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ArribaAbajoDiscurso del señor Gustavo Ruiz

El Gobierno de la República de El Salvador quiere en este acto significar, por mi medio, la justa apreciación que hace a los despojos inertes del gran pensador uruguayo, José Enrique Rodó, y en mandato oficial, que cumplo hoy con tierna emoción, ofrece a su cadáver una ofrenda floral, y para el gobierno y pueblo uruguayo, la cordial simpatía que es pena en el corazón y desolación en el alma, porque él interpreta que es luto para aquella tierra centroamericana, las sentidas exequias de este eximio ciudadano internacional.

También el Ateneo Hispano Americano de Buenos Aires, del cual soy miembro directivo, quiere, en este acto y por mi medio, hacer presente el dolor renovado, en esta hora, por la desaparición de José Enrique Rodó.

Para este gran difunto la América ha encendido sus velones mortuorios, y es como si los veinte pueblos del Continente vivieran una hora en que la noche fuese el catafalco y las estrellas los ciriales...

Yo te saludo, ¡oh gran muerto!, en nombre de mi patria que ha lamentado tu partida, porque ella sabía que tus vuelos mentales eran tan altos como sus montañas, tan serenos y diáfanos como sus cielos y tan vigorosos como sus bosques.

Mi patria sabía que el metal de tus pensares tan puro fue, que para el cambio de los valores selectos lo ha de acuñar la posteridad. Ella sabía, ¡oh maestro egregio!, que mejor que los nardos, en las manos del santo, tu pluma florecía en milagro de fraseo. Sabía mi patria que eras grande, porque tu figura como el sol mañanero, se asomaba sobre la cima de los Andes Sanmartinianos. Sabía mi patria, ¡oh noble varón!, que también eras patriota, con el noble patriotismo de tus fueros divinos. Sabía mi patria lejana, pero atenta, pequeña, pero segura, que había en este lado de la América hispana, una línea que haciendo paralelo al trazo de Darío, mareara un meridiano en las latitudes mentales del continente, y así fue tu figura, en la geometría del hemisferio, serenamente olímpica como en tardes de quietud las aguas de tu rada. Has muerto en plena evolución mental, dictando a los hombres de América un curso de Belleza.

Tus obras son monumentos de forma y fondo y la patria de Artigas bien puede estar orgullosa de tu médula pensante, porque con tu talento, ¡oh maestro conspicuo!, has salvado fronteras y vinculado pueblos.

Al despedir ahora tus restos, quisiera acercar mis solares patrios, lavar tus nobles huesos con agua de mis montañas, ungirte con bálsamos de mis selvas tropicales, y con oro de mis soles y plata de mis luceros hacerte una túnica opulenta. Quisiera, ¡oh maestro de los maestros!, echar sobre tu gran tumba un puñado de tierra Salvadoreña, porque de este modo estaríais con nosotros en materia, como en nosotros estás en pensamiento.