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ArribaAbajoII. La apoteosis del Maestro


ArribaAbajoAnte el féretro de Rodó

Juan Zorrilla de San Martín



Discurso del doctor Juan Zorrilla de San Martín, pronunciado en el pórtico de la Universidad

Señores:

Es éste el momento solemne en que la Universidad de Montevideo, después de haber recibido el cuerpo de nuestro hermano José Enrique Rodó, y después de haber pasado toda la noche a su lado con el pueblo, a la luz de las antorchas y de las estrellas, va a entregároslo a vosotros, a todos y cada uno de vosotros, al pueblo del Uruguay, para que, envuelto en la bandera de la patria, lo llevéis, formando cortejo, a su última morada, y lo dejéis en su casa de la ciudad silente: en la que viven nuestros inmortales.

El Presidente de la República, señores, presidirá nuestro cortejo; él, que, hoy más que nunca, quiere llamarse el primero entre los iguales, acompañará con nosotros esos despojos, y será su mano la que encenderá por el pueblo la lámpara que alumbrará su recuerdo en la clave del arco sepulcral.

Ni la Universidad ha querido entregar, ni el Presidente recoger con nosotros esos despojos en completo silencio, por más que nada hubiera sido quizá tan elocuente como el que nos rodea, y ha sido a mí a quien ha cabido el honor de buscar en mí mismo sus palabras; en mí mismo, en esa región silenciosa del alma en que, según frase del propio Rodó, «se ahonda en los sentimientos humamos hasta anular toda discordia individual, y se llega a la profundidad remotísima de las afinidades y los estímulos primarios y a las honduras de la vida elemental, en donde todo habla un solo y transparente idioma, cuyo recuerdo despertará en la conciencia de los hombres, a la evocación de la armoniosa teúrgia».

Al pensar, señores, respetuoso de mí mismo, en la alta representación en que os dirijo la palabra, yo quiero creer que el Presidente de la Nación, al acordarse de mí para que sea su voz, me ha delegado, por razones afectivas que me conmueven, el ejercicio de la más alta de sus atribuciones, de la que, a través de todas las modificaciones o reformas institucionales, permanece intacta en él, y le imprime su carácter: la que se refiere al cultivo de las relaciones exteriores de la nación; la que pone a ésta en contacto con aquellos que no están dentro de sus fronteras, ni bajo la jurisdicción de sus leyes, ni bajo el imperio de sus jueces; con los hombres que generalmente suelen ser llamados extranjeros.

Ese hombre muerto, señores, cuyos despojos hemos seguido hasta aquí, y vamos a llevar a su sepulcro; ese, cuya sombra estamos viendo a través de los colores nacionales que envuelven su féretro, como si estuviera en las azules profundidades del mar, ése no está ya dentro de nuestras fronteras; como Ariel, el genio del aire, que fue prisionero del mago, ha sido puesto en libertad; vive en la ciudad remota, en esa región, de que él mismo nos hablaba, «en que se aspira el frescor de lo infinito, y se contempla el original de todas las cosas, y se embebe el alma en la lumbre de eternidad».

Ese ausente... ¿es entonces un extranjero entre nosotros?

A contestar lo que todos vosotros estáis diciendo en estos momentos, señores; a decirlo por mi boca, en nombre de todos y cada uno de vosotros, y, más aún, del ser orgánico vivo que vosotros constituís con él, de la nación, de la persona uruguaya, a eso ha venido el Presidente de la República: a decir que, aunque habitante de esa región desconocida en que discurren las divinas sombras coronadas, José Enrique Rodó no es ni puede ser un extranjero para nosotros; es tan ciudadano de nuestra tierra y de nuestro tiempo como lo es de su cielo y de su eternidad. Más aún que a formar o acrecentar su gloria, por lo tanto, el Presidente ha venido a recoger, reverente y agradecido, la que él nos envía y que nos es necesaria.

Sí, señores; nos es necesaria. Está ya dicho, pero es preciso recordarlo ahora, que las patrias más aún que de sus hijos vivos se forman de sus grandes hijos muertos. «¿Qué inglés que nosotros hayamos hecho en nuestra tierra, dice Carlyle, hablando de Shakespeare, qué millón de ingleses no daríamos antes que desprendernos de ese rústico de la aldea de Straford?... Si se nos llegase a preguntar, ¿queréis abandonar vuestro imperio de la India o vuestro Shakespeare? ¿Preferiríais no haber tenido nunca un imperio de la India o no haber tenido un Shakespeare?... Con o sin imperio de la India, nosotros no podemos prescindir de nuestro Shakespeare. El imperio de la India se irá de todos modos cualquier día; pero este Shakespeare no se va; permanecerá siempre con nosotros».

Los orientales, señores, no podremos ya pasarnos sin nuestro Rodó; cuando él nació, creció enormemente nuestra población; el permanecerá siempre con nosotros; ni él ni nuestra tierra podrán ya desaparecer, mientras haya hombres en el planeta que hablen en lengua castellana.

¿Qué es? ¿Qué fue? ¿Qué obra hizo ese hombre para que así lo levantemos en alto?

No es este el momento, señores, de las biografías ni de los juicios críticos. Al citar el nombre enorme de Shakespeare, yo no he querido adelantarme al porvenir. Yo estoy viviendo y quiero vivir sólo en el presente. Rodó, para nosotros, es, en este momento, un hecho, un hecho que esplende a la luz de este glorioso día de sol, y que no puede negarse sin negar al mismo sol. ¿Quién no siente, en efecto, esa sonante aclamación al nombre de Rodó, y al de su patria, que nos llega de los cuatro vientos del espíritu humano? No podríamos, sin arrebatar al celoso tiempo sus derechos, afirmar que no cuenta nuestra América con un hombre de letras de la talla de Rodó; pero sí podemos afirmar, porque está a la vista, que jamás una aclamación semejante a la que estamos oyendo se ha levantado en torno de la memoria de un hombre americano. Ese nombre, señores, es ya dueño del espacio. Todo hace creer firmemente que lo será también del tiempo, y debemos ser nosotros las que primero lo creamos.

Junto con los ruidos del mar, cuando Rodó regresaba a su patria callado para siempre, nos ha llegado ese acorde universal de las humanas lenguas, que aun resuena en el viento, y recorre el mundo en sus ráfagas sonoras. Nuestro noble embajador, el fiel conductor de sus despojos, nos contaba ayer cómo Italia, la generosa Italia, despidió a nuestro muerto en italiano, cubriéndolo de flores; Gabriel Hanotaux, intérprete del alma fortísima de Francia, apóstol de su fraternidad con América, lo saludó en francés, al sentirlo pasar por el océano; el hermano Brasil, concentrado en Río de Janeiro, lo ha aclamado en portugués...; nosotros, señores, nosotros lo llamamos, lo estamos llamando en castellano... pero con nuestro acento inconfundible, con el de uno de los de la gran familia hispánica esparcida por el mundo, con el mismo, que él no puede confundir entre millares, con que lo llamaba su madre, y en que le enseñó el nombre de Dios; con el mismo en que cambió sus primeras impresiones con los amigos de la infancia, y habló con la expresiva naturaleza que lo rodeaba, con el cielo, con los pájaros nativos, con las verdes colinas melodiosas de nuestra tierra. Y esa, esa lengua en que lo estamos llamando, esa fue la materia prima con que él construyó su obra, el maravilloso instrumento en que hizo vibrar las armonías de su luminoso espíritu.

Porque es eso, señores, las armonías de las palabras que habló, lo que constituye la quintaesencia quizá de esa gloria que estamos recogiendo. Rodó fue el vidente de sí mismo y el pensador intenso que todos reconocen; fue el anhelante apóstol de las armonías morales fundadas en amor; fue, para las juventudes, sobre todo, para las de la familia americana en particular, el ejemplar maestro de los idealismos y las abnegaciones y las caridades; pero fue, ante todo y sobre todo, y más que todo, el artífice inimitable de su verbo; él enriqueció nuestra lengua castellana, no propiamente con nuevas voces, pero con una nueva voz; en la suya, en su voz personal, se formaron sonoridades no escuchadas aún, nuevos ritmos de la prosa castellana, que brotaban de su esencia, como nuevas revelaciones de sus tesoros y de su vida perdurable.

No es ahora el momento, señores, de penetrar demasiado en la sutil distinción entre la forma y la sustancia; en si es o no es exacta aquella interesante doctrina filosófica según la cual «sustancia» es aquello de que una cosa está hecha, y «forma» es la cosa misma con exclusión de la sustancia; pero, para precisar mi concepto sobre la quintaesencia de la gloria de Rodó, podemos recordar la profunda frase de Montaigne: «Homero, dice el pensador francés, Platón, Virgilio, Horacio, el mismo Moisés, considerado como escritor, no exceden a otros publicistas sino en sus locuciones y sus imágenes».

Rodó, señores, como cincelador de su verbo, ha sido el representante más genuino de la dignidad de las letras; de esa función del alma que podríamos llamar reproducción espiritual, ley recóndita de las grandes almas, mezcla de supremo egoísmo y de abnegación suprema, en que el hombre se ama a sí mismo en su propio verbo, y se reparte a sus hermanos, convertido en pan del alma. Es esa, señores, la operación que más enaltece a la criatura humana, porque es la que más nos hace ver en su frente el sello del Creador, la que más acerca al hombre a la divina esencia según el sublime dogma cristiano; a ese Dios Uno y Múltiple que se ve y se ama a sí mismo en su propio Verbo, y se envuelve en las formas perfectas para redimir los mundos.

Él, ese nuestro pensador dormido, se miró y se oyó a sí propio con suprema intensidad; incineró su espíritu hasta encontrar, en las cenizas ardientes, la palabra esperada, la que brota de la esencia misma de la idea, y es la sustancia musical de que está formado el pensamiento. La palabra, señores, materia prima del arte literario, el soberano entre las artes, se forja y se lamina como el oro, se pule como el diamante, se hace sonar como el más noble y expresivo de los instrumentos musicales en que puede resonar el acento humano. Y esa es la causa, señores, por que los compatriotas de Rodó recogemos su gloria como gloria propia, y como esperanza, y como estímulo de nuestra misión entre los pueblos: porque esa palabra, materia prima de ese artífice muerto, fue nuestra palabra; es esta, nuestro verbo, nuestra propia sustancia la que, forjada, laminada y hecha instrumento de belleza y de amor entre los hombres, es, en estos momentos, núcleo de conglomeración de millones de almas generosas, que se sienten tanto más hermanas cuanto más se reconocen en la palabra y en el acento del escritor uruguayo que glorifican como cosa propia, sin reserva alguna. Es esa palabra, por consiguiente, la que puede hacernos concebir la esperanza, no sé si debo llamarla ilusión, de que esta nuestra patria de Rodó, bien puede tener como misión, según lo proclamó nuestro Presidente Brum, en ocasión solemne, la de contribuir eficazmente a la consecución del común ideal de paz democrática en el mundo, en América sobre todo; a la conglomeración, por la belleza y el amor, de la gran familia americana primero; de la latina, de la romana mejor dicho, después; de la humanidad, por fin, de toda la familia humana.

Yo creo firmemente, señores, que, en este anhelo mío de reclamar, en nombre del Presidente de la Nación y de la Universidad de Montevideo, la gloria de Rodó para su patria uruguaya, rindo a nuestro hermano muerto el homenaje en la tierra que puede ser más grato a su sombra. La gloria humana, señores, los triunfos, las aclamaciones que hieren nuestros oídos, no siempre nos dan felicidad; ellas dejan siempre en el alma de los hombres grandes un dejo de tristeza, un residuo de melancolía. La creación del genio español, que dio como supremo estímulo en la tierra al heroísmo del caballero andante el amor de Dulcinea, es por eso la creación humana por excelencia. Para que nos sean gratos nuestros triunfos sobre la tierra, es necesario que sepamos que hay alguien a nuestro lado a quien alegramos con esos triunfos, y a cuyos pies podemos deponer nuestros laureles. Se alza en la primera juventud la imagen de la mujer amada; pero ese estímulo de gloria pasa con la juventud y sus fugaces ilusiones. La patria, en cambio, señores, ella no pasa; ella es lo solo que tiene algo de eternidad en el tiempo; ella nos espera, nos estimula con su mirada luminosa, nos dice que son suyos los laureles nuestros, y que ella los recibirá siempre con alegría en sus dos manos, mirándonos a los ojos.

La ciencia no tiene patria, decían un día a Pasteur, el genio francés del siglo que pasó, el navegante en una gota de agua, el vidente explorador del mundo infinitamente pequeño.

No, la ciencia no tiene patria, contestaba él; pero los sabios sí.

El arte de nuestro Rodó no tuvo, no tiene patria; pero Rodó sí la tuvo. El amó la suya, la nuestra, con amor supremo y exclusivo; ella fue el estímulo de aquel hombre, especie de anacoreta pensativo, que, si excluimos ase amor a la madre, que fue para él como una ermita sagrada de refugio, y la amada a quien consagra sus últimas ternuras, no tuvo otros estímulos en su vida sobria y solitaria. Será del mundo entero, señores, del mundo que habla castellano sobre todo, el hondo pensamiento y la forma primorosa e intangible en que Rodó cinceló su pensamiento; pero su corazón, todo su corazón, toda su gloria, será siempre de su patria.

No le rendiría, no, no le rendiría mi tributo, completo, si, en las palabras mías que pronuncio al lado de su cuerpo inerte, no se sintiera el vibrar también de un corazón. Amar y admirar al mismo tiempo, es un doble placer del alma humana. Porque se puede amar sin admirar, y también se admira sin amar. Yo, señores, que he amado y admirado al mismo tiempo a ese hermano glorioso ya callado para siempre, no puedo limitarme a traeros el eco sólo de mi admiración. No importa que hable en este sitio en nombre y representación del Presidente de la República, mi amigo, a quien también he dado mi afecto desde los años de su juventud no muy distante; también él tiene en el pecho un corazón, y en éste, como supremo estímulo, el amor sagrado de la patria. Si él hubiera creído que su intérprete en este momento debía ser una entidad meramente protocolar, es decir, inexpresiva, él no hubiera pensado en mí para discernirme el honor de su representación; él sabe que, entre las muchas cosas que yo ignoro, desgraciadamente, está la de ser inexpresivo.

Yo evoco, pues, no sólo con admiración sino con ternura, el recuerdo de ese Rodó que se nos ha muerto... ¡Se nos ha muerto cuando tanto esperábamos de él!

Así como hay hombres que no necesitan aguardar a que caiga la noche para haber terminado su jornada, así hay otros a quienes anochece en la mitad del día... A nuestro Rodó le ha anochecido en la mitad del día... ¡en la mitad del día!

¡Quedaba tanto, señores, en ese fuerte cerebro que ya no vibra, y en ese corazón que ya no late! Yo quiero poner el oído en él, y me parece percibir la vibración de algo de lo mucho que ahí existía y que no nació: la semblanza de nuestro Artigas, que él había soñado como compañera inseparable de la de Bolívar, es el primer acorde muerto que oigo sonar como una queja; estaba ya formada, resonaba triunfante en aquel claustro, ya cerrado para siempre. Era el grande homenaje a la patria concentrada en su fundador, a quien él amaba y reverenciaba entre todos los héroes... ¡No pudo ser! ¡No se oye!

Evoquemos también, señores, para dar un objeto sensible a nuestro doloroso recuerdo, evoquemos el de su persona, que, en este momento, pasa silenciosa entre nosotros. Rodó era así, como lo estáis viendo en vuestra memoria. Un distraído, un taciturno, un aparecido. Los grandes hombres, los que tienen secretos que revelarnos, los videntes de sí mismos, son eso generalmente: están ausentes en todas partes... Un distraído, un silencioso... pero siempre un gentilhombre, eso sí, señores, siempre un caballero, un alma abierta a todas las noblezas verdaderas, que son sólo las virtudes: a todas las tolerancias y a todos los perdones, y a todas las caridades. Esa euritmia maravillosa que todos hallan en su pensamiento y en su estilo no era otra cosa: la revelación de las altas armonías de su alma, todo luz y todo bondad.

Si aquí cupiera el recuerdo concreto de alguna de sus horas, yo os traería, señores, el de una de las grandes de su vida de que fui testigo: de aquella en que juntos representamos a nuestro país, y llevamos un mensaje a nuestros hermanos chilenos, cuando ellos conmemoraban el centenario de su independencia. Bien se sentía ya desde entonces, allí como en todas partes, el alborear, en la frente de ese mi grande amigo, de la mañana de este día de definitivos resplandores. Yo puedo y debo repetir lo que yo mismo oía, lo que oían mis propios oídos, cuando, en el desfile, en medio de aquel pueblo, de otras dignas y suntuosas embajadas, pasaba la nuestra menos numerosa... -Es la embajada del Uruguay-, decían los hombres y las mujeres... ¿Cuál es Rodó? ¿Cuál es Rodó?

No era de reconocerse, en verdad, bajo la envoltura, de aquel cuerpo que parecía esconderse en sí mismo; pero bien lo reconocieron, señores, bien supieron cuál era Rodó, cuando, en la tribuna de aquel parlamento, el representante del Uruguay pronunció aquella magistral oración que conocemos, y que fue la nota más alta en aquel concierto de voces americanas, todas altas y todas perdurables.

Un silencioso... un desterrado... ¡Qué poco de los goces de la vida nos pidió a nosotros aquel hombre austero, en cambio de lo que para nosotros, para su patria, construyó con sus mejores horas, incinerando su vida entera! Rodó tuvo más dolores y tristezas que goces y alegrías a su paso por la tierra, señores. Es que tenía que resplandecer, y, aun en la naturaleza, los cuerpos que más resplandecen son los más calcinados, los más quemados. El diamante es un carbón. Como el cirio al arder, señores, el hombre superior, el que raya en el genio sobre todo, brilla quemándose, consumiéndose, y derramando lágrimas. Rodó fue eso, señores: una ofrenda. Se dijera que, ya de algún tiempo atrás sentía en su carne enferma el frío del mármol de su futura estatua. Le llegó, por fin, al corazón, y allá, en tierra amiga pero remota, se quedó frío, todo frío, todo de mármol...

Y bien, ¡oh muerte, buena muerte, amiga muerte! Venimos a recoger tu obra. Pero, ¿dónde está aquí tu aguijón, dónde tu victoria?, como dice el libro santo.

La muerte, señores, como la noche, es la grande amiga de los astros. Sobre el fondo oscuro, en todo su esplendor, más nítida que nunca, brilla por fin la estrella de José Enrique Rodó...

¡Y todas las miradas se dirigen hacia arriba, hacia la esperanza, hacia la eterna luz!

Vamos, señores, al sepulcro, acompañando al Presidente de la República que representa la Nación. Nuestros corazones doblarán. Nuestros oídos oirán pasar por las alturas remotísimas el verso alado de Homero: «Ven, recibe tu recompensa, y queda exento para siempre de tu condición de mortal».