo El Hospicio

El ilustrísimo señor Juan Nieto Polo del Águila comenzó en 1751 la construcción del edificio que es hoy el Manicomio. Estaba destinado a casa de ejercicios como obra pía con fondos propios. Como para una fundación de esta clase se requería la licencia del Rey, el Obispo acudió al Monarca en carta del 2 de mayo de 1753. La respuesta fue el reconocimiento del hecho, pero la negación de la pretendida licencia. El terremoto de abril de 1755 destruyó la casa del noviciado de los jesuitas. En consecuencia, el ilustrísimo Nieto Polo del Águila, de acuerdo con el Presidente de la Audiencia, cedió la casa de ejercicios a la Compañía para residencia de los estudiantes. Ahí permanecieron hasta la expulsión, realizada en agosto de 1767.

Por orden de Carlos III se había destinado uno de los edificios de los Jesuitas expulsos a Hospicio de pobres y establecimiento de Caridad. Al Presidente García de León y Pizarro tocó el cumplimiento de esa disposición del Rey. De este modo la antigua Casa de Ejercicios se convirtió en Hospicio de Jesús María y José, bajo el Episcopado del ilustrísimo señor Blas Sobrino y Minayo, cuyo retrato se exhibe a la entrada del actual Manicomio.




ArribaAbajoEl Tejar

En una cédula firmada por el rey Fernando VI el 17 de setiembre de 1754, se consignaba el dato de que el 2 de julio de 1748 se había recibido en la Corte una petición acompañada del   —425→   respectivo informe, de parte del padre Francisco Bolaños, quien solicitaba la debida licencia para construir una recolección en la Ermita que los Mercedarios poseían en el sitio denominado El Tejar. Obtenido el permiso, el padre Grande, llamado así por su notable altura, emprendió la construcción de la recoleta del Tejar, que puso bajo el patrocinio de San José. La obra se hizo de limosnas, recogidas por los padres Pedro Yépez y Salvador Saldaña, que en su recorrido portaban la imagen de Nuestra Señora denomina de La Peregrina.

En la fábrica de los claustros y la iglesia se gastaron más de 40000 pesos, allegados por conceptos de limosnas, las cuales se emplearon también en dotar al convento de una copiosa librería. Para decorar los claustros fue comprometido el pintor Francisco Albán, quien desarrolló escenas de la vida de San Pedro Nolasco.

Junto al Tejar se llevó a cabo la construcción de una Casa de Ejercicios, gracias al empeño de don Manuel Hipólito Pacheco. A falta de los Jesuitas, esta casa del Tejar sirvió de lugar de cita para los ejercicios anuales en encierro. Ahí se han conservado la serie de lienzos en que el pintor Francisco Albán interpretó los temas que eran objeto de las predicaciones de ejercicios ignacianos. Al pie de cada cuadro se ha hecho constar el nombre de los ejercitantes que los costearan. Fueron ellos dos Nicolás Pacheco, 1760; don Francisco Javier Saldaña, 1760; doctor don Gregorio Freire, canónigo, 1763; don José de Izquierdo, 1763; don Gregorio Alvear y Verjuste, 1764 y don Cayetano Sánchez de Orellana, 1764.




ArribaAbajoCamarín del Rosario

Don Pablo Herrera en sus Apuntes Cronológicos consigna, para el año de 1732, el siguiente dato referente al Camarín de Nuestra Señora del Rosario. El 3 de abril concedió el Cabildo cuatro varas de la parte de la calle pública, que va de Santo Domingo a la Loma, para que se formase un Camarín para la Santísima   —426→   Virgen del Rosario. Jacinto González fue el Mayordomo de la Cofradía de esta santa Imagen, que hizo la solicitud. Previa la vista de ojos de don Francisco Javier de Piedrahita, Alcalde del primer voto, el Ayuntamiento concedió la licencia solicitada124.

La construcción corrió a cargo de la Hermandad de los Veinticuatros de Nuestra Señora del Rosario. En el libro de actas y en el de cargos y descargos de la Cofradía, constan las datas de los gastos que se hicieron en la obra del Camarín. El nombre de Bernardo de Legarda se consigna repetidas veces entre los Cofrades, recolectores de limosnas. A él se debe probablemente el plano y la decoración del interior del Camarín.




ArribaAbajo Iglesia de El Belén

La Iglesia parroquial de El Belén tiene un historial remoto, que se remonta a la infancia de la ciudad. Desde el año de 1546, en que se dio la batalla de Iñaquito, surgió en el sentimiento del pueblo el recuerdo tradicional de ese hecho memorable, que se tradujo en la erección de una ermita de piedra, a la cual se bautizó con el nombre de Humilladero de Santa Prisco. La Audiencia la tomó bajo su patronazgo y mandó erigir una capilla, un recuerdo del desventurado virrey Núñez Vela y de cuántos murieran con él en la batalla. Hasta el año de 1597 estaba servida por el párroco de San Blas. En esa fecha el ilustrísimo señor López de Solís elevó la primitiva ermita en parroquia con la advocación de Santa Prisca.

No lejos del Humilladero de Santa Prisca había otra ermita, que recordaba la primera misa que se celebró en Quito en la fundación de la ciudad. Creada la parroquia, los comerciantes se interesaron en establecer el culto de la Santa Cruz, en el sitio de   —427→   tan grato recuerdo a los quiteños. El 3 de mayo de 1612, día de la invención de la Santa Cruz, colocaron, bajo doseles, una cruz de madera, que dio ocasión a que desde entonces comenzara a llamarse el Humilladero de la Vera Cruz. Para este acto consiguieron previamente del Cabildo la adjudicación de un solar, a donde condujeron la Cruz desde el templo de San Francisco, «a repique de campana, con cruces y pendones, ceras encendidas y música entonada, acompañada de otras Órdenes Religiosas», además de la de San Francisco. Una vez en el sitio de la ermita de la Vera Cruz, celebró Misa cantada el canónigo García de Valencia. Desde entonces se volvió célebre la Ermita de la Vera Cruz, a que hace referencia Rodríguez de Ocampo, en su Relación de 1650, donde afirma que «cada viernes de los cuaresmales se les predicaba (a los indios) en la Ermita de la Cruz, extramuros, a donde concurría numerosa gente y en particular el viernes de la dominica in passione, que iba más de seis mil personas, indios en procesión, con pasos de la Pasión».

Durante el siglo XVII la Ermita de la Cruz estuvo algún tiempo a cargo de los padres Agustinos y también de los Mercedarios, que trataron de fundar ahí una Recolección. Entre 1694 y 1697 se llevó a cabo la construcción de una Capilla por orden del ilustrísimo señor Andrade y Figueroa, a cuenta del cura de Santa Prisco. Esta edificación duró hasta el año de 1787, en que el presidente Villalengua y Marfil la reemplazó con la iglesia de El Belén que existe hasta el presente. Para perpetuar la memoria de este hecho, el Presidente mandó grabar en una placa de mármol el texto de una leyenda, que recuerda la dedicación de la Capilla a la evocación de la Primera Misa que se dijo en Quito al fundarse la ciudad. Para dar continuidad al culto, consiguieron los padres Agustinos que se les adjudicase mediante inventario. Pero no bien se hicieron cargo, interpuso reclamo judicial el doctor José Aispuro, cura de Santa Prisca. El desenlace de este pleito hicieron constar los Agustinos en la siguiente data: «El sitio de la Cruz llamado hoy la Alameda, cuyo derecho recobró el Maestro   —428→   López, lo perdió el Maestro Paredes. Ganó el doctor don José Aispuro cura de Santa Prisca, porque quemó los títulos sacándoles de la Secretaría de don Luis Cifuentes».

En la iglesia del Belén se venera hoy la imagen del Señor de los Remedios y al fondo se destaca la imagen del Crucifijo, integrante del grupo del Calvario, atribuido a la gubia de Caspicara.




ArribaAbajoUrbanismo Quiteño Colonial

Tres factores han intervenido de consuno a caracterizar la urbanística de Quito Colonial: el paisaje, la religión y el arte. Fundada la ciudad a las faldas del Pichincha, este monte desahogó su lava hacia el poniente y ocultó la vista de sus picachos abruptos, anteponiendo al levante la muralla de Cruz loma. En cambio, a la ciudad que se albergó en su seno le proporcionó una chorrera de agua y una cantera de piedra, para obligarle a rellenar sus quebradas e impedir en la urbe los rasgos de la fisonomía adusta del indio Rumiñahui.

La altura de 2800 metros y la cercanía a la línea equinoccial determinaron las condiciones de un clima propicio a la vida y la salubridad de los habitantes. Sin los extremos del frío ni el calor el ambiente es tolerable, aún más, agradable a los moradores, cuyo corazón se adapta fácilmente a las exigencias de una respiración normal. El cambio de estaciones se limita al verano y al invierno, con ligeros matices otoñales y de primavera, que han influido en la regulación de la agricultura.

Esta situación geográfica ha permitido a Quito, más que el goce de un paisaje, el placer de un panorama. La urbe se clausura en un contorno de collados con perspectivas de horizontes lejanos que dejan ver las cimas nevadas de las avenidas de los volcanes andinos. El sol ecuatorial, que es el protagonista del paisaje y panorama, acaricia con su luz y destaca el colorido natural tan sólo al levantarse y al ponerse: la mayor parte del día deshace con su   —429→   claridad la cromática de los detalles para dar relieve a la masa tectónica de las montañas y a la mancha oscura de los bosques. En este suelo desigual y resquebrajado se hizo la traza de la urbe, aprovechando al principio de la estrecha superficie que de poniente a levante habían respetado las quebradas. Durante los siglos XVI y XVII se levantaron, en extensos emplazamientos, los conventos e iglesias de la Catedral, San Francisco, la Merced, Santo Domingo, San Agustín y la Compañía y de los Monasterios de Santa Clara, la Concepción, Santa Catalina y el Carmen de San José, que ocuparon el núcleo central de la ciudad, con las parroquias urbanas de Santa Bárbara, San Blas, San Marcos, San Sebastián y San Roque. Fue también la época de construcción de acueductos, de arcadas y muros de contención de rellenos y cimentaciones, de graderías y puentes. En torno a estos bloques conventuales se fueron edificando las casas civiles y constituyendo los barrios, bautizados con el nombre de los Fundadores de las Órdenes Religiosas y los santos titulares de las parroquias. De este modo, sin premeditación, Quito resultó una urbe monumental de color gris y brumo, con la pátina asumida por las piedras procedentes del Pichincha.

Durante el siglo XVIII la urbe cerró el cerco de su clausura de ambiente conventual. Al norte, la iglesia del Belén señalaba la división entre la ciudad de la colonia y la nueva, abierta al porvenir. Hacia el mediodía el montículo natural del Panecillo vio levantarse a las faldas del Yavirac la Casa de Ejercicios convertida luego en Hospicio. La Recolección de El Tejar indicaba al poniente el término de la población urbana. Al levante se hundía el cauce del Machángara, para desagüe y cloaca, sin más servicio de sus aguas que dar vida a los molinos.

Dentro de este medio austero se desarrollaron las Bellas Artes con profusión casi inverosímil. Cofradías, Prelados y devotos acaudalados patrocinaron a los artistas que cubrieron de retablos las naves de los templos, labraron imágenes para los nichos e interpretaron en lienzos los motivos del culto.

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Cabría suponer que en un ambiente de austeridad casi conventual se desarrollaría el elemento humano con un ritmo lento de seriedad ascética. Sin embargo, la historia comprueba todo lo contrario. En torno a los muros monacales se ha movido una ola popular, que acudía ciertamente al templo para desahogar su piedad en fiestas y procesiones, pero también recurría a las armas como un deporte colectivo y tomaba parte en regocijos de estudiantes. La Madre Patria hubo de registrar escenas que caracterizaban al pueblo quiteño. La batalla de Iñaquito, la revolución de las alcabalas, la reacción social contra los estancos, el primer grito de Independencia: hechos fueron que destacaron la fisonomía de un pueblo cuyo mestizaje conservó las notas inconfundibles de su procedencia étnica y cultural.

Al ponerse el sol de la Colonia, Quito quedó definitivamente estructurado en su urbanismo y en su valor histórico. Núcleo Central del viejo Reino de Quito, cabeza del Obispado y de la Audiencia, se convirtió en capital de la nacionalidad ecuatoriana. Dentro de un espacio limitado geográficamente en sus contornos y al través del tiempo, ha procurado conservar estables las huellas de las generaciones sucesivas, mediante el arte a servicio de la religión. La visión de los extraños, quizá más que de los propios, se complace en apreciar el esfuerzo de cada edad, para contribuir al desarrollo y configuración de la ciudad, cuyo pasado determina su presente. Quito centralizó la administración eclesiástica y política y se convirtió en un museo de arte religioso, pero irradió a las Provincias de la Audiencia el realce de su espíritu y su inquietud por la cultura.





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ArribaAbajo Capítulo XVII

Las Bellas Artes en el siglo XVIII


II.- Escultura



ArribaAbajo Retablos

Transición normal de la arquitectura a la escultura constituyen los retablos. En la construcción de un templo intervino, como gestor principal, un representante de la Iglesia, que financió los gastos y vigiló la dirección del arquitecto y la mano de obra de los albañiles. En la estructura de los retablos figuró, como factor eficiente, el mayordomo de una cofradía, que quiso dotar a la imagen de su advocación, de un altar propio, labrado por un artista de renombre. Las cofradías constituyen el testimonio de las devociones, que alimentaron la fe del pueblo y su sentimiento religioso. A través de ellas se pueden comprobar la evolución de los motivos del culto y el influjo que ejerció cada devoción en las generaciones sucesivas.

En 1735 el hermano tirolés Jorge Vinterer comenzó el trabajo del retablo mayor de la Compañía. Entre 1739 y 1743 se llevó a cabo tanto el labrado como el dorado del altar de nuestra Señora   —432→   de Loreto. Simultáneamente se dotó de retablo propio a Nuestra Señora de la Luz, cuyo culto propagó con fervor el padre José María Maugeri. Por el relato del padre Bernardo Recio se sabe que para 1752 estaba concluido el dorado de todos los altares de las naves laterales, incluso el mayor de la nave central.

En el actual archivo de la Casa de la Cultura se ha conservado el texto del contrato suscrito entre el padre Rector del Colegio de la Compañía y don Bernardo de Legarda, el cual se comprometió, el 28 de enero de 1745, a «Emprender la obra del dorado en el tabernáculo del altar mayor de la Iglesia de la Compañía de Jesús, con los calados y forros, desde la última columna hasta el arco toral, entrando las dos tribunas de los mismos dos lados; según y en la forma que se halla acabado de forrar dichos lados y altar mayor hasta la última copa, la ha de acabar de dorar y finalizarla la ha de entregar para el día y festividad del glorioso santo San Ignacio, patrón de dicho Colegio, que ha de ser el día treinta y uno de Julio [...] por la cantidad de seis mil pesos de a ocho reales»125.

Entre 1748 y 1751, el mismo artista Bernardo de Legarda labró el retablo mayor del templo mercedario, para cuya obra proporcionó el padre provincial fray Tomás Baquero, la suma de mil novecientos ochenta pesos, más doscientos tablones de a peso para los forros del altar mayor.

En la capilla franciscana de Cantuña funcionaban las Cofradías de Nuestra Señora de Dolores, adscrita a la Basílica Liberiana de Roma y la de San Lucas, Patrono del gremio de escultores, cuya imagen, labrada por el padre Carlos, retocó en dos ocasiones Bernardo de Legarda. Este mismo artista fue también el autor del retablo y del grupo del Calvario que se destaca al fondo de la Capilla.

Del siglo XVIII son todos los retablos que decoran los templos   —433→   de la Merced, del Sagrario, del Hospital y del Carmen Moderno.

En su testamento declaró Legarda que había recibido del padre dominico fray Domingo Terol la cantidad de doscientos pesos, «Que se le dieron para una mampara bajo del coro, para la que tenía aprontada madera» y los pedestales de piedra, obra que no llegó a realizar.

Fuera de estos trabajos realizados por Legarda, los demás retablos y obras de arte no han conservado los nombres de sus autores. De esos artistas anónimos del siglo XVIII el padre Juan de Velasco ha trazado una página de elogio, en su Historia Moderna del Reino de Quito. Con la advertencia de valorar los hechos como testigo ocular escribió lo siguiente: «Los mismos indianos y los mestizos, que son casi los únicos que ejercitan las artes mecánicas, son celebradísimos en ellas por casi todos los escritores. A la verdad tienen un particularísimo talento, acompañado de natural inclinación, y ayudado de grande constancia y paciencia, para aplicarse a las cosas más arduas que necesitan de ingenio, atención y estudio. No hay arte alguna que no la ejerciten con perfección. Los tejidos de diversas especies, los tapetes y alfombras, los bordados que compiten con los de Génova, los encajes y catacumbas finísimas, las franjas de oro y plata, de que un tiempo tuvo la ciudad fábrica, como las mejores de Milán, las obras de fundición, de martillo, de cincel y de buril, todas las especies de manufacturas, adornos y curiosidades y sobre todo, las de pintura, escultura y estatuaria, han llevado los reinos americanos, y se han visto con estimación en Europa. No pocos de éstos se han hecho célebres y de gran nombre. Entre los antiguos, se llevó las aclamaciones de todos, en la pintura, un Miguel de Santiago, cuyas obras fueron vistas con admiración en Roma, y en los tiempos medios un Andrés Morales. Entre los modernos, que eran muchos, conocía varios que estaban en competencia y tenían sus partidarios protectores. Eran un maestro Vela, nativo de Cuenca, otro llamado el Morlaco, nativo de la misma ciudad,   —434→   un Maestro Oviedo, nativo de Ibarra, un indiano, llamado el Pincelillo, nativo de Riobamba, otro indiano joven, nativo de Quito, llamado el Apeles; y un Maestro Albán, nativo también de Quito. Varias pequeñas obras de este último, y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por los Jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero sí con grande admiración, pareciendo increíble, que puedan hacerse en América cosas tan perfectas y delicadas. Para hacer juicio de la escultura, sería necesario ver con los ojos los adornos de muchas casas, pero principalmente las magníficas fachadas de algunos templos, y la multitud de grandes tabernáculos o altares en todos ellos. Soy del dictamen, que aunque en estas obras se vean competir la invención, el gusto y la perfección del arte, es, no obstante, muy superior la estatuaria. Las efigies de bulto, especialmente sagradas, que se hacen a máquinas, para llevar a todas partes, no se pueden ver, por lo común, sin asombro. En lo que conozco de mundo, he visto muy pocas como aquellas muchas. Conocí varios indianos y mestizos, insignes en esta arte; más a ninguno como un Bernardo Legarda, de monstruosos talentos y habilidad para todo. Sus obras de estatuaria, me atrevo a decir que pueden ponerse sin temor en competencia de las más raras de Europa»126.

El siglo XVIII fue el de la floración de los retablos, con las características propias del barroco. A propósito del término barroco, es necesario antes precisar su sentido, para luego aplicar y explicar las modalidades del barroco quiteño.

La palabra Barroco fue introducida por los escolásticos para señalar una forma alambicada del silogismo. En este sentido Juan Luis Vives ridiculizó a los profesores de París, llamándolos sofistas en barroco y baralipton. Con este significado peyorativo, Benedicto Croce aceptó el término barroco y aplicó a las Bellas Artes como sinónimo de mal gusto, de fealdad estética, en contraposición al orden y armonía del estilo clásico.

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Enrique Wölfflin extendió el alcance del término barroco al campo de la Literatura y significó con él un sentido de penetración emotiva, de fuerza dinámica, de exuberancia figurativa, en contraste con el ritmo de mesura, de orden lógico y de limitación directiva, que caracterizan al estilo clásico. Tratando de definir esta visión ideológica, estableció categorías fundamentales que contrastan los estilos clásico y barroco; frente a lo lineal, lo pictórico; a la superficie, lo profundo; a la forma cerrada, la forma abierta; a la unidad, la pluralidad; a la claridad nítida, la claridad ambigua.

El término barroco ha tomado hoy carta de ciudadanía en la cultura. Su sentido, más o menos definido, se ha aplicado a todas las Bellas Artes. Su influjo se ha advertido en las épocas más diversas. Expresa una visión peculiar del mundo y de la vida: un dinamismo realista, una tendencia a la expresión vital. Eugenio d'Ors, en su estudio sobre el barroco ha formulado las siguientes conclusiones: 1.ª El barroco es una constante histórica, que se encuentra en épocas y regiones distintas; 2.ª Es un fenómeno que interesa, no sólo al Arte, sino a toda civilización; 3.ª Su carácter estético es normal; y 4.ª Lejos de proceder del estilo clásico, se opone a él como modalidad de categoría nueva. Como constantes formales, se le asignan las notas de multipolaridad y de continuidad en el espacio y en el tiempo.

En el proceso evolutivo del barroco quiteño, que floreció en el siglo XVIII, cabe anotar los primeros pasos en las fachadas de los templos y retablos del siglo anterior, que aceptó en la estructura lógica y elegante de los órdenes clásicos, el arqueo del entablamiento a la mitad y al remate, sin modificar mayormente los cánones de la arquitectura del renacimiento.

El segundo paso se advierte en una función puramente decorativa, en que echa mano, por lo general, de la técnica del estucado. En el retablo mayor de San Francisco se ha aprovechado del zócalo para representar, en relieve de madera, las figuraciones de los cuatro evangelistas. En el templo de Guápulo el barroco   —436→   estucado se aplica a las pilastras y al friso para destacar los elementos arquitectónicos. Pero donde desarrolla esta modalidad barroca la riqueza de su morfología es en el templo de la Compañía. Ahí ha cubierto las pilastras, los frisos, los arcos y las bóvedas de modelados, a base de figuras geométricas, de reminiscencia mudéjar. La característica de este barroco es ser puramente decorativo, es decir, que respeta las estructuras a que se aplica. La impresión que causa a primera vista el templo de la Compañía es de una unidad perfecta, en que la decoración pone de relieve la armonía arquitectónica. En la Capilla del Rosario se han cubierto también los arcos y los vacíos intermedios de figuras geométricas, labradas en madera, en que el fondo rojo contribuye a resaltar las líneas doradas.

La fachada de la Compañía delata la transición del barroco puramente decorativo al barroco caracterizado como estilo independiente, que asume el apoyo, columna o pilastra, como elemento propio de expresión. Los tres pares de columnas salomónicas; que dialogan con la dirección de sus espiras; tienen personalidad definida, recuerdan a las de Bernini y sirven de punto de partida a las que se prodigarán, como flora de un bosque, en los retablos de los templos quiteños. El esfuerzo que informó de dinamismo a la dura piedra modelará a su placer la suavidad del cedro, para imprimir en los fustes de los apoyos toda la variada riqueza de la fantasía decorativa.

En los retablos mayores de la Compañía, la Merced; el Hospital, el Carmen Moderno, puede decirse que el barroco, a pesar de su alarde ornamental, guarda un respeto por las formas arquitectónicas de fundamento clásico. Las líneas horizontales del zócalo y los entablamentos sobrepuestos no se rompen con las líneas verticales que trazan las columnas, con su basa y capitel, por lo general corintios.

El barroco desarrolla todos lo recursos de su dinamismo en los retablos pequeños, destinados al culto de un santo de advocación particular. Hasta el nivel de la mesa del altar obedece a la   —437→   exigencia del zócalo, en que no pocas veces se inicia ya el ritmo de la vitalidad ornamental. A partir de esta base, el nicho central dirige el compás del movimiento decorativo. En torno al nicho se alzan las columnas hasta el remate, con realce de profundidad, para sostener variedad de frontones, decorados como doseles. Diríase que un aire vital empuja hacia afuera la estructura total del retablo en un afán de milagro de equilibrio de todos sus componentes.

Ante la dificultad de describir todas las modalidades que utiliza el barroco en los retablos quiteños del siglo XVIII, bastará caracterizar las variantes que introdujo en el fuste de las columnas, que es donde desarrolló sus alardes decorativos. No pocas veces sobre el fuste cilíndrico añadió simplemente relieves decorativos, a base de caprichosas figuras, que cubrieron un tercio o toda la columna, al modo del barroco estucado.

Algunas veces imprimió en el fuste estrías como líneas ondulantes; dentro de las verticales extremas; o líneas en juego de zigzag, cual fuelle de acordeón, que dio un perfil dentado a todo el fuste del apoyo.

La caracterización más esencial se inició con el fuste helicoidal o salomónico, de cinco o siete espiras, según las exigencias de la estructura del retablo. No fue ya una simple añadidura decorativa. El fuste torcido en espirales entrañó un movimiento de levedad ascensional, propio del culto religioso. A veces fue la columna de simples espiras sin adorno. Otras como en las de la fachada de la Compañía, con estrías en el tercio intermedio del fuste. Las más de las veces se cubrió las espiras de ramas de vid con sus hojas y racimos de frutas, como en los retablos de las naves del templo jesuítico. No faltó la ocurrencia de sobreponer a una espira el pelícano que sostiene en el pico una rama de la vid que rodea todo el fuste, como en el retablo de la antigua capilla de San Fernando y en el de San Francisco de Paula en el templo de San Francisco. En este mismo templo, en la Capilla del Santísimo, se advierten unas columnas, cuyo fuste está formado de anillos   —438→   sobrepuestos y esferas caladas y encima una suerte de pilastras que sugieren los soportes llamados estípites. Alguna rara vez el fuste se convierte en el busto de un ángel que soporta el capitel corintio.

El primor de los labrados ha debido contar, por una parte, con la generosidad económica de las Cofradías y por otra, con la habilidad de los artistas que acariciaron con su gubia la madera hasta convertirla en la finura de los adornos.




ArribaAbajo Bernardo de Legarda

Al barroco quiteño de los retablos va ligado el nombre de Bernardo de Legarda; a quien calificó el padre Velasco como hombre «de monstruosos talentos y habilidad para todo». En Legarda se repite el caso de Miguel de Santiago. Desde su primera obra firmada hasta la fecha de su muerte, el artista prodiga su labor, ganando para la escultura la palma del triunfo.

En 1731 hizo de prioste de la fiesta de San Lucas, patrono del gremio de escultores y pintores. Con esta ocasión retocó por primera vez la imagen del santo Evangelista, que había labrado en el siglo anterior el padre Carlos. En 1734 talló la imagen de la Inmaculada, para el nicho central del retablo de San Francisco. El 7 de enero de 1745 firmó con el padre Rector de la Compañía un contrato, por el cual se obligaba a dorar el tabernáculo del retablo mayor. En 1746 decoró la media naranja de la cúpula del Sagrario. Entre 1748 y 1751 trabajó el retablo mayor del templo de la Merced. En 1754 actuó como perito para hacer el inventario y tasación de los bienes que dejó doña Francisca Pérez Guerrero y Peñalosa, viuda de don Joaquín Gómez Lasso de la Vega. En 1762 era síndico de la Cofradía de San Lucas, cuya imagen volvió a retocar para la fiesta de ese año. En 1767 se comprometió con el padre Domingo Terol para hacer una mampara bajo el coro del templo de Santo Domingo. El 29 de mayo de 1773   —439→   dio poder a don Antonio Romero con instrucciones escritas para que otorgara su testamento. En el registro de fallecidos de la parroquia del Sagrario se hizo constar la siguiente data: «En 1 de junio de mil setecientos y setenta y tres años, acompañó la cruz alta de esta Iglesia hasta el Convento Máximo, de San Francisco al cadáver de don Bernardo Legarda, soltero. Recibió los santos sacramentos y dio poder para testar ante don José Enrique Osorio, Escribano de Provincia, de que doy fe.- Doctor don Cecilio Julián de Socueva». Al margen de esta data se ha consignado la nota que sigue: «Dignus aeterna gratitudine apud omnes cujusque status Nomines», es decir: «Digno de eterna gratitud ante todos los hombres de cualquier estado».

Aunque en la partida de defunción se hizo constar que era soltero, Legarda casó muy joven con Alejandra Velázquez, a la cual abandonó por haber ella faltado a la fidelidad del matrimonio. El vacío de este afecto lo llenó con el arte, al que consagró todas sus energías. Tampoco echó de menos los alicientes del espíritu familiar. Para sus atenciones personales contó con los servicios cariñosos de sus hermanas Getrudis y Juana de Jesús. Además su hermano Juan Manuel, casado con María Eusebia Velázquez, tuvo por hijos a Mariano de Jesús, religioso franciscano, Ana María de Legarda, María Micaela, María Francisca, María Bernarda y María Josefa de Legarda. Se explica que en este ambiente, lleno de gracia femenina, hallara el artista los modelos para sus imágenes, que se distinguen por su delicadeza y su ternura. Legarda guardó entrañable afecto para todas sus sobrinas. A cada una de ellas dejó cien pesos en su testamento, aclarando que algunas habían sido sus ahijadas.

Por lo demás, Bernardo y Juan Manuel estaban unidos no sólo por el vínculo de sangre, sino por la habilidad artística. Los dos se completaban en las obras de artesanía y tenían sus casas en la inmediación de San Francisco. Basta reparar en la enumeración de bienes, que uno y otro hicieron en su estamento, para darse cuenta de las labores en que cada uno se ocupaba. Juan   —440→   Manuel dictó su última voluntad el dos de marzo de 1773, es decir, tres meses antes que su hermano Bernardo. En la lista de sus teneres enumeraba aquél lo siguiente: «yunques de fierro, tornillo inglés de herrerías, organito de flautas de madera que está por acabar, y otro de seguiñuela, mesa de azogar espejos, cantidades de azogue, metal de estaño de azogar, lunas de vidrieras finas, mesas de tirar hojas de estaño, mesas para biselar cristales y de tornear piezas redondas, tórculo para imprimir estampas, tablón y varas de cedro, alambique con su cabeza corriente, romana con su pilón, balanzas grandes y pequeñas, libras de alambre de fierro, cobre y latón; machos de herrería de mayor a menor, tachuelas, ampolletas de cristal, herramientas de platería con tijeras de cortar metal, escoplos, limas, compases, punzones, tenazas, alicates, cinceles y otras cosas de dicha herramienta; cepillos de carpintero y de cepillar metal, cribillo de hacer munición, fierros de cauterios, moldes de hacer óvalos, sierras grandes y chicas, barra, azadón, hacha, machete, pala, palustre, pailas, libras de bermellón y carmín de grana, cantidades de cena de varios colores, hojas de azogar, hojas de estaño cepilladas, dos claves por acabar»127, etc.

Bernardo de Legarda, a su vez, enumeró entre sus bienes, «cuatro lienzos, uno del Nacimiento, otro de la Adoración de los Reyes, otro de la Degollación de los Inocentes y otro de Nuestra Señora de los Dolores, y unos sobrepuestos de bronce, dos flautas y un diamante de cortar espejos», que debían entregarse al padre Domingo Terol. Además, «seis espejos que tenía en el oratorio, cosa de treinta corazones de cristal», que pertenecían a don Mariano Ubillus. Asimismo declaró que el oidor don Serafín Veyán le debía «la hechura de una cajuelita o estuche». También ordenó que se entregasen al doctor Javier Madrid, «una imagen pequeña de marfil de Nuestra Señora del Rosario, un Niño, un marquito de cristal y unas molduras de espejo de cuadros». Hizo   —441→   constar, además, «que los Señores Oficiales Reales de la Real Caja, debían de resto alguna cantidad por la hechura de ocho cureñas, hechuras de plomo, paileros y tacos». Aclaró que dejaba inconclusa una imagen de Nuestra Señora del Quinche, que había mandado labrar don Tomás Hernández Salvador. Deudor suyo era, por el contrario, don Joaquín Tinajero por «seis espejos con marco de cristal, unas figuritas de Nacimiento, un cuadro de la Degollación de los Santos Inocentes con moldura y una cabeza de San Antonio». Mencionó también, como bienes, «dos bruñidores de pedernal, engastado el uno en latón y lata y una batea de amoldar». De San Francisco había obtenido una paja de agua, del remanente que salía a la plaza, comprometiéndose por ello a restaurar las pinturas del claustro. Como inquilinos de su casa, ocupaban tiendas un pintor y el carpintero Juan Benavides.

Por lo visto se concluye que los hermanos Legarda tenían talleres de artes y oficios. En sus oficinas de trabajo se construían órganos, se labraban retablos, se hacían marcos, se tallaban imágenes, se pintaban cuadros, se imprimían estampas, se modelaban frontales y mariolas y se acuñaban cureñas. A ellos acudía toda clase de clientes, desde los Oidores hasta los curas y religiosos.

Bernardo de Legarda, por su fama de artista, por su carácter comunicativo, por su profundo sentido religioso, ocupaba un puesto social de distinción. En el gremio de escultores y pintores llegó a ser síndico en 1762, año en que renovó la imagen de San Lucas «a su costa a que concurrieron siendo priostes en otros años don Luis Basco, don Victorio Vega, don José Cortés y don Joseph Riofrío, con diadema de plata, brecha y tienta, todo lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata».

Donde hubo de alternar con la buena sociedad de Quito fue en la Cofradía de los veinticuatros del Rosario, establecida en Santo Domingo. En el Libro Nuevo de Recibo de la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, abierto en abril de 1769128, se   —442→   hace constar el nombre de Legarda entre los señores y señoras Veinte y Cuatros. Basta enumerar algunos de ellos para darse cuenta del ambiente en que se movía el artista. Entre los cofrades figuran el señor Marqués Deán, el señor Comisario doctor Cayetano Sánchez, el Conde Selva Florida, el Marqués de Villarrocha, el Marqués de Villa Orellana, el sargento mayor Diego Donoso, el capitán de caballería don Mariano Ubillús, don Bernardo de León, el doctor Nicolás Carrión, etc. Entre las Cofrades se anotan la señora Marquesa de Villa Orellana, la Marquesa de Villarrocha, la Marquesa doña Isidora Sánchez, doña Ignacia Chiriboga, doña Francisca Borja, doña Luisa y doña Catalina Vélez de Larrea, la Condesa Mariana Sánchez, etc.

Los cofrades tenían sus sesiones mensuales y cada año elegían su Directorio. Designaban a los más representativos para que pidieran limosna los sábados. Entre estos figura varias veces el nombre de Bernardo de Legarda, como también en las sesiones en que se acordó la construcción y decorado del Camarín de la Virgen. Acto central de la Cofradía era la Procesión de la Soledad de la Virgen, que se realizaba el Viernes Santo. En el Libro de actas de los Veinticuatros se ha consignado, con acopio de detalles, la organización de este desfile religioso, seguramente el más piadoso y pintoresco, que se repitió cada año hasta la prohibición liberal.

El artista, en el poder que confirió para otorgar su testamento, ordenó que «se lleve su cuerpo difunto a la iglesia del Convento Seráfico, donde será sepultado en la bóveda del altar de Nuestra Señora de la Concepción, por ser su síndico actual, sin pompa ni vanidad».

Legarda fue el imaginero que prodigó la efigie de la Inmaculada por satisfacer precisamente la devoción franciscana a este privilegio de la Virgen.

En la enorme personalidad de Legarda se armonizaron el sentimiento místico y el estético, bajo el signo del barroco. A su sensibilidad artística se le ofreció simultáneamente la visión del   —443→   retablo con la imagen que guiaba el compás de los detalles. Una suerte de lirismo trascendía a sus manos, que labraban las espiras de los fustes y las cubrían de caprichosa flora con racimos de uvas y quebraban las líneas de los frotones, para enmarcar el nicho de la imagen, animada también ella de un aire de ágil dinamismo.

No cabe dudar de la sinceridad y emoción religiosas de Legarda. Pero como artista imaginero, él convirtió las naves de los templos en galerías de arte, en museos de arte religioso. En las obras de Legarda sobresalen quizá la belleza y el valor decorativo, sin menoscabo, desde luego, de la emoción devota. Por temperamento se desempeñó mejor en las Inmaculadas en actitud de hollar con sus pies la cabeza de la serpiente, en las Vírgenes en ademán de vuelo, en los calvarios en que se representa a Cristo en el momento de agonía, en los grupos del Nacimiento con el episodio de la Adoración de los Reyes Magos.

Para apreciar como se debe la imaginería legardiana, precisará recordar los principios directivos de la Teología. Una imagen entraña, a la vez, el valor de forma y de signo. Bajo este doble aspecto ha sido defendido el culto a través de las imágenes, contra los ataques de los iconoclastas. La imaginería puede ser considerada también como testimonio de la fe de una generación y en este sentido cabe considerarla como un capítulo de sociología religiosa.

Cuando el imaginero es un verdadero artista religioso conjuga en su obra el sentimiento estético con el místico y produce imágenes, bellas por su forma y significativas por su expresión. Puede darse el caso, y es el de Legarda, que las imágenes por sí mismas entrañen un valor estético que agrada como obra de arte y al mismo tiempo signifiquen el misterio que representan. Sin embargo, no debe ocultarse el hecho de que no hay imagen de Legarda que haya provocado la continuidad del culto, como ha sucedido con las imágenes de Diego de Robles. Aquí debemos simplemente observar que la Religión acepta el concurso del arte,   —444→   pero no permite que el sentimiento religioso esté a merced de la emoción estética.

En cambio, las imágenes de Legarda ofrecen un dato fehaciente de las devociones populares de mediados del siglo XVIII. Legarda fue el mejor intérprete del culto quiteño a María, en sus privilegios de la Inmaculada Concepción y de su Asunción al cielo. La Virgen sin mancilla, en actitud de aplastar la cabeza de la serpiente fue el tema favorito, que divulgó el artista, para satisfacer la demanda de los doctrineros franciscanos y de la gente devota. Se ha sostenido que esta forma de representación era original de Legarda. Pero es fácil comprobar que esta manera de figurar a la Virgen fue anterior a Legarda. El mismo Miguel de Santiago pintó a María Inmaculada, en actitud de la mujer del Génesis y de la Apocalipsis, que quebrantaba la cabeza del dragón Legarda, al interpretar el tema, supo informar a la imagen de una gracia y dinamismo, propios de su temperamento finamente artístico. También el Tránsito de la Virgen, fue un motivo que desarrolló Legarda con encanto singular. La esencia misma del misterio exigía representar a María en ademán de vuelo. En su testamento aludió también a la escena del Nacimiento, con su cortejo de pastores o de Reyes Magos y las figurillas del costumbrismo quiteño dieciochesco.

Legarda consiguió que el fiel de la balanza se inclinara en el siglo XVIII del lado de la Escultura, en cotejo con la pintura: acaso porque fue un imaginero completo, pero más escultor que pintor.




ArribaAbajoCaspicara

El sucesor de Legarda, en el arte de la imaginería fue Manuel Chili, conocido con el nombre popular de Caspicara. Su nombre auténtico no lo hemos encontrado, sino grabado en letras de molde al revés de una tabla, sobre la que había tallado un Niño Dios   —445→   dormido. Caspicara es un artista viviente en sus obras; caracterizadas por la finura de sus expresiones y la delicadeza en los detalles.

Espejo, su contemporáneo, trazó su elogio en el célebre discurso dirigido a la Sociedad de la Concordia: «Podemos decir, escribió en 1791, que hoy no se han conocido tampoco los principios y las reglas; pero hoy mismo veis cuánto afina, pule y se acerca a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre el mármol y la madera, como Cortez sobre la tabla y el lienzo. Estos son acreedores a vuestra celebridad, a vuestros premios, a vuestros elogios y protección. Diremos mejor: nosotros todos estamos interesados en su alivio, prosperidad y conservación. Nuestra utilidad va a decir en la vida de estos artistas; porque decidme, señores, ¿cuál en este tiempo calamitoso es el único, más conocido recurso que ha tenido nuestra Capital para atraerse los dineros de las otras provincias vecinas? Sin duda que no otro que el ramo de las felices producciones de las dos artes más expresivas y elocuentes, la escultura y la pintura. ¡Oh! ¡cuánta necesidad entonces de que al momento elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara los empeñe la Sociedad al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos, y al de la perpetuidad de su nombre! Paréceme que la Sociedad debía pensar, que acabados estos dos maestros tan beneméritos, no dejaban discípulos de igual destreza y que en ellos perdía la patria muchísima utilidad: por tanto su principal mira debía ser destinar algunos socios de bastante gusto, que estableciesen una academia respectiva de las dos artes».

Espejo habló de la escultura y la pintura, no sólo como valor estético, sino como fuente de ingresos. El arte quiteño era cotizado en las Provincias y de los talleres de Quito salían las imágenes para satisfacer las devociones de los pueblos de la Real Audiencia. De Caspicara se han conservado en Quito las imágenes de las Virtudes y el grupo de la Sábana Santa en la Catedral; el grupo del Tránsito de la Virgen en el nicho que se sobrepone   —446→   al de San Antonio en el templo de San Francisco; una Virgen del Carmen, un San José y una Coronación de María, que se exhiben en el Museo Franciscano; un grupo pequeño de la Sábana Santa, que se guarda en una vitrina del Museo Jijón y Caamaño; un San José en la Iglesia de San Agustín de Latacunga y el Cristo del Calvario del Belén. Fuera de estas imágenes, hay muchos Cristos y Niños Dios atribuidos al artista. Todas las imágenes de Caspicara se caracterizan por el primor de los detalles y la armonía maravillosa de los grupos.

En vano se buscaría en las obras de este artista algún indicio que delatara su procedencia indígena. Su gusto acrisolado y fino tiende más bien a la preciosidad, propia de quienes se han formado en un ambiente de distinción y de cultura.

Espejo al alabar a Caspicara, pensaba tal vez en la capacidad del indio para llegar a ser un bello espíritu, cuando el afán de superación vencía las resistencias del medio ambiente. Antonio de Ulloa había anunciado una verdad cuando escribió sobre la artesanía de Quito lo siguiente: «los mestizos menos presumptuosos se dedican a las Artes y Oficios; y aun entre ellos escogen los de más estimación, como son pintores, escultores, plateros y otros de esta clase; dejando aquellos que consideran no de tanto lucimiento para los indios. En todo trabajan con perfección y con particularidad en la pintura y escultura [...] Imitan cualquier cosa extranjera con mucha facilidad y perfección por ser el ejercicio de la copia propia para su genio y flema. Hácese aún más digno de admiración el que perfeccionen lo que trabajan, por carecer de toda suerte de instrumentos adecuados para ello».




ArribaAbajo Platería

Del taller de los Legarda salían no solamente imágenes y molduras de retablos, sino frontales y mariolas de plata, destinados al culto. Ellos habían sido los continuadores de la tradición quiteña de la platería.

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En torno a 1700 se distinguió como platero Jacinto del Pino Olmedo, como se deduce por la inscripción que lleva el frontal de plata de la Catedral, destinado a Santa Ana. El texto que rodea el marco central dice lo siguiente: «El Mo. don Franco de Cárdenas dio este frontal a mi Sa. Sa. Ana de limosna - año de 1700 en 1 de Enero - Y lo izo el Maestro Mayor Jacinto del Pino Olmedo - Jesús - María - José - AMÉN».

Desde la segunda mitad del siglo XVIII se destacó en el arte del repujado Vicente López de Solís, a quien comprometió la Cofradía del Rosario la refacción de las andas de la Virgen, en abril de 1779. Una placa, colocada en la anda primitiva, llevaba la inscripción que sigue:



Es de los dios el primero
quien rige cual Provincial
de este cielo de Domingo
las esferas sin igual.

Quien hollar supo del mundo
la pompa y la vanidad,
que un trono de plata pise
no es cara no de amirar.
Que un Espinosa y Errique
expliquen su caridad
en afectos de un deseo.

Es prior sabio y prudente
el segundo y en su obrar
tan vigilante que pudo
vencer la dificultad.



El primero a que se refiere la inscripción fue el padre José de Arias y Espinosa, que desempeñó el cargo de Provincial entre 1728 y 1732 y el segundo fue el padre José Florentino Enrique, que hacía de Prior del Convento de Quito. La hechura del anda, por consiguiente debe colocarse en el período comprendido entre esas dos fechas.

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En el libro de descargos de la Cofradía del Rosario, correspondientes a abril de 1779, se hace constar la siguiente data: «Se gastaron veinte y cinco pesos que se dieron al Maestro Platero don Vicente Solís para principiar la refacción de las Andas que se compraron para Nuestra Señora»129.

En los meses siguientes se hace constar igual descargo hasta noviembre del mismo año de 1779. En el libro de actas, se consigna la sesión del 20 de marzo de 1779, en que los Cofrades Veinticuatros acuerdan comprar al Convento las andas del Patriarca para destinarlas a la Virgen del Rosario. El precio se estipuló a siete pesos la libra. Por lo pronto se pagó la cantidad de dos mil ochocientos ochenta pesos. La venta realizaron los padres para sufragar los gastos ocasionados por el avío del visitador padre Lucas Vara, que había venido de España. El expendio de fondos por esta compra obligó a los Cofrades Veinticuatros a suspender por de pronto la construcción del Camarín de la Virgen, que por entonces se llevaba a cabo130.

El retrato del platero Vicente López de Solís consta al pie de un cuadro de San Eloy, que mandó pintar en 1775, por el artista Bernardo Rodríguez.





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ArribaAbajo Capítulo XVIII


ArribaAbajoLas Bellas Artes en el siglo XVIII

III.- Pintura


Los dos grandes pintores del siglo XVII, Miguel de Santiago y Goríbar, alcanzaron también a los comienzos del siglo XVIII. El primero murió el 4 de enero de 1706. En cuanto al segundo, estampaba su firma a la cabeza de los parroquianos de San Roque, en la petición que hicieron al Cabildo de Quito, el 5 de febrero de 1726.

El padre franciscano Antonio de Santa María, en su Vida Prodigiosa de la Venerable Virgen Juana de Jesús, religiosa Clarisa que murió el 26 de setiembre de 1703, cita los nombres del capitán Antonio Egas «aficionado a la pintura y de su esposa Isabel de Santiago señalada en el arte, que fueron llamados para trazar el retrato de aquella venerable monja cuyo cadáver se mantuvo fresco, como si estuviera con vida»131.

Espejo, en su Defensa de los curas de Riobamba, escrita en 1786, cita al acaso un hecho revelador: «No era indio dice, ni hacía   —450→   fiestas eclesiásticas, el famoso pintor Gregorito, y éste, después de tener extrema habilidad y gusto para la pintura, después de ser rogado con la plata, a trabajar en su bellísima arte, se moría de hambre y no vestía sino andrajos, y era preciso que algún dueño de obra le hiciese violencia, aprisionándole en su casa, para que tomara con alguna constante uniformidad de aplicación el pincel. Dicen los viejos que pasaba lo mismo con el insigne Miguel de Santiago, que fue comparable con los Ticianos y Miguel Ángel». Legarda, en su testamento, aludió también a este maestro Gregorio, que trabajó asimismo para el templo de La Merced.

La decadencia de la pintura, en la primera mitad del siglo XVIII, iba al compás de la situación social. Faltaban los mecenas y el favor de las Cofradías se habían inclinado por el gusto de la escultura, que labraba retablos y tallaba imágenes policromadas, haciendo servir la pintura para el primer decorativo.

El padre Velasco, que hubo de salir con sus compañeros de expulsión en 1767, escribió evocando recuerdos: «Entre los modernos que eran muchos, conocía varios que estaban en competencia y tenían sus partidarios y protectores. Eran: un Maestro Vela nativo de Cuenca; otro llamado el Morlaco, nativo de la misma ciudad; un Maestro Oviedo, nativo de Ibarra; un indiano llamado el Pincelillo, nativo de Riobamba; otro indiano joven nativo de Quito, llamado el Apeles; y un maestro Albán, nativo también de Quito. Varias pequeñas obras de este último y de otros modernos, cuyos nombres ignoro, llevadas por jesuitas, se ven actualmente en Italia, no diré con celos, pero si con grande admiración, pareciendo increíble que puedan hacerse cosas tan perfectas y delicadas».

El maestro Albán, a que se refiere el padre Velasco, se llamaba Francisco. De él nos fue dado encontrar en la Galería Windsor de Montevideo una pintura en cobre procedente de Europa, que llevaba la siguiente inscripción: «Aparición de Nuestra Señora de Aranzazu por Francisco Albán. 1747. Tacunga». Su nombre hizo constar también en la serie de lienzos que se hallaban en   —451→   la antigua Casa de Ejercicios del Tejar y que desarrollaban los temas obligados de predicación, de que se valían los jesuitas en el retiro anual del clero. Al pie de cada cuadro se consignaba leyenda del ejercitante que costeó la pintura. De este modo figuran sucesivamente: don Nicolás Pacheco, 1760; don Francisco Javier Saldaña, 1760; canónigo doctor Gregorio Freire, 1763; don José de Izquierdo, 1763; don Gregorio Álvarez y Verjuste, 1764 y don Cayetano Sánchez de Orellana, 1764. Esta lista de nombres recuerda justamente la de quienes, hacía un siglo, hicieron constar al pie de los lienzos de la vida de San Agustín, pintados por Miguel de Santiago. Pero ahora, a mediados del siglo XVIII, se echaba de menos un Mecenas de la talla de Basilio de Ribera o de José de Herrera y Cevallos. Con todo, los padres de Santo Domingo y la Merced comprometieron a Francisco Albán para que pintara la serie de lienzos representativos de la vida de su respectivo Patriarca, inspirándose en la colección de grabados de los hermanos Klauber, que comenzó a circular entonces sobre las vidas de los Santos. A partir de esos modelos data la modalidad de los pintores de la segunda mitad del siglo XVIII, de representar las imágenes cercadas por un marco caprichoso que integra la composición del cuadro.

Del mismo apellido y acaso hermano de Francisco fue Vicente Albán, cuyo nombre figura en un lienzo de la Crucifixión, que se halla en el Museo Jijón y Caamaño y lleva la inscripción siguiente: Vicente Albán pinxit a 1780. En 1783 pintó una serie de lienzos de asunto folklórico, que se encuentra en Madrid, en el Museo de América. Consta de seis cuadros en que se representan de cuerpo entero: La Llapanga, Señora principal, India en traje de gala, Indio en traje de gala, Indio Yumbo e Indio cargador. En el contorno y al fondo de la figura principal, constan los productos de la flora ecuatoriana, señalada cada especie con un número y su real equivalencia. Lo que induce a suponer que fueron pintados para satisfacer los deseos de Mutis, que estaba por entonces preocupado en coleccionar la Flora de Bogotá y buscaba en Quito   —452→   pintores que colaboraran en su gabinete de trabajo. Vicente colaboró también con Francisco en la pintura de la vida de San Pedro Nolasco. Con la data de 1783 hizo el mismo pintor el retrato del ilustrísimo señor don Blas Manuel Sobrino y Minayo, en ademán de bendecir.

A la familia de estos dos pintores pertenecieron también los padres Dominicos fray Juan y fray Antonio Albán. Del primero se conserva manuscrito el curso trienal de Filosofía que dictó entre los años 1766-1768. Lleva el título encuadrado en marco de viñeta, lo mismo que la inicial del último tratado. Del padre Antonio Cecilio Albán se guarda un retrato en busto del padre Pedro Bedón, que obsequió a la Recoleta Dominicana en 1788.

Contemporáneo de los pintores Albán fine Antonio Astudillo, con los cuales colaboró en la serie de lienzos de la vida de San Pedro Nolasco, que se exhibe en los claustros del Tejar. Hizo constar su nombre en el cuadro de la archivolta de la puerta de ingreso al Convento de San Francisco, donde se representa fray Jodoco Ricke en actitud de bautizar a un niño indio.


ArribaAbajo Pintores quiteños en la Flora de Bogotá

La fama de Quito, como centro floreciente de arte, se imponía a norte y sur por el mercado de imágenes y cuadros. Los temas religiosos constituían motivos de inspiración y, al mismo tiempo, fuentes de ingreso para imagineros y pintores. En el último cuarto del siglo XVIII se abrió un horizonte nuevo a los artistas de Quito.

Desde 1760 se hallaba en Nueva Granada don José Celestino Mutis, quien vino en calidad de médico del virrey don Pedro Mecía de la Zerda. Aficionado desde la juventud a las ciencias matemáticas y naturales concibió, desde su llegada al Nuevo Reino, la idea de fundar un instituto científico, que se dedicase al estudio de las riquezas naturales del país. Por iniciativa personal   —453→   comenzó el trabajo, que fue luego patrocinado por el arzobispo virrey don Antonio Caballero y Góngora, quien consiguió del rey Carlos III la expedición de la cédula real de 1.º de noviembre de 1873, mediante la cual creaba oficialmente el instituto botánico de Bogotá, encomendando su dirección a Mutis.

El plan del sabio director abarcaba la investigación y estudio del inmenso campo de las ciencias naturales. Bajo su influjo paternal y a la sombra de su prestigio se formó una pléyade de jóvenes, que tomó conciencia de la riqueza inexplotada de Nueva Granada. Entre ellos figuraron Francisco Antonio Zea, Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano, Francisco José de Caldas, Salvador Rizo, Francisco Javier Matiz, Eloy de Valenzuela, José Manuel Restrepo, José Domingo Duquesne, y algunos más que figuraron en el movimiento de la Independencia.

La rama de la flora mereció la preferencia de Mutis. Para su estudio juzgó indispensable la pintura. En un oficio al Virrey le decía al respecto: «En todos mis oficios relativos a la Expedición Botánica y formación de mi flora, he manifestado mis suspiros por la parte no menos esencial de la pintura». Bajo la dirección del sabio se formó experto dibujante Pablo Antonio García, que se separó a fines de 1784. En su reemplazo llegaron de España, enviados por el Rey, los pintores José Calzado y Sebastián Méndez: el primero formado en la Escuela de Pintura de Madrid y el segundo, discípulo de Antonio Rafael Mengs. Ambos defraudaron la expectativa de Mutis.

En cambio Mutis depositó la confianza en Salvador Rizo, que se convirtió en el colaborador más eficaz de la Expedición. A su afición a la pintura, Rizo juntaba la pericia en la administración de los asuntos económicos, junto con un carácter bondadoso. Resultó el intérprete ideal del proyecto del Maestro, tanto par el buen gusto como por el entusiasmo con que llevó a cabo la Flora de Bogotá. El primero en alistarse como dibujante fue Francisco Javier Matiz, cuyo nombre perpetuó Humboldt en la Matizia Cordata que impuso al guaco, antídoto eficaz contra el veneno de las culebras.

  —454→  

Ante la necesidad de procurar dibujantes, el Virrey de Nueva Granada escribió desde Tumaco, con fecha 11 de agosto de 1786, al presidente de la Audiencia de Quito Villalengua y Marfil, pidiéndole que comprometiera seis pintores «para el adelantamiento y conclusión de las científicas ideas de don José Celestino Mutis». Superadas algunas dificultades, los dos maestros pintores José Cortés de Alcocer y Bernardo Rodríguez, recomendaron a sus discípulos más aprovechados. Del taller de Cortés fueron sus dos hijos Antonio y Nicolás con Vicente Sánchez y del obrador de Rodríguez, Antonio Barrionuevo y Antonio Silva. Cortés quiso asegurarse del buen comportamiento de sus hijos; por esto decía que «siendo ellos muchachos sin vicios, debían vivir haciendo cuerpo de la familia del comisionado para que sean observantes y cumplidos con dicho señor en todo». A su vez Rodríguez recomendaba a los suyos «como prácticos y hombres de bien». Antes habían estos pintores enviado maestrías de su trabajo, que fueron aprobados por Mutis, quien garantizó que los jóvenes quiteños hallarían en él «amor, afabilidad y buen tratamiento, con las demás preferencias que se hiciesen acreedores por su docilidad y buena conducta».

Firmado el contrato, el grupo de artistas salió de Quito en noviembre, en compañía de don Juan Pío Montúfar. Tras una larga demora en Popayán a causa de enfermedad que atacó a todos, prosiguieron su viaje hasta Mariquita, donde iniciaron sus tareas en abril de 1787. Ahí permanecieron hasta 1790 en que el Gobierno, atendiendo a la salud de Mutis, ordenó el traslado de la expedición a Bogotá. Antes de este paso había Mutis procurado contratar en Quito nuevos pintores para integrar el grupo de dibujantes. De este modo viajaron sucesivamente, primero, Francisco Villarroel y Francisco Javier Cortés en compañía de Manuela Gutiérrez esposa de Antonio; luego, Mariano Hinojosa, Manuel Rueles y José Martínez y, por último, José Xironza, Félix Tello y José Joaquín Pérez.

En cuanto al método de labor «trabajaban nueve horas al día,   —455→   guardando profundo silencio en la oficina, donde, en lugar respectivo, cada uno se ocupaba en dibujar sobre el papel, ya solamente con lápiz, ya con colores, la planta que tenía delante. El jornal se les pagaba cada semana deduciendo lo que cada cual había perdido por sus faltas, no justificadas, a juicio del Director»132. Los jornales eran los siguientes: Cortés, el mayor, dos pesos diarios; Silva, catorce reales; Sánchez y Barrionuevo, doce; Cortés, el menor, diez. Los días de trabajo eran doscientos ochenta y ocho al año.

Respecto al valor de la pintura escribió Humboldt: «Hacíanse los dibujos de la Flora de Bogotá en papel grand aigle y se cogían al efecto las ramas más cargadas de flores. El análisis o anatomía de las partes de fructificación se ponían al pie de la lámina. Parte de los colores procedía de materias colorantes indígenas desconocidas en Europa. Jamás se ha hecho colección alguna de dibujos más lujosa, aún pudiera decirse que ni en más grande escala».

El trabajo de los pintores quiteños continuó regularmente hasta la muerte de Mutis, ocurrida el 11 de setiembre de 1808. En la dirección lo reemplazó Sinforosio Mutis, cuyo nombramiento no fue del agrado de los miembros de la expedición que deseaban la designación de Caldas. Pronunciado el movimiento de la Independencia, el Pacificador Murillo liquidó la expedición y el tesoro artístico de la Flora, que consta de 6617 láminas, fue trasladado a España y reposa en el jardín botánico de Madrid.

Disuelta la expedición en 1817, algunos pintores regresaron a Quito. Mariano Hinojosa se radicó en Bogotá y estableció una escuela de dibujo, a la que concurrió don José Manuel Groot. Francisco Escobar Villarroel sufrió un año de prisión por sus ideas patriotas en 1816 y murió poco después en Bogotá. Antonio   —456→   Cortés cultivó el retrato y murió en Bogotá el 15 de setiembre de 1813133.

Aludimos ya al elogio que hizo Caldas del mérito de los pintores quiteños, que rivalizaron en habilidad con el grabador Smith. Debió ser halagüeño para Quito oír la alabanza de sus compatriotas, cuando aún trabajaban en Bogotá. «Los mejores pintores, dijo Caldas en su discurso de 1805 a los alumnos del Seminario, han nacido en este suelo afortunado. La familia de Cortés está inmortalizada en la Flora de Bogotá. ¿Quién creyera, señores, que el pincel quiteño se había de elevar hasta ser émulo de Smith y de Carmona? ¡Cuánto valen el talento y la educación unida al premio y al honor! Los hijos de Cortés, Matiz, Sepúlveda, no habrían salido en Quito de la clase de pintores comunes; pero al lado del sabio Mutis, en quien hallaron un tiempo padre celoso de la pureza de sus costumbres, un director de su genio y un admirador de sus talentos, desarrollaron sus ideas y han hecho ver al Universo que el quiteño con educación es capaz de las mayores empresas. ¡Ah! si el ilustre Mecenas como pensaba ahora diez años visitar este suelo, lo hubiera verificado, estoy seguro que Cortés, los Samaniego, Rodríguez, habían representado en el Nuevo Continente a Mengs, Lebrount y el Ticiano».

La historia de la Flora de Bogotá proporciona el dato de la existencia en Quito de dos maestros pintores con taller, al que concurrían buen número de discípulos. Fueron ellos don José Cortés de Alcocer y don Bernardo Rodríguez. Del primero hizo ya mención Legarda, al inscribirlo como uno de los Priostes de la fiesta de San Lucas el año de 1762. En 1786 consta como jefe de numerosa familia de pintores. De sus hijos, Antonio y Nicolás fueron a trabajar con Mutis en 1787. Un tercer hijo, Francisco Javier viajó diez años después a Bogotá y más tarde a Lima para dirigir la Academia de dibuja establecida ahí en tiempo del virrey   —457→   don José conservó su fama de pintor toda la segunda mitad del siglo XVIII. Espejo, en su discurso de 1792, mencionó a Cortés y Caspicara, como los representantes máximos de la pintura y escultura, respectivamente. De su pincel se conservan dos grandes lienzos, uno en la pared del presbiterio de la Capilla del Hospital San Juan de Dios y otro en el descanso de la grada del Hospital Eugenio Espejo. Su nombre consta también en una serie de misterios del Rosario, que se halla en el palacio Episcopal de Popayán. Finalmente, un lienzo de Nuestra Señora de Nieva que se venera en la iglesia matriz de Tulcán, lleva la siguiente inscripción: Josephus Cortés me fecit anno Domini 1803. Miembro de la misma familia fue don Casimiro Cortés que pintó, en asocio de Antonio Astudillo, algunos cuadros de la vida de San Pedro Nolasco para los padres de la Merced.

Además de los discípulos que fueron a Bogotá, parece que concurrió al taller de Cortés el pintor Luis Alarcón, que puso su nombre al pie de una imagen de San José (propiedad de José Luis Arango, Bogotá) y de un lienzo de la Inmaculada, que perteneció a la familia Muñoz de Cuenca (propiedad de Max Konanz).




ArribaAbajoBernardo Rodríguez

El dato más antiguo, referente a Bernardo Rodríguez, consta en un lienzo que representa a San Eloy, patrono de los plateros. El Santo, vestido de Obispo, está rodeado de figuras que llevan los emblemas del oficio. Al pie se encuentra el retrato del platero Vicente López de Solís, muy conocido por su habilidad artística. La fecha de la pintura es de 1775. El cuadro se conserva en la colección de Víctor Mena.

A partir de 1780 estuvo a servicio de los padres Mercedarios, como se colige del descargo de «seis pesos siete reales dados a los depositarios, por veinte y siete varas y media de lienzo de a dos reales para los cuadros del claustro que los está pintando Bernardito».   —458→   Este diminutivo demuestra el afecto que los padres de la Merced sentían para con el pintor que más contribuyó a propagar la devoción a Nuestra Señora de la Merced, en la segunda mitad del siglo XVIII. A este auge del culto de Nuestra Señora respondió la reimpresión en 1782 de la Novena Deprecatoria a la Santísima Virgen María de la Merced, por fray Antonio de Vidaurre.

También el Convento de San Francisco aprovechó de la habilidad de Bernardo Rodríguez. En el Museo Franciscano se encuentran algunos lienzos firmados por este pintor. Entre ellos, algunos representativos de los milagros de San Antonio de Padua y una Inmaculada, coronada por la Trinidad, con los bustos de San Joaquín y Santa Ana a los lados y el pie un blasón heráldico.

En el Museo Jijón y Caamaño hay varios cuadros pintados por el mismo artista. Uno de San Camilo de Lelis lleva la siguiente inscripción: Fecit - Quito - 1797. Bernardo Rodríguez por ruego de don Juan María Albán. Otro que representa el Descendimiento tiene la siguiente constancia: Bernarda Rodríguez me fecit. Abril 11 de 1783. También consta el nombre del artista en los lienzos figurativos de los países de Europa. J. Roberto Páez posee un libro de: Cuadros del antiguo y del nuevo Testamento que en ciento cincuenta figuras representan las más notables historias del antiguo y nuevo Testamento, según los grabados de los maestros más hábiles. No lleva fecha ni pie de imprenta; sólo se indica que se halla en Amsterdam, en casa de Reinier y Josua Attens. El valor del libro para el caso es que, en la primera página, consta la inscripción de: «Soy de Bernardo Rodríguez de la Parra y Jaramillo: costó 58 pesos». Y en la última página se consigna el siguiente detalle: «Lo compré este libro en 22 de febrero de 1795 en 58 pesos y por ser verdad lo firmo yo su dueño Bernardo Rodríguez». De este libro reprodujo el pintor los grabados n.º 149 y 160, que representan a San Pedro y San Juan en la actitud de curar a un cojo en la puerta del templo y a San Pablo en ademán de arrojar la víbora al fuego. Estos dos lienzos   —459→   de gran tamaño se encuentran en la nave derecha de la Catedral de Quito.

El mejor lienzo de Bernardo Rodríguez es, sin duda, el cuadro de las almas, que se conserva a la entrada de la sacristía de Santo Domingo. Transcribimos a continuación el contrato firmado entre el pintor y el cliente, que revela una serie de datos sobre las condiciones impuestas al artista para la realización de su obra. Dice así: «Quito, a 1 de octubre de 1793. Digo yo don Bernardo Rodríguez que he tratado con fray Joaquín Yánez del Orden de Santo Domingo y me he obligado a hacerle un cuadro de las Benditas Almas, de tres varas de largo y dos y medio de ancho, por el precio de cincuenta pesos; los cuarenta y seis me ha de dar en pan y velas, medio real de pan cada día y tres velas por un real los sábados, cuya contribución se cuenta desde hoy.- 2.º que he de entregar el cuadro dentro de ocho meses contados desde esta fecha, esto es todo el mes de mayo del año venidero de 94. 3.º que fuera de las efigies que representan las benditas almas ha de contener el lienzo once imágenes que serán de Nuestra Señora del Rosario, con el vestido y los rayos sisados con oro, Señor San José, San Joaquín, Santa Ana, Santo Domingo, San Francisco, San Vicente Ferrer, Santa Teresa, Santa Rosa, el venerable Porras y venerable Masías.- Que a más de los Ángeles que tiene el cuadro de Santa Bárbara ha de tener el contrato seis más y un sacerdote en representación de decir misa. Y confieso que tengo recibidos en plata buena y corriente, los cuatro pesos que restan para el entero de los cincuenta. Debiendo ser la entrega del lienzo acabado y perfecto, pronta el plazo señalado, pudiendo el dicho padre, en caso de demora reconvenirme ante la justicia. Pues para que todo lo pactado conste, firmamos los dos en esta ciudad. Fray Joaquín Yánez -Bernardo Rodríguez».

Este lienzo lleva al pie la inscripción que sigue: «Se acabó el día lunes a 22 de setiembre de 1794.- Pintó este cuadro a devoción y expensas de Joaquín Yánez con permiso de sus superiores   —460→   para que desta Capilla de los naturales no se traslade ni se mueva a otra parte porque así es su voluntad»134.

En 1797 pintó los lienzos de los Doctores de la Iglesia, que se conservan en la sala superior del Convento de San Agustín.




ArribaAbajoManuel Samaniego y Jaramillo

Discípulo y pariente de Bernardo Rodríguez fue Manuel Samaniego y Jaramillo, el pintor más caracterizado del siglo XVIII y principios del XIX. Nacido en el barrio de San Blas, poco antes de 1767, casó muy joven con Manuela Jurado López de Solís, sobrina posiblemente de Vicente López de Solís, que figura en el cuadro de San Eloy pintado por Rodríguez en 1775.

A raíz de su matrimonio hubo de experimentar el carácter enérgico de su esposa, mayor a él con doce años, que se sintió ofendida por la infidelidad de su marido.

Entre los años 1796 y 1797, Samaniego concurría a la iglesia de Santa Clara a dirigir la obra del retablo mayor. Entonces conoció ahí a Josefa Yépez, depositada en el Monasterio y tuvo en ella una hija llamada Mariana. En noviembre de 1797, Manuela Jurado siguió causa criminal contra su esposo, denunciando el adulterio. Además, consiguió el encarcelamiento de los culpados, Samaniego en la cárcel de la Audiencia y la Yépez en la clausura de Santa Marta. El Juez que conoció la causa fue el oidor don Antonio Suárez Rodríguez. Samaniego nombró por defensor a don Joaquín Aguiar y Venegas, Procurador de causas de la Real Audiencia. De las declaraciones en el proceso se deducen algunos datos acerca de la persona y profesión del artista. Dijo: «llamarse don Manuel Samaniego, natural y vecino de esta ciudad, ser de edad más de treinta años, casado con doña Manuela Jurado, de ejercicio pintor». «Con motivo de estar el declarante   —461→   dirigiendo cierta obra de carpintería o retablo de la iglesia en el convento de Santa Clara, hace el tiempo de dos años escasos», trató allí con doña Josefa Yépez. Desde la cárcel elevó una solicitud al Juez, pidiendo que se le pusiera en libertad, «respecto a que en el día me hallo precisado a concluir la obra de la casa preparada para el señor Regente, y que los oficiales no pueden seguir sin mi dirección la obra y que tal vez por esto se me seguirá perjuicio». La esposa se opuso a esta demanda, alegando que «no faltan artesanos en esta ciudad a quienes pueden pasar las obras que comenzó Samaniego». El 15 de noviembre insistió Samaniego en su petición y consiguió la libertad el 23 de diciembre. En la nueva solicitud decía su procurador Aguiar y Venegas: «Hago presente a la sabia consideración de Vuestra Señoría, que mi parte es un oficial público bien acreditado en las artes liberales de escultura y pintura: que están a su cargo varias obras que debe entregar con prontitud y remitir a Santa Fe, Lima, Guayaquil y otras partes: que su detención no sólo le hace quedar mal y le atrasa privándole del ingreso del valor de su trabajo con que subsiste, sino que le desconceptúa para cualquiera que Ignore el verdadero motivo de su arresto, y lo crea acaso delincuente de algún exceso, de otra gravedad que le infame».

Desde luego, al concederle la libertad bajo fianza, se le obligó a prometer enmienda, por lo que miraba al adulterio y, además, «a no ofender, injuriar, ni maltratar de obra ni de palabra, directa ni indirectamente, a su legítima mujer»135.

Este episodio de juventud no volvió más a repetirse. Su esposa le dio dos hijas, la primera María Josefa, que murió soltera al cumplir los quince años y la segunda, Brígida que casó con José Fortún. Doña Manuela sobrevivió al marido cosa de seis años. En el testamento que otorgó el 19 de agosto de 1830, declaró: «cuando contrajimos matrimonio fuimos ambos cónyuges   —462→   pobres, sin que ninguno haya introducido nada al matrimonio, y lo poco que se ha adquirido ha sido mediante el trabajo e industria personal de ambos».

Es posible que doña Manuela hubiese heredado la habilidad de los López Solís, que se distinguieron en el arte de la platería. Las obras de miniatura, que llevan el sello del taller de Samaniego, delatan la finura de manos femeninas. Lo que si es evidente es que Samaniego fue un artista muy cotizado y que le faltaba tiempo para satisfacer a sus clientes, no sólo de Quito, sino de Guayaquil, Bogotá y Lima. Con el fruto del trabajo mancomún, compraron ambos, el 7 de enero de 1795, en el precio de tres mil doscientos veinticinco pesos «unas casas de altos y bajos, cubiertas de teja, en la parroquia de Santa Bárbara y esquina nombrada de la Sábana Santa, al andar de la calle que tira de la carnicería a la planta de San Blas». Estas casas colindaban con las de doña Josefa Cañizares. Samaniego había construido, anexa a las suyas, una pared que dominaba la casa vecina y daba ocasión a que las lluvias rebotasen al inmueble. En setiembre de 1802 la señora Cañizares levantó querella por perjuicio. La causa duró hasta 1806. Por fin, Samaniego se comprometió a evitar perjuicios a la casa vecina y presentó el plano de la construcción que proyectaba realizar. Al pie del plano, consta del puño y letra del pintor la inscripción siguiente: «Diseño del moda que propongo poner la cubierta, en la pared propia mía, de mi casa, y el alar mediano bajo que aquí lo muestro, para preservar de toda humedad que por algún acaso, con vientos recios, pudiera ocasionar: quedando con este dicho modo, libre de todo perjuicio, de ambas partes, como aquí se ve.- Manuel Samaniego».

Durante su vida Samaniego gozó de la fama de ser el mejor artista de su tiempo. Caldas había recibido de su compatriota don Antonio Arboleda la comisión de hacer trabajar unas imágenes para Popayán. Dándole cuenta del trabajo le escribió el 6 de diciembre de 1801: «Los ensayos de usted avanzan: Samaniego, pintor de genio, ha formado los diseños de los santos, bien contrastados,   —463→   equilibrados con sus niños, aptitudes naturales y expresiones propias; en fin, no perdonó cuidado para que tenga dos santos buenos, o, a lo menos, que salgamos de la rutina antigua»136.

También en el discurso de 1805, Califas aludió a Samaniego, al elogiar el mérito de los pintores quiteños, que trabajaron en la Flora de Bogotá.

Por los datos referidos se colige que Samaniego fue un artista que, además de la pintura, practicaba también las demás artes plásticas. A petición del Barón de Carondelet vino desde Popayán a Quito el arquitecto español don Antonio García para dirigir la construcción del duomo de la Catedral. Una vez trazados algunos proyectos, el Cabildo Catedralicio aprobó el que se llevó a cabo y se conserva hasta el presente. El arquitecto estuvo frente al trabajo hasta 1803, en que llamado por sus superiores hubo de regresar a Popayán. Dejó en su lugar para concluir la obra al artista Manuel Samaniego, que por entonces se ocupaba en la decoración interior de la catedral137.

El mejor encomio de Samaniego trazó el literato chileno Pedro Francisco Lira, en su Plutarco de los Jóvenes - Tesoro Americano de Bellas Artes, donde escribió lo siguiente:

Vivamente apasionado al estudio de su profesión, Samaniego se distinguió, tanto en la pintura del paisaje, como en la de la figura humana. Son muchos los cuadros que ha dejado, señalándolos con un estilo peculiar y propio de su escuela. Los lienzos que existen en la Catedral de Quito son los siguientes: la Asunción de la Virgen en el altar mayor, el Nacimiento del Niño Dios, la Adoración de los Reyes Magos, el Sacrificio de San Justo y San Pastor y algunos otros relativos a la Historia Sagrada.

«La entonación de su colorido es sumamente dulce. Feliz en   —464→   la encarnación y frescura de sus toques, se distinguió en los cuadros de Vírgenes y de otros santos, en cuyo ejercicio empleó una gran parte de su vida. Sus paisajes son conocidos por la destreza en la pintura de los árboles, aguas, terrazos y arquitectural; siendo sólo sensible que a su paleta le hubiese faltado el número suficiente de colores para diversificar el colorido; mas no debemos atribuir esta falta a su poca habilidad, sino a los tiempos de atraso en que vivió, pues se veía obligado a servirse de los pocos y malos colores que entonces existían en Quito.

»Samaniego daba gran importancia a sus cuadros, y no los pintaba sino a precios muy subidos; motivo por el cual sólo existían, además de los nombrados anteriormente, una galería pintada por él en una casa de campo del antiguo Marqués de Selva Alegre; pues no todos tenían medios para encomendarle sus obras. Parece que no era de su agrado el pintar retratos, porque según se asegura, decía que en los retratos, tenían voto hasta los cochinos.

»Tampoco debemos pasar en silencio y olvidar su grande habilidad para el trabajo de la miniatura y obras al óleo de una pequeñez que admira. Este artista falleció repentinamente en edad avanzada, dejando muchos discípulos y dando pruebas de mucha moralidad y consagración al trabajo». El año más probable de su muerte se ha señalado el de 1824.

Samaniego fue el artista más destacado del final de la Colonia. Los colores favoritos a su pincel fueron el azul, el rojo, el verde y el blanco, que respondían, por otra parte, a la delicadeza de su alma. En pinceladas de leves veladuras ha sabido inspirar a las figuras un aire de gracia y de frescura, que se imponen, además, por la destreza del dibujo. Los temas que más se ofrecieron a su paleta fueron la Divina Pastora, la Inmaculada, el Tránsito de la Virgen. Las imágenes están generalmente dispuestas en un fondo de paisaje ideal, que integra la composición del cuadro. Eugenio d'Ors ha definido la gracia como una belleza sonriente. Samaniego ha sabido informar a sus pinturas de gracia   —465→   entre divina y humana, una categoría de esa belleza que agrada a la vista y también al corazón.

Tuvo algunos discípulos. Entre ellos, Antonio Salas y José Lombeida, que dejó algunos lienzos en Riobamba. Samaniego fue el último representante de nuestra pintura colonial. Quizás para enseñanza de sus alumnos escribió un Tratado de Pintura, en que compendió las lecciones de los grandes maestros españoles, italianos y flamencos y dio las recetas para preparar las pinturas con ingredientes asequibles al ambiente.





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