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Infancia y juventud de José E. Rodó

Eugenio Petit Muñoz



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ArribaAbajo- I -

Mi recuerdo personal de Rodó


Se me hace imposible entrar al estudio de la infancia, de la adolescencia, de la juventud y del medio en que éstas transcurrieron, sin antes evocar la apariencia física del José Enrique Rodó que tantas veces vi, y al que en una media hora fugaz, pero que me dejó imperecedera impronta, conocí personalmente un día. Y, llevado por ella, quiero asimismo, entonces, revivir las sugestiones que esa apariencia física promovía, y mostrar cómo ellas no se correspondían enteramente, antes quizá la enmascaraban y contradecían, con la realidad interior de su ser.

Un hombre caído desde algún alejado punto del cielo, que no alcanzó jamás a adaptarse enteramente a andar sobre la tierra. Todo estelar, todo huyente hacia lo alto, mal plantado sobre el suelo, atraído por otras gravitaciones. Hubiérase dicho que fluidos celestes que querían volver habían quedado encerrados bajo su cráneo, y en su incesante trance ascensional sostenían los miembros pesantes, dejándolos colgar, como olvidados. En el descuido, amagaban soltarse, casi flotar, algún mechón del poblado cabello castaño, y los bigotes gruesos y fofos. Hasta en lo orgánico las fuerzas de aquel hombre semejaban estar siempre atentas a cosas de los remotos círculos en que se habían generado; porque, ni supieron regular proporcionadamente el crecimiento de su cuerpo, ni le enseñaron a manejarlo acabadamente. Por un lado le sobraban carnes, que hacían flácidas sus mejillas y su nariz semiaguileña; por otro le faltaban, dejando enjutos y casi tiesos el alto tórax y las largas piernas. La sangre parecía circular desigualmente por su rostro, en el que alternaban palidez, colores de salud, y algún tono amoratado. Su elevada osatura hubiera requerido una corpulencia integral, que apenas llegaba a apuntar hacia el vientre, pero daba el asombro de unas manos pequeñas, blancas y finas. Sus oscuros ojos pequeños eran indiferentes y débiles para ver hacia afuera: dijérase que la penetración de su mirar, su dinamismo ágil y certero, eran sólo para correr por las rutas mentales, desde las que una trama de infinitos puentes le hiciera llegar la luz de los orígenes. Y era verdad que para mirar el mundo le fueron necesarios lentes, desde muy temprano, y su caminar carecía de soltura, como si el ritmo de los pasos no estuviera acompasado con los demás movimientos del cuerpo. Impresionaba, casi, como si quedara siempre en retraso, tal si hubiese preferido permanecer en quietud.

El fino espíritu de don Antonio Bachini, cuando, en 1920, llamó al del Maestro «ave de las cumbres»1, sin añadir a la imagen una sola palabra, pensó sin duda en el cóndor: en su planear fuerte y grande por las altas zonas; pero es seguro que quiso aludir también a los rasgos del rostro, culminado por la maciza cresta de pelo alisada y volcada hacia un lado; a ese algo de oprimido y curvado para arriba que sus hombros contribuían a componer, y sobre todo a lo desairado de su andar sobrealzado, que sostenía un torso y una cabeza semi inclinados hacia adelante.

Y es seguro que pensó así porque ya Hugo D. Barbagelata, tentado como él por lo imperioso del símil, lo había mostrado antes que nadie de este modo, en una bella página, escrita en 1915, que corría ya profusamente, porque servía de portada a Cinco Ensayos:

«Es hombre grande. Su estatura está en relación con su intelecto; se acerca a los dos metros. Destácase su cabeza erguida en cualquier grupo que se encuentre, y cuando camina, apoyando el antebrazo derecho sobre una parte de su cuerpo, dejando la palma de la mano hacia afuera y el otro brazo moviéndose como un remo, no hay necesidad de observar su mirada aquilina y la nariz que la completa para figurarse un cóndor de los Andes agitando una de sus alas antes de emprender rápido vuelo»2.



Sus ropas, que no cuidaba, eran, en sí mismas, correctas, de telas siempre oscuras. Pero aun cuando alguna vez llegó hasta a sorprender con un chaqué grisáceo ribeteado de seda, de intrínseca elegancia, le caían todas desgarbadamente, no se sabe si flojas o ceñidas.

Sin embargo, no sólo en el óvalo que enmarcaba unas facciones severas, de trazo firme, acusado por un ceño de preocupación, se mostraba una gran dignidad. También su persona entera, su conjunto todo, impresionaba como un hombre serio y respetabilísimo, como un meditativo, acaso triste, aun para aquel que no tuviese idea alguna de quién era ese hombre.

Así veíamos pasar en 1915 a José Enrique Rodó por las calles de Montevideo los que éramos entonces generación veinteañera, y así seguimos viéndolo un año más, por entre aceras bulliciosas o cruzando, absorto peligrosamente sobre los pavimentos lisos, con el sombrero redondo puesto hacia adelante, en posición incierta, el tráfico ya denso de una ciudad que venía llegando al medio millón de habitantes con saltos de pujante crecimiento. Otras veces se le veía viajar, pasajero solitario, en los tranvías menos concurridos, haciendo largos recorridos que se sabían destinados a la meditación.

Quien se llegaba a él oía su voz, clara y fuerte, pero que traía una resonancia extraña, un algo gutural, entre hueco y espeso, como el timbre del fagote en los registros agudos. Entonces se gozaba del noble privilegio de su cortesía, que un exquisito don de gentes y la sencillez de su bondad inspiraban, reflejándola en maneras cultísimas, pero que no lograban traducirse con holgura total de movimientos.

*  *  *

Así se nos mostró cuando, en junio de 1916, fuimos a verle en su casa de la calle Cerrito un grupo de estudiantes3, para pedirle una conferencia con la que quedaría inaugurado públicamente el Centro de Estudiantes de Derecho, sobre los ideales de la juventud, por ver cómo haría su redición de Ariel después de la maduración de los años.

Había anochecido totalmente y hacía gran frío. El Maestro, arropado en su sobretodo, semi convaleciente de una pequeña dolencia invernal, conocía nuestros deseos, porque se los había trasmitido el doctor José Pedro Segundo -que oficiara de introductor y nos acompañó, asimismo, cuando se realizó la entrevista-, y nos esperaba en la salita contigua al gran salón, en el ambiente apenumbrado, de un verde mortecino, como de gruta remota, del fondo del mar, en que gustaba recibir a las visitas: con luz que venía de otro lado, del vestíbulo, de la pieza vecina...

«Siéntense ustedes aquí, señores», nos dijo con grave y afable ademán protocolar. Y en respuesta a nuestro reverente requerimiento nos reveló en confidencia, que fue sorprendente primicia porque nadie conocía aún la novedad que iba a ocurrir, que acaso antes de un mes partiría para Europa, porque había celebrado un convenio con la revista argentina Caras y Caretas, que le permitiría realizar un viaje siempre ansiado. Además, escaparía a las mezquindades del ambiente. Sólo en el caso de que alcanzara a permanecer un mes antes de la partida tendría tiempo para escribir la conferencia, cuyo tema, como la oportunidad en que se la solicitaba, lo seducía, y quería preparar reposadamente.

Le preguntamos entonces quién, llegado el caso de su ausencia y no pudiendo hacerlo él, podría pronunciar la conferencia, y respondió sin vacilar: «el doctor Sienra Carranza». Nos sorprendió, en ese momento, la elección, que no nos explicó. Pero ahora le doy toda la trascendencia que tenía. Rodó habría esperado sin duda del viejo intransigente principista y sobreviviente del Partido Constitucional, más que del culto escritor, poeta y avezado periodista que era también el Dr. José Manuel Sienra Carranza, que éste diera a los jóvenes una gran lección de independencia cívica en aquellos días que eran de inusitada tensión política y en que la oposición, de la que el Maestro formaba parte principalísima, veía crecer con temor, por encima de las ideologías, la influencia avasallante del poder.

No quisimos empero, tras nueva reflexión, confiar a ningún otro el tema sobre el cual habíamos pensado escuchar ese mensaje de Rodó, y preferimos dejar vacío el lugar que sólo a él correspondía. Nadie hablaría, pues, sobre los ideales de la juventud en la serie de conferencias que habíamos concebido, precisamente, en torno a temas relativos a la juventud, y que él habría debido inaugurar. El ciclo se realizó brevemente, con otros oradores y otros enfoques.

Antes de un mes Rodó había emprendido aquel viaje, en que todos creíamos que iba, cuando podría de algún modo decirse que había iniciado su regreso; que aquella apariencia de hombre caído del cielo volvía lentamente a la región ignota de donde, cuarenta y cuatro años antes, misteriosas fuerzas le habían lanzado para hacerle caer en la tierra. Porque en menos de un año llegaría a encontrar su destino fatal, pero no entre las vagas nubes de algún más allá metafísico, sino en un cielo existente en plena realidad terrena, en una isla paradisíaca, luminosa, crecida de mitos y poblada de cantos, de aires dorados bajo un eterno azul, y aureolada por las reverberaciones rutilantes de mares soleados.

*  *  *

Pero antes, en el anochecer de la víspera de su partida, el 13 de julio de 1916, la juventud de América vio por última vez, por los ojos de los jóvenes de Montevideo, la misma eminente silueta, ahora alumbrada por la luz de los arcos voltaicos y por la iluminación de lamparillas blancas y azules que para las grandes ocasiones enmarcaba las ventanas, erguida sobre el largo balcón del Círculo de la Prensa de entonces, en la acera Norte de la Avenida 18 de julio entre Río Branco y Julio Herrera y Obes, recortándose sobre la pared gris amarillenta y por momentos inclinándose hacia el suelo para mirar a la apiñada muchedumbre, congregada en su honor, de estudiantes y otras gentes, que lo escuchábamos desde la vereda y hasta la calzada toda abarcando una vastísima extensión, y a las cuales se dirigía, extendiendo a veces un brazo, con sobrio ademán pero con amplitud, para reforzar algún giro.

Era su discurso de despedida y de emocionada gratitud, que no llevaba escrito, pero cuyos meditados conceptos, de aliento, de fe en el futuro, de concordia nacional y de visión americanista, fue desarrollando durante una media hora con claro y fuerte acento y con la briosa rotundidad y la limpia y cabal desenvoltura de sus más sesudas y mejores páginas de adoctrinamiento.

Porque aquellas rarezas que le daban ese extraño aspecto estelar eran sólo apariencias, no sustancias que se correspondiesen, fuerza es repetirlo, con la realidad interior de su ser.

Rodó, sin mengua de su idealismo, sin mácula de su arte, y es más, fuertemente sostenido por ellos, estaba por adentro, sí, bien plantado sobre la tierra, y se sentía adherido a ella, viviendo hondamente sus problemas y amando al hombre concreto. Y los jóvenes lo sabíamos. Sabíamos que, apasionada pero siempre levantadamente, como hombre y como ciudadano, aun en el error, con su pensamiento y su conducta caminaba por el mundo con pasos que, si no podían percibirse con los ojos desde afuera, cuando se le veía deambular por las calles, eran, en su inmaterialidad, siempre firmísimos, seguros, rectos, amplios, resueltos, y de certero destino para alcanzar hasta donde, con su inmanente altura espiritual e impulsado invariablemente por nobilísimos motivos, se proponía llegar para seguir sembrando el bien.

Y por eso le venerábamos.




ArribaAbajo- II -

La ciudad abierta al cielo


Su venida al mundo había sido el 15 de julio de 18714, y le había tocado ver la luz en un punto de la zona subtropical atlántica de la América Meridional.

Montevideo era entonces, para el sudamericano que llegase de más allá de los Andes, «una ciudad de mármol», mientras otras metrópolis del continente eran todavía sucias ciudades de barro o de ladrillo. Así, y diciéndolo con esas mismas palabras, la veía en su memoria, aún hace relativamente pocos años, un ilustre chileno a quien su única visita a la capital uruguaya, hecha en 1869, sólo le permitía destacar, sobre la borrosa evocación lejana, la blancura de las primeras fachadas exornadas, de los balcones y zaguanes, patios y zócalos, balaustradas y escaleras, de las modernas casas ricas5, y sin duda también -fuerza es pensarlo- la fuente de grandes placas lisas frente al Cabildo, que en los días en que nació Rodó sería sustituida, hacia el medio de la plaza, por la actual de tritones, faunillos, angelotes y grifos; el alto pedestal que en otra plaza soportaba una Libertad de bronce; el revuelto sudario de lápidas sombreado' de cipreses del cementerio; las pocas estatuas y fuentes y los vestíbulos abiertos en escalinatas bajas y amplias, resaltando, níveos, en las quintas suntuosas de los alrededores, sobre el denso verdor de los grandes jardines de fronda señorial: un pórtico anunciador de Europa.

Para el montevideano su ciudad era, en el inevitable paralelo con la olla de barro, como llamaba a Buenos Aires, la grande y ya opulenta olla de barro que estaba allá enfrente asentada sobre la lisa pampa de limo bordeada por aguas terrosas, y con la que eternamente quería competir, la tacita de plata, símbolo de acicalamiento en que cifraba el orgullo de su limpieza, lograda, mucho más que por la mano del hombre, que poco hacía por cuidarle su hermoso desaliño, por los recios lavados y barridos naturales de las lluvias corriendo en mil sentidos sobre pendientes francas, y de los vientos que azotaban por todos lados las calles de su península desguarnecida. Para el porteño, Montevideo era, en cambio, una aldea grande, un Buenos Aires que había crecido menos, no obstante sus cien mil habitantes: menos rico, menos adelantado en casi todo, de fastidiosa quietud patriarcal, pero fraternalmente hospitalario, de ánimo abierto y generoso, con sorpresas de algún progreso material en que se hubiese adelantado a su rival, con mejor puerto, y más intenso de modelado, de color y de línea, que se daban en las cambiantes tonalidades de su mar, ahora verdoso, ahora achocolatado, ahora azul salino, y en la arena blanca de sus playas, en la gracia de sus mujeres, en las imprevistas perspectivas ofrecidas por las quebradas amenas pero nunca violentas de sus calles, en el arco de su bahía, espejo que el oleaje bajo el sol transforma en plata hirviendo y que cierra, casi, en la playa opuesta, la eminencia discreta y armoniosa del Cerro: el Cerro, coronado por la ruda fortaleza blanca del final del coloniaje, con su farola; emblema heráldico de la ciudad, imagen calma, que aleja toda idea guerrera, con su falda suave y uniforme, pintada entonces, del lado de la base que mira a la ciudad, por minúsculo caserío, y que emplea media legua en sumergirse en redondo por tres lados en el agua, bajando desde una altura de ciento cuarenta metros.

*  *  *

Para el europeo, lo que Montevideo podía ofrecer de carácter, de novedad, no serían sus mármoles, ni su naturaleza desprovista de rasgos agudos, sin colorido violento, sin tropicalismo ni nieves, sin catarata ni montaña, sin barbarie total ni civilización acabada, sin alma colonial ni ambiente indio, sin más inmensidad que la de un cielo azul de luminosa pureza y el horizonte de su gran río, el estuario al que el bronceado aborigen de tierras guaraníes, no el propiamente vernáculo, había llamado Paraná Guazú, río grande como mar, porque de verdad lo es y, desde siempre, en la ciudad de hoy todos lo llaman simplemente «el mar». Montevideo le daba un medio tono de exotismo, un exotismo tibio, de sabor amortiguado, de formas diluidas aunque perceptibles, pero que había menester, por ello mismo, para gustarlo enteramente, la sapiencia de un catador que pudiera complacerse en la delectación de lo indeciso, de lo equívoco, de lo que es y no es, de lo que está escapando y aún no ha huido totalmente, de lo que viene siendo y todavía no ha llegado, de lo que apunta dulzor y no empalaga, o es salobre y no amargo, de lo que, siendo efusión calma y desenvuelta, ni es quietud ni es explosivo paroxismo. Confluencia de civilizaciones, de climas y de épocas a medio lograr, y, con todo, no hibridismo, sino categoría cultural histórica y plástica definida: ambiente de verdadero carácter, específico como resultante, y de sabor preciso.

Por sus calles principales, que bordean angostas aceras, y por las que, más anchas, llevan a los más próximos de sus barrios suburbanos, éstas provistas de árboles -casi siempre paraísos- corren tranvías de caballos, cuyos rieles han debido romper, muy pocos años antes, la virginidad del tosco empedrado de cuña, de saltantes relieves, que comienza a pulir, en la entrevía, el persistente azote de las herraduras. Berlinas, victorias y milores, los primeros cupés, los lujosos landós, anuncian su paso con el trémolo seco de las ruedas redoblando sobre la piedra y con el chasquear contrapunteado y rítmico del trote, en tanto el tranvía se hace presente por el toque de la corneta de guampa, en que el cochero ensaya simples y estranguladas escalas, de súbita y desentonada cadencia, mientras va trazando amplios círculos en el aire con el largo látigo. Con ellos alternan toscas carretillas tiradas por muías, algún carro grande con caballos, algunos carretones cargados de lana o de cueros, y pesadas, chirriantes, carretas de pasto, arrastradas por bueyes, que bordean por las calles de las afueras, y que en ocasiones llegan hasta el centro. Las diligencias -el heroísmo y la paciencia del transporte criollo- grandes y pintorescos coches de pasajeros para los largos viajes por el campo, de caja de colores y altas ruedas, se apostan en parajes próximos, y ya dentro de la ciudad, donde tienen su parada.

Tanta diversidad de vehículos no forma, con todo, sino un tráfico intermitente y ralo, y es frecuente, aún en calles no muy apartadas, ver un pasto corto, compacto y menudo, tapizar de verde los intersticios del empedrado. Pero la hegemonía del caballo, su presencia ubicua como milenario motor, todavía único, del transporte terrestre -salvo el buey, dentro, todavía, de lo tradicional, para lo más pesado y lento, y salvo, para las nuevas velocidades en que el mundo se iniciaba, el ferrocarril, que comenzaba ya a señorear algunas zonas, todavía muy breves, de los campos cercanos a Montevideo- la hegemonía del caballo, que venía repitiéndose, en el sucederse y el diversificarse de los ciclos culturales y en más de un tipo de economía, como uno de los elementos persistentemente integrantes e inseparables de muchos de ellos, se hace presente por los aires a través de un invisible halo de olores, casi siempre tenuísimo, pero de densidades discontinuas, y que está incorporado como cosa natural y hasta familiar a la atmósfera de generaciones y generaciones de infinitos pueblos. Entre sus matices sutilísimos se perciben, mezclados vagamente, el de los correajes, el de los sudores, el del propio pelambre, y, por ráfagas, vapores acres y espesas fetideces. Sólo cede, en aquel Montevideo, en los lugares inmediatos a la costa, que formando un sinuoso contorno rodea por tres lados a la ciudad, ante el aliento impregnante del mar.

Mientras tanto, en el centro, entre los pocos transeúntes que rompen apenas el gran silencio ambiente que tiende a restablecerse a medida que se van alejando los vehículos, los gritos del cochero, del carrero o del vendedor ambulante, el relincho, el trote o el piafar soberbio, se ven circular, solos o formando pequeños grupos esporádicos, señores de levita y sombrero alto; damas de toca y de mantilla y redondas, anchas, copiosas polleras con tontillo: no pocas enlutadas, y hasta algunas como surgiendo, tétricamente veladas, de entre un mar de flotantes crespones negros -especies de alas gigantescas- a veces, todavía, dobles, puestos uno sobre otro; niños de chaquetilla corta y desgarbado pantalón; niñas de corpiño ajustado y faldas excesivas; hombres y mujeres del pueblo, éstas con la cabeza al aire o envuelta con trapos, aquéllos con pañuelos en el pescuezo, pacíficos pañuelos, negros o a cuadros, de extranjeros, o provocativas golillas rojas, signos de la pasión política, triunfantes frente a la ausencia de golillas blancas o celestes, porque el país está en guerra civil, y los blancos revolucionarios están en campaña: sólo los colorados, partido del gobierno, pueden ostentar sin peligro su enseña por Montevideo, que ha permanecido, por la lealtad y por la garantía de la fuerza, sujeto a su poder6. Casi todos estos hombres y estas mujeres son de raza blanca, en buena parte europeos, especialmente italianos o españoles, pero muchos son también aindiados, mestizos. Otros son negros, mulatos o pardos, viejos libertos o hijos o descendientes de esclavos africanos, y aún puede hallarse, bajo las ropas del civilizado, el tipo puro del indio nativo, que ignora acaso que lo es, no obstante su color cobrizo, sus ojos oblicuos, de párpado encapotado, su pómulo saliente, el pelo duro, recto, áspero y renegrido: la ruda chuza, que unas veces corta a la europea y otras deja caer formando lacia melena. Pero este transeúnte no se confunde con su poco probablemente lejano pariente racial, el indio colla, el indio boliviano, vendedor ambulante que ha llegado después de andar quinientas leguas, y que se mezcla también al movimiento de la calle, aunque dando una nota más llamativa a la mirada, con su sombrero de panza de burro, su poncho corto de colores, la maletita en que lleva la mercancía que ofrece: remedios, piedra imán, almendra de olor, polvos para el amor... A caballo pasan el vendedor con árganas, el aguatero con sus barrilitos (son los últimos días del aguatero), el comisario, alguna patrulla, algún soldado, de la bárbara soldadesca, casi siempre descalza, de la época, y algún gaucho, que se ha llegado a la ciudad: largo poncho rayado, sombrero alto, también de panza de burro, o redondo de ala ancha, bajo el cual asoma la chasca ensortijada, complemento de una barba tupida; lazo arrollado al costado, amplias bombachas o acaso chiripá, quizás aún espuela nazarena, de largas puntas martirizadoras, y bota de potro, que deja asomar los dedos del pie, con los que agarra el estribo. Él también ostenta su golilla, y el poncho oculta el facón que lleva bajo el cinto. Su empaque altivo lo completa el chapeao de plata labrada. No se sabe si es tropero que vino por sus trabajos o si lo ha traído el anuncio de que se hará un alto en la guerra. Porque el gaucho de estos tiempos no es ya solamente el vago, corredor libérrimo y solitario de los campos, «cantor triste» pero raptor de mujeres, sin ley y hasta reputado por malhechor y «criminoso», del siglo XVIII, en cuyas postrimerías aparece su nombre como el de una típica categoría social que venía arrastrándose de atrás, y que aún subsiste en 1871 por no existir todavía límite capaz de detenerlo. Sólo algunos años más tarde se generalizará, comenzando a cercarlo a él también, y no sólo a las estancias, el alambrado, que la ley acaba de hacer obligatorio aunque por ahora no se halla en toda la campaña, a través de distancias enormes, sino alguno excepcionalmente, y algún raro cerco de piedra. El gaucho es también, ahora, tanto el aventurero todavía díscolo pero que trabaja «en ocasiones», como el peón asalariado fijo, que antiguamente era la antítesis, precisamente, de aquel ancestro casi legendario. Y hasta, por la fuerza de una extensión creciente, suele designarse con su nombre al estanciero totalmente rudo y cerril, y, finalmente, a llamarse con la voz de gaucho al hombre de campo, al paisano, cualquiera sea su condición. Puede ser, entonces, un entero hombre de bien, y aún llegar a serlo hasta el máximo, puede representar la hombría cabal, heroica, leal y generosa, y merecer, todavía, alcanzar a encarnarla, como un símbolo, en el concepto popular, y, poco a poco, hasta en el culto. Todo ello por virtud de esa semántica progresiva que ha ido desplazando en parte, y en parte ensanchando, el significado originario del término: semántica en cuya génesis (que comenzó cuando el gaucho ingresó, atraído por la alucinación de un ideal desconocido pero cuyo surgimiento aguardaba sin saberlo, por las propias predisponentes de su naturaleza libertaria y rebelde, en las filas de la revolución emancipadora) entra un complejo de imponderables patrióticos, sociales, económicos y morales.

Hacia el atardecer, el matón del suburbio, el taita del arrabal, el orillero, de sombrero requintado y ala caída, será quien dé la nota provocativa desde la esquina peligrosa, junto a la puerta del almacén a cuyo frente, al borde de la acera, todavía pueden verse los fuertes postes con argollas para que los parroquianos aten sus caballos y traigan en su voz el dejo campero y hasta la poesía gauchesca, que vibra allí, entre el zumbar de las guitarras, en el contrapunto de los payadores, más acá del mostrador en que se despacha caña, en la rueda en que hay quien prefiere al trago ardiente el amargo del mate. De noche, las compadradas desafiantes sonarán en los bailes públicos, en las academias, donde también se arriesgan elementos de la mozada decente: cuando en la calle, después del paso incierto de la linterna del sereno que ronda, no alumbren sino los picos de gas, y en las afueras escasos faroles de aceite, y más lejos, entre las quintas y los campos que han sucedido a los baldíos de más en más frecuentes, sólo la bóveda estrellada sea promesa de paz sobre las tinieblas.

*  *  *

Pero, de día, ¿a dónde iba, de qué focos emanaba, aquel escaso tráfico de vehículos, jinetes y peatones?

Para poderlo percibir con más sentido, para que sea posible volver a imaginarlo de nuevo pero moviéndose en su ambiente total, abigarrando la fisonomía exterior de aquel Montevideo de 1871, y hasta para tener el solaz de reposarse contemplándola a ella también y llegando a entender lo que expresaba, es fuerza antes ver el fondo de ciertas cosas que los ojos no podían mostrar en un primer mirar hacia la calle.

Centro mercantil era la ciudad, a donde convergían, para ser exportados por su puerto, famoso desde la época colonial por sus condiciones naturales, que poco había retocado todavía el hombre, pero que de todos modos, habiendo sido el factor fundamental de la formación de la nacionalidad uruguaya, daba vida y fisonomía propias a todo el barrio adyacente, los productos de una campaña no muy poblada ni muy extensa, y consagrada por entero desde la estancia, la célula económica constituida por las grandes divisiones de la propiedad raíz o de la mera posesión de hecho de la tierra, a trabajos casi exclusivamente ganaderos, apenas más activos que la indolencia cuando debían traducirse en esfuerzos sistemados y pacientes, pero frenéticamente dinámicos si requerían el empleo, sobre el lomo del caballo, de la destreza, de la fuerza y del coraje, en las lides con el novillo o con el toro, en el entrevero del rodeo, vértigo del peligro.

Esa ganadería, la industria madre del país, todavía tan primitiva, pero de la cual se alimentaba así el comercio montevideano y se justificaba la importancia de su puerto, estaba en el momento de su vida en que, gracias a la fundación de la Asociación Rural del Uruguay, que se estaba gestando y ocurriría en octubre de ese mismo 1871, entraría de lleno en el camino del fomento consciente y civilizador.

Detengámonos un instante a pensar, antes de abordar otro aspecto de aquel 1871, en esa coincidencia de que haya sido en este año cuando ocurriera esa fundación, debida a un grupo visionario de hacendados progresistas, y de que ella haya tenido lugar en medio al dolor y a las pasiones de la guerra civil, remontando proféticamente la mirada, como sus fundadores lo hacían, desde los campos desolados y enrojecidos por la sangre de los hijos de una sola gran familia, con visión constructiva, hacia los horizontes de la paz. Pero señalemos a la vez algunas incongruencias y no pocas injusticias dentro de un hecho en sí mismo tan trascendental y auspicioso. Esa entidad, rural por antonomasia, cuidaba, por previsión de sus estatutos, aprobados meses antes, como de fines primordiales -y ello era justificadísimo- del respeto de la seguridad de la propiedad en la campaña; pero no olvidaba equiparar esa preocupación con la que llamaba «disminución de los impuestos que sean excesivos», siendo así que, si se exceptúa la aduana, no había otra materia clara y sensatamente imponible, en la época, sino la tierra, con su gran latifundio dominante; y si la institución velaba por el estudio de una legislación para el agro, y por la tecnificación de las industrias y la enseñanza agrícolas y la «granja modelo», rendía un homenaje implícito a la capital, porque, pudiendo haberse dado su sede en algún punto del interior del país, desde el cual el fomento irradiase mejor, los mismos estatutos disponían que su Junta Directiva residiese en Montevideo, lo que no es, con todo, de censurarse mucho, aunque sí lo es, sin duda, el que olvidase totalmente el problema de la redención por el trabajo, redención económica, y, con ello, social y moral, del gaucho, de aquel auténtico gaucho superviviente, al destinar la primera de las tres secciones que debía crear en su seno a la inmigración, preocupación sin duda santa, pero que debió posponer a aquella otra. Pues es lo cierto que no consagró una sola palabra de sus estatutos al pobre poblador nativo de nuestra campaña, eterno desarraigado por la falta de estímulo que desde casi cien años antes, desde los tiempos de un Sagasti, de un don Rafael Pérez del Puerto, de aquel anónimo autor de las Noticias de 1794, de un Azara y de un Lastarria, venían denunciando los hombres pensadores y justicieros, y a cuya condición de marginado poco después Artigas comenzó, revolucionariamente, a poner remedio, que una conflagración universal contrarrevolucionaria de todo el ámbito platense, desatada desde Río de Janeiro hasta Buenos Aires, se encargaría de hacer imposible no bien había empezado a cuajar en los hechos. Y es así como ahora, en 1871, fueron los estancieros, pues, que tenían tierras para darle, para que las hiciera suyas y pudiera merecerlas y fecundarlas con sus esfuerzos, y no los hombres de estudio, que no las tenían, pero contra los cuales, cuando se les vea actuar, dos años más tarde, en las Cámaras llamadas románticas, en que brillarían los principistas, se ha creado, por miopía histórica, la rutina de cargárselo en culpa, fueron los estancieros y no los hombres de estudio, repítase esto bien, quienes olvidaron al gaucho y lo mantuvieron desterrado, vagando sin esperanzas, dentro del suelo que lo viera nacer.

*  *  *

Pero volvamos a seguir mirando a Montevideo.

Para casi todo lo demás, nuestro puerto era centro de importación del producto manufacturado europeo, de la yerba mate argentina o paraguaya, de frutos del Brasil, todos ellos, a su vez, necesaria contrapartida económica de aquella exportación de los productos de la ganadería (los llamados «frutos del país»): cueros, carnes saladas, astas, cerdas, lanas, grasas, a las que pocos años más tarde, revolucionándolo todo, se habrían de agregar las carnes congeladas.

Si el barraquero centralizaba aquí, como consignatario, en sus grandes, malolientes y destartalados depósitos, todas esas riquezas de la campaña hasta el momento de ser exportadas (salvo las carnes saladas, que se guardaban in situ, en el propio saladero), el registrero, llamado así o simplemente mayorista importador, con su «almacén de ramos generales», era el polo opuesto de aquél (si bien hubo quien era a la vez registrero y barraquero), porque difundía aquí o hacia el interior el mayor volumen de los renglones introducidos: desde los paños, las ropas y calzados de moda, los muebles de lujo y las bebidas finas y aún los vinos comunes, pues no se los fabricaba todavía en la República, hasta aquellos frutos tropicales de los países vecinos. Y aún había un tercer tipo de centralizador comercial o gran intermediario, el almacenero naval, que formaba emporios de repuestos marítimos y de materiales para el calafateo. De estos tres elementos, típicos del comercio mayorista montevideano, uno era, pues, acopiador de lo que iba a salir del país, otro de lo que entraba, y el tercero de lo que, llegando del exterior, iba pronto a ser reembarcado, no porque hubiese venido propiamente en tránsito, sino porque su destino era seguir cruzando mares, pero, ahora, incorporado a los barcos que se reparasen aquí. Fuera de todo ello, había, empero, comerciantes minoristas que introducían directamente su mercancía, sin acudir al registro.

Lo cierto es que, proveyéndose por uno de esos modos o por el otro, un mundo variadísimo de comercios, que contaba, además, con el auxilio de algunos bancos privados, de capitales nacionales o extranjeros, abría sus puertas al público. Los del centro, tiendas, refinadas casas de modas y sastrerías, bazares, joyerías, mueblerías y confiterías de lujo, los clásicos cafés con sus ruedas tradicionales, y las librerías, que atesoraban, renovándola incesantemente, la cultura europea, especialmente francesa, que los ambientes intelectuales habían de absorber, hasta boticas y ferreterías. Y los de los barrios, suburbios y arrabales, simples variantes, casi todos, del almacén y la tiendita. La panadería y la carnicería eran ubicuas. Aquella se proveía de harina en los molinos. Ésta se surtía generalmente en el matadero, casi nunca en ganados de algún campo propio que su dueño pudiera tener a distancia no muy grande de la ciudad. Los «puestos de verdura» eran escasísimos, pero los suplía, como a los de fruta, de perdices o de pescado, que no existían, el vendedor ambulante, cuando no el mercado y hasta algún «mercadito».

Sólo esporádicamente, en aledaños de más en más alejados de la ciudad, subsistía en Montevideo la «pulpería», que seguía siendo todavía dominante en el campo: esa típica variante vernácula, no ya sólo de la ancestral «venta» española, sino más bien de la «pulquería» y de la propia pulpería mexicana, la que vendía pulpos, a la cual, en el Río de la Plata, el ambiente ganadero, ofreciendo, con la abundancia de la carne, la de la pulpa, que allí se podía comprar, aunque no siempre, junto con el aguardiente, la infaltable caña (nuestro sucedáneo del pulque) y las mil inesperadas cosas de toda suerte, prestó, en el trasplante, una clara tentación para acabar la deformación fonética7. (¿Cómo creer, en efecto, solamente a las etimologías de diccionario que, haciendo, por una parte, tolteca el origen de esta voz, la hacen a la vez derivar de pulpo, que nos viene del latín, y que éste recogió del griego?). Perdónesenos esta inesperada digresión, y volvamos a cuento.

Un súbito crecimiento del tráfico exterior había adquirido Montevideo en los años anteriores, cuando la guerra del Paraguay la hizo depósito de productos que de ultramar y del Brasil venían a su puerto para irradiar, desde aquí hasta el teatro de la lucha, lo necesario para el mantenimiento de ésta.

Y para el resto de la vida económica era a su vez Montevideo, en sí mismo, también un centro de producción, de la poca producción que podía quedar reservada, en tan precario medio, a la industria de la ciudad, a industrias que, con la sola excepción de la usina del gas y del dique, que eran grandiosos, este último, naturalmente, como subproducto de un puerto tan importante, eran todas de técnica incipiente: zapatería, talabartería, carpintería, aserradero, herrería, sastrería, platería, imprenta, en lo poblado, industrias en que el pequeño crecimiento, que se advertía, de la fábrica de vapor, no había desterrado, para muchos ramos, al taller artesano y al pequeño taller manufacturero. Y en los suburbios, saladero, que era el renglón más fuerte entre los otros, y aún para el país entero; y, secundariamente, curtiembre, grasería, molino, horno de ladrillos, cada uno con sus gentes, sus ruidos y sus olores propios, aunque todavía sin sus gremios organizados, salvo uno, el de tipógrafos, que había creado de su seno una mutualista8, siendo así que el coloniaje los había tenido, si bien dentro de una jerarquía sumisa, con su estructura vertical, para otros sectores de actividades laborales.

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Centro político de un gobierno constitucional, y que pugnaba por alcanzar a serlo también de orden, ya que sabía que no podría llegar a señalarse como de libertad, la que, por la fuerza de las cosas, era quimera soñarla en aquella época, prolongación de ese drama inacabable de la violencia instalada y favorecida desde los países limítrofes, al que hay que llamar «la grande convulsión», herencia de la Guerra Grande y del fracaso de la política denominada de fusión, en que, con la mira puesta en la extinción de los dos grandes partidos tradicionales, el blanco y el colorado, había podido poner todas sus esperanzas el país a la terminación de ésta.

No había nacido todavía un tercer partido, el Partido Radical, cuyo advenimiento, que no tendría lugar sino en 1872, se venía anunciando, no obstante, sin llamarlo todavía así, sino por los nombres de «nuevo partido» o de «partido nuevo», desde los primeros días de ese propio año 1871 en que meses más tarde había de nacer José Enrique Rodó, y era su esperanzado augur Carlos María Ramírez al repudiar a los bandos tradicionales con su dramático opúsculo La guerra civil y los partidos. Lo seguiría siendo ya, apenas unos pocos días después, desde las páginas de su vibrante periódico La Bandera Radical, como, pocos meses más tarde, José Pedro Varela desde las del diario La Paz.

El gobernante era entonces el general don Lorenzo Batlle, patriarca bondadoso, la «Mama Lorenza» protectora que veían sus partidarios, quizás el único Presidente de la República que desde que ésta existía no había buscado el mando ni aspirado a él, pues sus electores, los miembros de las Cámaras reunidos en Asamblea General, como lo disponía la Constitución, habían debido, tres años antes, llamarlo al cargo y sorprenderlo con la noticia de su investidura en su casa, en el sosiego de la noche. Y, no obstante, la pasión política, el orgullo del partido adversario, sincero y fuerte en la áspera fatalidad de una barbarie orgánica, que a los dos bandos abarcaba por igual, lo tenía en jaque desde hacía más de un año, creyendo que de verdad estaba combatiendo a un tirano, con una de las más formidables revoluciones que han despedazado al país, la célebre «revolución de las lanzas», que encabezaba el caudillo Timoteo Aparicio.

Le atribuían a don Lorenzo Batlle el haber dicho que «gobernaría con su partido y para su partido»9, palabras que no eran las que había empleado en la realidad, pues, lejos de ello, había hecho públicas estas otras, tan diferentes: «Hombre de principios, no me apartaré del cumplimiento de la ley. Propenderé a la unión del Partido Colorado, gobernando con los hombres más dignos de ese partido, sin exclusión de matices y sin exigir otra cosa para los cargos públicos, que el patriotismo, la capacidad y la honradez... Trataré de mejorar en cuanto sea posible todos los ramos de la Administración: mi primer cuidado será garantir la vida y la propiedad en todos los ámbitos de la República, siendo inflexible con cualquier abuso que se cometa: hacer que la ley sea igual para todos, blancos y colorados, nacionales y extranjeros; afianzar la paz, el orden y las instituciones; en una palabra, gobernar con la Constitución, levantándola por encima de todas las cabezas»10.

Por su parte, entre los revolucionarios, Timoteo Aparicio había dicho, en su proclama inicial: «En nuestras frentes va una divisa con los colores de la Patria, azul y blanca como la bandera común, en símbolo de que por la Patria luchamos y no por mezquinos intereses personales»11, y Anacleto Medina, a raíz de la invasión, ocurrida poco después, afirmaba igualmente: «La bandera que levantamos es la bandera de la patria, bajo cuya sombra caben todos los orientales; la divisa tiene los colores purísimos de esa bandera y nuestro partido es el Gran Partido Nacional formado por todos los buenos orientales»12. Y en unión de ambos con Ángel Muñiz, en un manifiesto conjunto, repetían: «la bandera que levantamos es la de la Nación, no la bandera de ningún partido exclusivista»13.

Pero en los hechos, como lo dejamos insinuado al comentar la presencia de golillas rojas y la ausencia de blancas o celestes por las calles de Montevideo, la lucha se polarizó entre blancos y colorados, y así ha quedado ante la perspectiva histórica14.

La Iglesia y la masonería tejían sus propias tramas, que interferían diversamente, desde lo oculto, con las de los partidos y sus diferentes fracciones, ya, eventualmente, para apoyar a esta o aquella de sus actitudes, ya para contrariarlas, como éstos lo hacían a su vez con las de aquéllas.

Aunque la paz habría de tardar todavía en llegar, la mediación oficiosa del obispo Monseñor Jacinto Vera en busca de una tregua para parlamentar con los rebeldes, mediación que había sido aceptada por ambas partes en los días anteriores al nacimiento de José Enrique Rodó, si bien los contendientes no llegaron a comenzar siquiera los tramites previos a la tregua misma, será interrumpida inesperadamente, cuando los ojos del pequeño no hayan visto alumbrar más de cinco veces al sol, por un decreto de amnistía (el tercer decreto de amnistía que don Lorenzo Batlle dictaba en aquella guerra), aliento de humanidad que no quebrantará, no obstante, la intransigencia con que la causa de las instituciones seguirá defendiendo sus derechos, porque la lucha tardará todavía muchos meses antes de terminar. ¿Qué había ocurrido, pues? Indispensable es aclararlo. Esa amnistía era la consecuencia inmediata de la batalla de Manantiales, en la que, allá lejos, en pleno campo, el 17 de julio, teniendo el niño sólo dos días de vida, y cuando nadie lo pensaba en Montevideo, quedó definida sangrientamente la guerra, pues la terrible acción aseguraba el triunfo del gobierno. Pero destaquemos del cuadro un hecho que, aunque de apariencia individual, resume todo un estado de psicología social. La terminación de la jornada, en una de sus incidencias finales, revivió la vieja barbarie sanguinaria sobre el cuerpo aindiado de uno de los jefes vencidos, alcanzado, boleado y en seguida lanceado con increíble ensañamiento cuando se retiraba «al tranquito», no obstante saberse perseguido, «por no querer disparar», según se hizo fama: el ya achacoso aunque de indomable entereza general Anacleto Medina, guerrero legendario de los tiempos de la independencia, pero a la vez viejo tránsfuga del partido colorado, que cargaba culpas, no sin duda como promotor, pero sí como ejecutor, por la célebre y no muy lejana «hecatombe de Quinteros». Se renovaron sobre su cuerpo los lujos de venganza en que solía cebarse la escondida crueldad, pronta todavía a remanecer a cada paso, que el Uruguay había conocido tristemente, aunque en grado menor que otras tierras de América. El sacrificio de esta ensangrentada figura casi mítica, que se sobrevivía, endurecida por sesenta años de luchas, fue quizás el símbolo final e implacable de esa autofagia social en que la barbarie atávica de las masas, enceguecidas por el coraje sobrante, y en cuyo seno pululaban, impunes, los hombres sanguinarios, los «carchadores», se devoraba a sí misma después del combate, turnándose sólo en lo accidental del bando al que le tocara en suerte, cada vez, ser victimario o víctima, siempre que un jefe humanitario -que los había también- no se imponía para impedirlo con el gesto y la voz del caudillo al que todos acataban. Y todo ello había podido ocurrir en esta revolución, en la que se había visto, por una parte, al jefe rebelde, Timoteo Aparicio, hacer público en una nota dirigida al Presidente de la República, don Lorenzo Batlle, su repudio a la «guerra de devastación y de exterminio» o «guerra salvaje»15, y por otra al Presidente Batlle exhortar a que «en la lucha que va a entablarse enérgicamente no se desdore la generosidad del carácter nacional», agregando: «No haya más sangre que la que inevitablemente corra en el combate. Un acto de crueldad o de venganza sería indigno de nuestra causa y deshonraría al Estado»16.

(Pero, de todos modos, esa barbarie que había acallado por unos días sus odios, con aquella mediación en busca de una tregua, mediación que había sido aceptada en principio, lo hemos visto, por ambos bandos contendientes, sin llegar a la tregua misma, esa tregua buscada para la guerra civil y dentro de cuya esperanza, ya que no realidad y ni siquiera promesa, entra a la vida José Enrique Rodó, ¿no parece la trágica negrura de una historia de tempestades que se serena por un instante, para que nazca, limpia de impurezas, la luz de la estrella nueva?).

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Montevideo se enorgullecía, en tanto, con el título de «la Atenas del Plata», que un raro consenso de ilustres extranjeros le había discernido otrora y continuaba manteniendo.

¿Qué hacía por seguir mereciéndolo?

Centro intelectual casi único de todo el Uruguay, sus escenarios de producción y óiganos de irradiación eran, aparte los individuales, la Universidad, la prensa, las Cámaras, el Club Universitario, la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, y, en grado todavía lamentable, la escuela. El Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, fundado por Andrés Lamas durante la Guerra Grande, dentro de los muros de la ciudad sitiada, había muerto, y pasaría más de medio siglo antes de que resucitara. Era pobre la Biblioteca y Museo Público, pero ambas ramas del establecimiento se reponían penosamente de graves pérdidas sufridas en épocas de incuria17.

El tema central de las inquietudes de los grandes polemistas y oradores del Parlamento y del periódico, especialmente de El Siglo, su más alta tribuna, era el civismo patriótico, el principismo, la defensa de los derechos ciudadanos y de la Constitución, sostenidos con romántico arrebato y galas de saber18. Se preparaba el ambiente para las famosas Cámaras del 73, en que culminaría brillantemente esta actitud de los espíritus. En la Universidad, donde, por la desaparición, ocurrida en los hechos, de la de Teología, muerta por falta de alumnado, sólo existía una Facultad profesional, la de Jurisprudencia, en la que hasta el año, precisamente, de 1871, y con el preclaro talento de Carlos María Ramírez, que la inauguró, no nacería el aula de Derecho Constitucional, los fueros del individuo se prestigiaban desde esta misma aula y desde los textos de Derecho Natural, que había compuesto, para uso de aquella Facultad, Gregorio Pérez Gomar, que regentaba la materia, y en los estudios secundarios desde la cátedra de Filosofía, de la que habrá nuevamente necesidad de hablar en otro sitio de este panorama, en torno a la figura de don Plácido Ellauri, que desde ella difundía el espiritualismo ecléctico de Cousin.

El derecho civil patrio, rico con su flamante Código de 1868, que su propio autor, el ilustre jurista cordobés doctor Tristán Narvaja, enseñaba en la cátedra, era objeto de sus primeras exégesis, y se dilucidaban por todas partes problemas de fomento material, que planteaban las recientes experiencias del primer ferrocarril, de la terrible crisis recién extinguida, y de los ensayos de colonización europea que acababan de fundarse en el interior del país. También la Universidad tomaba conciencia de las necesidades del progreso material pues había creado desde diez años atrás, en la Facultad de Jurisprudencia, una cátedra de Economía-Política, que, aunque contó poco después de fundada con las luces sucesivas de Dalmacio Vélez Sarsfield, de Pedro Bustamante y de Francisco Lavandeira, había nacido ya con vigoroso aliento con el fuerte, cerebro de don Carlos de Castro, su primer profesor, formado en los centros europeos. Esta cátedra, afiliada al liberalismo dominante en la época en todas las cosas, tenía, sin embargo, un precedente ya totalmente olvidado por entonces en una iniciativa extra universitaria de treinta años atrás, pero a la cual el gobierno del general Rivera, en 1841, había dado jerarquía incorporándola como obligatoria para los estudios de jurisprudencia, y cuya orientación había sido radicalmente opuesta, de un socialismo utópico inspirado en Sismondi y muy avanzado, en el aula que dictara en un instituto privado y llegando hasta a publicar en la prensa la más audaz de sus lecciones, el profesor don Marcelino Pareja, cuyo único curso terminaría a comienzos de 184219, por lo que hay que suponer que se ambientaría bien, sin duda, con otro brote de socialismo utópico que ocurriría pocos meses después, como lo fue el surgimiento del movimiento fourierista que Montevideo conociera, en ese mismo 1842, por un órgano periodístico que, aunque fundado en 1840, sólo en aquel otro año pasó a quedar consagrado a su difusión: Le messager français, cuya dirección tomó un francés inquieto, Mr. Eugène Tandonnet, discípulo del teorizador del falansterio20.

(¿Qué imponderables habrían quedado, sin embargo, sin que nadie tuviera, al parecer, conciencia de ello, de esos dos ya apagados focos de socialismo utópico, en ese Montevideo de 1871 que lo esperaba todo de la iniciativa particular moviéndose al amparo de una libertad que reducía al Estado, frente a ella, a la función de un testigo respetuoso, a lo sumo de un juez y un gendarme complacientes, pero jamás de un legislador que fomentase ni, menos aún, que ayudase, al obrero contra el capital, como lo había predicado, columbrando asimismo la función histórica de la lucha de clases, aquel ignorado profeta de don Marcelino Pareja?).

Sólo el Club Universitario y la Sociedad de Amigos de la Educación Popular se habían propuesto fines especiales de cultura, que, en el primero, fundado por núcleos de juventud que eran promesa de una generación magnífica bien pronto revelada, se orientaban hacia formas de expansión y de ampliación de estudios desinteresados, en torno a la nota fundamental del civismo, y en la segunda, que había recibido ya el fuego de José Pedro Varela, el próximo apóstol y reformador de la escuela uruguaya, buscaban la redención del ciudadano y la consolidación de la democracia por la vía de la educación popular, tarea ciclópea, porque el pueblo estaba hundido en la ignorancia y la barbarie, y la escuela pública, la «escuela de la Junta», como era de uso que se la llamara, era escasa y vegetaba en la rutina, la miseria y el desorden. Y por eso las familias de las clases pudientes mandaban a sus hijos a los colegios privados, cuya enseñanza era mucho más completa, y varios de los cuales incluían la del francés y hasta el inglés.

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La vida literaria21 había olvidado, con justicia, a aquellos dos retóricos ingenuos del final del coloniaje, José Prego de Oliver y Juan Francisco Martínez, éste también autor teatral, a quienes comenzara a exhumar casi cuarenta años atrás, para ir dándolos poco a poco a las prensas de su Parnaso Oriental, un meritísimo editor, Luciano Lira.

Pero traía, en cambio, en su auténtica tradición poética, como propiamente suyos, porque habían nacido en nuestro suelo y surgido en el tránsito hacia la independencia, los ecos de un Bartolomé Hidalgo, preclaro luminar que cultivó señeramente, no quizás antes que nadie, como en un tiempo se creyó, pero sí, en todo caso, solo en su época, lo gauchesco; y de un Francisco Acuña de Figueroa, clásico y retórico, pero cuyo ingenio ocupa un lugar que Menéndez y Pelayo destacó como excepcional en la literatura castellana. Y, en la de la prosa, la huella de un fuerte sabio, de relieve universal, como Dámaso Antonio Larrañaga, destinado a prolongar y a superar en todo, menos en la valentía y la lucidez del ciudadano, los ensayos, no obstante valiosísimos, del doctor José Manuel Pérez Castellano, eclesiástico como él, que se iniciara unos lustros antes en las ciencias naturales y en la penetración casi sociológica de nuestra realidad y de nuestra historia. Vocación científica, talento recio y alta cultura, se habían vuelto a dar con el doctor Teodoro Vilardebó, que había triunfado en Europa, donde hiciera sus estudios. Ejercía la medicina en Montevideo cuando le cupo a él también caer, combatiendo el flagelo, durante la epidemia de fiebre amarilla de 1857. No podemos apreciar lo que quedaba vivo, consciente o inconscientemente, de los ensayos menores, en prosa o en verso, de escritores como Francisco Araucho, como Petrona Rosende de Sierra, como Carlos G. Villademoros, éste sin duda tanto más significativo, y como los muchos más que podían leerse, como éstos, en los tres tomos del Parnaso Oriental y que la erudición sabe enumerar, pero que no dejaron fama.

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Debe afirmarse en cambio que la vida literaria de aquel 1871 y de sus tiempos circundantes, tenía como vigentes algunos valores descollantes, de fácil recuento por lo escasos.

Digamos, con todo, antes de entrar en ese recuento, que no era justo, en cambio, otro olvido que, éste sí, era enormísimo y sacrílego. Eran desconocidos, todavía, en efecto, los conceptuosos escritos políticos, de inspiración fervorosa y vibrante y copiosa factura, compuestos, inmediatamente sobre la perentoria imposición de los hechos, por aquel «cogitabundo» Miguel Barreiro, escritos que «no desmienten» (valgan para todo esto las definiciones de Larrañaga) haber sido redactados por ese «talento extraordinario», «fluente en su conversación», para la defensa de los derechos de los orientales en los tiempos de la Patria Vieja, y que quedaron inéditos hasta que en 1886 los dio a la luz, para dejar preparada con ellos la reivindicación de Artigas sobre bases documentales, el historiador Clemente L. Fregeiro. Tales escritos abonan, sin duda, los méritos literarios y la convicción política, luminosa siempre, de Miguel Barreiro. Pero todos ellos, ostensiblemente, están alimentados con ideas, con mil reacciones que evidencian haber surgido, intactas y directas, de lo íntimo, con giros que hablan en primera persona, y hasta con períodos enteros cuyas constantes lexicográficas y hasta estilísticas demuestran que ellos fueron dictados casi textualmente, sin que pueda haber duda sobre ello, por la palabra misma, y no sólo por el pensamiento prócer y la alta pasión, de nuestro gran libertador, que puso además su firma, invariablemente, al pie de cada uno de ellos, legándonos así un gran enigma histórico de simbiosis literaria y no sólo conceptual, patriótica y política, que, sintomáticamente, se replantea en el período en que, bajo la misma firma de Artigas, el redactor de los cultos papeles oficiales del gobierno de éste, no menos valiosos que los de los tiempos de Miguel Barreiro, y tan semejantes a ellos, pasa a ser el padre José G. Monterroso.

Y no sería arriesgado pensar que lo mismo debe decirse de los momentos de la vida de Artigas en que su secretario fuera Eusebio Valdenegro, cuyos primeros ensayos de poesía revolucionaria iban viendo la luz en la Gazeta de Buenos Aires, momentos que abarcan todo el período que comienza con la proclama de Mercedes, de abril de 1811, y florece al mes siguiente, bajo el aliento de la victoria, en los papeles entusiastas firmados por el gran caudillo, y con cuya expurgación crítica se ha llegado a recomponer lo que ha podido definirse, con rigor científico, como «el ideario de Las Piedras». Y en las constantes artiguistas que se advierten en la gran nota-reseña histórica que dirige Artigas al Paraguay el 7 de diciembre de 1811, ¿es todavía en Valdenegro en quien hay que seguir pensando para interpretar la simbiosis, o no será ahora la docta pluma de Santiago Vázquez la que habrá que tratar de descubrir como siendo la que lleva el hilo conductor de esta pieza notable, e inyecta en ella su redacción y sus propios giros a los pensamientos que le va dictando el prócer? Porque la firma del futuro célebre constituyente aparece, sintomáticamente, entre las de muchos vecinos, sin que se halle entre ellas la de Artigas, que suscriben, sólo siete días más tarde, una petición al Triunvirato porteño en la que se reconocen, entresacadas, para reproducirlas intactas, frases enteras que habían sido escritas la semana anterior, a trechos diversos, en aquel extraordinario documento. Y aún habría que proponerse análogos ensayos de discriminación con otras posibles presencias fugaces en la secretaría artiguista, como las de Antonio Díaz y de Francisco Araucho.

Y bien: nada de eso, salvo la proclama de Mercedes y los papeles de Las Piedras, que se habían publicado, también en su momento, en la Gazeta, y aquélla, además, en hoja suelta impresa, nada de eso se conoce, pues, en los tiempos en que nace José Enrique Rodó.

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Y vayamos entonces al recuento de los valores descollantes, y en su caso influyentes, en aquel año de gracia de 1871.

Recordemos, ante todo, a los extranjeros, porque, como corresponde, hemos de abandonarlos en seguida, para ir directamente a lo nuestro, no sin agradecerles lo valioso de la siembra que dejaron; y hay lugar aquí para nombrar entre éstos, como lo hicimos con algunos de los nacionales, a los de tiempos anteriores a 1871.

Plumas selectas de hombres de otras tierras venían sucediéndose desde los tiempos en que lo hicieran los argentinos emigrados de la época de Rosas, de los cuales será oportuno hablar más adelante. Pero no eran solamente las de estos rioplatenses de la otra orilla, ni solamente las de personalidades de aquel período histórico. Xavier Marmier, Víctor Martín de Moussy, Arsène Isabelle, Adolfo Vaillant y muchos más de menor notoriedad, abarcando en conjunto un ámbito de tiempo que comienza en aquellos años anteriores y termina mucho después, testimonios, todos ellos, del interés y del afecto que a los franceses despertaba Montevideo, señalan otros tantos aportes de vigorosos y bien cultivados cerebros que consagraron largas horas de labor a estudios económicos, técnicos y administrativos, y a la difusión de ideas liberales e ideales progresistas -tales, en años ya pasados, un Amedée Moure o, en los que precedieron muy de cerca al nacimiento de Rodó, el futuro eminente egiptólogo Gaston Maspero- y las dedicarían a preciosas descripciones, de las cuales las de este último, volanderas páginas de un epistolario familiar, quedarían inéditas casi hasta nuestros propios días. Hemos traído a cuenta estos dos nombres para recordar que ellos vienen a alinearse de este modo en una serie diferente, que venía perfilándose desde más de un siglo atrás con franceses de la talla de los Bougainville y los Dom Pernetty, de los Auguste de Saint-Hilaire y los Alcides d'Orbigny, con españoles tan meritorios como don Jacinto Albistur y don Justo Maeso, que escribían aquí cuando José Enrique Rodó era ya alumno de la escuela Elbio Fernández, y con ingleses de tiempos muy anteriores y de visión tan sabia como las de Sir John Constance Davis, de Carlos Roberts, de Sir Woodbine Parish y del que habría de ser universalmente célebre Carlos Darwin.

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Ha llegado ahora el momento de hacer el recuento de los valores culturales del Montevideo de 1871 entre los nacionales.

Sobre el balbucear de los jóvenes, a los cuales no enumeraremos, por lo numerosos y baladíes, que se abrazaban al romanticismo, el que parecía irse agotando -así podrían pensarlo hoy la lógica, la crítica literaria y hasta la histórica- frente a la aparición de los nuevos credos estéticos que nacían en Europa pero cuyos ecos, esa era la realidad, apenas llegaban aquí, brillaba el estro grandilocuente de don Alejandro Magariños Cervantes, nutrido en sus años de España, ante cuya corte había representado a la República como su Ministro Plenipotencario. A veces más didáctico y razonador que lírico, había sabido ya proponerse, mirando hacia la tradición vernácula, la creación de una literatura nacional, y sobrepasado claramente en el verso y en la prosa, con los sabores y los colores de una madurez ya lograda, el agraz connatural a todo inicio. Señoreaba por entonces como el patriarca de nuestras letras.

Hubo quien, sin consagrarse a la creación, porque su destino fue el de magistrado, estadista y hombre de consejo en política, traía también personalmente sus propios ecos de las letras de Europa, como que había frecuentado la amistad de Espronceda y concurrido al cenáculo de Víctor Hugo, lo que obliga a nombrarlo aquí. Ello basta, en efecto, para mostrar hasta qué punto irradiaba una nada vulgar cultura literaria en el precario mundo de nuestras letras. Y éste fue don Cándido Juanicó.

Adolfo Berro, finísimo lirio de jugos nativos, se había extinguido, muchos años antes, como si la vida hubiese querido dejarlo exangüe después de sus primeras floraciones. Don Andrés Lamas, polígrafo robusto, tocado fuertemente por la inquietud social que exhibiera cuando, muy joven, publicara, en unión del argentino Miguel Cané, el todavía hoy célebre Iniciador de 1838; y más tarde, lamentablemente, posibilista en política, vivía ahora en Buenos Aires, después de los tiempos en que representara al Uruguay ante el Imperio del Brasil, la misma vida de pensador, de estudioso y de lúcido atesorador de papeles, que había sabido conciliar en aquellos años con la diplomacia, y en los de su juventud con el ardiente batallar del Montevideo de la Guerra Grande; siempre altamente preocupado por el tema americano y el nacional, especialmente el histórico. Juan Carlos Gómez, purísimo y ático, soberbiamente altivo y flagelante, que, cuando, años atrás, en un gesto de desprecio por la situación en la cual, habiendo antes sido actor, era ahora sólo testigo y juez, supo anatematizarla, comparándola a un baile de negros, en su célebre frase «siga el candombe», apostrofe con el que se ha podido tener por dividida a la sociedad entera del país, en su tiempo y en los siguientes, en «principistas» y «candomberos», vivía asimismo, desde hacía años, voluntariamente exilado en Buenos Aires, donde amortiguaba apenas sus fuegos de polemista. Otro inquieto gran espíritu, Marcos Sastre, pedagogo y escritor de valía, vivía también en la otra orilla, donde había publicado ya el Tempe Argentino. Juan Zorrilla de San Martín, que había de rescatar y revitalizar, tardía pero gloriosamente, las posibilidades que quedaban al romanticismo en la lírica y hasta en la épica americana, aún no había producido nada que haya llegado a la posteridad. Estaba en su colegio de Santa Fe e iría después a estudiar a Chile, donde publicaría sus primeros ensayos en prosa y sus primeros versos, todos ellos ya valiosos, y, doctorado en leyes allí, sólo en 1879, poco más de un año después de su regreso al país y joven todavía de veintitrés años, conmovería al Uruguay con la gran revelación de su Leyenda Patria.

De cuantos quedaban aquí, don Pedro Bustamante, orador insigne, era figura consular y dé vuelo en el pensamiento liberal, tanto político como económico, y en el civismo.

Y, sobre todo, en el filosófico, don Plácido Ellauri, maestro dulce y sonriente, respetado y amado, desde aquella cátedra de Filosofía de la Universidad, de que se hizo ya oportuna mención, hacía escuela de formar almas libres y fuertes. Hacía escuela de eso, solamente. Nada más que de eso, pero nada menos que de eso, que haría tan inmenso bien a nuestra ciudadanía, al país entero, forjándole la más magnífica de sus generaciones, de que en su sitio se hablará. Lo hacía pareciendo no proponérselo, pues rehuía imponer ningún sistema, y oscilaba él mismo entre el racionalismo deísta, el idealismo platónico y el eclecticismo de Cousin. Pero, fuertemente espiritualista, en suma, no es posible dejar de reconocer, aun en los campos en apariencia más inesperados, su huella inconfundible: su huella, próxima o lejana, prolongada, sin duda, sabiéndolo o no, hasta muchos años después de su muerte, que habría de producirse en 1893, por sus discípulos, entre los cuales aquel Prudencio Vázquez y Vega, el gran ateneísta, austero y profundo, límpido e incontaminado en su radicalismo cívico, actitud de la cual hizo escuela en el periodismo, no había sido sino un relámpago fugaz, por lo prematuro de su desaparición, tan lamentada desde el momento mismo de su muerte, ocurrida cuando José Enrique Rodó era apenas un niño de doce años; y prolongada también por todos aquellos que, habiendo recibido las enseñanzas de don Plácido (como cariñosamente dio en llamar la sociedad entera al ilustre profesor de Filosofía), y al amparo de su amplitud, no pueden ser llamados propiamente sus discípulos porque se afiliaron al positivismo, pero sin dejar de ser principistas, que no tenían por qué dejar de serlo, como con incomprensión se lo atribuían e inculpaban los espiritualistas. Y, por consiguiente, buscando la más lejana, acaso, de las proyecciones que, aun después de extinguida, dejó la gran acción formativa de don Plácido dentro de los campos del espiritualismo, no es posible dejar de reconocer las vibraciones de su luz, trasmitidas, como en la clásica carrera de antorchas, por el sucederse de los fuegos de sus discípulos, pero también trasmutadas en esencias nuevas por la excepcional calidad de la madera en que le sería dado arder, en el propio Ariel de Rodó. No porque pueda decirse que entre ambos existiese una continuidad de filosofía espiritualista, pues en el rico idealismo de Rodó influyeron poderosamente las corrientes positivistas, sino por un orden diferente de razones: por el tónico acento rector que ha caracterizado el magisterio así del uno como del otro como suscitadores del surgimiento de una vigorosa y auténtica autonomía de la personalidad en los jóvenes para quienes daban su siembra, como, con expreso reconocimiento de que en ello consistía lo más alto de la docencia de don Plácido, lo dijo, con otras palabras, uno de sus más devotos discípulos, Juan Carlos Blanco, quien, a la vez que señalaba el vacío que en tan superior manera de enseñanza había dejado su maestro al retirarse de la cátedra, se dolía de que nadie hubiera ocupado después su lugar en el escenario nacional, sin poder percibir, porque no habría tenido tiempo ni posibilidad para adelantar su visión sobre algo que no había comenzado aún, que ese sitio lo llenaría, y con altísimas creces, la magistral presencia de Rodó.

Vibraciones, digamos además, esas que de don Plácido llegaran hasta Rodó, emanadas de la sinceridad y la hondura del acento en la exposición puramente oral. Quien busque la bibliografía de don Plácido Ellauri se sorprenderá, en efecto, al no hallar como suyas sino una gramática y una retórica, cada una de ellas con la extraña constancia de ser «arreglada» por él, y «texto del Aula de filosofía». La enseñanza propiamente filosófica del Maestro de aquella juventud, no sólo porque gustaba darla promoviendo en clase la discusión fecunda, sino por la profunda eficacia de su forma hablada, de la cual ni unos malos apuntes de clase creyeron necesario llegar a recoger sus devotos discípulos, deberá ser llamada, pues, doblemente socrática.

Tal la más pura y mayor, sin duda, y, si se la piensa bien, no totalmente inesperada ni inexplicable, entonces, de las irradiaciones que, fecundando la historia del Uruguay, podía dar para el futuro ese Montevideo de 1871 y de sus años inmediatos, de antes o después, en cuya alma, y no tan sólo en sus apariencias y sus raíces materiales, estamos procurando entrar.

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Pero no son de olvidarse otras zonas en que la vida cultural daba ya también muestras relevantes.

Un pianista genial, Dalmiro Costa, compositor de inimitable y peregrino estro melódico, intérprete fantasioso de ensueños sutilísimos, que hechizaba con el «ángel» de sus dedos y de su arrebatada pulsación: romántico bohemio, unánimemente admirado y querido, un «raro», que derramaba generosamente su numen sonambúlico por tertulias y reuniones, era orgullo de la ciudad y objeto, ya del anatema, ya del asombro, de los técnicos, pero siempre del obligado comentario de todos. Ello es que estremeció durante varios decenios al Río de la Plata entero y hoy la posteridad lo ha revalorizado definitivamente. Cabe señalar la coincidencia de que la revolución de 1870 está vinculada a la historia de la producción del extraordinario músico, porque es de ese año el Toque de alarma, una de sus páginas más celebradas, en la que campanas llamando a rebato, redobles y una clarinada final se alzan del seno de las ansias, las vagarosas frases lánguidas y los giros de nostálgica elegancia. El maestro español Carmelo Calvo, compositor, organista, profesor de armonía y de piano, era en cambio el sabio que imponía la severa escuela de Hilarión Eslava, de quien fuera discípulo personal.

Dejaron aquí por entonces obras valiosas dos escultores, el italiano José Livi y el español Domingo Mora.

Y tres pintores venían imprimiendo su fuerte huella: Juan Manuel Besnes e Irigoyen, español de larga radicación en el país, a quien, por haber muerto muy pocos años antes, aquella sociedad que daba sus primeros pasos en el arte podía seguir contando todavía entre sus contemporáneos, de tal manera se había compenetrado con ella documentando durante casi medio siglo, principalmente en el dibujo, edificios, barrios, ambientes y personajes; Eduardo Carbajal, retratista de garra como lo habían sido ya aquí antes que él el italiano Cayetano Gallino y el francés Amadeo Gras; y, muy por encima de todos ellos, Juan Manuel Blanes, que sigue siendo todavía hoy nuestro gran clásico y uno de los mayores y más fecundos maestros de América.

En la arquitectura monumental señoreaba el francés Victor Rabu. El insigne Carlos Zucchi, vuelto a Italia después de su radicación en Río de Janeiro, no estaba en Montevideo desde 1842 y había muerto en su patria en 1856. Pero los valiosos aportes de ambos, como los de dos españoles ya desaparecidos pero de imperecedera recordación, Tomás Toribio y Francisco Javier Garmendia; de otros dos franceses, Aimé Aulbourg, de notable actuación en nuestra ciudad, y Eugenio Penot, éste agrimensor de profesión22 y también personalidad muy significativa por su sentido estético, aunque no tan eminente como aquél; del suizo memorabilísimo Bernardo Poncini, de alta escuela italiana, y de un oriental de fuste, ya por entonces fallecido, y que había estudiado en Italia, Clemente César, seguían enriqueciendo el acervo artístico de la urbe en incesante crecimiento, junto a los de dos connacionales más que estaban en plena actividad: el justamente acatado Ignacio Pedralbes, egresado de la Escuela Central de París, y el por entonces todavía joven Juan Alberto Capurro, formado en Italia, que, ahora en su patria, iniciaba aquí sus triunfos, ya promisorios de un futuro que se aproximaba y habría de consagrarlo. Las obras de todos ellos, como las de otros de menor jerarquía, que, al par de tal o cual de los nombrados, eran, ya arquitectos, ya ingenieros, ya solamente maestros de obras, y hasta uno de ellos agrimensor, según se ha podido ver, eran a la vez testimonios de otras tantas diferencias de épocas y de estilos23.

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Puede pensarse, así, que aquellas inquietudes del pensamiento nacional que hemos inventariado por modo somerísimo, todo aquel vago pero incesante surgimiento de luces que le iban dando tan dispares resplandores, y en el que las actividades colectivas venían tomando conciencia de sí, concretándose en esbozos firmes de conciencia política, de conciencia económica, de conciencia jurídica, de conciencia educacional, de conciencia literaria, de conciencia artística, de conciencia histórica, de conciencia sociológica, de conciencia filosófica, eran sin duda ya mucho más que vida orgánica, mucho más que la fisiología social de un pueblo que se nutre y cuyos elementos se mueven y luchan entre sí, pero estaban, no obstante, tan lejos de asumir la categoría de una alta y cabal conciencia cultural que la cifrase en una luminosa síntesis, como, en el individuo, esas mudas, profundas, voces interiores, vagas y asordinadas, que suben de lo íntimo de las entrañas, dormitando despiertas en la cenestesia, están distantes de la vida plena y distinta del espíritu, al cual están, sin embargo, no sólo anunciando y alimentando, sino además suministrando ya las propias luces, que lo penetran, de su sustancia poética y casi pensante.

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Y bien: ni una verdadera plutocracia, no obstante que los sectores más ricos de la oligarquía parecían ir anunciando su advenimiento, como necesario fruto de los avances del imperialismo inglés y del francés que manejaban los hilos del subdesarrollo en que seguían sumidas todas las naciones de Latinoamérica y se cebaban en sus riquezas madres, con la complicidad consciente o la inconsciente ceguera de sus clases dirigentes, porque lo hacían inclusive a expensas de éstas y no sólo de sus sectores más explotados y depauperados; ni uña verdadera plutocracia, pues, había podido nacer sobre la base de un comercio y una industria que, aunque fáciles, carecían de un mercado fuerte, ni formarse abismos de positiva miseria en un ambiente en que la poca densidad de población y la abundancia natural de los medios de vida (la carne era, prácticamente, inagotable) favorecían la baratura del artículo de consumo y hacían relativamente benignos los que eran, en la realidad, duros salarios. Una clase media de posición desahogada, de pequeños comerciantes, pequeños industriales y empleados, era el cemento más compacto de la masa social. Ella servía de puente entre la opacidad de la vida del pobrerío (como, en el cuadro general de esa modesta burguesía liberal, los estratos dominantes designaban a lo que hoy el sociólogo y el historiador no podrían considerar sino como el elemento humano constitutivo de un futuro proletariado, porque los obreros estaban aún dispersos, eran todavía un conjunto inorgánico y tenían poca conciencia de clase24, y cuya falta de horizontes era debida, todavía más que a la escasez económica, a la ignorancia en que vivía ancestralmente sumergido), y las clases que probaban las tentaciones del lujo: el alto comercio, cuyo mejor exponente eran el banquero, el registrero, el barraquero; el grupo digno y respetado de los médicos extranjeros, que suplían con honor la ausencia de los nacionales, no advenidos aún sino cuando esporádicamente llegaba alguno con su título obtenido en Buenos Aires o en Europa, por falta de una Facultad en qué estudiar la carrera; el patriciado, orgulloso del fuste de sus conspicuos letrados, verdaderos señores de una invisible e inconsciente nobleza republicana, o herederos sin luces ni inquietudes de estancias, de saladeros y de antiguas aunque nunca ostentosas mansiones; los pocos generales y coroneles cultos, y los generalotes bárbaros y envanecidos por la gloria impura de sus triunfos en las luchas intestinas o en la injusta y reciente guerra del Paraguay, prepotentes y ávidos de predominio, y que ejercían una fascinación que oscuros coroneles querrían emular, en años que ya se aproximaban, dando zarpazos trágicos con que asaltarían el poder: para los cuales, en la sombra, incubaban acaso ya la fuerte garra.

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Ésa era la trama sociológica de aquel Montevideo, esos los resortes íntimos de su actividad ciudadana: y conforme a ellos eran sus casas, sus costumbres, su vida.

Una ciudad extendida, en que hay espacio para todos. Sobre la planta peninsular, cuadriculada de calles perpendiculares; siguiendo luego apenas algo más sobre la loma que la vértebra, y derramándose desde ella, por ambos lados, hacia la bahía y hacia el mar, lo indispensable para insinuar, en una y otra parte de la costa, el comienzo de un abrimiento en semicírculo, las viviendas se han ido acomodando holgadamente, cada cual al lado de las demás, en vez de trepar apresuradamente unas sobre otras, como cuando el sitio falta. Imagen de reposo, de paz, de bienestar. Hay cuadras de la ciudad vieja en que son más las casas de altos que las de bajos, pero, aun así, es que casi todas ellas tienen comercio o escritorio en el piso inferior, y sólo el principal es de habitación. Con todo, las de una sola planta son siempre mayoría en el conjunto, y, en las calles menos céntricas, donde alternan con algún largo paredón blanco, con algún portón enorme, con algún sucio enladrillado de corral, de barraca, de caballeriza, de cochería, de tambo, las casas bajas son casi unanimidad. Además, son muy pocas las de más de un piso alto, rarísimas las de tres, y no hay sino una o dos de cuatro. Y, no obstante, la impresión de chatura que da la edificación a quien va por la calle, desaparece si se la mira de lejos: una floración de miradores, pocas veces visible desde la acera porque surgían casi siempre del fondo de las azoteas, se levantaba sobre el horizonte, quebrando irregularmente el perfil de la ciudad con prismas cuadrangulares, y alguno octogonal, de variable altura, y esparcidos a diversas distancias. Lírico vuelo de masas hacia lo alto, en que descollaban algunos campanarios y culminaba en la media naranja y las dos torres de la Catedral. El espectáculo, que desde el barco impresionaba a los viajeros, como un cuadro que se movía sin cambiar de carácter mientras circunvalaban la península, no era menos hermoso si se le dominaba en su quietud, a favor de las perspectivas que ofrecían los declives del suelo, desde los propios miradores, desde la altura de los barrios, entonces alejados, del Cordón y la Aguada, desde las quintas, aún más distantes y más altas, del Cerrito, y hasta desde la cumbre del Cerro. El mirador, ilusión de fuga hacia el cielo, inmersión sérica en las brisas, taumaturgia de panoramas, esparcimiento, vigía, doméstico observatorio, baluarte ocasional en las revueltas de intramuros, refugio para el ensueño, escondido adoratorio del amor romántico, era desahogo de cierto tono, típico de Montevideo desde hacía muchos años. Y, no obstante, la edificación no había permanecido estacionaria, sino, antes bien, se hallaba en fuerte impulso de renovación, y ni tenía siquiera estilos que dominasen hasta imponerle un sello característico, por lo menos en las fachadas. Sólo era poco menos que universal la azotea, cuya baranda de hierro había alabado Sarmiento casi un cuarto de siglo antes, cuando, al describir, precisamente, a Montevideo, expresó que «la azotea con verjas de fierro, a más de dar transparencia i lijereza al remate, hace el efecto de jardines»25. Se la veía así en las casas, todavía abundantes, que habían dejado los últimos tiempos del coloniaje, y en las sencillas y severas que, conservando casi todos los rasgos de aquéllas, habían seguido construyéndose hasta mediados del siglo, y que hoy llaman de arquitectura patricia: con aberturas de arco escarzano, como aquéllas, o con los vanos adintelados, como empezó a usarse después, pero siempre de maciza y fuerte desnudez, sin más salientes que el balcón corrido, con su hilada de canecillos, si era de altos, y, en todo caso, las gruesas cejas o una lisa chambrana, y sin más adornos que los rizos de las rejas abriendo por el medio, en toscas flores de hierro, la fila de barrotes, y el rítmico altibajo de recuadros saltantes y casetones que refuerza las puertas. Azotea con baranda, hasta en casas que acusaban las primeras preocupaciones artísticas, en que el gusto italiano se insinúa en el relieve que adorna a una pilastra, en las columnas adosadas, en el arco de medio punto; azotea con baranda, todavía, en construcciones en que todo es francés salvo la mansarda, que falta; azotea, aún, pero ya sin baranda de hierro, en el capricho de alguna suntuosa residencia gótica o británica, y en las netamente italianas, que la cierran con balaustrada, y en las que la puerta de calle es un tallado rico. Sólo falta la azotea en alguna aparición del Montevideo primitivo, del más antiguo colonial, que se precipita sobre el transeúnte desde el fondo de la historia, de una breve historia de poco más de un siglo, en esas pocas casas, ya patinadas de pardusco musgo, de pared baja, hundidas bajo el techo de teja de canalón con saledizo.

Aportes de un cosmopolistismo que ya empieza a ser ambiente en la ciudad, coexisten todos en paz, acusando la diversidad de los períodos que los han determinado, y dan una resultante general modesta pero pulcra. Con todo, el italiano está destinado sin duda a dominar. El italiano, que más tarde irá pervirtiéndose hasta el mal gusto, pero que entonces daba las mejores notas de nobleza: aquellos mármoles que sorprendían al trasandino, aquellas quintas para el veraneo, en que se bebía a sorbos lentos, en la copa misma del cielo, la dulzura de vivir, bajo los pinos olorosos, junto a la geometría gigante de las araucarias y a la maraña de laureles que surgía entre tupidas barreras de boj, mientras en el sopor de los aires dorados se abrían ráfagas de eucaliptus, de glicinas, de magnolias, de azahares, e indefinibles vahos de jardín.

Grandes poetas que no escribían su poesía pero que sabían vivirla, aquellos solitarios señores del mirador y de los meditabundos parques perfumados.

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Pocos edificios públicos de consideración alteraban la fisonomía de la ciudad. La casa de gobierno, pobre y destartalada, con algo de cuartel y algo de prisión, largos muros bajos y encalados y un cuerpo de altos de ladrillo desnudo, era el antiguo Fuerte, la vieja casa de los gobernadores españoles. Pronto habría de ser abandonada y demolida. Pero ahí están para compensarla, en el centro mismo, a ambos costados de la Plaza Matriz, donde se alzan las cuatro gruesas copas de patriarcales ombúes, los dos nobles monumentos del final del coloniaje: la Catedral, con su gran media naranja cubierta de azulejos sobre el crucero, y, al frente, sus dos torres, rematadas también por pequeñas cúpulas de azulejos, y firmemente asentadas sobre el ancho reposo de una fachada cuyo centro se comba apenas en un calmo frontón que sostienen dos inmensas columnas; y el Cabildo, donde sesionan las Cámaras de la República, severa fábrica de ladrillo revocado y desnuda osatura de piedra, señalada por líneas de armoniosa sencillez, y que sólo tres años antes acababa de ser definitivamente llevada, exteriormente, a lo que es su estado actual. Muy poco más lejos, el Mercado Viejo es la plaza del menudo comercio, tradicional y colorido, que ocupa restos de la antigua Ciudadela, cuyo enorme portón, hermoso y austero, le sirve de entrada. Una larga recova de arcos bordea por un costado este sitio y le presta carácter. El vecino peristilo del Teatro Solís, orgullo de la ciudad, completa el ambiente de la zona.

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Pocas diversiones públicas. Para las clases pudientes, el teatro. Ópera, zarzuela, drama, en tres salas de categoría: el pequeño y tradicional San Felipe, el Solís suntuoso, grandioso, señorial, notable para su tiempo en el mundo entero, el Cibils recién inaugurado, con compañía de zarzuela, sólo tres meses antes del nacimiento de Rodó, pero que no muchos años después entrará a competir con el segundo en los grandes espectáculos de ópera en que tradicionalmente se aplaudía, en el repertorio obligado que giraba en torno a los Verdi, Donizzetti, Rossini y Bellini universalmente dominantes en la época, a los más famosos astros de la lírica mundial. Pero cupo también ya por entonces a Solís, en 1870 y 1871, dar a conocer a Montevideo, vertido al italiano, con los insignes trágicos Salvini y Rossi, a Shakespeare en su auténtica grandeza, que seguramente las temporadas anteriores de elencos españoles no habían dejado sospechar26. Para la negrada, el candombe, en que revive el ritual de las tribus africanas y hasta se asienta sobre una tarima el trono de los viejos reyezuelos sobrevivientes, entre el rosado o el celeste fuerte de las desnudas paredes. Allí las danzas interminables y el ritmo monótono del tamboril adquieren una ternura cálida y punzante bajo la solemnidad grotesca con que, sobre la carne de ébano, se contorsionan el inservible frac de color, el sombrero de copa y el largo pantalón claro del amo de 1840. Para todos, corridas de toros, en la lejana plaza de la Unión, donde, si no todavía el Mihura ni el Veragua, de todos modos se lidian animales bravos, de grandes guampas, de las sierras de Minas. Es la ocasión del más grande revoltijo de tráfico, de la más grande salida de gente de la ciudad, en que todos los vehículos se ponen a contribución.

La quinta de las Albahacas, en el barrio de la Aguada, era lugar de romerías, asados e inocentes festejos. Y otro espacio abierto para diversiones pudo verse por entonces en el Cordón, el otro barrio popular, también por esos años todavía lejano: el «Recreo del Cordón», con sus kioscos, sus glorietas, sus calesitas, sus enjardinados, y del cual La Paz, el diario de José Pedro Varela, decía el 19 de noviembre de 1871: «es ya de moda».

En el verano no era frecuentada, casi, otra playa que la minúscula de Santa Ana, la más próxima de cuantas ofrecía la costa Sur. Allí, las bañistas entraban al agua cubiertas con largas camisas. Alejarse hasta la de Ramírez era aventura reservada a pocos, a familias inglesas o francesas, que sabían valorarla hasta el punto de que se arriesgaban hasta ella en carruajes, desafiando los malos caminos, o a caballo. Pocitos era sólo un vago nombre, vinculado más bien al de su pequeño arroyo, utilizado desde tiempo inmemorial por lavanderas, pero su playa, como la maravillosa serie de las demás que de ella siguen hacia afuera, y que hoy son el orgullo de Montevideo, eran un desierto prácticamente desconocido para la población.

El carnaval era en cambio un frenesí, en que la locura colectiva, contenida durante un año, daba dos notas sabrosísimas.

Una era el juego con agua, que se desataba, no sólo por las calles, por donde se veían caer los baldazos desde las azoteas y los balcones y entrecruzarse, en la acera, las palanganadas con los jarrazos o los «huevitos de olor» arrojados en pleno rostro y los chorrillos de los pomos que cosquilleaban traicioneramente en las nucas y los descotes, sino también dentro de las casas, provistas para la ocasión de banaderas y de tinas permanentemente repletas, a cuyo fondo, tras el forcejeo y las risas sin fin, solían caer, juntamente, víctima, victimario y cómplices.

Otra eran las comparsas de negros. Aquel entrecortado contorsionarse rítmico cien veces ensayado en el ambiente encerrado de los candombes, se volvía ahora, en el aire libre, una larga fiesta polícroma de masas que venía anunciándose desde lejos por las mismas figuras sonoras de alternada percusión isócrona hecha a golpes de palma de la mano sobre los parches y los flancos de madera de la resonante caja; llenaba la calle de penachos, de largos trajes de color azul claro con ribetes, vivos y cintarajos rojos y reluciente juego de lentejuelas y espejillos, en medio de los cuales resaltaban los sudorosos rostros retintos, los gesticulantes brazos oscuros y el blanco relámpago de los dientes; y servía de marco, entre monótonas canciones y ramplonas versadas de ocasión, a la epiléptica coreografía individual de los «escoberos», cuya hazaña, infaliblemente exitosa, de lanzar lejos hacia arriba, ágilmente y en increíbles espiras, el palo coronado por la amarilla cabellera rígida, para recogerlo airosamente en un nuevo remolino, era premiada con aplausos, tragos de caña y abundantes cosechas de «vintenes» y de «cobres» para su «nación». Porque la rivalidad entre lubolos, benguelas, congos y otros «pobres africanos», excitaba la emulación, largamente preparada con vistas a esta recaudación de honores y de metálico, entre los diferentes conjuntos en que, conservando la respectiva tradición de su lejana procedencia, continuaba dividida la población «de color», todavía numerosísima, de la ciudad. La rivalidad así exhibida en los carnavales no paraba ahí. El choque de dos comparsas que venían a encontrarse, y aún a buscarse, en la confluencia de dos calles, ocasionando reyertas, no pocas veces violentas, era muchas veces la terminación lamentable, y policialmente resuelta, del espectáculo.

Pocos días después de cumplirse los dos meses del nacimiento de José Enrique Rodó, el 20 de septiembre de 1871, Montevideo conoció la novedad de un espectáculo público de gran aparato ornamental, aunque destinado a breve duración: la construcción de un gigantesco «arco de Tito» en la Plaza Independencia (mero espacio libre, solamente, todavía, contiguo a aquellos restos de la antigua Ciudadela, ahora mercado, al que se dio en llamar «Mercado Viejo», y hasta el cual ya nos habíamos llegado poco antes en nuestro viaje ideal por la ciudad). La plaza venía siendo, desde años atrás, objeto de sucesivos retoques y nunca terminados planes urbanísticos, pero la idea de ese arco era ajena a esos planes, y puramente ocasional: con él se había simbolizado el entusiasmo de la ciudad que, al impulso de los innumerables garibaldinos sobrevivientes de los tiempos de la Guerra Grande, en que habían luchado, dentro de los muros de la Defensa, o allá lejos, en San Antonio y otros combates, bajo la égida del «héroe de ambos mundos», celebraba el primer aniversario de la toma de Roma, y, con ella, de la unidad de Italia, y daba expansión a sus sentimientos liberales.

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Se estaba en ese día en las vísperas de entrar en la primavera, la variable y ventosa primavera rioplatense de ráfagas y chubascos helados tanto como de aires temperantísimos y hasta de soles cálidos y llenos de perfumes nuevos. Proseguimos recorriendo las calles, y es fuerza recordar cómo, desde los primeros anuncios del atardecer, aún en invierno, como se estaba cuando nació Rodó, cuando el frío y el viento se hacían tolerables, comenzaban a aparecer en los balcones las señoritas de las casas de familia cuidadosamente peinadas y ataviadas, y se mantenían así, mirando la tediosidad del barrio, con los antebrazos apoyados en unas largas «halconeras» de delgado acolchado forrado de seda o de terciopelo, casi siempre de algún rojo oscuro y esmeradamente bordadas, con las que amortiguaban la dureza helada del mármol. Esperaban al novio, al verdadero o al soñado, que debía permanecer en la esquina, «dragoneando» desde lejos, o quizás arriesgarse a pasar, con andar quedo y discreto, por la acera de enfrente, para ahondar mejor en el éxtasis de las lentas miradas. Las mamas las acompañaban muchas veces, y otras permanecían semi ocultas tras ellas, sentadas en la penumbra de la sala, que se diluía apenas en la luz que entraba de la calle, y era entonces, casi siempre, para que el galán se acercase al balcón y pudiera balbucirse poco a poco, a media voz, el diálogo del romanticismo ingenuo y casto.

En verano, a la caída de la tarde, la azotea se volvía lugar de reunión, al que se llegaban hasta las visitas íntimas, para gozar de «la virazón», porque la brisa se ponía del lado del mar y refrescaba la atmósfera. Como sólo un pretil la separaba de la de la casa de al lado, en la que a su vez iban apareciendo poco a poco, hacia las mismas horas, los mismos rostros de todos los días, se reanudaban gratamente los saludos y los temas de ayer. Y por la noche, bien temprano, al terminar la cena, era la familia entera, presidida por el señor de la casa y llevando inclusive a los niños, la que sacaba las sillas y hasta algún sillón de hamaca a la vereda para formar, aquí también, la amplia rueda patriarcal que se tocaba, casi, con la vecina, con que se comunicaba casi siempre y hasta se entremezclaba, y en las que la novedad, el chisme, el cuento, el comentario, el juego, al compás de los grandes abanicos y entre el mar de espumas blancas de los almidonados trajes, los festones, las puntillas y los encajes, y las ráfagas de agua florida y de cosméticos, revoloteaban inocentemente en los abigarrados acordes de las voces. Estas ingenuas expansiones del transcurrir apacible de la vida en que la intimidad provinciana agrandaba sus cuadros acogedoramente, mostrando al aire libre la espontaneidad de su don de la simpatía, que la movía a ofrecer su amistad a los demás, eran un segundo plano, una variante típica, de la sociabilidad de la época, de sus parcos escenarios mayores: la reunión de los domingos en las quintas, la tertulia nocturna del invierno y el baile de las grandes ocasiones.

El habernos rozado con estas últimas imágenes nos tienta a seguir penetrando con recato en los círculos de la vida íntima. Vayamos, pues, quedamente, a ella.

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El solaz del montevideano está en su hogar; aún el de aquellos que no tienen su quinta de veraneo. Por eso, en lo interior las casas ofrecen la uniformidad que faltaba a sus fachadas. Más todavía que en el mirador, que, al cabo, era sólo de casas ricas, es aquí donde el descendiente del alarife moruno ha triunfado sobre el constructor italiano o francés. El patio es el alma de la casa. Un zaguán, que anticipa el gusto de su sencilla decoración, lo une con la calle. Para trasponerlo no siempre nos será menester abrir una cancel (la de retorcidos hierros forjados, a veces primorosos, o aquella otra, más corriente, cuajada de vidrios de colores -vitral ingenuo y tosco- de alargados rectángulos y rombos, azules, blancos, verdes, rojo oscuro, rematada en lo alto por un semicírculo cuyos sectores, pétalos rígidos de una enorme flor mutilada y reseca, filtran luces polícromas): muchas veces el zaguán está desnudo, sin puerta divisoria con el patio, que se ofrece entonces con franqueza a la mirada desde la calle. Entremos, pues.

Un patio andaluz, que desde el Perú y de tres siglos atrás ha venido abriendo por en medio la casa de la familia rioplatense y en cuyo centro hasta crece a veces un árbol o duerme un cristal de agua sobre un fondo de azulejos. Paredes claras. Frescor. Azulejos de guardas celestes o de grandes centros violáceos forman zócalo en derredor, revisten el aljibe y quizás algún arriate; otras veces, en casas más antiguas, son de ingenuos florones amarillos con hojas verde claro y adornos de rojo quemado. Alicatados propiamente no se ven, pero los hay que les recuerdan, con su geometrismo decorativo y profuso. Algún zócalo está historiado con molinos de viento y personajes que hacen pensar en Flandes o en escenas del Quijote. En las casas viejas, y, siendo pobres, aún en las modernas, el piso es de roja baldosa, de ladrillo o de piedra, y en las mejores es damero de mármol blanco y negro. Plantas en macetas, enredaderas sobre una pared, y suele verse un loro en su percha. Allí es el reposo doméstico, el centro estable de la vida en la casa, donde se adormecen las horas, plateándose en la limpia luz azul celeste que las baña, con el candor de la lectura ingenua, del bordado y del mate.

El comedor cierra el patio por detrás, y las habitaciones rodean a éste, si la casa es holgada, o corren sólo por uno de los lados hacia el fondo si es estrecha, pero todas abren sus puertas sobre él, y, participando de su vida, lo animan a su vez con las incidencias circundantes. En las casas ricas, todos los pisos son en estas piezas de madera, y a veces alfombrados. Al frente, de cada lado del zaguán, una pieza. La mayor es la sala. Muebles de caoba o de Jacaranda, adamascados o de asiento de cerda o de esterilla, de trabajados respaldares curvos y curvas patas de talladas volutas. Un piano o un arpa, vitrinas con abanicos y miniaturas de familia. En puertas y ventanas, colgaduras rojas de terciopelo o de brocato. En las paredes, pocos cuadros. En las noches de invierno, son allí las tertulias caseras, la rueda tradicional por donde la morena va haciendo circular el mate, que las costumbres siguen todavía haciendo llegar también hasta la sala, aunque empezando a reemplazarlo por el té cuando la reunión es menos íntima. Si la fiesta es más animada habrá chocolate y pasteles. Los días de lluvia, por la tarde, tortas fritas y fariña tostada.

En el fondo de las casas hay un segundo patio donde, cuando el bochorno de los soles de verano, se cobija una tibieza respirable entre el verde de los parrales que filtra la luz, y el rojo amortiguado de la baldosa, y la mirada se hace codiciosa de frescura tentada por el negro violáceo de los lustrosos racimos. La modorra de la siesta lo invade todo por una o dos horas, después del mediodía, y la oscuridad de los aposentos, que se ha cuidado dejar, desde temprano, con las puertas entornadas, ofrece entonces una tregua para la vida sobre la blancura de la almohada.

Cuando la casa es de altos, hay veces en que, simplemente, la escena se transplanta al principal, porque es en éste donde se halla entonces el patio, y no hay más cambios que el del zaguán por la escalera, la contigüidad de las piezas del frente y la ausencia de aljibe, de árbol y de parral. Pero otras veces falta en los altos el patio, que existe entonces sólo en la planta baja, mientras queda en la de arriba, ocupando el sitio del mismo, que sigue abierto al cielo, un vacío rodeado de mampara de madera o de hierro, de altura algo superior a la estatura humana, y circundado por un corredor, abierto también al cielo en su parte superior y por uno de sus lados, en tanto el otro bordea las paredes de las habitaciones. En ambos casos la casa gana un vestíbulo que es, casi siempre, anuncio de una mayor suntuosidad.

La casa natal de José Enrique Rodó es de este segundo tipo, sin patio en los altos, en que vivía la familia, y con el sitio del mismo vacío, abierto al cielo y rodeado por un corredor con su mampara.

Todo eso era el Montevideo que vio abrirse los ojos de José Enrique Rodó.

*  *  *

Y, singular contraste, que debe quedar señalado. Pocos meses antes de que naciera este que habría de llegar a ser precozmente el predicador, para América Latina, de lo puro, de lo luminoso y de la energía creadora, y cuya siembra florecería de inmediato, se apagaría, pero en París, bien lejos de su ciudad natal, en la que transcurrieron sus trece primeros años, el breve ciclo de vida de otro montevideano, más precoz todavía, Isidoro María Ducasse, el célebre Lautréamont, que estaría destinado a ser el sembrador genial de repugnantes y oscuras, pero satánicamente raras, imágenes y sustancias cuya carga fecunda, aunque aparentemente disolvente, de esencias estéticas y psicológicas, no daría su floración sino en Europa y en sucesivos futuros que nadie columbró en su momento y son, todos, posteriores a la muerte de Rodó, a través del surrealismo, de los teóricos de la dinámica del subconsciente, y hasta de los actuales rebeldes, cuyos cultores más conspicuos, en todos esos órdenes, no son sino sus epígonos, confesos o, donde no, reconocidos como tales por la crítica.




ArribaAbajo- III -

Las tradiciones del hogar


En una de esas casas de altos que hemos visto nació José Enrique Rodó. En el hogar de don José Rodó y doña Rosario Piñeiro de Rodó, hogar de linaje culto y adinerado, del cual era el hijo menor. Señalaba esa casa el número 199 de la calle de los Treinta y Tres. Ninguna inscripción recordatoria la distinguía hasta hace pocos años de las demás27. Lleva ahora el 1289, y el peso de la agrisada ornamentación «art nouveau» con que desde hace años está desfigurada su fachada obliga a la imaginación a hacer esfuerzos para limpiarla de relieves adventicios y representarse su primitiva sencillez, sus paredes lisas y claras, las simples barandas de hierro de la azotea, del largo balcón central y de los pequeños laterales, y las rejas de las ventanas de su planta baja28. Para ubicarla en la memoria de los peregrinos de poesía que hayan andado por Montevideo en tiempos más recientes, pero ya alejados, bueno es puntualizar que ella está situada enfrente, exactamente, de la casa en que vivió sus últimos años María Eugenia Vaz Ferreira: de aquel 1290, santuario de inefables visitas, y que, él también, fue desfigurado, sin aguardar ni el transcurso de un decenio después de la muerte de ésta, y de modo menos reconocible, todavía, con el surgimiento inesperado de un piso alto.

Pero no todo ha cambiado en la casa en que nació Rodó. Desde luego, es casi la misma, desde ella, la visión de la costa Sur, que azotan las tempestades, y que está allí, a doscientos metros, mostrando ahora sobre la rambla enjardinada, como antes por sobre el peristilo y el frontón greco-romano del primitivo Templo Inglés, hoy demolido y que cerraba la calle en declive, «cómo muda de color el mar inmenso». Aún en su interior han sufrido poca mudanza las partes del centro y del fondo de la casa. Y en la del frente, no obstante las transformaciones por que ha pasado, la pieza natal del Maestro, la más próxima al mar, que fue una vez suprimida, volteándole el tabique que la separaba de la más inmediata a la vasta sala central para formar, con otras, un inmenso salón, ha sido reconstruida sin más novedad que el agregado de un balcón de invierno. Pero dentro de sus cuatro paredes, el visitante siente que pisa la alcoba elegida. Y desde la ancha puerta del vestíbulo, es fácil todavía imaginar la amplitud de la antigua sala, que daba el tono de la casa, y sentirse también dentro de ella. El rojo oscuro señorea el ambiente, desde la alfombra al papel de las paredes, que tachonan flores doradas, y luce en la seda labrada que cuelga en los cortinados y tapiza el gran juego de jacaranda y palo dé rosa. El ritmo de negras y ondulantes curvas resaltando en el rojo se prolonga desde estos muebles hasta las sillas, de formas más gráciles, de asiento de esterilla dorada y respaldo de jacaranda finísimamente historiado con pinturas e incrustaciones de nácar. Y en el ritmo de las formas rectangulares, al negro lustroso del piano se contraponen, dentro del ancho marco dorado, las tintas amortiguadas, los opacos oscuros, los grises claros, los almendras mates y los rosas discretos del gran retrato de los abuelos catalanes, que, desde el testero principal, domina toda la sala. Es uno de los cuadros del regreso de Europa de Juan Manuel Blanes. El que más tarde había de ser gloria de la pintura uruguaya, era amistad y visita frecuente de la casa de don José Rodó, en especial de su hermano don Cristóbal. Se hallaba en situación precaria, y don José supo ayudarlo, a la vez que honraba el recuerdo de sus padres, encomendándole esa obra, que debería realizar tomando sus modelos de viejos daguerrotipos.

Así, doble motivo hay para empezar por estos abuelos a mirar la familia de Rodó.

*  *  *

Don Antonio Rodó de Martínez, que aparece de pie junto a su esposa sentada, con su cara redonda, apacible y levemente rubicunda, había nacido en Tarrasa en 179429.

¿Provenía de griegos en lo más remoto de su ascendencia, de aquellos navegantes isleños de Rodas, que en la antigüedad fundaron sus colonias en las costas de Cataluña, como lo pensó cierta vez don Federico Rahola, dándose a conjeturar sobre el origen del apellido Rodó a través de sus semejanzas fonéticas? (Rodas, rodios, Rodo, Rodó)30...

Inteligente, afectuoso, de escritura fácil, don Antonio Rodó tuvo fábrica de paños desde 1816 hasta 1845. Recaudador de rentas desde entonces hasta casi cuarenta años más, llegó a tener a su cargo, en 1861, la Administración de los Bienes del Estado en Tarrasa. Aunque se mantuvo siempre ajeno a la política, el haber merecido por dos veces persecución de las autoridades durante las guerras civiles hace pensar que su persona debía tener alguna importancia en la villa: no fue, en efecto, su único destierro el que sufrió cuando, en 1867, fue confinado en Barcelona por el Capitán General de Cataluña, durante un mes, a consecuencia de instigaciones de los Escolapistas, que lo habían contado entre los enemigos del proyecto de establecer en Tarrasa un Colegio de su orden. Don Antonio Rodó tenía sobre todo, para ellos, el pecado de su vinculación con el Colegio Tarrasense, cuya prosperidad era causa de celos y había originado banderías de convento31. De los ocho hijos que le había dado su unión con doña María Janer, de Olesa de Montserrat32, la pálida y casi melancólica figura del cuadro de Blanes -José, Antonio, María, Pablo, Madrona, Cristóbal, Juan Bautista, Joaquín33- si a todos ellos había dado buena educación, alguno hubo que hizo especial provecho de sus estudios de bachillerato en el Colegio Tarrasense, y de éstos fue José. Joaquín será profesor en Río de Janeiro34, Pablo se hará notar por su inteligencia, que le hará prosperar en Buenos Aires; pero José llevará las semillas de su cultura a Montevideo, y alguna de ellas habrá entre las que germinen en el cerebro de un hijo que hará inmortal su nombre. Cuando doña María Janer de Rodó baje a la tumba, cuando, muchos años más tarde, y habiendo alcanzado los 91 de edad, la siga su esposo, el hogar de Tarrasa habrá cumplido su misión.

José había nacido en 1813, en las postrimerías de la invasión napoleónica en España, en los días en que José Bonaparte se aprestaba a abandonar para siempre a Madrid: tres meses antes de Vitoria35, Concluidos sus estudios, probadas las primeras experiencias del mundo en Barcelona, en la fábrica de su padre, luego en La Habana, partió de allí con destino a Montevideo, a donde llegó el 16 de julio de 184236. Amistades comunes encomendaron su porvenir al doctor don Pedro Somellera, que aquí ejercía la profesión de abogado. Don Pedro Somellera era señalada figura del patriciado rioplatense. Aunque nacido en Buenos Aires, había sido nombrado Asesor Letrado o Teniente Gobernador de la Provincia del Paraguay en 1807, y se hallaba en ese cargo cuando los sucesos le llevaron a ser uno de los actores principales de la revolución que estalló en la Asunción la noche del 14 al 15 de mayo de 1811 iniciando la independencia de aquella provincia. No había olvidado el recuerdo de las prisiones del doctor Francia, que conociera en tiempos inmediatos a ese hecho37, cuando, cuatro lustros más tarde, comenzaron a ahondar en Buenos Aires las raíces de la tiranía de Rosas. Don Pedro Somellera abandona su ciudad natal, donde vivía, y desde 1830 es abogado de la matrícula en Montevideo38. Es el camino de los unitarios ilustres, que asfixiados por el ambiente de opresión, huyen de la Argentina para buscar el refugio de la ciudad de la libertad. En 1836 el Dr. Somellera será aquí uno de los autores del reglamento de estudios que regirá para las cátedras recién creadas y que funcionaron en el período pre-fundacional de la Universidad, antes de la instalación de ésta39. Más tarde, la emigración aumentará, cuando al malestar del ciudadano amordazado siga la persecución personal que hace peligrar la vida. Buenos Aires no es, a los ojos de un unitario, ambiente que ofrezca perspectivas promisorias para el europeo que llegue al Río de la Plata con ánimo de labrarse un porvenir, y es por eso que don Pedro Somellera será una fuerza más para que quede en Montevideo don José Rodó.

*  *  *

Don José alquila una pequeña casa de altos en la calle de los Treinta y Tres, donde instala su vivienda y tiene su escritorio en los bajos. Allí comienza a ejercer la procuración. La amistad del doctor Somellera le hace frecuentar lo más ilustre de la emigración unitaria y de los hombres distinguidos del partido colorado. La vinculación de unitarios y colorados había venido haciéndose alianza cada vez más íntima, y desde el 16 de febrero de 1843 es solidaridad en la defensa, en una homérica defensa de nueve años, porque las fuerzas federales de Rosas, unidas a las del partido blanco, han puesto sitio a Montevideo. La ciudad merecerá por ello quedar en la historia con el nombre de Nueva Troya, que le dio Alejandro Dumas. Entre sus muros llegan a su tensión más pura las virtudes austeras. Florencio Varela, Miguel Cané, Juan Bautista Alberdi, si bien éste, notoriamente, sin ser unitario, Manuel Luciano Acosta, todos éstos entre los argentinos; Manuel Herrera y Obes, Andrés Lamas, entre los orientales, son amigos de don José Rodó. El ambiente afectivo y social de esta vinculación nos ha dejado huellas preciosas. Ahí está la miniatura de Florencio Varela que él mismo regaló a don José y que conservaban los últimos hijos sobrevivientes de éste como una viva tradición del hogar, ilustrando las paredes de la misma salita en que se custodiaban dos bibliotecas de José Enrique Rodó, todavía veinte años después de la desaparición del hermano de reverenciada y entrañable memoria; y ahí están, sobre todo, para dar el tono preciso de aquella intimidad, las cartas que don José Rodó escribe a don Andrés Lamas cuando éste se halla en Río de Janeiro representando como Ministro Plenipotenciario ante el Imperio a la República Oriental del Uruguay. Don José Rodó es apoderado general de don Andrés Lamas; le atiende con prolijidad y desvelos mil asuntos fastidiosos; y cuando Lamas le pide que se cobre la comisión que le corresponde, Rodó contesta que ella «quedará paga con una libra de dulce, que espero me remitirá de ésa para comérnosla con su señor Padre Político el Dr. don Pedro Somellera». Pero junto con ese tono íntimo de una amistad con prohombres, las mismas cartas dejan ver siempre algo más, del fuero meramente individual y temperamental, de don José Rodó. Si ésta muestra su desinterés, su generosidad, su hidalguía, hay aún otras más que confirman lo sincero de tan altruista desprendimiento: cuando narra, atribulado, que ha sido víctima de un robo en su casa, se serena añadiendo: «felizmente nada me robaron ajeno, y esto me consuela un tanto»; cuando se aflige porque no pagan los sueldos a Andrés Somellera, que es con lo que cuenta la familia de éste para su subsistencia, asegura solemnemente: «daré mi último real para que nada les falte». Otras cartas dicen de su prolijidad y corrección en rendir cuentas, y casi todas revelan un don de escribir bien que, mucho más que por su letra fina y suelta, permiten hablar de don José Rodó como de alguien que sabía manejar la pluma. Véase el laconismo trágico, dolido, con que, sin narrarlo ni nombrar a la víctima, y buscando quizás denunciar veladamente a Lamas un posible peligro, alude al asesinato de Florencio Varela: «Mi amigo, el puñal de Rosas es muy largo -hoy nos alcanza ya en esta; mañana tal vez llegue a esa-; hemos llorado ya a un amigo querido. Quiera Dios que no tengamos que llorar otro!»40.

José Enrique Rodó, que no conoció esta correspondencia, porque el fondo del archivo que hoy la contiene estuvo hasta hace algunos años en Buenos Aires, había observado ya, empero, con la sola lectura de escritos forenses de su padre, de época posterior, lo correcto de su redacción41. Debió también, seguramente, haber notado en ella, más de una vez, cierta elegancia de giros, cierto sentido rítmico en la ordenación de las frases, aún al hablar del negocio más prosaico, como cuando dice al juez: «[...] mis representados han recibido de la oficina del correo su correspondencia abierta, roto con esfuerzo el sobre y violados los sellos en la forma que aparece de la cubierta que presento»42.

En aquellos mismos viejos tiempos de la Guerra Grande, en enero de 184743 y no en junio de 1842 como por error se declara en un asiento de un viejo libro del Consulado de España en Montevideo, el círculo de don José Rodó se ensancha gratamente por la llegada de su hermano Cristóbal, que desde ahora comienza a atender, en un escritorio contiguo al suyo, el negocio de administración de propiedades. La unión de los dos hermanos es ejemplar, pero la superioridad intelectual del mayor es palmaria. Pronto se ha abierto camino la reputación de su dignidad, de su caballerosidad, de su prudencia, de su actividad, que le hace vigilar con celo los asuntos, de su tolerancia y consideración, que le impiden extorsionar al deudor que se halla en situación apremiante. Y ha llegado así, naturalmente, a ocupar puesto de primera fila entre los curiales, al par de los letrados, de cuya alta posición social disfruta. Su preparación jurídica es, por otra parte, tan eficaz, que por poco que su modestia o su falta de vanidad se lo hubieran consentido, habría más tarde obtenido sin esfuerzo título de abogado.

Es, además, apuesto; su frente ancha, la expresión viril, serena, casi pensante, de su rostro, que cierra corta barba corrida de color rubio, hacen su presencia atractiva y denuncian la nobleza de su interior44. La casa en que vive es propiedad de la familia de don Bartolomé Nicolás Piñeiro y su esposa doña Manuela Llamas, gente de arraigo y principal en la ciudad desde los tiempos del coloniaje. Ambos han muerto, pero sus hijos viven en casa muy próxima a la de don José Rodó, dando la vuelta por la calle Buenos Aires45: Jerónima, Manuel, Tomasa, Luis, José Domingo, María del Rosario... Tomasa ha hecho de madre de los menores, y ha despreciado el casamiento que se le brindó por no apartarse de su cuidado. María del Rosario está en la gracia de la juventud cuando don José es transeúnte cotidiano de su barrio. Pronto inician amores, y el 24 de febrero de 184946 se realiza la boda, siendo padrinos don Pedro Somellera, que es ya como un padre para don José, y Tomasa. El regalo nupcial de don Pedro, el suntuoso abanico de nácar y oro noblemente pintado, es otra de las reliquias de estos viejos tiempos, que, guardada en una vitrina por las hermanas de José Enrique Rodó, hacían tangible todavía en la casa, muchísimos años después, la tradición unitaria del hogar.

Rosario Piñeiro tenía veinte años de edad cuando su casamiento. Su ascendencia paterna era gallega: don Bartolomé Nicolás Piñeiro, perito en contabilidad: «balanceador», y hombre de negocios, había nacido en San Lorenzo de Doso, Obispado de Mondoñedo, y sus padres, Antonio Piñeiro y María Cipriana García, eran naturales de San Andrés de Villadonell. Doña Manuela Llamas de Piñeiro, nacida en Montevideo, venía, en cambio, de castellanos viejos: sus padres, Domingo Llamas e Isabel Herrero, eran ambos de Zamora47.

El casamiento de don José Rodó y doña Rosario Piñeiro se ha realizado en plena Guerra Grande. La casa en que se instalan es la misma en que vivían don José y don Cristóbal, pero ensanchada. El nuevo hogar ocupa la planta alta, y don Cristóbal vive en los bajos, del lado de la izquierda, con su escritorio, teniendo el suyo don José en las piezas de la derecha del zaguán. El amplio patio del fondo les es común a ambos.

Uno a uno, irán naciendo, a lo largo de veintidós años, los ocho hijos de don José Rodó y doña Rosario Piñeiro: María del Rosario, José, Isabel, María, Alfredo, Julia, Eduardo, José Enrique.

*  *  *

Entre tanto la vida de la casa va reflejando el sosiego del temperamento de sus señores y de sus severas costumbres. La compañera de don José es digna de él por sus virtudes. Dama de su casa, consagrada a su hogar porque no la atrae la vida mundana, aunque para triunfar en ella le habría sobrado finísima distinción personal, es la consejera eficaz de su esposo en las situaciones difíciles, porque está dotada de gran equilibrio mental, de un aplomado buen sentido, de energía de carácter, de clara inteligencia natural y gran memoria, aunque no ha hecho más estudios que los que forman el bagaje intelectual corriente en las señoras de la época. Doña Rosario es una autoridad moral. Es ferviente religiosa pero no fanática, va poco al teatro y no es muy lectora, pero sus gustos literarios son definidos: si María del Pilar Sinués de Arco y Selgas satisfacen a su sencillo sentimiento estético, repudia francamente a Pérez Escrich.

Don José tampoco se hará notar por sus salidas de la casa: sólo en ocasiones va, por la noche, al Club Libertad, a la sala de lectura, o para conservar el hábito del billar, en que tantas veces se había medido, allá cuando la Guerra Grande, con don Francisco Acuña de Figueroa. Él, viejo vate de los himnos nacionales, de las Toraidas, del peregrino ingenio, atiborrado de mitología tanto como de oportunismo lugareño, y de las mil tonterías festivas, había cantado también a don José Rodó:


Rodó a caballo montó
como un Don Quijote andante.
Tropezó su rocinante
y rodó al suelo Rodó48.



Esta alusión a una caída de caballo documenta sin decirlo, pero, según lo afirmaba Alfredo Rodó, por modo inconsciente, otra afición, tan inocente como las de sus idas al Club, que en el otoño hace también a veces alejarse por unas horas de su hogar a don José: la caza. Don Ildefonso García Lagos, don Jaime Illa, el escribano don Félix de Lizarza y algún otro amigo le acompañan en la aventura, para la cual van a caballo hasta los campos del Colorado, donde abundan las perdices grandes.

Pero su biblioteca es también atractiva, y encierra piezas de gran interés para quien quiera buscar en ella fuentes importantísimas de las lecturas que, desde niño, pudo haber hecho ya en su casa José Enrique Rodó. Aparte las obras de materia jurídica, las viejas leyes españolas, y una buena copia de comentaristas, están allí los clásicos castellanos, las obras de Castelar y muchas más de moderna literatura, pero son quizás las lecturas históricas las que dominan: el P. Mariana, los Girondinos y la Restauración de Lamartine, y todo el arsenal de polémica unitaria de los viejos amigos contra la tiranía: las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, las Agresiones de Rosas de don Andrés Lamas, las colecciones de El Iniciador de 1838, en que el espíritu del mismo Lamas le seguirá acompañando junto con el de Miguel Cané, y del Comercio del Plata, que cela el recuerdo de Florencio Varela. El Plata Científico y Literario llega luego también, número a número, a incorporarse a esa biblioteca, mostrando que la tradición intelectual argentina perduraría en aquella casa hasta mucho más de 1854, aún cuando no viniese caldeada por el aliento de la amistad y aún habiendo cambiado las personas que la encamasen, porque es ahora Miguel Navarro Viola quien la representa, como su animador, en estos gruesos tomos.

Banqueros, firmas del alto comercio y casas navieras de importancia nombran apoderado a don José Rodó. Después del estudio del doctor Somellera, el de don Manuel Herrera y Obes le tiene como su procurador obligado. Su situación económica se hace cada vez más próspera; pero el bienestar de la familia es mayor porque lo acrecen factores morales: la bondad de los hijos, la de don Cristóbal Rodó, la de don José Domingo Piñeiro, que, aunque no es de la casa como aquél, es frecuentísima visita.

Don Cristóbal es generosísimo; cuando nervioso, apasionado, enérgico, contrastando con el reposo de don José, se le ve entusiasmarse, bien saben todos en la casa cómo son de nobles esos impulsos de su corazón. Cuando le ven por las calles, hundido el sombrero mitrista de grandes alas sobre el fino rostro moruno, de tajante perfil aguileño y cerrado por densa barba renegrida49, bien saben todos que, a más de la atención de sus negocios, ellos también halagüeñamente encaminados, alguna otra preocupación más alta brega por dar expansión al sentimiento del bien, haciendo caridad para los pobres, buscando el mimo de los sobrinos, procurando por la familia de España hasta dejar toda su parte en la herencia paterna a una sobrina de Barcelona.

Don José Domingo Piñeiro es figura severa, culta y de inteligencia. No obstante su temperamento tranquilo, se había adaptado a la vida política, pero dejando a salvo, con la entereza de su energía, la integridad de la conciencia cívica: es de los colorados principistas, y sus sobrinos verán en él un ejemplo de ciudadano. Aquel grave señor de sombrero alto, que en el gobierno de Ellauri alcanzará, al ser electo Presidente del Senado, la dignidad de Vicepresidente de la República, tendrá que disfrazarse de carbonero y huir a Buenos Aires la noche del motín, porque preferirá merecer la persecución de Latorre antes que claudicar.

Los otros dos tíos que han estado en la casa, Joaquín Rodó hacia 1855, Pablo Rodó hacia 186150, no arraigaron en ella término suficiente para dejar influencia en la formación espiritual de los niños. Sólo han estado aquí lo indispensable para orientar su vida de América: Joaquín, el profesor, acabará sus días en el Salto51, y las huellas de Pablo, el de la aguda inteligencia, se perderán en la Argentina.

Don José Rodó ha pasado los primeros veraneos con su esposa en una quinta de la calle Dayman (hoy Julio Herrera y Obes), hacia la costa Sur. Luego adquiere en condominio con Fructuoso G. del Busto, el marido de una prima de doña Rosario, la hermosa quinta del Camino Larrañaga que había pertenecido al general César Díaz. Allí la magnanimidad de don José tuvo ocasión de demostrarse albergando a un adversario. Don José, si bien no militó jamás en política, era, él también, por afección y por sinceras inclinaciones morales, colorado principista. El general Lucas Moreno, blanco de larga historia en las revoluciones, es perseguido en cierta ocasión por gente del partido colorado. Su vida peligra. Don José le ofrece el refugio de su quinta, y allí queda escondido varios días, todo el tiempo que cree necesario.

Los Busto y los Rodó disfrutan de tranquilos veraneos, hasta que José, el hijo mayor, contrae el tifus por bañarse en las aguas del Miguelete, que corre a los fondos de la quinta, y muere de la enfermedad. ¡Cuánta promesa se había perdido con sus dieciocho años! Inteligencia, cultura, latines, aficiones literarias... La desgracia se ceba en los Rodó, llevándose a María menos de dos años después, a los quince de edad, consumida por la anemia. Es el 27 de mayo de 1871.

Faltan apenas dos meses para el nacimiento de José Enrique.

*  *  *

Sobrevivieron a éste, Eduardo, que fue el primero en seguirlo a la tumba, bohemio dado a las lecturas, que guardaba una amarillenta colección de diarios viejos, y que oficiaba de procurador; y, por muchos años más, María del Rosario, Isabel, Alfredo y Julia.

Se hace grato, para quien conoció a estos cuatro últimos y fue objeto de sus bondades, evocar su recuerdo, que se sitúa en 1931 y 1932.

Ellas, tres damas calmas y dulces, pero de atentas, solícitas maneras. Una educación de antigua cepa, y la austeridad y el recato de su vida, toda para la familia y las prácticas piadosas, han cultivado su aristocracia hasta darle el pulido exquisito de la sencillez. Suave emanación de afecto, nobleza de alma total. Todo les interesa, y para todo tienen la más prudente, la más tolerante, la más exacta comprensión. María del Rosario la acentúa con sonrisa reposada, Isabel con insinuación vivaz; Julia, un tanto más verbosa, la detalla con afirmación serena.

Entre Isabel y Julia, como, más vagamente, lo estuvieron en Eduardo, están repartidos los rasgos fisonómicos de José Enrique. En Julia y en Alfredo se sigue oyendo el eco de aquel timbre gutural de la voz...

Alfredo es señor de toda dignidad y de toda cultura. En los rasgos de su rostro hay también algo del hermano ilustre; pero su silueta espiritual tiene más claro ese aire de familia. Diserto, ático, su lenguaje corriente es, sin él mismo quererlo, correcta y abundante prosa de párrafos redondos, a un tiempo ágil y casi solemne, por momentos jovial, de preciso, variado y rico léxico. Las citas históricas y literarias fluyen naturalmente en su conversación, con una rapidez y una llaneza que asombran tanto por lo oportuno de su sentido como por su prolijidad y exactitud. Es de oírle recitar de memoria un discurso de Castelar, estrofas de Rubén Darío, tercetos de La Divina Comedia en italiano, pasajes de El Quijote, recordar conceptos de las clases y las conferencias de Vaz Ferreira y referir, animándose con palpitante expresión que les dan vida actual, mil anécdotas del pasado. Porque esto es lo pasmoso de su caso: han transcurrido más de veinte años que no puede leer por impedírselo una grave afección a la vista. Y todo lo recuerda de memoria, y lo hace todo tan rápido, tan vivo, como si lo estuviese leyendo. Los libros más recientes los escucha de labios de los que le rodean, y es así cómo ha debido conocer gran parte de la obra de su hermano. No obstante esto, ¡qué perfecto dominio de ella han llegado a darle la inteligencia y la voluntad, la admiración y el afecto! Y por su hermano se olvida de sí mismo. Olvida que él ha debido también tener un nombre de escritor. Muchos de sus sonetos, inclusive los que ha compuesto en italiano, están por publicarse; inédito está también (y acaso perdido para siempre) el manuscrito de su libro de anécdotas de Julio Herrera y Obes, recogidas casi todas de labios del propio personaje; y sus artículos periodísticos firmados «El Diablo Cojuelo», de fina sátira de costumbres o breves notas críticas de oportunidad, estimulantes, cultas y espirituales, no han sido nunca recopilados en un volumen. Ha preferido, hasta el final, no ser, para muchos, sino el sueltista y el reporteador ingenioso de varios diarios; el estudiante trasnochado de intento, porque, cuando ya no pudo leer más, comenzó a concurrir, por distraerse, como oyente, a los cursos universitarios, haciéndose camarada de los jóvenes, que le respetaban y estimaban; el profesor designado para aulas de bachillerato que no pudo llegar a aceptar; el orador siempre aplaudido, de circunstancias o de asambleas festivas; el noble amigo, caballero de hidalga prestancia y antigua cortesía señorial.

Quedaron al final sólo ellos. Y con ellos la rama uruguaya de los Rodó se extinguió, porque todos permanecieron solteros. Las demás son todas laterales: las del mismo apellido están en España, en la Argentina (de donde proviene don Pablo D. Rodó, conocido empleado, hoy jubilado, del Banco Comercial de Montevideo), y también en Punta Areñas, es decir, en el Sur de Chile; y las de Montevideo son los Llamas, los Busto y los descendientes de los Piñeiro.

Los cuatro hermanos, «los cuatro hermanos ejemplares»52, eran la custodia de las tradiciones del hogar y del tesoro espiritual de José Enrique Rodó. Quien haya ido alguna vez a ellos en demanda de datos y recuerdos con qué sondear en esos mares, les habrá quedado grato por el noble acogimiento que le hayan dispensado. Les deberá, sin duda, además, haber reverenciado en la pequeña salita de la casa a donde se mudaron, de la calle Sarandí 318, que ocupó después el Instituto de Profesores «Artigas», las dos bibliotecas atestadas de los libros dedicados por escritores de ambos mundos a José Enrique Rodó; haber visto las viejas reliquias de la sala grande, quizás haber penetrado en otra salita, más al interior de la casa, donde se guardaban finos muebles antiguos, daguerrotipos, fotografías y objetos, de familia de cuatro generaciones, y hasta haber llegado, mucho más adentro, todavía, a la amplia pieza en que estaban el escritorio y las grandes bibliotecas del Maestro, que llegó a clasificar Julia, rotulando innumerables legajos.

Pero si alguien hubiese insistido en sus pedidos hasta revelar, con la perseverancia, la seriedad del propósito, les habría visto abrir los recintos sagrados; prodigarse cada vez más, sin término concebible, en una generosidad que se traducía ya casi en tareas de colaboración, como lo hicieron con el autor de esta obra: poniendo a su disposición, para largas revisaciones cotidianas, todos los viejos papeles de familia, toda la correspondencia del Maestro, todo lo que se conservaba en la casa de los manuscritos gloriosos. Les habría visto escribir a parientes de lejanas tierras, para enriquecer el acervo de noticias sobre sus antepasados, y hurgar cada día más en las reconditeces de la memoria.

¡Y cómo era hermoso ver coincidir en su recuerdo a aquellas cuatro memorias asombrosas! La exactitud del dato era entonces segura. Estos documentos vivientes no eran el falso recuerdo del atolondrado o del inescrupuloso que busca acomodarlo todo a sus deseos o a los caprichos o la curiosidad del interlocutor: no eran testigos interesados ni testigos complacientes. La probidad con que hablaban, con que decían qué es lo que sabían, qué lo que no sabían, y qué lo que creían saber, acusaba que tenían la conciencia de la responsabilidad que se les había puesto en las manos. Los cuatro hermanos se sabían responsables ante la historia de la humana cultura. La comprobación posterior, hecha, cuando era posible, en el cotejo de los papeles escritos, ha enriquecido mucho, sin duda, el caudal de sus datos; pero ha venido siempre a darles la razón.



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