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Introducción a «El humo dormido»

Edmund L. King






La estética mironiana en «El humo dormido»

Los capítulos de El humo dormido se publicaron primero como artículos sueltos en La Publicidad, periódico de Barcelona, entre febrero de 1918 y enero de 1919. Todos ellos menos «Santiago» y los que están agrupados en «Semana Santa» aparecieron en una serie bajo el título general de El humo dormido, y hasta los que no pertenecían a la serie se entremezclaron cronológicamente en ella, con el resultado de que aun en su versión periodística todos los artículos derivan del mismo impulso estético.

En junio de 1919 una nueva casa editorial en Madrid, Atenea, S. A., fundada por Ricardo Baeza y Fernando Calleja con el propósito de sacar a la luz traducciones de escritores extranjeros (por ejemplo, Dostoyevski, Oscar Wilde) y obras de escritores españoles dirigidas a una minoría selecta (se pensaba específicamente en Gabriel Miró), recogió los artículos en un libro titulado El humo dormido, única edición completa de la obra vigilada por Miró mismo y la base de todas las póstumas, inclusive la presente. Al convertir los artículos en libro suprimió Miró las partes tituladas «Pentecostés» y «Corpus Christi», les dio a los demás un orden distinto, revisó levemente el texto y añadió «Viernes Santo», compuesto ex profeso para el libro. (Los capítulos sobre Semana Santa fueron publicados más tarde por Miró en ediciones española y francesa -Semana Santa, Semaine Sainte- ediciones ilustradas, de altísimo lujo). Los cambios realizados por Miró para la versión en libro, aunque no dejan de tener cierto interés como indicación de sus preocupaciones como escritor, no son demasiados, y aparte del cambio más obvio -de artículos convertidos en libro- serían de poca monta para el análisis del estilo del autor.


El género literario de «El humo dormido»

Miró nunca ha tenido éxito con la gran masa de los lectores porque jamás practicó -aun en el grado mínimo de que se podría acusar, por ejemplo, a Azorín- la demagogia literaria. Atrae el interés del lector como persona privada, no como ciudadano, católico, miembro de algún que otro grupo o clase. Hasta se niega a satisfacer el deseo por parte del lector de saber a qué género literario pertenece el libro que acaba de abrir. ¿Novela? ¿Colección de cuentos? ¿Ensayos? ¿Autobiografía? Y una vez metido en lectura, sigue sin saber dónde está. Esto, se dice para sí, no sólo es que está escrito en primera persona; tiene el tono íntimo de una autobiografía; y sin embargo, desaparece durante páginas seguidas el personaje principal y muy raras veces es el objeto que atrae la atención del lector. A menudo explora a rienda suelta el terreno de pensamiento, opinión y sensibilidad, de una manera irónica personal e idiosincrásica que nos hace pensar que estamos leyendo un ensayo; mas el estilo es muy elíptico para que uno se sienta cómodo y prosaicamente «en casa», y carece de ese tejido verbal informativo que sirve para que el lector no pierda el hilo del pensamiento auctorial. Muchas de las piezas pueden leerse como cuentos -signifique lo que se quiera dicho término tan vagamente definido- y algunos tienen hasta una estructura bastante obvia de principio, medio y fin (como «El oracionero y su perro»), y sin embargo las cualidades que sugieren el ensayo o la autobiografía se hacen evidentes y distraen, y resulta que el lector empieza a pensar: esto es lo que de veras hizo, lo que de veras pensó el autor. El hilo autobiográfico, si se tiene por ficción, produce en un principio el sentimiento de que estamos entrando en una novela episódica de floja articulación, pero las mismas articulaciones se hacen cada vez más flojas hasta que por fin no hay conexión estructural alguna, y nos damos cuenta de que ni en un género tan hospitalario como la novela cabe El humo dormido.

Gabriel Miró compuso un buen número de obras que con toda corrección denominaba novelas, algunas con las dimensiones que acostumbramos encontrar en el género (Nuestro Padre San Daniel, El obispo leproso), otras más bien del tipo que por falta de nombre categórico en español podemos llamar novelitas (La novela de mi amigo, El abuelo del rey). También escribía lo que él llamaba cuentos, relatos breves (por ejemplo, «Corpus», «El ángel»). Pero la mayor parte de su obra consiste en escritos como los que tenemos en El humo dormido -v. g., Del vivir, Libro de Sigüenza, Figuras de la Pasión del Señor, Años y leguas. Cuando convenía el término, Miró llamaba a las piezas individuales de que consistían estos tomos estampas. Así rotuló, por ejemplo, el capítulo «Santiago, Patrón de España» cuando salió en La Publicidad. Y así recoge todas las piezas sobre los días del calendario litúrgico bajo la rúbrica de un sinónimo de estampas, o sea, tablas. Empero tales designaciones -estampas, tablas, y también viñetas y glosas, usadas por Miró en otras ocasiones- por instructivas que sean sobre la intención del autor, no son originales suyas sino más bien tomadas de otros escritores; y no se le asocian a Miró tal como rima se asocia a Bécquer, palique a Clarín, glosa a D'Ors... Lo cual es una indicación de que la prosa breve de Miró tal como la encontramos en El humo dormido es sui generis. Esto es lo que insinuaba el poeta Jorge Guillén al dedicar un ejemplar de su primer libro, Cántico, a Miró con las palabras «El único gran poeta que no quiere serlo», lo cual no quiere decir sencillamente ni que Miró sea poeta ni que no lo sea, sino que es un escritor para quien no tenemos etiqueta.

Miró mismo, lo habrá observado el lector, define su obra en términos negativos: «No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias». Cierto, Miró a veces relata sus propias experiencias (no cabe duda de que en general las páginas sobre la niñez se refieren a su vida en Alicante, que la vieja ciudad de que se habla en «La sensación de la inocencia» y otros lugares es Ciudad Real, que el colegio es el de Santo Domingo en Orihuela), pero sería un error suponer que todos los detalles de El humo dormido se pudieran incorporar a la biografía del autor. Además, hay detalles de interés fundamental en la biografía de Gabriel Miró, que faltan con frecuencia en los episodios que, sin duda, son autobiográficos: en cuanto a lo que sí incluyen se han cambiado los nombres de personas verdaderas; Miró se pone a sí mismo en el centro de episodios de los cuales tenía cierto conocimiento pero en que «de veras» no tenía ningún papel; se han trasladado acciones de la escena donde acontecieron en realidad a otros lugares, de tal manera que resaltan cualidades especiales tanto de la acción como de la escena a la cual está trasladada; todo ello produce una realidad artística notablemente independiente de las realidades «históricas» que proveen su materia, y de las cuales da la ilusión de no ser más que una crónica. Es difícil, al referirse sólo a El humo dormido, citar ejemplos irrefutables de todos estos tipos de «falsificación», puesto que las pocas personas que podrían dar testimonio al respecto están todas muertas. Un par de asertos, sin embargo, se pueden hacer. El criado que es el modelo de Nuño el Viejo se llamaba en realidad Francisco Coloma; otro criado en la casa, más joven, también llamado Francisco, se apellidaba Lidón. Mientras que es cierto que el viejo criado solía vigilar al niño Gabriel y su hermano Juan cuando jugaban en el Paseo de la Reina, Miró oculta al lector el hecho de que con los dos chicos solían reunirse Eufrasio Ruiz y Clemencia Maignon, quien sería años más tarde la esposa de Gabriel. Miró como el biógrafo de sí mismo no tiene obligación alguna de contarlo todo, pero el carácter de las alteraciones y supresiones demuestra con absoluta claridad que no tiene el menor interés en contar la historia de su vida, que más bien ha puesto su memoria al servicio de su arte.

Dicho proceso, sin embargo, es en muchos casos más complicado de lo que se puede concluir de estas sencillas alteraciones y supresiones. Valga el ejemplo de «El oracionero y su perro». Las evidencias internas indican para la acción una fecha anterior a 1899 (año en que murió el patriarca republicano Emilio Castelar), pero no mucho anterior, ya que Miró se representa a sí mismo como espectador al parecer adulto de una parte de la acción, y en 1899 sólo tenía veinte años. Mas la fecha ca. 1898, pongamos por caso, es históricamente falsa, pues Olympia Miró, la hija mayor del escritor, recordaba al oracionero y su perro de sus visitas con sus padres cuando era niña, más o menos en 1910, a Villa María, la mansión que pertenecía a su tío-abuelo Santiago Miró en las afueras de Alcoy. Pero si Gabriel Miró observó al oracionero ciego en Villa María, entonces la escena del relato es también históricamente falsa, pues Villa María no es una masía ni casa de labriego levantina de ninguna clase. A lo que parece, la masía está en la aldea de Almudaina, al final de un camino rural a unos veinte kilómetros de Alcoy. (Francisco de Almudaina quiere decir Francisco «del pueblo de Almudaina»; Almudaina parece que no existe como apellido). Así es que el «acontecimiento» del oracionero ha sido trasladado de su momento y lugar «históricos» a otro lugar «verdadero» y combinado -se puede suponer aun cuando falten pruebas específicas-, con otras experiencias «verdaderas» para rendir la «composición». Esto, empero, no es más que la parte más obvia del proceso de creación literaria. La parte inescrutable tiene lugar en la imaginación intensamente sensual de Miró, instrumento únicamente suyo por común que sea la materia prima con que trabaja, donde a medida que va criando la composición su piel de lenguaje, se hace el «cuento» que leemos. Sólo así se puede explicar cómo es que obras tan poco inventivas en su contenido -e incluso que no ofrecen, como las piezas dedicadas a fiestas religiosas, ni la más mínima sugerencia de invención- se identifican al instante no como mera prosa ni como mera poesía, sino como algo peculiarmente de Miró.

Uno de los elementos todavía activos en nuestra herencia romántica es el alto valor que asignamos, especialmente en las artes, al individualismo, la idiosincrasia, la unicidad, y es bastante frecuente en los críticos el buscar la unicidad de una obra para fundar en ella su superioridad. Pero nadie ha demostrado hasta la fecha que el valor de una obra artística sea directamente proporcional a su unicidad. Y lo cierto es que una obra absolutamente única sería absolutamente incomprensible, y no sabríamos si tendría o no algo de valor. No se concibe tal obra, desde luego, como tampoco se concibe la comprensión total del más vulgar acontecimiento artístico. Pero de todas maneras, no se está insistiendo aquí en ninguna clase de unicidad que convirtiera la obra mironiana en una rareza literaria, una construcción de un exclusivismo hermético que invitase a la penetración precisamente por su misma hostilidad frente a cualquier acercamiento, un enigma. El sentido de unicidad que tenemos al enfrentarnos con un texto de Miró viene de su intensa fidelidad a sí mismo, a la realidad de sus propias sensaciones conceptualizadas en una mente tan libre de imágenes y lenguaje de segunda mano, precocidos, como es leal a los datos de su propia experiencia -siempre, claro, dentro de los límites de la racionalidad. Este amor, sin afectación a sí mismo, amor propio como se dice, tan deplorado por los moralistas superficiales pero dado por entendido en advertencias tan espléndidas como «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»- le hace posible a Miró que logre un grado notable de objetividad, o sea, que exprese su vivencia de que el mundo que percibe a través de sus sentidos de veras está allí, tan real como él mismo, que es, por lo tanto, como es y que no ha de ser menospreciado con actos de percepción falsa. «Sólo hay un heroísmo: ver el mundo según es, y amarle». Así reza una máxima que a Miró le gustaba citar, encontrada en su lectura de Romain Rolland (precisamente en el prólogo de la 4.ª edición -en las anteriores no aparece- de la Vie de Michel-Ange, París, Hachette, 1913, pág. 11). Cuando Miró pone en práctica dicho principio crea ciertas dificultades para sus lectores no porque quiera ser difícil sino sencillamente porque insiste en mirar con sus propios ojos agudos y extremadamente cultos, y en contarnos tan exactamente como pueda lo que ve, y además, porque insiste en mirar el mundo según es. El resultado es la expresión verbal de una visión de tal particularidad que al lector no le parece familiar, como si estuviera leyendo un idioma que no comprendiese. Está cegado, por decirlo así, por la luz que Miró echa sobre la experiencia. Una vez que empieza a estar acostumbrado a ella, sin embargo, se da cuenta de que la luz está sirviendo en su natural y milagrosa función de iluminar cada vez más las particularidades de la experiencia humana, de tal manera que al lector le parece que las está experimentando por primera vez. Las llamadas dificultades del estilo de Gabriel Miró resultan ser entonces nada más que las consecuencias de su imaginación intensamente viva y luminosa, la luz hecha palabra.

Si se explican de antemano algunos de los rasgos del arte mironiano que se prestan al aislamiento y análisis, quizá el lector sienta menos perplejidad y los aprecie como recursos que acrecientan la potencia y el significado del texto. De estos rasgos los más notables son los siguientes: (1) La ausencia de tejido verbal de carácter puramente informativo que nos explicaría el punto de vista desde el cual se mira la escena: quién está hablando, por qué se ha hecho una observación inesperada, y cosas por el estilo. (2) Saltos abruptos en cuanto al punto de vista, la atención, el hablante, el tono. (3) El deliberado desorden de la cronología de los acontecimientos narrados o aludidos. (4) Heterodoxia gramatical (oraciones fragmentarias, cambio de número del sujeto implícito de singular a plural, el uso del pretérito imperfecto en lugar del pretérito perfecto absoluto -amaba, amé- y viceversa, etc.). (5) Un vocabulario inmensamente rico. (Don Fernando de los Ríos decía -me lo ha contado nuestro llorado Vicente Llorens- que leía a Miró con el diccionario a su lado, y que Miró sabía palabras desconocidas por el diccionario. Veremos la mucha razón que tema D. Fernando). Estas características del estilo de Miró se pueden relacionar con sus métodos de procedimiento o con sus métodos lingüísticos: con estos, las dos últimas; con aquellos, las tres primeras; y así las agruparemos para examinarlas.




Métodos de procedimiento

Tomemos el capítulo primero, quizás el más difícil, «Limitaciones». ¿Qué significa el título? Miró no nos lo va a decir, precisamente. Más bien nos dejará percibir el significado poco a poco a través de sus insinuaciones. Si no hubiera sido Gabriel Miró, a lo mejor habría comenzado el capítulo con un párrafo explicativo, algo como sigue: «Hay dos tipos de limitaciones a nuestra experiencia del mundo alrededor de nosotros: una es la que el mundo opone a la capacidad de nuestros sentidos -una puerta cerrada, la tapia de un jardín, la estación del año, la piel de una naranja-; la otra es la limitación inherente en nosotros, en el alcance y la capacidad de nuestros sentidos. Tenemos la opción de portarnos como si esto no fuera así y de vivir por ende en un mundo de seudoexperiencia, o la opción de aceptar las limitaciones y enfrentarnos con el mundo según es, probándolo con nuestros sentidos y mentes según son y viviendo así en el mundo de la verdad».

Y luego podríamos reescribir el primer párrafo de Miró, dándole un nuevo arreglo y entrecosiendo trocitos de tejido verbal informativo, algo así: «En relación con esto, me acuerdo de la época cuando vivíamos en el paseo de la Bonanova, número 7. Fue entre noviembre de 1915 y octubre de 1918. Nuestra terraza daba al patio y los jardines de un convento de monjas situado enfrente, y los domingos podíamos oír la música de un armónium que venía desde dentro del convento. Como era invierno y las monjas tenían bien cerradas todas las ventanas, el sonido de la música era débil, a veces hasta imperceptible. Además, la música quedaba ahogada por los toscos ruidos de la calle -y en los días aquellos el ruido de un automóvil era más tosco que el de una carreta de bueyes- de tal manera que la calle parecía estar pasando por encima del órgano. Nos dimos cuenta de que para oír bien la música habríamos de esperar el verano, cuando las monjas tuvieran que abrir a lo menos un poco las habitaciones más recónditas y venerables de su casa. Abrir un poco, digo, porque si abriesen de par en par las puertas y ventanas, se oiría la música tan claramente como si estuviera por la calle, y con ella todos los demás sonidos de dentro, y lo que deseábamos experimentar, el sonido de la música desde dentro de un convento, estaría perdido. Pues bien. Vino el verano, y con él la hora del armónium celestial, la media tarde. Los árboles frutales del huerto conventual, encerrado como el jardín místico del Cantar de los Cantares, eran verdes y quietos, y extendían la frescura de sus sombras por el jardín como un párpado. La calle allí fuera estaba dormida, y todo parecía estar vigilado por una lámpara de silencio que vibraba con los aletazos de golondrinas, vencejos y abejas... Y el órgano no se oía. Tuvimos que imaginar su música totalmente -la monja música dormía la siesta. Nada importaban nuestras ganas de oír la música; el Señor permitía que guardara silencio su sierva. Y nada importa que anhelemos poseer la verdad absoluta, la música del cielo; no se está tocando para que la oigamos, o, si la están tocando, la factura de nuestros oídos no sirve para captarla; no podemos, como sí podemos hacer con la música de este mundo, conectar los fragmentos, porque no hay fragmentos que conectar. Saquemos el mayor provecho posible de las experiencias que se nos ofrecen».

Gracias a la inspiración originaria de Miró, esta revisión (que incorpora detalles biográficos facilitados por familiares del escritor) no sale del todo mal, quizás, aunque sin duda sale como algo muy distinto. Lo que tenemos aquí es una especie de homilía filosófica que interesa, si es que interesa, al intelecto. Los recuerdos de las tardes de verano e invierno con sus sonidos y silencios están subordinados, como ejemplos, a la lógica del argumento, y, mientras no queden eliminados, el hecho de que tienen que compartir nuestra atención con el argumento disminuye su intensidad lo mismo que cambia su intención. El argumento está implícito, desde luego, y ligeramente explícito, en la versión mironiana; si no lo estuviera, no se podría inferir. Pero en su mismo estado latente, su subordinación a la verdad de la experiencia, la cualidad de la experiencia, aunque en un principio enigmático para el lector, se hace al fin y al cabo un elemento del encanto del arte de Miró, para quien la verdad del argumento no es independiente de la experiencia. Sin experiencia no existiría, y no se puede expresar de una manera significativa sino a través de la evocación de la experiencia de la cual deriva su carácter como algo real.

En otra ocasión muy bien podría contarnos el nombre del pueblo de que hablaba, o dejarnos saber que lo que describe tuvo lugar unos cuatro años antes del momento de escribir, o presentar el argumento detrás de la conclusión filosófica, pero sólo en el caso de que alguna de estas realidades fuera la sustancia de la experiencia cuya cualidad quería evocar, o la información fuera absolutamente imprescindible para seguir el movimiento de pensamiento y sensibilidad en su enfrentamiento con la experiencia recordada.




Métodos lingüísticos

La cuestión de las irregularidades gramaticales se considera mejor en los casos específicos y por lo tanto se tratará en las anotaciones. En cuanto al léxico, encontramos a menudo en Miró palabras que a lo mejor no comprendemos, porque no conocemos las actividades o las áreas de la vida a que se refieren. Para cada lector -y el lector hispanoparlante no es una excepción- la lista de tales palabras será larga, aunque por su naturaleza no habrá dos que concuerden exactamente. Muchas de esas listas tendrían por lo menos algunas de las siguientes, en una muestra escogida al azar: casal (obviamente casa de alguna especie, pero ¿de qué especie?), rastrojero, rodalillo, badana de ejecutoria, jara, tenebrario, anacalo, sándalo, binado, maquilero, horco, acetre, meseguero, gomecillo, alhucema, cardencha, sacra (sustantivo), filacteria, almanta. Aquí el problema es de una deficiente experiencia. Todo conocimiento, inclusive el conocimiento en la forma de arte literaria, es el recuerdo de la experiencia. Como dice Miró en «La hermana de Mauro y nosotros»: «Hay episodios y zonas de nuestra vida que no se ven del todo hasta que los revivimos y contemplamos por el recuerdo; el recuerdo les aplica la plenitud de la conciencia; como hay emociones que no lo son del todo hasta que no reciben la fuerza lírica de la palabra, su palabra plena y exacta». Para Miró el mismo acto de nombrar los objetos de su experiencia completa su existencia, y es en dicho acto, nada utilitario, nada informativo, sino celebrativo, en el que participamos cuando lo leemos. (Esta doctrina conecta a Miró estrechamente con su contemporáneo, el poeta Juan Ramón Jiménez, y con sus jóvenes amigos y admiradores, los poetas Pedro Salinas y Jorge Guillén; pero nadie le tendría en la práctica por ninguno de estos).

¿Es distinto esto del regionalismo, al cual Miró queda convencionalmente relegado porque sus críticos no tienen ningún otro receptáculo categórico en donde meterlo? Claro que lo es. Allí están las actividades rurales, peculiares a la región donde se crió Miró; allí están las costumbres litúrgicas, patrimonio de cualquier niño criado en el seno de la Iglesia; allí están las «cosas» en Alicante, en Ciudad Real, en las aldeas, exactamente como están en todas partes. Región, costumbre, ambiente de sus personajes no son valores literarios como tales, como lo son para una Fernán Caballero, un Pereda, un Balzac. Son realidades regionales, costumbres, cosas de las cuales toma posesión espiritualmente; realidades particulares, no genéricas, captadas por medio de la palabra, desconocida por nosotros precisamente cuando también desconocemos la actividad nombrada. Si su intención fuera artísticamente utilitaria, si fuera informar, explicar, todo el enfoque de su materia sería distinto, y evitaría los nombres exactos de objetos generalmente nada familiares (acetre) y agentes de actividades muy especiales (maquilero), y en su lugar pondría largas frases explicativas que el forastero y el profano más o menos entenderían; por ejemplo: vasija metálica con asas, usada en procesiones y otras ceremonias religiosas para llevar el agua bendita con que se rocía en bendiciones; o: la persona que recoge de una cantidad de grano molido la porción que corresponde al molinero en recompensa de su servicio. Pero el lenguaje tan preciso de Miró es la expresión de su conciencia del mundo en todos sus componentes individualizados; la enunciación de todos los nombres exactos es la culminación del proceso de ver el mundo según es y amarlo. Eliminar lo peculiarmente regional de su ocupación artística porque pudiese ser de interés muy limitado habría sido para Miró la negación de la premisa fundamental de su arte: la fidelidad a su propia experiencia y visión. Es la conciencia que tiene Miró de su particular mundo la que hace interesante para nosotros ese mundo en sí inerte, neutro. Efectivamente, aún cuando leemos en una parcial oscuridad léxica, percibimos la constante experiencia estética detrás de la palabra. El regionalismo está allí porque las regiones son las regiones de la experiencia de Gabriel Miró, y no porque de alguna manera las regiones sean objetivamente interesantes. No hemos de asombrarnos por el dominio que tiene Miró del léxico regional; hemos de quedar infectados por el amor que a través de su léxico expresa por todas las cosas creadas, e incidentalmente, regionales.

Hay otras muchas palabras, algunas de ellas todavía no admitidas en los diccionarios (aunque con las sucesivas ediciones se incluyen cada vez más palabras «mironianas» antes inadvertidas por la Academia), cuyo significado a lo mejor desconocemos, pero por una razón distinta, por ejemplo, aguamanil, oxear, chafar, plana, leja, elictra, enregazar, companaje, gañiles. Aquí no se trata de áreas de experiencia ajenas a la nuestra sino de exactitud léxica. Se puede ahuyentar a las aves de corral, pero el verbo ahuyentar puede servir también en otras situaciones numerosas, mientras oxear se usa ante todo con el género plumífero. Existe el verbo genérico aplastar, pero chafar significa precisamente «allanar cosas erguidas, como plantas bajo el pie». Los mamíferos no humanos y los anfibios producen sus gritos y gruñidos con una laringe pero en su caso se emplean más específicamente los gañiles. Estas realidades no es que las desconozcamos; nos hace falta que Miró nos preste su aguda percepción de la realidad en su infinita particularidad. La experiencia siempre es de particularidades, nunca de generalidades, y la extremada particularidad del lenguaje de Miró es la expresión de la intensa particularidad de su experiencia.

Mientras lo que cuenta con Miró es tal particularidad -y las palabras no suelen ser un fin, un valor en sí, a pesar de que parezcan serlo a los que lean sólo palabras-, es verdad, sin embargo, que, precisamente porque son tan importantes para Miró como medios, a veces parece que se conviertan en fines. Es decir que son una más de las muchas realidades que Miró intenta poseer espiritualmente. Su postura así lleva a la convalidación de vocablos dialectales como torrente (no en el sentido de «fuerte corriente de aguas», el único aceptado por el diccionario de la Academia, sino en el sentido que tiene en catalán y en la región cataloparlante, «arroyo», o, más frecuente, «lecho seco y pedregoso de un arroyo»), telo (murcianismo que significa «membrano»), esterón (aumentativo murciano, a lo que parece, de «estera»), leja (murcianismo que significa «tabla para poner jarros de agua»). Se podría mantener, en cuanto a leja, por ejemplo, con un equivalente perfecto en castellano, vasar, que Miró prefiriera la palabra dialectal por una de dos razones: una, que está describiendo una escena en el Levante y por lo tanto vasar resultaría un poco más genérico, menos localizado, menos específico, algo menos exacto como el correlativo verbal de su experiencia que leja, que es una tabla de un tipo muy especial en el Levante; la otra, que leja es mucho más de su propio idioma (siendo él levantino y algo murciano) que vasar, que pertenece a todos los que hablan castellano. Pero lo más probable es que quisiera rescatar la palabra de su estatus dialectal y enriquecer el léxico español. Es evidente que tal es su actitud en la preferencia por la usanza menos común, muchas veces rústica, de sustantivos de género ambiguo. La puente, que a veces escoge en El humo dormido en lugar de la forma más aceptada, el puente, tiene la ventaja de eufonía, si la combinación lp se juzga antieufónico, y lo mismo se podría decir de su preferencia por la fantasma, aunque los diccionarios atribuyan distintos sentidos a los distintos géneros de fantasma. (La frase que emplea Miró es «la pobre puente», pero la diferencia fónica es la misma entre el pobre y la pobre que entre el puente y la puente). Más importante, sin embargo, es el hecho de que el uso es arcaico: a Miró le gustan los arcaísmos todavía tolerados por el oído moderno no porque sea un anticuario, sino porque quiere mantener con vida tanto del idioma cuanto sea posible.

Cuando este lenguaje se convierte en estilo, el lector nota en seguida que consiste mucho más en sustantivos que en verbos u otras partes de la oración. De hecho uno de los rasgos más destacados del estilo mironiano es el empleo de oraciones en las cuales el verbo queda enterrado en una masa de sustantivos u omitido del todo, de tal manera que hay frases que consisten solamente en sujetos, técnica que con cierta frecuencia ha sido llamada impresionismo. Como ha demostrado el profesor Joaquín Casalduero («Gabriel Miró y el cubismo» en Estudios de literatura española [Madrid: Gredos, 1962], págs., 219-266), la intención de Miró es muy distinta de la de los llamados impresionistas literarios, quienes creían que la experiencia era de momentos fugaces que se imponían en los órganos de sensación para desaparecer al instante. El profesor Casalduero asocia a Miró con la intención expresiva de los pintores cubistas, los cuales, empezando con Cézanne, se oponían terminantemente al escepticismo subjetivo de los impresionistas y querían afirmar de nuevo en su propia pintura la realidad objetiva, el «estar allí», el espesor, la solidez de sus sujetos. En la pintura, las consecuencias últimas de la actitud cubista eran cuadros que representaban la reordenación en el lienzo de los componentes de escenas recordadas en declarado desafío de cualquier criterio mimético, y, puesto que este carácter pictórico está muy lejos de lo que se pudiera hacer con palabras, el término cubista no parece muy adecuado para la designación de cualidades literarias. Pero no cabe duda de que Casalduero tiene razón cuando identifica la intención expresiva -para la cual quizá el término sustancialismo pudiera tomarse prestado de la filosofía- en pasajes como el que empieza «Era viejo y cenceño» (pág. 57) y termina «de la trilla». El efecto de densidad, de sustancialidad, se logra por la escasez de verbos y por el uso de frases preposicionales en lugar de adjetivos y adverbios sencillos, recurso que no puede dejar de aumentar el peso de los sustantivos en la prosa -de hombros cansados, de párpados encendidos, de una talla paciente y perfecta, por las argollas de sus puños, de un lienzo áspero, de heredad, con dos norias paradas, de olmos, de la paja, junto a la era, como una pescadilla, de olivera, de un bancal, de terrones, etc.

Las cualidades de los infinitos elementos de la experiencia -sean átomos, acontecimientos o personas- no se presentan como pendientes de la percepción de Gabriel Miró para su existencia: son descubiertas y no inventadas, pese a la insistencia de Miró en la sensación como vehículo de la verdad. Y la atmósfera de anticipación y pasmo en que envuelve el descubrimiento continuo hace de Miró un personaje importante en todos sus escritos, aun cuando no se haya colocado a sí mismo en la escena de la acción. Tiene como propósito el captar y expresar lo que a menudo llama la emoción de una persona o situación -«la emoción del maestro», «la emoción del cielo». En este contexto, la emoción no tiene nada que ver con lo emotivo -tristeza, alegría, miedo, etc. Es más bien la totalidad de los sentimientos engendrados en la mente por las sensaciones que produce el objeto contemplado, un tejido de sentimientos unificados, un sentido total de la identidad única del objeto. Para realizar esta expresión, buscará Miró el rasgo notablemente diferencial de una persona que trae a la mente todas sus demás características, es decir, el punto sobre el cual cae todo el peso de la personalidad, por ejemplo, en el caso de don Marcelino, la uña de su meñique, el objeto correlativo, por decirlo así, de «la emoción de don Marcelino» que establece como una realidad estética la unicidad espiritual-material de don Marcelino. Cuando don Marcelino en un momento de enojo se golpea en la frente con la mano, nos cuenta Miró, «exhaló un alarido pavoroso, porque se había quebrado la uña de su meñique, su voluntad hecha uña» («Don Marcelino y mi profeta»).

Aún aquellos fenómenos que carecen de sustancialidad, o sea, de carácter puramente temporal, son tratados por Miró como si fueran espaciales para hacer resaltar su realidad en el sentido de «algo que se puede experimentar físicamente»: «semejaba parado encima de todo el domingo» -el domingo experimentado como un volumen material que un hombre puede montar-; o la extraordinaria imagen de «una banca torcida que había recriado una piel de tiempo».




Enajenación y trascendencia

Tema constante de nuestro tiempo, y desde hace más de un siglo, es la enajenación o, si se prefiere el galicismo, la alienación, como la tragedia del hombre moderno. El hombre ha perdido, decimos, su capacidad, o su sentido, de trascendencia, de salir de sí mismo y conocer la realidad, de conocer a Dios, de hablar directamente al prójimo, de entregarse al amor. Pero es muy posible que la trascendencia no sea una capacidad natural que se haya perdido, sino una ilusión que ha sido desenmascarada, que la enajenación sea la verdadera condición del hombre, y que cualquier trascendencia que exista hay que lograrla mediante un extraordinario esfuerzo moral o estético. Si es cierto esto, entonces el estilo literario de Gabriel Miró es la evidencia de un esfuerzo estético hercúleo, es un logro verdaderamente trascendente, un instrumento con el cual convierte al mundo de la experiencia en su posesión espiritual, en conocimiento poético. Pero ¿conocimiento de qué? Es el reconocimiento de que la añoranza de trascendencia es el problema más acuciador del hombre, que tiene como su inexcusable consecuencia el dolorido sentir. Así, Miró concentra su atención en seres humanos que sufren de aislamiento o que están separados de la convivencia humana (v. g. «El judío errante»), o que pasan un momento de pérdida absoluta (la muerte y la ascensión de Jesucristo en las «Tablas del calendario»), o que se dejan arrebatar en el drama litúrgico por el cual cree la Iglesia que restaura la pérdida invocando la verdadera presencia de Cristo (Dios) bajo las formas del pan y el vino eucarísticos. En El humo dormido no se trata directamente la experiencia humana de la doctrina de la transubstanciación (ha quedado excluido del libro el artículo sobre Corpus Christi, la fiesta que celebra dicha doctrina en ritos suntuosos, especialmente la exposición de la sagrada forma en los templos y en procesiones), pero se introduce metafóricamente de tal manera que no se puede dudar que Miró ve en la misa la expresión de la necesidad más profunda del hombre, la añoranza de trascendencia. Escribe en «La hermana de Mauro y nosotros»:

Mauro le contaba [a su hermana] nuestros paseos, nuestras disputas, nuestras jácaras, nuestros propósitos. Bien sospechábamos que lo sabría todo Luz. Y después, oyendo su risa, sus donaires y consejos, la veíamos tan hermana nuestra, que hubiésemos creído que ya lo era, si no hubiésemos deseado tan fuertemente que lo fuese.

-¿Es que quisierais, de verdad, tener una hermana?

Palpitábamos asustados de dicha. Nos parecía que en las manos delgadas y pálidas de Luz iba a florecer el lirio de una hermana, una para cada uno de nosotros; y dándonosla ella, sería ella misma, por otro prodigio eucarístico;...



Por cierto, el incansable empeño de Miró por materializar realidades espirituales (acéptese el vocablo para designar fenómenos no materiales que normalmente se tienen por reales, sea o no su naturaleza «espiritual») y para espiritualizar lo material revela su inquietud sobre la necesidad de hacerlo, una inquietud sobre la existencia misma del mundo del espíritu, del noumenos, el cual, gracias a la potencia de su palabra trascendente, él pudiera salvar de la destrucción. En efecto, el lenguaje arrolladoramente «suficiente» (adjetivo de Jorge Guillén) para la expresión de su visión es, frente al escepticismo positivista, la señal de la fe mironiana en la trascendencia poética. Pero como un hombre moderno no puede dejar de reconocer la naturaleza problemática de esta fe y su incierta fundamentación en la realidad, detrás de su dialéctica constante de materialización-espiritualización hay otra dialéctica todavía más amplia de ironía, de humorismo que se desenvuelve en patetismo. Un caso. Teniendo a su disposición una frase hecha popular, la Justicia, en el sentido de «la policía», usanza que se presta perfectamente a su necesidad de materializar lo espiritual, dice de sí mismo cuando era niño: «Yo nunca había visto la Justicia». Explica don Marcelino que la función de la policía -la Justicia (tran)sustanciada- es buscar la verdad. Pero no se cuenta que la encontraron. Más bien, los dos animales que presenciarían el brutalísimo homicidio, el gato desde la leja, la tortuga desde un rincón, «guardaban la imagen de la verdad feroz. Participaron de la soledad del crimen sin interrumpirla, quedando a nuestros ojos como esculpidos en una estilización humana, porque llevan la angustia de un secreto de los hombres».

Si el lector quiere pasar ahora a las páginas de Miró mismo, no tardará en darse cuenta de que en los párrafos de esta introducción nunca ha estado en peligro de encontrarse con una aclaración total. Cuanto más nos acercamos a una coincidencia perfecta con la visión que tiene Gabriel Miró del mundo, tanto más sentimos su fundamental misterio, que siempre elude y siempre invita.






«El humo dormido» en sus circunstancias

Notas biográficas


Gabriel Miró no empezó a trabajar sobre El humo dormido sino a finales del año 1917 o comienzos de 1918, pero encontramos ciertos ritmos suyos y ciertas imágenes rurales anticipadas en un artículo escrito por él cuando aún vivía en Alicante, y publicado en una revista local, Iris (iii, núm. 61, 4 de enero de 1913), artículo titulado Verano y tan breve que se puede citar en su totalidad:

Pasa sobre el cielo, sobre el mar, y encima de los campos y de toda la vida el llamear de una hoguera infinita. La cumbre y el hondo tienen un dorado color y un vaho caliente y ruidoso de colmena.

De las cimas de los panes maduros, de las macollas cortadas de los rastrojos, de los terrenos de los eriazos, de los surcos de las hazas labradas, de las gramas de los yermos, de las cañadas donde asoman las higueras, de las huertas sedientas, de los olivares, de la rambla, de todo el paisaje sube un humo azul y estremecido que se tiende por las abrasadas soledades y vela los confines.

En la umbría de un collado tiembla la esquila de un hato de cabras. En el viejo olmo de una casa labradora grande, ruda y tostada, hierven las cigarras.

La era es una lámina de sol. Tienden los rubios almiares sus sombras donde escarban las gallinas y el macho les muestra la delicia de un gusanico o de una semilla desenterrada.

Y en la paz campesina, cuando por los pasos de un vagabundo o de un perro hambriento, han callado las cigarras, en el vibrante silencio que sigue parece que las matas, la arboleda, la tierra crujan y crepiten como ascuas que se hienden.

...Pero alguna vez, llega un fresco ruido del agua de una acequia lejana; se ve en la ladera la mancha verde, esponjosa, de un pino solitario; resuena un aleteo de palomas que van dejando en la llama del día la nota blanca, ligera y aliviadora de viva espuma...

¡Venturosa la mirada que puede recoger en el abrasamiento de la vida, la delicia del agua para su sed ideálica, la sombra buena y fragante para el reposo de su alma, y la pureza de un vuelo de sencillez, de alegría...!


Sí, la impronta de Miró es incuestionable, pero es de un Miró que tiene sólo treinta y cuatro años, que apenas si tiene pasado. Para escribir El humo dormido hará falta distancia en el tiempo -el humo azul «que vela los confines» tendrá que estar dormido- y en el espacio. En enero de 1913 sigue viviendo en la ciudad, la comarca, donde había nacido, pero a principios de 1914 se traslada con su familia a Barcelona -separación en el espacio-. Ya en febrero (el 25), escribe a Francisco Figueras Pacheco: «Siendo mi vida de ahora tan nueva, tan trocada, estoy lleno de la emoción de nuestro pasado. Ando, vivo y me agito como cualquier comisionista de tejidos catalán, y en mi alma hay un remanso del tiempo donde se espeja limpiamente el azul de Alicante y todas las dulces memorias de nuestra primera mocedad». Y en 1918, casi cuarentón, puede tener recuerdos de niñez y juventud -de otra época, otro lugar- que harán posible El humo dormido.

Su estancia en la ciudad condal ha sido ya extraordinariamente fructífera: colaboraciones en La Vanguardia, Los amigos, los amantes y la muerte (cuentos, 1915), El abuelo del rey (1915), Dentro del cercado y La palma rota (1916), Figuras de la Pasión del Señor (1916, 1917), Libro de Sigüenza (1917). Pero le hubiera resultado difícil vivir sólo de sus escritos. Gracias a la ayuda de don Enrique Prat de la Riba, apenas llegó a Barcelona ocupó «una plaza en la Contaduría de la Casa de Caridad» (carta de G. M. a José Guardiola, marzo 1914). Vivía en la calle de la Diputación, 339, 3.º-2.ª. De la casa de Caridad pasó, en el verano, a la editorial Vecchi-Ramos, que le encargó «de la organización de unos trabajos enciclopédicos (una especie de enciclopedia católica) con tendencia marcadamente ortodoxa» (G. M. a Figueras Pacheco, 7 agosto 1914). Se suspendió el trabajo en la enciclopedia en abril de 1915, y Miró no tuvo más remedio que vivir de sus escritos y de unos modestísimos honorarios que seguía percibiendo como cronista de Alicante. Y así, los libros que tenía proyectados los fue publicando, primero, por entregas (Figuras, Libro de Sigüenza) en La Vanguardia.

En noviembre los Miró se mudaron al paseo de la Bonanova, que «se extiende desde la plaza de la Bonanova hasta el pueblo de Sarriá. Es notable [...] por las elegantes quintas (llamadas torres en el país) que a ambos lados se levantan» (Enciclopedia Espasa, s. v. «Barcelona», t. 7, s. a.). Los Miró no vivían en una torre sino en un piso bastante incómodo, a pesar de lo cual siguieron allí un par de años, y allí vivían todavía cuando Miró empezó a colaborar en La Publicidad, publicando (el 28 de febrero de 1918) en este periódico el primer capítulo de El humo dormido bajo el título «El humo / El órgano / El Hidalgo / El desconocido».

Lo que nos puede interesar en esta primera versión es el prólogo, que se corresponde estrechamente con el texto definitivo del libro, pero que a la vez muestra diferencias que lo vinculan más clara e imaginísticamente con el texto «Verano», arriba citado. Nótese las imágenes y conceptos en bastardilla:

Un humo azul que se ve a lo lejos; y es el mismo que también ciñe nuestra vida para otros ojos; un humo como el anhelar de los bancales segados, de los campos abiertos por la reja, del llano maduro; humo de la sangre oculta en la tierra y de las raíces que van caminando con jugo que se cuaja en árbol; humo de distancias de andadura, de lejanías de memorias, de vaho de almas, de una emoción que cae en la paz, y de esa paz herida sale el aliento que estaba dormido; así humea la calma de las puestas de sol cuando tiembla desnuda nuestra vida. Humo que lo estremece todo. Una quietud en la que siempre hay la abeja de una palabra que abre, que rasga el gran silencio. De este humo dormido irán emergiendo los contornos, los rasgos, los ápices, los caminos y caminantes que ahora vemos desde nuestra linde, desde nuestro portal...


También se encuentra en La Publicidad una ampliación del concepto de limitaciones que Miró añade al párrafo que empieza «¿De modo que nos limitaremos al invierno?». Así:

[significa poseerlo] ¡Y aun nos parece limitado el vuelo del gorrión! Vuele lo preciso; rápido, receloso; un dardo que se clave en seguida; sólo quiere y ha de menester la simiente acechada, la miga que se le cae a un niño del pan de la merienda. Y se dice: ¡Hay que ser águilas! Pero, el águila que rodea todo un valle, de cumbre a cumbre, deslizándose, cerniéndose, parándose en el azul, vuela también lo preciso para ella; su limitación se halla en la anchura. Limitados.


El Dr. Leandro Cervera, quien amablemente me recibió para entrevistas en Barcelona el 15 y el 16 de septiembre de 1953, pertenecía a un círculo de amigos de Miró que se reunían con cierta frecuencia en la casa de Bonanova; entre ellos también el maestro de Cervera, el Dr. Augusto Pi Sunyer, médico de cabecera de los Miró y el mejor amigo de don Gabriel en Barcelona, el periodista Alfonso Nadal, el científico Ramón Turró y, hasta su muerte en el hundimiento del Sussex (1916), el músico Enrique Granados. A estos se agregaban los viejos amigos que venían de visita desde Alicante de ven en cuando, especialmente Germán Bernácer, Juan Vidal, Óscar Esplá, algún otro. La tertulia disfrutaba del chocolate y las mariquitas (pastelitos alicantinos) preparados por doña Encarnación, la madre del escritor.

Cuenta el Dr. Cervera que en aquellos años Miró pensaba escribir una novela que tratara de un manicomio (había visto en su propia familia casos de psicosis), y el escritor le pidió al doctor que le llevase a visitar instituciones de este tipo. Fueron en dos días seguidos (probablemente en 1918) a ver dos asilos de locos, el de Sant Boi en Llobregat y el de San Andrés en Barcelona, instituciones que para la época eran «avanzadas», por su trato muy humano a los internados, los cuales gozaban de bastante libertad y la posibilidad de estar a solas hasta un grado notable. Miró casi no aguantó la experiencia; no podía comprender -decía el Dr. Cervera- el problema de la desviación mental, cómo era posible que una persona se volviese loca.

Hay que destacar brevemente la figura del biólogo Ramón Turró, de quien Cervera escribió una biografía. En 1917, Cervera organizó un cursillo de conferencias impartidas por el científico, al cual se suscribió entre los primeros Gabriel Miró, pues tanto admiraba a Turró. Las ponencias se apuntaron taquigráficamente en catalán para que después Turró revisase el texto, que luego fue traducido por Miró y publicado bajo el título Filosofía crítica (Madrid: Atenea, 1919). (La introducción y el capítulo II los escribió Turró directamente en castellano). Mientras a Miró le ocupaba esta traducción iba a consultar a Turró en Sant Fost, donde vivía el científico catalán. En una ocasión acudió acompañado por el Dr. Cervera, don Miguel de Unamuno, el Dr. Augusto Pi Sunyer y el Dr. Jesús María Bellido. Se esperaba (cuenta Cervera) presenciar una conversación vivaz entre Unamuno y Turró, pero no resultó. Es que el catalán, desde el comienzo hasta el final de la visita, no dejó de hablar, experiencia seguramente insólita para el vasco. (El 11 de julio de 1918 Turró le escribiría a Unamuno: «Yo recuerdo sus agradables horas en S. Fost como un punto luminoso en la monotonía de la vida. [¿] No sería posible renovarlo?». -Carta facilitada por doña Felicia de Unamuno, archivo de Unamuno, Salamanca).

Quizás no se haya estudiado suficientemente la afinidad intelectual entre Gabriel Miró y Ramón Turró. Nótese, por ejemplo, los últimos renglones de «Mauro y nosotros» tales como salen en la versión de La Publicidad. Para concluir el capítulo, a la frase «Humilde y encogido y estaba traspasado de una prisa ajena, inexorable y ávida, que lo había hecho suyo» siguen éstas:

Este molino de la prisa de los otros y nuestra nos atropello también entre sus aspas.

«Si nos muriésemos distraídos con los quehaceres de la vida -escribe Turró- hallaríamos en la propia vida el objeto de la misma; mas la muerte traza ante nosotros un interrogante formidable».

Turró está penetrado de una luminosidad que exalta, como esos días desnudos en que se nos ofrecen los rasgos más primorosos y ocultos del paisaje, y se transparenta la vejez del pasado y el muro de las limitaciones de otros tiempos sin nosotros. «La fe ingenua -añade el maestro- es más sabia de lo que parece». Elogio de la venda que él no se ha ceñido.

Mauro la llevaba resudándole del afán de su porvenir, donde no estaba la interrogante de la muerte ni quizá la de la vida.


Pero esta invocación a Turró queda suprimida, substituida en la versión definitiva por la conclusión que se lee en la presente edición y que termina con la frase que tuerce la línea narrativa en un exabrupto muy mironiano -«¡Queréis más a mi hermano que a mí!»- y la conecta instantáneamente con el capítulo siguiente. -Pero la cita de Turró, ¿de dónde la saca Miró? No lo he podido comprobar.

Bonanova 7 era el segundo edificio a mano izquierda yendo desde la plaza hacia Sarriá. La vivienda de los Miró, en el piso segundo, tenía una terraza trasera que daba al patio de un convento, y desde allí se podía observar a las monjas jugando y cantando puerilmente con sus alumnas. Miró veía a las religiosas bajo dos aspectos (opinaba el Dr. Cervera), uno, lírico, pintoresco, encantador; el otro, absurdo, estúpido (concepto acaso tendencioso que correspondiese más a la manera furibundamente anticlerical del médico que a Miró mismo). De todas maneras, podemos ver en esta situación la materia prima de la anécdota referida en el capítulo «Limitaciones».

Pero vivir en Bonanova 7 se hizo imposible. Nadie mejor que Miró mismo para describir los disgustos que el piso le ocasionaba a toda la familia, en una carta del 16 de noviembre de 1918 al arquitecto Juan Vidal en Alicante, documento de tan alto valor literario que se reproduce a continuación en su integridad:

Sr. D. Juan Vidal, primer albañil y bombero del Ayuntamiento de Alicante: Yo no quería ya escribirte en toda mi vida de Sigüenza; pero como te necesito te escribo.

Mira, hijo: aquella casa del Paseo de la Bonanova se fue rajando y pudriendo en vida; criaba; penetraban los fríos y las lluvias, se nos enmohecían los muebles, los libros, las ropas y los huesos. Ya no era posible habitar mi cuarto ni el de mi madre; vivíamos apretados, amontonados. Nos quejábamos a Juan Roca [el propietario]. A Juan Roca se le apelotonaba la frente o lo que sea, decía doncs ocho veces y era el señor Miguel que s'enfotía. Pero nosotros pensábamos: ¡Es un pobre hombre, muy sencillo todo! El pobre hombre era una canalla. El pobre hombre vendió por cuatro mil duros el cafetín de la Avenida y se llevó hasta las bombillas eléctricas. El pobre hombre, que te decía Cuanito, hizo cuatro garages falsificados en los patios de los inquilinos; el pobre hombre se recogió a vivir en uno de los bajos, donde fue portería y en seguida me dijo, en mangas de camisa sucia y alpargatas, él no debía vivir en aquel cuartucho sino en mi piso; yo le contesté que me obligaba una mudanza precisamente cuando menos podía soportar esos gastos y trastornos, aunque lo apeteciese porque nuestro pobre menage se iba llenando de la costra de los muros. El pobre hombre me dijo que lo malo era que no encontraría pisos, pero que todo podía arreglarse subiéndome el alquiler. Tuve que consentir; él se marchó huyendo de la epidemia dejándonos sin agua. Vinieron las lluvias de octubre, los techos se abrieron; los médicos me dijeron que nos fuésemos en seguida de aquella cueva o alcantarilla. Vendí un carro de muebles por trece duros, un costal de libros, otro de ropas. Busqué precipita[da]mente casa, le escribí pidiéndole que me indemnizara los quebrantos que sufría y que había de sufrir. No me contestó. Me entrampé. Encontré al pobre hombre; no quiso ni ver el piso, pero me dijo que el último recibo del mes de octubre no se lo pagase si así me dictaba la conciencia. La conciencia me dictaba que pegase una patada en su huevo de atún y que además me pagase lo menos 500 pesetas. Pero me contenté con el importe del último alquiler. Vinimos a esta torre -Vico 8, Apeadero de la Bonanova- que ya no tengo más remedio que ofrecerte. El pobre hombre arregló el piso, y en seguida me llevó a los tribunales. En principio de pleito estoy; no sé cómo quedaré. Me conviene grandemente que tú me envíes en seguida la minuta de los honorarios por aquellos planos que le hiciste. Es preciso que la feches de modo que no se hayan cumplido 3 años para que no prescriba. La cantidad que no baje de 200 a 300 pesetas. Si él se negase a satisfacerla, nombrarías procurador corriendo todos los gastos a mi cargo. Esto no es una venganza, es una sanción para que no triunfe la alpargata del enriquecido vilmente sobre un Sigüenza que está más harto, más harto...! Todos nuestros amigos Pi Suñer, Gallardo, etcétera, me han animado a pedirte esa minuta. La espero en seguida. Abrazos. Te perdono; y te perdono porque te necesito. Abrazos a todos. Tuyo fraternal.

Sigüenza


(Carta citada con el permiso del Sr. Juan Vidal)                


Hay que notar que los capítulos de El humo dormido que salían en La Publicidad ocuparon a Miró desde febrero de 1918 hasta el 31 de enero de 1919, pero no hubo ninguna entrega entre las fechas 25 de septiembre de 1918 y 18 de enero de 1919. O sea, entre la penúltima entrega, «Don Jesús / La Lámpara de la realidad», y la primera parte de la última, «Don Jesús y el "Judío errante"», median cuatro meses, mientras que el intervalo entre las demás colaboraciones varía entre un día (las estampas de Semana Santa, que corresponden al ordo de 1918) y 32 días, con un promedio de 13. La explicación se encuentra en la historia contada en la carta de Gabriel Miró a Juan Vidal. A lo que parece, Miró no escribió nada en el mes lluvioso de octubre ni en los meses de la mudanza y la instalación en Vico 8. (Don Vicente Ramos, amigo del arquitecto, escribe, en su Vida y obra de Gabriel Miró, pág. 240, que «según el testimonio de don Juan Vidal, el pleito Roca terminó con un arreglo satisfactorio para el atribulado Sigüenza»).

Pero no todo tenía que ser desabrido en Bonanova 7. Ya hemos visto como, antes del arruinamiento total del piso, había tertulias -no las vociferantes de café ni las formales de la sociedad distinguida sino la de los amigos de verdad. Hay que poner de relieve la participación en ellas de don Joaquín María Gay, quien quería establecer alrededor de Miró una especie de editorial. Atendamos otra vez a nuestro escritor, en una carta a Unamuno el 25 de abril de 1917:

D. Joaquín M.ª Gay, un señor de bondad inmaculada, quiere distraer los ocios de su abundancia editando algunos libros. No se trata, actualmente, de una nueva editorial, sino un intento de regodeo «bibliográfico». Muchas veces me lo ha dicho pidiéndome una obra para iniciar su empresa. Yo, anticipándome mis remordimientos por su fracaso, he intentado disuadirle, exponiéndole todos los riesgos del negocio. Y, él, siempre me responde: que sólo quiere «probar» con cuatro o cinco libros; que si grana su propósito, lo proseguiría con amplitud; y si se malogra, habrá perdido una cantidad que no necesita, habrá favorecido a algunos escritores; y, finalmente, habrá invertido un tiempo que le sobra -¡Dios le bendiga!- mucho mejor que murmurando en un corro de cortadores de cupón. Pero sostiene que nada perderá, pues, si los editores ganan, más ganará él contentándose con menos.

Al fin, acepté. Y esto coincidió con la llegada de su postal. En ella me dice V. que había terminado una novela muy acre. Es una noticia que hace cambiar mi rumbo. Para bien de Gay y para bien de todos, creo que la cabecera de estas ediciones debemos ofrecérsela a V. Se lo he dicho a Gay; y éste me pide que se le escriba a V. proponiéndoselo. Y esto hago. Acepte V., D. Miguel; aconséjenos; sea V. «nuestro duca» y maestro. Y quién sabe si este proyecto puede ser el origen de un honestísimo hogar de publicaciones, provechoso para todos, en que el dinero y el trabajo se concilien sin egoísmos de ventaja.

Usted, D. Miguel, fija sus condiciones. No se pretende adquirir la propiedad de las obras -Eso nunca; la propiedad será siempre del autor-. De modo que V. y todos participaremos de los beneficios de la edición, y a cuenta de ellos se nos anticipará la cantidad que se convenga. Determínela V. y añada las observaciones que desee.

Conviene que el libro conste de unas 300 páginas del formato corriente; claro que con primorosos cuidados tipográficos.


(Archivo de Unamuno, Salamanca. Citada con permiso. El epistolario Miró-Unamuno ha sido publicado por Carlos Ruiz Silva en Ínsula, núms. 392-393, págs. 9 y 16)                


A pesar de las reiteradas súplicas, a las cuales se agregó el Dr. Pi Sunyer, don Miguel no aceptó. De los cinco libros proyectados sólo se publicó uno, de Miró, una segunda edición de Del vivir en combinación con La novela de mi amigo. Se pueden leer en el libro de caja para 1918 (pág. 144) de la Editorial Elzeviriana los siguientes cargos a J. M. Gay: 26 feb., 3000 «Del vivir», 7 pliegos de 32 págs. sin papel a 70 ptas., 490; 3000 «Del vivir», 1 pliego de 8 págs., 26; 18 de marzo, 3000 cubiertas «Del vivir», 100; 3000 encuadernaciones, «Del vivir», en rústica, a 58 ptas. %, 174; total, 832 ptas.; recibido el 15 de abril de 1918.

Es interesante tener este cuadro en miniatura del aspecto crematístico, como diría Gabriel Miró, del procedimiento editorial. Pero es evidente que la filantropía del Sr. Gay no bastaba para sacar a Miró de los apuros financieros a que no deja de aludir en toda su correspondencia. Es tema que requiere una breve digresión.

Me dijo (en 1954) el Duque de Maura (Gabriel Maura y Gamazo, tocayo, como le gustaba caracterizarse, de Miró, su amigo durante muchos años), que una diferencia fundamental entre Gabriel Miró y Azorín era que éste sabía hacerse cotizar, venderse como escritor, mientras su coterráneo no tenía la menor idea de cosas de dinero. Es cierto. Se nota casi como un estribillo en las cartas a sus amigos la queja constante sobre sus condiciones «crematísticas» -el mismo empleo de palabra tan «elegante» sin duda enmascaraba preocupaciones dolorosas.

Preocupación, sin embargo, no significa penuria. Se ha insistido demasiado -quizá porque el mismo Miró se empeñaba en hacer literatura epistolar del tema- en la pobreza de Miró. Téngase en cuenta que en Barcelona vivía bastante bien la familia, sin saber de privaciones. Tenían criadas. Hacían excursiones. Las hijas asistían a colegios buenos. La menor estudiaba el violín con el maestro Ainaud, el mejor de Barcelona. El paseo de la Bonanova no era barrio de pobres. En el círculo social suyo, casi todos intelectuales y artistas en los años en que estaban ganando su primera fama profesional, si no la tenían ganada ya -los dos Pi Sunyer, Turró, el malogrado Granados, Cervera, el periodista Alfonso Nadal- sólo este último, quizás, sería menos adinerado que Miró. Pero no era una sociedad de fracasados impecunios, y no hay ninguna indicación de que Miró se sintiese avergonzado por sus relativamente escasos recursos económicos. Y sin embargo, constan las quejas, la más famosa de ellas en una carta publicada por su primer biógrafo, José Guardiola Ortiz (Biografía íntima, pág. 104).

Eso de la cotización de los valores del talento en España es muy relativo aunque lo diga mi hermano. Tú tienes un inmenso talento, bien lo sé, y se cotiza subidamente, y alcanzas aclamaciones; pero, yo también valgo mucho y estoy roído de deudas, y «se me para el reloj no porque necesite compostura» sino porque siempre lo tengo en el Monte de Piedad (sucursal de la calle de Salmerón).


Al citar esta carta, Guardiola da la impresión de que la toma al pie de la letra, pero al margen de este texto en su propio ejemplar de dicho libro Clemencia Miró ha apuntado: «Ese reloj de plata, marca Longines, siempre estuvo en su mesa de trabajo o en el bolsillo de su chaleco». Es evidente que Guardiola no entendía que a base de sus innegables preocupaciones Miró hacía literatura.

¿Qué realidad había detrás de la frase «roído de deudas»? Es difícil contestar con exactitud, pero miremos un poco la situación familiar. La familia Miró de Alcoy ¿no era acomodada? Y el puesto de ingeniero jefe de caminos ¿no le daría a don Juan Miró Moltó un sueldo suficiente para establecer una respetable herencia para sus hijos? Pues el padre de Gabriel Miró se consolaba en su lecho de muerte con el pensamiento de que dejaba a su familia bien provista para las necesidades de la vida gracias a la modesta fortuna que había acumulado. Pero este consuelo carecía de fundamento en la realidad. (Utilizo aquí apuntes de Clemencia Miró). Incapacitado por su enfermedad, don Juan había confiado la administración de sus bienes, de su cuenta corriente en el banco, etcétera, a doña Encarnación, su esposa, y ésta, con la debilidad que siempre había sentido por su hijo mayor, había ido sacando dinero para satisfacer las necesidades y caprichos de Juan hijo, y para pagar sus deudas, de tal manera que cuando se murió el padre el 6 de marzo de 1908, el testamento que había dictado unos días antes resultó ser un documento sin significado alguno. No había nada que legar, sino que incluso había deudas, y la única manera de pagarlas era subastar la casa y su contenido.

Aún después de despilfarrar Juan no sólo su propia herencia sino también las de su madre y su hermano, tenía la caradura, según una anécdota conocida en la familia, de aparecer, consternado, ante Gabriel y demandar 5.000 pesetas. «Pero ¿dónde voy yo a encontrar cinco mil pesetas? Pídelas al Conde de...». Y Gabriel nombró a uno de los compañeros en juergas y diversiones de sus años escolares que podía soportar tales gastos, los cuales se permitía Juan sin poder pagarlos.

A partir de este desafortunado desenlace, doña Encarnación vivía no con el favorito, Juan, sino con el bondadoso Gabriel, primero en Alicante, luego en Barcelona. Parece que la familia hubiera podido vivir más o menos cómodamente y sin cuidados con los ingresos que percibía Miró de sus escritos, si no fuera por las deudas de las que tenía que responder, no sólo de las heredadas, sino de las que seguía contrayendo Juan en mal pensadas aventuras comerciales, en el juego, o en el cuidado de su enfermiza esposa. Pues además de sus derechos de autor, a Gabriel le correspondía un pequeño sueldo como cronista de Alicante, una sinecura de que gozaba desde hacía años. Es cierto que en la época que nos interesa le habían dejado cesante, pero sin haberle pagado lo debido, de modo que en una carta a su hermano (según notas de Clemencia Miró) del 2 de junio de 1919 le implora a éste que «solucione con el diputado Rojas el envío de lo que le debía la Diputación». Nunca era muy celoso Juan Miró en la atención a estas peticiones, y sin embargo, y con todos los problemas que Juan le traía, Gabriel no abominaba de su hermano. (Cabría preguntarse por qué no iba Miró mismo a Alicante a ocuparse de estos y otros asuntos suyos. Es que no se atrevía. Cierto marido alicantino, creyendo que Miró había tenido relaciones amorosas con su esposa, le amenazaba de muerte. Pese a las apariencias, es probable que los amores, a lo menos desde el punto de vista de Miró, fuesen puramente platónicos. Parece que todas las mujeres que conocían a Miró se enamoraban de él. No cabe entrar en más detalles aquí).

Si la empresa Gay no produjo resultado que aliviara la preocupación de Miró por el dinero, no tardó en presentarse otra, más prometedora, dirigida por Ricardo Baeza. La describe éste en una entrevista con Enrique Canito en Ínsula (núm. 82, 15 octubre 1952, pág. 10):

En 1918 [error: fue en 1917] fundé, con mi amigo y compañero de juventud Fernando Calleja, la editorial «Atenea» para la publicación de libros para los happy few. Pudimos así dar a luz una colección excelente, creo que muy buscada hoy día por los bibliófilos, en la que figuraban las obras completas de Dostoiewsky y de Wilde, y obras de autores españoles como Gabriel Miró, Jacinto Grau, Ramón Menéndez Pidal, Ramón Turró, Eugenio d'Ors, Salvador de Madariaga, Alonso Quesada [...].


Baeza había estado entre los comensales que festejaron a Miró en Madrid con motivo del premio por Nómada, en 1908, pero los dos no se hicieron amigos hasta 1916, cuando Baeza fue a visitarle en Barcelona en agosto. En una carta del 22 de agosto de 1917, Baeza ya le está pidiendo a Miró algo para Atenea: «¡Lástima grande que no pueda V. repartirse [está pensando en la «editorial Gay»] y ofrecernos algún libro! El prestigio de V. habría aumentado el de nuestra Biblioteca, y ¡hubiera sido tan grato para mí ocuparme de un libro de V.!». Baeza, no sólo el espíritu rector de Atenea sino el obrero más asiduo de su taller, solía enviarle a Miró las obras que él traducía: «Sus palabras sobre mi tradución de «La hija de Iorio» me han complacido vivamente», escribe en la carta antes citada. Y seguramente la necesidad que sentía Miró de trasladarse a Madrid fue notablemente fortalecida por los sentimientos continuamente expresados por su nuevo amigo y admirador: «Uno de mis más vivos deseos es que pueda V. venir a vivir a Madrid, y podamos trabar conocimiento más íntimo. Tengo confianza en que esto no tardará demasiado en realizarse».

Pero tardaría todavía un par de años. Entretanto, Miró, disgustado con el trato que recibía de Doménech, el editor que había publicado Figuras de la Pasión del Señor y Libro de Sigüenza, y confiando en el éxito del proyecto patrocinado por el Sr. Gay, anuló su contrato con Doménech. Cuánto ganaría Miró con la venta del único libro que salió de su propia casa editorial no se sabe, pero de todas maneras se ve que quedó sin editor y así es que pudo satisfacer el deseo de que ofreciera algo a Atenea. Su carta del 12 de mayo de 1919 a Ricardo Baeza pinta un cuadro completísimo de la vida de Miró en aquel momento (las peculiaridades gráficas, la separación de los apartados por espacios y largas rayas centradas, el subrayado, etc. son de Miró mismo):

Llegaron los libros, anunciados tantas veces en sus cartas. En seguida leí «El Retrato de Dorian Gray». ¡Qué ahínco, qué sutilidad, qué hermosura hay en su trabajo! Ya no traduce usted, sino que re-crea. Sus traducciones me traen la desnuda emoción de los originales, y me hacen pensar siempre en libros suyos.

«La Reina Silencio» es un libro de primorosa belleza, quizá de una belleza frágil como todo primor. Claro que evoca otras bellezas, pero reconozco la propia visión del autor. Confieso que no le conocía. [Se trata de una obra de Ramón Goy de Silva].

La Biblioteca «Microcosmos» es lo más perfecto que conozco en miniaturas bibliónicas. Hacen delicadas las manos que las toman; y en su interior, por lo menos, en los que llevo hojeados, la versión es tan justa, la selección y el acomodamiento tan sabios, que llegan a dar una impresión de totalidad del autor exprimido.

A todos gustan estos libros lindísimos, que apenas se ven en estas librerías. «Atenea» queda un poco escondida en Barcelona y es una lástima, porque Barcelona lee, o compra, mucho más que casi el resto de España.


Filosofía crítica. -El Dr. Turró, que vuelve a estar recluido en su masía de San Fausto, me escribe un poco alarmado del silencio de «Atenea» para su obra. No llegan pruebas, esperadas hace tiempo. Recuerden que al texto que ustedes ya tienen hay que añadir un prefacio que ajusta la proyección anti-kantiana del libro. Constará de unas ochenta cuartillas. No es posible podarlo. -Creo firmemente en esta obra -si ustedes la anuncian- será un éxito en América y aún en el Estranjero. Ya le dije, que Turró ha sido nombrado miembro de la Sociedad de Biología de París, honor que en España sólo ha recibido Cajal. No lo sabemos más que los íntimos. Turró es de una sencillez brava, casi torva. Ya le conocerá Vd. en el próximo octubre. Quiere ir entonces conmigo a Madrid, y dar una conferencia en el Ateneo que beneficie la exposición del libro. -Como dato de la reverencia que por Turró se siente en América, únicamente le diré que se le han hecho proposiciones estupendas para llevarle como conferencista. Y nada. Turró no se mueve de su masía y de su laboratorio. Siente terror angustioso de que la diabetes y la vejez le traigan la muerte antes de acabar su obra.

¡Confío en que Filosofía Crítica [Miró no es nada riguroso en el empleo de mayúsculas en títulos de libros] se publicará primero que cualquiera de los otros libros de autor catalán, que veo por fin anunciados en Atenea, y para los cuales le deseo suerte, paciencia y paz!

El Humo Dormido. -Estoy un poco avergonzado de mi tardanza en devolver las pruebas. No las retiré en seguida de Correos; las corregí presurosamente, y quizá con poco cuidado, porque me propuse leerlas después todas y pulirlas. Vino el aviso de esa reclamándolas, y las enfajé sin repasarlas. Bueno sería, si no le cansa mucho, que Vd. las atendiese un poco. Temo que hasta adolezcan de incorrección en mis correcciones. Hoy le incluyo el Viernes Santo. Podría enviarle más original, pero es preferible que sólo le prometa un único capítulo del Humo. Este capítulo debiera ir antes de «El Perro del Oracionero». Si urje la apariencia del libro, prescindan de esas cuartillas; claro que yo preferiría que saliesen porque pertenecen a esta obra. Pero, no sé cuándo podré enviarlo. No depende sólo de mí, sino también de La Publicidad. Señálenme un plazo. Aunque mejor será que les confiese que no podrán tenerlas ustedes hasta el 20 o 24 del corriente. Pasada ya «Semana Santa», literariamente El Humo ha perdido un poco de actualidad. Repito que por mí solo, sólo por mí, no quiero que se perjudiquen con aplazamientos.


Otros libros. -Tengo bastante adelantado «Nuestro Padre San Daniel», novela que, teniendo su viabilidad autónoma, constituye la 1.ª parte de El Obispo Leproso. Pero yo todavía dudo en la separación. Si las dos obras cupiesen en un volumen, no vacilaría en juntarlas bajo un único título. Comprendo, también, que ni estética ni económicamente sería acertado un tomo de más de 500 páginas. Creo que no ha de anunciarse el primer libro como parte del segundo. Sería retraer al público. Mejor será que al final de «Nuestro Padre» advierta yo en nota brevísima que los personajes siguen viviendo en El Obispo. Además conviene que entrambos libros se publiquen simultáneamente. Lo que me asusta un poco es el envío de ellos, porque no tengo tiempo ni paciencia para copiarlos, y por una copia me piden un caudal.

De todas maneras, creo que podrán publicarse los dos, entre octubre y noviembre, aunque me decida a alternarlos con la preparación de Bethlehem y otras cosas.

Crematística. -Pueden ustedes redactar el contrato del Humo Dormido bajo la base de 0,50 por ejemplar vendido. Las quinientas pesetas que tengo recibidas fueron aplicadas a este libro y al Obispo Leproso. ¿Quieren ustedes, para simplificación de cuentas, que toda esa cantidad quede como anticipo del El Humo, dejando al Obispo exento de toda «hipoteca»? Si así lo aprueban, redacten ustedes mismo este único recibo que yo devolveré firmado con el contrato en seguida que lo reciba.

Si para junio o julio, persistiera mi fracaso económico, ¿podría con algún modesto adelanto gravando «Nuestro Padre»? Esto, siempre que mi petición no violente la disciplina administrativa de esa Editorial. Con la descuidada franqueza que uso para consultárselo, quiero que usted lo decida.

Martínez Sierra. -Comprendo cuanto usted me dice. Para que no me tenga por descortés, pienso contestar definitivamente a la carta suya diciéndole -si usted me autoriza- que «Atenea» no me permite que distraiga y ceda ningún original hasta que cumpla el contrato que tengo firmado con ella y por el que me comprometo a entregarles a ustedes siete libros. Digo siete como pudiera decir 20; entre tanto, todo pasa; y no le encono más de lo que ya estaba conmigo. ¡Quién sabe si todavía habré de intentar mi última esperanza en el teatro! ¡Es verdad que empiezo muy tarde a tener cautela!

Viernes Santo. -Hago juramento de corregir y devolver las pruebas de este artículo el mismo día que me lleguen. Si no fuera posible enviármelas, en las manos de usted las encomiendo.


Y basta por hoy, y perdóneme.

¡Ah!: recientemente me dieron a leer un artículo de Cejador hablando de mí. Lo publicaba Nuevo Mundo. ¡O el silencio crítico o las agudezas de Cejador! No tengo ese número; si no, se lo enviaría para que contrastase usted sus opiniones con las de Cejador. Y lo terrible es que ese hombre pretende elogiarme.


(Las cartas a Ricardo Baeza están citadas con su permiso y hasta por su explícito deseo)                


El humo dormido, según el colofón, «acabó de imprimirse en Madrid en la imprenta de Fortanet, Libertad, 29, el día 18 de junio de MCMXIX».

Pero antes de poner fin a este capítulo en la vida de Gabriel Miró, hay que introducir los nombres de dos escritores cuya amistad con nuestro prosista se trabó en aquella época, Juan Ramón Jiménez y Valéry Larbaud. Del primero habla Miró en una carta a Óscar Esplá del 7 de junio de 1919:

Recibí tu carta; dentro, la de Juan R. Jiménez; a los dos días, llegaron los libros. Esta amistad la debo toda a la tuya. Estoy muy contento; yo creí que Juan Ramón y yo no seríamos nunca amigos; creí que ya no nos encontraríamos. Tú, nos has cogido a los dos de las manos, y después nos has dejado juntos. Me presentó Martínez Sierra a Juan Ramón. Y no nos dijimos nada. Fue en la casa de Renacimiento. Era yo más provinciano que ahora; y no me sentí acogido. Se lo he dicho en mi carta. Me ha contestado en seguida otra tan cordial, tan humana, que yo creo que nos vamos a querer mucho. Dice que él se imaginaba que nunca nos habíamos visto. Y es verdad lo mío y lo suyo; nos hemos visto, ahora, porque nos hemos mirado a través de ti. He buscado libros míos por estas librerías, y mañana se los enviaré.


Los libros de Juan Ramón fueron Eternidades, Piedra y cielo, y Poesías, con sendas dedicatorias fechadas todas «mayo, 1919», y describiendo a Miró como «amigo ideal» y «puro», y expresando «admiración y cariño» -aunque sólo un par de años después el gran poeta cambiaría de parecer, de acuerdo con una conocida tendencia suya de hablar mal de escritores a quienes antes había elogiado.

Más importante para Miró era su amistad con Valéry Larbaud. Tomó la iniciativa el francés, aficionado a las letras españolas, que quería que La Nouvelle Revue Française publicase las Figuras de la Pasión del Señor. A ello alude Miró en una carta a Eduardo Irles el 28 de mayo de 1917. Después recibe Miró la primera carta de Larbaud, quien está con Irles en Alicante. «Sus obras de V., que me han sido revelados por José Junay [?] y por Eduardo Irles, me parecen merecer una fama europea igual, al menos a la de las obras de Thomas Hardy o de Gabriel D'Annunzio por ejemplo». Termina: «Espero que un día tendré el gusto de verle a V., aquí en esta su casa, en esta tierra que sus libros me han enseñado a querer antes que yo la conociese». Aunque Larbaud pasó varias temporadas en Alicante -a lo que parece, por motivos de salud; se queja en una carta de «dolores reumáticos y otros achaques», «un invierno pésimo»- Miró no regresó a su ciudad natal durante sus años barceloneses, y la amistad se sostenía epistolarmente. Cuenta Larbaud (15 enero 1918) que cierta Mme. B. Klotz había emprendido espontáneamente, por lo visto bajo la tutela de él, la traducción primero de Nómada y luego de las Figuras, éstas «no solamente como las comprendía, sino como las sentía». Pero «mientras dure la guerra, la N. R. F. no publicará más que las obras aceptadas antes del agosto de 1915 [...]. Lo más temprano que se podrían publicar las «Figuras» sería el año que viene 1919)». No se publicaron. Pero Larbaud mismo, con la colaboración de Noémi Larthe, tradujo los capítulos de El humo dormido comprendidos bajo el rótulo de «Semana Santa» y los publicó en tres ediciones distintas (1923, 1925, 1938), todas tituladas, naturalmente, Semaine Sainte (véase la bibliografía). Valéry Larbaud se mantuvo fiel en su amistad hasta la muerte de Gabriel Miró, y aún después.

Es un deber, en gran parte triste -tantos buenos amigos han fallecido-, nombrar con gratitud a las muchas personas que me han ayudado y animado en mis investigaciones sobre la vida y obra de Gabriel Miró, especialmente en lo relativo a la preparación de esta edición: D. Eufrasio Ruiz, D. Francisco Figueras Pacheco, D. Manuel Lorenzo Penalba, D. Germán Bernácer, D. Óscar Esplá, el Dr. Leandro Cervera, D. Jorge Guillén, D. Ricardo Baeza, D. Vicente Ramos.

Hay que destacar en párrafo aparte a la hija de Gabriel Miró, Olympia, y a su marido, el Dr. Emilio Luengo, guardianes extraordinarios del archivo reunido por la otra hija, Clemencia (†1953), ejemplarmente hospitalarios y creadores en su casa de una atmósfera de simpatía e interés inolvidable. Sus hijos, Emilio y Olympia, mantienen viva la tradición de bondad y entusiasmo por todo lo que tenga que ver con la obra de su abuelo.

Los directores de la publicación de esta serie de la «Obra Completa» de Gabriel Miró, D. Miguel Ángel Lozano y D. Celso Serrano Martínez, se han ocupado con paciencia de la corrección de los errores en mi español y la administración en general de la edición. Mi llorado colega Vicente Llorens me prestó ayuda sin medida cuando preparé una edición de El humo dormido con aparato crítico en inglés. Y los consejos de Willard F. King me son evidentes en todas las páginas de esta Introducción y las Notas.






Bibliografía

  1. Ediciones
    1. Primeras versiones, en artículos sueltos en La Publicidad, Barcelona
      1. Bajo el título general de El humo dormido:
        • «El humo / El órgano / El desconocido», 28 de febrero de 1918. (Corresponde a la Introducción y «Limitaciones» en el libro).
        • «Las gafas del padre / El hermano enfermero / La sed de David / El deseo», 14 de marzo de 1918.
        • «Nuño el viejo», 20 de abril de 1918.
        • «Don Marcelino / Mi profeta», 15 de mayo de 1918.
        • «Perros de ciego / El "Sí, señor sí", 22 de mayo de 1918. [«El Oracionero y su perro»].
        • «Fiestas de entonces y ahora / La Ascensión / Pentecostés / Corpus Christi», 31 de mayo de 1918. [Sólo «La Ascensión» se conserva en el libro].
        • «El enlutado que nos daba miedo / El perejil», 25 de junio de 1918.
        • «Santos de estos días / Popularidad», 29 de junio de 1918. [«San Juan, San Pedro y San Pablo»].
        • «La sensación de la inocencia», 28 de julio de 1918.
        • «Mauro y nosotros», 11 de agosto de 1918.
        • «La hermana de Mauro y nosotros», 24 de agosto de 1918.
        • «Don Jesús / La Lámpara de la realidad», 25 de septiembre de 1918.
        • «Don Jesús y el "Judío errante"», I, 18 de enero de 1919.
        • «Don Jesús y el "Judío errante"», II, 31 de enero de 1919. [«El Alma del Judío errante y Don Jesús»].
      2. Bajo el título general de Semana Santa:
        • «Domingo de Ramos», 24 de marzo de 1918.
        • «Lunes Santo», 25 de marzo de 1918.
        • «Martes Santo», 26 de marzo de 1918.
        • «Miércoles Santo», 27 de marzo de 1918.
        • «Jueves Santo», 28 de marzo de 1918.
        • «Sábado Santo», 30 de marzo de 1918.
      3. Bajo el título general de Estampas:
        • «Santiago, Patrón de España», 25 de julio de 1918.

        No se publicaron más Estampas. El capítulo «Viernes Santo» fue escrito ex profeso para el libro.

    2. Ediciones del libro El humo dormido
      • El humo dormido, Madrid, Atenea, S. A., 1919. Única edición vigilada por Gabriel Miró y la base de la presente.
      • El humo dormido, Obras Completas de Gabriel Miró, Vol. VII, Madrid, 1938. Miró contrató la publicación de estas Obras Completas, pero la mayor parte de los tomos fueron publicados después de su muerte, y las ediciones póstumas no fueron preparadas por él. Ha habido múltiples impresiones y la paginación no es siempre la misma.
      • Semana Santa, ilustrado con grabados en madera de Daragnès, con nota preliminar de Gaziel, Barcelona, Ediciones de La Cometa, Gustavo Gili, (1938). Edición de lujo, de 115 ejemplares, impresa en París en los talleres de Daragnès. [Corresponde a la edición en francés de 1931. Véase bajo Traducciones].
      • El humo dormido. El Ángel, El molino, El caracol del faro, con prólogo de Óscar Esplá, y, al cuidado de Pedro Caravia, revisión del texto a base de la edición de 1919 y registro de todas las variantes encontradas en La Publicidad y la edición de lujo de Semana Santa, Barcelona, Tipografía Altés, 1941. Edición conmemorativa, emprendida por los «Amigos de Gabriel Miró».
      • El humo dormido, en Obras completas en un sólo tomo, con nota preliminar, datos biográficos y prefacio por Clemencia Miró, Madrid, Biblioteca Nueva, 1943. Ha habido múltiples ediciones y la paginación no es siempre la misma.
    3. Traducciones
      • Semaine Sainte, trad. por Valéry Larbaud y Noémi Larthe, en Intentions, 2.º año, París, febrero y marzo, 1923.
      • Semaine Sainte, trad. por Valéry Larbaud y Noémi Larthe, con un prefacio de Valéry Larbaud y un autógrafo del autor, París, Les Cahiers Nouveaux, aux éditions du Sagittaire, chez Simon Kra, 1925.
      • Semaine Sainte, trad. y prefacio de Valéry Larbaud, ilustraciones de J. G. Daragnès, «imprimé pour les XXX de Lyon» (París, Talleres de Daragnès), 1931. Edición de lujo, de 130 ejemplares.
  2. Estudios
    1. Bibliografía
      • LANDEIRA, Ricardo, An Annotated Bibliography of Gabriel Miró (1900-1978), Lincoln, Neb., Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1978.
      • RAMOS, Vicente, Gabriel Miró, Alicante, Instituto de Estudios Alicantinos, 1979. «Bibliografía», págs. 369-385.
    2. Sobre vida, obra, estilo, esp. El humo dormido
      • BAQUERO GOYANES, Mariano, Prosistas españoles contemporáneos: Alarcón, Leopoldo Alas, Gabriel Miró, Azorín, Madrid, Ediciones Rialp, S. A., 1956.
      • BECKER, Alfred W., El hombre y su circunstancia en las obras de Gabriel Miró, Madrid, Revista de Occidente, 1958.
      • CARPINTERO, Heliodoro, Gabriel Miró en el recuerdo, Alicante, Universidad de Alicante / Caja de Ahorros Provincial de Alicante, 1983.
      • ESPLÁ, Óscar. Evocación de Gabriel Miró, Alicante, Publicaciones de La Caja de Ahorros del Sureste de España, 1961.
      • GARCÍA SORIANO, Justo, Vocabulario del dialecto murciano, Madrid, C. Bermejo, 1932.
      • GUARDIOLA ORTIZ, José, Biografía íntima de Gabriel Miró, Alicante, Imprenta Guardiola, 1935.
      • GUILLÉN, Jorge, En torno a Gabriel Miró: breve epistolario, Madrid, Ediciones de Arte y Bibliografía, 1970.
      • —— Language and Poetry: Some Poets of Spain, The Charles Eliot Norton Lectures, 1957-1958, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1961. Véase el capítulo «Adequate Language: Gabriel Miró». Publicado después en español: Lenguaje y poesía, Madrid, Revista de Occidente, S. A., 1962. Segunda edición, Madrid, Alianza Editorial, S. A., 1969.
      • JOHNSON, Roberta, El ser y la palabra en Gabriel Miró, Madrid, Editorial Fundamentos, 1985.
      • KING, Edmund L., «Gabriel Miró y "el mundo según es"», Papeles de Son Armadans, XXI, n.º 62 (mayo, 1961), págs. 97-138. Puesto al día y reimpreso en La novela lírica, I, Azorín, Gabriel Miró, Edición de Darío Villanueva, en la serie «El Escritor y la Crítica», Madrid, Taurus, 1983. (Contiene una errata fatal: en la pág. 214, «madurez» debe de ser «mudez»).
      • —— Introducción (en inglés) a su edición de El humo dormido, New York, Dell Publishing Co., 1967.
      • LAGUNA DÍAZ, Elpidio, El tratamiento del tiempo subjetivo en la obra de Gabriel Miró, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1958.
      • LIZÓN, Adolfo, Gabriel Miró y los de su tiempo, Madrid, 1944.
      • MACDONALD, Ian R., Gabriel Miró: His Private Library and His Literary Background, London, Tamesis Books, Ltd., 1975.
      • MIRÓ, Gabriel, Sigüenza y el Mirador Azul y Prosas de «El Íbero», el último escrito (inédito) y algunos de los primeros de..., Introducción biográfica, transcripciones y enmiendas de Edmund L. King, Madrid, Ediciones de La Torre, 1982.
      • RAMOS, Vicente, Gabriel Miró, Alicante, Instituto de Estudios Alicantinos, 1979.
      • —— Introducción a su edición de El humo dormido, Madrid, Ediciones Cátedra, 1979.
      • —— Vida y obra de Gabriel Miró, Colección El Grifón, XXIV, Madrid, Ediciones y Publicaciones, S. A., 1955.
      • ROMÁN DEL CERRO, Juan L., Ed., Homenaje a Gabriel Miró: Estudios de crítica literaria en el centenario de su nacimiento (1879-1979), Alicante, Caja de Ahorros Provincial, 1979. Para El humo dormido, véase esp. Lee Fontanella, «La estética de las tablas y estampas de El humo dormido», págs. 209-224.
      • VIDAL, Raymond, Gabriel Miró: le style, les moyens d'expression, Bibliothèque de l'Ecole des Hautes Etudes Hispaniques, Fascicule XXXIII, Bordeaux, Féret & Fils, Éditeurs, 1964.


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