Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Introducción a «Libro de Sigüenza»

Ricardo L. Landeira






Convivencia de Miró y Sigüenza

En el mes de julio de 1903, el joven escritor de veinticuatro años Gabriel Miró Ferrer redacta un pequeño libro titulado Del vivir (1904), cuyo protagonista, llamado Sigüenza, vivirá tantos años como su propio creador. Casado Miró desde el 16 de noviembre de 1901 con Clemencia Maignon, el 5 de octubre de este mismo año de 1903 le nace al matrimonio su primera hija, a quien bautizan con el nombre de Olympia. Ambos nacimientos -literario y familiar- guardan una significancia inestimable para el escritor y el hombre que fue Gabriel Miró. Ser retraído y familiar, Miró quiso y protegió a su mujer e hijas -Clemencia, la menor, nació el 30 de diciembre de 1905- con ternura admirable que con el tiempo abrigó asimismo a los seres amados por estas. El personaje Sigüenza fue igualmente allegado a Miró, pues con él convivió a lo largo de toda su producción literaria a partir de esta fecha temprana. La naturaleza y significancia de esta criatura literaria, así como la estrechísima relación con su creador, ha sido repetidamente ilustrada por mí y por otros investigadores previamente1; baste, pues, con apuntar tan solo en esta ocasión los hitos del personaje Sigüenza en tomos publicados para reafirmar su trascendencia.

El primero de ellos, como queda ya dicho, fue el opúsculo Del vivir, publicado a fines del año 1904 y que tuvo como inspiración una gira realizada en el verano de 1902 por el valle de Guadalest en compañía del ingeniero de caminos de la Jefatura de Obras Públicas de Alicante, Próspero Lafarga Navarro, a quien va dedicada la obra. Esta, consabido es, se constituye en la primera obra no repudiada por su autor (tanto La mujer de Ojeda [1901] como Hilván de escenas (1903) están excluidas de las Obras completas). Aunque pasan casi catorce años antes de ver la luz una segunda obra protagonizada por Sigüenza, el volumen Libro de Sigüenza (1917) había venido apareciendo desmenuzado en medianos intervalos a lo largo de todos estos años en numerosas revistas y periódicos, lo cual subraya la constante presencia del personaje en el ánimo de su autor. El último libro publicado en vida, y acaso el más confesional, maduro y ejemplar, por Miró es Años y leguas (1928). En él la existencia de Sigüenza se conjuga con la savia del paisaje alicantino en un alegato muy próximo a la autobiografía espiritual. Miró se sincera aquí con sus lectores de un modo íntimo y conmovedor. A estas tres obras les suceden, póstumamente, dos más. En 1952, su hija Clemencia editó una colección de viñetas donde aparece Sigüenza a lo largo de una veintena de años, Glosas de Sigüenza2. Y en 1982 Edmund King da a conocer en un primoroso tomo el texto Sigüenza y el mirador azul3, que Miró había escrito, dolido, como respuesta a la célebre pero desacertada y petulante reseña hecha por Ortega y Gasset de El obispo leproso, en El Sol, el 9 de enero de 1927.

Como se verá, pues, la presencia de Sigüenza a lo largo y a lo ancho de la obra mironiana es poco menos que total: en libros, en artículos periodísticos, en ensayos, y hasta en volúmenes ajenos a él (por ejemplo, Del huerto provinciano4), aparece el ubicuo Sigüenza. Sin duda alguna, fue esta criatura la más allegada a su autor y la más amada de él. La constancia, la frecuencia y la familiaridad de su figura son innegables, de ahí que merezca esta obra tan característicamente sigüencista la nueva edición crítica que el lector tiene en sus manos.




Años en Barcelona (1914-1920)

Las estrecheces económicas, cada vez más difíciles de superar, así como la esterilidad de los campos literarios alicantinos, movieron a Miró a otear horizontes más prometedores allá por los años finales de la primera década del siglo XIX. No obstante, el arraigamiento a las tierras levantinas de su niñez y mocedad era tal que aun en el medio de su desesperanza Miró se resistía a mudarse muy lejos de ellas. Él sabía de sobra y llegó a confesar que de abandonar Alicante por razones mayormente literarias las mejores probabilidades de éxito en este quehacer residían en Madrid. Pero aduciendo otras razones -salud propia y de sus familiares, así como otros pretextos de mayor o menor fundamento5- Miró encaminó casa y esperanzas hacia la región vecina, Cataluña, y su capital titular de entonces y ahora, Barcelona.

Miró empezó a cavilar en la posibilidad de un traslado a la Ciudad Condal todo lo más tardar allá por el año 1909, a juzgar por su correspondencia amistosa con el ya entonces famoso escritor catalán Joan Maragall6. Es de suponer que la estima sentida entrambos persuadió a Miró de que una mudanza era no solo factible, sino deseable, dado el clima intelectual abierto de esta capital en comparación con el provincianismo de la suya. El que ni semejantes aspiraciones ni estas amistades era vanidosidades lo prueba el primer artículo firmado por Miró en la prensa barcelonesa, aparecido el 8 de septiembre de 1911. Titulado «La paz lugareña», apareció en el Diario de Barcelona, donde ejercía como secretario de redacción el propio Joan Maragall7. Al mes siguiente apareció el primero de los capítulos del Libro de Sigüenza en este mismo periódico barcelonés -se titulaba «Pláticas. De una que tuvimos un capellán de monjas y yo»-, con fecha del 18 de octubre. En años sucesivos, hasta 1922, Miró publicaría muchos más. Primero, en Diario de Barcelona; luego, en La Vanguardia, y por último, en La Publicidad.

Amistades en Barcelona las tenía, posibilidades de trabajo también, y quizás de mayor importancia, literalmente, al menos para él, oportunidades de escribir y publicar algo que mereciese el apruebo de otros también las había.

Una ojeada muy por encima a las obras suyas editadas en Barcelona por estos años confirma nuestra tercera suposición. La casa editorial Eduardo Doménech lanzó los siguientes libros: Las cerezas del cementerio y la traducción realizada por Miró de El Señor de Halleborg, de Alfred von Hoedenstjerna, ambos en 1910; en 1911, otra traducción de Miró, Su Majestad, de Henry Lavedan; en 1912, Del huerto provinciano. Nómada, ambas en un solo tomo; en 1916, Dentro del cercado. La palma rota y Figuras de la Pasión del Señor, Tomo I; en 1917, Figuras de la Pasión del Señor, Tomo II, y Libro de Sigüenza. En 1915 la Editorial Ibérica editó El abuelo del rey, y la Editorial Antonio López, en su «Colección Diamante», sacó a la venta Los amigos, los amantes y la muerte. En 1918 la Imprenta Elzeviriana publicó Del vivir, La novela de mi amigo. En 1927 la Editorial Juventud sacó a luz Dentro del cercado, La palma rota, Los pies y los zapatos de Enriqueta. En 1930 Editorial Gustavo Gili editó Semana Santa, y Editorial Maucci, Del huerto provinciano, Nómada. Después de la muerte del escritor, desde 1932 hasta 1949, la Editorial Altés fue editando los doce tomos de la Edición Conmemorativa emprendida por los «Amigos de Gabriel Miró», que representa la versión de más fiar de todas las Obras Completas. A partir de aquellas fechas, difícilmente puede llevarse cuenta de las numerosas ediciones de todas las obras de nuestro autor hechas en esta ciudad. En cambio, en Alicante por estas fechas había publicado únicamente, y a costa suya, tan solo La mujer de Ojeda, Hilván de escenas y Del vivir.

Para ganarse la vida de una manera decorosa y acomodada, Miró había estudiado la carrera de Derecho, abrigando esperanzas de poder ejercer como juez -profesión que le permitiría el vagar necesario y suficiente para poder escribir sus libros. Lo poco distinguido de las calificaciones en sus años universitarios profetizó, sin embargo, los fracasos experimentados en los años 1905-1907 cuando Miró opositó por dos veces a varias judicaturas. Habiéndosele cerrado entonces este camino anhelado, el joven -y ya casado- escritor se vio obligado a vivir de su pluma. Primero como narrador que publicaba sus libros, segundamente como colaborador en periódicos y revistas, y en tercer lugar como escritor oficial y burocrático. Con la mediación de amistades literarias y políticas, Miró consiguió ser nombrado cronista oficial de la provincia de Alicante, una sinecura que si no le remuneraba con mucha generosidad al menos le permitía contar con un mediano pero seguro sueldo sin grandes preocupaciones. Mas la dura realidad fue muy otra. En una angustiosa carta, reproducida por Vicente Ramos en su último libro Gabriel Miró8, Miró acude en espera de ayuda a Josef Guardiola Ortiz, quejándose de que la Diputación le debe setecientas cincuenta pesetas de sueldo. Esto ocurre en 1910, o sea, un año después de haber sido nombrado al puesto (12 de octubre de 1909). El colmo es que en febrero de 1910 la Diputación alicantina decidió suprimir la plaza de cronista, decisión desconvocada el 1 de enero de 1912, pero que de poco le sirvió al escritor, que tampoco cumplió muy decorosamente con sus deberes de cronista oficial no presentando a la comisión municipal los trabajos escritos debidos. Cada vez más desanimado, Miró viajó por vez primera a Barcelona a mediados de marzo de 1911. Allí visitó a Joan Maragall en su casa y conoció al círculo de contertulios de este que a su tiempo llegarían a ser amigos suyos también. Los viajes a Barcelona tanteando ya el terreno con vistas a una mudanza casi segura se hacen más frecuentes a partir de entonces. A últimos de noviembre de 1913, en compañía de José Vidal Ramos9, Miró viaja en tren a Barcelona para buscar piso donde alojar a su familia y procurar un empleo con el fin de ganarse el pan. Ya ha escrito su primer artículo («En el mar. Vinaroz») para La Vanguardia (9 de diciembre de 1913), el diario barcelonés de más prestigio, y cuando regresa a Alicante el 1 de diciembre a buscar a los suyos sabe que residirán en la calle Diputación, número 339, tercer piso. Su primer empleo allí lo consigue mediante la intercesión de Prat de la Riba y se trata de la plaza de contaduría en la Casa de Caridad. Institución habilitada por religiosas, este oficio de contable le rinde a Miró treinta duros mensuales a cambio de una labor diaria en la cual permanece desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde. Miró se niega a dedicarle más horas a un oficio ajeno a la escritura, terne que le embrutezca y que les robe demasiado tiempo a sus aficiones literarias. Solicita, pues, ayuda de amigos y conocidos para lograr alguna otra colaboración en algún diario que pague bien sus artículos. Entre ellos, a Rafael Altamira le pide una recomendación para una correspondencia de «algún periódico de Buenos Aires»10. Fruto de semejante empeño, sin embargo, no lo logrará hasta el 7 de enero de 1923, cuando aparece su primer cuento, «Ruth. El desierto y Etham. Betlehem. Ruth y Booz. David y Salomón», en La Nación.

A pesar de este tipo de reveses, Miró siguió adelante con sus planes, considerando que la mudanza era imperativa. «No puedo seguir en este retiro provinciano sin perjuicio de mi hogar. Decido trasladarme a Barcelona. Acaso me conviniese literariamente más Madrid... Siento grandes esperanzas y muchas inquietudes también», dice en una carta (16 de enero de 1914) a su amigo Rafael Altamira11. Hoy nos damos cuenta que, pese a los muchos sinsabores sufridos por el autor y su familia, «el traslado de Miró a Barcelona fue fundamental para su desarrollo ideológico por los contactos intelectuales que establece allí», como dice Roberta Johnson12.

Al mes siguiente, en febrero de 1914, se verifica la mudanza. Con el escritor van su mujer y las dos hijas; más tarde la madre de Miró irá a vivir con ellos. La vida de este núcleo familiar es tranquila y hogareña, con pocos, escogidos y buenos amigos. El escritor labora con números y guarismos por las mañanas, dedicando las tardes a la elaboración de sus libros, a la busca de otro empleo con el cual suplementar los ingresos de la Casa de Caridad y, de vez en cuando, a visitar a la peña de amigos en torno a Joan Maragall y al pensador Ramón Turró. Más admirado en su tiempo por extranjeros que por españoles, según José Rubia Barcia, «Ramón Turró fue el primer pensador ibérico que va más allá de Kant en su filosofía, creador de la doctrina trófica del conocimiento, lector en su propia lengua de los científicos y filósofos alemanes coetáneos suyos, incluyendo a Husserl»13. En sus visitas a Barcelona, tanto Ortega como el propio Unamuno no dejaban de acudir a la tertulia de Turró. En 1916 Unamuno prologó la edición castellana de uno de los libros más importantes de Turró, Orígenes del conocimiento, y Miró le tradujo del catalán al castellano tres años más tarde su obra filosófica más célebre, Filosofía crítica. Ocurrió que allá por junio de 1916, durante una de estas visitas de Unamuno a Barcelona, el pensador vasco y Miró fueron de excursión al monasterio de Poblet, donde se hallan los restos de Jaime I el Conquistador14. El episodio lo recuerda Unamuno en el prólogo al tomo segundo de la Edición Conmemorativa, correspondiente a Las cerezas del cementerio, y de él cuenta Unamuno una curiosa anécdota en la que descuellan tanto la sabiduría del catedrático de griego y rector salmantino como la ingenua candidez y el temple infantil de nuestro autor. «Visité las ruinas del monasterio de Poblet... con Gabriel Miró; visita inolvidable. Por cierto que a Miró lo que no le gustaba era el nombre, "Poblet..., pueblecito..." -me decía-. Mas al decirle yo que aquel poblet no significaba pueblecito, sino que venía de populetum, pobeda o alameda, exclamó: "Ah, eso ya es otra cosa; ahora empieza a gustarme el nombre". Es que le sonaba de otro modo...»15.

En julio de 1914, la Casa Editorial Vecchi y Ramos (calle Mallorca, 189) decidió publicar una gran «Enciclopedia Sagrada Católica» en varios tomos. Miró, que todavía no había hallado un segundo menester económico desde su ubicación en Barcelona hacia seis meses, aceptó gustosamente la dirección de tamaña empresa que se le ofreció a instancias de Juan Vidal Ramos. Fue esta una decisión que le costó sinnúmero de amarguras, en términos económicos y psicológicos, además de monumentales esfuerzos que impidieron toda creación literaria. Cuando al cabo de año y medio de trabajo anonadador la editorial dio quiebra -en un periodo de siete meses, tras el estallido de la Guerra Europea, Vecchi y Ramos perdió 67.000 duros16-, Miró, sin contrato ni apoyo documental alguno, se encontró en la calle, económicamente exhausto y culpado por todos los colaboradores, que, como él, tampoco habían recibido un céntimo de remuneración por sus esfuerzos. En una extensa carta dirigida a su íntimo amigo alicantino el ciego historiador Francisco Figueras Pacheco († 1960) un año después (22 de octubre de 1915), Miró detalla la congojosa situación en que se hallara sumido y que Vicente Ramos reproduce íntegramente17:

«[...] autorizado por el editor, abandoné la organización económica que me creé a mi llegada: un destino en la Diputación con ascensos cada cuatro años; cuatro artículos fijos al mes en La Vanguardia; dos en Madrid y traducciones. Total: 450 a 550 pesetas mensuales. Se me ofrecía, en cambio, llegar prontamente a un sueldo de mil pesetas al mes aproximadamente. Y beneficios por suscripción. Algunos años de un trabajo de bestia, pero que había de traerme el definitivo sosiego de mi hogar. No soy codicioso; pero no podía ser egoísta; no debía renunciar al bien de los míos por negarme a descuidar mi arte. He trabajado catorce meses de una manera que nadie de los que me habéis conocido en Alicante podéis concebir. Juntas casi diarias de frailes y canónigos. Estudiar afanosamente, de noche, materias muy remotas a nosotros; dictar tres horas todas las tardes. Censura. Visitas. Dibujantes. Conferencias con el editor. Y una seguida cavilación y responsabilidad. Un esfuerzo, un impulso atroz para... nada; hasta físicamente me ha quedado dolor».



Tampoco en el ámbito familiar habían las cosas marchado sin tropiezos. A últimos de 1914, en los más duros meses de invierno, invadió la comarca barcelonesa una epidemia de tifus con víctimas por doquier. Desgraciadamente, en noviembre esta fiebre tifoidea se ensañó en la menor de las hijas de Miró, Clemencia, quien, a pesar del cuidado de tres médicos, sufrió indeciblemente, aunque al fin lograron salvarla. Igualmente cayeron enfermos los hijos de uno de los médicos, el doctor Augusto Pi Suñer, y de otro del círculo de amigos de Miró, el compositor Enrique Granados. Pasado el peligro de la epidemia y próximas las Navidades de 1914, Miró escribió La cieguita de Betlehem, una pieza de teatro infantil, especie de auto sacramental en ofrenda de acción de gracias por haber sido salvados todos estos niños. La obra fue representada por ellos en la finca de Vallcarca que tenía alquilada el músico en aquella temporada. Ni Miró ni Granados, quien compuso la música para el opúsculo, consintieron que fuese este publicado. Esta amistad tan entrañable con el matrimonio Granados, en compañía del cual Miró acostumbraba pasar las tardes dominicales, fue repentinamente tajada con el hundimiento del trasatlántico «Sussex» en el que volvían a España Enrique y Amparo de una triunfal gira por los Estados Unidos18.

Amigos también en este círculo barcelonés lo eran Eugenio d'Ors, Josep Carner, Joaquín Ruyra y Enrique Prat de la Riba19. Al Dr. Augusto Pi Suñer le dedica Miró la novela El abuelo del rey, aparecida en el mismo año (1915) que Los amigos, los amantes y la muerte. A este amigo fiel, médico de la casa, le debemos un testimonio revelador de la poca pericia crematística de nuestro autor, a la cual pueden atribuirse no pocos de los apuros económicos que la familia Miró tuvo que sobrellevar por largos años. «El día que cobraba -relata Pi Suñer- el sueldo del Ayuntamiento lo retenía escasamente veinticuatro horas. Todo le parecía maravilloso para su familia y llegaba invariablemente cargado de regalos»20. El caso es que Miró rara vez hizo trato editorial alguno que le rindiese grandes beneficios, ni por otra parte supo siquiera manejarse en ningún tipo de negociaciones, como ilustra el juicio que tuvo con su primer casero barcelonés, un tal Juan Roca21. Esta disputa obligó a los Miró a mudar de vivienda en noviembre de 1915, domiciliándose en el Paseo de la Bonanova, número 7, 2.° (San Gervasio), hasta octubre de 1912, cuando se cambiaron a su último alojamiento en Barcelona, situado en la calle Vico, número 8.

La Editorial E. Doménech le publicó a Miró, en calidad de asociado, nada menos que ocho libros, seis propios y dos traducciones22. Empero esta larga asociación de casi diez años, Miró no se sentía satisfecho de sus ganancias, echando la culpa de la desidia con la cual consideraba que se trataban sus obras a que Eduardo Doménech regía la casa editorial como uno de muchos negocios y no como empresa única. Su queja más sobresaliente la pronuncia en relación a los dos tomos de las Figuras de la Pasión del Señor, cuya ganancia apenas si llegó a alcanzar dos mil pesetas. Esta lamentación, sin embargo, radica de razones en carne viva: si, verdad es que el provecho de semejante labor es exiguo, mas, en segundo lugar, hemos de recordar que las Figuras le costaron a Miró dos años y pico de afanoso crear, el único beneficio que derivó de la malograda «Enciclopedia Sagrada Católica». Los informes, datos, anotaciones, consultas y otros trabajos realizados a lo largo de su asociación con Vecchi y Ramos los vertió Miró en esta obra tan amada por él y tan difamada por otros. En consecuencia, Miró decidió constituirse, junto con los médicos Pi Suñer y el cuñado de este, Dr. Alomar, y el amigo Joaquín Manuel Gay como socios, su propia editorial. Pese al apoyo de estos individuos, y habiendo ya tenido comprado el papel para los cinco primeros libros proyectados, el proyecto fracasó en su infancia. Miró, que no deseaba que se publicasen únicamente sus obras en este «intento de regodeo bibliográfico»23, solicitó de alguno de sus amigos escritores, entre ellos Unamuno, libros, pero que sepamos ninguno se brindó a enviarle nada. A Unamuno le pidió primero Abel Sánchez, «novela muy ocre» -según la caracterizó su propio autor- y, más tarde, tras el silencio del vasco sobre la instancia, Miró reincide sobre el tema invitando a Unamuno a que le envíe ya bien El Cristo de Velázquez o lo que él desee24. Unamuno siguió en su silencio.

La publicación en 1916 de Dentro del cercado y de La palma rota (aparecida anteriormente en 1909), así como del primer tomo de las Figuras, hizo pensar a Miró en la posibilidad de mandar este último libro al concurso anual del prestigioso Premio Fastenranth de la Real Academia Española. Puesto a la venta el 7 de abril de 1916, Figuras era una obra que Miró sabía inconclusa -el segundo tomo, ya en el telar, no saldría hasta el 23 de marzo de 1917. Esto pareció que le restaría méritos a ojos del jurado archiconservador de la Academia, y acaso también sospecharía su autor que la interpretación estética del santoral bíblico podría perjudicarle en la opinión de muchos ojos ortodoxos. En ninguno de los dos respectos se equivocaba Miró; en lo que sí falló fue en su minusvaloración de la controversia que se le avecinaba. El presidente de la Real Academia era don Antonio Maura, amigo y valedor de Miró, jefe del gobierno, quien más tarde en Madrid conseguiría para el escritor un puesto en la Secretaría General y Técnica del Ministerio de Trabajo. Miró fue sin duda alguna, el candidato de Maura; no obstante, la obra galardonada fue El verdadero hogar, del diplomático Mauricio López Roberts. El jurado había fallado once votos en contra y cinco a favor de Figuras25. El último y quizá el más duro bofetón lo recibe Miró cuando, tras haber salido el segundo tomo de esta obra, el redactor jefe del diario El Noroeste de Gijón, señor Valdés Prida, es encarcelado durante tres días por haber publicado el 6 de abril (Viernes Santo) en las planas de este periódico un fragmento del capítulo «Mujeres de Jerusalén». El delito, previsto en el artículo 240, número 3, del Código Penal, consistía -en la opinión del juez del distrito de Occidente (Gijón)- en haber calificado a Jesucristo como nombre blasfemo. Miró protestó públicamente por este atropello «farisaico-judicial»26 en el artículo «La justicia en España: La potestad de un juez» (La Publicidad, Diario de Alicante, 16 de mayo de 1917), y lo lamentaría aún el 5 de abril de 1925 en su conferencia «Lo viejo y lo santo en manos de ahora», pronunciada en el Ateneo Obrero de la propia ciudad de Gijón. El escándalo tuvo repercusiones por varios años, siendo el daño imborrable en la opinión de muchos católicos a machamartillo y de los conservadores miembros de la Academia. Diez años más tarde, estos señores no habían olvidado todavía las falsedades ni las calumnias con que se abochornara a Miró en aquella ocasión. Con la muerte del académico Daniel Cortázar, miembro numerario y ocupante del sillón «C», Azorín, Armando Palacio Valdés y Ricardo León firmaron una propuesta el 24 de febrero de 1927 para que se admitiese a Miró como miembro de la Corporación. La Academia votó al Conde Amalio Gimeno como nuevo miembro. Azorín no volvió a pisar la Academia en protesta. A la muerte de Eduardo Gómez de Baquero («Andrenio») en 1929, ocupante del sillón «F» de la Academia, se piensa otra vez en Miró, pero a él ya no le interesa.

A raíz de las amarguras de 1917, Miró considera que acaso ha llegado el momento de irse a Madrid a probar allí suerte. Las cosas en Barcelona ni marchan bien ni tienen aspecto de mejoría. Sí consigue Miró al menos un empleo en el Archivo Municipal de Barcelona mediante la intercesión de un antiguo maestro suyo, Hermenegildo Giner de los Ríos, hermano del fundador de la Institución Libre de Enseñanza. El título de su puesto es Cronista de Barcelona, oficio muy semejante al que había desempeñado en Alicante. Los resultados de esta nueva comisión, sin embargo, fueron igualmente descorazonadores. Miró que, según Guillermo Díaz Plaja, interpretó su cargo «con extrema liberalidad», no produjo ni una sola crónica, por lo cual fue destituido del puesto el 23 de septiembre de 191927. Tampoco recibió paga alguna de la Comisión de Cultura.

Amigo de Ricardo Baeza y de Fernando Calleja (frecuentador este de la casa de Miró a partir de 1918), Miró sintió deseos de cambiar de editor -recuérdense las desavenencias con Vecchi y Ramos- y quiso probar suerte con la editorial madrileña «Atenea», fundada por estos dos amigos. Miró había viajado ya a Madrid en 1917, soñando con un posible cambio, y ahora, con una decisión más seria, aumenta sus idas a la capital para renovar y establecer amistades y explorar detenidamente el terreno. Firma un contrato con «Atenea» y el resultado es la publicación de El humo dormido (1919), El ángel, el molino, el caracol del faro (1921), Nuestro Padre San Daniel (1921) y Niño y grande (1922). Rotas ya todas las trabas editoriales, en Barcelona no queda nada que hacer. En el verano de 1920 la familia Miró se traslada a Madrid, a un primer piso del número 46 de la calle Rodríguez San Pedro. Miró cumple entonces los cuarenta años. Su marcha a Madrid concluye el período medio de la vida de este escritor, representativo de una afirmación de valores, del establecimiento de un estilo y de la maduración clara de su estética narrativa.




«Libro de Sigüenza»

La publicación del Libro de Sigüenza pasó casi desapercibida en la turbamulta surgida en torno al primero y segundo tomos de las Figuras de la Pasión del Señor, al encarcelamiento del Sr. Valdés Prida y la negativa de la Real Academia del Premio Fastenrath. Pensando hallarse fuera del centro del mundillo literario editorial español acaso indujese nuevamente a Miró a mudar su casa a Madrid; con ello enmendando en parte algunas de las desidias enfrentadas por sus obras, que hasta ahora habían sido editadas en su mayor parte en Alicante y Barcelona. Desde un punto de vista estrictamente editorial, Madrid hubiera sido su destino, como sabemos, ya antes de Barcelona. Sin embargo, como demuestra de modo muy claro y convincente Roberta Johnson en su libro El ser y la palabra en Gabriel Miró, el periodo barcelonés significó una maduración intelectual de valor incalculable para Miró. «Los artículos más tempranos del Libro de Sigüenza, aunque sufrieron muchos cambios entre la primera y la última versión, no salen del género del artículo de costumbres; se basan en lo anecdótico con fuertes dosis de lo moral [...] [en los] artículos escritos ya después de que Miró empezó su colaboración con periódicos barceloneses, [...] se nota una marcada diferencia con los anteriores»28. Y es que no solo se ensancharon sus horizontes intelectuales sino que se aquilataron bajo la influencia poderosa de individuos cuya formación era en aquellos momentos superior a la suya. Me refiero a Maragall, D'Ors y Turró, sobre todo, pero también a Granados en calidad de artista indiscutible en una disciplina tan ajena a Miró, complementaria quizá de la plástica aprendida en años mozos de su tío el pintor Lorenzo Casanova.

A pesar de que el Libro de Sigüenza tuvo tan poca resonancia con su publicación en 1917 en Barcelona y de que parece haber tenido asimismo tan poco relieve en los años que Miró vivió en esta ciudad, he creído -no sin algún recelo crítico- ubicar la obra precisamente en este lugar y en esta época por varias razones, algunas de las cuales quedan ya aducidas en paginas anteriores y otras que siguen. En primer lugar, el Libro de Sigüenza es libro como tal solamente en parte. Es tomo, es volumen, de modo indiscutible tipográfica y editorialmente, primero en 1917 y después en 1927, 1936, etc.; esto de modo extrínseco a su contenido, claro está, y a ello voy. Mas es libro de verdad, o sea, conjunto, únicamente en virtud de su protagonista que es Sigüenza. Y Sigüenza, como ya queda dicho, es una criatura que medra al paso que lo hace Miró a lo largo de su vida, desde 1903 (o quizá un poco antes) hasta la muerte de su creador en 1930. Jamás, ni antes ni después, habían personaje y autor convivido tan estrecha y largamente: Sigüenza es Miró en gran parte y medida. Este necesita de aquél para verter su vida en literatura y para convertir su existencia en arte duradero. Pues bien, y he aquí la razón más poderosa de situar el Libro en esta coyuntura, Sigüenza alcanza -aun dentro de sus deslindes inconcretos e «intrahistóricos»-, al igual que Miró, su madurez (no su plenitud, que no llegará hasta Años y leguas) intelectual en los años barceloneses.

Al igual que el propio Miró y que Sigüenza, el Libro de Sigüenza es anterior y posterior a los años en que el escritor reside en Barcelona, o sea, de 1914 a 1920. Los capítulos más tempranos -cronológica, no estéticamente- del Libro están fechados en 1903: «El señor de los ataques», «Sigüenza, el pastor y el cordero», «De los balcones y portales». Esto quiere decir que el Libro en parte antecede a Del vivir (1904), donde Miró da a conocer a Sigüenza públicamente por vez primera. Difícilmente, sin embargo, podrase saber nunca si en estos momentos inaugurales de la carrera literaria de Miró y de la aparición inicial de Sigüenza concebía el joven autor una futura y segunda obra protagonizada por el mismo héroe. Yo lo dudo, ya que la pauta con la que crece, desaparece y reaparece Sigüenza es tan pausada como discontinua. En los catorce años que van desde la publicación de Del vivir hasta la del Libro de Sigüenza, Miró escribió gran parte de su obra, cerca de una veintena de libros de toda índole: cuentos, novelas cortas, traducciones, novelas largas29 y relatos bíblicos. O sea, que en modo alguno se dedicó exclusivamente al Libro, todo lo contrario. Este fue haciéndose, diría yo, casi él solo, llegando el momento en que estaba ya lo suficientemente maduro cuando Miró lo dio al telar de la imprenta en 1917. Prueba de ello la tenemos en que esta obra continuó creciendo y aumentando en ediciones sucesivas: en la segunda edición (1927) había medrado un capítulo más, «Otra tarde (La gaviota)», hasta la tercera edición (1936), donde finalmente dos narraciones nuevas, «Simulaciones (Llegada a Madrid)» y «La nena de la tos ferina», fueron añadidas. De ahí que no crea yo que ab initio -digamos hasta mucho después de la publicación de Del vivir, obra que se vendió muy poco- fueran los artículos repartidos por revistas y diarios protagonizados por Sigüenza destinados a un futuro libro dado. Conviene recordar al respecto que algunos de estos relatos no se recogieron nunca en un volumen, como por ejemplo «Sigüenza y los señores concejales» (Diario de Alicante, 4 de septiembre de 1909), y otros fueron a parar a otros libros, como es el caso de «Un vagar de Sigüenza» (Del huerto provinciano, Barcelona, Doménech, 1912), antes de recogerse en la segunda edición del Libro bajo el título de «Otra tarde (La Gaviota)».

A favor de mi empeño de que el Libro casi fue haciéndose solo, pues llegaría el momento en que Miró tuvo que sentir el apremio artístico de tornar estos disperses capítulos en un tomo, nos hallamos con el hecho irrefutable de que no hay narración en esta obra que no hubiese aparecido por alguna parte -revista, diario, colección- anteriormente. Y es que Sigüenza se le impone a Miró como necesidad literaria consciente o inconscientemente espiritual. Miró, repito, necesita de Sigüenza, no como cumbre estética o literaria marcada cada equis número de años con un nuevo libro, sino como una perenne e inquietante presencia cotidiana, a la cual da salida su autor cuando ya no le queda más remedio, cuando la salida es un natural desemboque cual si fuera un parto literario. La gestación no es de Sigüenza, sino de episodios o etapas de su vida. Contamos con cinco colecciones de sus días (Del vivir, Libro de Sigüenza, Años y leguas, Glosas de Sigüenza, Sigüenza y el Mirador Azul), que además no concluyen con la prematura muerte de su autor. Sigüenza si muere es porque desaparece su creador, pero él -al despedírsenos en Años y leguas- vaga por aquel valle alicantino dominado por la cumbre de Aitana en un mes de otoño.

Los retoños más tempranos del Libro de Sigüenza, si, aparecieron en diarios de la región alicantina, pero los más y los maduros fueron escritos y publicados en Barcelona. En La Vanguardia salieron quince, otros quince en el Diario de Barcelona, y tres en La Publicidad. El resto apareció en Los Lunes de El Imparcial y en Caras y Caretas. La emoción sentida por Miró al serle acogida su primera colaboración en el diario catalán de más prestigio se trasluce al declarar, en renglón aparte, en una carta a su amigo Juan Vidal Ramos: «Hoy he escrito mi primer artículo para La Vanguardia», correspondiente al 5 de diciembre de 191330. El artículo era «En el mar (Vinaroz)», e iría destinado al Libro. Y eso que llevaba Miró más de tres años publicando artículos en la prensa barcelonesa, el primero de ellos dedicado a su benefactor y amigo Juan Maragall, bajo el título de «La paz lugareña» (Diario de Barcelona, 8 de septiembre de 1911).

El Libro de Sigüenza acaso sea el más personal de Gabriel Miró, obra donde vida y arte concuerdan en simbiosis perfecta. En él vierte su autor las experiencias más arraigadas en su espíritu, que comprenden toda una vida, desde sus años de colegial en un convento de jesuitas hasta las dificultades para ganarse el pan ofrecidas por unas oposiciones judiciales. Tomando como punto de partida un hecho real, con frecuencia autobiográfico, Miró lo eleva al nivel de la universalidad al convertirlo en materia artística. No debe admirarnos, pues, la disparidad de narraciones y cuentos incluidos en este libro, cuyo único nexo parece ser el personaje que figura en su totalidad.

El título Libro de Sigüenza es feliz acierto por ser exacto. Lo forman jornadas de la vida del personaje así llamado, que aparece en todas ellas, completas, estas, al parecer, en si, pero dotadas de la misma expresión intensa de «un ánimo individual» que las oprime. Sus capítulos individuales son ensayos unos, parábolas otros, meditaciones algunos, fábulas otros más, memorias, cuentos, y divagaciones el resto. La candidez, el apocamiento, en una palabra: la hiperestesia sigüencina, matiza todos los capítulos, proporcionándoles de este modo el ligamento más tangible que los une.

El tempo narrativo en la mayoría de estos relatos y cuentos es lento, acompasado, como es costumbre en Miró. Pocos de ellos tienen trama alguna, son composiciones breves cuyo contenido somero es propio de un romance lírico, admirado tanto por su sentido económico y vagamente arcano como por su belleza de expresión. El lirismo de las narraciones mironianas es indiscutible, el autor se regodea en la depuración de la frase que sale de su pluma como oración aquilatada. La narración se hace desde una multitud de puntos de vista y desde una pluralidad de perspectivas que en un principio agobian al lector, pero que paulatinamente lo sumen en un confín de sinestesias del cual se resiste a salir. Los personajes que en estos capítulos acompañan a Sigüenza son seres humildes de vidas oscuras y fracasadas. No obstante, pocos de ellos cuentan con «otra vida» como tiene Sigüenza. Este podrá ser un oscuro funcionario de la burocracia gubernamental, a ojos de muchos, pero sabemos que esa existencia exterior y adocenada es un mundillo insignificante para el protagonista. La verdadera vida para él es aquella que se forja en su interior y que trasciende toda ramplonería. Los personajes más cercanos a él servirán como contraste a la fantasía de sus ficciones, a ellos les es dada la tosquedad de lo vulgar y el escepticismo de hombres que trabajan para ganarse la vida. Sigüenza queda siempre alejado de todos; la constancia con la cual algo lo separa de sus «semejantes» es inquietadora, tenida en cuenta su afinidad con la Naturaleza y aquellos animales aún no domesticados por el nombre.

La temática del Libro de Sigüenza acapara toda una gama anímica, propia de un espíritu sensitivo e impresionable, respondiente a estímulos primitivos, naturales, exquisitos y malsanos. Destacan en esta riqueza de temas la nostalgia del pasado, el amor a la Naturaleza y la alienación del individuo. Otros temas plenamente desarrollados son el escepticismo ante el progreso, el amor a las Sagradas Escrituras, el menosprecio de la ciudad, la xenofobia y la misantropía, el tempus fugit y el memento mori, el odio declarado a la hipocresía de los hombres, la admiración por la civilización griega, cierta inclinación por lo morboso, la soledad no ya del hombre sino de toda criatura, y el tema del viaje, ya bien a pie, en burro o, con alguna frecuencia, en tren.

El prólogo, pagina preliminar de la primera edición, es el acercamiento de Sigüenza al lector por parte de su autor. Sirve el prefacio de puente que une el pasado del héroe, sus andanzas por Parcent en Del vivir, a su presente, que son las vivencias del Libro. La pontana une también este presente, todavía actual, al porvenir de Sigüenza, aquellas jornadas que el autor nos irá a narrar en su última obra: Años y leguas.

El ciclo vital del personaje Sigüenza ha sido para Gabriel Miró un proceso de descubrimiento. La autonomía del protagonista es tal que, lejos de ser fruto de la ficción mironiana, es imagen del escritor. El novelista no inventa a su agonista, sino que lo va conociendo poco a poco, descubriendo, según sobre él escribe, lo que ya era. Sigüenza estaba ya presente, desde un principio, en la mente de Gabriel Miró, quien lo humana al darle forma.

Este proceso expuesto por el autor en el prólogo es una ofrenda a que el lector participe del descubrimiento que él hace de su criatura. El desarrollo es tripartito: en primer lugar, el autor desencadena su pensamiento para vivificar al personaje, proyectándose en él; el lector, en segundo lugar, experimenta asimismo una sensación de descubrimiento semejante a la del novelista, en su tarea de infundir vida al héroe y su circunstancia; y, en último lugar, la autognosis del propio Sigüenza que antecede y trasciende esta obra, término medio de su existencia.

Todo el prólogo es una apología en defensa de la autonomía del héroe, que, de por sí, aparenta carecer -el autor teme por su ente de ficción. Entrañablemente encariñado Miró con su Sigüenza, y por lo tanto celoso, nos suplica que se lo dejemos en el Libro de Sigüenza, hasta que él nos lo traiga otra vez, diez años más tarde, en Años y leguas, la ubicación de su destino final.


Capítulos de la Historia de España

La sección inicial consta de seis capítulos, cuyos epígrafes ocultan una ironía punzante en juego con los respectivos subtítulos; denominaciones estas de un vocablo aparentemente significativo. Todos encierran una moraleja implícita, seria y triste. Los dos primeros, «El señor de Escalona (Justicia)» y «El señor Cuenca y su sucesor (Enseñanza)», tienen mucho de autobiografía; en consecuencia la ironía se vuelve mordaz y el subjetivismo se torna extremado, por carecer la narración de distanciamiento estético suficiente. De los otros solo el cuarto, «Una jornada de tiro de pichón», mantiene este tono de sarcasmo dolorido que caracteriza a los dos primeros. Los restantes, aunque no desmienten su progenie melancólica, muestran un deje que otro de ilusión y ánimo.


«El señor de Escalona (Justicia)»

Comienza el relato inaugural del libro con una cita de las Sagradas Escrituras señalando cuán hondo va el tema bíblico, dándonos al mismo tiempo una obra circular, cerrada en estructura y de un sentido compacto y terminado. La lectura de la obra concluye con las mismas palabras bíblicas.

La mayor parte del relato está escrito en forma de diálogo, composición poco acostumbrada en Miró.

La estación en la que transcurre es el invierno, tiempo de «blanda y fría llovizna», cuyos matices grises y húmedos conforman al sentimiento melancólico y vencido de los personajes. La Naturaleza tiende a reflejar en Miró el estado de ánimo de sus entes de ficción. No hay en la narración razonamiento explicativo alguno con el cual se llegue a la condena de todo un sistema roído por la hipocresía. El autor descarga esa condena supliendo el racionalismo por una identificación emocional muy Personal. Sigüenza mismo le resta importancia a la carrera de leyes -ni se acuerda de su título de abogado por parecerle tan poca cosa. Al mentar un reciente ministro de Justicia, el autor parodia las palabras de Cervantes: «[...] de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo...», diciendo del magistrado: «[...] de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme...».

Para procurarse un medio de vida que le diese acomodo y porvenir, Sigüenza se resigna al adocenamiento de la judicatura que los amigos le sugieren. Los razonamientos con los cuales le llevan de la mano los suyos hacen que un buen día se sorprenda pensando precisamente en «el día de mañana» al que había objetado en un principio. Se burla entonces en la autorrealización suya que ve espejada en las caras alteradas de los otros opositores. Lo hace con desdén, pues para él existen cosas más importantes que la preocupación de lo que vendrá mañana. Su ilusión de poder escribir, una vez alcanzada la quietud de la Judicatura, traiciona la verdadera vida de Sigüenza -la interioridad. Vislumbra esta ambición, asimismo, lo mucho de autobiográfico del héroe; característica subrayada con la mención familiar de «la mujer, hijas y padres viejos» que, consabido es, tenía Gabriel Miró31. Es de notar también que el autor había hecho oposiciones a la Judicatura en 1905, sin fruto, repitiendo en 1907, año en que escribió este relato, con igual resultado.

El señor de Escalona «[...] adivinó en Sigüenza un camarada lugareño», y en este recinto lleno de examinandos, se dirigió a él en busca de socorro. Dos espíritus gemelos se juntan con el fin de proporcionarse fuerzas. Surge entre ellos la verdadera amistad, que nace de la humildad, de la sinceridad; no del orgullo y la hipocresía, como la fingida camaradería entre los otros opositores.

La intención irónica asoma por todos los resquicios. Dice Miró, con agudeza, que cuando el opositor metía la mano en la bolsa de los temas «[...] palpaba de verdad toda, toda la ciencia jurídica...». El verbo «palpar» quiere decir tocar, pero a tientas, a ciegas. Es decir, que el desdichado no tenía la menor idea de cuanto sacaba a luz. La repetición: «[...] toda, toda la ciencia...»; es una forma sintáctica idónea a la expresión de sentido. Parece que la carga se hace más abrumadora mediante esta repetición. El recurso se repite unas líneas más abajo: «[...] el señor Ponce de León, por una rendija de sus párpados, le miraba, le miraba insaciablemente». La insistencia redobla el efecto acusador de la mirada fija, y es como si el recuerdo de su congoja hiciese al narrador tartamudear en agitación.

Un año más tarde, al ser Sigüenza jurado en la Audiencia de Alicante, se renueva la parodia jurídica. Dos fantoches, un ujier menudo con casaca de difunto y «un licenciadito con toga flamante y el birrete ladeado a lo lindo», personifican a la diosa Justicia. El desprecio mironiano se nota desde un primer momento en las características extravagantes y continúa luego en el detalle de la estatura de los dos peleles: el ujier es «menudo», el licenciado es «licenciadito». El primero tiene la autoridad para prohibirles a los jurados el paso al estrado y el segundo para otorgarles la judicatura. Se les hace, pues, jueces instantáneos: antes, sin el mando suficiente para abrirse paso ante un mequetrefe y, minutos más tarde, señores magistrados. He aquí un revés a la autoridad judicial, que un momento está bajo los auspicios de un conserje y al siguiente se convierte en misión autónoma.

En su carta al señor de Escalona, que cierra el relato, Sigüenza continúa desmedrando la jurisprudencia. La ironía crece, pasando de una institución a comprender el mal de toda una nación. Como colaboradores, poco han ofrecido estos opositores; sin embargo, todos ellos han sido partícipes de un capítulo de la historia de España. Con sarcasmo escribe Sigüenza de su propia colaboración, suceso anodino que rebaja el historial de una nación.

En términos del enfoque individual e íntimamente subjetivo, este primer capítulo es la expresión de la banalidad exterior, vida única, pero insuficiente, llevada por muchos nombres. Sigüenza y el señor de Escalona, como funcionarios públicos, no son nadie. En la vida interior de espíritu es donde destacan; en su bondad, sinceridad y sensibilidad. Su adocenamiento engaña a los ojos, pues al adentrarnos en sus personas, lejos de hallar el vacío del hombre común, nos encontramos con la claridad de una existencia más vital, duradera y, al mismo tiempo, más genuina.




«El señor Cuenca y su sucesor (Enseñanza)»

He aquí toda una memoria traída merced a una visión repetida del paisaje, al viaje en tren hecho tantas veces y a la vista de un colegial destinado al internado. Casi todo el cuento es una narración, el diálogo es escaso y representa los únicos momentos en los que el relato se actualiza volviendo al presente.

Una extensa descripción pictórica preludia el retrato del Colegio de Santo Domingo. Es un edificio aislado, «oscuro, macizo y enorme», con «gárgolas» y «buhardas», que caracteriza a sus dueños; ellos han escogido su ubicación y ordenado su arquitectura -es una extensión suya-. Así como por una casa podemos juzgar al dueño, los jesuitas pueden ser considerados según el colegio que rigen. La visión del atardecer por Sigüenza está empañada por su propio estado de ánimo. La tristeza del paisaje es consecuencia de una falacia patética que confiere al objeto contemplado una presencia anímica semejante a la que posee el contemplador. La tristeza de Sigüenza, a su parecer, se traspone a los campos que mira. Sus memorias, siempre nostálgicas, le despiertan la niñez, los sufrimientos propios de un colegial sensitivo y tierno a manos de unos frailes ariscos, fríos y prohibidores. El memorial que hace ante un padre, viajero del mismo compartimiento, que piensa mandar a su hijo a Santo Domingo, se reduce a las ilusiones y fantasías que como chiquillo alentara. Su único escape del dominio jesuítico había sido hiperbolizar sucesos cotidianos. Por virtud de su imaginación había sido capaz de sobrevivir la condena -otros perecieran en el encierro.

De nuevo el elemento autobiográfico, tan eminente en estas narraciones, se revela al confesar Sigüenza que tiene dos hijas, a quienes se niega a internar como él -y Miró, de 1887 hasta 1892- lo había estado en el Colegio de Santo Domingo de Orihuela. En la negación violenta a internar a sus hijas, Sigüenza muestra su desestima por un hombre que no ha sufrido las torturas del internado y que tiene pensado abandonar a su propio heredero en el Colegio. Sigüenza destaca de la apariencia de este hombre «su rolliza cara de hacendado».

Enmarcado por el tratamiento frío y distanciado de los Padres para con los educandos, Sigüenza traza el retrato de su antiguo condiscípulo, en el cual atributos morales complementan descripciones sencillas y amables del porte exterior. Cuenta los castigos impuestos por el hermano cuando al señor Cuenca se la caían las medias; penas desconmensuradas con la falta incurrida. En el espacio de la semana de los Ejercicios espirituales se desencadena la tragedia. La mortificación artificiosa de la compositio loci pierde a los pequeños. Éstos sienten un peso más abrumador que de costumbre y el resultado de estos actos es contrario al deseado por los jesuitas. Las criaturas desahogan la rabia de su genio gritando en las plegarias a Dios, para vengarse del silencio impuesto. Así inician su descamino, entorpecidos por aquellos que debieran enderezar las sendas que les llevasen al bien.

El clímax del relato tiene lugar fuera de él, solo el proceso catártico que a él conduce puede seguirse. Esto es, la muerte del señor Cuenca, que Miró imputa a los jesuitas, cuando el joven fallece, singularmente, el último día de los Ejercicios. Ante el cuerpo presente, el narrador completa el retrato del difunto en un juego de contrastes. Al lado de Sigüenza, en el lugar del señor Cuenca -«delgadito, pálido, muy triste, distraído»- se arrodilla un muchacho gordo, insensible, serio y sordo a los ruegos de su compañero.

La frialdad de los Padres se descubre nuevamente al contársenos como, sin permitir preguntas ni escuchar súplicas, mandan a Sigüenza y a sus colegas a la capilla del funeral. Este narra ahora el acontecimiento fúnebre como lo hubiera hecho de educando; parece un niño contándolo todo. Su expresión: «¡Lo juro!»; le confiere al relato toda la inocencia infantil del que todavía no sabe jurar.

El viajero, deseoso de internar a su hijo en el Colegio de Santo Domingo, no ha entendido en absoluto las palabras de Sigüenza. Declara con simpleza que su hijo tiene elástico en los calcetines y botones en los calzoncillos. Lo dicho por el protagonista ha sido en vano, el señor Cuenca tiene ya un sucesor, procurado por su propio padre. De manera intrínseca el relato es una condena contra la Compañía de Jesús; sus métodos pedagógicos, las relaciones de los Padres con los pupilos, todo ello es aborrecido por Miró, al creer que semejante trato no puede dejar de dañar el espíritu sensible, todavía tierno, de los educandos. La labor que debieran desempeñar los Padres, con el fin de alcanzar para los niños una educación justa y amable, la malgastan en penas y castigos que infunden angustia y odio en el ánimo de sus internados.

El subtítulo, además de ironizar la educación recibida por estos internados, dada la amplitud del concepto, atañe no solo al sistema jesuita, sino a toda pedagogía anticuada, sumida en rigideces y normas.




«El paseo de los conjurados (Revolución)»

El subtítulo es un leve dejo de humor que concierta con el misterioso título y cuyo significado se descubre al final del cuento.

Un aire de melancolía permea el relato, melancolía que siente Sigüenza por el pasado que no llegó a conocer, pero cuyos restos ve ahora. En el sector antiguo -la fecha histórica es 1876- de una ciudad anónima, Sigüenza contempla la acción del paso del tiempo por casas, paseos, calles y cantones. Los edificios viejos que, con frecuencia, sirven de alojamiento a los ancianos, motivan una queja por su parte en protesta a la injusticia de tal arreglo.

La primera parte del relato es una narración de escena y ambiente, no hay diálogo; el tempo es lento. El autor no fija todavía su fábula en un paseo concreto, sino que habla de muchos en general. Todos ellos tienen en común la vetustez y el abandono de transeúntes.

En la segunda mitad, Miró vuelve a su paseo elegido describiéndolo como parte viviente de la vecindad en la que está situado, antropomorfizándolo al decir que «ha ido envejeciendo», al igual que los hombres de su generación. Éstos, a medida que han envejecido, enfermado o muerto, también han sido olvidados por la nueva generación. El paseo abandonado y esta generación desamparada muestran la uniformidad, el amalgamiento del hombre y su circunstancia. Los escombros se harán ruinas y los viejos serán personajes, pero ambos habrán sido arrinconados como piezas de museo por gentes nuevas de otros gustos y otras preferencias. Dos viejecitos, a quienes Sigüenza conoce en el paseo, conforman al estado anquiloso de este. Uno viste «de luto; el otro, de color de tierra»; atuendo de muerte el primero, y de significación apocatastásica el segundo.

En la escena que sigue ambos ancianos se detienen a contemplar un lagarto muerto, del que entran y salen numerosas hormiguitas. El cuerpo, seco y hueco, comido por los insectos, es nuevamente imagen de la decrepitud precursora de la muerte. La voz del narrador omnisciente sugiere que tal vez ellos piensen en una transmutación: su cuerpo exánime por el de la alimaña. Si lo piensan, no lo dicen, porque tal declaración equivaldría a dimitir de la vida, y ellos no están dispuestos a semejante abandono. Prueba de ello es la pequeña sorpresa que le dan a Sigüenza al hacerle saber sus horas de oficina, cuando este ya los creía jubilados.

La intriga es de un humor leve y ameno. Ambos viejos casi habían conspirado contra el Gobierno, hasta que supieron que el jefe de los conjurados era un jorobadito a quien vieron bajo el séptimo árbol del paseo. He aquí el porqué del título.

El elemento fantástico del jorobado, así como la alusión cabalística del séptimo árbol con una alcayata, confieren al cuento un final dulce-amargo, disipando la agrura inicial vejez-muerte, vista primero en función del paseo, en relación con el lagarto después y, en una última comparación, con el árbol viejo y retorcido del paseo, herido por un clavo. El buen humor y la conformidad de los viejos con su sino cierran el cuentecillo. Esta actitud es el único consuelo que, según el autor, sirve de socorro al desamparo de los viejos, habitantes de su pasado en un presente ajeno e indiferente.




«Una jornada del tiro de pichón (Deporte)»

Todo el episodio está teñido de una ironía lastimosa, fruto del desengaño. Ya el subtítulo indica el sentimiento cáustico con el cual está escrito: una matanza, para Miró, no puede ser jamás deporte.

El exterior de la fachada del caserón del club es blanco. Para describir el color que lo cubre, Miró lo compara al blanco de las claras de huevo (origen de toda ave) de confituras como el merengue de bizcochos y tortadas. El portalón de hierro es un trazado de artísticas filigranas. Las apariencias son tales que al resumir la impresión total de la edificación el narrador la llama «dulce fachada», sobreviniendo entonces el juego de palabras «dulce», «merengue», «tortada». Otro retruécano posible surge de la combinación fachada blanca del edificio y el dar en el blanco de los tiradores.

A Miró le parece atroz que se haga deporte de la existencia de un ser viviente, dulce y manso como un palomo cuya pareja es el símbolo universal de la paz; de ahí que se refiera al pasatiempo cruel como «jornada gloriosa», mal pudiendo contener su despecho. Un contraste apariencia-realidad pronto se hace obvio. La quietad y la apacibilidad, simbolizadas mayormente por el blanco, están a punto de ser rasgadas por la presencia alborozadora del señorío ciudadano.

La virulencia aumenta a medida que los tiradores se disponen a usar sus armas. Los cartuchos «buenos para la caza del león» están «justificadísimos», pues «aunque es posible que no se corran los mismos riesgos», el pichón debe ser alcanzado en los confines de un espacio prefijado. Miró aquí emplea el estilo indirecto libre, parodiando las palabras de los tiradores, haciendo obvia la truhanería de sus racionalizaciones huecas. La puntería de los deportistas es muy mala; el autor hace que suenen siempre varios disparos consecutivos, acusando así sus esfuerzos por dar en el blanco.

Para desenmascarar la dureza de estos hombres, el narrador cuenta como «se sacrifican con austera generosidad y abnegación» y esperan a que el palomo emprenda el vuelo antes de disparar sobre él. Acción que contrasta desgraciadamente con el pensamiento del animal, que alaba al tirador por creerle autor de su libertad súbita. Aquí el relato cobra una acidez incontenible merced al sarcasmo de las palabras parodiadas, puesto que el palomo no tiene escape. Un guijarro lo asusta, haciéndole batir sus alas hacia el plomo asesino. Si los cartuchos descomunales no dan buena cuenta suya, un perro maquillado, con una «borlita» en el rabo, tronza en sus fauces el último hilo de vida del ave. Y he aquí que la mansedumbre cándida del palomo, aun en las garras de la muerte, con sus alas distendidas abraza las mandíbulas de su verdugo.

Miró se vuelve implacable al referirnos repetidos sacrificios que él convierte en verdaderas inmolaciones. Opone a todo este sufrir la insensibilidad de los tiradores, quienes al azar vida-muerte llaman juego, deporte en el cual se bromea y apuesta. El perro de la «borlita» en el rabo es ubicuo, y su presencia llega a hacerse odiosa al ejercer como instrumento de los deportistas. Como paradigma de la crueldad indistinta, el autor introduce unos pilletes de muelle que agarran un palomo malherido, pero libre de las descargas y, con sus manos, lo estrujan ferozmente. A este punto llega la crueldad del hombre, encarnada en sí, en sus instrumentos, en sus animales domésticos y en sus pequeños, que hieren hasta la muerte sin dolor alguno y sin pensar en el tormento de sus víctimas.

La última parte del relato resume y sintetiza el contrasentido del hombre civilizado. A Sigüenza se le dice que el matar palomos es relativamente inofensivo si se tienen en cuenta los homicidios cometidos por seres con uso de razón. La consabida y estereotipada respuesta de que en la vida hay que ser fuerte es el raciocinio absurdo ofrecido, como justificación, por el hombre civilizado al cometer sus crímenes en espera de que permanezcan impunes. Si los tiradores consideran el tiro de pichón como un juego, entonces nada más natural que sus hijos les acompañen con las niñeras y juguetes, nada más propio que ambos jueguen juntos, unos aprenden de los otros, y así se perpetúe la matanza.




«El pececillo del padre Guardián (Hidráulica)»

Consta el cuento de dos partes, la primera, en la cual todo es narrado, con descripciones y escenas de ambiente. La segunda parte se desarrolla en un diálogo animado entre Sigüenza y los monjes de un antiguo convento.

El autor establece en la primera sección su escenario, creando un ambiente propicio a la somera acción que sigue. Cuatro temas apuntalan esta parte inicial: la soledad, los años, la quietud del silencio y la desestima por la ciudad.

Constituyen el tema de la soledad la estación del tren, perdida en un descampado; el camino que por tres horas anda Sigüenza y en el cual no halla ni «una huella de rebaño ni de caminante», y una barranca desolada y yerma. El tema de los años lo representan «un ciprés venerable» a punto de ser talado después de haber vegetado solo por «más de un siglo»; una higuera ya vieja, «sus manos trágicas de raíces», y el crucero del convento de Nuestra Señora de Orito, cuyas piedras desgastadas son mojón temporal. La quietud preparatoria a la vista del claustro la manifiesta el desamparo total de la estación de ferrocarril una vez que el tren sigue su marcha después de la parada, cuando desciende Sigüenza. El silencio de aquellos parajes entonces es total, la profunda calma hace que puedan oírse claramente los hachazos de dos leñadores en un ámbito amplísimo. Sigüenza siente también la paz del paisaje al presenciar ante sí un valle «callado, dormido bajo» la suave luz vespertina del sol. El cuarto tema, el desdén por la ciudad, sirve de ligamento entre las dos partes del cuento. Al acercarse Sigüenza al convento, sabemos -por medio del autor omnisciente- que suena con encontrarse con un fraile capaz de guiar su pensamiento lejos de la cotidianeidad ciudadana. Es la perenne y universal búsqueda de un locus amoenus en el cual recogerse.

La segunda parte -visita al claustro- representa la vuelta imposible al pasado en busca de ese elusivo locus amoenus. Lo vano de tal empeño viene a ser la cuestión axial de esta sección del cuento. Mediante un diálogo entre Sigüenza y los Padres, se nos descubre lo que el héroe mira, pero no ve: un refectorio pobre de dos bancos y una mesa, vacío de todo color; la cocina vasta, pero fría y despoblada; el piso superior de puertas y ventanas quemadas por cristianos infieles para alimentar sus lumbres, sin vestigio alguno de la vetusta biblioteca, «ni enfermería». De la comunidad antigua de «cuarenta religiosos», quedan ahora tan solo cinco frailes, entre ellos el padre Guardián, quien acompaña al visitante. Sigüenza, ilusionado, no se da cuenta de que lo que tiene al alcance no es el pasado, sino sencillamente las huellas del ayer.

Dos veces el religioso le muestra a Sigüenza la osamenta humana, ofreciéndosela como imagen propia; sin embargo, el visitante se ríe y sigue sin entender. Por fin, cuando su vista se fija en un pececillo que nada en una vasija de cristal y le pregunta al padre Guardián «que simboliza» el animalito, este deja caer toda pretensión: el huerto del estanque donde había vivido el pececillo fue vendido para liquidar deudas. Vemos, pues, como el pretérito nunca puede ser recobrado. Inútiles serán los esfuerzos de los pobres frailes por restaurar lo perdido; el convento se volverá en ruinas, luego acaso en monumento. El propio padre Guardián se da cuenta de su futilidad, aunque es posible que hasta el advenimiento de Sigüenza no tuviese conciencia de ello. Este perdura en el sueño despierto de su imaginación, intoxicado por la realidad que le rodea, y excitado como un niño, grita: «[...] yo vendré, yo vendré...», tan pronto como el pececillo haya recobrado su estanque en el jardín.




«Recuerdos y parábolas (Política)»

El subtítulo se refiere al concepto en su sentido más amplio, en el original entendido por la civilización ática; es decir, abrazando todo un modo de vida.

El ensayo-cuento tiene tres partes, la inicial, que es un recuerdo biográfico de Sigüenza, una segunda parte titulada «Parábola del pavo», y la parte final, llamada «Parábola del perseguido». En realidad, la segunda parte es también un recuerdo, ya que Sigüenza figura en ella.

La narración es una exposición tripartita del tedio y la desilusión humana, jamás satisfecha de su sino e incapaz de aprender pese al carácter cíclico de su existencia. En las dos primeras partes, Sigüenza hace un papel secundario; en la última, ni siquiera hace presencia. Su persona no es clave en ninguna de las tres; el relato, lejos de tenerlo de eje, como en la mayoría de los cuentos ya vistos, expone implícitamente una tesitura.

La parte inicial trata de la aparición y desvanecimiento de una serie de líderes políticos. El primero desaparece en un mar de descontento. Se habla de su desaparición -nadie lo quiere muerto, pero si alguien llega a asesinarlo el pueblo aceptará el acto sin miramientos. Al sustituirlo otro, las gentes reanudan su murmullo maldiciente contra el nuevo. Este es una imagen desdibujada de Cristo; leve alusión bíblica, admisible primeramente por la última parte del título «[...] parábolas». La cita: «[...] discípulos que se han dormido después de cenar», no deja lugar a dudas en cuanto al personaje aludido. Por si ello fuera insuficiente, el propio Sigüenza declara que los hechos de este hombre que «acude a todos los menesteres», producen la «sensatez de un candoroso sueño». Miró alude con ello a la religión como la droga que se da «a las muchedumbres para que duerman y sueñen»32. Tal es la función mitopeica de la religión. Y, como a Jesucristo, también lo mataron a este un día.

A él le siguen unos hombres, ínfimos en comparación, seres despreciables a quienes el autor retrata despectivamente, que si no dieron muerte a su antecesor consintieron el crimen. A pesar de ser hombres discretos, el pueblo desconfía del primero que alza la voz y piensa en el «hombre desaparecido» y en el «hombre muerto». Las gentes, que no estaban contentas con el primer preboste ni con el segundo, ahora desconfían del tercero y suspiran por los perdidos.

En la «Parábola del pavo», segunda parte, Sigüenza y dos amigos caminan alegremente en el fresco de la mañana hasta que, cansados por el calor estuoso del sol de mediodía, buscan descanso y refrigerio. El bochorno del ambiente lo suma la oración: «El ramaje [de una higuera] hervía de cigarras». El verbo de esta metáfora lo es todo; «hervir» connota un sonido abundoso de borbotoneo, significa un calor pleno y húmedo, sugiere también numerosos insectos apretujados que frotan sus alas, creando todo ello una sensación de molestia y pesadez. Encuentran los tres amigos, por fin, albergue en una casa humilde donde se les adereza un parco arroz con garbanzos. El plato insulso no les apetece, mas pican en él hasta que el huésped les tienta la gula con la ofrenda de un pavo. Pero he aquí que les traen uno vivo y en vez de servirles de comida, se sirve a sí mismo de la tartera de los convidados.

En este instante Miró nos devuelve al tema inicial cuando el pavo, subido a la mesa, se convierte en un hombrecito que se aúpa a la «mesa de España». El sentido de la parábola queda claro, y es además paralelo al didactismo del recuerdo inicial: el hombre permanecerá para siempre insatisfecho, ofuscado por sus propios prejuicios. Los tres amigos se dan cuenta demasiado tarde del valor perdido, simbolizado en el caso de ellos en la comida que desprecian y, en el cuadro anterior, con la pérdida de los dos líderes y el desencanto con el tercero.

La «Parábola del perseguido» constituye la última parte del relato. Es también la más independiente de las narraciones, aunque con ellas encaja en su expresión de la irracionalidad del hombre. Contada en un anonimato casi total, los únicos hombres que aparecen en estos renglones son dos, citados por unos personajes desconocidos. La época en que se desarrolla la fábula, desde luego, no es el presente, sino una edad lejana, acaso antes del nacimiento de Cristo. La mención de los nombres de Zenón, el filósofo griego fundador de la doctrina estoicista y que vivió en Atenas circa 300 a. C., y de un tal Demetrio, apelativo grecorromano, más la aparición de nombres como «tirano», la presencia de poetas que cantan «la tenacidad de su raza», de «puertas de la ciudad», respaldan tal hipótesis.

El hecho de que esta última parábola tenga lugar hace milenios, antes de la venida de Cristo, mientras que los otros dos relatos transcurren en un tiempo cercano, prueba, según Miró, la inutilidad de la muerte de Cristo en el sentido de que para nada ha alterado el modo de proceder del hombre, a pesar de haberle abierto las puertas celestiales. El griego, el judío y el cristiano, separados por los siglos, por continentes y por creencias, actúan de modos paralelos e igualmente recriminatorios.






Muelles y mar

Cinco capítulos componen la segunda sección del Libro. Todos ellos son fieles al título mayor, el mar y los muelles son escenario constante y no pasivo. Los cuatro primeros siguen una secuencia que indica una hipersensibilidad dirigida hacia el tiempo: «Una mañana», «Una tarde», «Otra tarde» y «Una noche». El capítulo quinto, aunque no lo indique su título, está formado por la misma secuencia completa; en él se dan todos los espacios de tiempo de los otros capítulos individuales: Sigüenza pasa en el mar un atardecer, una noche, una mañana, una tarde y otra noche.


«Una mañana»

El cuento es un tributo a la temperie alicantina. Su asunto se reduce a cómo una mañana deliciosa de Levante influye sobre el ánimo de un hombre, trastocando su carácter hasta igualarlo al de otro individuo, normalmente su antípoda, dada la circunstancia favorable. Los elementos del paisaje marino, para Miró, están vivos; el cielo está «encanecido de tanta lumbre», un buque muestra su «sencilla y humana gentileza», las gaviotas «gritaban..., delirantes de alegría y de luz». El cuadro que del muelle se nos pinta es un derroche de color, sonido y olores en una sinestesia embriagadora, a punto de transformar el carácter de las gentes del puerto.

Sigüenza vivifica con la mirada el buque que contempla; a su gran cabida denomina gordura; a las planchas de su armazón, «piel etiópica»; a sus grúas las llama «palpos gigantes» dotados de «uñas terribles»; a las bodegas las califica de «entrañas», o «vientre». Mediante esta prosopeización, el autor encarece al viejo barco. El cargador del buque, que vocifera órdenes desde el andén del muelle, corre otra suerte. Los atributos que el autor le confiere le otorgan un carácter infrahumano. Se trata de un hombre adiposo, «cebado», alardoso de sortijas, «craso» y que «tenía la pesadez de un vapor». El ligamento, el de la gordura mayormente, entre el cargador y su buque, disminuye aún más la humanidad del orondo personaje. La proximidad de este a una muchacha delgada y sumisa, sirvienta suya, que le tiende vasos de leche tragados violentamente por el energúmeno, acrecienta el sesgo feroz del nombre de muelle.

Una vez caracterizado este ser, de por sí animalizado, semejante a su vapor y antitético a su criada, Miró presenta al segundo personaje de su historieta. Este es el prototipo del nombre cuya vida está regida, de un modo u otro, por los libros. Nuestro nombre es el archivero de una biblioteca; hombrecillo menudo que observa el alboroto del puerto en vez de causarlo, «helado de palabra», «muy tímido», paupérrimo en el vestir y apacible en ademanes; es decir, la antilogía del cargador de buques. No obstante, este hombre manso, al entablar conversación con Sigüenza, sufre una paulatina metempsícosis. Tan pronto sale a cuento el tema de los invernantes, el buen hombre se vuelve hacia Sigüenza hecho un cisco, imprecando a los visitantes que aprovechan la calor y luz de su benigno sol, tan generosamente dispensadas.

El narrador atribuye la transfiguración del pobre hombre al amor de este por el sol, el aire y el mar de su pueblo, bienquerer que Sigüenza comprende y comparte con él.




«Una tarde»

Comienza la narración en un nivel idealista y soñador, de «Paraíso», como dice el propio Sigüenza. Mas la tarde titular no es la verdadera fuerza motriz, sino el mar. El fuerte atractivo que tiene el Mediterráneo para Sigüenza motiva el desarrollo del hilo narrativo.

La quietud de la tarde la establece Miró con la imagen de un confín delimitado por dos pianos unidimensionales, la capa marina y la capa celeste, en el cual vuelan silenciosamente las gaviotas del puerto. La Naturaleza, simbolizada aquí por este ambiente de mar y de tarde, ejerce una influencia fortísima sobre Sigüenza. El paisaje es quien no solo acompaña, sino que domina la voluntad del héroe. Proceso inconsciente este por parte de Sigüenza, ya que a su parecer se trata de un llamamiento originado en la Naturaleza, cuando en realidad lo que sucede es un hilozoísmo en virtud del cual el protagonista proyecta sus emociones en el paisaje. Este, a su vez, a guisa de espejo, se las refleja colmadas de un contenido anímico, que no es otro que el del propio contemplador. La transposición da lugar a una simbiosis instantánea del héroe y su circunstancia. Sigüenza contempla el paisaje marino del atardecer; al actuar su mirada sobre este, su imaginación recibe unos impulsos que producen en su espíritu cierto estado de ánimo, condicionador de la visión a punto de ser relatada.

La tarde de mar y cielo apacibles significa para Sigüenza, acompañado de un amigo incógnito, la hermandad paradisíaca entre los hombres. Sigüenza mira a todos con simpatía: loa la estatua de un marinero talludo, encarece los huevos grandes de una gallina y celebra la traza de una vendedora anciana. Al protagonista se le antoja que la tarde opera un sinfronismo entre la «recovera» y su persona. Le parece reconocerla y, cruzadas unas palabras, se da cuenta de que la ha visto antes en los pasillos de la oficina de Diputación. Esta es la merma inicial de la altura sublime en la que se había creído Sigüenza.

El segundo desliz sobreviene al declarar la «recovera» que prefiere los huevos que vende a los libros de Sigüenza. Con lo cual este se pregunta si, considerados estos huevos como símbolo, no deberán estimarse más que sus escritos -la respuesta afirmativa parte del amigo de Sigüenza. El sentido ambiguo de tal proposición parece ser que, por ahora, lo que el huevo simboliza (origen de vida, así como su manutención) ha de ser preferido a los libros. Al fin y al cabo, el alimento del cuerpo, si no más importante que el del espíritu, es indispensable a la existencia de ambos. Y, mantenido el primero, el segundo se nutrirá en adelante.

El héroe desciende un grado más en su aproximación a la realidad ordinaria. El bajón total y anonadante se produce al observar el protagonista como juegan fraternalmente unos niños con su perro, propinándole caricias y mordiscos de pan. En este grupo de seres que se aman y se corresponden, Sigüenza ve el triunfo del bien merced a la paz acrisoladora de la tarde marina. De súbito se oyen los quejidos lastimosos del animalillo, que se retuerce sepultado en el mar por el peso de un pedrusco amarrado al pescuezo. Cuando llega Sigüenza ya es tarde; el mar límpido, terso como un vidrio, muestra el corpezuelo del animalito muerto. El mar y la tarde han operado en estos pequeños de manera muy distinta a la de Sigüenza. La impresión del ambiente en la imaginación de cada uno no es siempre la misma: «[...] estaba la mar tan quieta y tan clara», dicen, que lo ahogaron para ver cómo moría un perro en el agua. Las emociones desemejantes suscitadas por el mar apacible en el ánimo de Sigüenza y en el de los niños -la euforia de aquél y la crueldad de éstos- se suman, dando lugar a una ironía cruel e inexplicable en otro ánimo que no sea el hiperestésico del narrador capacitado en la gama emotiva para responder a limites antípodas.




«Otra tarde (La gaviota)»

La versión original de este capítulo no alcanza el grado de perfección estética que posee aquí. Un trabajo de depuración admirable ha transformado un cuento explícito, dilatado y, por momentos, divagador, en una narración compacta, elíptica, poseedora de la densidad de un poema. Miró desdeña párrafos enteros que no se ajustan al tema o si no entorpecen el ritmo narrativo. Los cambios pasan de tachaduras, llegando algunas veces a sustituir tiempos del mismo verbo, trocar adjetivos por adverbios, etc. La supresión de ciertos elementos espurios mejora la composición, otorgándole un impacto único y de superior eficacia al primitivo. En la poda el autor da evidencia de su maduración. El hecho de que Miró pudiese cambiar títulos, con el fin de encajar el relato en esta sección, es testimonio de la ausencia de un argumento notable en la mayoría de sus narraciones. El «no pasar» se lleva la palma en las páginas mironianas, donde toda acción es lenta y tenue.

Transcurre este cuento en primavera, un jueves cualquiera, por la tarde. Pese a la belleza de los campos de mieses doradas, al espíritu de Sigüenza lo cautiva el vuelo de una gavina que se remonta en el zarco encima del mar. Repentinamente le entran deseos de andar sobre las aguas. Semejante quimera no puede pasar inadvertida en su alusión bíblica -nadie más que Jesucristo ha caminado encima del mar. Con sutil maestría, Miró incorpora en la misma frase los vocablos «cielo» y «tentaciones», con lo cual su intención crónica queda clara si se fija uno que el calificativo antepuesto a «tentaciones» es «infantiles».

Una escena en la cual Sigüenza ve a un niño solo, castigado en la casa de su maestro por no saber los participios, desentona acaso con el resto del relato. En la versión original, «Un vagar de Sigüenza», este episodio está equilibrado por otro que narra las estrecheces de una pobre niña cargada con su hermanito, siendo madre cuando apenas empieza a ser hermana. El que este último episodio fuese suprimido apunta el buen discernimiento del autor y, quizá, la necesidad de omisión del primero. Ninguno de los dos contribuye al fin del relato y el conservar solo uno de ellos peligra el equilibrio contextual.

El amigo actual de Sigüenza, Martínez, recuerda a otros de historias pasadas, pues, como ellos, dará fe del alejamiento de la realidad que padece Sigüenza. De él se nos dan particulares físicos como encarnación de la realidad positiva: suda, tiene «ojos risueños» y «un gesto socarrón en su boca».

Al alabarle a su compañero Martínez el vuelo majestuoso de la gaviota observada, este se niega a bajar a la playa e insiste en que se le acompañe a una casa aledaña. Allí ve, desilusionado, Sigüenza, entre las risas crueles de su amigo, una gaviota vieja y enlodada, compartiendo su recinto con un zapatero miserable que la sienta a su mesa y le rasca la cabeza a la vera del mar. El desencanto cruel lo deja momentáneamente aplanado. Su amigo le ha traicionado rasgando la ilusión de aquella tarde.

Con la vuelta a la playa, el héroe recobra su candidez sonadora, mientras que Martínez conserva su carácter adusto. El tufillo de un guiso de pescadores produce en este una excitación de gula; a Sigüenza le sugiere la cita del Eclesiastés, aviso de lo que el cuerpo y el alma han de cosechar como fruto de su trabajo.

La escena final sopunta la diferencia entre los dos amigos y el reconcilio de su visión. Con la caída de la tarde el ánimo de Sigüenza se torna romántico; en un barco mercante ve al portador de leyendas lejanas, sus velas lo emocionan. Tal es la realidad sigüencista, que no resulta ser sino una apariencia para el amigo. Este lo desilusiona una vez más, y el bueno de Sigüenza tiene que resignarse a las circunstancias físicas -se trata de un bacaladero y no una «blanca y fantástica aparición». Sigüenza sufre y aborrece al amigo, pero este le hace ver cómo el sufrimiento lo libera de la mediocridad y del adocenamiento vulgares.




«Una noche (En Cristianía)»

El subtítulo es de doble sentido: el nombre de un buque extranjero donde Sigüenza pasa una noche de violencia y la alusión irónica a la ausencia de todo vestigio de cristiandad en él.

Se inicia el relato con la noción sigüencista de que solo de la experiencia propia aprende el hombre. Con una autorrealización semejante se concluirá también.

La envidia que Sigüenza tiene de la salud robusta de los marineros hace que su imaginación lo lleve tras estos hombres fuertes y duros hacia los buques que tripulan por mares lejanos. Un domingo por la tarde, en uno de sus remotos viajes imaginarios, Sigüenza topa con un vapor real en un muelle cercano. El nombre del buque, sin embargo, da nuevas alas a su imaginación; se llama Dagphin-Kristiania. El héroe se acerca al barco atracado y mira intensamente a la tripulación que fuma en pipa, nombres mudos a las señas del visitante. Este, intrigado por el arcano del buque nórdico, recibe y acepta una invitación del capitán para que cene en su compañía.

Aun después de pisar cubierta, sigue el protagonista dominado por sus fantasías; no obstante, el entrar en el barco exige mucho a la imaginación de Sigüenza y, poco a poco, la realidad va sometiéndola. Su primera desilusión la sufre a manos del capitán, quien le informa que el nombre Dagphin-Kristiania carece de la significación que Sigüenza le había atribuido. Sentado a la mesa con el capitán, el piloto y el maquinista, cenaron «una sopa de pescado con azúcar» que no le agradó. Recurre entonces Sigüenza a su imaginación, consolándose al figurarse la de veces que Ibsen habría comido esa misma sopa. El vino que prueba, un mosto frío y liviano, le hace pensar en sus orígenes distantes..., cuando le dicen que es vino local del puerto. Todos estos momentos de desencanto preludian unos ruidos sordos e inquietantes.

Pronto Sigüenza se queda sin la compañía de los tres marinos, y su atención se fija en la carne roja y humeante de un jamón de cerdo. La sangre y el color del pernil, «como un sacrificio», auguran lo terrible de una pendencia brutal cuando el silencio de horas atrás se convierte en el estrépito de una lucha.

Al partir, después de medianoche, Sigüenza ve sobre cubierta el estrago de hombres heridos, tres de ellos amarrados a «recias argollas» y retorcidos por el castigo. Aunque el narrador no nos dice quiénes son, el lector ha conocido solo a tres: el capitán del Dagphin-Kristiania, su piloto y el jefe de máquinas. Sigüenza, abatido por su dura caída a la realidad, adivina la razón del martirio -deseo de la tripulación por un vino «mercado en la tienda del puerto». El héroe se siente causa de la malaventuranza de estos hombres heridos; su convite ha sido culpable de un encendimiento de odios derramadores de sangre, y todo ello por unos garrafones de vino del país. Consternado, Sigüenza piensa cómo por causa de una cena el vino llega a transformarse en sangre.




«En el mar.- Vinaroz»

Las lucecitas distantes del puerto abren la ventana a esta historia de un viaje de Sigüenza por mar. La plasticidad de tal visión -el parpadeo amarillento de las débiles luces eléctricas sobre el negror de la distancia y de la noche- da lugar a la sensación odorífera con la cual el narrador describe la humildad de los pobres que toman reposo sobre cubierta. Una vez acomodada la turba, una nueva sensación, la auditiva, prevalece sobre el lector. Se oye la sirena de la lancha y se sienten las vibraciones -sensación al mismo tiempo táctil- de la hélice, así como el «fresco ruido de espumas», sinestesia sugestionadora esta que mezcla lo audible, lo táctil, lo visible y lo sápido.

La narración no tiene trama alguna; trata, sencillamente, del viaje que hace Sigüenza durante dos noches y un día en un viejo vapor. Cuanto ve y siente se nos pormenoriza33 a lo largo de estas páginas. De modo que todo el relato es receptáculo de las varias sensaciones que el protagonista experimenta en su excursión.

Miró le da a Sigüenza, como compañero de viaje, a un «ingeniero34 sencillo y bueno», quien encarna la realidad vulgar y corriente. Lo mismo ocurre con la mayoría de compañeros que el autor le dispensa al héroe. Ellos vienen a ser su antítesis, alguien que le impida remontar demasiado vuelo en sus huidas por el mundo de la imaginación. Tomé, el ingeniero, sabe tan solo que los faros del vapor son marca «Jimmer»; se fija en tendidos del teléfono y tiene deseos de visitar unas fábricas. Su vista abarca el mismo panorama que la de Sigüenza, pero ambos no ven las mismas cosas.

Sigüenza pasa el resto de la primera noche a bordo, contemplando la escena compuesta por los aldeanos dormidos con sus hijos y sus cargas, musitando lo que un poeta diría de estos pobres infelices durmiendo bajo un cielo de estrellas. En el silencio de las altas horas de la noche, cae el protagonista enajenado en la luz de los faros a distancia, únicos vigías del barco, a quienes considera depositarios de la bondad de los hombres que les dieron ser. Esta divagación del poeta no es difícil de comprender si se visualiza su circunstancia: la soledad del mar, la oscuridad de la noche, la presencia única y visible de lucecitas en la lejanía y la predisposición de ánimo que siempre posee Sigüenza en sus momentos más íntimos con la Naturaleza.

Al día siguiente, a medida que la ribera desfila enfrente de los pasajeros, el narrador metaforiza el paisaje vivificándolo. La Naturaleza cobra vida animal, los pinos calentados gozosamente por el sol «se asoman», subiéndose para «ver a los viajeros». La tierra arada de los montes es «carne viva» que los rodea.

Estando Sigüenza sumido en sus devaneos, de repente se para el tiempo. Mediante un «flashback», la acción antecede al comienzo del cuento; se nos transporta al momento en que el héroe se decidió a emprender el viaje. La ecfrasis es valiosa porque en él se nos muestra una nueva ocasión en la cual Sigüenza es dominado por su imaginación, que obedece al influjo del ambiente. Lo tenían avisado muchos de que el vapor era viejo y nada seguro, pero ya a bordo, cerciorado del aprovisionamiento de salvavidas, y en medio del mar, Sigüenza se siente temerario.

La acotación no termina repentinamente; un párrafo lleva a cabo la transición. Es un monólogo interior en el cual el protagonista alaba al barco como si fuese un guerrero viejo, pero esforzado a pesar de sus años. Sigüenza humana cariñosamente al vetusto vapor.

En el destino de Vinaroz, Tomé y su compañero visitan el templo de San Valiente. Con un dejo de picardía, Sigüenza piensa que el santo tiene cara de oficinista. La crítica clerical empieza contra las vestimentas del santo, hechas de lentejuelas y bordados modernistas, labor de las beatas, cuyas birrias no solo son de mal gusto, sino que, por ser públicas, escandalizan y, por ser religiosas, son irreverentes al canon litúrgico. Las que visten a los santos -supuesta obra de misericordia- también tienen la culpa de la corona de rosas que la momia luce en las sienes. Acusa Miró, seguidamente, de idolatría a aquellos que veneran la imagen del santo y no al santo mismo. Ejemplo de ello es la hendidura en un brazo de la imagen, recuerdo de la astilla arrancada por un devoto. El sacristán e, implícitamente, el cura párroco por ser su superior, reciben la punición más severa. Aquél relata ingenuamente el milagro de San Valiente, que consistía en convertir panes en rosas. Sabido es que los milagros de Cristo siempre fueron para socorrer a los necesitados, muchas veces creando panes ya fuera por multiplicación u otros medios y no al revés como en el caso de San Valiente, figura ausente de todas las hagiografías consultadas. La ironía mordaz de Miró no para aquí, sino que, remachando, Sigüenza pregunta si el santo lleva realizado algún milagro en Vinaroz. El sacristán, iracundo con la momia, se muerde una uña diciendo «ni esto»; la imagen ha venido de «Jerusalén» hace dos siglos y desde entonces no ha hecho nada.

El grito de un pregonero intriga a los dos amigos. Se acercan y oyen cómo el «nombre enlutado» anuncia un bando de la alcaldía, seguido de propaganda para el cafetín de baile. El que el pregonero quite su gorra causa regocijo en Sigüenza, tanto este ademán como la índole ridícula del bando son muestras de la falta de urbanidad y del atraso e incompetencia que plagaban a tantos gobiernos locales de aquel entonces. Esta crítica política la resume cínicamente Sigüenza declarando que la realidad de la vida española es «gabelas y baile».

Termina el relato del mismo modo en que había comenzado, con la noche y su manto negro lleno de puntitos de luz. Pero ha habido una variación: las luces se han convertido en estrellas. Y nos encontramos en estos últimos renglones con que la realidad que Sigüenza ha tenido a su lado -Tomé, el ingeniero- ha sido una falsía. La realidad ha resultado ser una apariencia, pues el hombre exacto y sereno está enamorado.






Días y gentes

Esta es la sección central del Libro de Sigüenza, constituida por quince capítulos, el número mayor de las cinco partes que lo forman. Su título anticipa el de la última novela mironiana, Años y leguas, en una relación paratáctica. Ambos epígrafes evocan toda una mirada de temas anejados entre sí, la mayoría de ellos por su asunto antropomórfico y temporal. Únicamente a estas dos dimensiones se ciñen las narraciones de Miró. Cierto es que al autor le preocupan no solo el hombre y su tiempo, sino también el espacio en que vive, que para Miró es utópico a pesar de sus laminas levantinas, puesto que el personaje conlleva su paisaje. La relación entre ambos es tan estrecha que sería difícil apuntar cuál opera en función de cuál. Dependiendo del estado de ánimo de Sigüenza, contemplaremos un huerto frondoso de verdores azulados, un erial seco de polvo y grietas o unas montanas de arboledas y pueblecitos lejanos. El paisaje esencial de Miró es la Naturaleza en todas sus facetas y, en particular, las tierras del Levante.

En la presente sección habrá cuadros alicantinos, pero encontraremos relatos completamente utópicos y ucrónicos en su valía, pertinentes a todos los hombres, y esta particularidad es uno de los atributos más notables de la obra de arte -la universalidad-. Gabriel Miró la posee, él no es un humilde paisajista.


«Origen del turrón»

El paso de Sigüenza por la huerta alicantina en su camino hacia Jijona revela la frondosidad de jardines y labrantíos. De manera rápida se nos ofrecen retazos de la topografía fértil; láminas exquisitas de una poesía casi pictórica. En conjunto revelan un cuadro de sensaciones momentáneas, selectas, descrito haciendo uso de la gama sensorial entera. La visión es fugaz, pero su original hallazgo le confiere permanencia en la mente del lector. Escenas estáticas en su totalidad, todas ellas tienen de común una presencia de luz, que combinan según su unicidad en porciones de color y emoción. Este es el impresionismo mironiano: visiones fugaces, estáticas, de un cromatismo anímico y primitivo. Los ejemplos abundan: «jardines sedientos», «todo rubio y de un color de carne y de rosas», «cipreses solitarios», «caminos profundos y callados».

Después de esta primera parte introductoria que testimonia la huerta de Alicante, el relato se divide en visiones breves de pequeños pueblecitos: Santa Faz, donde el lienzo sagrado infunde paz y quietud a esta aldea cuyas celosías están siempre entornadas; San Juan, donde los ricos llegan en sus autos a las misas de precepto y son adulados por los lugareños; Muchamiel, lugar abandonado por las colonias de abejas, solo con sus jardines y casas hidalgas. La toponimia es significativa -nombres eclesiásticos y uno de dulce- en su agrupación, pues el autor parece continuar la creencia tradicional que une los nombres santos con fiestas sagradas que se celebran en los atrios parroquiales con rosquillas y tartas de cabello de ángel.

Por fin, Sigüenza se detiene en Jijona, pueblo que ve en lo alto de la sierra, como una «doncella muy famosa». La humanización que sigue es la encarnación en primores de mujer. Jijona, para Sigüenza, posee un carácter completamente femenino. A sus mujeres las ve como frutas del manzano lugareño, clara alusión al símbolo paradisíaco en la delicia de su carne fresca y blanca. Un ambiente de dulzor y exquisitez reina en esta capital en miniatura del turrón. Los hombres jijonencos viven sumidos en la «femeneidad» de sus confituras y de sus mujeres serranas.

Se inicia la tercera y última incidencia del cuento como respuesta a la pregunta: «¿Que leyenda o que códice nos dirá el origen de la dulce y famosa industria de este lugar levantino?». La escena, entonces, cambia; se produce un dislocamiento de tiempo y lugar -Sigüenza se halla en Barcelona en vísperas de Navidad. Es una dulcería barcelonesa, y no Jijona, y es el confitero, y no un códice o leyenda, quien le entera del nacimiento del turrón. Dulce, este, amasado por vez primera para las Pascuas de 1703 por Pablo Turrons, pastelero barcelonés. El turrón -pastel de leche, miel y almendras- salió premiado aquel año en un concurso organizado para rehabilitar al «gremio de especieros dulceros» tras una devastadora epidemia de peste.

Descubrimos, pues, cómo el turrón, golosina navideña -nuevamente el nexo dulce-liturgia-, fue engendro del dolor y no de la alegría. Sigüenza sabe que la alegría familiar de Nochebuena tendrá un dejo de amargor al probar el turrón -no ya de Jijona, sino de Cocentaina, vetusta ciudad romano-valentina, que es el que le despachan. En una desilusión tras otra, Sigüenza ha encontrado dolor, pero, al mismo tiempo, consuelo, pensando en el pueblo de Jijona, que ha sabido forjarse una vivencia amable de «un dolor ajeno», para sus mujeres y sus hombres.

Mientras que el relato que sigue fue publicado en Nochebuena, este salió en los diarios el día de Navidad; fiestas las dos donde el turrón endulza los postres de la mesa española.




«Pastorcitos rotos»

Un cuento más apropiado para el 24 de diciembre sería difícil de encontrar. Es una composición sumamente breve, pero de intensa emoción. Trata de las figuras rotas del belén del año pasado. Como si fueran juguetes de los cuales los niños se han cansado, las figuritas del nacimiento yacen esparcidas descuidadamente por toda la casa, hasta que, cercanas las Pascuas, los padres las recogen amorosamente e inician la labor misericordiosa de la cura con el pincel y el frasco de la goma. Para ellos este quehacer supone una dulce emoción que les une a sus hijos y a sus propios padres. El padre y la madre, cuando niños, preferían también los pastorcitos nuevos, recién comprados; ahora, como sus propios padres en un entonces, quieren más a las pequeñas imágenes rotas y desvalidas. Ven en ellas surgir gratos recuerdos de antaño con intensa ternura a medida que se aproxima Navidad, y de consumada nostalgia en los días que siguen al nacimiento del Salvador.

La memoria no solo del año pasado, sino de los padres cuyas preferencias ahora comparten -prorrumpida por las figuras rotas-, los lleva a pensar en sus hijos, para quienes las figuras nuevecitas, el día de mañana, serán las rotas y las que más amen en un hilo familiar y eterno, cuando todos los hijos tienen cerca a sus padres.




«Un domingo»

La narración tiene dos corrientes axiales, una exterior de suma maestría pictórica y otra, semiarcana, de fondo. El vehículo narrativo son Sigüenza y unos amigos que viajan a un pueblo de provincia para disfrutar del día del domingo en la quietud de los campos. El tema pictórico es un juego de luces, barroco claroscuro cuyas gradaciones de luminosidad y negror varían de acuerdo con su ubicación en la estructura del relato.

Principia este yendo Sigüenza y los suyos en un tren un sábado por la noche. Cuanto ven está alumbrado por los fanales mortecinos del ferrocarril que apenas disipan la tiniebla. El grado de oscuridad al iniciarse la narración subyuga la claridad. Es de noche y poco menos que sombras es lo único que se verá merced a las «lamparillas» del tren, o a la claridad de un pueblo lejano. Las instantáneas que el autor ilumina semejan un «flash» oscurecido por una bombilla demasiado débil: «esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes», «una senda que se quiebra en lo oscuro».

Con la llegada del nuevo día, la luz alcanza su cenit cegador en un pueblo albo y endomingado; domina este clímax de la claridad el fulgor del sol. El momento culminante del espectro luz-sombra da comienzo al segundo tema: la nostalgia del domingo. A partir de este cruce, como por obra de un reostato la intensidad lumínica de las instantáneas disminuirá paulatinamente hasta recuperar las proporciones primitivas, y el dolor-placer de la nostalgia del domingo brota al fin en el ánimo de Sigüenza y sus amigos al caer la tarde.

El séptimo día es principio y fin de todas las cosas, día de descanso de trabajos concluidos, pero al mismo tiempo día de preparación para las labores próximas -intervalo de meditación y descanso. El domingo para estos varones significa la tristeza de recuerdos lejanos, tiempo en que uno puede sumirse en evocaciones dilatadas y nostálgicas. La visita que hacen a un castillo, «Historia roquera», es, con toda seguridad, la concentración de su mirada melancólica al pasado. Perdura en las cercanías del castillo la personificación frágil de la mirada al pretérito en la figura de una anciana enlutada, cuya vida se alimenta del cuidado que prodiga a una inmemorial ermita centenaria y de las rememoraciones que guarda de una hija muerta. Un camposanto aledaño abona la palingenesia anímica de esta en el cerebro de su madre.

El atardecer dominical llega a su fin conveniente - confluencia de pasado doloroso y futuro incierto. El juego de luces del claroscuro retorna a su medida original -el predominio de la tiniebla sobre la claridad. Con una leve variación -las estrellas suplen en la noche del domingo los fanales del tren en la noche del sábado.




«Un viaje de novios»

El cuento es bipartito. La primera parte tiene lugar en el agradable cuarto de estar de una señora acomodada, transcurre en el presente y el testigo narrador es Sigüenza. La segunda mitad -ambas secciones son de igual extensión- pasa en el vagón de un tren, no ha mucho tiempo, y la narra una recién casada.

El fragmento inicial lo emplea el autor para establecer un ambiente propicio a su relación. Se nos esboza, en primer lugar, el escenario en el cual se darán a conocer los partícipes del drama que se desenvuelve en la última parte. El método de conocimiento favorito de Miró son las sensaciones, así pues, mediante un plasticismo subjetivo, nos da el autor su impresión del cuarto de costura de una señora: «Era un aposento abacial». Entra en juego, a continuación, una sinestesia que combina lo térmico y lo odorífero, se trata del aroma exhalado por una monda de lima que se chamusca en el brasero. La fragancia «daba una dulce sensación de intimidad», confiriéndole al aposento un carácter propio e inconfundible. Una vez visto, olido y sentido el ambiente templado, el autor nos dé fe de lo acústico. El tictac de un reloj de pared -«se oía el grave pulso»- sopunta el silencio de aquella casa donde todo parece estar forrado de fieltro, tal es la quietud. Aleccionado ya el lector en el carácter del recinto, Miró rompe el acomodo en que se hallan Sigüenza y la señora haciendo que suene la campana, con lo cual llegan las «voces de júbilo» de los protagonistas -los novios.

Sincrónico a este prolegómeno hay una corriente irónica subyacente -el doble sentido. No debe uno fiarse ciegamente del narrador. La ironía mironiana llega a ser tan sutil que un dejo solo no constituye la certeza de la intención, es necesario avalorar la totalidad de las muestras irónicas y, por supuesto, tener en cuenta el final de la narración. En consecuencia, el relato mironiano exige siempre una segunda lectura -la primera es, sin falta, un proceso de descubrimiento; la segunda acaso pueda resultar en una fruición estética. Cuando se nos dice que «[...] la señora pidió su mantón de lana, como si ya sintiese el frío de los menesterosos», no sabe uno a que atenerse, mayormente después de habérsenos descrito su vivienda como «abacial». Sin embargo, al leer: «Todos nos afligimos por las ajenas miserias, y tanto, que hasta se nos incorpora el frío de los desnudos y hemos de pedir un mantón más para cubrirnos», el lector tiene que abrigar sospechas. Esta suspicacia le salvará, invariablemente, de bajones desilusionadores y crueles en las narraciones de Gabriel Miró.

Hacen su presencia los novios y, hasta haberlos delineado el autor a su gusto, no entran más personajes. A ella le perdona su risa argentina, pero pronto se ensaña con el marido. La clave de este ensañamiento son las palabras empleadas para describirlo: «filisteo calzado de charol». «Filisteo» atañe, desde luego, a la estatura elevada del varón, pero, más que nada, es señal de la brutalidad del atusado joven. Tiene «frente de tozudo», «manazas» que esconde en guantes, metidas en los bolsillos; es «un mozallón colorado» que huele a «piel de guante». Así, pues, nos encontramos en seguida con que este hombre es un ser materialista, que hace el ridículo aparentando lo que no es, un escéptico, conocedor de negocios, pero torpe, insensible y cruel.

La segunda parte es de un tempo más acelerado, por ser un relato de una ocurrencia intensa dentro del cuento mismo. La novia principia su relación -un recuerdo- cercada por su grupo de oyentes. Ella, en un viaje reciente por tren, acomodada en un vagón repleto de gente, había visto subir a un señor grueso y procurarse un asiento donde poco quedaba. Un acompañante, que le abandonó antes de la salida del tren, le metió dos frascos en los bolsillos y les rogó a los pasajeros que le diesen de ellos cada dos horas. Desde un primer momento se le mira como a un intruso que interrumpe el relativo confort de todos; a la narradora se le antoja que la gorra del enfermo era «enorme como la cabeza de un oso», y a los viajeros les parece que va a morir. Así como los que la escuchan ahora se sonrieran de oírla hablar momentos antes, los pasajeros que escuchan sus palabras aprensivas también sonríen, y una vez concluido el relato de la novia todos sus oyentes «sonreirán valerosamente» otra vez. Miró, evidencia así la despreocupación insensible del hombre al dolor de su prójimo; despreocupación que incluye una cobardía de actuar cuando se es necesitado, en lugar de sonreír «valerosamente» a trasmano. Los viajeros se arrebujan en la «suave tibieza de sus abrigos» -recuérdese la «olorosa tibieza» del aposento- y ella, testigo ocular, nota cómo el enfermo en vano trata de atenderse en la oscuridad. Amaneció muerto.

He aquí que ambas mitades del cuento se corresponden perfectamente. La señora, en la primera parte, piensa en el frío de los pobres desde la comodidad de su silla. La sobrina de la señora piensa en la segunda parte en la enfermedad de un inválido, lo compadece al igual que su tía, que teniendo los medios para socorrer al necesitado nunca lo hace; en vez de obrar, cuenta sus miedos y los pasajeros se sonríen.

Las disculpas de los que le escuchan pronto les hacen a todos bajar sus cabezas, acaso avergonzados, sin saber qué decir. Y la voz del autor, que pone fin al cuento, fija los ojos del grupo en los zapatos de charol del mozo. Miró los ajusticia decapitándolos metafóricamente, al hacer que todos ellos bajen la cabeza. La ironía, sutil en el principio, se ha tornado cruel -el autor se ha hecho demiurgo.




«Los almendros y el acanto»

El advenimiento de la primavera, que inicia esta fábula, lo atestiguan el sol mañanero, el follaje blando, los brotes delicados del jardín por el cual pasea Sigüenza y las últimas nieves de los montes cercanos. La primavera tendrá tanta trascendencia como el almendro o el acanto, ya que su presencia le depara al autor la oportunidad idónea en la cual el protagonista puede comprenderlos a su manera. La primavera como catálisis de la narración tendrá un papel pasivo pero intenso.

El fruto, la flor y el follaje nuevos del almendro despiertan admiración en Sigüenza debido a su brote temprano, causa de la pérdida cuantiosa de los almendrucos. La fragilidad efímera de este árbol hace que Sigüenza se detenga y, como es su costumbre, encuentre un ligamento con lo humano. Para él, un almendro es noble paradigma de lo que al nombre sucede con sus sueños y afanes, muchos de los cuales se malogran antes de poder alcanzar el fin deseado.

Planta más desigual a la delicadeza del almendro que el acanto será difícil de hallar, mas ante uno se detiene Sigüenza. La robustez de sus hojas adiposas y espinadas contrasta con la transparencia sedeña del árbol que había admirado el protagonista; no obstante, Sigüenza lo imagina como parte íntegra de la belleza arquitectónica griega en sus capiteles corintios. La figuración ática lo lleva a cortar dos capullos para adornar su mesa de trabajo. Sigüenza ha fantaseado una imagen del humilde cardo, ilusión que ninguno de los que encuentra en camino a su aposento está capacitado para compartir -todos le alaban sus propiedades medicinales. De noche, en su mesa de escritorio, el recuerdo del almendro que tantos frutos perdiera con resignación, lo alienta en sus dudas y el acanto cobra, para él, el esplendor de su progenie clásica.




«El señor de los ataques»

Este es uno de los relatos más tempranos que aparecen en el Libro de Sigüenza. Escrito en 1903, es de la época de Del vivir, y como este acusa un apego patológico a lo morboso y a lo anormal. La narración carece del acostumbrado lirismo propio de los capítulos anteriores, y, en cambio, está sacudida por atroces retazos de protervia. Este breve relato de la vida de un apuesto varón de mediana edad, pulcro en el vestido y en el trato, envidia de vecinos atildados y añoranza de solteronas casaderas, hasta que un ataque hemipléjico cercena la gallardía del caballero con una parálisis, es prólogo a la meditación triste con que concluye el cuento.

A partir de este momento, el autor pone por testigo a Sigüenza, un muchacho todavía, y se inicia una minuciosidad patológica en la deshumanización cruenta de don Claudio. Su cabeza, oscilante tras el ataque, es «esquilada semanalmente», como si fuese la de un carnero; sus palabras se convierten en bramidos lastimeros; su atuendo se torna descuidado, y los mozos que lo ayudan a arrastrarse -«muletas humanas» los apostrofa el narrador- enturbian sus gentiles modales de ayer. El cambio evidenciado en el señor es una deshumanización -lo esquilan, brama lastimeramente- muy cercana al esperpento, pues su aspecto exterior semeja al de un pelele espasmódico y atáxico.

A medida que don Claudio se acerca más a la muerte, Sigüenza se hace nombre. Pasan los años y, una tarde, el héroe recuerda la presencia del «señor de los ataques», don Claudio, que siempre estuvo en el pensamiento y en las lenguas de todo el pueblo. Ha tiempo que murió, pero nadie sabe cuándo, aunque el recuerdo de él puntúa los días señalados. La memoria de don Claudio, compartida por todos, le hace patrimonio del pueblo, y por sus ataques se fijan fechas y evocan años pasados.

El relato es morboso y primitivo de emociones, pero exquisito en la detallada hiperestesia del narrador. Su conclusión deja una desilusoria certidumbre de que el mundo es así en el relato mironiano siempre hay una maldad latente.




«La señora que hace dulces»

Este es un relato romántico y sensual en las dimensiones más selectas de ambos conceptos. Situado en una arcadia, Sigüenza parece llevar una existencia elevada sobre todo el adocenamiento. La estancia veraniega en la heredad de su tía Paz lo lleva a descubrir nuevas dimensiones para sus sentidos. Con su prima visita nuevamente la solana donde, de jóvenes, habían plantado una hiedra y un rosal que hoy crecen abrazados -alborozo de los dos. El grato placer de su labor, así como la imagen de su cariño, viven en dos plantas. Una espina de rosal, sin embargo, hincada en la imagen de Santa Rita y guardada por tía Paz, ensombrece el recuerdo juvenil de sus idilios insinuados. El abrazo del rosal (masculino) y la hiedra (femenino), la espina de Santa Rita que deja «una herida de melencolía en sus frentes», el prurito de volver solos a lugares predilectos, el cogerse de las manos y, el gesto más sentimental de todos, la reverencia por el nombre de la amada, que Sigüenza jamás pronuncia, manifiestan sutilmente el citado noviazgo.

La ofrenda de un refresco de jarabe de piña por tía Paz concluye la primera parte de los recuerdos revividos. La segunda la constituye un acercamiento impresionista a Victoria, la señora de los dulces, mediante el cual se descubre su esencia que Miró fantasea como consubstancial con los pasteles que confecciona. Las sensaciones, sápidas y olorosas las más, con las cuales se allega el autor a este personaje, concurren en el último párrafo, sintético y revelador, tanto para el lector como para el protagonista.

Victoria es una dama frágil y tierna, paradigma de la novia romántica por antonomasia, que posee, además de los consabidos atributos de languidez, palidez de manos, cutis aterciopelado y «ojos dorados», un nuevo atributo: la delectación sápida. Su esencia y su existencia son todo uno; los dulces los adereza con su «carne de almendra», con su «voz pastosa», cuyas palabras son «como un dulce exquisito». Mujer andrógina, se basta a sí misma para gozarse y crear: «[...] creíase que se gustaba a sí..., propia delicia». Sigüenza, que la cree carne y miel al mismo tiempo, embriagado por las delicias fragantes de sus confites, espera de sus labios un pequeño secreto que le revele el alma de la dama primorosa. Ella abre su boca sensuosa, pero de su intimidad brotan tan solo sartas de recetas. La pena de Sigüenza, que esperaba como continuación de la disposición dulce de la señora un espíritu colmado de gracias, nos la evita Miró, tajando el relato antes de que el héroe se rehaga de su desilusión.




«La tía pobre»

En realidad, el autor no nos habla de la tía pobre, sino de una tía pobre, como otras muchas. La tía, llamada Patrocinio, se deja gobernar por el narrador; ella no cobra fuerzas suficientes para adquirir una personalidad propia. El autor no la deja sola siquiera un momento; en todo el relato la vieja señora no pronuncia una palabra. El autor omnisciente y Sigüenza se dividen la voz narrativa -el narrador lo puede todo.

Comienza el relato revelando la escualidez de la casa en donde mora la tía Patrocinio mediante una escena de ratas ahogadas. Este ambiente viciado no alcanza al piso de la señora, un aposento de dos habitaciones purificado por su presencia. La luz de su cuarto es «casta» e «inmaculada». Su luz nocturna brota de una vela que ardiera en un altar del Jueves Santo. La anciana no tiene extravío. Sus amigos son el confesor, un canónigo conocido de su difunto marido y los santos de su devoción en la parroquia. Como único patrimonio le quedan los retazos de cielo vistos desde el balcón y, en las tardes de sol, una torre gualda. La soledad de su vejez y la tristeza de su miseria tienen por bálsamo, pues, el acercamiento a la religión. Semejante dominio de lo sacro sobre lo secular puede parecer un acto preparatorio para la ultratumba, aun cuando la vida de esta anciana se prolongue en demasía inexplicable.

La crueldad de los jóvenes para con los viejos la encarnan unos sobrinos suyos que la aborrecen, y algunos a los cuales sobrevive solo para que el resto desee su muerte. Mueren el canónigo y otro conocido, pero «la tía pobre» los sobrevive a todos. Así como la cera hierática de su «candela» de Jueves Santo, que arde y no se consume, la tía Patrocinio subsiste en la pobreza de su soledad, como si la vida fuese la condena purificadora anterior al más allá.

El relato concluye de manera circular con el sonido de ratas ahogadas, atenuado por el doblar del campanario dorado en el crepúsculo vespertino. Ruido el uno representante del rigor inclemente de su vida actual, y visión la otra que apunta una esperanza segura y merecida para la anciana desamparada.




«Sigüenza habla de su tía»

Si el cuento anterior había tratado de una «tía pobre», este es de una tía de Sigüenza, que es rica. Así como los sobrinos de la otra señora dieran fe de su desamor por ella, Sigüenza ofrece este cuento como tributo a la memoria de la suya. La narración es un ejemplo del doble sentido de la ironía mironiana, que culmina en el amargor de la oración final. Este sentimiento acaso explique la declaración preliminatoria de la publicidad de los recuerdos -desahogo expiatorio por parte del narrador, que se arrepiente de la mezquindad de su pretensión crematística. El propósito es tripartito, porque, además de expiación de culpa, el cuento confiere fama a su tía, al mismo tiempo que revela la usura endevotada de la difunta. El último móvil, singularmente, es el más acusado.

Desde un primer momento el sobrino no está dispuesto a exculpar a la señora de la avaricia que se le imputa. Y a la atención que se nos llama acerca de su único viaje, con Sigüenza, para el cual compra «billetes de segunda», denuncia, de manera patente, los sentimientos del héroe. «Fue sobria en su agasajo» es la atenuación con la cual describe Sigüenza la parquedad de su merienda: un panecillo y una naranja. Bien pudiera el narrador ceñirse a esta lítote, para dejar sobreentendido su negativismo; no obstante, va más allá. De esta parva pitanza Sigüenza se ve obligado a repartir la miga humedecida en el jugo de su naranja con unos polluelos que le acompañan en el viaje.

Cuando todo esto se lo cuenta al apoderado de su tía, este asegura a Sigüenza que tiene bien asegurado su «descanso», con lo cual el ingenuo se cree rico y asevera no haber codiciado la muerte de la señora. Con la muerte de la testamentaria el iluso heredero no cabe en sí de gozo, en espera de sus bienes. Pero al entierro de la dama acuden su confesor y dos sacerdotes más; estos gotosos e interesados varones destemplan el ánimo del confiado sobrino al alabar uno de ellos a la difunta viuda. Es aquí cuando se conjura una de las más punzantes denuncias que Miró ejecuta del clero. Frase clave es esta donde el panegírico levítico le recuerda a Sigüenza las oraciones dilatadas que los fariseos -malditos por Jesucristo- hacían «en las casas de las viudas para devorar la hacienda». La condena, huelga decirse, queda clara. A Sigüenza no le dejan siquiera las fabriqueras de la difunta.




«Sigüenza, el pastor y el cordero»

Como muchas de las narraciones primeras de Miró, esta adolece de una demasía en crueldad. El tiempo lento se mantiene por un igual a lo largo de todo el cuento, operando de tal manera sobre el lector que cuando este siente aproximarse el acto cruento y despiadado no puede hacer nada por evitar una revulsión. El narrador nos acerca paulatinamente a un sacrificio y nos lo hace presenciar con una detención que raya en grima. Igualmente, el relato se desvanece tan morosamente como había comenzado.

El cuento está compuesto de tres partes. La primera, prologal y descriptiva; la segunda, donde se halla el núcleo verdadero, y la conclusión, breve y amarga.

La parte inicial nos sitúa en una aldea de las sierras, lugar donde Sigüenza siente la intimidad de la Naturaleza. La descripción, resultado de la actitud contemplativa del caballero, es impresionista en su mayor parte. La humildad y el afecto con los cuales Sigüenza mira el paisaje hacen que este cobre atributos humanos inusitados y poéticos; una loma se convierte en «vientre generoso», la cañada ante sus ojos se le antoja «verdadero regazo». Este es el lugar donde confía hallar «sosiego y salud».

Si lo descrito es un exordium a la Naturaleza bella y compasiva, el relato propiamente dicho comienza al sernos reveladas las ansias del dueño de una masía por las lluvias otoñales. La espera de las aguas de otoño abre la narración; su advenimiento la cerrará en hábil recurso estructural. Hay momentos cuando la ternura de Sigüenza por el reino vegetal se manifiesta notablemente; ejemplo de ello son los esfuerzos hechos por este por desmoronar las porciones agrietadas y secas del terreno para que broten con más facilidad las florecillas nuevas. Tal sensitivismo aumenta a medida que se asciende en el orden de importancia en la escala de la Creación.

El autor ha elegido a un corderillo como víctima en su cuento. La selección conlleva todo el simbolismo judiaco-cristiano del sacrificio del Cordero Pascual. El corderito blanco, inmaculado de por sí, es la ofrenda que el pastor hace al dueño de la masía para que el resto de su rebaño pueda vivir y tenga de que comer. La primera vez que Sigüenza lo ve es todavía un cabritillo, salpicado de la sangre de recién nacido; la postrera, el cordero está cubierto de su propia sangre -Sigüenza lo ve casi nacer, y presencia su muerte. Quien mata al cordero es el propio pastor, ser ucrónico - «este nombre está verdaderamente fuera de todo tiempo; parece joven y parece viejo»- cuya crueldad la sanciona la tradición.

La inmolación estremecedora tiene lugar en la segunda parte. Bastaría con que el pastor degollase a su propia oveja para encoger el ánimo de cualquier lector; sin embargo, Miró, en su empeño por dilatar la catarsis, prosigue en su aguafuerte sanguinolento y atroz. Conmueve la mezcla de dureza de corazón por parte del pastor y la suave inocencia con la cual la víctima lame los barreños que recibirán su propia sangre y entrega el pescozuelo al cuchillo oxidado de su amo. Una vez degollada la res, Sigüenza, anonadado por el espectáculo acabado de presenciar, siente cómo su ánimo se abate aún más al ver el juego de unos niños que golpean, gritando, la piel hinchada del cuerpo exangüe. A esta negación de la inocencia infantil corresponde una autorrealización inquietante en la sección final.

En esta que comienza con palabras halladas en la primera parte -«Pastor, ¿qué hará el tiempo?»- y termina con la venida de las lluvias, Sigüenza se da cuenta de que no puede culpar a nadie porque él mismo acabó siendo partícipe del sacrificio, al comer del cordero. No obstante, por haber conllevado del sufrimiento de la víctima y haber llegado a tal autognosis, Sigüenza ha comulgado con la Naturaleza -jamás íntimo gozo. El corderillo, muerto en otoño, no muere a destiempo, pues toda comunión alude a un sacrificio; con ella concluye esta parodia distante del Cordero Pascual.




«De los balcones y portales»

En el último de los tempranos relatos Sigüenza camina en jumento por paisajes que recuerdan los lugares de Parcent: «Era un valle hondo y muy feraz...». La impresión de sequía y campos de erial cobran vigor al anunciarse un contraste a lo yermo: «una fuente de seis canos muy abundantes». Simboliza esta fuente el oasis que Sigüenza acaba de encontrar y el acogimiento del cual podrá disfrutar en descanso de su vagar por lugares inhóspitos.

El héroe se aposenta en la casona de dos hermanas solteras; mujeres ricas, pero con sus faltas. Las damas han velado el paisaje circundante a su casa: puertas y balcones ostentan gruesos lienzos. Ellas se sientan de espaldas al panorama. Y he aquí que, para no reprender a sus huéspedes, Sigüenza urde una parábola. Aunque en ella figuran estas dos viejas señoras, puede considerársela como parábola por tener la naturaleza del exemplum, dotada de comentario y moraleja por parte del autor. En esta ecfrasis una doncella se acerca a la más vieja de las hermanas, le dice algo en voz queda y entonces la dama le da de un tarro de miel que tenía bajo llave, no sin antes haber vuelto parte de la ración dada a la vasija, que vuelve a encerrar «fieramente». Así el autor nos señala la mezquindad de la vieja.

El hermetismo y la estrechez de las solteronas resultan de su existencia cerrada, ciega al pueblo y a los alrededores que por poco que ofrezcan siempre serán umbrales de la imaginación. Ciega es su vida porque «balcones», «portales» y «solanas» son los ojos de cada casa. Sigüenza tiene el balcón de su aposento, que da al mar, abierto; desde él comtempla las gaviotas que vuelan libres en el ámbito celeste; «como si quisieran consolarle», estas aves se posan, humildes, del surcar por los aires. El caballero ve en ellas una «sabia lección» de modestia, al igual que en «Los almendros y el acanto» había traslucido del almendro una muestra de la resignación y de los sacrificios que son menester antes de lograr uno el alcance del bien deseado. Para Sigüenza el hombre será tanto más criatura de Dios y digno de amor cuanta más capacidad tenga para amar la obra de su creador en la cual vive. La escatología del hombre reside, según Miró, en la Naturaleza, por su pureza, perfección y carencia de protervia, tan frecuente en el ser humano. A estas dos viejas señoras las compadece, pues sabe que quien es incapaz de aprender de la Naturaleza, al no dejarle entrada en su aposento, no podrá hacerlo de nadie.




«Un envidiado caballero»

Principia este cuento como algunos otros, con descripciones sensuales del paisaje levantino, pero desiguales a cualquiera de las otras, pues el paisaje miroriano nunca se repite. Cada visión de él es distinta, no precisamente porque el paisaje levantino sea tan variado, que lo es, sino porque lo que Miró describe o presenta no es tan importante como lo que ve. Lo que nos ofrece es una impresión vivificada por sus sentidos de lo que contempla. Así, en el primer párrafo, se nos habla del «cansancio y dolor» de la carne de Sigüenza, que resulta de su avidez incansable de absorber todo cuanto el huerto alicantino le ofrece. Las fragancias, las frondosidades oscuras, los frutales «fecundos», todo hiere suavemente al hiperestésico Sigüenza que anhela anonadarse en una comunión con la Naturaleza. Su dolor es grato, causa gozo y no sufrimiento. Muestra Sigüenza el alcance de su dicha al contrastar su suerte con los vecinos de Altea, por donde pasa henchido de este embeleso. Ve a sus hombres, viejos, tullidos, desgraciados en la juventud así como en la vejez, enfermos de cuerpo y de mente, seres que nada saben esperar de sus tierras y que nunca podrán disfrutar de ellas.

Sigüenza camina a la hacienda de un lugareño llamado don Luis, nombre de bienes admirado por «los hacendados del lugar», que espera su visita aquella tarde plácida. Una duda cruza por la mente del caballero, al apretar las manos del anfitrión, de si este es en verdad un «venturoso varón» del Levante. El lector está, pues, de sobreaviso. En adelante la ironía insinuadora y sutil de Miró denunciará cuán equívoco es el rótulo de «envidiado caballero». El huésped, padre de tres hijos, casado con mujer ejemplar, propietario acomodado y poseedor de gozosa salud, no es digno de ser envidiado sino en potencia. Don Luis vive una soledad triste, abandonado de mujer e hijos, que corren mundo desde hace años, escuchando las celebraciones amables de amigos y oyendo discos de la voz de su hija. Incapaz de gozar de sus campos y huertos, él asiente apesadumbrado a las alabanzas de que su suerte le prodigan quienes, sin saberla, se la envidian.

Sigüenza, entre tanto, que nada posee, tiene más que nadie. Es dueño de cuanto ve, pues siente entrañablemente el pulso marcador de los días en el paisaje suyo, que son propiedades ajenas.




«Plática que tuvo Sigüenza con un capellán»

Al comenzar la lectura percibimos un vaivén gnoseológico surgido del argumento entre un seglar, Sigüenza, y un eclesiástico. Aquél, al ver dos palomos picoteando fachendosos por la acera, los considera vanidosos y ufanos. El autor omnisciente, anticipando la aparición del próximo personaje, compara los palomos con «dos gruesos canónigos... soleándose pacíficamente».

El capellán comparece quejándose de la ausencia de paz en España, con lo cual cita a Fernando del Pulgar, quien considera la condición hispánica «inquieta de natura». Sigüenza le responde que semejante condición es propia del resto del orbe, y dependiente de un «hecho» fuera de su volición. Se detiene aquí la «plática» y ambos personajes miran al grupo de animalitos formado por los palomos y unas aves de corral que disfrutan tranquilamente de la hierba apetitosa. La visión de un cuadro tan plácido evoca del presbítero el comentario tan frecuente en las páginas de Miró. Haciendo hincapié en la obra de Fray Luis de Granada, Introducción al símbolo de la Fe, el capellán repite lo que nuestro autor tantas veces ha pretendido: el hombre debe aprender de los ejemplos que, como «libro inmenso» (Luis de Granada), le brinda la Naturaleza. Inflamado el espíritu del buen hombre por sus propias palabras -«Descanso un instante»-, cuenta cómo en sus lejanas andanzas de soldado había elevado los ojos al cielo, en un atardecer, tras la lucha del día, lamentando lo vano de las guerras.

Su calurosa proclama se halla de súbito interrumpida por un alboroto tremendo levantado afuera. El descubrimiento de un gusano «muerto» había despertado en los animales el «hecho» noluntario mentado por Sigüenza. Según el protagonista, el suceso es, asimismo, digno del «libro de la Naturaleza», ya que la correspondencia de proceder entre nombres y animales es obviamente estrechísima -el «hecho ciego» los acucia a los dos. A la objeción de «filosofías y blasfemias» por parte del sacerdote, Sigüenza replica que su lamento al cielo en su juventud de soldado y guerras había sido proferido tan solo después de haber dado muerte al prójimo.

El cuento es interesante por el sesgo que toma en lo que a estos animales se refiere. Tanto la actitud de veneración a la Naturaleza como su sanfranciscanismo para con los animales -recuérdese al corderillo de «Sigüenza, el pastor y el cordero»- han desaparecido. Sin embargo, si retrocedemos a Del vivir, se verá como en el capítulo VIII las aves de corral se comportan cruelmente hasta con uno de los suyos, privándole del sustento y del sueño. En ambos casos se trata de animales domésticos, los más cercanos al hombre; que viven aledaños a su casa en corrales erigidos por él y, por lo tanto, siempre actuarán a su semejanza. En cuanto a la actitud mironiana de la Creación, que puede parecer irónica en este episodio, no ha cambiado fundamentalmente. Miró tiene que admitir la existencia de lo malsano anejo a lo bueno en el libro de la Naturaleza, pero en ella seguirán residiendo las cualidades y los atributos más admirables para la enseñanza del hombre.




«Sigüenza, los peluqueros y la muerte»

Los temas del primer fragmento de este capítulo son el origen de la costumbre del corte de pelo en España, y las penas a las cuales se sometía a los peluqueros y a sus parroquianos. Nada tiene todo ello de particular, a excepción de lo curioso de la narración, poblada de citas de antaño. El cruce de pasado y presente ocurre en Barcelona, donde tanto el Emperador Carlos V como Sigüenza se cortaron el cabello. Sigüenza hace el papel del apocado aldeano que en la vida ha visitado un establecimiento de tanto postín. A costa suya se regocija el narrador, por ejemplo cuando el respaldo del sillón de barbería se hunde inesperadamente hacia atrás, y el pobre Sigüenza cree venirse al suelo. El salón representa para el protagonista cuanto constituye lo que otros llaman «progreso», y que él siempre ha desdeñado.

Un narrador omnisciente relata lo que a continuación sobreviene al personaje. A este, acomodado en el sillón, se le arropa con la lencería propia de la barbería, si bien el narrador trastoca estos lienzos por ropajes hieráticos. La impresión revelada por Miró es que a Sigüenza lo visten para celebrar funciones eclesiásticas -el alzacuello, humeral, «amito»-, idea que el personaje sostiene al invocar al Señor y a su alma y, cuando el peluquero le dirige una pregunta, lo hace «con mucha reverencia». No cabe duda que la superposición de esta visión demiúrgica confiere a la escena costumbrista un tono de reproche. Cuando el curso de un servicio alcanza el extremo de parodiar las funciones ornamentales desempeñadas por un eclesiástico, que asustan a un provinciano y que, no obstante, no son censuradas por el reino como lo habían sido por muchos menos, entonces es hora de abandonar toda artificiosidad y pretensión de tramoya para volver a la justa medida aristotélica.

En antilogía se nos presenta la vida de un humilde barbero de provincia que acude al domicilio de su clientela, a quien tutea cariñosamente. Es un viejecito que siente la muerte cada vez que pierde un parroquiano, ya a la ciudad o bien a la misma parca. Cuando Sigüenza le hace saber su marcha a la capital, el anciano tiembla; para él, cada cambio mayor de su vida avanzada equivale a morir un poquito. Con la ausencia de cada uno de sus abonados el barbero pierde un poco de sí en las memorias que ya no podrá resucitar. Se muere a pocos, y Sigüenza mismo por un instante se cree finado al caer en la cuenta de que para el viejo barbero una porción de su vida -la que lo incluye a él- cesará de existir, una vez que prescinda de sus servicios.

Este concepto de muerte está directamente relacionado con la antítesis manifestada por los dos tipos de barberos. El urbano, cuyo establecimiento es verdadero salón, se ocupa de complacer al cliente con lociones, masajes y ungüentos, pero sin llegar a conocerlo, pues la única vida de que este sabe es el breve espacio ocupado en la tonsura. El barbero lugareño trata al parroquiano con la confianza de un viejo conocido y no se ocupa tanto de su comodidad o despacho como se preocupa de la vida de este, que él, en pequeña medida, comparte al verlo durante intervalos regulares. El peluquero de la ciudad necesita de fruslerías y tarros de pomadas para hacerse con la clientela, mientras que el humilde barbero va de casa en casa sirviendo a los suyos. El primero está con el parroquiano media hora escasa; el segundo convive un cierto tiempo indeterminado, rellenando el vacío que retrocede a su visita anterior. Es así como el viejo barbero de Sigüenza ve perderse una porción querida de su existencia, parte íntegra de sus horas y de sus años.




«Campos de Tarragona»

El paisaje tarraconense que Sigüenza contempla por la ventanilla del tren es totalmente azul. Nos encontramos con que la actual visión impresionista mironiana es una masa de matices del mismo color o de otros colores contenidos en él, como el verde, o la «blancura rubia» (amarillo) y el «oro pálido». A pesar de pertenecer a la gama ciánica, el azul de los «campos de Tarragona» es un color fresco e intenso que infunde vigor a cuanto tiñe: «azul en la encendida tierra», «lumbre azul», «campos exultantes, jugosos y embebidos de azul». La amplitud de su extensión lo conduce a fusionar las dos grandes superficies azules, la celeste y la marina, que Miró llama «los eternos confines azules».

La segunda mitad de la narración, aunque no abandona el tema del panorama, la supedita a un lance en el cual juega un papel elevado, pero en pasividad. La parada del tren en que viajan Sigüenza y «un amigo de pulido espíritu» les permite apearse y mirar de cerca la Naturaleza que ha estado contemplando detrás del cristal de las ventanillas. Las fragancias de las flores, que hasta ahora no habían podido aspirar, sugieren al amigo la festividad del día de Corpus. Sigüenza en seguida se imagina el olor del Corpus alicantino -«rosas encarnadas, calientes»- y pronuncia la palabra, cuya fiesta conmemora la institución de la Eucaristía, con degustación, pues le sabe a aromas de incienso y flores. Su fascinación es tal que el perfume ingénito, para él, en el vocablo le brinda «tristezas y alegrías». La palabra mironiana es realidad vicaria.

En la estación sube un muchacho joven a quien dice adiós una anciana después de haberlo encargado al «recadero». El muchacho, que ha de «hacerse nombre» en Barcelona, contempla con vehemencia la tierra de su niñez y alterna esta visión con la imagen de la viejecita que lo acompañó hasta el andén. El silbato de partida es una estridencia que tala el ligamen de todavía otro ser con su circunstancia natural. El mozo se aleja de su microcosmos sencillo y bien amado, para adentrarse en un mundo desconocido y cruel en el cual «hacerse hombre». Y ¿para que?, piensa Sigüenza, si cuando vuelva no querrá ya permanecer y «habrá ya muerto la viejecita».






La ciudad

El título de esta sección lo es también de su último capítulo. De todos ellos, menos del tercero, se desprende una sensación de hastío y desilusión hacia la metrópolis que no ofrece a la vista del héroe el descanso hallado en campos y huertos. En estos capítulos hay una vehemencia cansina que ansía por librarse del encarcelamiento metropolitano. «La fruta y la dicha», el tercero, rehúye totalmente la ubicación en la ciudad y divaga por un microcosmos campestre y libre, pero imaginario. El resto de los capítulos, aunque se ocupan del tema ciudad, encierran minúsculos toques rurales que dan fe a la acostumbrada alabanza de aldea y menosprecio de corte mironianas.


«Razón y virtudes de muertos»

Este es el relato de carácter más filosófico de todo el Libro. Inspirado por un experimenta de un médico de Chicago que cree poder sanar la vesania con células de difuntos cuerdos, el escrito es de índole imaginativa. La expresión de Miró es de sentimientos y no de ideas.

Dos conceptos son los que el autor desarrolla en el breve ensayo: la muerte y la locura. La muerte representa la pérdida de la conciencia, así como la destrucción celular de las vísceras; la locura, sencillamente, la pérdida de la conciencia individual. Ambos procesos equivalen a la aniquilación de la personalidad humana, y mientras que el primero es inevitable, el segundo acaso tenga remedio. Sigüenza se encuentra con que la muerte ofrece posible remedio a la insania. Según Miró, el nombre vive contento al tener conciencia de sí mismo. El hombre se empeña en su integridad como individuo, por lo cual debe conocerse, ser sincero y amarse a sí mismo. El único bálsamo para su congoja existencial -pues muerte conlleva inmortalidad- es tener conciencia de su existir. Está bien, pues, que se idee una cura para la vesania, porque ello implica recobrar la razón de ser. Ahora bien, el método con el cual se alcanza este fin acaso ofrezca un peligro alarmante.

Al proponerse el cirujano estadounidense injertar en el cuerpo desquiciado células de un cadáver sano de razón, surge un dilema par: la erección del taumaturgo y el cambio de la personalidad. Si puede sanarse al loco suministrándole razón, ¿no se podrá, algún día, injertarle unas células que lo hagan bondadoso, malicioso, criminal o de cualquier otro sello distintivo?

Aunque Sigüenza no deja de maravillarse, y temer, al poder científico, para él la segunda consecuencia es de mayor cuidado. Cuando se le confieren tanto virtudes como vicios a un ser humano, su personalidad no deja de alterarse -ese hombre perderá su conciencia en otro. El anonadamiento de un individuo en la personalidad de un semejante aterra al protagonista, ya que si uno se hace otra persona -al dejar de ser uno uno mismo-, entonces pierde conciencia de ser. Con tal resultado hemos dado una vuelta completa y nos encontramos nuevamente con la locura, aquella clase de muerte que había creído el de Chicago remediable.

Por su parte, Sigüenza ironiza que, de vivir en el futuro, quizá le tuviesen que vacunar con una dosis de mediocridad con el fin de inducirlo a trabajar laboriosamente en un ayuntamiento.




«La aldea en la ciudad»

La narración es fruto de un día distinto en la rutina de Sigüenza, el oficinista. La monotonía de sus travesías matutinas en tranvía a su escritorio se rompe con la presencia de un cura de misa y olla.

Una primera parte cuenta cómo sobresale la persona del capellán aldeano en la ciudad; su retrato físico tiene lugar en el tiempo actual de la narración. Sigüenza observa la sencillez rural que encarna este hombre en su sotana arrugada, su timidez en el gesto apurado al estirar el alzacuello y la actualización del pasado en su reloj de bolsillo, grueso, ruidoso, y en el paraguas que porta en un día del mes de junio.

A continuación la narración sufre un anacoluto. Sigüenza seguramente se ha sentado junto al presbítero y este le relata el porqué de su venida. Se trata de un flashback que recoge la escena anterior al comienzo del cuento. Al porte físico que del personaje nos ha dado el héroe-narrador, corresponde la representación moral que la relación del eclesiástico mismo connota. Su vida pronto se ve que tiene mucho de semejante con la de Sigüenza; como la de este, es monótona y humilde; su carácter es tímido y apocado. Sin embargo, un buen día el cura sale de la aldea y se interna en la ciudad, rompiendo así la uniformidad de su vida. Ese mismo día otra vida altera su ritmo monótono: la de Sigüenza, como resultado de la anomalía en la propia. Dos existencias semejantes se cruzan.

Después de una vuelta momentánea al presente, la narración sufre una nueva dislocación temporal en una visión imaginativo-anticipatoria de Sigüenza. Este visualiza el fracaso del sacerdote en el Provisorato capitalicio y la decepción de los feligreses a su vuelta. La «futurización» de Sigüenza es acertada porque se sabe como el cura. Al proyectarse sobre la manera de proceder del alma gemela, sendas existencias quedan superpuestas en un significativo e idóneo sinfronismo.




«La fruta y la dicha»

Este relato sumamente poético carece en absoluto de acción. Es un divagar meditabundo surgido del enajenamiento de Sigüenza en un microcosmos que embriaga sus sentidos. La mezcla de tacto, color, olor y sabor de unos frutos maduros y copiosos impulsa el ánimo del personaje a una trayectoria que podrá convertirse en un plan de vida.

Las dos oraciones siguientes son paradigma del sensualismo de casi todas las paginas del Libro; ambas poseen la densidad del poema en su muestra de una sinestesia turbadora de los sentidos, y por eso merecen especial y detenida atención: A) «[...] cerezas, ya grandes, con un brillo tierno, jugoso y frío en su encendimiento de sangre y de brasa...»; B) «[...] esos albaricoques que huelen y saben a jardín romántico y a carne de mujer de una castidad tan melancólica y selecta que santificaría el mismo pecado...». En las dos frases el objeto descrito -cerezas y albaricoques- figura en primer lugar. Antilogías existen en las dos: frío, encendimiento y castidad, pecado; el paralelismo equilibrado de la comparación y el contraste no se le escapa a la estructuración cuidadosa de Miró; sin embargo, el valor poético de cada una es intrínseco. En la metáfora extendida de las cerezas aparecen nada menos que once sensaciones: grandes (tangible, visible), brillo (visible), tierno (táctil), jugoso (sápida), frío (táctil, térmica), encendimiento (cromática, táctil), brasa (térmica, táctil); muchas de ellas se complementan, brasa y encendimiento, pero otras se oponen violentamente, frío y encendimiento, por ejemplo, con lo cual el tropo crece en densidad y en potencia. El segundo juego metafórico, a pesar de estar colmado de invitaciones sensoriales, parecidas al anterior, descuella más bien por su disposición estructural. Tiene una arquitectura bimembre: huelen-saben, jardín-carne, melancólica-selecta, castidad-pecado. Todas estas subdivisiones se hallan comprendidas en dos grandes relaciones, jardín romántico y mujer romántica, ya que los atributos y símbolos que de ellas se nos ofrecen encierran todas las virtudes y antilogías de la imagen romántica femenina.

Sigüenza, presa de tal maelstrom sensorial, halla su ánimo arrebatado lejos de cualquier preocupación ordinaria, y, en un momento de emoción, pronuncia vehementemente las palabras «seamos dichosos», que no son sino una formulación a trasmano de su estado de ánimo. No obstante, hasta haberlas enunciado no está consciente de su elación; euforia que, declarada, da lugar a la metagoge en virtud de la cual Sigüenza se siente hermanado a la Naturaleza. Esta sensación, a la vez, resulta en la paz interior que le hace creer al héroe que posee cuanto contempla del paisaje de manera más completa e íntima que si fuese en realidad hacendado.

La propiedad en el sentido sigüencista significa convergencia anímica o sinfronismo total, que nada tiene que ver con legajos ni títulos de propiedad. Vemos, pues, cómo la acción catalítica de las sensaciones promueve un programa vital en el que la imaginación supera a la realidad.




«El discípulo amado»

Comienza el cuento con las mismas palabras de muchos Evangelios: «En aquel tiempo pasaba...», palabras que se repiten con una ligera variante al verificarse un cambio temporal: «[...] Y en aquel tiempo...». El tono bíblico queda establecido desde un primer momento y continuará hasta el desenlace final. La solemnidad narrativa la establece el autor por dos caminos. El primero consiste en la depuración total del vocabulario para que incluya vocablos religiosos no ya por casualidad, sino adrede. Existe en Miró un esfuerzo monumental por emplear una selección de palabras idóneas al tema en cuestión; la lista es casi interminable: organista, ceremonias, catedral, pureza, campanas, basílica, alma, morado, venerable, retablos, piedad, domingos, austeramente, vanidades, desposorio, resignación, mansedumbre, toca, templo, pecado mortal, mundana, claustro, iglesia, mercaderes, túnica, pena, Israel, sacerdotes, coro, confesar, ornamentos, vasos de iglesia, eucarísticamente, custodias, cálices, navetas, albas, casullas, cererías, místicas, candelas, exvotos, bulas, hostias, capilla, religiosa, celestial, Dios, cristiana, profana, imágenes, paz, oratorio, monjas, virgen, Santa Cecilia, éxtasis, bienaventurada, Asunción, gloriosas, beata, de hinojos, Jesús, corazón de llamas, Santa Catalina, luto, encajes, mesa del Señor, corona, nimbo, cándida lumbre, escogidos, tapiz, discípulos, mártires, arcángeles, doncellas, cielo, castísima, devotas, espíritu, piadosas, estatuario, misericordia, divino, Maestro, Infinito, Verbo, Evangelista, dolores, santidad, Juan, capellán, penitencia, sacerdote, Bendito, parroquia, júbilo.

La otra manera de establecer solemnidad es la descripción morosa de lugares y objetos, de por sí graves, o bien de plasticismo apagado y tenue. La mezcla de ambos métodos da lugar a un ambiente hierático y embargador, singularmente para Sigüenza. La circunstancia puede más que su carácter y lo anonada, convirtiéndolo en portavoz que transforma cuanto ve en cuanto siente.

Inmiscuida en la porción inicial del cuento aparece la crítica de la desobediencia de los jóvenes para con sus mayores. Se presencian ejemplos del dolor de madre y de la avaricia y el desamor de los sobrinos hacia los tíos adinerados sin progenie, desfortunios ubicados en el sector viejo de la ciudad donde todavía moran algunas familias de rancia estirpe. Sigüenza siempre ha mostrado su predilección por el lugar recogido y apacible. Es un ambiente todo él levítico, formado por sombras catedralicias. Si vetustas calles mal adoquinadas, una tienda de artículos de iglesia, una cerería, una librería religiosa y el taller imaginero. En este último se desenvuelve el drama primordial.

El taller imaginero significa la vuelta al pasado, contraste sopuntado por el automóvil que atraviesa la calle momentos antes; tiempo de artesanos cuando el hombre vivía cerca de la Naturaleza (la madera labrada), de su religión (las imágenes talladas) y de sus congéneres (la existencia del gremio). En este taller particular, además de ser vivencia anacrónica, florece algo aún más extraordinario, porque sobrevive en él un redrotiempo muy especial -el bíblico. El imaginero, un artesano viejo y paternal, tiene por único nombre el de «maestro». Sus hijas, «dos doncellas pálidas, delgadas, vestidas de luto», poseen la semblanza de dos vírgenes de las Sagradas Escrituras; pueden ser cualesquiera de las hermanas evangélicas, como Marta y María. Los aprendices del anciano reciben el nombre colectivo de «discípulos». Uno de ellos, el más querido del «maestro», se llama Juan, como el Evangelista.

Hay un lapso de tiempo después de lo que antecede, introducido por las palabras: «[...] Y en aquel tiempo». Juan, el discípulo querido, ha marchado a países lejanos, pero tras si deja su obra maestra, en la cual reside mucho de su persona. Juan talló una imagen de San Juan el Evangelista en actitud venerante a Jesús Maestro. Aquí se realiza una simbiosis real-sobrenatural, pues así como Dios creó al hombre a su imagen, Juan hace la talla del Evangelista a imagen suya.

El que una beata le compre a la parroquia de su confesor la imagen en penitencia de sus pecados, es ajeno a lo dicho en cierto modo. La única significación es el resultado de tal desenlace -la falta de la imagen a las doncellas hijas del imaginero. El amor que ambas hermanas sentían por Juan al fin las une en su dolor, dolor que Juan el Evangelista y sus hermanos sintieron el día que el Maestro los dejó solos en su Ascensión al Cielo. El Maestro abandonara a Juan; ahora este ha marchado lejos, a Italia, Alemania, dejando solas a estas dos almas.

Es de notar, como observación final, el empleo del verbo «agarrar» -derivado de garra, pata de unas corvas. Una mirada al cuento anterior nos revela lo que el autor siente con respecto a esta palabra: «Agarran los que no son más que eso: amos, amos de dinero, de haciendas, de insignias, de heroicidades, de amor, de vidas. Y éstos son los que menos poseen: son propietarios». Esto es precisamente lo que hace la señora que merca la imagen para su confesor.




«La ciudad»

Este capítulo es un panegírico falso a la capital. Sus dos partes principian con los vocablos «Algunas mañanas...» y «[...] Y otras mañanas...», respectivamente. La actitud sincera del autor impide una alabanza franca a la urbe cada vez que se deja llevar por su inspiración. De ahí que haya renovados intentos por crear un encarecimiento cívico; éstos, sin embargo, son brevísimos; una evasión pronta da lugar a las quejas proferidas por el paisajista Sigüenza.

«Algunas mañanas...» inicia el bosquejo de un ambiente que le roba no solo identidad, sino hasta espacio al nombre. La visión sigüencista de la ciudad es de un confín inhóspito, sofocante y aplanador que se basta a sí mismo en autosuficiencia. De súbito, el silbido de un tren despierta en Sigüenza una lámina rural, y el autor se desvía del tema urbano.

Sigüenza piensa en la mujer, en las mujeres que viajan en tren, en conexión con su belleza natural. La beldad femenina comporta, para él, un ligamen con el paisaje. Una mujer será tanto más encantadora cuanto más haya sido agraciada por la Naturaleza. Lejos de ser esto una tautología («Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...»), el autor insiste en la armonía de su apariencia, semejanza esta con el paisaje mesurado y pulcro, y no con el adorno superficial de subterfugio. La visión concluye repentinamente al oírse de nuevo el pitido del tren. Esta escena imaginaria ha durado, pues, segundos escasos. El recurso ha sido empleado magistralmente; la correspondencia circunstancia exterior-fantasía interior es de una exactitud medida.

Continúa brevemente la deshumanización del hombre por su obra -la ciudad-, una vez concluido el ensueño, y se entra en la parte que lee: «[...] Y otras mañanas...». Al iniciarse aquí una visión amable de la metrópolis, esta cobra atributos campales de suavidad, luz, armonía y el gran don del paisaje: los años. La encarnación del tiempo y de la Naturaleza es un viejo tendero, «mercader» de yerbas, raíces y paliativos agrícolas, que sobrevive sin saberse cómo en el corazón de la capital.

Un párrafo de esta intención bondadosa hacia la ciudad contiene, en pequeñas proporciones, toda la expresión del arte mironiano. «Hay un balcón entreabierto. Un balcón abierto del todo quizá fuese de una llaneza demasiado vulgar o de un ansia desdichada de oreo, como si hubiera habido un cadáver en la estancia». La distinción de apertura lo es todo; Miró jamás desnuda lo que nos muestra. Su arte sugiere, evoca, insinúa e incita al sujeto al cual alude. El autor no nos retrata lo que tiene ante sus ojos, sino la impresión repentina, fugaz y momentánea de cuanto mira. La alusión al «cadáver» es clara; el mostrar algo en su total desnudez es matarlo, despojarlo de posibles arcanos adivinados por cada lector individual.

Sigüenza, al cesar sus quimeras paisajísticas, se halla de nuevo sepultado en espacios de cemento, cristal y humo. La ciudad es la realidad que lo apresa; el paisaje es la fantasía que lo desencarcela.






Argüelles

La última sección del Libro, la quinta, es asimismo la más corta. Tiene solamente dos capítulos, escritos después de la publicación de la primera edición. Ambos tienen lugar en Madrid, de manera que la actitud del autor no ha variado significativamente de la penúltima sección. La vida en la capital ofrece razones contadas para recreo del espíritu acostumbrado a los campos abiertos -el telurismo es la savia del personaje mironiano. En la gran ciudad el héroe hará por ver, en el mundo caótico y moderno, dejes y vislumbres de lo que ha dejado atrás. La necesidad lo obliga al ensueño y al recuerdo, al igual que en otro tiempo la Naturaleza incitaba su imaginación a la fantasía.


«Simulaciones (Llegada a Madrid)»

El relato es en su mayor parte un monodiálogo de Sigüenza. El autor interviene con su voz de interlocutor una vez para puntuar la relación de su personaje, tan íntima y próxima a sí. El tren en el cual llega Sigüenza a la estación del Norte es el primer motivo de su fantaseo evasivo. Al enfrentarse con la realidad hiriente de la estación, él recurre a su única salvación -la fantasía-, y entonces el pitido de las locomotoras lo transportan a la región del más atrás, a los confines catedralicios donde el sonido metalúrgico se confunde con las tonadas gregorianas de música de armonios. Pese a este esfuerzo de evasión, no es capaz de mantener el sortilegio al verse inmerso en un ámbito que lo pierde, empequeñeciéndolo con su magnitud.

Se pasa entonces de una dimensión sónica a otra pictórica. Un párrafo larguísimo desdibuja el cuadro que Sigüenza se figura de Madrid, simbolizado por el barrio de Argüelles. Es una visión vertiginosa en la cual las impresiones se suceden ininterrumpidamente sin el auxilio de verbos, en una composición asindética, que no describe en sus oraciones nominales, sino que acumula decenas de piececitas que a guisa de mosaico equivalen a los puntos integradores de la pintura impresionista. La visión es tan acelerada, tan desordenada y, sin embargo, tan completa, que el autor mismo tiene que detener al atropellado narrador gritándole: «¡Sigüenza, todo lo sabes!».

El relato experimenta un cambio de módulo tras esta exclamación, interiorizándose de manera que, en adelante, el lector notará cuanto Sigüenza siente y no ya lo que oye o ve. El primer disloque sufrido por el personaje en Madrid es el del latido de su sangre y el ritmo del cronómetro. La disparidad entre ambos pulsos es tal que el pobre Sigüenza se halla preso de una congoja aniquilante, cuando al fin se le para el reloj y el buen hombre recobra el acostumbrado paso lento de su vivir. Este tropiezo del agobio del tiempo, que no había sentido antes, es una muestra nueva del bien perdido, lamento del locus amoenus abandonado en la provincia.




«La nena de la tos ferina»

La narración última del Libro de Sigüenza sorprende un tanto al estudioso de Miró, dado el final semiesperanzado en que concluye. Esto no quiere decir que la conclusión sea feliz; no lo es. Para el autor la alegría nunca es total, pero este cuento se aproxima a la venturanza; la excepción es ese Sigüenza para quien toda dicha encubre un pesar.

El caballero es partícipe anímico en la palingenesia de una criatura gravemente enferma cuyas ïlusiones y esperanzas consabe. El sentimiento de postración y dolor lo consigue Miró acerbando lo teratológico del mal. En efecto, es como si la niña estuviese poseída de su enfermedad, demonio maligno que la abate a su voluntad. La criatura viste, metafóricamente, el hábito de una penitente la primera vez que se la ve: «[...] cabellera de mies..., una boca larga y morada como una herida». Solo vemos su cabeza y, como símbolo, es suficiente. Tanto los colores, el gualda y el morado, como la mención de «herida», parecen anejar el padecimiento de la niña con los espíritus satánicos de las almas de ciertas doncellas bíblicas, curables solo por la gracia de Dios.

La enfermedad adquiere un cariz bestial de noche y en ojos de Sigüenza. Los «aullidos de ahogo» conjuran visiones de «unas... que se hincan..., para resistir desesperadamente», y de «fauces», imágenes de suplicio adueñadas del cuerpo frágil. Esta impresión cruel y monstruosa que se nos quiere presentar del mal, la aviva el autor al situar el aposento de la niña en el último piso de la casa donde vive Sigüenza, ubicada cabalmente enfrente de un caserón, cuya planta alta tiene por habitantes «cuatro águilas de fundición», con «picos de monstruo» que le devuelven las toses en ecos convulsivos y espasmódicos.

Sigüenza, indeciso de naturaleza, no sabe si la criatura sanará o no, pero al presenciar la escena en la cual dos comadres mienten y desmienten su gravedad, casi está seguro de su muerte, alucinado una vez más por los ecos de las figuras «horrendas». Pasa un día y el caballero despierta por un cencerro de buey, que a él se le antoja «esquila» portadora de visiones rurales. En un estado de duermevela el héroe huele y oye árboles frondosos, cuando en realidad no son más que una yunta de bueyes cargados de materiales para una obra cercana. Se unen un espíritu y un cuerpo enfermizos -Sigüenza y la niña- y los dos miran la labor de los animales y el carretero, pero ven algo muy distinto y alejado del solar de obras. Son almas afines que forjan su realidad propia con un mínimo de la realidad cotidiana. En los bueyes ven la Naturaleza, su dulzura, su fuerza, su asiduidad y su servidumbre al hombre. Sigüenza nota que en el lapso de la contemplación la niña no ha tosido, y cree que acaso se cure por su sinfronismo con la Naturaleza, y quizá hasta porque él ha sufrido por ella y con ella.

Días más tarde, al llegar el héroe de una ausencia, oye el silencio de la noche y duda si «habrá muerto la nena». Al saber que ha sanado siente un escozor dulce-amargo del bien en su falta, pues él se había creído redentor en el renacimiento de la niña. Ahora el cese del sufrimiento suyo es causa del que aflige a su Salvador.





*  *  *

El epílogo del Libro de Sigüenza es un apartado diminuto del último capítulo. Ese haz de renglones es contrapeso de la «Página preliminar»; la despedida del protagonista, primero del ambiente ciudadano, simbolizado por un cuadro de rieles y locomotoras, y, además, del lector. Sigüenza acaba por abandonar la capital, y se va a vivir a su provincia, al locus amoenus ansiado durante veinte años. La salida de la ciudad se origina en este epílogo; su llegada al campo la veremos realizada en la obra Años y leguas. Actualmente Sigüenza mira hacia atrás y lo único que ve de la metrópolis es la estación ferroviaria. En su mirada hacia el futuro envisiona una vigencia grata y prolongada en medio de naturales paisajes campestres. Es la afirmación final del menosprecio de corte.

A esta visión se agregan las palabras evangélicas, nacidas de la contemplación de los pájaros que, sin siembra ni preocupación, siempre tienen de que corner, cuidado que les prodigó su Padre Celestial. Así concluye la obra con los mismos vocablos en que había comenzado, composición circular sugeridora del ciclo de la renovación y periocidad eternas.








Bibliografía


Ediciones

  • Libro de Sigüenza. Barcelona: Ed. E. Doménech (1917), 324 pp.
  • Libro de Sigüenza, vol. 6 de Obras Completas de Gabriel Miró. Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, 1927, 270 pp. Segunda, 1938, 235 pp.
  • Libro de Sigüenza. Introducción de Pedro Salinas. Edición Conmemorativa, vol. 7. Barcelona: Altés, 1936, XXI-259 pp.
  • Libro de Sigüenza. Buenos Aires: Editorial Losada («Biblioteca Contemporánea», número 246), 1938, 175 pp. ; 2.ª ed., 1940; 3.ª ed., 1943; 4ª ed., 1953; 5ª ed., 1957; 6.ª ed., 1962.
  • Libro de Sigüenza. En Gabriel Miró. Obras Completas. Introducción de Clemencia Miró. Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, 1943, pp. 565-661; 2.ª ed., 1949; 3.ª ed., 1953; 4.ª ed., 1961; 5.ª ed., 1969.
  • Libro de Sigüenza. Introducción de Vicente Ramos. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1969, 200 pp.
  • Libro de Sigüenza. Introducción de José Mas. Madrid: Taurus Ediciones, 1983, 277 pp.



Bibliografía selecta

  • CARPINTERO, Heliodoro. «Perfil humano de Gabriel Miró», Ínsula, núm. 135 y núms. 138139 (febrero y mayo-junio de 1958).
  • ——. «Sigüenza, en la vida y en la obra de Gabriel Miró». Critical Essays on Gabriel Miró. Lincoln, Nebraska: SSSAS, 1979.
  • GUILLÉN, Jorge. «Lenguaje suficiente: Gabriel Miró», en su Lenguaje y poesía. Madrid: Alianza Editorial, 1969.
  • GULLÓN, Ricardo. La novela lírica. Madrid: Cátedra, 1984.
  • JOHNSON, Roberta. Elser y la palabra en Gabriel Miró. Madrid: Editorial Fundamentos, 1985.
  • KING, Edmund, L. «Gabriel Miró y "el mundo según es"». Papeles de Son Armadans, n.º 62 (mayo de 1962), pp. 121-142.
  • ——. Introducción a su ed. de Gabriel Miró, Sigüenza y el Mirador Azul y Prosas de «El Íbero». Madrid: Ediciones De la Torre, 1982.
  • LANDEIRA, Ricardo L. An Annotated Bibliography of Gabriel Miró (1900-1979). Lincoln: Society of Spanish and Spanish American Studies, 1978.
  • ——. Ed. Critical Essays on Gabriel Miró . Lincoln: Society of Spanish and Spanish American Studies, 1979.
  • ——. Gabriel Miró: Trilogía de Sigüenza. Chapel Hill: Ediciones de Hispanófila (Vol. 21), 1972.
  • MACDONALD, Ian R., Gabriel Miró: Private Library and his Literary Background. Londres: Tamesis Books, 1975.
  • MILLER, Yvette E. La novelística de Gabriel Miró. Madrid: Ediciones y Distribuciones Códice, 1975.
  • RAMOS, Vicente. Gabriel Miró. Alicante: Instituto de Estudios Alicantinos, 1979.
  • —— El mundo de Gabriel Miró. Madrid: Gredos, 1970.
  • ROMÁN DEL CERRO, Juan L., y Emilio FELIU GARCÍA. «El modelo actancial en el Libro de Sigüenza: capítulos de la Historia de España». Homenaje a Gabriel Miró. Alicante: Publicaciones de la Caja de Ahorros Provincial, 1979.
  • RUBIA BARCIA, José. «La radical esencialidad de Sigüenza». Homenaje a Gabriel Miró. Alicante: Publicaciones de la Caja de Ahorros Provincial, 1979.
  • VAN PRAAG-CHANTRAINE, Jacqueline. Gabriel Miró ou le visage du Levant, terre d'Espagne. Paris: Nizet, 1969.
  • VILLANUEVA, Darío, ed. La novela lírica. Tomo I. Madrid: Taurus, 1983.
  • VIDAL, Raymond. Gabriel Miró. Le style. Les Moyeus d'expression. Bordeaux: Bibliothèque de l'École des Hautes Études Hispaniques, 1964.




 
Indice