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A los pocos días de su aparición en la Revista Nacional, Blixén, con el propósito de dar mayor divulgación a la palabra nueva que acababa de alzarse en el opaco ambiente de Montevideo, transcribía El que vendrá en su autorizada página de La Razón de la tarde, en el sitio del editorial, y con la errata en el título que podrá apreciarse, y señalaba con estas palabras a los lectores la trascendencia del joven escritor que ya tomaba la altura de un maestro:

«Un artículo notable.- "Lo [sic] que vendrá".

Las revistas científico-literarias no tienen aún, entre nosotros, por más méritos que ostenten, sino una circulación limitada, y es necesario que todos los que se interesan en nuestro progreso artístico e intelectual, conozcan ese trozo de prosa esculpida, mediante el cual se pone Rodó a la altura de los mejores estilistas del habla castellana. Lean los entendidos, y no sabrán qué admirar más, si la serena hermosura de la frase, si la melodía completamente española del párrafo, o si esa concisión, y esa pureza, y esa constante variedad de colorido que hace de aquella prosa un precioso trabajo de arte. Lean y dirán con nosotros que en este caso, como en otros muy contados, el verbo se ha hecho síntesis de todas las cosas bellas, y a más de ser poesía, parece también música y pintura»162.



Después de esta sacudida, en que ha alzado la frente para interrogar el futuro, vuelve a ceñirse a su labor de crítico, cada vez más jugosa: a El que vendrá siguen los Juicios cortos 163 y la serie de artículos sobre El Iniciador de 1838164, en que reaparece la comente de sus trabajos sobre Gutiérrez y el americanismo literario.

En estos mismos tiempos Juan Francisco Piquet, uno de los cultos colaboradores de la revista, publicaba sus Perfiles Literarios, en los que hacía el elogio de Rodó. Es éste el primer libro que recoge el nombre, ya respetado y cada vez más conocido, del autor de El que vendrá. La iniciación bibliográfica del Maestro no pudo ser más halagüeña: «[...] revelación hermosa de la crítica literaria en el Plata. Tanto ha sido el poder decisivo de sus producciones, que ningún otro entre los escritores jóvenes se ha impuesto a la crítica y al público más fácilmente ni con mayor justicia», dice Piquet de Rodó: y luego abunda en largos comentarios de atinada exaltación165. Los otros redactores de la Revista Nacional son también generosamente presentados en el mismo libro. Por eso, el acuse de recibo da ocasión para que se muestre el pudor de los favorecidos, que inhibirá devolver el elogio con el elogio: «Razones fáciles de comprender por quien conozca la nómina de los escritores a quienes se incluye en los Perfiles nos imposibilitan para dar nuestra opinión sobre el mérito de la obra. Sólo haremos constar que por parte de la prensa nacional y la argentina, se le ha dispensado un recibimiento muy halagüeño»166.

*  *  *

En tanto, el alma de Rodó vagaba, extática, por otros rumbos. Su retraimiento, que no le hacía vivir más vida que la de la imprenta o la de su escritorio y el de sus amigos de la revista, ha dejado abrirse un resquicio inesperado. Daniel Martínez Vigil le lleva cierta noche a un teatrillo que hoy no existe, el «Pabellón Nacional», de la calle 18 de Julio167, y allí se prenda de Lola Millanes, la hermosa tiple de zarzuela que era la estrella de la compañía. (¿Es acaso un segundo pero verdadero amor? ¿Se ha cicatrizado ya el dolor de su primer fracaso?) En todo caso, esta pasión no pide ser más que contemplativa. Noche a noche, acompañado de su amigo, hundido en la penumbra tibia tras las candilejas, se queda en su embeleso mirando a la criatura que le cautiva. ¿Sabe ella por ventura de este admirador ardiente que no busca siquiera la ocasión de hablarle? José Enrique Rodó confiesa a Daniel Martínez Vigil que la Millanes le ha inspirado unas cuartetas de amor, las que tampoco hará llegar a sus manos. Sólo el amigo las lee, y se las guarda, bajo promesa de secreto. Pero, violando la fe de este menudo juramento para cumplir con un deber por el que la posteridad debe quedarle grata, entrega los versos, sin decir nada a Rodó, a la revista La Carcajada, que los publica en su número inicial el 4 de enero de 1897:




A...


   De pie sobre la escena, desatada
en ondas la profusa cabellera,
alta la sien, radiante la mirada,
como jovial emperatriz, impera...

   Una purpúrea flor se abre, sangrienta,
cual en copa de ébano, en la cima
del casco negro que su frente ostenta
y un acerado resplandor anima.

   Suena una voz..., y en nuestra mente cruza
como en un dulce sueño, al escucharla,
la hechicera visión de la Andaluza
que imaginó Musset, para adorarla...

   Cada rayo que vibra atravesando
de sus pestañas por el tul sedeño,
es un hilo de luz que va bordando
el tejido impalpable de los sueños...

   Y, a cada giro de su cuerpo airoso
las vueltas del mantón abriendo al aire
semejan el ondear, raudo y glorioso
de un pendón en las justas del donaire...

   En la ficción, el Arte ha modelado
su espíritu... Es ficción su vida entera...
¡Quién su fingido amor -su amor soñado-
en real amor transfigurar pudiera...!168.



Bueno es decir ahora algo más sobre la publicación que dio a la luz este secreto de Rodó.

El 4 de enero de 1897 salía el primer número de La Carcajada, revista que, según lo anuncia en su segunda página, dirigía Pedro W. Bermúdez y tenía por director artístico a Orestes Acquarone; por colaboradores literarios a Daniel Martínez Vigil, Víctor Pérez Petit, Carlos Martínez Vigil, José E. Rodó, Guzmán Papini y Zas, Juan Francisco Piquet, Javier de Viana, Mariano C. Berro y Luis Maeso, y artísticos a Miguel Jaume y Bosch, Antonio Pérez, José Pajes y Ortiz y Aurelio Giménez, nómina que se repite en el editorial que se titula Confesión169.

Es en la página 14 de ese primer número en donde aparecieron esas cuartetas, precedidas de la siguiente explicación:

«Por la infidencia de un amigo, poseedor de la hermosa composición que al pie de estas líneas publicamos, hoy podemos ofrecer a nuestros lectores algo de lo mucho bueno de Rodó.

Los deseos de su autor eran conservarla entre sus cosas ignoradas por el público, pero, en vista del mérito de ella, aplaudimos la humilde [sic, por «punible», según se hace constar a p. 27 del número 2 de La Carcajada] infidencia de Daniel Martínez Vigil. (Se nos escapó el nombre del culpable. Pardón!170.



En el n.º 4, de enero 25 de 1897, de la misma revista, Rodó se desempeña con ingenio para rehuir el dar satisfacción al pedido que Pedro Washington Bermúdez Acevedo le formulara, de escribir su autobiografía. La posteridad se ha privado de tener una que nos hiciera conocer, tal como él la veía, la proyección subjetiva de su vida en esos momentos, en que contesta el requerimiento, y que estuviera apoyada además en algún dato que no haya llegado hasta nosotros. En dos páginas escasas de apretada composición se limita a divagar amablemente, en la que llama «Una prosaica imitación del soneto de Violante» que, si no vale la pena transcribir en este libro, es de todos modos de recomendable lectura171.

*  *  *

Las chanzas entre los redactores de la Revista Nacional, de que es ejemplo esta audacia de Daniel Martínez Vigil, eran parte importante de la bohemia con que los cuatro amigos iban viviendo los afanes de su labor. Uno a uno, todos han sido víctimas de los otros en su inocente juego. Pero el peso de los deberes es verdaderamente agobiante en la empresa, pues la dificultad de conseguir colaboraciones, y hasta las tareas de corrección en la imprenta, producen momentos de desesperación. Víctor Pérez Petit ha cargado las tintas de las escenas a que dio lugar la extremosa prolijidad de Rodó, bien notoria por cierto, en esta materia, y se ha complacido también, por buscar sensación de contraste, en mostrar cuánto reía y jaraneaba el joven grave y pensativo en la expansión de la alegría camaraderil. Queda de todo ello la pintura de «su modo peculiar de reirse, -una risa de todo el cuerpo, viboreante, en zigs-zags, las largas piernas echadas por un lado, los brazos por otros, el cuerpo agitándose sobre la silla»172; y queda el recuerdo de algún verso, que, sin intención maligna, surgía al pasar en la conversación, por alarde de broma, como estas cuartetas a un poeta petulante:


«Piensa, vate que te exhalas
en rimas y formas toscas,
que a pesar de tener alas,
no son aves, no, las moscas»173.



Y queda sobre todo un soneto dialogado de éste género, entre Rodó y Pérez Petit, en que se revela una admirable facilidad de improvisación. En un artículo del Dr. Julio Magariños Rocca para la revista, Carlos Martínez Vigil había sustituido sobre el plomo, por travesura, la a por una u en la palabra barro, transformando la frase; «La criatura humana sabe ser a veces un coloso con pies de barro», en esta otra: «La criatura humana sabe ser a veces un coloso con pies de burro». Pérez Petit se indigna y entra al escritorio de Rodó donde tiene lugar esta escena, que ha narrado él mismo:

«¡Figúrense ustedes qué tremolina! ¡Burro en vez de barro! "Eso no estaba así!" -clama Daniel; "Es que tu no sabes corregir", contesta Carlos. Daniel se pone rojo de ira y vocifera: "¿Que yo no sé corregir? Estoy seguro que la prueba decía barro y no burro. ¡Aquí hay una mano criminal!".

La discusión no concluía más. Se trajo la prueba. Efectivamente, decía barro. ¿Entonces, como aparecía escrito burro?- "Se habrá caído la letra y los cajistas la arreglaron por su Cuenta..." -explicó Carlos.

Callandito, me marché a averiguar el caso por mí mismo. Muy en secreto me confiaron en la imprenta que una vez colocadas las 'ramas' en la máquina, Carlos en persona había hecho la sustitución de letras. Satisfecha mi curiosidad, volví al escritorio de Rodó: los hermanos Martínez Vigil se habían marchado.

Bajo la fiebre de mi descubrimiento, sin duda, rompí a hablar en verso:

-Buenos días, señor don José Enrique

Mi amigo, tomando la embocadura, no quiso ser menos, y se soltó con otro endecasílabo:

-¡Buenos días, don Víctor, ¿qué me cuenta?

Puestos en este tren, por fuerza teníamos que aporrear a las Musas. Y así continuamos dialogando, yo y él:

Yo: -Que vengo horrorizado de la imprenta.

Él: -¿Pues que ha sido? Su horror, al fin, publique.

Yo: -Hay que impedir que Carlos modifique.

Su texto a los autores...

Al llegar aquí, la Musa me abandona traicionera y me quedo buscándola por el aire. Rodó, que mantiene a la suya bien sujeta y no la deja escapar me saca del atolladero:

Él: -Me impacienta.

Que no encuentre usted pronto rima en enta!

En prosa o verso su pecado indique.

Yo cobro ánimos y ya no hay quien me detenga:

Yo: -En una prueba que decía barro.

Cambió la a por u, y escribió burro.

Él: -¡Al fin, amigo, ha destapado el tarro!

Y contra quien se despachó el cazurro?

Yo: -Contra don Julio Magariños Rocca.

Él: -Entonces esa enmienda no me choca»174.



*  *  *

Pero estas episódicas veleidades de chanza no eran sino periféricas, corteza en que no puede detenerse sino el análisis superficial. En lo profundo, era grave y severa la juventud de Rodó. El mismo lo dirá en estos propios días, como un grito solemne de su conciencia:

«[...] si la juventud del espíritu significase sólo la despreocupación riente del pensar, el abandono para el que todos los clamores de la vida son arrullo, la embriaguez de lo efímero, la ignorancia de las visiones que estremecen y el desdén de la Esfinge que interroga, sería bien triste privilegio el de la juventud, y yo no cambiaría, por la eternidad de sus confianzas, un solo instante de la lucha viril en que los brazos fuertes desgarran girones de la sombra y en el que el púgil del pensamiento se bate cuerpo a cuerpo con la Duda»175.



Es ésta la actitud espiritual con que enfoca su visión del porvenir literario y le hace escribir «La Novela nueva. A propósito de "Academias" de Carlos Reyles»176, trabajo al que acabamos de citar en la frase transcripta. La polémica se había entablado entre don Juan Valera y Emilia Pardo Bazán, por una parte, y el propio Reyles por otra. Rodó tercia a favor de la tesis de este último: la defensa de un psicologismo que no busca ser complaciente ni deleitoso. En su alegato, desecha «la humedad espiritual de la fe vieja» por la «religiosidad anhelante de Tolstoi»: pide al arte que entre en el «antro de la tiniebla sicológica», en el dolor y la duda, y llega, casi, hasta amar por sí mismos el dolor, la duda, la sombra177... La Novela Nueva es otra crisis espiritual, otro salto del pensamiento y del lenguaje, más importante aún que el que había señalado El que vendrá, porque ahora se nos da desnudo, todo entero, por adentro. Cuando termine la última línea de este ensayo, estará hecho ya el estilo con que será escrito Ariel: la prosa, que sigue revelando en todos los momentos, inconfundible, la misma voz de El que vendrá, se ha densificado, no obstante: se ha hecho más austera sin perder la fluidez ni la gracia de las amplias curvas: apoya con firmeza sus ritmos en cimientos más sólidos, que deja asomar, de tiempo en tiempo, desnudos como jalones de piedra.

En aquella misma Navidad de 1896 en que aparece La Novela Nueva, es transcripta una carta en que el ilustrado escritor cubano don Rafael M. Merchán, radicado por entonces en Colombia, aludiendo al mérito de los trabajos que publica la revista, dice a Rodó: «Los que llevan la firma de V. son los que siempre leo primero, porque V. escribe sobre las materias de mi predilección y lo hace V. como maestro»178. Cuando ya esté extinguida la Revista Nacional, Rafael Altamira, en una carta alentadora, hará a su vez saber a Rodó que comparte todas sus ideas sobre La Novela Nueva179.

Pocos meses más de vida esperan, en efecto, a la revista. Rodó seguirá dándole, morosamente, algunos nuevos soplos de su fuerte aliento crítico. «Poemas» de Leopoldo Díaz180, «Arte e historia»181, «Un poeta de Caracas»182, «La muerte de Ricardo Gutiérrez»183, «Una novela de Galdós»184...

Y en lo que no se ve, en el prosaico menester económico de la publicación, Rodó, con su invariable desprendimiento, será también el único sostén de la Revista, pues pagará todos los gastos que ella origina con su solo peculio, con lo que le va quedando de unos miles de pesos que recibió de la herencia de don Cristóbal. Lo ha hecho cada vez que ha habido déficit: y los malos momentos se hacen ahora de más en más frecuentes.

Con los mismos dinerillos de su herencia, Rodó es, también, quien paga siempre las cenas colectivas de los cuatro compañeros de la Revista, y aquellas otras, más frecuentes, que, solo con Carlos Martínez Vigil, realiza en el Café Gambrinus, de la calle 18 de Julio entre Cuareim y Yi, en el terreno con plantas que éste tiene en el fondo.

Con los mismos dinerillos y la misma generosidad pagará, también, poco más adelante, los consumos de mesa de café que sirvan de pretexto, unas veces en Buenos Aires, otras veces en Montevideo, a las sustanciosas charlas con Rubén Darío, de que es partícipe a menudo Álvaro Armando Vasseur: deslizará, todavía, en alguna ocasión, en la mano de Darío, una libra esterlina para que él la dé como suya al cochero. (Y el supremo inconsciente de Prosas Profanas saldrá con ella por una puerta del café del Ateneo, al que acababan de llegar para instalarse en una mesa, se la guardará en el bolsillo, y entrará, con aire indiferente, por la puerta opuesta, sin que Rodó haya siquiera sospechado de su divino amigo...)185.

*  *  *

La situación política del país, más, quizás, que la natural dispersión del grupo traída por los años -ya habíamos dejado de ser muchachos, dice Pérez Petit- ha condenado el esfuerzo de los valientes jóvenes, reclamando sus capacidades para otros objetos. Una oligarquía, la corte palatina de Julio Herrera y Obes, en cuyo principismo tanto había confiado muy pocos años antes la nación entera, venía perpetuando su predominio a través de sucesivas parodias electorales. El ático presidente había sabido encauzar el sufragio según sus deseos, quizás sinceramente orientados, por otra parte, mediante una por él mismo llamada «influencia directriz», y hasta se dice que se había hecho llevar cierta vez las urnas a su propia casa para asegurarse el resultado de los escrutinios... Su sucesor, don Juan Idiarte Borda, una medianía de fácil manejo para los dones de seducción de Julio Herrera y Obes, que seguía siendo el eje brillante e irresistible del poder, no había hecho sino continuar el sistema del fraude electoral. No importa que hayan resultado electos, junto con el turbión de aduladores, algunos ciudadanos de bien y de esclarecida inteligencia, dignos de disfrutar del diálogo con el talento subyugante de aquel jefe civil de dorada palabra, en las tertulias de espiritualidad y de cultura que habían hecho centro en su propia casa, hospitalaria y señorial. El desprestigio de la causa, que representaba el grupo llamado colectivista del partido colorado, no podía quedar salvado por el lustre que pudieran darle unas pocas personas. El malestar del pueblo sube de punto cuando, el último domingo de noviembre de 1896, estando el país convulsionado por el reciente estallido de una guerra civil, suspendidas las garantías constitucionales con la sola irrisoria pausa de las breves horas precisas del día mismo del comicio, para el cual fueron restablecidas, pero con todas las vísperas de éste de aquel modo maculadas, y ocupada militarmente buena parte del territorio nacional, se realizan elecciones de diputados, como si la República estuviese en su vida normal y fuese posible la libertad del sufragio. Durante los preparativos de este acto, y, nuevamente, al día siguiente de su realización, la prensa opositora denuncia la nulidad del comicio y proclama el desconocimiento de sus resultados. La efímera revuelta de 1896 es sucedida, al año siguiente, por una revolución de grandes proporciones, acaudillada, como lo había sido aquélla, por Aparicio Saravia, y en la que el partido blanco reivindica las garantías electorales. El partido constitucional y buena parte del partido colorado reconocen la justicia de esta bandera, y si José Batlle y Ordóñez, que orienta desde El Día la crítica al gobierno hecha en las propias filas coloradas, no apoya con su simpatía la insurrección, es porque la siente sólo encaminada al triunfo blanco: pero hubiera querido la unión de todos los partidos para defender el mismo principio, en una gran revolución nacional.

José Enrique Rodó tiene junto a sí, desde hace unos años, a don José Domingo Piñeiro, que, después de la muerte de Tomasa, ha ido a habitar la planta baja de su casa de la calle Pérez Castellanos, cuyos altos ocupa doña Rosario con los suyos. La frecuentación de esta auténtica reliquia del viejo principismo colorado, que había caído dignamente, presidiendo en su momento culminante las Cámaras del 73, ante las bayonetas del 75, renovaba ahora en el hogar el calor de su tradicional civismo. El éxito de El que vendrá y La Novela Nueva, que publica Rodó en un mismo opúsculo bajo el epígrafe de La vida nueva186, con traerle las alegrías del primer libro, con haberle «tenido el alma trémula en la sensación indefinible de esperarlo», que confesará más tarde, sin quererlo, en Albatros187, no le aparta de su preocupación política. La voz pública denuncia sin embozo que don Juan Idiarte Borda está lucrando con la continuación de la guerra, y hay que escuchar ese grito. La opinión reclama la paz, y el presidente desoye su clamor, no demostrando inquietarse por el cese de la lucha, con lo que las sospechas se acrecientan. El 25 de agosto, a la salida de un Te Deum en que se solemnizaba la fecha patria, el primer mandatario de la nación es muerto de un tiro por un hombre del pueblo, Avelino Arredondo.

El país parece salir súbitamente de una opresión agobiante, estallando en anhelos de concordia y de reconstrucción. Los sucesos comienzan a precipitarse. El Presidente del Senado don Juan Lindolfo Cuestas, al sentarse, por mandato constitucional, en el sillón vacante, se independiza del colectivismo, del que hasta entonces había formado parte, e inicia una nueva política. La paz se firma al mes siguiente, y el delirio del pueblo redobla porque a la extinción de los odios partidarios acompaña un enérgico impulso de moralización administrativa, que comienza a extirpar las profundas raíces de una corrupción largamente cebada en las arcas del Estado.

*  *  *

Rodó no puede, en esos momentos, olvidar sus deberes de ciudadano. Con todo, quién sabe por cuántos días habrá podido distraerle con amargura de ellos el primer revés en el camino de sus triunfos literarios, esa inesperada crítica adversa, aparecida en dos números casi seguidos de El Día, los del 11 y el 13 de octubre de 1897, en que Javier de Viana, otro joven de garra en la generación que ascendía en el horizonte de las letras, y que regresaba de la campaña, porque había hecho en ella la revolución, le señala obstinadamente, por modo especial en el segundo de ellos, defectos que no tenía.

No permitía, con todo, el primero de esos dos artículos, suponer hasta qué extremo alcanzaría lo despiadado de la crítica que le dirigiría el que lo había de seguir. Se titula el inicial «Sobre Modernismo. La Vida Nueva», y al hablar de Rodó, comienza con un elogio a «su inteligencia», que «es una de las más claras y profundas» y a «su estilo», que «es hermoso y brillante, un poco confuso, quizá, demasiado abstracto tal vez pero puro y correcto y de una sonoridad armoniosa que cautiva», y le llama «luchador de raza», que «ama el arte por el arte»... y «que desdeñando la popularidad», «se encastilla en su yo, como un alquimista en su laboratorio, solitario y huraño, esforzado y tenaz». Divaga bellamente a su vez el propio Viana, glosando al Rodó que denunciaba los valores caídos, los maestros y los dioses que se fueron; y no sin dejar de confesar, también él, las ansias que «entre tanto aun existen en nuestro corazón y en nuestro pensamiento», declara que «cuando se ha llegado al final de esta reseña queda en el alma un dolor vago, un malestar profundo, un anonadamiento de los centros nerviosos», porque «el centelleo constante y la música armoniosa y triste de aquella prosa pesimista producen como en el ajenjo y el 'haschich' un relajamiento intelectual y moral...». Y dice, en fin, que «el joven autor... se lanza -en pleno delirio, que anula toda esperanza individual-, en busca de un Redentor extrahumano»... y que parece que «su alma joven, que debe ser fuerte y osada, se bañara y se aniquilara en el marco oscuro, silencioso y quieto de todas las tristezas», para rematar, más lejos, y como término de este primer artículo, en que, sí, «resistiendo a la acción de su perfume», se analiza y estudia esta prosa, «las contradicciones saltan flagrantes y la enormidad de las falsedades nos harían sonreir, si la convicción de un peligro real no nos moviera a buscar el medio de obtener la inocuidad para esas hermosas plantas deletéreas»188.

«Sobre Modernismo. La Vida Nueva II», se titula el segundo de estos dos artículos que lo subestiman. Viana ataca en él a un Rodó que no podría reconocerse allí como el verdadero. Es imposible resumir las críticas que le dirige, tanto es lo que erróneamente le atribuye haber dicho sin que él lo hubiera siquiera sugerido, y tanta la indudable mala voluntad que lo mueve. Esta se muestra ya desde el inicio, que interpela, casi con grosería:

«¿Cuál es la síntesis de la obra de Rodó? ¿Cuál su tendencia? ¿Y dónde están sus principios? ¿En la doctrina científica que en partes acoje, o en el misticismo que le hace ver el ideal levantándose orgulloso y vencedor, con las alas retoñadas y como una prueba palpable de la impotencia e ineficacia de los tajos de la razón humana? ¿Opina como la ignorancia de Brunetière que la ciencia ha hecho bancarrota? ¿Cree en la existencia de los Maestros y en el poder de las Escuelas, o las relega al pasado, como trastos inservibles?

Sólo un concepto campea claro y preciso en el libro de Rodó: la convicción de que la humanidad, carcomida por la decadencia va marchando exangüe y abrasada por la fiebre, sin guía y sin norte, mal cubiertas las pústulas ulcerosas...».



¿A qué seguir transcribiendo tanta equivocada crítica, que se alarga a través de casi dos columnas macizas todas llenas de injustas acusaciones?

Un final inesperado de elogios hace respirar, no obstante. Como sintiendo que debe hacer una reparación, termina diciendo:

«Por nuestra parte, amamos todo lo que se escribe con talento; y opinando, como opinamos, de tan distinta manera al señor Rodó, nos place manifestar que ojalá pudiésemos hacer todos los días nuestro desayuno intelectual con obras tan bellas como La Vida Nueva»189.



Por otra parte, lo meramente impulsivo de este ataque del Viana de 1897 no impidió una amistad posterior, acaso iniciada en 1893 en la redacción de Montevideo Noticioso, entre los dos grandes escritores, amistad que se comprueba sobre todo a través de una correspondencia que aunque no asidua ni sostenida, fue de alta estima recíproca190 y quedará evidenciada sobre todo cuando en 1910 el mismo Viana, confesándose «pobre, enfermo y triste», pida a Rodó, reconociendo la autoridad del que califica de «Maestro amigo», que «se dignase escribir algo» sobre Macachines, que acaba de publicar, «aunque fuera para atacarlo»191. Con todo, ¿no habrá sido esta severa admonición del Viana de 1897 la iniciación de los excesivos procesos de autocrítica que llevarían a Rodó a negar más tarde por dos veces los dos trabajos que incluyó en «La Vida Nueva I», o sean El que vendrá y La Novela Nueva, la primera cuando dijo de ellos a Pérez Petit que «no dicen nada»192, la segunda al escribir en 1914 al ecuatoriano Alejandro Andrade Coelio que «el opúsculo no tiene gran importancia y poco se perderá en omitirlo»193, hechos ambos que ha apareado oportunamente Mario Benedetti para fundar su propio juicio en un sentido parecido?194

*  *  *

No importa el disgusto que le habrá hecho sufrir el absurdo ataque de Viana, porque habrá de venir todavía, o quizás lo está sufriendo ya, otro dolor mayor y más largo.

Sí, no es el causado por el juicio de Viana el único dolor que viene a morderle por estos tiempos. Sí, hay otro más, otro peor, que llega a lo más profundo, porque es dolor de amor, y lo hemos de poder apreciar en seguida así.

No sabremos ubicarlo en el tiempo sino por aproximación, pero es fuerza, por lo que se verá, decir que, posterior y sin duda más serio que el fugaz arrebato por Lola Millanes, pero todavía de la última época de La Revista Nacional, pues Pérez Petit lo ubica en ella, y anterior a las dos pasiones más, por lo menos, que sabemos concibió Rodó en años que no corresponde sean historiados en este libro que, en cuanto a lo estrictamente biográfico, hemos creído que debía cerrarse -y así lo hacemos- con la aparición de Ariel (si bien para la valoración de las ideas que en éste se contienen ha de sernos de todo punto necesario que acudamos a seguir trayendo a colación lo que llevaban en potencia, para lo cual las confrontaremos, en varios de sus aspectos, con las de los años subsiguientes), es un episodio amoroso que Pérez Petit ha narrado incompletamente en páginas ligeras, sin sospechar que hubieran merecido el tratamiento casi dramático que, sin que él tuviera seguramente noticia alguna capaz de revelárselo así, habría correspondido darle.

Es el episodio de las dos señoritas, una de Buenos Aires y otra de Montevideo, de quienes Rodó y Carlos Martínez Vigil se prendaron en el vapor que las traía a ellas y a ellos desde aquella ciudad. No fueron sólo risueños desencuentros como los que pueden leerse en esas páginas195, lo que ocurrió después.

La señorita porteña fue ubicada al fin por Rodó. Era María Mandiá, que había venido a pasar aquí una temporada en casa de la familia, por mil conceptos respetabilísima, de García Morales, de quien era parienta, y que vivía en una casa de bajos de la calle Ciudadela entre Rincón y la Plaza Independencia, frente a donde desemboca la calle Colonia. Rodó pasaba, para verla, todas las tardes por su acera, acompañado por algún amigo- que no era, seguramente, Pérez Petit- mientras ella estaba en el balcón junto con sus primas de Montevideo. Al principio no sabían quién era, y ellas le llamaban «el de la galerita». Pero poco después él y ella llegaron a hablar, y sus amores, que alcanzaron a ser veladamente aludidos por alguna nota auspiciosa de crónica social, hoy inubicable, que permitía reconocer fácilmente a, los dos enamorados, parecían encaminados al casamiento.

Regresada la niña a Buenos Aires, y conforme lo habían convenido los prometidos, Rodó fue en procura de su amor a aquella ciudad, y al llegar a la dirección que se le había dado, se encontró con que María Mandiá estaba efectivamente en el balcón de su casa, pero conversando con su novio. Con su verdadero novio, de quien había estado separada sólo durante los meses en que emprendió con Rodó unos que no habían de ser para ella sino amores pasajeros, mientras él los creía eternos. Porque el novio, con quien éste la sorprendiera hablando, era marino, y se había ausentado cierto tiempo antes para un largo viaje de varios meses, díjose que quizás por el Japón y en todo caso por Oriente, y su regreso había sido, entre tanto, o no esperado ya definitivamente, o sólo dudosamente esperado, pero con una demora que, en todo caso, fue calculada sin precisión y con ligereza196.

La herida profunda que la desilusión produjo inevitablemente al traicionado no tuvo quizás confidente, pero caben, para imaginarla, las más crueles de las páginas que, más tarde, escribiría el Maestro en «El libro del dolor».

*  *  *

Pero era ésta la hora del ciudadano, y era fuerza hundir la pena, calladamente, en el fondo del pecho. El imperativo político de la hora debe prevalecer sobre todo. Don Juan Lindolfo Cuestas empieza a adquirir un inmenso prestigio, y aparece como el hombre providencial por el que claman los pueblos postrados que acaban por perder la fe en sí mismos. Se le quiere imperiosamente para la próxima presidencia constitucional, cuya elección debe hacer la Asamblea General el 19 de marzo de 1898, pero las Cámaras que integran la Asamblea, en las que el colectivismo, no obstante ser ínfima minoría en el país, mantiene una enorme mayoría, se niegan a aceptar la candidatura de Cuestas. Se recuerdan entonces los vicios de elección de aquellas cámaras que no traducen, en realidad, sino una legalidad aparente. Enormes manifestaciones populares, las más grandes que el país ha conocido hasta entonces, recorren las calles de Montevideo, reclamando a Cuestas. La Asamblea, que no representa al pueblo, no puede contrariar su voluntad. El duelo entre las cámaras y el pueblo está planteado. Llegaron a popularizarse, como fórmulas de la imposición popular, las frases: «Cuestas cueste lo que cueste», y «Cuestas con la Asamblea, sin la Asamblea o contra la Asamblea». Si la Asamblea votaba a Cuestas, no obstante su ilegalidad, sus vicios de elección, se hacía intérprete de la voluntad del pueblo, rejuvenecía por este hecho sus poderes espurios, y era juicioso tolerar la continuación de su mandato, evitándose la conmoción que su disolución podría producir. Si persistía en oponerse al clamor nacional, no tenía ya pretexto para subsistir, no podía invocar una representación que, tras no tenerla por su origen, tampoco se preocupaba por adquirirla mediante una tácita ratificación de sus hipotéticos mandatos. Este era, en esquema, el razonamiento que se había adueñado de la masa y que la prensa glosaba cotidianamente con claridad más o menos feliz. La disolución de la Asamblea y la imposición violenta de Cuestas, es decir, el golpe de estado, y por consiguiente, la dictadura, era, pues, una eventualidad que aparecía ya casi inevitable, pues el grupo colectivista de las cámaras se mostraba irreductible, haciendo cuestión de dignidad y prefiriendo caer antes que someterse a la imposición.

José Enrique Rodó acepta esta eventualidad. No ha claudicado de aquel santo y obsesivo repudio a las dictaduras, que diez y siete años antes había hecho mover por primera vez su infantil pluma de escritor. No abrazará una causa criminal. Había combatido entonces las dictaduras porque violaban la legalidad. Ahora, en cambio, se está en un caso único y singularísimo, porque no hay legalidad ni en el gobierno ni en la oposición. Se vive en lo arbitrario. Volteándose las cámaras, no sería destruida una legalidad que no existía, sino, por el contrario, se apartaría lo ilegal preparando el camino para restaurar el auténtico imperio de la constitución. Era por principismo que se había opuesto a aquellas dictaduras de su niñez. El mismo principismo le obligará, ahora, a optar entre dos dictaduras: la de una legalidad simulada bajo la farsa electoral que contraría la voluntad del pueblo, y la de una ilegalidad ostensible y sincera que, sin mentir un origen comicial, recoja directamente el anhelo popular. La elección no es dudosa.

El 1.º de febrero 1898 aparece un diario, El Orden, que estampa por bandera esta permanente: «Juan Lindolfo Cuestas. Garantía de paz, de moralidad administrativa, de libertad institucional. Candidato de El Orden para el gobierno de la República». Es director de la hoja don Antonio O. Villalba. En el editorial anuncia que, para realizar su misión, cuenta ella con jóvenes distinguidos que ya han brillado con luz propia en las diversas esferas de la actividad humana, y hace el elogio individual de algunos de ellos, entre los cuales está «José Enrique Rodó, el notable escritor cuya fama de estilista ha pasado las fronteras de nuestro país». Carlos Martínez Vigil tendrá a su cargo la redacción del diario. En la larga nómina de los otros colaboradores, «jóvenes ciudadanos esforzados, dispuestos a todos los sacrificios y a todas las abnegaciones patrióticas», está también el nombre de Víctor Pérez Petit. El pequeño cenáculo de la Revista Nacional se ha reconstruido en parte, aunque aparece diluido en un círculo más vasto. Es don Eulogio de los Reyes, el administrador del diario, quien ha ido en procura de los cuatro amigos para incluirlos en las falanges de esta nueva cruzada. Sólo Daniel Martínez Vigil quedará fuera de sus filas.

En el primer número, un magistral artículo de Rodó, que lleva su firma y se titula «La juventud y el partido colorado», contiene párrafos como éstos, que definen con valentía y nitidez su posición en la lucha:

«De un lado, la representación inequívoca, del corazón y de los intereses sagrados del pueblo. -Del otro lado, las disciplinadas huestes de una oligarquía que pugna por la imposible perpetuación de su entronizamiento y en la que se personifica un régimen que el país abomina y rechaza con todas las fuerzas de su alma, con todas las energías del legítimo interés herido y de la indignación, -con el supremo e irrefrenable esfuerzo que la desesperación sabe arrancar de la propia debilidad del cansancio.

Es el porvenir de la República el que se juega en la partida, de manera solemne. Cierta parte del porvenir está en nosotros. -Nosotros nos adelantamos para hablar en nombre del porvenir.-

[...]

Queremos el gobierno efectivo del partido colorado, por el encumbramiento de sus hombres mejores; queremos el régimen de la probidad en el gobierno, que arraigue prácticas honestas e impida peculados; queremos la extinción radical de ese sistema de la usurpación del voto, de la mentira electoral, confesada y alardearla, que nos deprime en nuestra dignidad de pueblo libre...

[...]

Confiamos, pues, en la aptitud institucional de nuestro pueblo... creemos también en la aptitud institucional de nuestro partido».



Rodó declara saldada por el partido colorado una de sus grandes deudas de honor: la moral administrativa; sólo le resta «poner un límite seguro al sistema de la falsificación del sufragio, la más urgente y cuantiosa de las deudas morales que había contraído ante la historia y ante el país»197.

Esta obsesión de la pureza electoral violada es la razón de ser de su actitud: forma el centro político y moral en que toman sus fuerzas, su repudio de una situación que no es sino «la sombra vana de una legalidad ficticia», y su adhesión al movimiento que busque en la disolución de la Asamblea el restablecimiento de la verdad institucional. Dirá, por eso, en el segundo número de El Orden: «[...] no comprendemos que el país, después de haber sido sacrificado a las ambiciones de personalismo que han usurpado sus derechos electorales, deba detenerse, con un respeto cómico, ante la ficción de legalidad emanada de esa usurpación y prefiera la vergüenza y el infortunio antes que decidirse a la violenta reivindicación de su soberanía... La lucha que se empeña no es siquiera la de una legalidad inconveniente con una ilegalidad salvadora. Es la lucha de dos ilegalidades, la una perniciosa y disfrazada de légalisme; la otra, franca, inspirada en los sanos intereses del país»198.

En el número 3, el artículo titulado «Caseros», escrito con ocasión del aniversario de la batalla, es sin duda de Rodó, aunque, como el anterior, no lleva firma. Se le puede reconocer así no sólo por el estilo, que denuncia igualmente a aquél, sino también por el episodio, al que, como lo vimos, se refiriera ya en el artículo infantil que había consagrado al tema, del batallón «Resistencia», sobre el cual incluye ahora versos inéditos de Francisco Acuña de Figueroa que exaltan cómo el sol de la bandera de aquél fue destrozado en la acción, versos que Rodó hubo sin duda por vía paterna, dada la amistad que había unido a su padre con el vate199.

La Asamblea no se rinde, y el 10 de febrero de 1898 es disuelta por un golpe de estado cuyo nervio cívico había sido José Batlle y Ordóñez. Cuestas asume la dictadura, y nombra un Consejo de Estado. La causa de El Orden ha triunfado. La fiebre política de Rodó irá aplacándose. Ha conocido los riesgos de la lucha ardiente de partido. Alguien llegó a poner en sus manos un revólver para que, con los demás redactores de la hoja, defendiese su persona del atropello que sabían todos les amenazaba, pero Rodó prefirió guardar el arma descargada en el bolsillo, sin llevar sobre sí siquiera balas: por temor de que le escapase un tiro, decía él200; por bondad y mansedumbre de carácter, piensa, sin vacilar, el biógrafo.

*  *  *

Ni estaba entonces su alma, por otra parte, para sangre ni para pugilatos. El embeleso de su Rubén Darío, en que comenzaba a trabajar, le apartaba por grandes ratos del duro andar entre los intereses materiales, elevándole a los planos de la ensoñación y al hechizo de la creación artística. Ya en un artículo de El Orden, que no firmó, había fustigado un día, aplicando la tesis a la moral política, «las inspiraciones y fines groseramente utilitarios»201, y volvía otro día, esta vez bajo el seudónimo de «Vincy», a señalar el contraste entre esas mismas «aspiraciones groseramente utilitarias» y «la fidelidad a una idea desinteresada»; entre «el interés», que es «voraz e impaciente», y «los sentimientos desinteresados», que «se concilian mucho mejor con la resignación, con la esperanza, con la conformidad»202. Las meditaciones del Calibán renaniano reaparecen, pues, cada vez con más insistencia, aún en medio del combate periodístico203. Están suministrándole, desde luego en alguna medida para que se las asimile, en otra muy mayor para que reobre sobre ellos, refutándolos con energía (y así lo hemos de ver) muchas de las ideas y los estados espirituales con que se está elaborando Ariel. Pero, por lo pronto, ¿cómo no entregarse, entonces, al puro éxtasis del espíritu, cuando se está trabajando sobre el alma del poeta «que tiene el cerebro macerado en aromas y el corazón vestido de piel de Suecia»?204 ¿No es la obra de Rubén Darío la que, cabalmente, señalará Rodó como excepción de arte desinteresado y libre en medio al «utilitarismo batallador» de la poesía que hasta entonces había venido dando América, toda ella determinada, casi, «por la suprema necesidad de la propaganda y de la acción»? Y, sin embargo, si Rodó perdona a Darío, en mérito, precisamente, a la singularidad de su temperamento, su despreocupación por todo lo que signifique una finalidad social, su indiferencia por los males que otros sufren mientras el poeta sueña, está lejos de querer que esta forma de egoísmo estético sea, ni erigida en sistema, ni aun generalizada por la imitación. Bien está que el poeta de alma de cisne rehúya el contacto de la multitud porque tal es su destino artístico; pero no que otros quieran tomarle por modelo, porque ello importaría «una limitación, un empequeñecimiento»205. Se siente que, como rechazo afirmativo de todas las negaciones que atribuye a Darío, para Rodó tal actitud supondría deserción del deber de humanidad, y que hay que atender, por el contrario, a «las disputas de los hombres, a todo lo obscuro y pesado de la agitación humana», a todo lo que «queda en el fondo obscuro del valle»... Por eso dirá expresamente que «Calibán tiene las manos toscas y duras. Pero se le puede abominar en el arte y amarle cristianamente en la realidad»206. Y Calibán no es, aquí, ni el solitario monstruo de Shakespeare ni el símbolo de la parte torpe e impura de nuestra naturaleza, a la que llamará más tarde Rodó por ese nombre en Ariel: Calibán es aquí la multitud, en el sentido renaniano.

El fugaz rapto de abandono al sibaritismo poético sólo es lícito, pues, mientras se mantenga en relación con la «elegida individualidad»207 que la inspira, y sería repudiable como conducta permanente frente a la vida y a la acción. Pero, así deslindada la actitud con que entra Rodó en el espíritu de Rubén Darío, es justo entonces que, a su vez, le perdonemos a él también que se haya entregado, mientras escribe sobre Prosas Profanas, al deleite blando con que le seduce la magia de un arte refinado y casi voluptuoso. Si alguna vez su estilo corrió el riesgo de perder la salud y la fuerza, su tónica virilidad, si alguna vez estuvo a punto de empezar a morbidecer, fue en los momentos en que escribe Rubén Darío. La firme osatura de su prosa se recubre a veces de una pasta suave y finísima, labrada con buriles tiernos; unos nácares, unos marfiles y unos ónices flexibles y ágilmente animados, unas miniaturas vivientes y expresivas, unas estampas perfumadas más con soplos de idilio versallesco que con la brisa fresca de la égloga auténtica: refinamiento preciosista, asomos de galantería, hálitos de jardín, de rosas deshojadas en jubones de seda. Seguramente es de estos tiempos, y nacida también bajo el signo de Darío, por lo idéntico de la factura y lo extremado del artificio, su fantasía de Los dos abanicos, cuyo manuscrito jamás publicó y quedó inédito hasta la aparición de las páginas póstumas de Los Últimos Motivos de Proteo. Es seguro que, en la forma en que hoy la conocemos, esta ficción no pensó jamás ser dada a la luz por Rodó, porque si en 1904 habla a Juan Francisco Piquet del mismo asunto como de uno de los que había de formar parte de su obra proteica, es patente que ya entonces había modificado su primitivo plan: alude allí, en efecto, a un cuento «que relata la curiosa manera cómo un escritor llegó a concebir la idea de una obra viendo abanicarse a dos mujeres»208; y hoy sólo leemos, en cambio, no un cuento al modo de las otras parábolas, sino el imaginado monólogo introspectivo de ese mismo escritor209.

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La notoriedad de Rodó, que El Orden ha llevado ahora también hasta los círculos políticos, cunde en el ambiente de Montevideo, tan poco apto, todavía, para la valoración de lo exquisito, no obstante el crecimiento material de la ciudad, que pasa ya de los doscientos mil habitantes. Se piensa en utilizar las capacidades de este joven talento ya maduro, para el desempeño de la función pública. El primer intento de este género fue bien poco feliz: Rodó es nombrado para prosaicos menesteres de oficinista en la Comisión de Avalúos de Guerra210.

Pero bien pronto la Universidad le nombra para desempeñar la cátedra de Literatura, que acababa de renunciar Samuel Blixén al ser designado secretario del Consejo de Estado. Pérez Petit afirma que el Rector Dr. Alfredo Vásquez Acevedo llamó a Rodó para confiarle interinamente esa cátedra211. El nombramiento, sin embargo, no emanaba del Rector, si bien era en efecto interino, porque, para que no lo fuera, habría debido hacerse en propiedad, y para una designación de ese carácter el reglamento vigente requería trámites escritos especiales, que nadie intentó siquiera iniciar. Fue hecho, como correspondía, por el Consejo de Instrucción Secundaria y Superior, que era la autoridad que dirigía la Universidad, sin que conste en las actas de éste cuál de sus miembros fue quien lo propuso. Es verosímil que haya sido en efecto el doctor Vásquez Acevedo, pero hay que suponer que, previamente, éste haya pedido a Blixén, al saber la inminencia de la vacante, que le sugiriese un candidato digno de reemplazarlo. Sabemos, por otra parte, todo lo que Blixén pensaba sobre Rodó desde que recibiera el deslumbramiento de El que vendrá, como sabemos igualmente que este deslumbramiento había sobrevenido, lloviendo sobre mojado, cuando Blixén guardaba fresco el recuerdo de aquel extraordinario examen de literatura, tan reciente, que tanto le había impresionado, y cuyos detalles recordaba Vaz Ferreira todavía cuarenta años más tarde. Todo se encadena naturalmente, pues, para suponer que la candidatura de Rodó fue una inspiración de Blixén sabiamente recogida por el ilustrado y desvelado Rector, quizás por su parte también favorablemente dispuesto por la notoriedad, que ya se insinuaba, de Rodó, y por el propio juicio personal. Ello es que en la sesión del 21 de abril de 1898, al dar cuenta al Consejo de la renuncia de Blixén, y aceptada ésta, el Rector -dice el acta- «propone se procediese desde luego a designar reemplazante», resultando, según también sigue diciendo el acta, «electo por unanimidad de sufragios, Don José Enrique Rodó». Pero allí mismo surge un obstáculo reglamentario: «El Sr. Rector hizo presente que no habiendo obtenido el señor Rodó la mayoría absoluta de sufragios exigida en su caso por el artículo 31 del Reglamento Interno del Consejo, se repetirá la votación de orden en la primera reunión que se celebre». Asistían a la sesión, además del Rector, cuatro consejeros, los Dres. Elías Regules, Eduardo Brito del Pino, Claudio Williman y José Scoseria212.

Finalmente, el 25 de abril de 1898, se realizó la segunda votación, resultando «electo Don José Enrique Rodó para dirigir el Aula de Literatura», dice el acta, que omite hacer constar esta vez, como debió, pues así había sido, que lo fue también por unanimidad. Asistían, además del Rector, los Consejeros Dres. Elías Regules, Eduardo Brito del Pino, Juan Pedro Castro y José Scoseria213.

El 26 de mayo, es decir, un mes después de nombrado, Rodó solicita licencia hasta el 15 de junio. Le es acordada, y «se encomienda al sustituto de la mencionada Aula de Literatura Don Carlos Vaz Ferreira de su dirección interina»214. Este interinato de Vaz Ferreira como reemplazante de Rodó fue, pues, superviniente, y no, como se ha creído, a partir del día en que Rodó fuera nombrado, si bien éste no asumió de inmediato sus funciones.

A falta de otras probanzas, es menester acudir a los más triviales hechos de rutina para deducir la fecha en que tuvo lugar su toma de posesión del cargo. Rodó no cobró sus haberes de mayo pero su nombre aparece en la planilla de ese mes. Consta que cobró los de junio y julio215, y de ahí en adelante. Vaz Ferreira no llegó a cobrar, pues si bien figura en la planilla de mayo, fue tachado su nombre. Si Rodó no cobró mayo es porque durante ese mes no tomó posesión del cargo, pero es evidente que lo hizo después del 15 de junio, pasado el vencimiento de su licencia.

Rodó comienza, al fin, a dictar sus lecciones. El escenario de su labor es el salón del ángulo noroeste de la planta baja, en el gran edificio de la Universidad, entonces todavía nuevo, de la calle Cerrito: con sus asientos, sus puertas y sus ventanas amarillentos, y tras cuyos cristales, en el invierno, se ve agitarse el mar, porque hace proa a los huracanes. Los alumnos le reverencian sin excepción, no obstante su juventud, pues conocen su obra. Pero al contacto de su persona, empiezan a amarle también por su bondad y su sencillez. Hallan al propio tiempo notables singularidades en su modo exterior de desenvolverse en el aula. Uno observa cómo deja asomar invariablemente de la mano, apoyada sobre el brazo del sillón, sólo dos dedos, que permanecen dirigidos hacia el suelo216. Otro afirma que sus ademanes eran reposados y acompasaban el fluir de su exposición, alargando las manos blancas y finas hasta dejar los dedos curvados hacia atrás217. Muchos sacaban apuntes, que viejos cuadernos guardan todavía, y otros, finalmente, se sorprendían ante el trance de alejamiento en que parecía sumido aquel hombre que no hacía lecturas en clase, para los alumnos, de los autores que se estudiaban; que a nadie interrogaba; y que, según uno que ha dejado su testimonio en páginas de un sesudo libro, «no puso nunca los ojos en los oyentes durante sus disertaciones de clase», añadiendo: «De costumbre, para dirigir la palabra a sus discípulos se volvía de lado, se arrellenaba en la silla sentándose en el borde y pasando sobre el respaldo un brazo, y hablaba monótonamente, como abstraído, con la mirada fija en el dintel de la puerta, apoyado en la mesa el otro brazo, levantando y dejando caer, abriendo y cerrando por momentos, su mano. No sentía la necesidad de escudriñar en las fisonomías del auditorio los efectos de su palabra. Era como si una pared lo separase de todos los presentes»218. Finalmente, otro, también desde las páginas de un libro, no sin duda de la autoridad de éste, da, con todo, detalles de no menor interés. Haciendo constar que asistió «desde el principio a sus clases», recuerda: «Tocábale explicar el curso de Estética, cuyo programa acababa recientemente de ser redactado. Rodó comenzó a explicar su curso. Hablaba con relativa tranquilidad, mirando a un punto vago del techo; su frase era fluida, limpia de recursos oratorios como si se oyera a un lector; y accionaba con su diestra descarnada y flaca. Nos explicó la teoría de la Belleza desde Platón hasta Spencer y Guyau. No osaba mirar a sus discípulos; y cuando se cansaba de mirar al cielo raso, miraba, siempre hablando, a la puerta de la clase»219. Se confiesa después, informándonos de que el Maestro hacía hablar a sus alumnos en clase por medio de preguntas; e interiorizándonos en los hábitos didácticos de éste y en el cambio que se implantó por entonces en la forma de tomarse las pruebas, añade: «En el examen de Literatura, examen que se sustentaba por escrito, nos puso un verso para que lo acentuásemos. Recuerdo cuál era el verso: "Garra de león sobre una flor süave"»220. Y aquí viene la confesión del alumno: «Yo, mientras Rodó explicó su curso, asistía a sus clases: pero cuando comenzó a interrogar desaparecí del aula de Literatura»221. Más lejos dice: «Rodó hablaba con sosiego, a veces con presteza, como si tratara de redactar sus pensamientos a fin de que salieran limpios y claros; y su voz tenía un timbre agudo, algo aflautado y nasal, al que imprimía una acentuación docta y viril»222.

A cada uno le impresionó, como es natural, diferentemente. Por eso, para unos era oscuro, para otros brillante; pero su exposición estaba tal vez por encima de la comprensión media de los estudiantes, que a veces no podían seguirle en sus vuelos. Sin embargo el día en que, hablando del Dante, duplicó el tiempo de la clase, sin saberlo, disertando durante una hora y tres cuartos, nadie sintió fatiga, porque todos estaban suspensos de su palabra223.

*  *  *

Mientras tanto, la zona de su espíritu que el humano batallar reclama, no olvida sus deberes.

Una parte de ella se muestra en unas breves pero muy significativas palabras que dirige a un eminente ciudadano.

Hay en efecto unas líneas de Rodó de trascendental alcance, escritas en esos mismos tiempos como acuse de recibo del folleto La Fraternidad Uruguaya, que el autor de éste, doctor Domingo Aramburú, publicó en la segunda edición del mismo opúsculo bajo su ya anteriormente por él usado seudónimo de «Byzantinus». Preconizaba el folleto la idea, en que estaban empeñados los constitucionalistas, de «formar un partido de principios con ciudadanos de cualquier filiación política, dejando a la historia el fallo de nuestras antiguas disidencias»224. Y en el breve acuse de recibo que del mismo hace Rodó, dice éste a aquél:

«Los que consideramos que, para la acción eficiente del ciudadano, es de necesidad actual su permanencia dentro de los bandos tradicionales, no podemos desconocer á pesar de eso, que los que dirigen en otro sentido su propaganda preparan la inevitable solución del porvenir.

Montevideo, 28 de noviembre de 1898»225.



Prueba ello, entonces, que el ideal constitucionalista con que el niño pensador y escritor había combatido, con todas las fuerzas de su alma, desde sus pequeños diarios, a los bandos tradicionales del Uruguay, seguía subsistiendo intacto en ella a través de los años, y que sólo por una razón de eficacia, práctica e inmediata, de clara naturaleza pragmática, el joven de hoy posponía para épocas más propicias su traducción en hechos de su conducta cívica. Sin claudicar del principismo, buscaba entonces para su acción una fecundidad con respecto al bien público que sólo podía alcanzarse dentro de un partido de masas, y no dentro de aquella minoría selecta, «estado mayor sin ejército», como solía llamársele, que seguía siendo el partido constitucional, condenado, por seguir siendo entonces todavía nada más que tal minoría selecta, a la esterilidad. Los tiempos de promisión habrían de venir pero no habían llegado todavía.

Otra parte, muy mayor, de esa zona de su espíritu que se posesionaba de las disputas de los hombres, está, en este mismo 1898, en la guerra de la independencia de Cuba, mucho más que en la política interna, ya adormecida de sus pasados arrebatos, no obstante el sobresalto del motín del 4 de julio, en que el colectivismo intentó sin éxito recuperar el poder despertando a la ciudad con el trueno del cañón.

Su amor a España se debate con su sentimiento americano y con su pasión por la libertad. Desde los tiempos de su infantil exaltación de Bolívar sueña, lo hemos visto, con que sean limados «los hierros que aún sujetan a varios pueblos de América, esclavos todavía de la dominación de un poder extranjero»; pero la suerte de esta causa de la justicia está ahora, casi totalmente, en manos de los Estados Unidos, y Rodó ve en ello un peligro para la auténtica emancipación de Cuba, a la que siente amenazada ya de quedar sometida al tributariado de su redentor interesado y poderoso. Además, le repugna la victoria de este pueblo utilitario y materialista sobre la vieja raza del Quijote, custodia, para él, de nobles e ideales tradiciones, y teme que el influjo del triunfador cunda como una ola perniciosa sobre las jóvenes democracias de América. Dramatizado por estas inquietudes, confiesa a Pérez Petit que piensa que habría que decir todo eso. Este enfocamiento de la realidad americana, que le obsesiona ya, polarizado por sus corrientes idealistas, se ha adueñado ahora de las más fuertes inquietudes de su conciencia. Medita en silencio, pero un día confía a su amigo que prepara algo serio, un sermón laico, que se llamará «Ariel». «¿Shakespeare o Renan?» -le pregunta aquél-, y Rodó responde: «No sé nada, usted verá; creo que le va a gustar mucho»226.

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Corren los meses. Es 1899. Dos páginas delicadas y pulcras -«Decir las cosas bien»227 y «Carlos Guido Spano»228- confirman sin duda al fino esteta de la Revista Nacional. Pero un gran acontecimiento sobreviene: Rubén Darío aparece, al fin, llevando como epígrafe: «La vida nueva II»229. La robustez del pensamiento, la amplitud de las perspectivas estéticas, morales y sociales dentro de las cuales se mueve el análisis, han echado un lastre sólido que contrapesa, haciendo noble, serio y hondo el conjunto del opúsculo, la exquisitez liviana en que su prosa, por momentos, se hace oro espumoso y humo de pagano incienso para mejor consustanciarse con las sutilezas del numen del poeta.

El éxito es, en toda América y en España, una consagración definitiva. De las cartas que recibe, una, entre todas, no fue seguramente, contra lo que todo habría hecho esperar, la que más ha podido halagarle, porque dice nada más que esto:

«A José Enrique Rodó.

31 de marzo del 99.

Caro amigo: Gracias mil. Su generoso y firme talento me ha hecho el mejor servicio. Usted no es sospechoso de camaradería cenacular. Pronto le escribiré largamente.

Gracias.

Rubén Darío»230.



Rodó no publicó esta carta. Emir Rodríguez Monegal, al darla a conocer en las Obras completas del Maestro, dice, en nota al pie de la misma: «No hubo otra carta»231.

Pero le llegarían otras más felices. Leopoldo Díaz le escribe proclamándole «el primer crítico hispanoamericana, en el más noble sentido del vocablo»232.

Y César Zumeta le confiesa: «Hace tiempo que no admiraba tanto, como admiro esa obra nobilísima suya»233. Y aún hoy es consenso casi general que en algún punto, como en la glosa de «Era un aire suave», el crítico ha sobrepasado al poeta en la intensidad de la creación artística.

El propio autor adoptó el trabajo de Rodó como prólogo para, la segunda edición de Prosas Profanas, de la cual ha quedado, hasta ahora, como el complemento inseparable.

Pero ello no ocurrió sin dar lugar a una incidencia lamentable para la reputación de Darío. El episodio, muy conocido, ha sido expuesto con acertada objetividad por Emir Rodríguez Monegal en un par de páginas cuya transcripción ilustra, nos parece, con claridad y seriedad que exime de todo otro comentario, a pesar de su brevedad. Dicen así:

«En 1901 Darío publicó en París una segunda edición de Prosas Profanas. El estudio de Rodó fué incorporado, previa autorización del crítico, como prólogo. Pero no había mención alguna de autor y aparecía anónimo. Darío escribió para excusarse de la omisión y para cargar la responsabilidad sobre los editores. Para atenuar el efecto, aseguraba en broma que la firma era innecesaria, ya que el estilo de Rodó era fácilmente reconocible. (La frase se incorporó a su repertorio; en un anecdotario que publicó El Plata de Montevideo, en mayo de 1917 se la adjudican). Los editores, por su parte, pudieron demostrar que la omisión no era de ellos, sino de Darío, que había enviado el estudio sin las tapas y sin firma. Que la omisión fuera involuntaria no mejoraba las cosas. Rodó se sintió ofendido y calló. Además, la pequeña chismografía local se encargó de magnificar el incidente. En una polémica seudo-literaria entre Roberto de las Carreras y Álvaro Armando Vasseur, el primero aludió a Darío llamándole «el titeador de Rodó» (El Día, de Montevideo, 13 de junio de 1901). Rodó no pudo no conocer esa alusión malévola.

Aunque la relación amistosa no sobrevivió a este incidente del prólogo anónimo, la vinculación literaria no se destruyó por completo. En 1905 Rubén Darío le envía un ejemplar con dedicatoria autógrafa de sus Cantos de vida y esperanza, cuya primera sección le está también dedicada, y públicamente. De febrero de 1907 es un artículo que Rodó envía a La Nación, de Buenos Aires, y que ésta publicó el 4 de marzo. En él comenta desfavorablemente La joven literatura hispanoamericana de Manuel Ugarte (París, 1906), lo que motivó una polémica de la que se habla en la Introducción general, II, 2. Ahora interesa apuntar que en sus páginas no hay una sola mención de Darío. Todo el artículo revela una resistencia creciente al Modernismo escapista y poético: en determinado pasaje llega a negar, implícitamente, la importancia de la obra de Darío: "Ni está probado (escribe Rodó con acento polémico) que, con posterioridad a Andrade, haya surgido quien señale un nivel claramente superior al vuelo lírico de Andrade".

Parece obvio el error y la injusticia que implica esta valoración. En 1899 Rodó había anticipado un punto de vista más acertado sobre Darío: en 1916, a la muerte del poeta, volverá a asumirlo. Esta valoración negativa de 1907 debe ser considerada como síntoma de un resentimiento pasajero, aunque no por ello menos real.

En 1911 se reanuda la relación epistolar. Darío ha fundado una revista literaria en París bajo el título de Mundial y envía a Rodó una carta conciliatoria de invitación»234.



*  *  *

Entre tanto, al acercarse el final del siglo, el profesor no desampara las tareas de su cátedra. Rodó autoriza con su nombre, que ha estampado después de hacer personalmente los retoques necesarios, unos Apuntes de literatura, recogidos en clase por sus alumnos, que dan nociones razonadas, precisas, sustanciosas, ágiles y desprovistas de todo resabio de rutina retórica o de los arcaísmos de la vieja preceptiva. Definiciones y géneros literarios y consideraciones generales sobre literatura contemporánea son los temas que comprenden. Su autenticidad la certifica en varios lugares, la redacción de Los Debates, revista universitaria en donde son publicados. De todos los pretendidos «apuntes de Rodó» sobre literatura, que se han dado a la luz, son éstos, pues, los únicos de que puede hacérsele responsable, y sólo en ésos, precisamente, es donde se percibe, rigiendo, el sabio ordenamiento y el análisis sutil235.

Menos, todavía, podría, naturalmente, desamparar la asidua forja de sus trabajos de escritor. Y los que tiene entre manos son, como ya en parte se ha podido ver, de muy vastos alcances.

Emir Rodríguez Monegal, con la certidumbre que le dan sus búsquedas y estudios en el Archivo Rodó del Instituto de Investigaciones y Archivos Literarios (hoy en la Biblioteca Nacional de Montevideo), y refiriéndose a los intensos trabajos del Maestro en los años finales de la década del 90, dice que «el primer proyecto» de componer «una obra inmensa», que por entonces concibiera éste, «toma la forma epistolar; unas Cartas a... le permitirían explanar, sin las limitaciones sistemáticas del tratado, su pensamiento en materias tan delicadas como la Estética y la Ética, la Metafísica y la Política». Y agrega: «De este proyecto extraerá Rodó dos de sus libros más famosos: Ariel (1900), Motivos de Proteo (1909). Pero todavía está lejos el momento de la concreción. Rodó lee y toma notas, elabora su pensamiento, escribe fragmentos, los trabaja. Entre tanto la obra, las obras, van perfilándose en su forma definitiva»236.