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ArribaAbajo- VII -

El maestro de la juventud de América


Cuando, el 5 de marzo de 1900, muere don José Domingo Piñeiro237, la casa de la calle Pérez Castellanos está toda sembrada todavía de los ejemplares de Ariel, que acaba de salir238. La aparición de éste había ocurrido a fines de febrero, y sería, entonces, una distracción de poeta la que hizo fechar a 1.° de febrero (sin duda por 1° de marzo) la carta en que Guido y Spano acusa recibo a Rodó de Ariel239; como sería también por distracción que el propio Rodó fechara a 3 de marzo de 1900 una carta a Luis Ruiz Contreras en la que dice que le envía un ejemplar de la segunda edición de Ariel240, en tanto que sabemos que la segunda edición de Ariel es la que lleva el prólogo de Clarín y no apareció sino a fines de 1900; aludiendo además Rodó en la misma carta al «buen éxito de Ariel»241, que hay que entender referido al que éste obtuviera en España, es decir, a un hecho colectivo surgido de un consenso general que no podía haberse formado en pocos días, siendo así que el solo viaje de ida y vuelta en vapor insumía entonces no menos de cuarenta y dos, y había que dar tiempo a la lectura de la obra y a los procesos intelectuales que absorbe la elaboración y redacción de los juicios críticos. No deja, con todo, esta discordancia de fechas, de plantear una duda que debe, nos parece, dejarse de todos modos señalada y abierta a revisiones más felices.

«La vida nueva III», lucen en su parte superior las flamantes carátulas. Rodó procura, pues, mantener unidad a la serie de ensayos que viene publicando. Sigue en su línea de la literatura de ideas. Pero en la primera página de éste hay una dedicatoria que anuncia una inquietud más grande: «A la juventud de América».

Si se limita a América el campo para el cual fue pensado y sentido El que vendrá, que clamaba para los hombres de toda la tierra, pero se ensancha en cambio la proyección ideal de sus ansias, haciéndoles buscar, no ya sólo una fe literaria, sino todo un sentido de la vida: pensamiento, sensibilidad, moral, acción, José Enrique Rodó aparece en Ariel como el mesiánico revelador, el «apóstol dulce y afectuoso», que anunciaba en su escrito de 1896.

Rodó fue, así, el profeta de sí mismo: pero principalmente para América. De Europa son las ideas que predica en Ariel: de Renan, de Guyau, de Taine, de la España del 98, con más la fe democrática y liberal, que es también europea, aunque tanto la ha enriquecido la experiencia americana. El Viejo Mundo estaba ya, al acercarse el tránsito del siglo, en crecimiento de alma, nutría en sus propias raíces el empuje diversísimo de su resurrección idealista. Sus focos más potentes estaban irradiando. No había nacido todavía el ímpetu casi fanático del novecentismo contra toda la obra ochocentesca. Pero en las zonas de la sensibilidad poética, y llegando a impregnar la misma prosa de Rodó, era también europeo el caudal del simbolismo que Rubén Darío había traído a su biblioteca de Buenos Aires, después de su viaje a París, en 1893, con su arsenal de libros y asimilándose, para recrearlo, aunque sin americanizarlo, lo mejor de sus aportes, con los que el modernismo envolvería en una nueva atmósfera e infundiría sutiles giros y alada vibración a la recia secular osatura del habla castellana, en que tanta fuerza, empero, confesó haber sabido hallar desde sus juveniles tiempos de Chile, el nicaragüense. La renovación, tantísimo más profunda, porque tocaba las raíces del pensamiento, del bergsonismo, había dado ya el Essai sur les données inmédiates de la conscience y Matière et mémoire. En el hondo cráter del volcán nietzschiano, cada vez más ardiente, quizás, aunque se había apagado ya la ideación en el numen del genio que encendiera sus fuegos, hervía todavía la densa lava, que ni aun la inminencia de la muerte de éste llegaría a enfriar, ni a impedir que todos revolvieran en ella, inclusive el Maestro de Ariel cuando atacó al súper-hombre que se alzaba, soberbio y desafiante, desde los abismos de aquél; porque seguían tronando y fulgurando sus cien fluidos, sus ruidos subterráneos, su corona radiante. Y mirando hacia otros horizontes, pero todavía hacia Europa, el propio José Enrique Rodó sabía que «el corcel salvaje de Tolstoi tiene todo el espíritu humano por estepa»242. Rodó no innova, pues, intelectualmente; no crea un ideario del espíritu: pero vierte en un tono nuevo, que es su íntimo acento estético y moral, el ideario eterno de la humanidad, que viene desde Platón hasta ese universal fervor recién amanecido, y por ello llega a ser intensamente original, no sólo ya en América, sino también frente a una escala de valoración ecuménica.

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Ni pretende, tampoco, innovar ideas: para él Ariel no es obra de especulación, de pensamiento puro. Es «obra de acción y de propaganda en favor de la intelectualidad y del arte, en favor de toda idealidad generosa, en favor, también, de la tradición latina y del porvenir de nuestra raza en América». Es por eso, sin duda, que se apresura a escribírselo así, expresamente, a un amigo espiritual, confesándole además: «creo que él puede hacer algún bien y sugerir ideas y sentimientos fecundos»243. Gesto inequívoco de apóstol.

Para su afiliación a los ideales desinteresados, profesados con amplitud que -según cuanto se ha visto ya en hechos de su propia conducta y se podrá volver a ver en otros hechos que sobrevendrán, y, como doctrina, en este mismo Ariel y en muchas páginas más, escritas en años sucesivos que se aproximan- demostraba atender también en todo cuanto ella vale a la acción útil, influyeron sin duda las propensiones temperamentales, su innata visión de las cosas, aquella interior luz estelar del niño contemplativo y del niño pensador y escritor, anterior a la cultura, y cuyos precoces anuncios se manifestaron efectivamente, como ha podido verse, antes de que Rodó ingresara en ésta: a los nueve años, desde aquel primer artículo de El Plata en que declara que «el bien y la justicia será nuestro objeto supremo, y combatiremos el mal y todo lo que sea contrario al bien y la razón...», en las luchas de sus tribunos inventados contra sus imaginarios tiranos y, más claramente, en el editorial de Los primeros albores, teniendo ya doce años, en que le vimos romper, invocando el «estímulo, el amor al estudio y al trabajo» y «el entusiasmo», una lanza por «el progreso intelectual y moral» y la educación de la juventud, mientras en otro lugar lo haría por la ciencia aplicada a través de su estudio sobre Franklin, ampliación del que había dado ya en dos números de Lo cierto y nada más, cuando tenía todavía once.

Pero influyó corroborantemente la cultura, dentro de la cual, por las afinidades electivas que esas predisposiciones psíquicas determinaban, se inclinaría, no totalmente al positivismo, si bien supo beneficiarse de multitud de los aportes de éste, ni, menos aún, a corrientes materialistas (en el sentido moral del concepto, no en el dialéctico, que es el del devenir constante, que comporta ideales morales, y a las que, como podrá colegirse más lejos, y contra lo que se cree, no fue totalmente ajeno, no quizás por la vía directa de Marx, sino por la de algunos de sus expositores y críticos, acaso opuestos a sus doctrinas); sino a las que traían ya, precisamente, una raíz de ideal desinteresado: no tampoco al espiritualismo ecléctico, o sea el eclecticismo de Cousin, que, como lo vimos, había predicado largamente en Montevideo, formando generaciones enteras, que Rodó llegó a admirar, don Plácido Ellauri; ni al racionalismo, nacido de aquél, en tiempos poco anteriores al Maestro de Ariel, y que tuvo una de sus profesiones de fe redactada por Prudencio Vázquez y Vega, aquel fuerte espíritu de quien el mismo Rodó diría que representaba «la entereza del carácter cívico y la inflexible resistencia contra el mal prepotente»244, filosofía que alcanzó a concitar un entusiasta movimiento de juventudes; porque ese espiritualismo y ese racionalismo eran, de un modo o de otro, doctrinas metafísicas. Era el suyo en cambio un, idealismo moral, de la praxis, una filosofía de la conducta orientada hacia los fines superiores, más que un brote del nuevo idealismo finisecular propiamente dicho245.

Despreocúpese, ahora, el crítico, de inquietarse demasiado por la filiación concreta de sus ideas, que, por otra parte, él mismo señala tantas veces, y atienda más que nada a ver con qué calor y qué eficacia logró Rodó en los jóvenes de América, con su evangelio del ideal y de la democracia, esa cura de almas.

Con todo, y más que nada por aclarar su significado y por huir de los cien equívocos tantas veces cometidos a su respecto, interesa fijar la génesis directa de los dos grandes polos -Ariel y Calibán- en derredor de los cuales ordena las ideas, las tendencias, los sentimientos, que orientan su sermón laico.

Para darnos a la tarea de interpretación reclamada, tanto por este problema como por otros más que se verán, y muchos de los cuales, ya que no todos, le son conexos, hemos entendido, creemos que con razón, que debe sernos admitido -y así lo haremos todas las veces que ello convenga, bastando que lo hagamos constar aquí y por una sola vez, pero dándole un alcance válido para cuantas otras más pareciere pertinente, y sin que por ello pueda imputársenos legítimamente incurrir en excesos inútiles- acudir al método de hacer transcripciones, a veces largas, de páginas y trozos conocidos del Maestro y aún de algunos otros textos que no son suyos pero se le refieren y se hace oportuno traer a colación, en vez de limitarnos a citarlos o remitirnos de otro modo a ellos; porque consideramos que sólo haciendo íntegramente tales transcripciones se ofrece al lector la posibilidad de que haga directamente y por sí mismo los cotejos y confrontaciones de los cuales -y sólo de ellos- puede surgir, y surge efectivamente, la fuerza probatoria, y con ella la convicción, que tenemos por indispensable alcanzar y trasmitir.

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A diferencia de lo que más tarde haría con Proteo en su carta a José María Vidal Belo, que habría de servir de prólogo a la segunda edición de Motivos de Proteo, Rodó no dio, con respecto a sus dos símbolos antitéticos de Ariel y Calibán, y ni aún para el del Maestro Próspero, una explicación amplia y ni siquiera suficiente ni exacta de los móviles que le llevaron a escoger esos nombres para aplicárselos a los conceptos que quiso traducir con ellos.

Dio, sin duda, bellamente, en las primeras- páginas de Ariel, la fuente de donde tomó esos nombres, y algunos conceptos para caracterizar su significado y su sentido, remitiéndose para hacerlo, desde ese comienzo, y otra vez más en el curso de la obra, a los personajes homónimos de La Tempestad de Shakespeare; y hasta, en la segunda de esas páginas iniciales, mostró a uno de éstos, Ariel, precisamente, corporizado eh hermosas formas y «en el instante en que, libertado por la magia de Próspero, va a lanzarse a los aires para desvanecerse en un lampo».

Y dio también allí mismo, y en otro pasaje más a lo largo de la obra, sus rotundas definiciones de lo que en ella había de entenderse por Ariel y por Calibán, y, mucho más vagamente, por Próspero.

Pero no se preocupó por demostrar que la atribución a Ariel y Calibán de tales significados correspondiese a los que en el drama shakespeariano encarnaban efectivamente en aquéllos.

Pareció darlo por averiguado.

Y, sin embargo, ni el Ariel ni el Calibán de Rodó corresponden exactamente, aún cuando tienen con ellos sutiles afinidades ideales, a los Ariel y Calibán de Shakespeare.

Ni corresponden exactamente a los de Renan, que en el Calibán, de sus Dramas filosóficos246, los recogió también de Shakespeare aunque transformándolos a su vez, y serían sin duda el movedor inmediato de Rodó, pero para incitarlo a una implícita refutación247, y que utilizaría los mismos nombres atribuyéndoles contenidos en algún aspecto opuestos, y, en todo caso, diferentes, aunque sin dejar de estar emparentados con los del pensador francés.

El Ariel shakespeariano es sin duda un espíritu puro, un genio aéreo, un fluido ideal. Embarga la isla con la magia de sus cantos, de sus sones y sus coros invisibles, sirve sólo a las causas justas y bellas, y lo hace inacabablemente, con amor, y con eficacia prodigiosa. Pero no es totalmente sincero y leal en sus procederes: es artero, engañador, emplea la astucia y la travesura en vez de la persuasión; y, sobre todo, no es cabalmente desinteresado, pues el estímulo de su acción es el deseo de obtener la libertad, que Próspero le ha prometido: interés alto y nobilísimo, sin duda, pero que no es únicamente un interés del alma.

El Calibán que convive con él en la isla encantada no es una abstracción moral en que se cifren todos los móviles inferiores o repugnantes, ni tampoco una categoría de la vida orgánica en que se puedan hallar, sin mezcla de otra cosa, la suma de la grosería y de los apetitos bestiales: es un monstruo viviente y contradictorio, y ni siquiera se ha fijado en un punto el estado de su evolución, pues al influjo de la sabiduría de Próspero se ha ido superiorizando, aún en la propia animalidad de su naturaleza, y ha adquirido el uso del lenguaje. Pero lo inesperado de su ser está en la pureza con que siente la música. Ella sensibiliza la remota parte de idealidad que permanecía oculta bajo su pesadez deforme y le lleva a soñar bellamente; y así, el monstruo dice a Esteban:

«La isla está llena de rumores, de sonidos, de dulces aires que deleitan y no hacen daño. A veces un millar de instrumentos bulliciosos resuena en mis oídos y a instantes son voces que, si a la sazón me he despertado después de un largo sueño, me hacen dormir nuevamente. Y entonces, soñando, diría que se entreabren las nubes y despliegan a mi vista magnificencias prontas a llover sobre mí; a tal punto, que, cuando despierto, ¡lloro por soñar todavía»248.



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Otra cuestión diferente es la de saber de dónde tomó Shakespeare los nombres de Ariel y Calibán.

Para este último, Luis Astrana Marín, en su comentario a La Tempestad, ha dado una hipótesis que satisface. Dice, después de recordar que «como en todas las últimas obras de Shakespeare, las fuentes son españolas», y de mostrar a Antonio de Eslava, en sus Noches de invierno, de Madrid, 1609, como habiéndole proporcionado, al incluir en esta colección la Historia de Nicephoro y Dardano, la fuente de aquella obra, y a las Relaciones que corrían en el siglo XVI sobre la conquista de América como la de los nombres de Miranda, que tomó del de Lucía Miranda, y de Ferdinando, Sebastián, Alonso y Gonzalo, personajes todos, también, de La Tempestad, que Calibán no es a su vez sino un anagrama de Caníbal. Pero este caníbal no es de fuente española. Está tomado de Montaigne, del capítulo «Cannibales» de los célebres Essays, en su traducción inglesa hecha por el erudito italiano Giovanni Florio249.

Para Ariel, en cambio, cuya filiación no tocó Astrana Marín, surgen de primer intento los homónimos bíblicos.

Ariel es, en efecto, nombre que figura con diferentes aplicaciones en varios versículos de la Biblia, aunque sin que pueda encontrarse en ninguno de ellos rasgo alguno que lo asemeje al de Shakespeare.

En el VIII, 16, de Esdras, es citado como uno de aquellos a quienes, después de nombrar a los que dice que «subieron conmigo de Babilonia reinando el rey Artajerjes» (VIII, 1-14), despachó, junto con Eliezer y varios más, todos «hombres principales», a Iddo, «para que nos trajeran ministros para la casa de nuestro Dios» (VIII, 17). En el XXIX, 1 y 2, de Isaías, dice éste: «Ay de Ariel, de Ariel, ciudad donde David habitó. Añadid un día a otro, las fiestas sigan su curso», prosiguiendo así: «Mas yo pondré a Ariel en apretura, y será desconsolada y triste; y será a mí como a Ariel». Y en seguida: «Porque acamparé contra tí alrededor, y te sitiaré con campamentos, y levantaré contra tí baluartes». «Entonces serás humillada, hablarás desde la tierra, y tu habla saldrá del polvo». «Y la muchedumbre de tus enemigos será como polvo menudo, y la multitud de los fuertes como tamo que pasa; y será repentinamente, en un momento». «Por Jehová de los ejércitos serás visitada con truenos, con terremotos y con gran ruido, con torbellino y tempestad, y llama de fuego consumidor». «Y será como sueño de visión nocturna la multitud de todas las naciones que pelean contra Ariel, y todos los que pelean contra Ariel, y todos los que pelean contra ella y su fortaleza, y los que la ponen en apretura». «Y les sucederá como el que tiene hambre y sueña, y le parece que come, pero cuando despierta, su estómago está vacío; o como el que tiene sed y sueña, y le parece que bebe, pero cuando despierta, se halla cansado y sediento: así será la multitud de todas las naciones que pelearán contra el monte de Sión» (XXIX, 8,8).

Y es más: se atribuyen al nombre de Ariel bellísimos simbolismos.

Serviría para designar en la Biblia, según autorizadas interpretaciones, a una de las fuerzas servidoras del poder divino, porque dicen los comentaristas que Ariel significa «el león de Dios». Se fundan en que «los dos arieles, literalmente, leones de Dios, es el nombre que los persas y los árabes dan todavía hoy a guerreros de un valor extraordinario». Sería, agregan, un sobrenombre honorífico.

Dícese que es también el sobrenombre que Isaías da a Jerusalem, y parece asimismo significar, en un oscuro simbolismo, «montañas de Dios» y «altar de Dios», esto último por alusión al altar de los holocaustos, al fuego perpetuo; y, por extensión, es el nombre común de un objeto del culto. Para otros es un nombre de significado incierto, tal vez «el corazón del altar de Dios», dado a Jerusalén por Isaías (XXIX).

Y todavía más: ha sido recientemente propuesto que se escriba «Uri-el» (ciudad de Dios) como un parónimo de Urusalim, la primera forma registrada del nombre de Jerusalem de que haya quedado constancia.

De todos modos lo tienen por aludido o por misteriosamente relacionado con él, en muchos otros versículos, en los cuales, empero, no aparece su nombre, tales como el ILIX, 9, del Génesis: «Cachorro de león, Judá: De la presa subiste, hijo mío. Se encorvó, se echó como león, Así como león viejo: ¿quién lo despertará?»; el XXIV, 9 de los Números, que tanto se le asemeja. «Se encorvará para echarse como león. Y como leona; ¿quién lo despertará? Benditos los que te bendijeren. Y malditos los que te maldijeren»; el XXIII, 20, del Segundo Libro de Samuel, que dice: «Después, Benaía, hijo de Joiada, hijo de un varón esforzado, grande en proezas, de Cabseel. Este mató a dos leones de Moab; y él mismo descendió y mató a un león en medio de un foso cuando estaba nevando»; el XI, 22, del Primer Libro de Crónicas, que narra igualmente que el mismo Benaía «venció a los dos leones de Moab», y que «también descendió y mató a un león en medio de un foso, en tiempo de nieve»; y tal cuando Ezequiel describe, en varios versículos, el altar de Dios, señalándose como referido a Ariel, sin que aquí se hable ni siquiera de leones, el XLIII, 15, que dice: «El altar era de cuatro codos y encima del altar había cuatro cuernos»250.

Pero, dado que Shakespeare no era afecto a los temas ni a los nombres bíblicos, los que no aparecen nunca en sus obras, puede volverse a pensar en las fuentes hispánicas del tiempo de la conquista a que con tanta fortuna acudió Astrana Marín.

Ariel podría entonces ser una versión deformada (como deformada fue, lo hemos visto, la que transformó a Cannibales en Calibán), de la segunda parte del nombre de Buenos Aires. Deformación tomada directamente del nombre de Buenos Aires en sí mismo, si Shakespeare ignoraba o había olvidado el nombre del Ariel bíblico; o recuerdo del nombre de los varios Arieles bíblicos suscitado por aquél. En uno u otro caso, tal interpretación haría, así, del Río de la Plata la fuente más remota, a la vez que profética, del símbolo rodoniano, aunque el capricho de Shakespeare, como tantas otras veces, hiciese que contenido y nombre no tuvieran entre sí la menor congruencia.

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En Renan los dos personajes son otra vez, pero diversamente, contradictorios. Su Calibán no ama la música251, pero ama en cambio la libertad, y nada menos que por dignidad252, como ama, asimismo, la verdad253; en su progresiva evolución, llega a ser eficaz, pero por conveniencia, no por desinterés, protegerá hasta el arte, por utilitarismo254, y al final sentirá en sí mismo la gratitud hacia Próspero255. Éste, antes de morir, podrá pedirle, así, confiado, que vele por Ariel256. Y este Ariel de Renan no se interesa por obtener la libertad, tanto, quizás, por aristocratismo, como por desinterés257, pero sirve por amor258; se aparte de la vida de los hombres, porque ella es «fuerte pero impura»259, y, curiosamente, llegará luego a corporizarse, a encarnar, y, sin dejar de seguir siendo delicado, a teñirse de un asomo de sensualidad260.

El Ariel y el Calibán de Rodó son, en cambio, símbolos unívocos y abstractos.

Y, sobre todo, hay otras diferencias, aún, algo mucho más importante que esta condición de abstractos y esta univocidad, que los alejaba ya de los personajes de Shakespeare y de Renan; algo que los opone vigorosa y victoriosamente a los de este último. Véase, si no.

En lugar del «¡Viva Calibán! ¡Calibán jefe del pueblo!»261, que hace estallar Renan, con la ironía escondida bajo el diálogo, de boca de un anónimo de voces, que, sin saberlo, hacen escarnio de la democracia; en lugar de creer que el pueblo proclamará, como Calibán, la guerra a los libros, «instrumentos de esclavitud»262; y mientras Renan vacila o desfallece, mientras llega a preferir la democracia sólo por resignación, no obstante creerla contraria a la razón y a la ciencia; mientras su Ariel es pesimista y se aparta de la vida de los hombres porque ella es «fuerte pero impura»263, Rodó lo introduce en ella, postula con fe la compatibilidad de la democracia con el ideal, con lo más exquisito y delicado del espíritu, y convence, con el tónico acento de un Guyau; y confía en el triunfo de Ariel. Confía, con afirmativa probidad, con serena esperanza, con profética unción, en que el pueblo ha de darse, por la difusión de la cultura, el gobierno de «las verdaderas superioridades humanas»; «las de la virtud, el carácter, el espíritu».

No son tampoco Don Quijote y Sancho, el Ariel y el Calibán de Rodó.

Lo uno, porque en Ariel no cabría el menor asomo de la veta de insensatez que hacía inadaptable a la realidad el sublime idealismo de aquél, porque Rodó quiere, por el contrario, que Ariel penetre en la vida y le dé el sentido que la enaltezca y justifique, a la vez que la firmeza que no lo malogre.

Y lo otro, porque tampoco en Calibán podrían darse nunca la nobleza, la lealtad, la conmovedora bonhomía, que asumen, en el escudero, junto a su sustancial sensatez, la fuerza de tendencias tan vigorosas y enraizadas en su naturaleza como lo son sus propias caídas a lo sensual, sus momentos de inocente picardía, sus rústicos apetitos y su prosaico enfoque de las cosas, que jamás desciende, con todo, a lo bajo, a lo vil, a la fealdad moral.

Menos aún Ariel es el genio del bien y Calibán, el genio del mal, la luz y las tinieblas, Dios y el Diablo, la santidad y el pecado, Ormuzd y Ahrimán.

No son las vulgaridades que consistieran en una trasnochada repetición, bajo nombres inacostumbrados, de los enfrentamientos milenarios del hombre, que no tendría sentido volver a definir de nuevo, y todavía, con contenidos que no los equivaldrían en su tajante oposición.

Es oportuno recordar aquí a Nietzsche: «Todos los nombres del Bien y del Mal son símbolos: no definen, no hablan, se limitan a hacer señas. Loco es el que de ellos espera la ciencia».

Tampoco quieren traducir la psicología simple del tipo de esas que resulta cómodo ejemplificar, aunque para el caso proponiéndonos encarnarlas en personajes de muy diferente carácter, en ingenuas definiciones como aquéllas de «Roland est pruz et Oliviers est sages» con las que, sólo al llegar casi a la mitad de la Chanson de Roland, el hipotético Turaldot se atrevió a dejar fichados a los dos personajes, que a lo largo del poema revelan, no obstante, con su evolución y sus contradicciones, una complejidad viviente que desmiente lo esquemático de semejante elemental adjetivación.

Ni son el caballo blanco y el caballo negro del Fedro de Platón. Algo tienen de común con ellos, por el fervor de que se les muestra poseídos, el ímpetu de altura del uno, el torpe tender hacia abajo del otro. Pero dos diferencias notorias se alzan, que hacen imposible una total asimilación. La primera, la de que ni el Ariel ni el Calibán de Rodó son símbolos de principios metafísicos, como lo son aquéllos, sino dos conjuntos de potencias que dimanan de otras tantas especies de polos dinámicos que conviven, como hechos o como posibilidades o virtualidades, en el seno de la realidad psicológica, y de un ideal moral que, en la pugna inevitable de ambas fuerzas, se propone incitar a todo lo que contribuya a dar conciencia y vigorizar a uno de esos polos, el que conduce a superiorizar la vida, y a anular al otro, que lleva a inferior izarla. La segunda, la de que en el Ariel de Rodó no podría caber ni un resquicio, y ni siquiera la menor alusión, para los hechos de desviación sexual que, como tales, o como esos equívocos que insignes comentaristas han tratado de eludir o han intentado, en, todo caso, depurándolos, interpretar como las formas superiores del amor ideal, se dan en el caballo blanco. Porque semejantes tendencias, ni ostensible ni encubiertamente, estuvieron jamás en el pensamiento, en el temperamento ni, menos, por consiguiente, en la moral y, con ésta, en la prédica del Maestro de Ariel, que les era totalmente ajeno y hasta repugnante, como lo prueban sus capítulos sobre el amor de Motivos de Proteo, su «Maris Stella», y sus papeles íntimos.

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Emir Rodríguez Monegal ha señalado dos influencias como determinantes de la adopción por Rodó de los personajes y los nombres de Ariel y Calibán para simbolizar con ellos las mismas tendencias que aparecen encarnadas respectivamente en los Ariel y Calibán que definiría en su libro. La una es la de Paul Groussac en su conferencia del 2 de mayo de 1898 pronunciada en Buenos Aires, en la que denuncia los horrores del «yankismo democrático, ateo de todo ideal, que invade al mundo», el «espíritu yankee», «desprendido libremente» del «cuerpo informe», cuerpo al cual (y no a ese espíritu que de él se ha desprendido, distinción que es esencial pero que no hace Rodríguez Monegal) llama allí mismo «calibanesco»: espíritu que «quiere sustituir la razón con la fuerza, la aspiración generosa con la satisfacción egoísta, la calidad con la cantidad, la honradez con la nobleza, el sentimiento de lo bello y lo bueno con la sensación del lujo plebeyo», etc., para concluir en que «es en Groussac donde debe verse el impulso inicial»264. Y la otra es la de Rubén Darío, en un artículo periodístico titulado «El triunfo de Calibán», que es de 1898 y escrito también en Buenos Aires, en que el vate comenta esa conferencia de Groussac, y que concluye, dice Rodríguez Monegal, en unas palabras que parece oportuno citar: «¡Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las montañas de piedra, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma latina se prostituya a Calibán!». Y Añade Rodríguez Monegal: «El artículo fué publicado en El Tiempo de Buenos Aires (20 de mayo de 1898)»265.

Ahora bien, ambos trabajos, el de Groussac y el de Rubén Darío, son muy posteriores a los tiempos, que hemos señalado, de abril de 1895, en que Rodó revela estar preocupado por el Calibán de Renan. Por otra parte, la gran envergadura de las convicciones que prestan integral unidad y plena robustez al mensaje rodoniano no habría podido explicarse si la obra no hubiera tenido ya en su mente hondas raíces anteriores, raíces personales, de esencia temperamental, que -no hemos vacilado en afirmarlo- se remontan a la época de sus doce años, pues afloran claramente en Los Primeros Albores, y hasta quizás a tres años antes, porque un como anuncio de ellas se percibe en el artículo inicial de El Plata, que el niño escribiera cuando tenía solamente nueve.

Ello no obsta, naturalmente, a pensar que ambas influencias hayan podido darse sobre la gestación de Ariel, pero sólo para incidir, en grado de corroborantes, en un proceso espiritual ya iniciado y en trance de acaso todavía semisubconsciente elaboración.

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Y otra cuestión más, que también ha sido planteada, es la de saber por qué optó Rodó para su mensaje por la forma del discurso, desistiendo de la idea de darlo a través de la epistolar que había proyectado cuando concibiera, para verterlo, aquellas Cartas a... en que pensara inicialmente.

Juan Carlos Gómez Haedo fue quien propuso por primera vez la interrogante, no sobre el abandono de la forma epistolar, cuyo proyecto ignoraba, sino sobre la adopción de la forma oratoria, y la resolvió atribuyendo el haberse valido de ésta a la influencia del discurso que Lucio Vicente López pronunciara en la Universidad de Buenos Aires en 1893, en una colación de grados266. Por su parte, Emir Rodríguez Monegal hace notar, con respecto a ese discurso, que «Rodó lo cita en un artículo de la Revista Nacional sobre Juan Carlos Gómez, 20 mayo 1895, dato que parece haber quedado inadvertido hasta ahora»267. Y corroborantemente, el mismo Rodríguez Monegal dice que Rodó abandonó su proyecto de dar forma epistolar a su libro en preparación, optando en su lugar por el discurso, no sólo por la «mayor calidez de la palabra hablada, su arte suasoria», sino también por «la influencia que algunos discursos magistrales y afines ejercieron sobre Rodó mientras componía su obra», señalando el citado de Lucio Vicente López como influencia cuya revelación se debe a Gómez Haedo. Nos parece interesante transcribir las palabras de este último. Dicen así: «En cuanto a la forma de su desarrollo a la manera de una oración universitaria, la sugestión inmediata debió de nacer de una memorable pieza universitaria, que el Dr. Lucio Vicente López leyó en la Universidad de Buenos Aires, en la colación de grados de 1893. Aquel discurso particularmente notable, impresionó vivamente a Rodó; (dos o tres veces lo menciona en el curso de su obra), no sólo por su forma, sino también por su contenido. Los puntos que desenvuelve Lucio Vicente López, han servido como de sugestión para algunos de los temas de Ariel, como lo son las inquietudes que el porvenir de la juventud argentina y con ella también el de la patria, suscitan en la mente del orador que condena algunos de los rasgos del utilitarismo creciente que descubre»268.

Es ahora imprescindible transcribir el párrafo del artículo de Rodó sobre Juan Carlos Gómez en que aquél alude al discurso de Lucio Vicente López. Dice así:

«Lucio Vicente López, en una oración universitaria que merece eterno recuerdo, señalaba hace pocos años como suprema inspiración regeneradora en medio del eclipse moral que veía avanzar en el horizonte de América, la obra patriótica de favorecer en la mente y el corazón de las generaciones que se levantan, el amor a la contemplación de aquellas épocas en que el carácter, la individualidad nacional de nuestros pueblos, y las fuerzas espontáneas de su intelectualidad vibraban con la energía que hoy les falta y con el sello propio de que los priva el cosmopolitismo enervador que impone su nota a la fisonomía del tiempo en que vivimos»269.



Y es asimismo imprescindible que aclaremos que al decir Gómez Haedo, refiriéndose a ese discurso, que Rodó «dos o tres veces lo menciona en el curso de su obra», no se refiere a Ariel, porque en éste no lo menciona ni una sola, sino al conjunto de la obra de Rodó. Y bien. Según el índice de nombres propios que figura en las Obras Completas de Rodó, edición Aguilar, tantas veces citada, a cargo de Rodríguez Monegal, Rodó habría mencionado, no ya dos o tres veces, sino cinco, a lo largo de su producción, a Lucio Vicente López. Pero de esas cinco veces, una (la de la página 489) no corresponde a Lucio Vicente López, sino a su padre, don Vicente Fidel López, y es la que, en aquel mismo artículo sobre Juan Carlos Gómez de la Revista Nacional, habla de «la crítica de López» refiriéndose a la obra de los emigrados argentinos en Chile «desde el terror de 1840», siendo así que Lucio Vicente López nació en 1848270; la segunda (la de la página 492) es la del artículo de Rodó sobre Juan Carlos Gómez, de la Revista Nacional, artículo del cual transcribimos más arriba el párrafo que se refiere, precisamente, al discurso de Lucio Vicente López en la colación de grados de 1893; la tercera (la de la página 673) corresponde a la parte del ensayo sobre «Juan María Gutiérrez y su época», que Rodó insertó en El Mirador de Próspero, en la que dice que Sarmiento, «según frase de Lucio Vicente López, trataba en Chile a Don Andrés Bello con modales de Atila»; la cuarta (la de la página 747) es repetición del largo fragmento del artículo sobre Juan María Gutiérrez que escribió Rodó en la Revista Nacional y sirvió de fuente al anterior para esa misma parte, que acabamos de citar, del ensayo titulado «Juan María Gutiérrez y su época» incluido en El Mirador de Próspero; y la quinta (la de la página 763) es nuevamente la segunda, o sea la que habla por primera vez del discurso de Lucio Vicente López. Ambas duplicaciones se explican porque Rodríguez Monegal ha hecho, en la parte de su recopilación titulada Obra póstuma, la repetición de los escritos de la Revista Nacional al publicar la inserción que de los mismos hicieron José Pedro Segundo y Juan Antonio Zubillaga en el tomo inicial de la edición oficial de las Obras completas de José Enrique Rodó que dieron a la luz varios años antes de que apareciera la edición homónima realizada por Aguilar bajo los cuidados de aquél.

En total, pues, cuatro veces es mencionado Lucio Vicente López en el conjunto de la obra de Rodó; pero esas cuatro son en realidad dos repetidas, y, de estas dos, sólo una es valorativa. La otra es de documentación, pues cita a Lucio Vicente López como fuente de conocimiento de un hecho relativo a la vida de Sarmiento y a la de don Andrés Bello que el primero de los tres nombrados nos trasmite por la vía de la tradición.

Debemos decir por nuestra parte que, tanto las oraciones de apertura como las de clausura de cursos, y, más aún las de las colaciones de grados (y el discurso de López era una de éstas, en tanto la oración de Próspero era una despedida de un maestro a sus discípulos, o sea que ambas coincidían en cuanto a que cerraban la labor de un año), siendo sin duda una clase de piezas que alcanzan a veces niveles de trascendencia, eran un género que, por sobreabundante y obvio, estaba poco llamado a erigirse en modelo que se impusiera sólo por razón de una novedad o inusitada singularidad de forma de que en absoluto carecían.

¿No será más acertado pensar, en todo caso, en la Oración sobre la Acrópolis, de Renan, que aunaba pensamiento y belleza, que ofrecía altos motivos de meditación y que emanaba, precisamente, de uno de los maestros preferidos de Rodó?

De todos modos, habría que pensar, si de buscar influencias se trata, en una grande influencia, grande por su autoridad y su valor intrínseco -y tal lo sería ésta- y no en la de un escritor secundario como lo habría sido la de Lucio Vicente López, conocido apenas poco más que en el Río de la Plata y cuyo recuerdo, sobre todo, no obstante ser él mismo uruguayo por el azar de su nacimiento, era poco grato a los uruguayos, desde que la vox populi lo hizo responsable, y sigue haciéndolo todavía, de los monstruosos ataques calumniosos a la figura de Artigas con los que desató la célebre polémica a través del Plata en que Carlos María Ramírez aplastó al periodista anónimo del Sud-América de Buenos Aires que no tuvo el valor de asumir la responsabilidad de sus dichos. Y Rodó llevaba metida en el alma la Oración de Renan. Sus palabras mismas, sus ritmos, latían en sus oídos todavía en los meses finales de su vida. No fue sin duda en Ariel pero sí en Cielo y agua, su primera crónica de viaje, lejos en el tiempo de sus primeras comuniones con Renan, donde revela que le golpeaban por adentro aquellas alabanzas altísimas, «Toi seule est jeune, ô Cora; toi seule est pure, ô Vierge; toi seule est saine, ô Hygie; toi seule est forte, ô Victoire»271, que le harían escribir, en pleno océano, invocando al «titán cerúleo», «tú sólo eres libre, tú sólo eres fuerte!»272.

Pero no es necesario aquí buscar influencias.

Porque para la forma oratoria había, en este caso, y sobre todo, una solicitación directa emanada de la esencia misma de las cosas.

Rodó sentía la necesidad de dar expresión a un gran mensaje que en potencia llevaba dentro y que tenía por destinatario a la juventud de América.

Nada más simple, entonces, por lo que al intérprete compete hoy. La dificultad existió antes, y fue, entonces, para él. Sólo a él le había cabido afrontaría, como que consistía nada menos que en la de la creación, y en ella, en el logro de la calidad áurea, de la más depurada y eficaz. Pero este problema, sin duda el mayor, y que sólo él podía resolver, y resolvió en efecto supremamente, por ser quien era, no es el que está ahora en juego para nosotros, ceñidos, como estamos en este instante, a indagar sólo un punto concreto, una interrogante que no hemos sido nosotros quien la planteara. Quedan por averiguar, para el intento que nos estamos proponiendo, los otros, los que se refieren, no a cómo era el ser, que lo damos por descontado, sino a cómo fue el hacer, de Rodó, para darles solución. Y es para saberlo ver ahora donde todo se nos muestra sencillo. Veámoslo, si no.

Formular idealmente las grandes líneas del mensaje. Disponer un imaginario auditorio de jóvenes que simbolizara a la juventud de América, y colocar frente a él a alguien que tuviese como lo propio de sus hábitos, más aún, de su misión, el dirigirse a los jóvenes para adoctrinarlos, es decir, crear para ellos un maestro, o, mejor aún, descubrir al que a ese simbólico grupo elegido le fuese ya querido y respetado por su autoridad, para que les dijese ese mensaje, y lo hiciera, por que no lo olvidaran, por la ocasión en que iba a despedirse de ellos.

En suma, pues, acertar con la palabra óptima, y hallar a quien mejor la pudiera decir y a quienes con más promisoria disposición la pudieran escuchar. O sea, un discurso de intención altísima, y un hablante y los oyentes condignos.

De ahí la forma oratoria escogida.

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