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ArribaAbajoCapítulo VIII

El Gobierno colonial


El Cabildo.- Lista de funcionarios administrativos 1746-1810.- Los fueros y espíritu de los cabildantes.- Algunas costumbres coloniales.- La querella entre don Faustino de la Cruz y don Antonio de la Fuente. La de don Nicolás Cienfuegos y don Vicente de la Cruz.- Noticias sobre el anciano funcionario don Juan Cornelio de Baeza.- El Corregidor Polloni y su gobierno.- Biografía.- La conspiración de Andrés Carbonell.- Desarrollo de la riqueza minera.- Don Francisco de Ortiz de Araya descubre el Chivato.- Sus riquezas y grandes liberalidades del descubridor.- La codicia de don Ignacio Javier de Zapata.- Últimos años del primer gobierno del corregidor don Francisco de Polloni y Lepian.- La sublevación de presos de 12 de julio de 1768.- Querella entre don José de Silva y el Alcalde Parrado.- La expulsión de los jesuitas.- El corregidor loco don Fernando de Padilla.- Datos biográficos.- Su amistad con el conspirador francés Antonio de Gramuset.

La vida colonial de las ciudades de Chile se puede estudiar perfectamente dentro del seno de una institución de especial importancia. Esta institución es el Cabildo, tan poco estudiado y definido. Las leyes de Indias hablan de él sin mencionar su constitución, número de personas de que debía estar formado y las atribuciones de éstas. Todo se basó en una remota práctica, y en la costumbre, que muchas veces vino a tener una verdadera sanción legal.

Entre las facultades que tenían los Adelantados y Conquistadores de las Indias, se contaba la de crear Cabildos en las ciudades que fundasen. Aunque cuerpos encargados del gobierno local tuvieron una importancia más grande y sus facultades en los primeros años de la conquista, principalmente en los acontecimientos graves, eran amplias, pues absorbían todo el poder. Realmente, su origen y principios eran populares, y resulta explicable que a falta de la autoridad constituida, asumiesen la representación del vecindario y ejercitasen cierta autoridad política y administrativa.

En la guerra contra los moros, las villas, ciudades y lugares que tenían un Cabildo, desposeídos de sus fueros, por la política unificadora de los Reyes Católicos y Carlos V, pasaron a perder su carácter de autoridad, conservando el de organismos de gobierno local, pero tan importantes que si sobre sus ruinas se levantó en España en 1521 el poder absoluto de los Reyes de Castilla, en el seno de ellos se alzó el primer grito de libertad en el siglo XIX.

El Cabildo estaba compuesto de Alcaldes, Regidores y de otros funcionarios, como el alférez real, depositario, alguacil, fiel ejecutor y del alcalde provincial. El primer Cabildo era nombrado a voluntad del representante del Rey, después éste se generaba de dos maneras: una parte era nombrada por el mandatario real, que generalmente designaba para los cargos de carácter perpetuo, y la otra era elegida por el mismo Cabildo, entrando en la votación todos sus miembros, aún los cabildantes que terminaban su período que era de un año.

Así resultaba que los cabildantes podían introducir en cada año nuevos funcionarios para ocupar los cargos vacantes, dejados por los ediles que salían o terminaban su período.

Las atribuciones de los Alcaldes eran complejas. Tenían la administración local o municipal con el resto del Cabildo y la administración de justicia, tanto civil como criminal, pero sólo en primera instancia. Se llamaban de primer y segundo voto, por el orden de sus asientos en las reuniones, y prioridad en que debían opinar y emitir sus votos. Para administrar justicia se turnaban y sus funciones duraban un año, siendo elegidos en los primeros días del mes de enero de cada año. Reemplazaban al Corregidor en su ausencia.

La misión de los regidores era la de velar por la policía local de la ciudad, y constituían el Cabildo. Su número variaba según la carta, decreto o cédula de fundación, pudiendo ser aumentado por disposición real. Había regidores, decanos y sub-decanos, que eran distintivos honoríficos. El decano presidía y el sub-decano lo reemplazaba en su ausencia. Eran cargos perpetuos que se compraban en público remate, debiéndose obtener real confirmación. Tenían también el gobierno de la ciudad, interviniendo en la administración y rendición de las rentas o propios de la ciudad.

De los otros funcionarios, el depositario General administraba los fondos de la ciudad, cargo similar al de tesorero municipal. Era un puesto vendible y perpetuo.

El alférez real, era un personaje decorativo en el Cabildo. Su oficio era custodiar y pasear el real estandarte en las fiestas públicas. Cargo vendible y perpetuo, que casi siempre lo ejercía el vecino más noble de la Villa.

El Alguacil Mayor era un empleado del Cabildo que ejecutaba las órdenes judiciales, papel análogo al prefecto de las ciudades.

El fiel ejecutor no era empleado, era miembro del Cabildo, tenía el carácter de regidor y la facultad de velar por la exactitud de las ventas, en justas medidas. Cargo muy codiciado y de pública subasta.

El alcalde mayor provincial era un cargo de carácter perpetuo de nombramiento supremo, no como los otros dos alcaldes que eran elegidos y los únicos miembros de carácter transitorio en el Cabildo. Los demás, como lo hemos visto, eran perpetuos y comprables. El alcalde mayor provincial se diferenciaba además de los alcaldes ordinarios en la jurisdicción que ejercía, la suya era administrarla fuera del poblado o juzgar los delitos cometidos más allá de los límites de la ciudad. Tenía facultad de nombrar a los funcionarios llamados alcaldes de Hermandad, que eran sus tenientes o representantes en las diversas doctrinas del partido, y que tenían las mismas facultades que él. Aquí se presentaba en la práctica una competencia de jurisdicción, con los funcionarios llamados tenientes de corregidores o sea los representantes del Corregidor en las diversas doctrinas, y que tenían como el corregidor, facultades para administrar justicia. Los alcaldes de Hermandad los nombraba generalmente el Cabildo.

Como se ve, la principal función del Cabildo y la única libre y que era de su exclusivo resorte la constituía la administración de justicia, con la libre elección de los alcaldes ordinarios y de los alcaldes de Hermandad.

Sobre este engranaje edilicio se desarrolló casi toda la vida colonial de Talca. Su vida fue de importancia decisiva en la época de la dominación española, como también en la de la independencia y en los primeros años de vida republicana, hasta la consolidación definitiva del poder central.

La influencia del Cabildo en los hombres de aquellas generaciones fue importante. Dentro de él se formó y estableció el espíritu cívico, de lucha y de abnegación por la comunidad. Las reuniones edilicias, sus discusiones, rivalidades y determinaciones, acostumbraron a los hombres a las prácticas gubernativas y en el ejercicio de sus derechos, vieron la fuerza que ellos encerraban.

Para formar parte del Cabildo era necesario ser vecino de la ciudad, lo que se adquiría por el avecindamiento o adquisición de un solar dentro de los límites de la villa.

Por decreto de 9 de diciembre de 1744 se creó el primer Cabildo y se nombraron los primeros ediles.

Los funcionarios que desempeñaron esos cargos hasta 1810 fueron los siguientes:

Corregidores

1Don Juan Cornelio de Baeza y Ortiz de Valderrama1742-54
2Don Antonio de Saravia1754-55
3Don Ignacio José de Alcázar1756-58
4Don Francisco Echanes y Herrera1759-61
5Don Cristóbal López1762-63
6Don Francisco de Polloni y Lepiani1763-68
7Don Antonio de Salcedo y Carrillo1770-72
8Don José A. Bravo de Naveda y Maturana1773-75
9Don Fernando de Padilla y Espinoza de los Monteros1775
10Don Francisco de Polloni y Lepiani1775-77
11Don Bernardo López1778-79
12Don Prudencio de Silva y Gaete1780-84
13Don Juan Esteban de la Cruz y Bahamonde1785-87
14Don Vicente de la Cruz Bahamonde1788-98
15Don José Ramón Acereto1799-1803
16Don Juan Albano Pereira y Cruz1804-08
17Don Juan Crisóstomo Zapata y Patiño 1808-10

Alcaldes de primer voto

1Don Francisco de Silva y del Campo1744-48
2Don Pedro de Urzúa y Gaete1748
3Don José Martínez de Vergara y Carbonell1749
4Don Juan Cornelio de Baeza y Ortiz de Valderrama1758
5Don Pedro José Donoso y Gaete1759-61
6Don Fco. de Silva Bórquez y del Campo de Lantadilla1762
7Don Luis José de Silva y Gaete1763
8Don Juan Cornelio de Baeza y Ortiz de Valderrama1766
9Don José Hilario de Velasco1767
10Don Dionisio de Opazo y Castro1771
11Don José de Vergara1772
12Don Francisco de Fernández y Cienfuegos1773
13Don Dionisio Pais1775
14Don Nicolás de la Fuente1766
15Don Pedro José Donoso y Gaete1777
16Don José Antonio Bravo de Naveda y Maturana1778
17Don Dionisio de Opazo y Castro1779
18Don Ramón de Olivares1780
19Don José de San Cristóbal y Sotomayor1781
20Don José Veleriano y Garfias1783
21Don Claudio de Olivares1784
22Don José Martínez de Vergara1785
23Don Ignacio de Opazo y Castro1786
24Don Dionisio de Opazo y Castro1789
25Don José Martínez de Vergara1789
26Don Ignacio de Opazo y Castro1790
27Don Domingo Pais1791
28Don Nicolás de Cienfuegos y Arteaga1792
29Don Manuel Concha1796-97
30Don Juan Albano y Pereira1798
31Don Manuel Rencoret1799
32Don Juan Antonio de Salcedo y Carrillo1800
33Don Antonio de Urzúa y Gaete1803
34Don Manuel Girón de Montenegro1804
35Don Francisco de Cienfuegos y Arteaga1805
36Don Nicolás de Cienfuegos y Arteaga1806
37Don Ignacio de Vergara1807
38Don Juan Antonio de Armas y Rodríguez1808
39Don Agustín Concha1809
30Don José Antonio de Donoso1810

Alcaldes de segundo voto

1 Don José de Aguirre1744
2Don Agustín de Molina y Navejas1746
3Don Diego Jiménez1749
4Don José Hilario de Velasco1750
5Don Félix de Sepúlveda1759
6Don Dionisio de Opazo y Castro 1760
7Don Simón Fernández de Córdova1761
8Don José de Aguirre1762
9Don José Antonio de Molina y González Bruna1764
10Don Dionisio de Opazo y Castro1765
11Don Félix de Sepúlveda1766
12Don Rafael de Parrado1767
13Don José A. Bravo de Naveda y Maturana1771
14Don Manuel José Donoso1772
15Don Domingo Pais1773
16Don Tomás de Silva y Gaete1774
17Don Faustino de la Cruz y Bahamonde1775
18Don Juan Garcés de Marsilla y Donoso1776
19Don Domingo Pais1777
20Don Ramón de la Barra1778
21Don José de Silva1779
22Don Manuel Concha1780
23Don Pedro de Vergara1781
24Don Esteban de la Cruz1784
25Don Antonio de Urzúa y Baeza1785
26Don Mateo de Vergara y Rojas1786
27Don José Antonio Bravo de Naveda y Maturana1787
28Don Ignacio de Opazo y Castro1789
29Don Nicolás de Cienfuegos y Arteaga1791
30Don Juan Francisco de Prieto1793
31Don Manuel Leal1796-97
32 Don Manuel Rencoret1798
33Don Juan Albano Pereira1799
34Don Manuel Leal1800
35Don José Antonio de Cienfuegos y Arteaga1801
36Don Pedro de Vergara1803
37Don Dionisio de Cienfuegos y Arteaga1804
38Don Juan Crisóstomo Zapata y Patiño1805
39Don Pedro José Donoso1806
40Don Ignacio Zapata1809
41Don Manuel de Cañas y Martínez de Aldunate1810

Alférez Reales

1Don Joaquín de Oróstegui1744-58
2Don Dionisio de Opazo y Castro1758-59
3Don José Antonio de Rojas y Olivares1760-62
4Don Ignacio de Zapata1773-81
5Don Faustino de la Cruz y Bahamonde1782-10

Este alférez real remató el cargo en 200 pesos y obtuvo real confirmación por real cédula de 23 de diciembre de 1785.

Alcalde Mayor Provincial

1Don Bernardo de Azócar Hurtado de Mendoza y San Martín1744-65
2Don Francisco de Olivares y Rojas1770 -1810

Azócar obtuvo por decreto de 8 de enero de 1746 la confirmación del cargo de alcalde mayor provincial, que le había dado Manso. Olivares lo remató el 21 de diciembre de 1770, pues estaba vaco desde la muerte del vecino Azócar en 300 pesos. Le fue confirmado por real cédula de 24 de noviembre de 1781.

Regidores

1 Don José de Besoaín 1744
2Don Hilario de Velasco1744
3Don Agustín de Céspedes1746
4Don Félix de Sepúlveda1748
5Don José de Aguirre1749
6Don Hilario de Velasco1759
7Don Eugenio de Herrera1759-65
8Don José Hilario de Velasco, Regidor Decano1759
9Don José Antonio Bravo y Maturana, Regidor Decano1775
10Don Francisco de Cienfuegos, Regidor Decano1776 -1801
11Don Vicente de la Cruz, Regidor Decano1781 -1810
12Don Juan Nepomuceno Cruz, Regidor Decano1771-84
13 Don Agustín de Céspedes, Regidor Sub-Decano1770-80
14Don José A. de la Fuente, Regidor Sub-Decano1775 -1810
15Don Juan Crisóstomo Zapata, Regidor Sub-Decano1806
16Don Manuel Girón, Regidor Sub-Decano1807-10

Don Vicente de la Cruz lo remató en 1781 en la cantidad de 150 pesos, y le fue confirmado por Real Cédula de 23 de octubre de 1785. En el año de 1801, lo renunció a favor de su hijo, pues estos cargos de regidores decanos y sub-decanos eran perpetuos y renunciables.

Don Juan Crisóstomo Zapata y Patiño lo remató en 125 pesos el 23 de abril de 1806; estaba vaco este cargo desde 1799.

Fieles Ejecutores

1Don Martín Echeverría1796-1804
2 Don Manuel de Gómez1805-1810

Depositarios Generales

1Don Andrés de Silva y del Campo de Lantadilla1744-1759
2Don Prudencio José de Silva y Gaete1759-1771
3Don Claudio José de Olivares1772-1774
4Don José de San Cristóbal y Sotomayor1775
5Don Prudencio José de Silva y Gaete1775-1778
6Don Claudio José de Olivares1778-1810

Alguaciles Mayores

1 Don Santiago Gaete1746
2Don Juan Mateo de Verdugo1755-1763
3Don Ramón Ramírez y Gaete1775-1807
4Don Manuel Antonio Pérez y García1807-1810

Ramírez y Gaete lo remató el 11 de enero de 1775, en la cantidad de 402 pesos, cargo que le fue confirmado por real cédula de 13 de marzo de 1780.

Procuradores Generales

1Don Francisco de Silva y del Campo1749
2Don Juan de Cárdenas1759
3Don Dionisio de Opazo y Castro1771
4Don Nicolás de la Fuente1772
5Don Tomás de Silva y Gaete1775
6Don Faustino de la Cruz y Bahamonde1778
7Don Antonio de Castro1784
8Don José María Silva y Donoso1805
9Don Manuel Leal1806
10 Don José Miguel Vargas1809

El corregidor presidía esta corporación y tenía como representante del poder absoluto ilimitadas facultades, tanto para convocarlo como para disolverlo y crear otro. Debemos también advertir que el Cabildo por su parte tenía facultad en casos muy calificados, para quitar el mando al corregidor, como se verá más adelante.

La elección anual de alcaldes, que se hacía en los primeros días del mes de enero, estaba sujeta a la aprobación del Gobernador. Estas eran casi las únicas fechas en que se reunía el Cabildo, y aun muchas veces el corregidor de mutuo propio proponía al Capitán General el nombramiento de los alcaldes, sin intervención alguna de los ediles. Se procedía así en los casos en que el Cabildo estaba muy dividido y los ánimos poco inclinados a un acuerdo.

En número de personas que lo componía tuvo sus variaciones. Fundado en 1744, con dos alcaldes, alférez real, y dos regidores, alguacil mayor, procurador y alcalde provincial, después a medida de las necesidades se fueron aumentando sus plazas. En 1796 se creó el cargo de fiel ejecutor, por el aumento de la actividad comercial de la ciudad. Cuando se le dio el título de ciudad por real cédula de 6 de junio de 1796, se aumentaron a doce sus plazas de regidores. En 1799 habían cinco cargos de regidores vacos por falta de compradores, permaneciendo en este estado hasta 1806, y sólo algún tiempo después fueron rematadas estas plazas.

Debemos notar que casi todos los miembros del Cabildo y aun los corregidores fueron criollos, los demás por excepción eran españoles. Esto se debió a que la ciudad fue el punto de reunión de los vecinos ricos del partido y que los cargos edilicios les daba un señalado relieve, otorgado por las leyes de Indias y confirmadas por las constituciones dadas por Manso:

«Los hacendados que puedan proporcionarse el privilegio de nobleza gocen de él, sus hijos y descendientes».



Desde los primeros años se formaron grupos de familias que se apoderaron de él, como pasó con la de los Cruz. Cuatro familias encarnaron en el período colonial la influencia social, económica e intelectual: ellas fueron, los Donoso, los Silva, los Opazo y los Vergara. Años más tarde, casi al finalizar la colonia, se viene a sentir la influencia de un nuevo grupo de familias como la de los Cruz, Cienfuegos, Zapata, Albano, Armas, Letelier, Vargas, Prieto, en su mayoría enriquecidas en el comercio y en las minas del Chivato.

Un gran grupo de familias santiaguinas y de Concepción pasó a radicarse en Talca, atraídas por el oro del Chivato, y a ello se debió aquel burlesco denominativo con que los santiaguinos llamaban a Talca «colonia de los arruinados». Dice el Abate Molina, que «se llamó así por tener mucha gente que no pudiendo mantener su situación en Santiago, iba a esconder su decadencia en Talca, donde la vida y el trabajo eran más fácil y más productivo».

Los cargos civiles y militares no salieron en toda la colonia de este grupo, que formó una aristocracia orgullosa y altanera.

Los corregidores estaban continuamente reclamando al Cabildo para que en las elecciones llevaran personas idóneas:

«No dudo que en esta ocasión traerán Vs. Ms. personas idóneas para el bien público».



En otras ocasiones decían «que como padres de la República les toca a Vs. Ms. elegir personas idóneas».

Las elecciones de alcalde apasionaban más de un día a los vecinos, que divididos en bandos se esforzaban por hacer triunfar a sus candidatos.

Esto dio origen a elecciones que sacudían la monotonía de la vida de aquellos años. Desde los puntos más lejanos se traía a los reposados hacendados para hacer «una elección de sorpresa»:

«Vinieron únicamente el primer día del año a las bullas y votaciones de sus alcaldes, cuyo motivo causa bastante escándalo en esta villa» -decía el corregidor por comunicación al Capitán General en 1779.



En 1791 decía el Gobernador del Reino al Subdelegado o corregidor don Vicente de la Cruz: «En ese partido se ha padecido el vicio de falta de subordinación, causa de quimeras y perturbaciones» y le pedía cortara de raíz ese mal.

No sólo las elecciones apasionaban a los vecinos, ellos también defendían sus fueros, y no dejaron sentarse a su lado a aquellos que no tuvieran los requisitos exigidos por las disposiciones legales vigentes. Los fueros del avecindamiento y de la buena conducta fueron constantemente vigilados, por estos hacendados ennoblecidos, «por haberse avecindado», esto es, tener casa y solar, por haber cargado la vara edilicia, por «haberse proporcionado el privilegio de nobleza», y por último por «haber contribuido a las obras públicas de la población».

Los incidentes que se desarrollaron dentro del Cabildo y que han llegado hasta nuestro conocimiento son de esta naturaleza. Celosos defensores de sus fueros, vivían vigilantes, sacrificando muchas veces su tranquilidad, por estas pequeñeces que para ellos constituía todo un conjunto de sagrados e inviolables derechos. Hombres rectos y justos, también tuvieron sus apasionamientos y sus querellas personales.

Los grandes acontecimientos y las elecciones de enero de cada año los hacían salir de su vida apacible y reunirse. Las más de las veces fracasaban las reuniones por falta de número y entonces se reunían en amigable charla, formando corrillos que muchas veces dieron origen a pleitos y rivalidades. Famosos fueron los corrillos de la Plaza Mayor, allí se comentaban los actos del corregidor y los escándalos del día.

Coreaba, allá por los años de 1780, estos comentarios el agrimensor don Juan Antonio Morales de la Vega, natural de Portugal, «que más dirigía su cuerda a medir severamente las procedencias de la gente, que las tierras que se le encomendaban». Su manía llegó a ser antipática y sus mismos amigos personales, que la llamaron «la indigna genial propiedad», agregando que «se dedicaba a saber y divulgar de dónde nace esta familia, de dónde proviene la otra, quién es guacho o guacha, quién es hijo espúreo, quién es hijo de fraile, qué mujer soltera ha sido frágil y qué casada adúltera, quién tiene este lunar y quién el otro». Morales de la Vega, era en opinión de sus contemporáneos un archivo vivo y endemoniado de los linajes y vida de todos.

Así pasaban sus ocios estos vecinos entregados al comentario y a las rivalidades. Los que eran amigos se reunían en sus casas y para matar el tiempo se entregaban al juego de las cartas. Contó Talca también, en la época colonial, con expertos en el arte de la baraja. Por los años de 1779, el alférez real don José Ignacio de Zapata reunía en su casa de la calle Santo Domingo a un numeroso grupo de amigos, que en las noches «pasaban largas veladas de juego». De ellos se conocen a don Ramón Olivares, don José Antonio Bravo, don Manuel Cruz, don Santiago Aguirre, Don José y don Mateo de Vergara, don José Jara y don Manuel Concha.

Las reuniones de Zapata inquietaron al corregidor don José Prudencio de Silva y Gaete, quien quiso aplicar a Zapata una multa de diez pesos, que por supuesto no pagó, y le echó en cara que el prudente corregidor se pasaba también «veladas jugando». Zapata le manifestó al corregidor que también se jugaba en el convento de Santo Domingo y que impusiera multas a sus reverencias...

* * *

No faltaban por entonces las fiestas públicas, con motivo de algún aniversario real o por la visita de algún personaje, lo que constituía para el Cabildo «graves e importantes asuntos». Apenas fundada Talca, estuvo en noviembre de 1748, de paso el Obispo Doctor don Juan González Melgarejo. En 1760 visitó la naciente ciudad don Antonio de Amat y Junient, tomado diversos acuerdos y constatando el progreso de la villa le dio en esta ocasión un escudo de armas. En 1774, don Agustín de Jáuregui hizo una larga visita. Concurrieron a saludarlo y darle la bienvenida casi todos los vecinos principales de la ciudad y del corregimiento, aun de los puntos más distantes, como lo hizo don Juan Garcés de Marsilla, quien a pesar de estar «ciego de ambos ojos», vino a saludar al Gobernador desde sus tierras de Peralillo.

Las visitas más importantes fueron las que hizo don Ambrosio O'Higgins, la primera en 1788, alojándose en casa de un compañero, el portugués don Juan Albano Pereira; y la segunda en el 1793, imponiéndose esta vez más detenidamente del adelanto y necesidades de la villa.

Una de las fiestas de más bombo y boato la constituía el real estandarte por el alférez real, Cabildo, autoridades civiles, eclesiásticas y militares. En 1748 se paseó por la exaltación al trono del Rey Carlos III y transcurrieron desde entonces treinta años sin que se efectuara nuevamente. El Cabildo, en sesión de 24 de julio de 1775, hizo notar esta omisión y pidió se hiciera. Parece que el pendón real había desaparecido, pues su alférez real, don Faustino de la Cruz, decía «no había en la villa ni pendón real, ni dosel, ni cojines». Esta precaria situación fue reparada generosamente por su hermano, don Vicente de la Cruz y Bahamonde, quien donó todo lo necesario cuando entró a ejercer el cargo de corregidor. El 1.º de septiembre de 1760, el Cabildo comisionó a don Dionisio de Opazo y Castro y a don Francisco de Silva y del Campo, para que elaboraran el programa de fiestas, por la exaltación al trono del heredero. En esta ocasión se representaron dos comedias, y hubo corridas de toros y juego de cañas. El Cabildo proporcionaba también entretenciones al pueblo, con el establecimiento de las canchas de bolas. En 1790 remató su concesión, don Francisco Pérez, quien el 10 de julio de 1790 rindió fianza sobre las obligaciones que había contraído.

* * *

No sólo los cargos edilicios eran deseados por los vecinos principales, también estimaban los títulos militares. Los más acomodados colocaban a sus hijos, desde casi niños, en los cuerpos militares del Reino. Don Dionisio de Opazo y Castro, tenía a su hijo Ignacio como cadete de la compañía de don Manuel Cabrito, en Concepción. Por real orden de 1778 se modificó y se reconstituyó el regimiento de milicias del Maule, dando una nueva estructura a las antiguas milicias fundadas por el general don Cristóbal de Amaya en 1649. En Talca se fundó, el 1.º de mayo de 1779, el regimiento de milicias de Caballería del Rey, con doce compañías, una en cada asiento y doctrina, y dos compañías de infantería, al mando de un capitán cada una, con un total de 612 hombres. Sus armas eras simplemente la espada. Fue su primer Coronel don José Prudencio de Silva y Gaete, que ocupó el cargo hasta su muerte en 1798. En los cuadros de sus oficiales tuvo colocación lo más granado de la juventud talquina. Eran oficiales, según revista de 1803, los siguientes vecinos: Coronel don Juan Ramón Acereto, Teniente Coronel don Vicente de la Cruz; Sargento Mayor don Francisco Eusebio Pollini; Ayudante Mayor, don Roque Vergara, Capitanes: don Pedro Antonio Silva, don Antonio de Urzúa, José Silva, Ignacio de Silva, Manuel Concha, Manuel Girón, Faustino de la Cruz, Pedro Vergara, José Antonio Cienfuegos, Juan N. de la Cruz, Agustín Concha, Juan Albano, Francisco Cienfuegos, Andrés Vergara y José Ignacio Zapata.

Los más jóvenes eran simplemente oficiales. Pero estos cuadros de oficiales sufrían continuamente cambios por el abandono en que se veían, al ser dejados por sus ocupantes, que muchas veces no asistían a las reuniones por hallarse en sus trabajos agrícolas o en actividades comerciales. En 1795, por ejemplo, se pidió fuera reemplazado el oficial don Dionisio Brisio de Opazo y Castro, «por su poca asistencia», y la de su hermano Ignacio, «por hallarse radicado en Concepción en negocios propios».

* * *

Lo que más conmovía la tranquilidad social eran los escándalos y rivalidades, que surgidas generalmente en el seno del Cabildo, se extendían al hogar y a toda la ciudad, dividiéndola en bandos enconados.

La crónica de 1778, relata el incidente escandaloso que se desarrolló en el Cabildo sobre el llamado «fuero de la nobleza». El día 7 de enero de ese año se reunieron los cabildantes don Dionisio de Opazo y Castro, don José de Silva Gaete, don Ramón Ramírez y Gaete, para hacer las elecciones de los cargos de alcalde y demás autoridades concejiles. Al tratarse de la votación para elegir procurador, recayó ésta en el prestigioso vecino don Faustino de la Cruz y Bahamonde, que ya años antes lo había ocupado, como asimismo el de alcalde. Proclamada su elección, pidió la palabra al corregidor Polloni que presidía, don José Antonio de la Fuente, hombre de carácter raro y atropellador, y dijo:

«No aceptarlo por no conocerlo por persona calificada, y que ninguno de su familia se debía hombrear con él, pues era plebeyo, porque no tenía vara de regidor de cien pesos... y que se ‘aventase’ lo acordado del libro del Cabildo».



La declaración de De la Fuente dejó «admirados de su intrepidez e insolencia» a los tímidos cabildantes, pues Cruz era considerado como del estado noble. Los comentarios surgieron en todos los círculos en contra de De la Fuente, por lo que se le impidió su salida de la villa bajo multa de cien pesos.

El Cabildo encontró justo lo pedido por Cruz e informó que «era persona de honor y buena conducta e ilustrada de estudios», y que la contradicción de Fuente «fue dimanada de un espíritu de discordia y no de ningún otro fundamento».

Por su parte, don Faustino de la Cruz presentó al corregidor un memorial en el que le decía que su padre había sido del estado noble de Génova y sus abuelos castellanos, de los primeros conquistadores del Reino, se explayaba sobre la distinción y honradez de su familia y respondiendo a «la ridícula afirmación de Fuentes» que no tenía vara de cien pesos decía:

«Tengo tanta nobleza necesaria para no adquirirla por una vara de cien pesos...».



Para terminar:

«Yo fui criado en la educación de bellas letras en un Colegio de Nobles y no en una isla de río como Vuesa Merced».



El corregidor Polloni, hombre íntegro y de gran valer, escuchó la queja de Cruz y mandó al orgulloso y desatinado Fuente, no salir de la Villa «por sus pies ni los ajenos» bajo multa de cien pesos.

El escándalo traspasó los límites de la naciente villa y llegó a oídos del gobernador, quien dispuso por decreto de 11 de febrero de 1778, que se recibiera a Cruz en el cargo elegido y que «por cuaderno separado vindicase su honor». Cruz no se contentó con esto y pidió que se borrasen del acta las palabras injuriosas de Fuente. El Gobernador accedió por decreto de 11 de marzo a lo solicitado, y así se efectuó en el libro de Actas.

Las satisfacciones recibidas del Gobernador y del Cabildo, por las ofensas de Fuente no repararon el agravio inferido y esa rivalidad perduró muchos años.

Don José Antonio de la Fuente, hijo de una familia gallega radicada en la doctrina de Vichuquén, había ejercido un verdadero señorío en las tierras de la Quesería, su estancia. Como Alcalde de Hermandad daba a su antojo libertad a los reos, con sólo saber que eran buenos cristianos. Fue acusado más de una vez de robo de caballos. En 1784 estuvo envuelto en otro escándalo, con un segundón vecino de sus tierras. Era el 1.º de agosto de 1784, después de oír misa en la iglesia parroquial de Vichuquén, los vecinos Remigio González, José Manuel País, Francisco Solís, Eusebio y José Santos Fernández, y de la Fuente, salieron en dirección de San Pedor de Alcántara. Cerca de las casas de la Quesería se despidió amigablemente de la Fuente. Sus acompañantes siguieron el camino y para acortarlo entraron por un potrero de su propiedad, el que por una fatal casualidad los vio. Furioso al ver su propiedad atropellada, se encolerizó y salió a su alcance con los gritos de: «Perros, cholos, mulatos». Don Remigio González salió del potrero, pero a poco andar volvió a entrar en él, para burlarse del enojado Fuente, pero éste que desde lo alto de su casa observaba estas maniobras, salió pistola en mano a castigarlos, gritando «fuera perros», y disparándole a quemarropa no dio en el blanco por una feliz casualidad. González le quiso interpelar, pero de la Fuente le respondió: «Calla la boca, no te dé con un demonio».

Los hijos de González, José, Juan Agustín y Jacinto, al ver a su padre ofendido de tal manera juraron vengarlo del furioso vecino e inmediatamente se dirigieron a la estancia de la Quesería:

«Agustín, espada y pistola en mano, entró en la casa, trató de matar a don José Antonio, a sus gritos se interpuso su esposa, doña Josefa y sus criados».



En el proceso que se inició, Fuente quiso probar la bajeza de los González, pero ellos sólo pudieron decir que eran pobres.

No sabemos el resultado de esta querella, pero como todas ellas debió arrastrarse por los estrados de la justicia colonial.

* * *

El Cabildo fue también un celoso guardián del «Fuero del avecindamiento». No toleró que ninguna persona que no fuera vecino con «casa y solar en la ciudad», figurara como miembro del Cabildo. Así fue como en 1775 se rechazaron las elecciones de alcalde de segundo voto, recaída en don Juan Garcés y Donoso, por «que a pesar de ser persona idónea, era ciego de ambos ojos, que no veía ni de día ni de noche»; y la de don Francisco de Lothelier y Díaz de Gallardo en 1782, para alcalde de primer voto. Garcés era vecino de la doctrina de la Huerta, dueño de la estancia de Peralillo, y Lothelier de Huenchullami, ambos no se habían avecindado en Talca. Lo mismo ocurrió con la elección de don José Valeriano de Garfias, cuya elección fue anulada por no poseer casa en la villa, a pesar que su suegra la tenía y vivía con ella.

En 1797 el Cabildo, agradecido de los servicios que le prestara don Nicolás de la Cruz y Bahamonde, «en las gestiones y gastos en España», para obtener el título de ciudad y los agregados de «muy noble y muy leal», lo eligió alcalde de segundo voto. Esta elección fue anulada por el Capitán General, pues las leyes no permitían elegir a personas ausentes, pues Cruz vivía en Cádiz.

No sólo los fueros de la nobleza y del avecindamiento defendieron con tenacidad estos «Padres de la República». Ellos supieron también defender su independencia para administrar justicia. El juicio entre el Subdelegado don Vicente de la Cruz y el Alcalde don Nicolás Cienfuegos, nos da una idea clara del valor en que apreciaban sus fueros estos señores.

Por los años de 1787, doña Manuela de Badiola y Madariaga Lecuna y Carrera, vecina de Talca y extensamente vinculada en el Reino, prestó 3.600 pesos a dos años plazo, a don Juan Esteban de la Cruz y fueron sus fiadores solidarios don Manuel Concha y su hermano don Vicente de la Cruz. Se atrasó don Juan Esteban en el pago y resistiéndose a las repetidas instancias de la señora Badiola, obligó a ésta a reclamarlo a don Manuel Concha, deudor solidario. Pero Concha era cuñado del subdelegado y éste hermano del deudor principal. Cansada ante esta situación, doña Manuela de Badiola se presentó el 6 de julio de 1791, ante don Ambrosio O'Higgins. Su solicitud fue proveída por el asesor Rozas el 12 del mismo mes, diciendo que sin saber lo que pasaba en Talca «que ocurra a cualquier alcalde ordinario». El 14 le remitió el Gobernador a doña Manuela una nota adjuntándole lo dictaminado por Rozas, y agregándole que «en caso que advierta contemplación u omisión, o desvío de la administración de justicia, me avisara de nuevo para proveer cuanto corresponda». El Alcalde don Nicolás de Cienfuegos y Arteaga, en vista de los antecedentes, aplicó rigurosa justicia. Proveyó que se notificara para el día 26 de julio a don Vicente de la Cruz, para que en el plazo de tres días pagara con intereses lo adeudado, o sino, se procediera a la ejecución.

El orgulloso subdelegado, apenas notificado, remitió a Cienfuegos una nota en la que le decía:

«Lo que hay de extraño es que Ud. tenga la arrogancia de decretar en contra de su superior. Pero su espíritu de Ud. -le agregaba- no es obrar con justicia, sino querer ultrajar mi empleo y mi persona



Esta altanera respuesta de Cruz fue remitida en consulta por Cienfuegos a O'Higgins, pidiéndole consejo. Fue traída por un correo expreso, el mismo día que la recibió, el 21 de julio. El inflexible y correcto O'Higgins dispuso el 27 que se volviera a notificar a Cruz y que se cumpliera el decreto de Cienfuegos, «a quien se prevendrá, agregaba, reservadamente lo extraño que ha parecido su oficio al alcalde, con lo demás que corresponda».

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En general, las relaciones entre los corregidores y subdelegados y el Cabildo fueron amistosas y conciliadoras. Los representantes del Capitán General eran casi siempre hombres de gran tipo y experiencia en las cosas de gobierno. Su influencia como jueces en las contiendas privadas de los vecinos, así como en las continuas reyertas y rivalidades de los cabildantes fue muy considerable.

La crónica ha conservado el nombre de tres corregidores, que por sus señalados servicios merecen ser recordados en ella. Ellos son don Cornelio de Baeza, don Francisco de Polloni y Lepian y don Vicente de la Cruz y Álvarez de Bahamonde. Al primero le cupo la gloria de haber fundado Talca, al segundo de haberla organizado, y al tercero haber contribuido a su adelantamiento material.

Con respecto a don Cornelio de Baeza sólo nos resta decir algo sobre sus últimos años. En 1754, después de doce años de servir como corregidor, pasó a ocupar el cargo de administrador del real estanco, puesto que ocupó diez años, hasta 1766. En esta fecha fue ejecutado por la Real Hacienda por un alcance en su contra. Baeza dijo entonces, «que por sus diversos trabajos y edad no lo había podido atender», y la real justicia no respetó los méritos de este anciano que había perdido ese dinero de la real hacienda. El anciano Baeza se vio obligado a vender sus muebles y alhajas en Concepción para levantar el embargo de sus solares, uno en la plaza mayor de Talca y el otro al lado de San Francisco, y la chacra que el Gobierno le había regalado en premio de sus servicios. Graves sufrimientos morales amargaron sus últimos años. El 27 de julio de 1746 dio poder a don Juan Grez para seguir pleito ante la Real Audiencia contra Juan de Toledo «por la pública infamia, y descrédito, con que ha injuriado a mi hija Josefa Baeza, en Concepción y otros lugares».

Fue bien triste la ancianidad de este ilustre y esforzado luchador. Demente su hija Josefa, le preocupó intensamente su suerte y su desgracia. Falleció en Talca. La tradición conservó durante muchos años su nombre, dándoselo a las aguas del estero que regaba sus solares y que cruzaba de un extremo a otro la población.

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Don Francisco de Polloni y Lepiani nació en 1733, en la ciudad de Cádiz. Era hijo de don Francisco de Polloni y de doña Ana de Lepiani, seguramente de origen italiano, que radicados en esa factoría fueron comerciantes de cierto caudal, dueños de casas y mercaderías. Polloni se embarcó en Cádiz con destino a América el 17 de octubre de 1752, a la edad de 19 años. Antes de partir, ese mismo día testó en favor de su hermano José, que también pasaba a Indias, y de su tío don José Morando, secretario de S. M. en esa ciudad. Después de recorrer algunas plazas de América, se radicó en Chile, en Santiago. Hombre de alguna fortuna, casó dando recibo de dote el día 1.º de abril de 1756, en esta ciudad, a doña María del Tránsito y Herrera y Cetina, que llevó una dote de 5.000 pesos.

El 24 de abril de 1759, dio poder en Santiago, ante el Escribano Santibáñez, a don Juan Víctor, a don Carlos Bambeta y a su tío don José Morando, para que liquidasen los bienes de sus padres y le remitieran a Chile su valor. El 13 de agosto de 1760, sintiéndose al parecer enfermo, dio poder para testar ante el mismo escribano Santibáñez, a su esposa, y en él declara ya tener por hijos a Francisco Eusebio, Antonio y Marcos que agregaba otro.

Comerciante acomodado, disfrutó de honores militares: el 10 de noviembre de 1759 había sido nombrado capitán de infantería de milicias.

Estimulado por las actividades comerciales, se fue a establecer a la ciudad de Talca con su familia. Español, de cierta situación, rico y bien casado, pues doña María del Tránsito era hermana de la Marquesa de Corpa y descendía de los principales conquistadores del Reino, pasó a los pocos años de su avecindamiento a ser el vecino principal de la ciudad de San Agustín de Talca, y como tal fue nombrado el 16 de abril de 1763, corregidor.

La administración de Polloni se caracterizó por su templanza y la armonía que mantuvo con los pobladores. Éstos vieron en su gobierno un espíritu de justicia y garantías para todos. Persiguió sin cuartel a los malhechores: «perseguía personalmente a los bandidos». La tradición recuerda que durante su gobierno se ahorcaron a tres bandidos en la plaza pública.

A pesar de tener tan vasto dominio bajo su mando, dividía el tiempo en atender las necesidades de las tres ciudades, Talca, Cauquenes y Curicó. Fue un hombre generoso y justiciero, «amparaba a los huérfanos y a las viudas», «comía tarde para escuchar los reclamos de la plebe, y las puertas de su casa estaban siempre abiertas para recibirlos».

No faltaron, sin embargo, las perturbaciones bajo su gobierno. En 1767 se temió una invasión de los indios cordilleranos o pehuenches y se acusó de ser el jefe de ellos al capitán andaluz don Andrés Carbonell, nacido en 1697, y que había servido al Rey cuatro años. La causa por que este capitán fue acusado, preso y remitido a Santiago, «fue por tener ilícito comercio con los indios, o sea, el robo de animales». Tenía comercio con Mendoza, donde vivía don Hilario González, su segundo en estas andanzas. Carbonell se había relacionado con los principales caciques para ejercer este tráfico. Uno de los jefes aborígenes era un tal Lorenzo Ibacache, «temido bandido», lenguaraz y brujo, agrega el documento. Al tomársele preso en la noche del 20 de junio de 1767, en el potrero de la Cordillera Nevada, se le encontró en unas alforjas «una cabeza de gente, fresca y con los dedos metidos en las cuencas de los ojos, y la flecha, señales con que los indios bárbaros participan su próxima sublevación».

La prisión de Carbonell, calmó los ánimos de los asustados vecinos, como así mismo la del famoso brujo Ibacache. Polloni, ante la alarma de los indios de Bío-Bío, reunió a las milicias, hizo una lucida revista de quinientos militares y emprendió marcha hacia Cauquenes. Pero todo no pasó de ser una falsa alarma.

Un acontecimiento le vino a dar una gran actividad a la vida urbana. Éste fue el descubrimiento de las antiguas minas de oro, llamadas del Chivato, con lo que la riqueza minera del corregimiento experimentó un gran resurgimiento. Durante la conquista y en años posteriores sólo se explotaron algunos lavaderos de oro en la costa, en Caune, Lolol, Vichuquén. Más tarde se descubrieron minas de hierro cerca de la laguna de Vichuquén, y de cobre en Caune y Huequilemu, trabajada esta última hasta 1779 por don Juan Garcés de Marsilla y Donoso. En 1757 se explotaba la de oro de Huemul y otra de cobre en el cajón del río Teno. El Presidente Amat trajo desde Potosí para la explotación del mineral de Huemul a don Juan José de Herrera, que fracasó en sus trabajos. El naturalista Molina nos habla que a tres leguas de la ciudad de Talca existían unas minas de amatista, de cuyas piedras en 1796 tenía una de singular magnitud el subdelegado don Vicente de la Cruz y Bahamonde. El Presidente O'Higgins tuvo en sus manos esta piedra cuando estuvo en Talca en el año de 1793.

Además se sabe que el encomendero de Pocoa, Peteroa, y Mataquito, don Juan Jofré y Monteza, tenía ricas minas de oro en explotación en sus dominios en el siglo XVI.

Las minas descubiertas ahora habían sido explotadas en esta época. Su descubridor fue don Francisco Ortiz de Araya, minero y azoguero de S. M. que en la petición de pertenencia de 1767 dijo «ser desmontes de mina de oro en el cerro denominado Chivato, que despreciaron los antiguos y que fue trabajada por los naturales». En enero de ese año se le concedió el goce de esos desmontes. Alentado por esta concesión, trabajo constantemente todo el año y el 6 de diciembre descubrió con gran placer de su parte la veta principal.

Cuando la noticia llegó a Talca, el corregidor en persona con un gran número de vecinos se trasladó al sitio del hallazgo y el 22 de febrero hizo la mensura de la pertenencia solicitada.

Muy pronto entró en juego la codicia de algunos vecinos. Éstos principiaron a rondar la llamada «Casa de Piedra». Don Ignacio de Zapata, se presentó en 1771 pidiendo una mina, que maliciosamente ocupaba la de Ortiz de Araya. Igual cosa hizo con otra presunta pertenencia don Francisco de Cienfuegos.

La parte correspondiente al Rey, las dos estacas de S. M. fueron rematadas por el francés don Juan Ángel Berenguel, quien a su vez las dio en administración al español Cienfuegos.

Toda esta gente principió a trabajar y a tratar de arrollar al pobre Ortiz de Araya. Para esto le suscitaron una acusación criminal. El corregidor don Francisco López Sánchez, sucesor del justiciero Polloni, accedió a lo pedido, que era acusar a Ortiz de Araya de impedir el trabajo en las otras minas y ejecutar el suyo sin seguridad alguna.

Sin más trámite, le fueron embargados todos los bienes y Araya se vio impedido de continuar en sus trabajos mineros. Se presentó entonces en grado de queja al Gobierno del Reino. La Real Audiencia recibió su escrito de amparo, en el que pedía la expulsión de Zapata de Talca:

«Desde que empecé la faena -decía a los Oidores- puedo decir con verdad, que resucitó la villa de San Agustín de Talca, porque seculares y regulares, grandes y pequeños, experimentaron los efectos de la liberalidad, con que a unos repartía cargas y a otros cajones de metal, de modo que los trapiches de aquel contorno, que antes estaban parados por falta de metales, y los que prontamente se hicieron por diferentes sujetos, al punto que vieron la abundancia de mi mina, se vieron de repente cargados de ellos. Esta riqueza excitó la codicia de don Ignacio Zapata, tal vez porque sería el único que no había disfrutado de mí».



La Real Audiencia ordenó el desembargo de los bienes de Araya por decreto del día 24 de abril de 1772.

La riqueza descubierta por Ortiz de Araya, fue en sus primeros días fabulosa, alarmante, pues se veían grandes cantidades de oro. Gentes de todas partes del Reino, atraídas por la misma riqueza minera o por el comercio que se estableció en la región, fueron a radicarse en la ciudad de Talca. Pero tanta riqueza no podía durar muchos años. La veta se cortó y los trabajos por seguirla se hicieron imposibles por llenarse de agua sus socavones18. Araya, como casi todo minero, fallecía pobre en Talca el año de 178319.

* * *

Los últimos años del gobierno de Polloni fueron agitados. Una sublevación en la cárcel y la expulsión de los jesuitas, cierran su primer gobierno. La cárcel se hacía día a día más estrecha para contener tanto delincuente. Según expresión del propio Polloni, «si salía uno un día, ese mismo día entraban cuatro». La delincuencia había recrudecido enormemente y la cárcel, edificio insuficiente e inseguro para contenerlos, era un peligro para la tranquilidad de la ciudad. Por otra parte, los presos recibían el mal trato que se puede uno imaginar:

«Gran fetidez de los calabozos, el llover del techo, grandes multitudes de piojos, por lo que los presos se quitaban sus cotones y calzoncillos, quedando en pelota a raíz de la tabla, en un mero pellejillo en la fuerza de la rigidez del invierno».



Ésta es la descripción que nos hace un funcionario colonial.

Ante la estrechez del local, los alcaldes a cuya vigilancia estaba sometida la cárcel, se veían en el caso de soltar a muchos delincuentes, dejando sólo a los más criminales y peligrosos. Al poco tiempo de estar en ese infierno, los desgraciados se convertían en verdaderas fieras.

Debemos suponer qué trato recibían estos delincuentes, a cargo muchas veces de verdaderos verdugos, como eran algunos alcaldes. Como caso típico de sus crueldades citaremos lo acontecido en junio de 1768. Desde el 2 de ese mes hasta el 12 se les privó del «alivio del patio y del 9 al 12, del agua». Locos por la sed se sublevaron, y dando grandes gritos principiaron a recorrer el «corral de la cárcel», después de haber roto las amarras de su calabozo. Decían «preferimos morir de un golpe que perecer muriendo de sed».

El alcalde don Rafael de Parrao, era el culpable de este crimen. Al llegar a la cárcel y ver a los presos gritando, dio orden de encerrarlos en los calabozos por la fuerza de las balas. Los reos no se atemorizaron, pues preferían cualquier suplicio antes que la sed, y esperaron la muerte maldiciendo al alcalde. Muchos vecinos se habían agrupado frente al edificio de la cárcel y rodeaban al alcalde Parrao: entre ellos estaba don José Prudencio de Silva y Gaete, y el cura don Pedro Pablo de la Carrera, que interpusieron sus personas, para salvar las vidas de esos desdichados. Silva y Carrera persuadieron a los reos que se tranquilizaran y que si volvían a sus calabozos, no se les castigaría. Las palabras de Silva y del cura Carrera fueron escuchadas y obedecidas por los sublevados.

Parrao quedó malhumorado y esperó la ocasión de vengarse. El 16 ordenó sacar a los cuarenta y siete sublevados y pasearlos amarrados por la plaza, encabezando el desfile de esta grotesca farándula un reo de apellido Muñoz, hombre español de bella presencia, sobre un burro, con las espaldas desnudas y montado al revés. Entre los gritos que le arrancaban los azotes del verdugo Muñoz, gritaba «que prefería ser degollado». Parrao estaba feliz, pero esto era ya el colmo de su insensatez. Carrera y Silva se le apersonaron para hacerle ver el escándalo que producía esa fatídica procesión de martirios:

«No respondió razones, y sin más dio a Silva un palo en la frente».



Si no es por la intervención de otros vecinos, habría corrido sangre entre Parrao y Silva, pues éste, al decir de sus contemporáneos, «era de natural inquietud y valeroso».

A raíz de este incidente, Silva se quejó ante la Real Audiencia contra Parrao. Se tomaron las informaciones necesarias por el juez en comisión, don Dionisio de Opazo y Castro. El tribunal falló el 8 de octubre de 1768 y dispuso que don Rafael Parrao:

«En adelante proceda con mayor moderación, especialmente con los sujetos de distinción y calidad, como lo es el dicho don José»; y que «éste guarde respeto y autoridad que corresponde a la justicia, dejándola obrar libremente, sin meterse en los negocios que pertenecen a ella».



Condenó a las costas de Parrao, por su proceder, «pues sólo tendía a perder el respeto a la real justicia».

Ordenó también la Real Audiencia que se diera cuenta al Corregidor sobre el mal estado de la cárcel, y que los jueces se mantuvieran dentro del marco señalado por sus instituciones y que administrasen mejor la justicia criminal.

* * *

Antes de entregar al mando Polloni, tuvo que cumplir las órdenes relacionadas con la expulsión de la Compañía de Jesús. Ya hemos recordado anteriormente la situación que tenía en la villa, la escuela que mantenía y las riquezas que había logrado reunir en la región, que la habían convertido en la orden preferida de los vecinos del partido, desplazando a los agustinos, quienes se habían hecho antipáticos por sus pendencias con el vecindario. El 25 de agosto en la noche, Polloni se dirigió personalmente, acompañado de sus ayudantes, a la residencia jesuítica. Allí encontró al superior Diego Moreno, al padre José Urízar y otros más, a quienes notificó la real cédula de expulsión. Los mantuvo en arresto durante varios días, por la imposibilidad de mandarlos a Valparaíso, debido a las lluvias. Los jesuitas fueron bien tratados en su prisión, dándoseles de comer y cenar decentemente.

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Los sucesores de don Francisco Polloni fueron don Francisco López Sánchez (1768-1769), don Juan Antonio de Salcedo y Carrillo (1770-1772), don Juan Antonio Bravo de Naveda y Maturana (1773-1775) y don Fernando de Padilla y Nieto García y Espinosa de los Monteros, quien se hizo cargo del gobierno de la ciudad a mediados de 1775, y cuyo gobierno dio lugar a un interesante juicio de deposición el mando por sus extravagancias y locuras20.

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A mediados de 1775 llegó a hacerse cargo del corregimiento del Maule el licenciado don Fernando de Padilla y Espinosa de los Monteros, nacido en la Mancha en el año 1726. Pertenecía al estado noble, a una distinguida familia, como era la de los García de Padilla, y la de los Nieto Espinosa de los Monteros, sus abuelos paternos y maternos. Como vástago de un acomodado hogar, pensó darle su padre la brillante carrera del derecho, y así fue como don Fernando entró a la Universidad, obteniendo su título de licenciado en Leyes y Cánones. Con tan flamante licenciatura ocupó en su ciudad natal el cargo de Asesor de Milicias y Capitán de la Provincia de La Mancha. Aspirando a una mejor situación, se trasladó a Madrid, donde ejerció la profesión de abogado, siendo inscrito en su Colegio o Consejo.

No era el único de su familia que andaba en busca de mejor suerte: su hermano Juan había también salido del hogar paterno y se había radicado en Cádiz, junto con un sobrino llamado Manuel de Padilla y Carrasco, nacido en Madrid, esperando mejorar de situación en las tareas mercantiles. Uno de sus tíos políticos, don José Vicente Camborda, había pasado a las Indias, y radicado en Lima llegó a reunir fortuna.

La carrera jurídica no le producía nada al Licenciado Padilla, en la Corte. Su situación económica se agravó, y la muerte de su primera mujer le sumió en un gran dolor. Pasado algún tiempo casó con doña Tomasa Ramírez de Arellano y Perales, natural de Ciudad Real, hija de don Francisco Ramírez de Arellano y de doña Juana de Perales.

Parece que Padilla estaba emparentado con los más linajudos abolengos de España. Fue introducido en la Corte y presentado al Rey en las ceremonias del Escorial. Asistió más de una vez a las cacerías reales y pudo acercarse al real personaje, a quien en cierta ocasión le regaló un hermoso caballo.

Para un cortesano como el Licenciado todo esto constituía el cumplimiento de sus ilusiones; pero al lado de tanta nobleza estaba la realidad de su vida pobre y sin esperanzas.

Las influencias de algunos parientes le consiguieron el corregimiento del partido del Maule, que para los cortesanos de Madrid debe haber sido como ir a la China. Ya en esta fecha se principiaron a notar en don Fernando de Padilla los primeros síntomas de su enfermedad mental, más sus amigos y parientes creían que era producto de su aflictiva situación. Algo desilusionado, pero obligado por las circunstancias, aceptó el cargo que se le encomendaba. Salió de Madrid con su esposa, sus hijos y su sobrino Manuel, para tomar el buque de guerra de San Pedro de Alcántara surto en Cádiz, próximo a partir para las Indias. En este puerto se encontró con su hermano don Juan de Padilla que «estaba pobre, afligido y enfermo», y le pidió le trajera en lugar de alguno de sus criados. Accedió el Licenciado, previa autorización del Consejo de Indias, para traerlo hasta Lima, donde deseaba ingresar en las empresas de su afortunado tío don José Valentín Camborda.

La travesía no dejó de ofrecer sus curiosidades. Ya casi completamente malo de la cabeza, el Licenciado experimentó por los efectos del viaje serias crisis nerviosas. Sus delirios y ridiculeces fueron de todo género. La gente que no comprendía estos estados de ánimo, se reía y burlaba de su desgracia, «fue la irrisión de todos», dice un testigo del viaje, un R. P. Reformado de la Merced.

En Montevideo supo la mala noticia de la muerte de su tío el comerciante de Lima. Su hermano resolvió seguirle entonces hasta Chile. En la travesía de Montevideo a Valparaíso, sufrió fuertes crisis nerviosas, y que experimentaría toda su vida su joven esposa doña Tomasa Ramírez de Arellano. Esta desgraciada dama pidió protección más de una vez de las furias del Licenciado a su compañero de viaje don Francisco Larrarte. Desesperado este caballero, resolvió atemorizar al loco y le dijo en una ocasión: «Si Vuesa Merced continúa, lo voy a arrojar al agua», y como todo loco tiene horror al líquido, se tranquilizó y se fue donde el capitán del buque a decirle que Larrarte «era muy bravo». Parece que la amenaza de don Francisco Larrarte tuvo su efecto, pues el viaje se pudo hacer así con más tranquilidad y sosiego.

De Valparaíso emprendió viaje a Santiago. En esta ciudad dio bien pronto a conocer lo que era. Los vecinos de Talca que residían aquí, se apresuraron a comunicar a sus amigos, que había llegado el nuevo corregidor y que «era un Juañongo», como decía don Antonio de Saravia. Al poco de estar en esta ciudad, salió para su destino. La partida de Santiago marca ya su completa locura. Hizo el viaje montado en un mal caballo como don Quijote, sobre un gran cojín para no machucarse, arrastrando unas grandes alforjas, llenas de pan, para no tener que morirse de hambre por el camino, pues creyó que el desierto estaba al salir de la ciudad, ya que su travesía sería costosa y difícil. Las personas que se toparon con él en el camino real, no pudieron resistir la curiosidad de ver tan extraña procesión, encabezada por el promontorio de don Fernando, sobre el gran almohadón; él por su parte los creía «foragidos» desafiándolos a que lo tocaran para que supieran cómo se defendería. El bueno y pacífico vecindario de Talca lo recibió con todos los honores y prerrogativas de su cargo. Los escasos vecinos conocedores de su personalidad, fueron poco a poco divulgándola. Don Andrés Jerónimo de Fantobal, Ignacio de Opazo y Castro, Juan José Vélez, Antonio de Morales, Manuel Álvarez, Juan Albano Pereira y el francés Antonio de Gramusset, fueron los primeros en darse cuenta de la «desgracia de la ciudad».

Al principio no parece haber tenido grandes rasgos de insensatez el «Corregidor por S. M.», como se hacía llamar, pues hemos encontrado varias sentencias o providencias dictadas por él. Varios vecinos principales le honraron con su amistad. El culto de Antonio de Gramusset y, su joven esposa doña María de Lagardé, que vivía por entonces en Talca, le invitaron en cierta ocasión a su casa. Pero cuán grande sería el asombro del francés al ver salir al corregidor de su casa, erguido y orgulloso «sin hacer demostración alguna de política». No sabemos por qué adoptó esa actitud, si se molestó o fue por orgullo de no encontrar un gran lujo en las habitaciones del francés.

Pasaba las horas de ocio charlando con los vecinos principales en la Plaza Mayor. La curiosidad de su persona atraía al vecindario, quien en más de una ocasión tuvo que romper su gravedad habitual al ver el tono y sandeces del Licenciado. Su conversación era sobre altos temas y como éstos en aquellos tiempos eran sólo religiosos, les hablaba de complicaciones teológicas, les decía que era «más docto que San Ambrosio y demás Padres y aún más que los Evangelistas», «que era más humilde que San Francisco y más soberbio que Lucifer», «que teniendo de su parte a San Francisco no necesitaba de la Trinidad». Con estas declaraciones aterrorizaba a los vecinos, los que se fueron a quejar al cura don Pedro Pablo de la Carrera y Dávila, que se vio obligado a reprender al corregidor por esas herejías. Otras veces les hablaba de su linaje y de su amistad con el Rey, y que era «el segundo» en el Reino, pues su autoridad o nombramiento venía de él directamente. Su locura se tornó con el tiempo en una demencia y decrepitud:

«Sucio y lleno de piojos, sin mudarse nunca de ropa, andaba así por toda la ciudad».



Intratable algunos días, «no seguía ni contestaba conversación alguna». Pasaba delante de los vecinos con paso firme, concentrado, grave, sin saludar, sin fijarse en nada. Otros días, le daba por salir a andar a pie y recorría casi toda la ciudad, no sólo de día sino también de noche. En una ocasión dice el proceso «ejecutó la acción ridícula de entrar a la pulpería de doña Luisa Sepúlveda, a velar un Angelito, donde pasó más de la noche, en medio de esa gente ruin».

La danza de las locuras del señor corregidor no sólo tuvieron por escenario a Talca, sino que en sus visitas regionales daba también ocasión a manifestarse. Le tomó afición a las fiestas criollas de aquella época y sus visitas doctrinales las convirtió en grandes diversiones. En una que hizo a la doctrina de Vichuquén «anduvo de rancho en rancho, comiendo empanadas, tocando la guitarra y comiendo con los peones»; y «al tiempo de decirse la misa, entró a la iglesia y desde el presbiterio, puesto de pie grito: «Nombro por Juez a José de los Ríos»:

«Todos -agrega el documento-, a pesar del sitio, rompieron en grandes risas».



El Licenciado se deleitaba con las peleas a piedra de la plebe. La administración de justicia se hizo imposible:

«Era desarreglado, confuso en sus providencias y llenas de desaciertos».



A sus locuras y demencias debemos agregar los continuos escándalos en su hogar. La desgraciada señora doña Tomasa Ramírez de Arellano, recibía constantemente su maltrato:

«Pelea con su mujer, le pega, dejándola machucada, aún delante de gente de distinción, no la alimenta y se va ella a refugiar a casa del cura».



El buen don Pablo de la Carrera y Dávila enjugó en más de una ocasión las lágrimas de su dolor, que aquel desgraciado hacía verter a su esposa.

Mientras el Licenciado llenaba de terror al vecindario y del más amargo dolor a su hogar, sus parientes hacían su América. Su hermano Juan, a quien nombró de teniente de corregidor de Rauquén, y su sobrino Manuel de Padilla y Carrasco, que lo era de las Salinas, trataban de enriquecerse lo más pronto posible. Este último al poco de llegar, hizo un buen matrimonio al casar con doña Josefa de Molina y Valenzuela, persona rica y acomodada.

* * *

El vecindario por medio de sus alcaldes y regidores principió a tomar parte en estas irregularidades administrativas. Las locuras del Licenciado se habían desarrollado en el corto espacio de algunos meses, y era tiempo que se tomara alguna medida para poner fin a tanta extravagancia y desgobierno.

Padilla, en sesión de 16 de abril de 1776, ordenó «que sus subalternos e interinos no usaran varas, y que los capitulares no usaran espadín en el Cabildo». Como es de suponer, estas medidas cayeron muy mal en el seno de la corporación edilicia. En defensa de sus fueros salió el alférez real don Ignacio Javier de Zapata y Contreras, uno de los vecinos más ricos de la villa, quien defendió enérgicamente los fueros del Cabildo. Los ánimos se acaloraron y estuvo a punto de ser arrestado con todo el Cabildo por el loco mandatario.

Este ultraje no podía quedar así. Zapata principió a mover los ánimos para hacer salir al corregidor y los demás cabildantes, tímidos y timoratos, se quedaron a la expectativa. Con fecha de 5 de junio elevó al Gobernador un memorial con los cargos contra Padilla. No hubo necesidad de comprobar la acusación, pues era ya muy conocido en el Reino, la situación de la ciudad de Talca. El Gobernador nombró a don Ramón de Rozas juez visitador del corregimiento, ordenando no se le pusiera el menor embarazo.

Rozas llegó a Talca el día 18 de junio. Padilla se encontraba en esos días muy entretenido en una de sus acostumbradas visitas doctrinales, en Vichuquén. Al día siguiente, el 19, celebró sesión el Cabildo con asistencia del alcalde de primer voto, don Pedro José Donoso y Gaete, de don Domingo País, de segundo voto; de don José Antonio de la Fuente, regidor subdecano; de don Tomás de Silva y Gaete, procurador de la ciudad, y del alférez real Zapata.

El Cabildo aprobó, la designación de Rozas como juez de pesquisa. El 28 se volvió a reunir el Cabildo para formular los cargos. Zapata, «que era el alma de la acusación», como dicen los documentos, la llevaba redactada. El Cabildo, después de escuchar su lectura, la aprobó y acordó enviarla al Gobernador por intermedio de su procurador Silva, amigo y confidente de Zapata, quien no quiso encomendar a correo alguno esta diligencia. Los contemporáneos se burlaban de la gran lealtad de Silva; decían que era «un arlequín», al referirse a sus actividades, que sólo era movido por la voluntad de Zapata21.

Zapata le formuló al corregidor cuarenta y tres cargos, entre los que se enumeraban todas sus locuras y falta de administración de justicia. Este documento sirvió como cabeza del proceso. Rozas hizo declarar a los más importantes vecinos de la ciudad, entre ellos a don Andrés Jerónimo de Fantobal y Díaz, a don Juan José Vélez, a don José Antonio de Morales, a don Manuel Álvarez, a don Juan Albano Pereira, don Ignacio de Opazo y Castro y a don Antonio de Gramusset y Dumula.

Este último era por aquellos años vecino de Talca. Natural de Premeliu, diócesis de Lyon, en Francia, famoso más tarde por la participación que le cupo en la llamada «Conspiración de los tres Antonios». Se había radicado allí por razones comerciales. Contaba en esa fecha 35 años, según su propia declaración y era arrendatario desde 1772 de las tierras de Cumpeo, pertenecientes a los mercedarios, en la suma de 450 pesos anuales. Era por consiguiente vecino de don Ignacio Zapata y de don Ramón Bravo. Llevaba entonces en Talca una vida de pacífico morador. Su casa estaba bien puesta y como ya lo hemos dicho, en cierta ocasión invitó a don Fernando y sostuvo una fuerte amistad con doña Tomasa Arellano.

Gramusset formaba parte de los corrillos que a diario se formaban en la Plaza Mayor, para comentar los acontecimientos de la ciudad y del Reino. En su declaración da importantes datos. Dijo: «He conversado con él varias veces», y por esta razón le constaba su mal de locura. Agregó «que en un viaje que hizo a Quillota llevó saludos de doña Tomasa Arellano para don Francisco Larrarte, aquel bondadoso compañero de viaje a Chile, y que en más de una ocasión le salvó de una paliza del loco. De regreso a Santiago, agregó «que le fue preciso visitar al R. P. reformador de la Merced y estando presente don Juan Antonio de Ovalle, Fray Pedro Nolasco de Echeverría, se ofreció hablar de Padilla».

Nos hemos extendido sobre este personaje por parecernos el más interesante entre todos los testigos que declararon en el proceso. Recogió con gran bondad en su casa en Santiago al desdichado Padilla una vez expulsado de Talca.

Las declaraciones de los veintiocho testigos confirmaron los cargos formulados en contra de Padilla. El juez Rozas dictó orden de prisión en su contra, acto que se cumplía el día 9 de agosto de 1776, por el alguacil mayor y diez milicianos, que salieron de Talca hacia Vichuquén, en donde se encontraba Padilla, conducido a la ciudad se le colocó en la Sala del Cabildo, lugar acostumbrado para detener a los delincuentes de cierta distinción, donde permaneció hasta el 17 de septiembre, fecha en que pidió bajo la fianza de don Ramón Olivares, ser trasladado a su casa. También se dictó orden de prisión contra su hermano y contra su sobrino.

Para normalizar la administración local, se nombró corregidor interino a don Francisco de Polloni y Lepiani.

La prisión de don Fernando de Padilla, fue, como su gobierno, motivo de compasión y de risa. En su encierro, dicen los documentos del proceso, «hacía versos y cosas para la risa». Pasaba la mayor parte del día escribiendo para su defensa, que consistió en larguísimos escritos, llenos de incoherencias y frases disparatadas. Su letra es de caracteres fuertes, achatada y firme. El primer escrito de defensa lo encabezó con un largo preámbulo de sus títulos. El día 5 de noviembre entregó diez pliegos y el 17, dos más.

A principios de 1777, salía Padilla para Santiago, con su desgraciada esposa y sus hijas pequeñas, ignorantes quizás de toda la tragedia de la locura de su padre. El juez investigador no había encontrado otro delito que su locura, y no siguió la causa por esta razón, contentándose con deponerle del mando.

Radicado en Santiago, vivió en una estrecha medianía, que al andar de los días se transformó en una miseria verdadera. Suponemos que los parientes que había dejado en Talca le ayudaron en tan estrecha situación. Un documento de la época dice que «varios buenos caballeros lo socorrían».

Todo el tiempo lo gastaba en gestionar su viaje de regreso a España, alegando que si la Corona o había mandado a gobernar a América, debía ella también restituirlo a su tierra.

Su esposa tenía algún consuelo en la amistad que le deparaba doña María de Lagardé, la esposa de don Antonio de Gramusset, que se hallaba también radicado por entonces en Santiago22.

La casa del Francés Gramusset, era el centro de reunión de franceses y criollos. Allí se juntaban entre otros, además del desgraciado Padilla, Antonio Alejandro Berney, Juan Ángel Berenguel, Reynaldo Bretón, todos franceses, y los criollos don Alonso Guzmán Peralta y don Bernardo de Brayer y Dávila, hijo de francés y sobrino del cura de Talca, don Pablo de la Carrera y Dávila, que en más de una ocasión le había prestado servicios a doña Tomasa Arellano.

Envuelto en la conspiración de 1780, salió conducido preso Gramusset, con destino a España, en el buque de guerra San Pedro de Alcántara, el mismo navío que en 1775 había traído a otro loco de España.

Padilla se vio, pues, envuelto en el proceso de la conspiración, tuvo que declarar en él, y se le escudriñaron los más pequeños detalles de su vida. Más desamparado quedó el Licenciado con la salida de su buen y compasivo amigo.

Otro Licenciado, conocido en casa de Gramusset, don Alonso de Guzmán y Peralta, que quizás se conocieron como lejanos parientes, pues descendía también de un Espinoza de los Monteros, le deparó una franca ayuda.

Sólo en enero de 1782 llegó a las oficinas de la Gobernación del Reino la real cédula de 5 de julio de 1781, por la que el Rey concedía a Padilla su pasaje para regresar a España. Pero el Licenciado no podía moverse, estaba enfermo de reumatismo y muy pobre, no teniendo ropa que ponerse. El 16 de enero de 1782, elevó un memorial al Gobernador pidiendo parte del dinero del viaje para irse a mejorar a los baños de Colina y comprar ropa. El fiscal Márquez de la Plata, a quien le fue consultada esta solicitud, la negó, a pesar de la fianza ofrecida por su amigo el Licenciado Guzmán Peralta, quien decía de él, «que dada la notoria calidad, su pobreza ha llegado al extremo de no tener que comer, ni camisa en su cuerpo, y que en mi concepto es uno de los hombres más infelices y digno de lástima de los que han venido de España a las Indias».

Aún en 1789 se encontraba en Chile Padilla, ya sumamente grave y pobre, dejando de existir ese mismo año. Su esposa desamparada en tierra extraña, solicitó se cumpliera en ella la real cédula dada por S. M. para restituir al Licenciado con su familia a España:

«Vivo -decía- del socorro que varios buenos caballeros me hacen» y «deseo volver a España para que mis tres hijas vivan allí al amparo de algún pariente».



El 17 de mayo de 1789, las Cajas Reales tasaron los gastos del viaje de doña Tomasa Arellano y sus tres hijas hasta la ciudad de Madrid en la suma de 2.048 pesos.

Ignoramos por qué circunstancias no se realizó este anhelado viaje. Doña Tomasa y sus tres hijas se quedaron en Santiago, donde casaron y dejaron descendencia en las familias Romero y Gundián. Solamente en 1827, vino a fallecer doña Tomasa, habiendo otorgado su testamento ante Ruiz de Rebolledo, el 24 de Abril.