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Hurca-mendi1

Juan V. Araquistáin

¡Iránzu! ¡Iránzu! ¿A dónde corres sin aliento por la escarpada cumbre de Sorazu, saltando helechos y peñascos? ¿Ha sonado tal vez en las gargantas del Urola el temeroso inrrinzi de guerra, o han encendido en las cimas de Mauria las siniestras hogueras que hacen temblar de espanto el corazón de las madres y las doncellas? ¡No, no! ¡Tus manos no empuñan la belicosa azcona, ni cuelgan de tus hombros, las flechas emponzoñadas con el zumo del tejo! ¡Tú no vas al combate, Iránzu! ¡Los hijos de tu raza entran en batalla cantando, y caen con el corazón tranquilo, las miradas serenas y, hoy, tus ojos están sombríos como la noche, y brama tu corazón como la tempestad entre los bosques! ¿Sufres, y lloras, y corres? ¡También allí abajo, entre los castañales de Artadi, se ve a una doncella, dulce como la esperanza, hermosa como la dicha, suspirar tristemente al murmurar tu nombre! ¡Iránzu! Iránzu! ¿Por qué acudiste a la Gara-paita2 de Artadi, si corría apacible tu vida en el antiguo solar de tus mayores?

¿No has oído alguna vez que oscurecen sombras de tristeza y luto el destino de su hija? Un día que esa hermosa doncella dormía, niña aun, en su cuna, bajo la encina de su puerta, acertó a llegar a su lado una vieja astiya3 que se detuvo a contemplarla con profunda emoción. De pronto, sus ojos se inundaron de lágrimas y sus labios trémulos murmuraron con tristísimo acento un nombre. ¡Era el nombre de su hija! ¡De su hija que había perdido en aquella luna y cuyo recuerdo hacía estremecer rudamente su corazón de madre! ¡Que hasta las astiyas, cuando son madres, tienen corazón y cariño para esos ángeles que nacen de sus entrañas! Enternecida a su memoria quiso dar un beso en sus frescas y sonrosadas mejillas, pero la inocente criatura rechazó con horror y espanto sus besos y caricias. ¡Despechada entonces la rencorosa Astiya, lanzó sobre su frente misteriosas palabras de maldición y muerte! ¿Nunca han llegado hasta ti, Iránzu, algunas de esas palabras? ¡Escucha! ¡Escucha!:

«¡Maldiga el infierno, exclamó, el alma del primer mancebo que haga latir tu corazón, y reciba tu primer beso de amor!».

Y tú eres el primero, Iránzu, que ha conseguido turbar el pensamiento de esa doncella; tú el primero que ha hecho estremecer de amores su alma virgen, tú el primero que ha merecido sus amorosas caricias. ¡Desventurado! Más te hubiera valido encontrarte en tus montañas de Otoso con una manada de hambrientos lobos, que con los ojos garzos de la virgen de Artadi. ¿Cómo pudiste soñar en obtener la mano de esa rica heredera, tú, pobre segundón de Vizcaya, que tienes por única herencia una teja, un árbol y una armadura?4 ¡Huye de ella, Iránzu! ¡Olvida que tal vez en este momento te está esperando en su ventana, escuchando con el oído palpitante el rumor de tus pasos!

¡Pero, ay! ¡El hijo de Iránzu no volverá, porque está apasionado, y no volvería sin verla aunque tuviera que saltar la negra boca de la sima de Aitz-bek5que baja hasta el infierno! ¡Corre y corre!..., ¡y al fin llega a Artadi! ¡Oh! ¡Cómo late su corazón al dejar la sombra de los árboles que ocultan su ventana! ¡Oh cómo tiembla y se estremece, al descubrir al fulgor de la luna, el peregrino rostro de la enamorada doncella! ¡Pero ella está triste, con los ojos henchidos de lágrimas, doliente la mirada, pálida la mejilla! ¡Es que el ángel del dolor, al pasar por su lado, ha dado en sus labios un beso de muerte!

-¿Qué tienes, tórtola de Artadi? -exclama el joven con apasionado acento.

-¡Iránzu! -murmura ella.

-¿Lloras?

-¡Sí!, ¡sí!

-¿Qué pasa?

-¡Huye de aquí, Iránzu!

-¡Qué escucho!

-¡Oh!, siento a mi padre que llega..., ¡retírate Iránzu!, pero antes una palabra: ¡el Eche-jaun6 de Igueldo ha pedido mi mano!

-¡Sangre de mi raza! ¿Y qué has contestado? ¿Qué dice tu padre?

-Mi padre le acepta... y... yo...

-¿Vacilas?

-¿Qué he de hacer? ¡Es mi padre!

-¿Tu padre? ¡Es verdad! ¡Pero yo, yo soy tu amante! ¡Oh! Dime: ¿Me quieres?

-¡Dios mío!

-Entonces ven; ¡huye conmigo!

-¡Nunca, nunca!

-¡Ven, ven! ¡Yo te daré mi corazón y mi vida! ¡Yo conquistaré para ti riquezas y nombre!

-¡Imposible, Iránzu!

-¡Alma de hielo! Pero oye...

-¡Calla! -gritó en esto el viejo Artadi, asomándose a la ventana y haciendo entrar a la joven-. Por el amor que te tiene mi hija, te doy nuevo plazo, pero no olvides; si dentro de quince días no traes tus millares7, la doncella de Artadi calentará el lecho del Eche-jaun de Igueldo. ¡Que el cielo te ayude!

-¡Será el infierno acaso -gritó con rabia el temerario mancebo- que el cielo está sordo a mis ruegos!

¡Un espantoso trueno contestó a su sacrílega exclamación, mientras un rayo partía a su lado el ancho tronco de un corpulento roble! Iránzu levantó la frente, miró con insultante desdén a la sombría bóveda y echó a correr por la montaña, sin rumbo, sin objeto, rugiendo de rabia, e invocando a un tiempo al cielo y al infierno. A la revuelta de una falda apareció, delante de él, una luz tenue y azulada que se agitaba estremecida a cada uno de sus movimientos. El joven se detuvo un momento, contemplándola absorto, pero su brillo pálido, misterioso, extraño, le llenó el alma de supersticioso espanto y volvió para atrás por alejarse de ella. Pero, irritado al poco de no poder conseguirlo, revolvió de nuevo en su marcha y se arrojó impetuosamente a su encuentro por ahuyentarla al paso. ¡Pero todo en vano! Si él se adelantaba, la misteriosa llama corría por delante..., si él retrocedía..., retrocedía también, mas sin alcanzarle y al fin, si él se paraba, se detenía igualmente, siempre a la misma distancia, fascinando sus ojos y conturbando su mente con su fulgor fantástico y siniestro.

-Será mi destino -murmuró con abatimiento, y continuó su marcha, abandonándose con fatal resignación a su suerte.

¡Y corrían, y corrían! La luz por delante, flotando entres las sombras en movimiento trémulo y caprichoso, Iránzu siguiéndola por detrás, taciturno y sombrío. Si algún montañés se acercaba a la senda que llevaban y descubría la misteriosa llama, se santiguaba temblando y apresuraba el paso. Era muy de noche cuando llegaron a Icíar. La luz entró calle arriba y el joven siguió tras ella. Pero, al doblar la plazoleta que se levanta frente a la Iglesia, la luz corrió sobre la puerta del templo y, después de agitarse un instante en rápidos movimientos, se desvaneció entre sombras. A pesar de la oscuridad, el joven observó que la puerta se hallaba entreabierta y se asomó al cancel para mirar adentro. Negros pensamientos de crimen debieron brotar en su mente porque, al retirarse de la puerta, sus ojos brillaban con siniestro fuego. Dominado por una emoción indefinible, volvió a dirigir sus ávidas miradas al interior y sólo descubrió las sombras de las santas imágenes que oscilaban a la trémula y moribunda luz de una lámpara. Y, entre tanto, sus negros pensamientos le acosaban cada vez con más fuerza y le enloquecían con tentadoras visiones de voluptuosidad y de amores, y le arrastraban al templo mostrándole sus riquezas. Pero él, luchando todavía entre la voz de la tentación y la conciencia, murmuraba temblando, sin atreverse a entrar:

-¡Oh! ¡Aquella luz... aquella luz es la que me guía aquí! ¡Luz de mi destino! ¿De dónde viene? ¿Tal vez de abajo? ¡Pues bien, no importa! ¡Si me da los millares, me da la felicidad!

Vaciló un momento pero, haciendo un esfuerzo, franqueó el umbral y llegó con paso firme hasta el altar de la Virgen. Ceñía entonces como hoy la frente de la santa Imagen una riquísima corona de oro y pedrería y pendían de sus manos unos rosarios de inestimable precio. Al verse ya sobre el altar, Iránzu sintió flanquear sus piernas.

-¡Oh! ¡Si yo tuviera todo eso! -decía dirigiendo miradas codiciosas hacia ella-. ¡Oh! ¡Si yo tuviera aliento! ¡Pero si es tan milagrosa! ¿Quién se atreve a levantar la torpe mano a su sacrosanta frente?

Y, sin embargo, como instintivamente se iba acercando poco a poco a su lado. Una ráfaga de aire movió la doble cortina que velaba a la sagrada Reina de los ángeles. El joven tembló, pero continuó sobre el altar. De pronto, retemblaron los ecos de las anchas bóvedas con el prolongado retumbo de un cañonazo lejano, y luego otro, y otro, hasta veinte y uno8. Era el tierno y respetuoso saludo que, desde el fondo del Océano, dirigía algún bravo marino a Nuestra Señora de Icíar, la estrella de los mares.

-¿Qué iba yo a hacer, desdichado? -murmuró, saltando del altar-. ¡Qué horror! ¡Algún valiente, mi hermano Joanes, acaso envía al través de las sombras de la noche su Salve y sus oraciones a esta dulcísima madre, en tanto que mi mano sacrílega se adelanta a arrancar su sacrosanta corona! ¡No, no, jamás! ¡No mancharé con tal impiedad mi alma! ¡Vale más morir de una vez! ¡La muerte ahoga en sus brazos el infortunio y el duelo!

Así diciendo, se postró de rodillas a los pies de la Virgen y balbuceó una oración, mientras dos lágrimas de fuego quemaban sus mejillas. Pero duraron poco tan piadosos sentimientos en aquel corazón henchido de soberbia. El infierno, a quien invocó en su insensata desesperación, turbó sus plegarias presentando a su imaginación calenturienta la seductora imagen de la adorada doncella con los ojos arrasados en lágrimas, el seno palpitante y llamándole con triste y apasionado acento. Y él, en alas de su amor, creía volar a su lado y estrecharla en sus brazos; pero venía el padre y los separaba, entregándola a su aborrecido rival que se la arrebataba para siempre. Y, en medio de su delirio, se le figuraba oír distintamente aquellas odiosas palabras del anciano que abrasaban su corazón y enloquecían su cerebro: «No olvides, si dentro de quince días no traes tus millares, la doncella de Artadi calentará el lecho del Eche-jaun de Igueldo». El amor, los celos, la ira y la venganza arrojaron olas de fuego sobre su corazón orgulloso; un vértigo de rabia abrasó su cabeza y, poniéndose de un salto sobre el altar, desgarró las cortinas que velaban la Santa imagen y, arrancando la preciosa corona que ceñía su frente, echó a correr precipitadamente hacia afuera. ¡Al trasponer el umbral de la puerta, sintió estallar casi en sus mismos oídos una espantosa y diabólica carcajada que heló su sangre en las venas y retumbó como un ¡ay! de muerte en los últimos pliegues de su alma! Loco de terror, se precipitó en violenta carrera por la falda de Murguizabal, sin reparar siquiera en la vieja Astiya que, oculta en uno de los salientes de la puerta, le contemplaba sonriendo con siniestra satisfacción. Y anduvo, y anduvo, hasta que se le oprimió el pecho, le falló el aliento y le flaquearon las piernas. Quiso detenerse para respirar un poco pero, al intentarlo, se le figuró oír de nuevo la aterradora e infernal carcajada; y, dando un grito de espanto, volvió a correr por barrancos y torrentes con ímpetu insensato, arrojando espuma de los labios y fuego por los ojos. ¡La noche era oscura, muy oscura! El vendaval se estrellaba silbando en los viejos robles y sus secas ramas, moviéndose a impulsos del viento, parecían fatídicos fantasmas que extendían sus brazos al criminal mancebo, mientras las sombras de los arbustos, de los peñascos y de los zarzales oscilaban por delante y por los lados, mintiendo a su aterrada fantasía legiones de demonios que brotaba a su paso la tierra. Y anduvo una hora... y dos... y seis, sin detenerse un punto, sin aflojar un paso, sin respirar apenas hasta que, al rayar el alba, dejó de oír la carcajada, se desvanecieron las sombras y se calmó el viento. Exánime y sin aliento, se detuvo al pie de un castaño para descansar un rato pero, queriendo conocer antes el sitio en que se hallaba, subió al árbol para dominar el terreno.

-¡Cuánto he andado! -murmuraba mientras subía- ¡Debo estar lejos... muy lejos! Era la hora en que el día, luchando por abrirse paso entre las sombras, extiende por todas partes una luz turbia, apagada y que confunde y desfigura los objetos.

-Nada distingo -decía el joven, clavando con avidez la mirada hacia el Oriente, donde el horizonte principiaba a teñirse con esa tenue claridad del crepúsculo, precursora del día.

De pronto el sol, rasgando con poderoso empuje las sombras y las nieblas, inundó con torrentes de luz un magnífico templo que se destacaba, oscuro y sombrío, al pie de los blancos peñascales de Andutz. ¡Oh! ¡Al reconocerlo, el desventurado mancebo sintió helarse su corazón de espanto y el frío, sudor de la agonía, bañó su frente pálida y cansada! El edificio que aparecía ante sus atónitas miradas era la Iglesia de Nuestra Señora de Icíar, de la que no pudo separarse mil varas en siete horas de frenética carrera. Creyéndose víctima de algún ensueño, cerró los ojos por libertarse de visión tan pavorosa y, al abrirlos, vio aparecer, de todos lados, hombres armados que se aproximaban registrando los jaros y zarzales. Sin duda se había descubierto el sacrílego crimen y venían en persecución de su autor. Convencido entonces de la horrible realidad, dobló con mortal abatimiento la frente y murmuró, aterrado: «¡Milagro!».

Entre tanto, los hombres se aproximaban, siguiendo paso a paso sus huellas. Iránzu lo conoció y quiso saltar, pero las alhajas robadas le pesaban como una montaña y no pudo mover sus pies clavados al árbol. Llorando su impotencia, quiso al menos arrojarlas de sí para ocultar su crimen pero, al meter la mano en el pecho, donde las tenía escondidas, sintió a su contacto carbonizarse los dedos. En tan mortal angustia, hizo un último y desesperado esfuerzo para desgarrar la tela de su jubón, pero en vano agotó sus fuerzas. El frágil tejido resistió como si hubiera sido de acero. Y, entre tanto, los exploradores le habían visto y se acercaban precipitadamente y trazaban un círculo en torno suyo para cerrarle toda salida.

¡Oh! Entonces maldijo sus amores, su existencia y su crimen y, soltando en su desesperación el ceñidor de lana que traía a la cintura, hizo un lazo, se lo echó al cuello y se colgó de una rama. Al llegar sus perseguidores, le encontraron en las últimas convulsiones de la agonía y sólo vivió el tiempo que tardó en referir las tristes circunstancias de su sacrílego atentado.

Desde aquella época, la falda de la montaña en que ocurrió ese suceso es conocida en la comarca con el nombre de Húrca-méndi, es decir, Montaña de la horca. Se extiende por la izquierda del antiguo camino que conduce de Icíar al mar y, si algún curioso avanza por aquel lado hacia las desiertas laderas de Arbill, los pastores que apacientan sus rebaños en ellas le enseñarán el punto en que puso fin a sus días el mal aconsejado joven, añadiendo que, en las negras noches de invierno, se escuchan los dolientes gemidos de su alma errante por los bosques.

FUENTE

Araquistáin, Juan, Tradiciones vasco-cántabras, [s. l.], s. n.], Tolosa, Imp. de La Provincia, 1866, pp. 45-53.

Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare.

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