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ArribaAbajoCapítulo I. De la afluencia de palabras

I. La facilidad de decir se adquiere leyendo, escribiendo y perorando. (A la lección se reduce el oír e imitar, al escribir el corregir y el meditar). El orador debe abastecerse de conceptos y de palabras. Ahora no se trata de la abundancia de los conceptos.-II. El acopio de palabras se debe hacer con juicio. Adquiérese oyendo y leyendo. Utilidades que de lo uno y de lo otro resultan. Que se deben leer los mejores libros y con método. Que aun en los mejores no es todo digno de alabanza.-III. ¿Cuánto y en qué términos hacen al caso al orador los poetas, los historiadores y los filósofos?-IV. Trátanse algunas cosas sobre la lección de los autores antiguos y modernos. De la variedad de opiniones acerca de esto.-V. Señala a cada uno de los más sobresalientes de los escritores griegos por sus virtudes. Primero a los poetas, los heroicos, elegíacos, yámbicos, líricos, trágicos y cómicos; en segundo lugar a los historiadores; en tercero a los oradores, y en cuarto a los filósofos.-VI. En los escritores latinos sigue el mismo orden.


I. Pero estos preceptos de la elocución, al paso que es necesario entenderlos bien, no son suficientes para formar un verdadero orador a no juntarse a ellos una cierta facilidad invariable que los griegos llaman exis, hábito o facilidad;   —146→   de la que no ignoro se disputan sobre si se adquiere mejor escribiendo o leyendo o perorando. Lo que deberíamos examinar con más cuidado si pudiéramos detenernos en sola una de cualquiera de estas cosas. Pero de tal manera están unidas y trabadas todas entre sí que, si alguna de ellas faltare, es inútil el trabajo acerca de las demás. Pues la elocuencia nunca hubiera sido sólida y nerviosa, si no hubiera cobrado fuerzas con el mucho ejercicio de escribir, y este trabajo sin el ejemplar de la lección, como que no tiene quién lo dirija, se hace inútil. Por otra parte, aquel que supiere de qué modo se ha de decir cada cosa si no tuviere dispuesta y como a la mano la elocuencia para todos cuantos lances ocurrieren, será como el que descansa sobre tesoros, pero para él están cerrados.

Mas al paso que cada cosa de por sí es necesaria, no por eso se ha de considerar inmediatamente como la más esencial para formar un orador. Porque en la realidad, consistiendo el oficio de éste en hablar elegantemente, la elocución es lo primero de todo, y que de aquí tuvo su principio esta facultad es cosa clara; después se le siguió inmediatamente la imitación, y últimamente también la diligencia o cuidado en el escribir. Pero como no se puede llegar a lo sumo sino por los principios, así en el discurso de la obra comienza a ser de menos consideración lo que es primero.

Pero no tratamos en este lugar de qué manera ha de formarse un orador (pues esto lo hemos explicado ya, o bastante, o a lo menos según hemos podido), sino que así como a un atleta, que ya lo ha aprendido todo perfectamente de su maestro, se le instruye sin duda alguna en qué género de ejercicios se ha de preparar para las peleas, así también al orador que ya supiere discurrir y disponer las cosas y hubiere entendido también el modo de escoger y colocar las palabras, le instruimos de qué manera podrá mejor y con mayor facilidad poner en ejecución   —147→   lo que ha aprendido. Ninguna duda, pues, hay en que debe proveerse de cierto caudal, del cual pueda echar mano siempre y cuando que lo hubiere menester. Este caudal se compone de la afluencia de conceptos y de palabras.

II. Pero los conceptos son propios de cada asunto, o comunes a pocos; de las palabras se ha de hacer acopio para todos; las cuales si de una en una hubiesen de acomodarse a cada uno de los conceptos, menor cuidado pedirían, porque todas ocurrirían inmediatamente con las mismas cosas. Pero siendo unas, o más propias o de más adorno, o más enérgicas, o de mejor sonido que otras, deben tenerse todas, no sólo conocidas, sino también a la mano y, para decirlo así, a la vista, para que cuando se presentaren al pensamiento del que dice, sea fácil la elección de la mejor de ellas.

A la verdad no ignoro que algunos han solido aprender una colección de vocablos, de una misma significación, para que con más facilidad les ocurriese uno de muchos; y cuando se habían aprovechado de alguno, si dentro de un breve rato les faltaba segunda vez la expresión, usaban otra con la que se entendiese lo mismo para evitar la repetición. Lo cual no sólo es una cosa pueril y un infeliz trabajo, sino también de poca utilidad, porque el que esto hace junta un montón de expresiones, del cual tomará sin discreción cualquiera que más pronto le ocurriere.

Mas nosotros, que atendemos a la energía de perorar y no a la verbosidad, propia de charlatanes, debemos hacer acopio de ellas con juicio. Esto lo conseguiremos leyendo y oyendo lo más selecto. Porque con este cuidado no sólo aprenderemos los nombres mismos de las cosas, sino para qué lugar es más acomodado cada uno. Pues casi todas las palabras, a excepción de algunas que son poco honestas, tienen lugar en la oración, y los escritores de los yambos y de la antigua comedia, aun en aquellas expresiones   —148→   desvergonzadas, son alabados muchas veces; pero a nosotros entre tanto nos basta el preservar de ella nuestra obra. Todas las palabras (a excepción de las que he dicho) vienen muy bien en algunos lugares. Porque a veces es necesario usar de las humildes y vulgares; y las que en materia más culta parecen bajezas, cuando el caso lo pide se usan con propiedad.

Aunque sepamos todas estas palabras y tengamos noticia no sólo de su significación, sino también de sus diversas formas y medidas, de sus declinaciones y conjugaciones, no podemos entender sino leyendo y oyendo mucho de qué modo vienen bien en cualquier parte que se coloquen, porque aprendemos primero toda la lengua por los oídos. Por cuya razón los niños criados de orden de los reyes320 en un desierto por amas mudas, aunque dicen que pronunciaron algunas palabras, sin embargo carecieron del ejercicio de la lengua.

Mas hay algunas cosas de tal naturaleza que pueden declararse con diversos términos, de manera que ninguna diferencia tienen en la significación de la que podamos mejor aprovecharnos; tales son ensis y gladius. Otras hay que, aunque sean nombres propios de algunas cosas, no obstante por traslación se refieren a un mismo sentido, como ferrum y mucro. Pues por abuso o catacresis llamamos sicarios a todos los que han hecho una muerte con cualquier género de arma. Otras las explicamos con muchísima claridad por un rodeo de palabras, cual es: Et pressi copia lactis (Églogas, III, verso 82), queriendo decir: abundancia de queso. Muchas variamos sólo por adorno, como: Scio, non ignoro, non me fugit, non me prœterit. Lo sé, no ignoro, no se me oculta, no se me pasa, ¿quién lo ignora? Ninguno   —149→   pone duda en ello. Pero también puede tomarse una expresión de las que se le acercan en la significación. Pues estas expresiones entiendo, conozco y veo, muchas veces tienen una significación equivalente a la de . Cuya abundancia y riquezas nos proporcionará la lección de tal manera que podamos aprovecharnos de ellas, no sólo cuando ocurrieren, sino también cuando nos sea necesario. Porque no siempre significan una misma cosa entre sí estas palabras; y así como hablando del entendimiento, según que es una potencia del alma, no estará bien dicho veo, así también es buena expresión entiendo hablando de la vista material de los ojos. Y así como la palabra puñal no da a entender espada, así tampoco la palabra espada da a entender puñal.

Pero al paso que la afluencia de palabras se adquiere de esta manera, no precisamente por las palabras se ha de leer u oír. Porque los ejemplos de todo lo que enseñamos son tanto más poderosos, aun en las ciencias que se enseñan, cuando el que aprende ha llegado ya al estado de poderlos entender sin quien se los demuestre y continuar ya por sus propias fuerzas; porque lo que el maestro enseña por preceptos, el orador lo demuestra.

Mas unas cosas hay que perciben más los que leen y otras los que oyen. El que dice, mueve con el aliento mismo, y pone fuego, no con la imagen y contorno de las cosas, sino con las cosas mismas. Porque todas las cosas tienen su vida y movimiento, y oímos con favor y cuidado aquellas cosas nuevas como recién nacidas. Y no sólo nos mueve la mala situación de la causa, sino también la de los mismos que peroran. Además de esto, la voz y acción primorosa y acomodada, según cada lugar lo pidiere, y el modo de pronunciar de mayor energía y, para decirlo de una vez, todas las prendas enseñan igualmente.

En la lección es más acertado el juicio; porque, cuando oímos, cada uno juzga de lo que oye según qué le mueve   —150→   o la inclinación hacia el que habla, o los clamorosos aplausos de los demás oyentes. Porque nos avergonzamos de ser de contrario sentir que otros, y por una como oculta vergüenza estamos inhibidos de dar más crédito a nosotros mismos, siendo así que a veces no sólo agradan a muchos las cosas defectuosas, sino que algunos alaban aun aquello que les desagrada, sólo porque se lo han pagado321. Pero al contrario sucede también, que de una cosa muy bien dicha no forman los oyentes buen concepto, sino malo. La lección es libre y no pasa con el ímpetu de la acción, sino que muchas veces se puede repetir, o ya se dude, o ya se quiera imprimir profundamente en la memoria. Volvamos, pues, a leer lo mismo que hubiéremos leído; y así como tragamos la comida después de haberla mascado, y casi liquidado, para que con mayor facilidad sea digerida, así también la lección se ha de pasar a la memoria e imitación, no en toda su crudeza, sino después de haberla ablandado y como masticado con mucha repetición.

Por largo tiempo no se ha de leer sino un libro, siendo excelente, y que de ninguna suerte induzca a error a quien se entrega a su elección; pero esto ha de ser con cuidado, y casi con la solicitud que se pone para escribir, y no sólo se han de inquirir en él todas las cosas por partes, sino que leído el libro enteramente se ha de volver a leer de nuevo, y con especialidad aquella oración cuyos primores se ocultan también frecuentemente de propósito. Porque el orador hace la cama muchas veces, disimula y arma algunas celadas, y dice en la primera parte de la oración lo que tal vez le ha de hacer mucho al caso en la última. Y así es que dichas en su lugar algunas cosas, no nos parecen tan bien, porque ignoramos todavía la razón por que   —151→   se han dicho, y así debe repetirse la lección de ellas, después de habernos hecho ya cargo de todo.

También es cosa muy útil el tener conocimiento de aquellos asuntos de que tratan las oraciones que leyéremos, y siempre que ocurriere leer la defensa que por una y otra parte se hubiere hecho, como la de Demóstenes y Esquines, y las que son opuestas entre sí, como las de Servio Sulpicio y de Mesala, de los cuales el uno peroró a favor de Aufidias y el otro en contra de él, y la de Polión y Casio, siendo el reo Aspernates, y otras muchísimas. Y también algunas de ellas, si pareciesen desemejantes, serán también del caso para hacerse cargo de la controversia de los pleitos, como las de Tuberón contra Ligario y de Hortensio en favor de Verres, que son contra las oraciones de Cicerón.

Además de esto, será útil el saber qué motivo hubo para escribir dichas oraciones. Pues Calidio peroró a favor de la causa de Cicerón, y Bruto escribió una oración en defensa de Milón, sólo por ejercitarse, aunque Cornelio Celso juzga falsamente que él fue el que le defendió. Y Polión y Mesala defendieron a los mismos. Y cuando yo era muchacho andaban en manos de todos las insignes oraciones de Domicio Afro, Crispo Pasieno y Décimo Lelio en defensa de Voluseno Catulo.

Ni debe inmediatamente persuadirse el que lee que todo cuanto han dicho los grandes autores es una cosa excelente. Pues también ellos tienen sus yerros, y se echan con la carga, y se dejan arrastrar de aquello de que más gusta su inclinación, y no siempre están templados, sino que a veces les falta el aliento; y así es que a Cicerón le parece que Demóstenes se duerme algunas veces, y lo mismo cree Horacio acerca de Homero. Porque aunque estos autores son muy consumados, pero son hombres; y a aquéllos que tienen por una ley inviolable de la elocuencia todo lo que en ellos han hallado, les sucede que imitan lo peor (porque   —152→   esto es más fácil), y les parece que son fieles imitadores con adquirir la mayor parte de los defectos de los escritores grandes.

Sin embargo, acerca de tan grandes sujetos se debe juzgar con modestia y circunspección, para no condenar lo que no entendemos, como a la mayor parte sucede. Y en caso de dar en uno de los dos extremos, más vale que a los lectores les agrade todo lo que estos autores contienen, que el que muchas de sus cosas les desagraden.

III. Teofrasto dice que al orador le es muy del caso la lección de los poetas, y muchos siguen su dictamen y no sin razón. Porque en éstos se aprende viveza en los pensamientos, sublimidad en las palabras, un total movimiento en los afectos y el decoro de las personas, y los ingenios en cierto modo adelgazados, con especialidad con el ejercicio forense cuotidiano, se reforman hasta adquirir su perfección por el atractivo que encuentran en cosas semejantes. Y por esta razón, Cicerón juzga que debemos detenernos en esta lección.

Debemos, sin embargo, tener presente que no en todas las cosas debe imitar el orador a los poetas, ni en la libertad de las expresiones, ni en la licencia de las figuras, y que todo aquel género de estudios de que se hace acopio para la ostentación, fuera de que tiene por objeto único el recrear, y para esto finge no solamente cosas falsas, sino también algunas increíbles, tiene también algún apoyo que lo sostiene; que obligados a cierto determinado número de pies, no siempre pueden hablar con propiedad, sino que, apartándose del camino recto, se ven en la precisión de acudir a algunos rodeos de palabras, y no solamente quedan obligados a mudar ciertas palabras, sino a aumentarlas, corregirlas, colocarlas de otro modo y dividirlas; pero nosotros sólo tenemos que estar armados en el campo de batalla, decidir en los asuntos más graves y esforzarnos a conseguir la victoria.

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Ni se ha de dejar que se amohezcan las armas con el poco uso, sino que reluzcan de manera que su mismo brillo cause espanto, como el que tiene una espada, que a un mismo tiempo hace impresión en la vista y en el ánimo; no como el resplandor del oro y de la plata, sin defensa y más bien peligroso a quien lo tiene.

La historia puede también dar alguna substancia a la oración con su jugo suave y gustoso. Pero de tal manera se ha de leer ésta, que no se nos olvide que las más de sus virtudes las debe evitar un orador. Porque se acerca mucho a los poetas, y es en cierta manera verso suelto; y se escribe para referir sucesos, no para dar pruebas de ellos, y que es una obra que se compone no para lo actual de lo sucedido y para la pelea que se propone como una cosa presente, sino para la memoria de la posteridad y para la fama del ingenio. Y por esta causa hace que sea menos fastidiosa la narración con las expresiones sueltas y figuras extrañas.

Y así, como dejo dicho322, ni hemos de imitar aquella brevedad de Salustio, que es la cosa más bien acabada para los oídos desocupados y eruditos en presencia de un juez distraído en varios pensamientos y las más veces falto de erudición, ni aquella afluencia como de leche que en el estilo de Livio se observa instruirá bastante a aquél que no busca la hermosura de la narración, sino la verdad de ella. A esto se junta que Marco Tulio es de opinión que ni aun el Tucídides o el Jenofonte son útiles al orador, sin embargo de que conceptúa que el uno toca al arma y que por boca del otro hablaron las Musas.

Podemos, sin embargo, usar alguna vez en las digresiones del adorno de la historia con tal de que en aquellas cosas sobre que fuere la controversia tengamos presente que no tenemos músculos de atletas, sino brazos de soldados323,   —154→   y que aquel vestido de colores diferentes de que dicen usaba Demetrio Falereo no viene bien para el ejercicio forense.

Otra utilidad se saca también de las historias, y es de las mayores, pero no pertenece al presente lugar: la cual proviene de la noticia de los sucesos y ejemplos en los cuales con especialidad debe hallarse instruido el orador para no mendigar todas las autoridades del litigante, sino tomar cuidadosamente las más de ellas de la antigüedad, después de tenerlas bien sabidas; éstas son tanto más poderosas, cuanto ellas solas carecen de sospecha de odio y pasión.

Pero es culpa de los oradores el que tengamos que acudir muchas veces a la lección de los filósofos, a causa de habérseles aquéllos cedido en la parte más excelente de su obra. Porque es muchísimo lo que tratan y disputan con agudeza acerca de lo justo, honesto, útil y lo contrario de esto, y de las cosas divinas; y aun los socráticos preparan muy bellamente al que ha de ser orador con disputas y preguntas. Pero aun en estas cosas se debe tener también tal discreción, que aun cuando nos ejercitemos en unos mismos asuntos, tengamos entendido que no es una misma la naturaleza de los pleitos que la de las disputas, la del foro, la del auditorio, y la de los preceptos que la de la práctica.

IV. Siendo tan grande la utilidad que a mi juicio resulta de la lección, creo que los más pretenderán que diga también en esta obra qué autores se han de leer, y qué particular virtud tiene cada uno de ellos. Mas el dar una noticia exacta de cada uno de ellos sería una obra interminable. Porque gastando Cicerón tantos millares de versos   —155→   en su Bruto para sólo hacer mención de los romanos oradores, y esto sin haber dicho cosa alguna de ninguno de sus contemporáneos con quienes él vivía, a excepción de César y Marcelo, ¿cuándo tendría fin este catálogo, si yo quisiese hacer mención de todos ellos, y de los que después se les siguieron, y de todos los filósofos y poetas griegos? Téngase, pues, por la cosa más segura aquella muy sucinta expresión que trae Livio en la carta que escribió a su hijo, que los autores que se deben leer son Demóstenes y Cicerón; y después de éstos si se hubiere de leer a otros, sea según que cada uno de ellos se pareciere más a Demóstenes y a Cicerón.

Pero tampoco debo yo ocultar cuál sea en esto mi modo de juzgar. Porque estoy en el entender de que pocos, o por mejor decir apenas uno, puede encontrarse de aquéllos que se acomodaron a la antigüedad que no haya de acarrear algún provecho a los que se dedican a la defensa de los pleitos; siendo así que Cicerón confiesa que le sirvieron muchísimo aquellos antiquísimos autores, en verdad ingeniosos, aunque faltos de artificio. Y no es muy diferente mi modo de pensar acerca de nosotros. Porque ¿quién sino muy pocos podrán hallarse tan faltos de juicio que ni aun con la más pequeña confianza de algún seguro partido hayan esperado la memoria de la posteridad? De los cuales si alguno hay, al primer folio descubrirá inmediatamente la hilaza, y antes que de él tengamos alguna prueba cierta, nos obligará a que le dejemos con grande pérdida de tiempo. Mas no todo aquello que pertenece a alguna ciencia es acomodado también para formar el lenguaje de que tratamos.

Mas antes de hablar separadamente de cada uno de los autores, es necesario decir algunas cosas en general acerca de la variedad de opiniones que hay acerca de ellos. Pues algunos piensan que sólo deben leerse los antiguos, y les parece que en ningún otro es natural la elocuencia   —156→   y energía o nervio propio de los hombres. A otros los deleita esta moderna lozanía y amenidad del lenguaje y toda composición que sirve para el recreo de la ignorante multitud. Algunos hay también que desean imitar el buen estilo. Otros finalmente tienen por un estilo puro y verdaderamente ático aquél que se compone de expresiones concisas, sin concepto y que casi no se diferencian del estilo familiar. Algunos se prendan de la grandeza del ingenio que va acompañada de claridad y de viveza y que está llena de espíritu. Muchos hay que son amantes del estilo suave, adornado y compuesto. De la cual diferencia discurriré con más cuidado cuando trate acerca del estilo.

V. Entre tanto tocaré sumariamente qué fruto pueden sacar y de qué lección los que pretendan proceder con seguridad en la facultad de la elocuencia. Porque es mi intención hacer un extracto de algunos pocos autores que son los más sobresalientes. Y a los estudiosos les será fácil discernir cuáles son los más semejantes a éstos para que ninguno se queje tal vez de que no se ha hecho mención de aquéllos que eran más de su gusto. Porque confieso que se deben leer algunos más de los que yo señalaré. Pero al presente continuaré con la manera de lección que con especialidad conviene a los que intentan ser oradores.

1.º Pues así como Arato cree que por Júpiter debe comenzarse la astrología, así me parece que nosotros debemos comenzar según buen orden por Homero. Porque éste (así como él mismo dice que la abundancia de aguas de las fuentes y ríos tiene el principio de su corriente del Océano) sirvió de ejemplo y de modelo a todas las partes de que se compone la elocuencia. Ninguno ha excedido a éste, ni en la sublimidad tratando de cosas grandes, ni en la propiedad hablando de cosas pequeñas. Él mismo, alegre y conciso, gustoso y grave, y prodigioso no menos por su afluencia que por su concisión, es el más eminente,   —157→   no sólo en la excelencia propia de un poeta, sino también en la de un orador.

Porque pasando en silencio las alabanzas que él hace, sus exhortaciones y modos de consolar, ¿no desenreda por ventura todas las marañas de los pleitos y estratagemas, ya sea en el libro nono en que se contiene la embajada enviada a Aquiles, o ya en el primero en el que se hace mención de la desavenencia entre los capitanes, o en las sentencias que en el segundo libro se contienen? Por lo que pertenece a los afectos, ya sosegados, ya violentos, ninguno habrá tan ignorante que no confiese que este autor los tuvo en su mano.

Pues por lo que hace a esto, ¿por ventura no guardó, o por mejor decir, no estableció la ley de los exordios en los muy pocos versos que puso en el principio de uno y otro de sus poemas? Porque se hace benévolo al oyente con la invocación de las diosas que creían presidir a los poetas; se le hace atento proponiendo la grandeza de las cosas, y dócil haciéndole entender ligeramente el todo del asunto. ¿Mas quién puede hacer una narración que tenga más brevedad que la del que da noticia de la muerte de Patroclo? ¿Quién puede contar un hecho con más viva expresión que el que cuenta la batalla de los curetes y etolos? Además de esto, las semejanzas, las amplificaciones, los ejemplos, las digresiones, los pelos y señales de las cosas y las razones para probar y refutar son en tanto número, que aun aquéllos que han escrito acerca de las artes toman de este poeta muchísimas de las razones que proponen. Y por lo que hace a epílogo, ¿cuál podrá jamás igualarse con aquellas plegarias que Príamo hace a Aquiles?

¿Qué más? En las expresiones, en los conceptos, en las figuras y en la disposición de toda la obra, ¿no supera la humana capacidad? De tal manera que puede llamarse un hombre grande el que, no digo imite sus primores, porque   —158→   esto es imposible, sino el que los comprenda. Así que éste se los dejó sin duda a todos muy atrás en todo género de elocuencia, pero con especialidad a los heroicos, porque en una materia semejante es ciertamente más clara la comparación.

Rara vez es elevado Hesíodo, y gran parte de su obra se emplea en nombres propios; sin embargo, tiene sentencias provechosas acerca de los preceptos, suavidad de palabras y de composición no desagradable, y se le da la preferencia en aquel estilo mediano.

Por el contrario, en Antímaco es digna de alabanza la energía y gravedad y el modo de hablar nada vulgar. Pero aunque los gramáticos convienen en darle casi el segundo lugar, carece enteramente de afectos y de dulzura, disposición y artificio, de tal suerte que se descubre claramente cuán distinta cosa es ser semejante de tener el lugar segundo.

Paniasis tiene mucho de ambos poetas, según la opinión común, pero en la elocución no llega a las virtudes del uno ni del otro; pero que, sin embargo, excede al uno en la materia y al otro en el orden de la disposición.

Apolonio324 no entra en la lista que ponen los gramáticos, porque Aristarco y Aristófanes, jueces de los poetas, a ninguno contaron de los de su tiempo; sin embargo, dio a luz una obra nada despreciable por la igualdad constante que observa en el estilo mediano.

La obra de Arato carece de moción, como que en ella ninguna variedad se encuentra, ningún afecto, ninguna persona, ni discurso en boca de alguno; pero a esta obra le basta el haberse parecido a la de aquél a quien creyó haberse igualado.

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Teócrito es admirable en su línea, pero aquella musa rústica y pastoril teme comparecer, no sólo en el foro, sino aun en la misma ciudad325.

Por todas partes me parece que oigo decir a los que hacen un catálogo de poetas: pues qué, ¿los Pisandros no escribieron bien las hazañas de Hércules? Y a Nicandro, ¿imitaron inútilmente Macro y Virgilio? ¿Y qué omitiremos a Euforión, a quien si no hubiera leído a Virgilio jamás hubiera hecho mención en las Bucólicas de los versos compuestos por la Sibila cumea? ¿Y por ventura Horacio pone en vano a Tirteo después de Homero?

Y a la verdad ninguno hay tan ajeno del conocimiento de estos poetas que no pueda seguramente trasladar en sus libros un índice tomado de la Biblioteca. Sé, pues, muy bien a los que paso en silencio y ciertamente no los condeno, y más habiendo dicho que de todos ellos se saca alguna utilidad; mas ya volveremos a tratar de ellos después que hayamos recobrado y restablecido las fuerzas. Que viene a ser lo mismo que muchas veces practicamos en las comidas opíparas, que después que estamos hartos de los más exquisitos manjares, sin embargo el variar nos es gustoso, aunque sea la comida más grosera.

Entonces nos quedará lugar para haber a las manos la elegía de la que es tenido por el príncipe Calímaco. Filetas ha ocupado el segundo lugar, según confiesan muchísimos. Pero mientras pretendemos conseguir aquella constante facilidad, como ya he dicho debemos ejercitarnos en los mejores autores, y la razón se ha de asegurar y formar el estilo más con la continua lección de uno solo que con la de muchos.

Y así de los tres autores yámbicos admitidos por juicio de Aristarco, sólo Arquíloco hará al caso para adquirir   —160→   la facilidad. Porque es muy grande la energía de la elocución de este, y sus conceptos no sólo son valientes, agudos y penetrantes, sino que tienen muchísima vehemencia y nervio, en tanto grado que a alguno les parece que el ser inferior a cualquiera es defecto de la materia de que trata, no de su ingenio.

Mas Píndaro es con mucha razón el príncipe de los nuevos poetas líricos por la magnificencia de su espíritu, por sus conceptos, figuras, felicísima afluencia de pensamientos y de palabras y como cierto río de elocuencia, por lo que con razón cree Horacio que ninguno es capaz de imitarle.

De cuán grande ingenio sea Estesícoro, muéstranlo sus obras, ya sea cuando celebra las muy grandes guerras y muy esclarecidos capitanes, o ya cuando con el verso lírico interrumpe la gravedad del poema épico. Porque tanto en la acción como en el lenguaje da a las personas el decoro que les es debido, y si hubiera guardado moderación parece que hubiera sido el primer imitador de Homero, pero es redundante y tiene muchas superfluidades, lo cual al paso que es reprensible es vicio de la afluencia.

A Alceo en la primera parte de su obra con razón se le ofrece el plectro de oro porque reprende a los tiranos; también contribuye mucho a la reforma de las costumbres, y en la elocución es breve, magnífico, exacto y muy semejante a Homero, pero desciende a tratar de entretenimientos inútiles y amores, y sin embargo es más acomodado para asuntos grandes.

Simónides tiene el estilo tenue, y por otra parte puede ser recomendable por la propiedad de su lenguaje y cierta dulzura; sin embargo, es tan particular su gracia para mover a compasión, que algunos en esta parte le anteponen a todos los autores que tratan de la misma materia.

La antigua comedia no solamente es casi la única que conserva aquella sencilla gracia del estilo ático, sino también   —161→   de la libertad en la más grande afluencia de palabras, y aunque es particular en reprender los vicios, tiene no obstante muchísimo nervio en las demás partes. Porque es magnífica y elegante y hermosa, y no sé si alguna otra después de Homero (a quien como a un Aquiles es justo siempre exceptuar) es más semejante a los oradores o más acomodada para formarlos. Muchos son los escritores de ella, pero los principales son Aristófanes, Éupolis y Cratino.

El primero que dio a luz tragedias fue Esquilo, poeta sublime, grave, y muchas veces magnífico por extremo, pero por la mayor parte grosero y desaliñado; por cuya razón los atenienses permitieron a los poetas posteriores presentar las fábulas de este corregidas a censura, y de este modo lograron muchos el laurel.

Pero mucho más ilustre hicieron esta materia Sófocles y Eurípides, de los cuales cuál sea el mejor poeta está en duda entre muchísimos, siendo así que su estilo es diferente. Y a la verdad yo dejo esto indeciso, puesto que nada importa a la presente materia. Lo que es preciso que confiesen todos es que Eurípides es mucho más del caso para los que se preparan a la defensa de los pleitos. Porque éste no sólo se acerca más en su lenguaje al estilo oratorio (lo cual reprenden aquéllos a quienes la gravedad y estilo propio de la tragedia de Sófocles parecen más sublimes), sino que está lleno de sentencias, y en lo que los sabios enseñaron es casi igual a ellos, y en el decir y responder es digno de compararse con cualquiera de los que fueron eminentes en la elocuencia del foro. En los afectos no sólo es maravilloso, sino que también es muy particular en aquéllos en que entra la compasión.

Menandro admiró y siguió en extremo a éste, como él mismo asegura, aunque en materia diferente; el cual sólo, en mi juicio, leído con cuidado, es suficiente para imitar todo cuanto en estos preceptos proponemos; tan al vivo copió toda la imagen de la vida, tan grande es su afluencia   —162→   en la invención y su facilidad en la elocución, y en tanto grado se acomoda a todas las cosas, personas y afectos. Y alguna inteligencia tuvieron los que juzgaron que Menandro fue el autor de las oraciones que andan publicadas en nombre de Carisio. Pero a mí me parece que este orador se hace mucho más recomendable en su obra, exceptuando aquellos malos conceptos que se contienen en las que él intituló epitrepontas, epicleros y lochos, o las reflexiones contenidas en la psofoda y nomotetes e hipobolimeo, las cuales no están en todas sus partes perfectas y acabadas326.

Sin embargo, me parece que éste aprovechará más que otros cómicos a los declamadores, porque éstos según la naturaleza de las controversias tienen la precisión de revestirse de muchas personas, de padres, de hijos, de maridos, de soldados, de rústicos, de ricos, de pobres, de enojados, de suplicantes, de apacibles y de un natural áspero. En todo lo cual este poeta observa admirablemente el decoro, y verdaderamente hizo menos famosos a todos los autores de la misma materia, y con cierto resplandor de su claridad los obscureció.

No obstante, los otros cómicos, si se leen sin notar escrupulosamente sus defectos, tienen algunas cosas que se pueden extractar, y con especialidad Filemón, el cual así como por el mal modo de juzgar que se tenía en su tiempo muchas veces fue antepuesto a Menandro, así por el común consentimiento de todos mereció ser reputado por el segundo después de él.

2.º Muchos escribieron de historia bellamente, pero ninguno duda que a dos principalmente se les debe dar la preferencia sobre todos, cuya gracia, aunque por diferente estilo, mereció casi igual alabanza. Éstos son Tucídides   —163→   y Herodoto, de los cuales el uno es lacónico y breve y siempre consiguiente, y el otro suave, claro y afluente; aquél mejor para la moción de afectos, éste para la calma de ellos; aquél para los razonamientos, éste para las conversaciones; aquél por la energía y éste por el deleite.

Teopompo, que es el que se sigue después de éstos, así como en la historia es inferior a los sobredichos, así parece que tiene más semejanza de orador, como quien lo había sido por mucho tiempo antes de dedicarse a esta materia. Filisto, que también es acreedor a que después de los tres buenos autores se le prefiera a los demás, imita a Tucídides, y al paso que es mucho menos enérgico es algún tanto más claro.

Éforo, según el parecer de Isócrates, carece de viveza. El ingenio de Clitarco es alabado, pero tiene fama de faltar a la verdad. Largo espacio de tiempo después nació Timágenes, el cual es digno de alabanza aunque no sea más que porque volvió a su ser con nueva alabanza la industria de escribir historias, que había ya cesado. El no haber colocado entre éstos a Jenofonte no ha sido falta de memoria, sino porque debe ser contado entre los filósofos.

3.º Síguese una grande multitud de oradores, pues llegó a haber a un mismo tiempo diez en Atenas, de los cuales Demóstenes fue sin duda el príncipe y el que dio la ley para perorar; tan grande es su energía, todo cuanto dice tiene tanta conexión y como si estuviera con ciertos nervios asegurado tiene tanta firmeza, tan precisas son todas sus palabras y tal su modo de decir, que hallarás que ni le falta ni le sobra cosa alguna. Esquines es más lleno y más afluente, y cuanto menos conciso es parece más elevado, pero tiene más carne que nervios. Hipérides es con especialidad dulce y agudo, pero más acomodado, por no decir más útil, para las causas triviales.

Lisias, más antiguo que éstos, es sutil y elegante, y si a un orador le basta el enseñar, no encontrarás cosa más   —164→   perfecta. Porque ninguna cosa tiene inútil ni sobrepuesta, y sin embargo, es más parecido a una pura fuente que a un caudaloso río. Isócrates en diferente modo de decir es adornado y tiene aliño, y es más acomodado para el lucimiento y pompa que para la contienda, e imitó todas las gracias del decir, y con razón, porque él se había ensayado para los auditorios, no para los tribunales; en la invención tiene facilidad, ama lo honesto, y en la composición es tan esmerado que se tacha su solicitud.

Mas no estoy en el entender de que estos autores tienen tan solamente las virtudes de que yo he hecho mención, sino que son las principales que ellos tienen, ni creo que los demás fueron menores. Antes bien, confieso que aquel Demetrio Falereo (sin embargo de que dicen fue la causa de la decadencia de la elocuencia) tuvo mucho ingenio y facundia, y que es digno de memoria, aunque no sea más que porque es casi de los últimos de Atenas que puede ser llamado orador, a quien Cicerón prefiere a todos en el estilo mediano.

4.º ¿Quién pondrá duda en que de los filósofos de quienes Marco Tulio confiesa haber aprendido muchísima elocuencia Platón es el principal, ya por la agudeza en el discurrir y ya por una cierta homérica y divina facilidad que tiene en el decir? Porque se eleva mucho sobre el estilo prosaico que los griegos llaman pedestre, de manera que no tanto me parece que es movido del impulso de un humano ingenio como de un oráculo de Delfos.

¿Mas qué diré de aquella dulzura de Jenofonte, ajena de afectación y a la que ninguna imitación puede llegar, de tal manera que las mismas gracias parece que hablaron por su boca? El mismo testimonio de la antigua comedia que se alega acerca de Pericles, puede apropiarse justísimamente a éste; a saber: que en sus labios moraba alguna diosa para persuadir.

¿Qué diré de la elegancia de los demás filósofos socráticos?   —165→   ¿Qué de Aristóteles, de quien no sé si fue más esclarecido por la ciencia de las cosas, o por la multitud de sus escritos, o por la suavidad de su elocuencia, o por la agudeza de su invención, o variedad de sus obras? Y Teofrasto tiene un tan divino primor en su lenguaje, que por él dicen que adquirió el nombre que tuvo327.

Los antiguos filósofos estoicos se dedicaron menos a la elocuencia; pero no sólo dieron consejos para seguir el bien, sino que contribuyeron mucho a ello juntando y demostrando los preceptos que habían dado; más agudos en los pensamientos que magníficos en las expresiones, de lo que ciertamente no hicieron gala.

VI. También en los autores romanos hemos de seguir el mismo orden.

1.º Y así como en los griegos comenzamos por Homero, así para comenzar por los latinos nos servirá de un felicísimo principio Virgilio, el más inmediato a él sin duda alguna entre todos los poetas griegos y nuestros de su clase. Y aun diré aquellas mismas palabras que siendo joven aprendí de Domicio Afro, el cual preguntándole yo quién creía él que se acercaba más a Homero, me respondió: Después de Homero, Virgilio es el segundo y se acerca más al primero que al tercero. Y a la verdad, aun cuando le hagamos inferior a aquel ingenio celestial e inmortal, tiene no obstante más cuidado y exactitud por lo mismo que tuvo más que trabajar; pues cuanto nos exceden los que son más eminentes que nosotros, tal vez lo recompensamos haciéndonos iguales a ellos.

Lejos de éste seguirán todos los demás. Porque Macro y Lucrecio se deben leer, pero no para tomar de ellos el lenguaje, esto es, el cuerpo de la elocuencia; cada cual es   —166→   elegante en la materia que trata, pero el uno es humilde y el otro dificultoso. Atacino Varrón328, intérprete de la obra de otro, no es despreciable en aquella obra que le hizo famoso, pero es poco el caudal de elocuencia que tiene para adquirir en su lectura más facilidad en el decir. A Ennio le debemos venerar como a los bosques consagrados por la antigüedad, en los cuales los elevados y antiguos robles no tanto sirven de hermosura cuanto infunden respeto a la religión.

Otros hay más propios y más del caso para este lenguaje de que tratamos. Ovidio guarda poca gravedad aun en los asuntos heroicos y es demasiado pagado de su ingenio; sin embargo, es en algunas partes digno de alabanza. Mas Cornelio Severo, aunque es mejor versificador que poeta, si no obstante hubiera escrito, como queda dicho, toda la guerra de Sicilia al tenor del primer libro, se apropiaría justamente el lugar segundo. Pero una muerte temprana no le permitió llegar a hacerse consumado; sin embargo, las obras que escribió siendo aún jovencito muestran su muy grande talento, y con especialidad el admirable deseo que aun en aquella edad tenía del buen estilo.

Mucho hemos perdido poco ha en Valerio Flaco. Vehemente y poético fue el ingenio de Saleyo Baso, pero le faltó la madurez propia de la senectud. Rabirio y Pedón deben también leerse si hay lugar. Lucano es fogoso y de viveza, y muy claro en sus pensamientos, y para decir lo que siento, más bien debe contarse entre los oradores que entre los poetas.

Hemos nombrado a éstos solamente porque a Germánico Augusto329 le apartó de la profesión de estos estudios el   —167→   cuidado del gobierno, y no se contentaron los dioses con que fuese el más grande de todos los poetas. Sin embargo, ¿qué cosa más sublime, más docta, y finalmente más excelente en todas sus partes que las obras que este mismo había siendo joven comenzado cuando le hicieron general? Porque ¿quién cantaría mejor las guerras que el que las desempeñó? ¿A quién oirían con más gusto las diosas que presiden a las ciencias? ¿A quién descubriría más bien sus ardides la familiar deidad de Minerva? Diranlo esto con más extensión los siglos venideros. Porque al presente esta alabanza se obscurece con el resplandor de las demás virtudes. Pero no lleves a mal ¡oh César! que cuando estoy recorriendo el sagrado alcázar de las ciencias no pase en silencio esto que confirmo con aquel verso de Virgilio en la Égloga VIII, verso 13:


Permite que la hiedra
Con laureles mezclada vencedores,
Trepe en torno tus sienes.



En la elegía nos las apostamos aun con los griegos, en la que Tíbulo me parece un autor muy terso y elegante. Algunos hay que gustan más de Propercio. Ovidio es más lascivo que los dos, así como Galo es más duro.

La sátira es toda nuestra, en la cual el primero que consiguió insigne alabanza fue Lucilio, el que tiene todavía algunos tan apasionados que no dudan en darle preferencia, no sólo a los escritores de la misma materia, sino también a todos los poetas. Mas yo, cuanto me aparto de su modo de pensar, tanto me aparto del de Horacio, que es de opinión que Lucilio tiene un estilo turbio y que hay en él algunas cosas que se pueden quitar. Porque tiene una admirable   —168→   erudición y libertad, y de aquí es que tiene acrimonia y bastante chiste.

Mucho más terso y puro es Horacio, y es singular en reprender las costumbres de los hombres. Persio mereció mucha y verdadera gloria aunque con un solo libro. Son aun el día de hoy esclarecidos los que en adelante se nombrarán.

Otra especie de poesía hay también anterior a la sátira, la que compuso Terencio Varrón, el más erudito de todos los romanos, que no sólo se reduce a la variedad de versos. Escribió éste muchísimos libros llenos de doctrina como muy instruido en la lengua latina en toda la antigüedad, letras griegas y en las nuestras; sin embargo, tiene más de ciencia que de elocuencia.

El yambo no es a la verdad celebrado de los romanos como una obra propia suya, algunos lo usan interpolado, su acrimonia se ve en Catulo, Bibáculo y Horacio, sin embargo de que éste mezcla los versos epodos330.

Pero de todos los líricos casi sólo el mismo Horacio es digno de ser leído, pues algunas veces se remonta, y no sólo está lleno de dulzura, belleza y variedad de figuras, sino de expresiones valientes dichas con la mayor felicidad. Si al dicho poeta quieres juntar algún otro, sea éste Cesio Baso, a quien conocí poco ha; pero los ingenios de los que actualmente viven le llevan mucha ventaja.

Acio y Pacuvio son escritores muy ilustres de la tragedia por la gravedad de sus sentencias, peso de palabras y autoridad de las personas. Pero falta en sus obras el primor y delicadeza que debían tener, no tanto por culpa suya, cuanto del tiempo en que vivieron. Sin embargo, a   —169→   Acio le hacen más nervioso, y a los que se precian de entendidos les parece que Pacuvio tiene más fondo. El Tiestes, de Vario, puede ya compararse con cualquier obra de los griegos. La Medea, de Ovidio, me parece que es una evidente prueba de cuán excelente pudo ser aquel poeta, si hubiera querido más bien moderar su genio que dejarse llevar de él. De los que yo he leído es el principal Pomponio Segundo, a quien los antiguos tenían por poco diestro en la tragedia, sin embargo de que confesaban que era sobresaliente en la erudición y en la belleza de su estilo.

En la comedia somos muy defectuosos aunque diga Varrón, siguiendo el parecer de Elio Estilón, que si las Musas quisiesen hablar en latín, hubieran hablado por boca de Plauto; por más que los antiguos ensalcen con alabanzas a Cecilio, y se atribuyan a Escipión el Africano los escritos de Terencio, sin embargo de que en su clase son los más elegantes y todavía tendrían más belleza si se hubiera contentado con usar sólo de los trímetros. Apenas alcanzamos una ligera sombra de la comedia griega, de manera que estoy en el entender que el lenguaje romano no admite aquella hermosura concedida a solos los atenienses, siendo así que los griegos en ninguna otra lengua la consiguieron. Afranio es excelente en las comedias togadas331, y ojalá no hubiera contaminado sus argumentos con amores manifestando en esto sus costumbres.

2.º Mas no ceden en la historia los latinos a los griegos, ni tengo reparo en contraponer a Salustio al Tucídides, y no lleve a mal Herodoto que le iguale Tito Livio, el cual no sólo en la narración tiene una extraña suavidad y pureza acompañada de muy grande claridad, sino que en las arengas es más elocuente de lo que se puede decir, así   —170→   que todo lo trata en un estilo acomodado a la materia y a las personas; pero por lo que toca a los efectos, con especialidad aquéllos que requieren más dulzura, para decirlo en una palabra, ninguno de los historiadores les ha dado más realce. Y por lo tanto consiguió aquella inmortal viveza de Salustio con diferentes virtudes. Y me parece a mí que dijo bien Servilio Noniano, que más tienen de iguales que de semejantes; este mismo es tenido entre nosotros por hombre de grande ingenio y lleno de sentencias, pero menos conciso de lo que pide la autoridad de la historia, la que poco tiempo antes desempeñó perfectamente Baso Aufidio en los libros que escribió de la guerra de Alemania, y en todos ellos es digno de alabanza por su estilo, pero en algunos no empleó toda la fuerza de su talento.

Resta aún uno que es el decoro y gloria de nuestra edad, sujeto digno de la memoria de los siglos, de quien en otra ocasión se hará mención; ahora ya se entiende quién es332. Tiene apasionados, más no imitadores, de manera que le hizo perjuicio la libertad que se tomó, aunque quitó mucho de lo que había trabajado. Pero aun en lo que ha quedado de sus obras se echa de ver un espíritu bastante levantado, y unos conceptos que tienen mucho de atrevimiento. Otros escritores buenos hay, pero nosotros tocamos ligeramente los principales de ellos, no revolvemos las bibliotecas.

3.º Viniendo a los oradores latinos, pueden igualarse en la elocuencia con los griegos. Y yo no tengo dificultad en contraponer con toda seguridad a Cicerón a cualquiera de ellos. Y no se me oculta cuántos adversarios me concilio, especialmente no siendo mi intento compararle al presente   —171→   con Demóstenes, ni viniendo al caso tampoco, y más cuando yo soy de opinión que Demóstenes es el primero que debe ser leído, o por mejor decir, aprendido de memoria.

En la mayor parte de sus virtudes creo yo que son parecidos, como también en la idea, en el orden, en el modo de dividir, de preparar y proponer las razones, y finalmente en todo lo que pertenece a la invención. En la elocución se diferencian algún tanto; aquél es más conciso, éste más afluente; aquél concluye más reducido, éste disputa con más amplitud; aquél siempre con agudeza, éste frecuentemente además de la agudeza tiene peso en sus palabras; a aquél nada se le puede quitar, a éste nada añadir; aquél es más artificioso, éste más natural.

En los chistes y en mover la compasión (que son los dos más principales afectos) les sacamos ventaja. Y quizá esto nace de que quitó los epílogos la costumbre de Atenas333. Pero el diferente genio del latín no nos concedió a nosotros aquello que los atenienses miran con admiración. Mas en las cartas, aunque de uno y de otro se conservan, no tenemos disputa.

Pero nos es preciso ceder en que aquél fue primero y en gran parte hizo a Cicerón tan grande como es. Pues yo creo que Marco Tulio, habiéndose enteramente dedicado a la imitación de los griegos, imitó la energía de Demóstenes, la afluencia de Platón y la dulzura de Isócrates. Y no sólo consiguió con este estudio lo mejor que halló en cada cual de ellos, sino que con felicísima abundancia sacó de ellos muchísimas, o, por mejor decir, todas las virtudes de su ingenio inmortal. Porque no se entretiene en recoger las aguas lluvias (como dice Píndaro), sino que mana como de una fuente viva, criado por cierto don de   —172→   la Providencia, para que en él experimentase la elocuencia hasta adonde podía llegar.

Porque ¿quién hay que pueda enseñar con más diligencia ni mover con más eficacia? ¿Quién tuvo jamás tanta dulzura? De manera que parece que le conceden voluntariamente aquello mismo que saca por fuerza, y cuando con la fuerza de su elocuencia lleva inclinado a su dictamen al juez, no tanto parece que es por él arrebatado como que voluntariamente le sigue. Además de esto, en todo lo que dice infunde tanta autoridad que da vergüenza apartarse de su opinión, y no tanto hace creer que ejerce el oficio de abogado como el de testigo o juez. También a veces le ocurren naturalmente y sin trabajo todas estas cosas, cada una de las cuales apenas podría discurrir alguno sin grandísimo cuidado; y aquél su modo de decir, que es la cosa más agradable al oído, muestra no obstante la más dichosa facilidad.

Por lo que con razón dijeron los hombres de su tiempo que reinaba en los tribunales, y en la posteridad ha conseguido que el nombre de Cicerón no se tenga por nombre de un hombre, sino de la elocuencia. En éste, pues, tengamos puesta la mira; a éste nos propongamos por dechado. Aquél entienda haber hecho progresos a quien Cicerón agrade sobre todos.

Mucha invención y sumo esmero tiene Asinio Polión, en tanto grado que a algunos les parece ya excesivo; tiene también bastante idea y espíritu; pero dista tanto de la belleza y dulzura de Cicerón, que puede parecer de un siglo antes.

Pero Mesala es elegante y puro, y en su estilo manifiesta en cierto modo nobleza, pero tiene poco nervio.

Gayo César, si tan solamente se hubiera ocupado en el ejercicio del foro, a ninguno otro de los nuestros se le podría poner en competencia con Cicerón. Tan grande es su energía, tal su agudeza y su viveza tal, que se descubre   —173→   que él escribió con el mismo espíritu con que peleaba. Adorna también todos sus escritos con una extraña elegancia de estilo, de la que fue verdaderamente cuidadoso.

Mucho ingenio tuvo Celio, y con especialidad en reprender usó de mucha cortesanía, y fue un sujeto digno de haber tenido más sana intención y más dilatada vida.

A algunos he hallado que daban la preferencia a Calvo sobre todos; otros, por el contrario, he encontrado que creían que por el demasiado rigor que usaba contra sí había perdido el verdadero vigor. Pero su estilo es grave y autorizado, puro, y muchas veces también vehemente. Imitó a los atenienses, y la muerte arrebatada le hizo injuria, si es que algo más tenía que añadir a sus escritos, no para quitar nada de ellos.

Servio Sulpicio mereció con razón ilustre fama por tres oraciones. Casio Severo ofrecerá muchas cosas dignas de imitarse, si se lee con discreción; el cual, si a las demás virtudes hubiera añadido el fuego y gravedad de la oración, debería ser colocado entre los primeros. Porque tiene muchísimo ingenio, extraña acrimonia, urbanidad y muy grande energía; pero consultó más su gusto que la razón; además de esto, así como sus gracias son amargas, así también su amargura viene frecuentemente a ser una cosa ridícula.

Hay también otros muchos autores elocuentes, que sería cosa larga contar. De los que yo he visto, Domicio Afro y Julio Africano son los más excelentes. Aquél por el artificio de sus palabras y por todo su estilo debe tener la preferencia, y sin reparo se le puede colocar en el número de los antiguos; éste tiene más viveza, pero pasa de raya en el cuidado de las palabras, y en la composición alguna vez es harto dilatado y de poca moderación en las traslaciones.

Había poco ha bellos ingenios; pues Trácalo fue por la mayor parte sublime y bastante claro, y de quien se podía   —174→   creer que aspiraba a lo mejor, pero peroró siendo ya de muchos años. Porque lo bien entonado de su voz, cual no he oído en ninguno, su pronunciación y buen talento podían servir aun para los teatros; finalmente, todo lo que toca al exterior lo tuvo de sobra. Vibio Crispo es adornado y gustoso, y como nacido para recrear, pero mejor para las causas particulares que para las públicas.

Si hubiera sido más larga la vida de Julio Segundo, hubiera seguramente logrado una muy esclarecida fama de orador. Porque hubiera añadido, como añadía a sus demás virtudes, lo que se podía desear; esto es, que hubiera sido mucho más vehemente, y muchas veces, no poniendo tanto esmero en la elocución, se hubiera cuidado de las cosas; pero sin embargo de haberle interrumpido la muerte su trabajo, se ha hecho un grande lugar. Tal es su facundia, tan grande su gracia en explicar lo que quiere; tan castizo, suave y hermoso es su estilo; tanta la propiedad de las palabras aun tropológicas, y tanta la significación aun de las expresiones atrevidas.

Los que después de nosotros escribieren acerca de los oradores, tendrán a la verdad grande materia para alabar a los que ahora florecen. Porque en el día hay muy grandes ingenios que hacen ilustre el foro, porque los abogados consumados se estimulan con los antiguos y los imitan, y sigue la industria de los jóvenes que aspiran a lo más excelente.

4.º Restan ahora los que escribieron de filosofía, en cuya materia hubo muy pocos elocuentes en Roma. De éstos fue uno el mismo Marco Tulio, el cual, no sólo en todas sus obras, pero aun en esta materia, imitó a Platón. Bruto, excelente en esta materia y más aventajado que en sus oraciones, desempeñó lo grave de los asuntos, y se conoce que sentía aquello mismo que dijo. Mucho escribió también Cornelio Celso, siguiendo a los escépticos con adorno y elegancia. Planco, entre los filósofos estoicos, es útil para   —175→   el conocimiento de las cosas. Entre los epicúreos, Cacio es autor a la verdad de poca consideración, pero no desagradable.

A Séneca, hombre versado en todo género de elocuencia, he dejado de intento para lo último por la falsa opinión que se ha extendido de mí, creyéndose que yo le condeno y aun que le tengo aborrecimiento. Lo cual me está sucediendo justamente en una ocasión en que me esfuerzo en restituir a su antigua severidad el estilo corrompido y estragado con toda suerte de vicios. Además de que casi sólo éste ha andado siempre en las manos de los jóvenes, y no era ciertamente mi intención quitársele, sino que no podía sufrir que le diesen la preferencia a otros mejores a quienes él no había cesado de desacreditar334, porque, conociendo la diferencia de su estilo, desconfiaba de poder dar gusto a quienes ellos agradaban. Amábanlo, pues, más de lo que le imitaban, y tanto se apartaban de él cuanto él se había alejado de los antiguos. Porque de otra suerte deberían desear hacerse iguales, o a lo menos acercarse a aquel varón. Pero agradaba solamente por los vicios, y cada uno se dedicaba a imitar los que podía. Y después, jactándose de decir como Séneca, le infamaban.

Por otra parte, sus virtudes fueron muchas y grandes; su ingenio claro y magnífico; su estudio muchísimo, y grande el conocimiento que tuvo de todas las cosas, en que, sin embargo, fue engañado alguna vez por algunos a quienes él encargaba averiguasen algunas cosas. Trató también casi toda la materia de estudios, pues andan en manos de todos sus oraciones, sus poemas, sus cartas y sus diálogos. En la filosofía es poco exacto, pero reprende excelentemente los vicios.

Tiene muchas y excelentes sentencias, y muchas cosas   —176→   que se deben leer para el arreglo de las costumbres; pero en la elocución por la mayor parte es defectuoso, y su estilo es tanto más perjudicial, cuanto abunda de vicios halagüeños. Porque se desearía que él hubiera escrito por su ingenio, pero por el juicio de otro. Pues si hubiera despreciado algunas cosas, si se hubiera contentado con menos, si no se hubiera pagado tanto de sus obras y si no hubiera disminuido el peso de las cosas con conceptillos, hubiera merecido más bien la aprobación universal de los eruditos que el amor de los muchachos.

Pero con este conocimiento pueden también ya dedicarse a su lectura los que ya tienen seguridad y suficiente firmeza en el estilo grave, aunque no sea más que porque puede servir para ejercicio del discurso por una parte y por otra. Porque muchas cosas se hallan en él dignas de alabanza, como he dicho, y muchas también dignas de admiración, con tal de que se tenga cuidado en la elección, lo que ojalá él hubiera hecho. Pues aquel natural, que llevó a debido efecto todo lo que quiso, merecía que su voluntad se hubiera inclinado a mejores cosas.



  —177→  

ArribaAbajoCapítulo II. De la imitación

I. Que la imitación es útil y necesaria. Que ninguno se debe contentar con lo que han inventado otros, sino que cada uno debe inventar alguna cosa. Que no sólo se debe uno esforzar en igualarse con los autores que imita, sino también en excederlos.-II. Que debemos poner cuidado en los autores que imitamos y en lo que de ellos nos proponemos imitar. Cada uno en la imitación consulte sus fuerzas.-III. Que se debe guardar el decoro de la materia y cuidar de no dedicarse únicamente a un solo estilo o a un autor sólo.-IV. La imitación no ha de reducirse precisamente a las palabras, sino mucho más a las ideas.


I. De todos estos y de los demás autores dignos de leerse, no sólo se ha de tomar la afluencia de las palabras, la variedad de las figuras y el modo de componer, sino que el entendimiento ha de esforzarse a la imitación de todas las virtudes. Porque ninguno puede dudar de que gran parte del arte se contiene en la imitación. Pues así como lo primero fue inventar, y esto es lo principal, así también es cosa útil imitar lo que se ha bien inventado. Y es tal la condición de toda la vida, que deseamos hacer nosotros mismos aquello que nos parece bien en otros. De aquí es que los niños imitan la forma de las letras para aprender a escribir; los músicos la voz de sus maestros; los pintores las pinturas de los antiguos, y los labradores no pierden de vista la imitación del cultivo de los campos que ha aprobado la experiencia. Vemos, finalmente, que los principios de cualquier ciencia se van formando según aquel objeto que se han propuesto. Y a la verdad, por precisión hemos   —178→   de ser o semejantes o desemejantes de los buenos. Rara vez hace la naturaleza a uno semejante a otro, al paso que la imitación lo hace con frecuencia.

Pero por lo mismo que el conocimiento de las cosas por imitación nos es más fácil a nosotros que a los que tuvieron modelos que imitar, es perjudicial si no se hace con cautela y discreción. Ante todo, pues, la imitación por sí sola no es suficiente, porque es propio de ingenio lerdo contentarse con lo que han inventado otros. Porque ¿qué hubiera de haber sucedido en aquellos tiempos en que no hubo a quién imitar, si los hombres ninguna otra cosa hubieran pensado hacer o discurrir, sino lo que tenían ya sabido? A la verdad, ninguna cosa hubieran inventado. Pues, ¿por qué razón no hemos de poder nosotros inventar lícitamente cosa que antes no se haya usado? Si aquellos hombres ignorantes no tuvieron más guía para inventar tantas cosas que la razón natural, ¿no nos hemos de mover nosotros a discurrir, cuando sabemos con certeza que los que discurrieron inventaron? Y siendo así que ellos que de ninguna cosa tuvieron maestro alguno dejaron muchísimos escritos a la posteridad, ¿no nos servirán de algún provecho a nosotros todas aquellas cosas para inventar otras? ¿Y ninguna cosa tendremos que no sea por beneficio ajeno, semejantes a algunos pintores que ponen todo su estudio únicamente en aprender a copiar pinturas con medidas y con líneas?

Cosa es también vergonzosa contentarse con igualar a lo que se imita. Porque de lo contrario, ¿qué había de suceder si ninguno hubiera hecho más que aquél a quien imitaba? Entre los poetas nada más habría que Livio Andrónico, y entre las historias no tendríamos más que los anales de los pontífices; todavía navegaríamos en pequeñas barcas; no habría más pintura que la que formasen los contornos de la sombra de los cuerpos puestos al sol. Y si todo lo miramos con reflexión, ninguna facultad está en el   —179→   día como cuando se inventó ni como estuvo en sus principios; a no ser que con especialidad condenemos tal vez a estos nuestros tiempos como participantes de esta infelicidad por cuanto ahora últimamente ninguna cosa se aumenta. Porque ninguna cosa hay que tome aumento con sola la imitación. Conque si no se nos permite añadir alguna cosa a los primeros, ¿cómo podemos esperar que haya orador alguno perfecto, y más cuando en los más grandes que hemos conocido ninguno se ha encontrado todavía en el que no se eche menos alguna cosa o tenga que corregir?

Mas aun aquéllos que no aspiran a la suma perfección en la oratoria, deben más bien esforzarse a exceder a otros que a imitarlos. Porque quien hace por ponerse delante de otro, tal vez aunque no le pase, se quedará igual con él. Pero ninguno puede igualar a aquél en cuyas huellas cree que debe ir poniendo los pies; porque preciso es que siempre vaya detrás el que sigue a otro.

A esto se junta el que las más veces es más fácil hacer más que lo mismo. Porque la semejanza tiene tan grande dificultad que ni la naturaleza misma ha podido en esta parte hacer que aun las cosas que más viva semejanza tienen entre sí no se distingan con alguna diferencia.

Además de que todo aquello que se parece a otra cosa es necesario que sea inferior a aquello a que se parece, como la sombra respecto del cuerpo, el retrato respecto de su original, y el ademán de los comediantes respecto de los afectos verdaderos. Lo cual sucede también en las oraciones. Porque las que nos proponemos imitar tienen su propio ser y verdadera energía; por el contrario, toda imitación es sobrepuesta y se acomoda al intento de otro. De lo que resulta que las declamaciones tienen menos energía y vigor que las oraciones; porque en éstas la materia es verdadera, y en aquéllas es fingida.

Júntase a esto que las prendas más grandes que tiene   —180→   un orador, cuales son el ingenio, la invención, la energía, la facilidad y todo lo que no enseña el arte, no se pueden imitar. Y de aquí es que los más, cuando han tomado algunas palabras de las oraciones o algunos determinados pies de composición, ya les parece que imitan primorosamente lo que han tomado; siendo así que las palabras pierden su uso y prevalecen en algunos tiempos como que la regla más fija que ellas tienen es la costumbre, y en sí consideradas ni son buenas ni son malas (no siendo más que sonidos naturales), sino según la oportunidad y propiedad o impropiedad con que se combinan, y como la composición sea acomodada a los asuntos, es muy agradable por la misma variedad.

II. Por tanto en esta parte de estudios debe examinarse todo con el mayor cuidado. En primer lugar, a quiénes hemos de imitar; porque hay muchísimos que han deseado imitar lo más feo y abominable. En segundo lugar debemos examinar qué intentamos imitar en aquellos autores que nos propusimos. Pues aun en los grandes autores ocurren algunas cosas defectuosas y que los doctos entre sí mismos se reprenden mutuamente; y ojalá que a los que imitan lo bueno les condujese la imitación a lo mejor, como a los que imitan lo malo conduce a lo peor.

Mas aquéllos a lo menos que han tenido bastante discreción para evitar los defectos, no se han de contentar con copiar la imagen de la virtud, y por decirlo así, sola la corteza, o por mejor decir aquellas figuras de Epicuro que dice que salen de la superficie de los cuerpos. Esto acontece a aquéllos que sin conocer a fondo la verdadera belleza se proponen por modelo una oración, por decirlo así, a la primera ojeada; y cuando les ha salido con suma felicidad la imitación no se diferencian mucho en las expresiones y armonía, pero no consiguen la energía del decir ni de la invención, sino que las más veces caen en peores defectos e incurren en los vicios que más semejanza   —181→   tienen con las virtudes, y en lugar de ser sublimes se hacen hinchados; en vez de ser concisos no tienen substancia; en vez de ser esforzados se hacen temerarios; de alegres, faltos de vigor; de numerosos, malsonantes, y de sencillos, descuidados.

Y de aquí proviene que los que desgraciada y desordenadamente han imitado cualquiera de aquellos fríos y vanos discursos, se tienen por iguales a los antiguos; los cuales, careciendo del ornato y de las sentencias, pretenden igualarse con los áticos; siendo obscuros por razón de sus cortadas cláusulas, piensan que dejan atrás a Salustio y a Tucídides; los de estilo seco y descuidado pretenden competir con Polión; los superfluos y desmayados, si alguna cosa dicen alguna vez que tenga algún más largo rodeo, juran que Cicerón no hubiera hablado de otra manera. Algunos he conocido que creían haber imitado lindamente aquel divino estilo de decir que este varón tenía con sólo haber puesto en la cláusula esse videatur. Así que lo primero es que cada uno entienda lo que va a imitar, y que sepa por qué razón es bueno.

Después de esto, para tomar esta carga consulte con sus fuerzas. Porque algunas cosas hay inimitables, para las que, o no es suficiente la debilidad de la naturaleza, o la diversidad del genio las repugna. El que tuviere ingenio débil no apetezca solamente lo fuerte y escabroso; y el que tal vez lo tenga fuerte, pero fogoso, deseando ser sutil, no sólo perderá el vigor, sino que no conseguirá la elegancia que apetece. Porque ninguna cosa hay más fuera de propósito que cuando lo suave se hace con aspereza.

Mas yo hice ver al maestro de quien di la idea en el segundo libro, que no debía enseñar sólo aquello a que viese que cada cual de los discípulos se sentía naturalmente dispuesto. Porque él debe fomentar lo bueno que en cada uno de ellos encontrare, y en cuanto fuere posible añadirles lo que les falta, y corregir y mudar algunas cosas;   —182→   porque él es el que rige y forma los ingenios de los otros; y es cosa dificultosa formar su natural. Y aun cuando el tal maestro desee que sus discípulos tengan todas las buenas prendas con la mayor perfección, sin embargo no empleará su trabajo en aquél en quien viere que la naturaleza le sirve de impedimento.

III. También debemos evitar el proponernos por objeto de nuestra imitación a los poetas e historiadores en la oración, o a los oradores y declamadores en una obra de historia o poesía (en lo que la mayor parte yerra). Cada cual tiene su ley y su hermosura. Ni la comedia se eleva usando de los coturnos, ni por el contrario, la tragedia usa del zueco. Tiene, no obstante, la elocuencia alguna cosa común a todos géneros: imite, pues, lo que es común.

Los que se han dedicado solamente a un solo estilo tienen también este defecto, que si les ha petado la aspereza de alguno, no se desnudan de ella aun en un género de causas suave y que pide serenidad; si la debilidad y desnudez en las causas que piden aspereza y gravedad no corresponden al peso de las cosas; siendo así que las causas no sólo son por su naturaleza diversas entre sí mismas, sino que en cada una de ellas lo son también las partes; y unas cosas se deben decir con suavidad, otras con aspereza, unas con viveza, otras con lentitud, unas para enseñar y otras para mover; de todo lo cual es distinto y diverso el orden que las cosas tienen entre sí.

Y así yo no aconsejaría a ninguno que de tal manera se entregase a la imitación de uno solo que en todas las cosas le siguiese. Demóstenes, el más perfecto de todos los griegos, es no obstante más excelente en algún lugar que en otro; tiene muchísimas cosas que imitar; pero ni aun aquél que más se debe imitar ha de ser sólo el imitado. Mas alguno dirá: pues qué, ¿no basta decirlo todo como lo dijo Marco Tulio? Para mí ciertamente bastaría, si pudiera conseguirlo enteramente. ¿Pero qué daño haría imitar en   —183→   algunos lugares la energía de César, la aspereza de Celio, la exactitud de Polión y la discreción de Calvo? Porque prescindiendo de que es propio de un hombre prudente convertir, si puede, en propia substancia lo mejor que se encuentra en cada uno; teniendo en medio de tan grande dificultad puesta la mira en una sola cosa, apenas se consigue alguna parte de ella. Por lo que siéndole casi negado al hombre el imitar enteramente el autor que se ha escogido, pongamos delante de nuestros ojos lo bueno que hay en muchos para que lo uno haga unión con lo otro, y lo acomodemos adonde cada cosa convenga.

IV. La imitación (y esto mismo lo repetiré muchas veces) no se haga tan solamente en las palabras. En donde se debe poner todo el cuidado es en reflexionar cuán bien guardaron aquellos hombres el decoro en las cosas y personas, cuál fue su idea, cuál la disposición y en cuánto grado se dirigen todas las cosas a triunfar de los ánimos, aun aquéllas que parece que se ponen para deleitar, qué hacen en el exordio, cuál es el orden que observan en la narración y de cuán varias maneras la hacen, en qué consiste la fuerza de probar y de refutar, a cuánto se extiende la ciencia de mover los afectos de todas especies y cómo sacaban utilidad de la misma alabanza popular, la cual es muy honrosa cuando naturalmente nos sigue, no cuando es buscada de propósito. Si todo esto previéremos, será verdadera nuestra imitación.

Mas el que a todo esto añadiere sus propias prendas, de manera que supla lo que faltare y corte lo que hubiere superfluo, este tal, que es el que buscamos, será perfecto orador, a quien en la presente ocasión más bien que nunca le convenía llegar a su última perfección, habiendo de sobra tantos más modelos de bien hablar que los que tuvieron los que aun el día de hoy son consumados. Y será también alabanza suya el que se diga que excedieron a sus antecesores y enseñaron a la posteridad.



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ArribaAbajoCapítulo III. Del modo de escribir

I. Cuán grande sea la utilidad de escribir.-II. Qué se debe escribir con el mayor cuidado: este cuidado es necesario a los principios.-III. Reprende la pesadez odiosa de algunos en escribir. Alega ejemplo. Para la prontitud en el escribir hará al caso el tener bien meditada la materia. Reprende el desidioso descuido de otros.-IV. Condena la costumbre de dictar. Que un sitio retirado es acomodado para escribir, mas no los bosques y las selvas.-V. En qué términos es útil la vela de por la noche.-VI. Si conviene escribir en tablillas enceradas o en vitela y de qué modo.


Éstos son los medios que exteriormente se ponen para alcanzar la elocuencia; mas en aquellas cosas que hemos de adquirir nosotros mismos, trae también grandísima utilidad la pluma, al paso que es una cosa que de suyo cuesta trabajo. Y con razón la llama Marco Tulio causa y maestra excelentísima de decir. El cual parecer, atribuyéndolo a Lucio Craso en las disertaciones que compuso acerca del orador, juntó su dictamen con la autoridad de aquél.

Es necesario, pues, escribir con el mayor cuidado y lo más que se pueda. Porque así como la tierra cuanto más profundamente es cavada se hace más fecunda para producir y hacer crecer las semillas, así también el aprovechamiento que resulta de un estudio profundo produce más abundantes frutos en las letras y los conserva con mayor felicidad. Pues a la verdad, sin este conocimiento de que se requiere haber trabajado mucho en escribir, aquella misma facilidad de hablar de repente sólo producirá una   —185→   vana locuacidad y palabras como nacidas en los labios. En el escribir se contienen como las raíces y fundamentos de la elocuencia; allí están escondidas las riquezas como en cierto erario más sagrado, para sacarlas de allí también en las urgencias repentinas, cuando la necesidad lo pide. Ante todo cobremos fuerzas que puedan sostener el trabajo de los debates y que con el ejercicio no se aniquilen. Porque la naturaleza ninguna cosa grande quiso que llegase a perfección en poco tiempo, y a cualquier obra que hubiese de contener en sí muy grande hermosura le puso delante dificultad; y aun en el nacer puso también esta ley, que los más grandes animales estuviesen por más tiempo en las entrañas de sus madres.

II. Pero siendo de dos maneras la cuestión, a saber: de qué manera se ha de escribir y qué es lo que más conviene que se escriba, comenzaré desde aquí a seguir el orden. Sea en primer lugar lo que se escribe una cosa hecha con esmero, aunque se tarde; busquemos lo más excelente, y no nos enamoremos inmediatamente de lo que se nos pone por delante; debe haber discreción en el inventar, y disposición en lo que se ha elegido como bueno. Debe hacerse elección de cosas y de palabras, y es necesario examinar el peso de cada una.

Sígase después el modo de colocarlas, y ejercítense de todos modos los números335, y cada palabra no ha de ocupar su lugar según fuere ocurriendo. Y para que esto lo ejecutemos con más exactitud, se ha de repetir frecuentemente lo que se acaba de escribir. Porque prescindiendo de que de esta suerte se une mejor lo que se sigue con lo que antecede, aquel calor de la imaginación, que con la detención del escribir se ha resfriado, cobra de nuevo fuerzas   —186→   y, como cuando se toma carrera para saltar, adquiere aliento; lo que vemos en las apuestas que se hacen para saltar, que para hacerlo con más esfuerzo, toman más larga la carrera, para llegar con ella a aquel término sobre que es la contienda, y así como encogemos los brazos para tirar y para arrojar los dardos estiramos hacia atrás las cuerdas.

Sin embargo, algunas veces se deben desplegar las velas cuando el viento sopla, con tal que esta prosperidad no nos engañe. Porque todas nuestras cosas cuando están en sus principios son agradables, pues de lo contrario no se escribirían. Pero volvamos a meditar y examinar lo escrito, y segunda vez reconozcamos esta sospechosa facilidad. Así sabemos que escribió Salustio, y en verdad que se descubre bien el trabajo aun por la misma obra; y Varo refiere que Virgilio componía muy pocos versos en un día.

Distinto es el constitutivo del orador, y así encargo en los principios esta detención y solicitud. Porque lo primero que se debe entablar y procurar conseguir es el escribir con la mayor perfección. El ejercicio dará facilidad. Poco a poco irán ocurriendo las cosas; corresponderán las expresiones; seguirá la composición, y todas las cosas, finalmente, como en una familia bien gobernada, estarán en su ejercicio. En esto está todo: escribiendo con precipitación, no se consigue escribir bien; mas escribiendo bien, se logra hacerlo pronto.

Pero cuando sucediere el tener nosotros aquella inoportuna facilidad, entonces es cuando más que nunca nos hemos de resistir a ella y reflexionar sobre lo que debemos hacer, conteniéndola no de otra suerte que el cochero detiene con el freno a los caballos feroces, lo cual tan lejos está de que nos cause detención que antes bien nos infundirá nuevos alientos.

III. Y no soy de parecer que deben obligarse de nuevo a la dura pena de escrupulizar en todo los que ya han adquirido   —187→   alguna firmeza en escribir. Porque ¿cómo podrá dar el debido cumplimiento a las obligaciones civiles el que se eternice en cada una de las partes de las defensas de los pleitos? Algunos hay que con nada se contentan; todo lo quieren mudar y decirlo todo de distinta manera de lo que les ocurre; otros hay desconfiados, y que de su talento ningún provecho han sacado, los cuales tienen por exactitud hacerse más dificultoso el escribir. Y no es fácil decir cuáles son los que mayor yerro cometen, si aquéllos que viven muy pagados de sus obras, o los que todo lo que escriben les disgusta. Porque frecuentemente sucede, aun a los jóvenes de talento, que se consumen trabajando, y vienen a dar en el extremo de no decir palabra por el demasiado deseo que tienen de decir con perfección.

Sobre lo cual me acuerdo que me contó Julio Segundo, aquel contemporáneo mío y a quien como amigo amaba, como es notorio, hombre de extraña elocuencia, lo que en cierta ocasión le decía un tío suyo. Éste fue Julio Floro, príncipe de la elocuencia de las Galias (porque últimamente allí la ejercitó), por otra parte elocuente entre algunos y digno de aquella parentela. Habiendo, pues, éste visto por casualidad triste a Julio Segundo, cuando aún andaba a la escuela, le preguntó cuál era la causa de mostrar tanta tristeza en su semblante, y el joven le declaró que hacía ya tres días que discurriendo sobre el asunto propuesto para escribir, no le ocurría el exordio; de lo que no sólo se originaba por entonces su sentimiento, sino la causa de su desesperación para lo sucesivo. Entonces Floro, riéndose, le dijo: Pues qué, ¿pretendes tú hablar mejor de lo que te es posible? Así es que debemos procurar hablar lo mejor que podamos, pero debemos hablar según nuestra posibilidad. Porque para el aprovechamiento se requiere la aplicación, mas no la indignación.

Mas no sólo el ejercicio, el que sin duda alguna sirve mucho, sino también el método contribuirá también a que   —188→   podamos escribir mucho y con prontitud; esto es, que en lugar de tener levantada la cabeza mirando al techo y agitando con murmullo la imaginación, esperando lo que nos ha de ocurrir, reflexionaremos qué es lo que pide el asunto, qué conviene a la persona, cuál es la ocasión y cuál el ánimo del juez, poniéndonos a escribir de un modo racional. De esta manera la naturaleza misma hará que nos ocurran los principios y lo que se ha de seguir. Porque la mayor parte de las cosas tienen su limitación, y si no cerramos los ojos se nos vienen a la vista, y de aquí es que los ignorantes y la gente del campo no discurre mucho tiempo por dónde ha de empezar; por cuya razón es cosa más vergonzosa el que la instrucción sea causa de mayor dificultad. Así que no tengamos siempre por lo mejor lo que está oculto; de otra suerte, enmudezcamos si nada hemos de decir sino lo que no alcanzamos.

Diferente de éste es el vicio de aquéllos que al principio quieren correr por el asunto con una pluma muy ligera, y escriben de repente siguiendo el ímpetu de su imaginación acalorada (a esto lo llaman selva); después vuelven de nuevo a ello y corrigen los yerros que se les habían escapado; las palabras y los números quedan corregidos, pero en las cosas, inconsideradamente amontonadas, queda la misma falta de peso que había antes. Será, pues, lo mejor poner cuidado desde luego y dirigir desde el principio la obra, de tal suerte que sólo sea preciso perfeccionarla, no fabricarla de nuevo. No obstante, alguna vez seguiremos el ímpetu de los afectos, en los que sirve más el acaloramiento que el cuidado.

IV. Por lo mismo que reprendo este descuido de los que escriben, se descubre bastantemente cuál es mi parecer acerca de los que tienen sus delicias en dictar. Porque cuando escribimos nosotros, aunque sea de prisa, nos da tiempo la mano, que nunca es tan veloz como la imaginación; mas aquél a quien dictamos da prisa, y algunas veces   —189→   nos causa vergüenza el dudar, el pararnos o mudar alguna cosa, como temiendo al testigo de nuestra insuficiencia. De lo que resulta que salen algunas cosas, no solamente sin pulir e imprevistas, sino también impropias, cuando tan solamente reina el deseo de ir uniendo palabras a palabras, que ni las alcanza el cuidado de los que escriben ni el ímpetu de los que dictan. Mas aquel mismo que escribe, si por ser más pesado en escribir o más torpe en el leer, sirviere muchas veces como de estorbo, se corta el hilo, y toda la idea que se había concebido a veces se desvanece por la detención y enfado.

Además de esto, aquellas cosas que son consiguientes al claro movimiento del ánimo y que por sí mismas lo ponen en cierto modo en agitación, y de las que es efecto propio el mover frecuentemente la mano, torcer el rostro, volverse, ya de un lado, ya de otro, y a veces reprender a voces, y lo que Persio nota cuando da a entender un modo de hablar sin peso, diciendo: Ni da golpe en el bufete, ni se saborea, mordiéndose las uñas (Sátiras, I, verso 105), son también cosas ridículas, a no ser que estemos solos.

Finalmente, para decir de una vez la razón más poderosa, ninguno pondrá duda en que a los que escriben les es sumamente necesario un sitio retirado y libre de testigos, y el más profundo silencio, todo lo cual se destruye con el dictado.

Sin embargo de esto, no se les ha de dar inmediatamente oídos a los que creen que para esto no hay cosa más acomodada que los desiertos y las selvas, a causa de que aquel despejo de cielo y amenidad de lugares ensanchan el ánimo y hacen más feliz el espíritu. Pues este retiro más me parece a mí que es estímulo para la diversión que para los estudios. Puesto que aquello mismo que deleita es preciso que distraiga de trabajar con intensión en la obra que uno se ha propuesto. Porque hablando de buena fe, el ánimo no puede a un mismo tiempo atender a muchas cosas, y a   —190→   cualquier cosa a que atendiere deja de contemplar lo que se había propuesto. Por cuya razón la amenidad de las selvas, las corrientes de los ríos, el suave viento que sopla entre las ramas de los árboles, el canto de las aves y la misma libertad que la vista tiene para explayarse con anchura se llevan más la atención, en tanto grado que esta diversión más me parece a mí que distrae que recoge la imaginación. Mejor lo entendía esto Demóstenes, el cual se retiraba a un sitio desde donde ni podía oírse ruido alguno, ni verse cosa ninguna, para que la vista no pusiese al alma en la precisión de pensar en otra cosa.

V. Y por lo tanto los que trabajan por la noche han de estar como encubiertos con el silencio de ella, encerrados en una habitación y con una sola luz. Pero como sea verdad que en todo género de estudios, y con especialidad en éste, es necesaria la salud robusta, como también la frugalidad, que es la que más contribuye a ella, tanto más se necesita cuando gastamos en el más molesto trabajo el tiempo que la naturaleza misma nos ha concedido para el descanso y sustento. En el cual trabajo no ha de emplearse más tiempo que el que sobrare del sueño, sin que le falte nada. Porque el mismo cansancio sirve también de estorbo al cuidado de escribir, y si hay lugar por el día, es tiempo harto suficiente, y la necesidad es la que obliga a los que trabajan por la noche. Sin embargo, la vela de por la noche es un género de secreto el más apreciable, siempre que nos pongamos a ella estando robustos y descansados.

Pero al paso que el silencio, el retiro y el ánimo por todas partes desembarazado son cosas sumamente apetecibles, no pueden siempre verificarse, y por lo tanto si ocurriere algún ruido, no por eso se han de abandonar inmediatamente los libros, ni nos hemos de lamentar de la pérdida del día, sino que se ha de resistir a lo que nos incomoda y acostumbrarnos a que el recogimiento de   —191→   nuestra imaginación supere todo lo que estorbe, y si con toda el alma se fijare la atención en aquello mismo que se trabaja, ninguna de las cosas que se presentan a la vista y llegan al oído llegará al alma. Pues si una ocurrencia casual tiene virtud muchas veces para hacer que no veamos a los que se encuentran con nosotros y que perdamos el camino, ¿no lograremos esto mismo si queremos?

No debemos fomentar las causas de la desidia. Porque si llegáremos a persuadirnos de que no se ha de estudiar sin estar bien descansados, alegres y desembarazados de todos los demás cuidados, nunca nos faltará motivo para excusarnos. Por cuya razón entre la gente, en el viaje, en los convites y aun en la junta se ha de hacer la imaginación su retiro. Porque de lo contrario, ¿qué sucederá cuando tengamos que hablar de repente con un discurso seguido en medio del foro, rodeados de tantos tribunales, disputas y de gritos que ofrece la casualidad, si no podemos acordarnos sino en la soledad de lo que escribimos? Por lo cual aquel mismo Demóstenes, tan amante del retiro, se acostumbraba a no turbarse con el bullicio del auditorio meditando en una playa, en donde las olas se estrellan con el más grande ruido.

VI. Tampoco debe olvidarse lo que es menos (sin embargo de que en los estudios ninguna cosa hay de poca consideración), a saber: que es muy bueno escribir en tablas enceradas, en las cuales se puede muy fácilmente borrar lo que se escribe, a no ser que tal vez la debilidad de la vista haga necesario el uso de las vitelas, las cuales al paso que ayudan a la vista detienen la mano y contienen el ímpetu de la imaginación con el continuo llevar y traer las plumas para mojarlas.

Mas en cualquiera de los dos modos de escribir se deben dejar huecos en lo que se escribe, en los cuales se pueda libremente escribir cuando se hubiere de añadir   —192→   alguna cosa. Porque a veces el no haber espacio en la escritura para corregir infunde pereza, o lo que estaba escrito se confunde con lo que nuevamente se interpone.

Ni me parece bien que las tablas en que se escribe sean desproporcionadamente anchas, porque tengo la experiencia de un joven a la verdad aplicado, que tenía unos razonamientos interminables, a causa de que se gobernaba para ellos por el número de renglones que en su tabla le cabían; el cual defecto, que no se le había podido corregir con la frecuente reprensión, se le quitó mudando de cartapacio.

Debe también tener el cartapacio una margen en donde se anote lo que suele ocurrir fuera de orden a los que escriben; esto es, de cosas pertenecientes a lugares distintos de los que a la sazón se tienen entre manos. Porque alguna vez ocurren de improviso muy excelentes pensamientos, los que ni conviene insertar en lo que se está escribiendo ni es seguro el dejarlos para otra ocasión, porque a veces se olvidan y a veces distraen de inventar otras cosas a los que sólo cuidan de conservarlos en la memoria. Y por lo tanto de ninguna otra manera se conservan mejor que teniéndolos como en depósito apuntados.



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ArribaAbajoCapítulo IV. De la corrección

Síguese la corrección, parte de las más útiles de los estudios. Por lo que con razón se cree que no menos hace la pluma cuando borra que cuando escribe. Es propio de este ejercicio el añadir, quitar y mudar. Pero más fácil y sencilla cosa es el juzgar cuándo se ha de añadir o quitar; mas el haber de bajar lo hinchado, realzar lo bajo, reducir a menos lo superfluo, poner en orden lo que está desordenado, hacer que tenga unión lo que no la tiene y contener el excesivo adorno de la oración, esto es duplicado trabajo. Porque no sólo hay que reprobar lo que había parecido bien, sino que se hace preciso volver a discurrir lo que se había olvidado. Y no hay duda que el mejor modo de corregir es dejar por algún tiempo lo que se ha escrito, para volver después a tomarlo como una cosa nueva y de otro, a fin de que nuestros escritos, como recientes frutos, no nos lisonjeen.

Pero no puede esto verificarse siempre con especialidad en un orador, que necesita muchas veces escribir para lo que ocurre de presente; además de que la corrección tiene su término. Porque hay algunos que vuelven a corregir todo lo que ya habían escrito, como si estuviera lleno de defectos y como si nada de lo que se escribió la primera vez pudiese estar bueno, tienen por mejor cualquier otra, y esto mismo hacen todas las veces que vuelven a tomar el libro en las manos, a la manera de los médicos, que cortan aun lo que está sano. De lo que viene a suceder que con esta exactitud quedan sus escritos como llenos   —194→   de cicatrices, sin alma y en peor estado. Alguna vez, pues, ha de haber alguna cosa que nos agrade, o que a lo menos nos satisfaga, de manera que la lima sirva para pulir la obra, no para destrozarla.

También debe haber medida del tiempo. Porque lo que sabemos de Cina, que tardó nueve años en escribir la Esmirna, y lo que de Isócrates se dice, que apenas acabó un panegírico en diez años, nada tiene que ver con el orador, cuyo auxilio de nada servirá si fuere tan tardío.



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ArribaAbajoCapítulo V. Qué cosas principalmente se han de escribir

I. Al principio hará al caso traducir del griego al latín. Traducir también del latín. Refuta la opinión de Cicerón. También conviene hacer variaciones de muchos modos en nuestra lengua.-II. Cualquier asunto, por sencillo que sea, es excelente para adquirir la elocuencia. Proposiciones. Confirmación y refutación de opiniones. Lugares comunes. Declamaciones. Historias. Diálogos. Versos. Que los jóvenes no se detengan mucho tiempo en las declamaciones. Que los pleitos que hubieren oído defender o algunos otros los traten en pro y en contra.


Resta ahora el que digamos qué cosas con especialidad se han de escribir. Es un trabajo superfluo el explicar qué materias se han de escribir y qué cosas se han de tratar las primeras, cuáles las segundas y cuáles después; porque esto ya queda explicado en el primer libro, en que propusimos el método de estudios de los niños, y en el segundo en que ya dimos el de los más adelantados. Pero de lo que ahora se trata, que es de donde especialísima resulta la afluencia y facilidad, es el traducir del griego al latín, lo que nuestros antiguos oradores tenían por lo mejor. Lucio Craso en aquellos libros de Cicerón acerca del orador, dice que lo hizo esto con frecuencia. Esto mismo se recomienda allí en boca del mismo Cicerón con la mayor frecuencia. Además de esto dio a luz, trasladados del griego al latín por este estilo, los libros de Platón y de Jenofonte. Esto fue del agrado de Mesala, y escribió a este tenor muchas oraciones; en tanto grado que   —196→   competía en la sutileza tan difícil a los romanos con aquella célebre oración de Hipérides en favor de Friné.

Y es clara la razón de la utilidad que resulta de este ejercicio. Porque los autores griegos tienen materias abundantes, añadieron mucho artificio a la elocuencia, y los que los traducen tienen la proporción de usar las expresiones más excelentes; pues de todas las nuestras hacemos uso y tenemos una cierta precisión de discurrir muchas y varias figuras, con las que principalmente se adorna la oración; por cuanto por lo común son diferentes los modos de hablar de los griegos de los de los romanos.

Pero aun la variación de los autores latinos también contribuirá mucho. Y por lo que respecta al desenlace de los versos, creo que ninguno pondrá duda; único ejercicio de que se dice que usó Sulpicio. Pues el entusiasmo de los poetas ayuda para elevar el estilo; sus expresiones, que son más atrevidas por la libertad poética, no impiden al orador valerse de sus pensamientos, aunque con otros términos336. Mas también se les puede añadir a las sentencias la energía oratoria y suplir lo que les falta y reducir a menos lo que tiene más extensión. Y no ha de reducirse la interpretación a una mera paráfrasis, sino que ha de ser ejercicio e imitación sobre unos mismos pensamientos.

Y por esta razón soy de distinta opinión que aquéllos que prohíben traducir las oraciones latinas, porque siendo ya excelentes, cualquier cosa que de otro modo dijéremos es necesario que sea una cosa peor. Porque ni siempre se ha de desconfiar del poder inventar alguna cosa   —197→   mejor que lo que otros han dicho, ni la naturaleza hizo tan estéril y pobre la elocuencia que no se pueda hablar bien de un asunto sino de un solo modo. A no ser que digamos que el ademán de los comediantes puede hacer muchas variaciones acerca de unas mismas voces, y que es menor la virtud de la oratoria, de suerte que tratada la cosa de una manera ya no hay más que decir sobre la misma materia.

Pero supongamos que no discurrimos ni mejor ni tan bien; con todo eso podemos ir a los alcances. Pues qué, ¿nosotros mismos no hablamos dos y más veces de un mismo asunto y alguna vez sentencias seguidas? A no decir que con nosotros mismos podemos competir y no podemos hacerlo con otros. Porque si de una sola manera se habla bien, podremos imaginar que los antiguos no han cerrado el camino para la elocuencia. Mas son innumerables las maneras de hablar bien y muchísimos los caminos que a ello conducen. La brevedad tiene su cierta gracia y también la afluencia de palabras; una es la que se encuentra en las palabras trasladadas y otra es la que se encuentra en las propias. A una cosa hace recomendable el modo de hablar recto337 y a otra la figura por variación de casos. Finalmente, la misma dificultad es muy útil para el ejercicio.

Además de esto, de esta suerte ¿no se entienden mejor los más grandes autores? Porque no pasamos de largo por lo escrito leyéndolo sin cuidado, sino que miramos por todos lados cada una de las cosas y por necesidad las penetramos, y conocemos cuán grande recomendación tienen por lo mismo que no podemos imitarlas.

También será del caso que no sólo traduzcamos los escritos   —198→   ajenos, sino que también variemos de muchos modos los de nuestra lengua, para tomar de intento algunas sentencias y manejarlas con el mayor adorno, a la manera que en una misma cera se suelen formar diversas figuras.

II. Mas estoy en el entender de que de cualquier materia por muy sencilla que sea se adquiere muchísima facilidad. Pues con facilidad se ocultará la falta de vigor entre aquella grande variedad de personas, causas, lugares, tiempos, dichos y hechos, ofreciéndose por todos lados tantas cosas de las cuales se puede tomar alguna. Y es prueba de habilidad amplificar lo que por naturaleza es reducido, dar aumento a lo que de suyo es pequeño, hacer que tengan variedad las cosas que se parecen, hacer gustosas las cosas claras y hablar bien y mucho de lo poco.

Para esto serán muy del caso las cuestiones infinitas que ya hemos dicho que se llaman theses, en las que Cicerón, siendo ya el principal en la república, solía ejercitarse. También los lugares oratorios comunes, los que también sabemos que escribieron los oradores. Pues el que con abundancia de palabras manejare solamente éstos que en derechura se dirigen al asunto y que por ningún rodeo se apartan de él, tendrá seguramente más afluencia en aquéllos que admiten más digresiones, y tendrá disposición para manejar todos los asuntos. Porque todos ellos se componen de cuestiones generales. Porque, ¿qué diferencia hay en que se ponga en disputa si Milón quitó justamente la vida a Clodio, o si conviene quitar la vida a un salteador o a un ciudadano perjudicial a la república, aun cuando no ponga asechanzas? ¿Si Catón obró bien en dar a Hortensio su mujer Marcia? ¿o si tal cosa es propia de un hombre de bien? Acerca de las personas se juzga, pero de las cosas se disputa.

Mas las declamaciones, cuales son las que se dicen en las escuelas de retórica, si son conformes a la verdad y semejantes a las oraciones son utilísimas, no solamente en   —199→   las que se ejercita a un mismo tiempo la invención y la disposición mientras se está aprendiendo, sino aun cuando ya es el orador consumado y famoso en el foro. Porque se fomenta y se pone más lozana la elocuencia con éste como sustento más gustoso; y fatigada con la aspereza continua de las disputas, toma nuevo aliento.

Por donde la amenidad de la historia se ha de considerar también alguna vez como del caso para ejercitar el estilo, como también el explayarse con la libertad de los diálogos. Y no se opone a esto tampoco el ejercitarse por diversión en componer algún verso, así como los atletas, omitiendo por algún tiempo el abstenerse de ciertos manjares y dejando el ejercicio de la lucha, se recobran con el descanso y haciendo uso de manjares más gustosos. Y me parece a mí que Cicerón se hizo tan ilustre en la elocuencia porque hizo también estas interrupciones de estudios. Porque si no salimos de la materia de pleitos, preciso es que el lucimiento venga a menos, se endurezca la articulación y la agudeza misma del ingenio venga a embotarse con la cuotidiana disputa.

Pero al paso que este como cebo de decir sirve para reparar y recobrar a los que se ejercitan y en cierto modo militan en los debates del foro, los jóvenes no deben detenerse demasiado en la falsa pintura de las cosas y en las vanas ideas, de manera que después que de ellas se separen sea dificultoso acostumbrarlos a que sin temor miren los peligros verdaderos que los deslumbran, como la vista del sol después de aquella obscuridad en que se hubieren casi envejecido. Lo que se cuenta que le sucedió también a Porcio Ladrón, que fue el primer profesor más afamado, que teniendo muy grande opinión en las escuelas y habiendo de defender un pleito al descubierto, pidió con mucha instancia que trasladasen los asientos al foro338;   —200→   tan nuevo fue para él aquel cielo, que toda su elocuencia parecía reducirse a las paredes de una sala.

Por lo cual, el joven que con cuidado hubiere ya aprendido de sus maestros el modo de discurrir y hablar (lo cual no es un trabajo infinito si lo saben enseñar) y hubiere adquirido también un moderado ejercicio, elíjase algún orador, que es lo que se estilaba entre los antiguos, sígale e imítele, asista a las defensas de los pleitos que pudiere y no pierda jamás de vista el ejercicio a que se le destina; componga además de esto él mismo por escrito o aquellas mismas materias que oyere defender, o trate también otras en pro y en contra con tal que sean verdaderas, y ejercítese en lances sucedidos, como vemos que lo hacen los gladiadores. Mejor es esto que escribir contra lo que escribieron los antiguos oradores, como hizo Sestio contra la defensa que Cicerón hizo a favor del mismo, no pudiendo informarse suficientemente de la otra parte por sola la defensa.

De esta manera se habilitará más pronto el joven a quien el maestro hubiere precisado a acercarse lo más que hubiere sido posible a la verdad y a explayarse por todas las materias, de las cuales ahora eligen lo más fácil y favorable. Opónese a esto lo que en el segundo libro dejé sentado, que es la numerosa multitud de discípulos y la costumbre de declamar en determinados días por clases, y algún tanto también la preocupación de los padres que se cuidan más de contar las declamaciones que de ver su mérito. Pero como ya he dicho, me parece, en el primer libro, el buen maestro no se cargue de mayor número de discípulos que el que pudiere sobrellevar, y corte la demasiada   —201→   charlatanería, de manera que solamente se digan aquellas cosas que están en controversia, y no todas las cosas que hay en la naturaleza, como algunos quieren; por otra parte o les dará más tiempo para prevenirse o permitirá que se dividan las materias. Porque de más provecho servirá una sola que se haya trabajado con cuidado hasta concluirla, que muchas que se hubieren comenzado y tocado por encima. Por lo cual sucede que ni cada cosa se pone en su lugar ni guardan su ley aquellas cosas que son las primeras amontonando los jóvenes florecillas de todas partes en lo que van a decir; de lo que resulta que temiendo perder lo que se sigue confunden lo primero.



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ArribaAbajoCapítulo VI. De la meditación

Muy grande unión tiene con la escritura la meditación, la cual no sólo recibe de ella fuerza, sino que guarda un cierto medio entre el trabajo de escribir y perorar de improviso y no sé si de uso muy frecuente. Porque ni en todas partes ni siempre podemos escribir, mas para meditar hay muchísimo tiempo y muchísimos lugares. La meditación en muy pocas horas abraza aun los asuntos de grande consideración. Ella, siempre que el sueño se interrumpe, se sirve de las tinieblas mismas de la noche. Ella encuentra algún lugar desocupado aun en medio de las ocupaciones diarias y nunca se halla ociosa. Y no sólo dispone ella dentro de sí misma el orden de las cosas (lo cual sólo bastaba), sino que une tan bien las palabras, y de tal suerte combina toda la oración, que no le falta más que el escribirla. Porque las más veces se queda más fielmente impreso en la memoria lo que se amplifica sin ninguna seguridad para escribir.

Pero no se puede llegar ni de repente ni de pronto a conseguir esta firmeza para meditar. Porque ante todo se ha de formar con el mucho ejercicio de escribir una idea que no se nos olvide aun cuando estemos meditando; en segundo lugar nos hemos de ir poco a poco habituando a comprender primero pocas cosas de las que podamos dar fielmente razón, y después se han de ir aumentando con tal tiento que no se advierta el trabajo de aumentarse la carga reteniéndolas en la memoria con el mucho uso y ejercicio, en el cual consiste por la mayor parte la memoria, y así debo yo dejar algunas cosas para cuando trate de ella. Sin embargo, llega a tanto este ejercicio que aquél   —203→   que nada puede conseguir por el ingenio, con el auxilio sólo de este constante estudio llega a conseguir que fielmente le ocurran perorando todas aquellas cosas que hubiere discurrido, escrito y aprendido, y así cuenta Cicerón que Metrodoro Escepsio y Erifilo Rodio de los griegos, y Hortensio de los nuestros, repitieron a la letra perorando lo que habían reeditado.

Pero si mientras se está diciendo ocurriere de repente algún concepto que pueda servir de lustre a la oración, no nos hemos de atener supersticiosamente a lo pensado, porque no es una cosa de tanta estimación que no se pueda dar lugar a lo que ocurra; siendo así que aun en los escritos muchas veces se insertan cosas que han ocurrido de repente. Y así de tal manera se ha de disponer toda esta especie de ejercicio que fácilmente podamos dejarlo y volver a él. Porque así como lo primero es llevar de casa materia dispuesta y determinada para hablar, así también es la mayor necedad no hacer aprecio de los conceptos que ofrece la casualidad. Por cuya razón la meditación ha de estar dispuesta a que lo que nos ocurra de repente no quede frustrado, antes bien pueda servirnos de algún auxilio.

Mas con la firmeza de la memoria lograremos el que con seguridad nos vayan ocurriendo las cosas que hemos aprendido, y evitar el que nos estorben premeditar, al tiempo que con cuidado estamos recapacitando y suspensos con la esperanza única de acordarnos. Porque a no ser así, sería menos malo el exponerse temerariamente a lo que de repente ocurriese que ir atenidos a una imaginación que fácilmente se distrae del asunto. Porque el volver atrás es más peligroso; pues por buscar la idea que se nos fue perdemos el hilo de lo que vamos diciendo, y nos acordamos de las cosas más bien por la memoria que por la materia de ellas. Y en caso de buscar lo mejor, más cosas nos suministra la materia que la memoria.



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ArribaAbajoCapítulo VII. De la facilidad de decir de repente

I.- Cuán útil sea y cuán necesaria.-II. De qué manera se adquiere.-III. De qué manera se conserva.


I. La facilidad de perorar de repente es uno de los más grandes frutos de los estudios y como un cierto premio grandísimo de un dilatado trabajo; la cual facilidad quien no la consiguiere, puede, a mi parecer, hacer renuncia de los cargos civiles y emplear en otras ocupaciones la facilidad sola de escribir, porque no le está bien a un hombre acreditado dar palabra de socorrer al público y faltar después a ella en los peligros evidentes, como mostrar el puerto adonde la nave no puede arribar sin ser llevada con suaves vientos. Puesto que ocurren infinitas ocasiones repentinas en que urge hablar de repente, o en presencia de los magistrados, o en las juntas de los tribunales que se tienen antes del día señalado, de los cuales lances si alguno le ocurriere, no digo a cualquiera de los ciudadanos inocentes, sino a alguno de nuestros amigos o parientes, ¿se estaría sin hablar palabra? Y a los que le suplicasen que en el instante mismo los defendiese, porque si no los socorría iban a perecer, ¿les pediría que le diesen tiempo, lugar retirado y silencioso, mientras dispusiese lo que había de decir se le quedase en la memoria y pusiese en tono su voz y aliento? ¿Pues qué razón hay para sufrir que un orador no esté dispuesto para estos lances?

¿Pues qué sucederá si fuere necesario responder a la parte contraria? Porque muchas veces nos engañamos en   —205→   lo que juzgamos y escribimos, y de repente el asunto muda de aspecto. Y así como el piloto tiene que alterar el rumbo que seguía por evitar los golpes de las tempestades, así también el que defiende los pleitos ha de alterar el orden según la variedad de ellos. Porque ¿de qué sirve el estilo, la lección continua y la carrera dilatada de estudios si persevera la misma dificultad que a los principios? A la verdad, quien siempre encuentra la misma dificultad debe confesar que para él todo el tiempo que ha pasado fue perdido. Y todo esto que yo digo no es con el fin de que el orador estime más hablar de repente, sino que cuando ocurra esté en disposición para ello.

II. Esto lo conseguiremos principalmente de esta manera. Lo primero sépase el modo de decir. Porque la carrera no puede llegar al término sin saber primero adónde se ha de dirigir y por dónde. Y no basta saber cuáles son las partes de las causas judiciales, o disponer con arreglo el orden de las cuestiones (sin embargo de que éstas son cosas principales), sino cuál ha de ser lo primero en cualquier parte, cuál lo segundo y cuál lo tercero; las cuales cosas tienen entre sí tanta conexión que no se pueden mudar o entrecortar sin que resulte confusión. Y cualquiera que aprendiere el camino por donde se ha de introducir en el asunto, ante todo se ha de gobernar por la serie de las cosas como por guía; por lo que, aun los que tienen un mediano ejercicio, guardan con la mayor facilidad este tenor en las narraciones. Después conocerán qué es lo que se requiere en cada lugar; no mirarán alrededor, ni se turbarán con otros pensamientos que por otra parte les ocurran, ni confundirán la oración con diversas ideas como saltando de una parte a otra y sin pararse en cosa alguna. Finalmente tendrán su medida y término, el cual no puede haber sino por la división. Después que se haya desempeñado en el modo posible todo lo que se haya propuesto, se conocerá que se ha llegado ya al fin.

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Esto es por lo que toca al modo de adquirir la facilidad; por lo que pertenece al estudio es necesario hacer acopio del mejor lenguaje, como ya queda ordenado, y que se forme la oración con un exacto y puro estilo, de tal suerte que aun lo que de repente decimos se parezca a lo que tenemos escrito, y si mucho tuviéremos escrito digamos aún mucho más. Porque la costumbre y el ejercicio son las principales causas de la facilidad; la cual si por algún tanto se interrumpiere, no sólo se hace pesada aquella viveza, sino que queda entorpecida y helada.

Porque aunque se necesita una cierta natural ligereza del ánimo para poder ir preparando lo que después se sigue al tiempo que decimos lo que tenemos ya presente, y para que cuando hablemos esté ya nuestra imaginación provista del concepto ya formado que ha de seguirse siempre a lo que acabamos de decir; con todo eso, o la naturaleza o la razón con dificultad podrán dividir el ánimo a tanta variedad de oficios de manera que pueda él solo atender a un mismo tiempo a la invención, a la disposición, elocución, orden de palabras y de las cosas, a lo que está diciendo y a lo que va a decir y lo que después deberá tener presente, junto con observar el tono de la voz, pronunciación y el ademán. Porque es preciso que la imaginación pase muy adelante y que lleve delante de sí las cosas, y que cuanto espacio se gasta en el decir otro tanto se tome de lo que inmediatamente ocurre; de manera que hasta llegar al fin el mismo paso ha de llevar la imaginación que la voz para que no salgan los miembros cortos y concisos, haciendo interrupción y parada a cada paso como los que sollozan.

Hay cierto hábito que no se aprende con reglas, que los griegos llaman irracional, por el que la mano corre escribiendo y los ojos miran a un mismo tiempo en la lección todos los renglones y sus vueltas y espacios, y antes de decir lo que está antes ven lo que sigue. De éste provienen   —207→   aquellas maravillas que se ven en las escenas de los titiriteros y embaucadores, de manera que parece que voluntariamente se les vienen a la mano las cosas que han arrojado y que van por donde ellos les mandan.

Pero este hábito será de algún provecho si precediere el arte de que hemos hablado, de manera que aquello que considerado en sí carece de razón se funde en ella. Porque en mi juicio sólo aquél dice que habla con disposición, ornato y afluencia. Pero ninguna maravilla me causará jamás el contexto de un discurso repentino y casual, cuando veo que aun a las mujercillas cuando riñen les ocurre qué decir con afluencia de palabras; lo cual si fue un efecto del acaloramiento y del espíritu (puesto que frecuentemente sucede el que el cuidado no puede acompañar a un acontecimiento repentino) los oradores antiguos decían, como refiere Cicerón, que alguna deidad les asistía cuando sucedía esto.

Pero la razón es manifiesta. Porque los afectos bien concebidos y las ideas recientes de las cosas requieren decirse de repente, y alguna vez se resfrían por la tardanza de la pluma, y diferidas no vuelven a ocurrir. Mas cuando se junta aquel infeliz juguete de palabras y se detiene a cada paso el curso de ellas, no puede continuar el hilo de la oración, y por muy bien que salga la elección de cada una de las palabras no es continua, sino compuesta. Por esta razón es necesario elegir aquellas imágenes de las cosas de que he hablado, y las que hemos dicho que se llaman fantasías, y se deben tener a la vista todas las cosas de que hubiéremos de hablar, personas, cuestiones, esperanzas y temores, revistiéndonos de todos los afectos. Porque el corazón y la fuerza de la imaginación son los que hacen elocuentes. Y de aquí es que aun a los ignorantes no les falta qué decir como ellos se hallen agitados de alguna pasión. También se ha de poner la mira, no en una cosa sola, sino en muchas a un mismo tiempo seguidas,   —208→   como cuando miramos alguna calle derecha miramos a un mismo tiempo todas las cosas que hay en ella y alrededor de ella, y vemos no sólo lo último sino todo lo que hay hasta lo último.

El honor sirve también de estímulo para decir, como también la alabanza que se espera por lo que se va a decir; y puede parecer cosa maravillosa que siendo uno de los requisitos para escribir el retiro y el no tener testigos de vista, en el razonamiento que se hace de repente nos pone más en movimiento el auditorio más numeroso, como el soldado cuando hacen la señal de acometerse los dos ejércitos. Porque la misma necesidad de tener que hablar hace discurrir y afinar lo que dice al entendimiento más parado, y el deseo de dar gusto al auditorio infunde nuevos alientos. En tanto grado se atiende en todas las cosas al premio, que aun la elocuencia, sin embargo de tener en sí sumo deleite, con todo eso se deja llevar del fruto presente de alabanza y opinión.

Mas no fíe alguno tanto de su talento que conciba esperanzas de que aun siendo principiante le pueda inmediatamente suceder esto, sino que, según los preceptos que sobre la meditación dimos, así también de pequeños principios iremos poco a poco dirigiendo la facilidad de hablar de repente hasta llevarla a su perfección, la cual no puede conseguirse ni poseerse sino por el ejercicio; pero debe aspirar a que lo de pensado no sea mejor, sino más seguro que lo de repente; siendo así que muchos han conseguido esta facilidad, no sólo en prosa, sino también en verso, como Antípatro Sidonio y Licinio Arquias. Porque debemos dar crédito a Cicerón, no porque en nuestros tiempos no hayan hecho también y hagan algunos esto; lo cual, no obstante, no lo tengo por tan laudable como por útil ejemplo para exhortar a esta esperanza a los que se están ensayando en el foro, por ser cosa ésta que ni sirve de provecho ni es necesaria.

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Y no quisiera yo que se tuviese nunca tanta confianza en esta facilidad que a lo menos no nos tomásemos algún tiempo, el cual casi jamás faltará para considerar con atención aquello de que vamos a decir; el cual tiempo se da siempre en la audiencia y en los tribunales. Porque ninguno hay que defienda un pleito sin estar en él bien impuesto. La perversa ambición arrastra a algunos declamadores a no detenerse en empezar a perorar apenas se les hace presente el estado de la causa; y lo que es mayor puerilidad y cosa de teatro, piden una palabra para comenzar. Pero la elocuencia se burla por el contrario de los que en tanto grado la afrentan, y los que quieren parecer eruditos a los ignorantes aparecen ignorantes a los eruditos.

No obstante, si ocurre algún lance en que haya que hablar de repente, será necesario entonces un ingenio más vivo, y toda la fuerza de él debe ponerse en las cosas, y por entonces aflojar en el esmero las palabras, si es que no se pudiese conseguir lo uno y lo otro. El pronunciar despacio da también lugar y tiempo, e igualmente la oración suspensa y como dudosa, con tal que parezca que delibera, no que titubea. Con este tiento caminaremos mientras salimos del puerto, por si el viento nos levantare cuando todavía no tengamos dispuestas las jarcias; después iremos poco a poco preparando las velas y disponiendo los cables, y desearemos que sople viento en popa. Mejor es esto que entregarse a un torrente vano de palabras, como quien se entrega a las tempestades para ser llevado adonde ellas quieran.

III. Mas esta facilidad no requiere menos estudio para conservarse que para adquirirse. Porque el arte, una vez entendido, no viene a menos; el ejercicio de escribir, si se interrumpe algún tanto, pierde muchísimo de su prontitud; el que en esto se tenga facilidad y desembarazo depende únicamente del ejercicio. El mejor ejercicio consiste   —210→   en que diariamente hablemos en presencia de muchos, con especialidad a aquéllos cuyo juicio y concepto nos ponen en cuidado, porque sucede rara vez el que alguno se recele bastante de sí mismo; y aun cuando estemos sin oyentes, mejor es que nos ejercitemos en decir que no decir absolutamente nada.

Otro ejercicio hay de meditar y repasar todas las materias en silencio con tal de que diga uno en cierto modo dentro de sí mismo, el cual en todo lugar y tiempo se puede facilitar cuando no hacemos otra cosa, y en parte es más útil que éste de que poco ha hemos hablado. Porque se dispone más pronto que aquél en que tememos interrumpir el hilo de la oración. Es verdad que aquel primero contribuye más con la firmeza de la voz, expedición de la lengua y movimiento del cuerpo, el cual, como ya he dicho, excita al orador; y con el frecuente movimiento de la mano y golpe del pie le anima, como dicen que los leones lo hacen con la cola.

Mas en todo tiempo y lugar es necesaria la aplicación. Porque casi ningún día hay tan ocupado en que en algún momento de tiempo no se pueda ganar alguna cosa, como Cicerón cuenta que hacía Bruto, o en el ejercicio de escribir, o en el de leer, o en el de decir; siendo cierto que Gayo Carbón solía también ejercitarse en el decir aun en su tienda de campaña. Y no debe pasarse en silencio lo que al mismo Cicerón parece bien; y es que ninguna conversación de las que tengamos sea ociosa, y que todo lo que hablemos y en cualquier parte que hablemos sea a proporción perfecto.

Nunca se ha de escribir más que cuando tuviéremos que decir mucho de repente. Porque de esta manera se conservará el peso, y aquella ligereza de las palabras adquirirá mayor gravedad; no de otra suerte que los labradores podan las raíces más someras de la vid, que la harían perseverar en la superficie de la tierra, para que las   —211→   más profundas internándose más en la tierra arraiguen con más firmeza. Y no sé si después de haber hecho uno y otro con cuidado y tesón, se ayudarán mutuamente ambas cosas para decir con más esmero escribiendo y escribir más fácilmente perorando. Así que es necesario escribir siempre que hubiere proporción para ello; cuando no, es preciso meditar; y los que ni para lo uno ni para lo otro tuvieren arbitrio, deben poner todo su esfuerzo en que ni parezca que ejerciendo el oficio de oradores quedan sorprendidos ni que el litigante queda desamparado.

Los que tienen que tratar de muchas cosas suelen por lo común apuntar lo más necesario, y aun también los principios; y meditando lo demás que llevan de casa, les ocurre después todo de repente. Lo que claramente se ve que hizo Cicerón por sus mismos comentarios339. Pero también se hace mención de los de otros, y tal vez se encontraron según que cada uno los había compuesto disponiéndose para decir y después se pusieron en orden de libros como los de las causas que defendió Servio Sulpicio, de quien se conservan tres oraciones. Mas estos comentarios de que voy hablando están con tanto esmero trabajados, que me parece que los compuso él mismo para memoria de la posteridad. Porque Tirón, liberto de Cicerón, los redujo después de haberlos acomodado al presente tiempo, los que yo excuso, no porque no sean de mi aprobación, sino para que causen más grande maravilla.

En esta clase admito gustosamente aquellas breves apuntaciones y pequeños cuadernos que se puedan tener en la mano y que fácilmente los podamos algunas veces mirar. No me parece bien lo que ordena Lenas en orden a reducir a compendio o libro de memorias o capítulos lo   —212→   que escribiéremos. Porque esta misma confianza no solamente causa negligencia en el decir, sino que también perjudica y afea la oración. Y yo soy de opinión que ni aun siquiera se ha de escribir lo que hubiéremos de decorar. Porque aun en este caso sucede también que aquello que hemos trabajado nos llama la atención y no nos permite hacer uso de lo que de presente nos ocurre. De esta manera el ánimo, dudoso entre lo uno y lo otro, se acalora, y más cuando ha olvidado lo que se había escrito y no discurre cosas nuevas. Pero en el libro inmediato se ha destinado lugar para tratar de la memoria, y no debe añadirse en esta parte porque tenemos que tratar primero de otras cosas.