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Introducción al estudio de «Cumandá», de Juan León Mera1

Ángel Esteban Porras del Campo





Cumandá es la primera novela ecuatoriana2. Algo tardía (1879) si atendemos al nacimiento de la narración larga en otros lugares de nuestra América, pero necesario punto de partida: con ella comienza un largo y fecundo recorrido en la ficción de este país, que llega a su culminación casi cien años más tarde, integrado en el amplio eco que la literatura escrita en la lengua de Cervantes, y escrita en Hispanoamérica, deja en el mundo entero mediado el siglo XX.

La importancia de este primer modelo narrativo no estriba únicamente en su carácter inaugural, sino también en haber sintetizado casi todos los temas que han tejido la historia ideológica interna del romanticismo hispanoamericano: el espíritu como expresión extrema de la sensibilidad, la recuperación del pasado en el tratamiento del problema indígena y la confluencia de razas, la categoría existencial y política que desarrolla el conflicto de la identidad nacional, la incorporación de la América Hispánica a los circuitos del capitalismo internacional, el dualismo de la naturaleza que exhibe su cara interior y exterior, y descansa sobre un dualismo más profundo, el de la naturaleza y la historia; la oposición sistemática, que pretende ser esclarecida, delimitando contornos precisos, entre providencia y destino, carne y espíritu, etnocentrismo y periferia, libertad y responsabilidad, igualdad esencial y diferencia accidental, autodeterminación y gobernabilidad, armonía y caos, pasión y voluntad, etc.


Toda la verdad sobre el buen salvaje

Para llegar al concepto del indio que los románticos desarrollaron en multitud de obras europeas y americanas conviene aludir al desarrollo de su imagen desde los primeros contactos entre las civilizaciones de ambos lados del Atlántico. El mito del buen salvaje no es una invención rousseauniana, sino una abstracción cuyos parámetros tienen vinculación con los primeros exploradores europeos. Del mismo modo, la visión del indígena como ser inferior al humano occidental, un bárbaro degenerado, es también una propuesta temprana: Oviedo llega a afirmar que la naturaleza del habitante de aquellos parajes no difiere demasiado de la de un animal común, y Buffon asegura que todas las especies animales americanas son netamente inferiores, incluyendo al indio, ya que el medio lo ha condicionado a través de la humedad, que ha provocado la falta de madurez. Los territorios indianos han evolucionado menos que los europeos porque allí la superficie terrestre es más joven, y todavía no se ha secado. La tesis de Buffon, expresada con vehemencia y sistematicidad en su Historia Natural de 1749, hunde sus raíces en los comentarios de conquistadores y colonizadores, aunque su origen no es tanto político, religioso o social como biológico, ya que parte de la base de que el medio físico es particularmente nocivo para el desarrollo de especies superiores, civilizadas, inteligentes3. A partir de ahí se creará en Europa una corriente de opinión que origina una larga polémica, cuando Montesquieu, favorecido por su prestigio y siguiendo la tendencia mecanicista que establece un nexo causal y una conexión necesaria y orgánica entre los seres vivos y su hábitat, propone en De l'esprit des lois (1749) que el clima determina las costumbres e incluso las mismas leyes de los pueblos, y por ende, en los lugares donde se disfruta de un clima cómodo, cálido y benigno, la civilización se deteriora hasta la indolencia y la pereza más corrosivas.

Dos décadas más tarde aparece la obra que culmina el proceso denigratorio contra la dignidad del indígena americano: De Pauw publica Recherches sur les americaines (1768), obra vituperada por la opinión pública española y por los jesuitas expulsados de los territorios americanos que se encontraban en Europa, pero que encontró un generoso eco en Francia y en la Europa calvinista. De Pauw centraba su argumentación en la corrupción de la naturaleza, debido a una serie de catástrofes naturales, como el diluvio que allí tuvo lugar, el cual, según Bacon, tuvo consecuencias irreparables. Apoyado en textos clásicos de los cronistas más conocidos, desempolvó De Pauw la antigua tesis aristotélica sobre la existencia de esclavos por naturaleza. Aristóteles, caído en desgracia en pleno Siglo de las Luces, arrinconado por racionalistas y sensualistas, es utilizado por heterodoxos y ortodoxos cuando conviene. Intereses coloniales, prejuicios raciales, leyenda negra que oculta el exterminio casi absoluto del indígena del norte y revancha ideológica protestante frente al mundo católico4 son algunos de los factores que explican esta actitud. Ahora bien, no faltan en el entorno hispánico autores que coinciden con los postulados de De Pauw, Raynal (Histoire philosophique et politique des établissements des Européens dans les deux Indes, 1770) o Robertson (History of America, 1777). En Ecuador existe un testimonio contemporáneo (1774) que acentúa si cabe el cariz peyorativo de las opiniones antiespañolas de los europeos. Francisco de Requena, en su Descripción de la Provincia de Guayaquil, no duda en confirmar:

El carácter de las gentes de esta ciudad, es semejante al de las demás de la provincia, que no saben aprovecharse de los bellos frutos [...] ni de una infinidad de cosas que producen estos terrenos y de los cuales podrían sacar muchas comodidades si se tomaran el trabajo de cogerlas [...]; es verdad que para esto no son propios los que nacen en temperamentos cálidos y suaves, porque les falta inclinación a los ejercicios penosos, apeteciendo más la quietud que la fortuna [...], y así aman la ociosidad y holgazanería5.



Son detalles que algunos teóricos del XIX no pasarán por alto cuando traten de descubrir las raíces de la identidad nacional, una vez conseguida la independencia. Sarmiento, en su obra capital Facundo (1845) sugiere una cierta inferioridad de las etnias autóctonas frente a las civilizadas europeas, y gran parte de los escritores gauchescos presentan al indio como un bárbaro ante el gaucho6. Incluso escritores indigenistas de principio del siglo XX, influenciados por el darwinismo social, el positivismo o el racismo de Gobineau, atribuyeron el retraso de las civilizaciones hispanoamericanas a una supuesta mala sangre que no sólo afecta a los indios, sino que se extiende a negros, mestizos, mulatos y zambos. Esta corriente puede rastrearse en obras como las de los argentinos Carlos Octavio Bunge (Nuestra América, 1903) y José Ingenieros (Sociología argentina, 1910), los bolivianos Alcides Arguedas (Pueblo enfermo, 1909 y Raza de bronce, 1919) y Nicomedes Antelo, los peruanos Francisco García Calderón (Las democracias latinas de América, 1913), Javier Prado y Mariano Cornejo (éste llegó a afirmar que la raza indígena es esencialmente débil de ánimo), o autores más tardíos como Homero Guglielmini (Temas existenciales, 1939), quien aplaude la evolución de la conquista de toda América por los europeos, porque la raza blanca, civilizada y verdaderamente humana ha vencido (sobre todo en Estados Unidos y Argentina) a las fuerzas telúricas y elementales, representadas por indios y negros7.

La tendencia contraria responde al conocido mito del buen salvaje, que es origen de una gran cantidad de novelas del XIX, incluida Cumandá, aunque en ésta la imagen del indio se encuentra algo más matizada. El problema de estas teorías estriba precisamente en la simplicidad de sus planteamientos. Son concepciones maniqueas de la cultura, la civilización, la raza y los efectos de un determinado ambiente físico y social sobre el hombre. Defensores a ultranza y estigmatizadores dividen el mundo en buenos y malos. Por eso el gran descubrimiento de algunos intelectuales de nuestro siglo, bien encaminados por las indagaciones de Martí y algunos modernistas hispanoamericanos, ha sido la disolución de una frontera estrecha entre civilización y barbarie, propuesta en principio por Sarmiento, y a cuyo sostenimiento contribuyeron escritores de toda índole, moviendo las piezas de un lado a otro de la oposición. Pocos escritores de Indias supieron captar la multiplicidad de las culturas indígenas y la variedad de matices sociales y culturales que pueden encontrarse dentro de una región geográfica más o menos amplia. Cabeza de Vaca fue, probablemente, el que antes intuyó que los indios no son buenos por naturaleza ni inferiores por esencia. Los Naufragios nos hablan con la misma objetividad de los indios que atacan sin previo aviso a un grupo de extraños (cap. VI, llegada a Apalache), de los que acogen a los españoles y les ofrecen casa, comida y bebida (cap. IX, partida de la bahía de Caballos), de los que son «sin razón y tan crudos, a manera de brutos», pero que se compadecen de los males ajenos (cap. XII), o de aquellos que poseen un alto grado de civilización, hasta el punto de ser «la gente del mundo que más aman a sus hijos y mejor tratamiento les hacen» (cap. XIV).

Sin embargo, desde Cristóbal Colón, la literatura se llena de elementos descriptivos simples. El genovés coloca al indígena como un elemento más del paisaje, y se admira de su bondad interior y exterior. Las categorías que utiliza no van más allá de la oposición bueno/malo, y su espectro de valores es definido en términos claramente etnocéntricos. En esa línea circularán los escritores de la colonia hasta que se plantee en toda su crudeza el debate sobre la dignidad del indio y su carácter plenamente humano. Algunos autores, como O'Gorman, García Gallo, Abellán, aseguran que nadie llegó a pensar realmente que los indígenas fueran sólo animales evolucionados o razas inferiores, y que si ese argumento se utilizó con frecuencia fue exclusivamente para justificar la dominación. El planteamiento antropológico daba credibilidad y fuerza moral a las posibles alternativas jurídicas. Si bien en 1495 Isabel autoriza a Colón en una cédula para la venta de esclavos, acto seguido eleva una orden al obispo de Badajoz para suspender todo tipo de transacción comercial con ellos hasta que, consultados teólogos y juristas, se afirmase o no la legitimidad de la acción. Cinco años más tarde, en una Cédula Real, se declara libres a los pertenecientes a otras etnias, se condena la esclavitud y el tráfico de seres humanos. Ahora bien, legalizado el régimen de encomiendas en 1509, el indio se vio sometido, en la práctica, a ese régimen de explotación.

El primero en poner el grito en el cielo fue Antonio de Montesinos, en 1511, con su famoso sermón en el que acusaba a los colonos de malos tratos y abusos contra los indios, hombres como los europeos, objeto del amor que todo cristiano debe ofrecer al prójimo. El eco de esa demanda se concretó en la convocatoria de una Junta8, por parte del rey Fernando, y las Leyes de Burgos, donde se intenta garantizar el trato humano a los indios, sin poner en duda la legitimidad de la conquista, colonización y evangelización de los territorios indianos. En 1516 se realiza en La Española una encuesta a los colonos para captar su opinión sobre el grado de humanidad de los indios, y el resultado es bastante negativo: la opinión más generalizada duda de la capacidad del indígena para vivir de modo independiente, sin la tutela del español civilizado. Incluso religiosos como Pedro Mexía o Bernardo de Santo Domingo eran de la misma opinión. Una nueva junta de teólogos se reúne en 1517, y en ella se llegó a proponer castigos muy duros para aquellos que negaran la categoría humana para los indios. Así, en la década de los veinte, vuelve a legislarse prohibiendo la esclavitud, y en 1537 el Papa Pablo III tiene que declarar formalmente, en la bula Sublimis Deus, que todo hombre, incluido el indio, tiene alma racional y libre. La labor de Las Casas también se ha dejado notar, desde su conversión a raíz del sermón de Montesinos, su abandono de las encomiendas, la creación de comunidades, su defensa a ultranza de la condición del indio, su ingreso en el estado religioso, sus viajes a la metrópoli para conseguir pasos legislativos a favor de la igualdad, hasta su ordenación episcopal, la promulgación de las Leyes Nuevas por parte de Carlos I, que contenían aspectos beneficiosos para los indígenas solicitados por él, y la publicación de sus obras en favor de los indios. Lástima que sus exageraciones en torno a las barbaridades cometidas por los españoles y su terrible olvido durante varias décadas de las penosas circunstancias que envolvían a la población africana igualmente esclavizada9, hayan contribuido a crear la leyenda negra española y hayan restado cohesión y fuerza a sus desvelos. A pesar de todo, tenemos testimonios elocuentes al final de su vida donde intenta reparar este peligroso olvido.

La polémica con Ginés de Sepúlveda (Valladolid, 1550) vuelve a crear una división radical entre los dos extremos. Mientras éste rememora las enseñanzas de Aristóteles en La Política, Las Casas retoma los postulados del buen salvaje y aplica como criterio de autoridad la doctrina papal y la ya abundante legislación española al respecto. Las Casas no diferencia tipos de indígenas, sino que elabora la oposición indio salvaje (bueno en estado natural)/ blanco civilizado (malo, a pesar del privilegio que tuvo al ser evangelizado hace tantos siglos). Sin embargo, Las Casas no es el primero en aplicar este fenómeno a los aborígenes americanos. Ya Pedro Mártir de Anglería, a principio de siglo, en uno de los libros que inauguran el epistolario Décadas del Nuevo Mundo10, cuenta la historia de un aborigen de Cuba que explica a uno de los primeros exploradores los principios cristianos que él mismo ha aprendido gracias a su contacto libre, directo y profundo con la naturaleza.

Pocos años después de la muerte de Las Casas, la influencia de la corriente utópica empieza a notarse en literaturas no hispánicas. Antes de que Garcilaso aplicara el concepto a los incas, diferenciándolos por tanto del resto de los indios, y Guamán Poma de Ayala nos recordara el estilo apologético del obispo de Chiapas en su Nueva Corónica y Buen Gobierno, Montaigne escribía Des cannibales (1580), basado en el testimonio de un sirviente suyo que le contó sus aventuras durante doce años en Brasil, y en las conversaciones del escritor francés -al menos así lo afirma Montaigne- con algunos indios que habían llegado a Francia. De ese modo llegó a concebir un estado perfecto de naturaleza, no contaminado por la civilización occidental, ajeno a las mezquinas preocupaciones sociales de los europeos. Detrás de esta primera apología vinieron una serie de obras indianistas que comenzaron a exaltar al personaje exótico. En la Utopía de Tomás Moro y en el Encomion Moriae de Erasmo ya había ideas parecidas. En 1650, Juan de Palafox ensalza al indio por su inocencia, su modo de vida, su resignación, su sobriedad, en Virtudes del indio. Más adelante, se dan a conocer y causan una gran admiración los relatos sobre las misiones jesuíticas en Canadá de Lafitau o del padre Charlevoix, y los correspondientes al Paraguay. Tales relatos fueron muy leídos durante los siglos XVII y XVIII, y contribuyeron a que, tanto en Francia como en Inglaterra, España e Hispanoamérica, el indio se convirtiera en una figura decorativa, folklórica, que es el origen más cercano de la novela indianista hispanoamericana, de la que Cumandá representa la última fase, un momento de transición hacia la narrativa indigenista reivindicativa.

En el siglo XVIII se plantan las bases para que el nacimiento de la novela responda a las demandas de los lugares en vías de emancipación. Junto a los procesos sociales, el mundo de la cultura y el pensamiento contribuyen a la creación de los elementos necesarios para que los futuros países desarrollen la idea de la identidad nacional. El buen salvaje aportará una visión positiva de lo periférico tanto en autores europeos como americanos. Voltaire, en 1736, concede al indio unas virtudes superiores a las del europeo en su tragedia Alzire, pues su simplicidad, su vida natural, supera en bondad a la del civilizado. Las obras de Voltaire fueron traducidas al español durante el dominio borbónico en España, y circularon por América hispánica nada más terminar el proceso revolucionario. Un discípulo suyo, Marmontel, aporta ya en su novela Les Incas (1777) algunos rasgos románticos, y tiene como fuentes fundamentales los Comentarios Reales de Garcilaso y las obras de Las Casas y Antonio de Solís. Por ahí vuelven a entrar en Francia de modo directo las nociones sobre el buen salvaje que ya tenían dos siglos. En el pensamiento de Vico o Herder se siente también la importancia que el siglo atribuye al primitivo y el ambiente de época, que insiste en los efectos nocivos de la corrupción de las costumbres y la degeneración de las instituciones en los países civilizados, todo lo cual se presenta como causa inmediata de la decadencia de los pueblos. Por eso el siglo de la Ilustración pone tanto énfasis en el problema de la educación y su literatura se llena de aspectos didácticos. Sin ir más lejos, Rousseau entra en vibración con el problema del buen salvaje a través de un proyecto educativo. En una de las caminatas que solía dar en 1749 para visitar a Diderot lee en el Mercure la convocatoria de un concurso, en la Academia de Dijon, por el que se otorgaba un premio de ensayo a quien escribiera sobre la relación entre el avance de las ciencias y el estado de las sociedades. En concreto se trataba de describir qué efecto tiene sobre los individuos el restablecimiento de las artes de las ciencias; es decir, si los avances científicos, técnicos y las obras de pensamiento influyen positivamente en la conducta social y moral de los miembros de una comunidad. En ese momento comenzó -asegura en sus Confesiones y en sus Ensoñaciones- a vislumbrar las contradicciones del sistema social imperante en su época y en su entorno geosocial, los abusos de las instituciones, la profunda perversión del hombre contaminado por el contacto con otros hombres, así como la esencial bondad del hombre cuando se encuentra en estado de naturaleza, neutro, sin influencias externas ni procesos educativos o integraciones en grupos sociales. En los ensayos de las siguientes décadas, Rousseau dudará de la existencia real del hombre en estado de naturaleza (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, el Emilio, el Contrato Social), pero esa mera hipótesis es un concepto regulador que permite afrontar el problema de la corrección y la transformación de la degenerada sociedad presente11. No desea apartarnos de la historia o de la antropología concebida como ciencia basada en cierta experimentabilidad, sino demostrar los puntos débiles del pensamiento ilustrado referentes a la educación y la perfectibilidad. En el segundo discurso sobre la desigualdad presenta abiertamente la hipótesis sobre el estado de naturaleza. Imagina al salvaje con apenas necesidades, incapacitado para sorprenderse y valorar los fenómenos naturales pero a la vez carente de vanidad y malas ambiciones, inocente, anterior a los criterios de moralidad que separan el bien del mal.

Los años 60, a través de las obras de Rousseau, se llenan de páginas que evocan el tipo abstracto del indio exótico, y a ello también contribuyen los abundantes viajeros que surcan los océanos y encuentran lugares que llaman la atención por el estado de primitivismo de sus habitantes. Bougainville, que se convierte en el primer francés que navega alrededor del mundo, entre 1766 y 1769, y el Capitán Cook, a partir de 1768, despiertan con sus relatos el interés por las islas del Pacífico, por la belleza de sus mujeres, la suavidad del clima, el estado de naturaleza, la soledad y el aislamiento. Incluso Denis Diderot, en su comentario al viaje del francés titulado Suplemento al viaje de Bougainville, de 1772, ensalza la vida de los salvajes, tomándola como argumento para criticar la huella perniciosa que las instituciones consagradas y tradicionales dejan en los miembros de las sociedades supuestamente avanzadas. A todo esto hay que añadir el enorme eco expansivo de la polémica sobre el indio que enfrentó las tesis racistas de Raynal, De Pauw, etc., con los defensores a ultranza del indio hispanoamericano, en la que cobran una importancia vital los religiosos expulsados de América en la segunda mitad del XVIII.

Los jesuitas llegan a América entre 1568 y 1572. Gracias a su dinamismo y disciplina, a mediados del XVIII cuentan con 600 miembros en el virreinato portugués y 2500 en las colonias españolas. Para sostener todas sus labores educativas y asistenciales poseen multitud de ranchos ganaderos, fábricas textiles y haciendas de azúcar y vino. Sus empresas más famosas fueron las reducciones del Paraguay, fundadas en 1607 donde, cien años más tarde, tenían unos 130000 indios bajo su tutela en comunidades de régimen colectivista dedicadas a la agricultura y el pastoreo. En 1759 son expulsados de Brasil y en 1767 de todos los territorios hispanoamericanos, medida que responde al deseo de control absoluto que las monarquías ilustradas intentaban implantar en todos sus territorios, al miedo de que la Compañía influyese de algún modo en los motines en pro de la independencia que ya empezaban a ser frecuentes y, en el fondo, al anticlericalismo y regalismo de un estado cada vez más materialista y en vías de laicización. Muchos de esos jesuitas (vistos con recelo por su voto especial de obediencia al Papa), y otros clérigos y religiosos a los que salpicó una medida tan sectaria, llegados a Europa con el único aliento del prestigio intelectual y moral, intervinieron activamente en las polémicas sobre la naturaleza del indio. Clavijero, por ejemplo, responde directamente a los planteamientos racistas con su Historia antigua de México (Cesena, 1780-1781), obra en la que defiende la cultura azteca, en contra de la pretendida debilidad de raza que los ilustrados centroeuropeos afirmaban para los habitantes del Nuevo Mundo. Juan Ignacio Molina hace lo propio en el otro extremo de Hispanoamérica con su Compendio de la historia geográfica, natural y civil del reino de Chile, y Ensayo sobre la historia natural de Chile, obras publicadas también en Italia. En Ecuador, Espejo critica sobre todo los vicios de un poder anclado todavía en un sistema anacrónico, propio de los inicios de la conquista, y Juan de Velasco, desde Roma, ataca claramente a los detractores de la sociedad americana en su Historia General del Reino de Quito.

Con todas estas aportaciones no es extraño que la narrativa tanto europea como americana se pueble durante el siglo XIX de ejemplos que aludan al comportamiento y la naturaleza del indio. En Cumandá encontraremos también todos los ingredientes que rodean a las tramas sentimentales típicas del romanticismo. Buen salvaje y sentimientos a flor de piel pasarán desde Rousseau hasta la primera novela ecuatoriana por el largo puente de Chateaubriand, Saint Pierre, Manuel Belgrano (Molina, 1823), Cooper, Humboldt y los más cercanos Mármol e Isaacs. En este contexto sentimental y naturista, Cumandá oscilará entre la descripción objetiva del paisaje con el fin de captar el color local y la concepción de la naturaleza como proyección sentimental de la interioridad humana. A través del primer extremo de la oscilación, Mera plasma toda la admiración real que le provoca la contemplación de la naturaleza selvática, y sugiere a partir de ahí la idea de la identidad nacional, en esta primera fase de constitución y consolidación de las nuevas repúblicas americanas independientes; es patente, así, el orgullo nacional que siente al describir «el laberinto de la vegetación más gigante de la tierra»12, las flores «que no soñó nunca el paganismo en sus Campos Elíseos» (cap. I, p. 92), el paisaje riobambeño, etc. En el otro extremo de la oscilación, la naturaleza se convierte en paisaje subjetivo, en amiga y confidente de los personajes, que dialogan con ella (con las palmeras, la luna, las estrellas), o participan mutuamente de sentimientos comunes (miedo, dolor, tristeza, paz, melancolía, angustia, etc.). Tan fuerte es esa unión, que los personajes pierden su fuerza original cuando son considerados fuera de su entorno natural; son su producto, y son las fuerzas telúricas las que confieren al hombre de esas regiones su modus vivendi y lo hacen indómito y rebelde, tierno y a la vez cruel, ingenuo y audaz. Y es que Mera entendió, como buen romántico, la naturaleza como una unidad viviente en constante evolución, que en el siglo XIX se concreta en la tradición de un genuino mestizaje étnico y cultural entre las idiosincrasias indígenas y el sustrato hispánico.




Juan León Mera en el Ecuador independiente

La historia de Hispanoamérica en el siglo XIX se puede resumir en la búsqueda de la autenticidad, la plasmación de una idiosincrasia que concrete el proyecto de libertad comenzado con la emancipación y el intento de integración en los circuitos intercontinentales del capitalismo moderno. En literatura, todo esto se entiende como la indagación acerca de la propia expresión, que no puede limitarse a una imitación -como ocurría en los siglos anteriores- de los modelos españoles y europeos, pero que a la vez no puede deshacerse tan fácilmente del peso de la tradición y de la continua intercomunicación de bienes culturales, que fluyen de un lado a otro del Atlántico cada vez con mayor libertad y rapidez. Se da, por tanto, un paralelismo y una relación de mutua dependencia entre los aspectos económicos, políticos y sociales, y las manifestaciones literarias de un país o civilización. En Ecuador, la situación a fines del XVIII oscila entre el desarrollo económico y la irrupción de los primeros brotes serios de independentismo, que recogen la doble onda expansiva de los cambios políticos determinantes en Francia y los Estados Unidos, y el deterioro de las siempre conflictivas relaciones entre metropolitanos, criollos y el resto de las etnias y clases sociales. De hecho, Cumandá comienza diacrónicamente (cap. VI) con la alusión histórica a la revolución indígena de 179013, de los indios de Columbe y Guamote (actual provincia del Chimborazo), probablemente contada a Mera por Pedro Fermín Cevallos, y en la que aquéllos, para liberarse de la opresión que ejercían sobre ellos los colonos mediante el obraje y los huasipungos, desataron toda su violencia hasta provocar una severa matanza. Ya en 1765 se había desencadenado una primera revuelta en Quito la cual, aunque no tenía un carácter netamente indigenista, constituyó sin embargo un aviso serio al poder ilustrado de los Borbones, que pretendía controlar la economía colonial hasta los últimos detalles, perjudicando tanto a los hacendados como a los pequeños comerciantes. En 1780 tuvo lugar, también en el ámbito de la región, la mayor de las revoluciones anteriores a la independencia, coincidiendo con las de Columbe y Guamote. José Gabriel Túpac Amaru, cacique mestizo de Tinta, al sur del Perú, ejecuta al corregidor Antonio Arriaga, y desencadena una ola de protestas contra los obrajes14, repartimientos y demás métodos de esclavización del indígena. Y aunque Túpac Amaru es ajusticiado en 1781, la estela de revoluciones que provocó ya no pudo ser desarraigada hasta que comenzó el proceso directo de independencia a principios del XIX. Ahora bien, las revueltas del XIX que llevaron a la emancipación nada tuvieron que ver con las reivindicaciones de los indígenas; sus mismas acciones fueron frenadas por los criollos, que se beneficiaron del ambiente creado para eliminar el poder monárquico, impidiendo a la vez que la gran masa popular obtuviera mejoras en su situación social o económica. Uno de los primeros gritos de la independencia americana, el 10 de agosto de 1809 en Quito, tuvo como protagonistas a los mismos que habían sofocado los levantamientos indígenas. Se sabe que, por ejemplo, Quiroga y el marqués de Selva Alegre participaron en la lucha contra la rebelión de Túpac Amaru, y que el capitán Salinas aplastó el levantamiento de los indígenas de Atuntaqui. Además, muchos de ellos no ocultaban los fines exclusivamente personales y económicos que buscaban; no en vano más de uno conservaba pleitos con la Corona desde 1785 por evasión de impuestos.

En el plano económico, Ecuador participa del florecimiento que los territorios con abundantes recursos naturales y mano de obra barata estaban experimentando. Su riqueza no proviene de la plata ni el oro, sino de la industria del paño, sobre todo en la Audiencia de Quito, donde los obrajes funcionaban a la perfección, y de la exportación de productos alimenticios hacia las metrópolis europeas. Por ejemplo, desde comienzos del XVIII hasta 1821 se multiplica por seis la producción de cacao, y entre 1788 y 1820 se duplican sus ventas al exterior15. La monarquía española, para controlar ese mercado, en el que Francia e Inglaterra tenían confesados intereses, puso impedimentos para la exportación de grandes cantidades, que a menudo eran burlados por el contrabando, la piratería o la presión de los comerciantes europeos. Así, en 1809, el nivel de las exportaciones de la Audiencia de Quito era tal, que sobrepasaba los 10 millones de libras esterlinas16.

Si bien las bases económicas para hacer triunfar la revolución eran sólidas, poco duraron los primeros brotes independentistas, pues el golpe de Quito del 10 de agosto de 1809 se dejó sentir escasamente un año, mientras Bolívar, que intentaba la insurrección en Venezuela, tuvo que huir ante la contraofensiva de los llaneros venezolanos, que en ese momento apoyaban la causa metropolitana. Además, la mayoría de las fuerzas indígenas luchaban a favor de España, dado que la clase criolla revolucionaria nunca había favorecido los intereses del pueblo. De hecho, cuando más tarde triunfa el ejército independentista -formado, por cierto, en su mayoría, con mercenarios europeos- en Pichincha y Ayacucho (1824), la Gran Colombia ha de enfrentarse con el General Agualongo, de origen indígena, que consigue sublevar a la provincia de Pasto contra la República recién nacida. La creación de esa Gran República (1822) no derivó en una unidad de progreso pacífico, sino que aumentó las diferencias entre los diversos pueblos que la formaron. Los departamentos de Quito, Guayaquil y Azuay (distrito del Sur) sufrieron una discriminación en forma de impuestos (cada vez mayores), aumento de la Deuda Pública (se les exigía una proporción desorbitada, el 21,5% del total de la Gran Colombia), exigencia de una colaboración económica abultada y conseguida con violencia para el término de los programas emancipadores, nombramientos de cargos (casi siempre funcionarios venidos de Bogotá) y mantenimiento de un ejército de ocupación que implicaba un control molesto sobre la zona. Por ello, en 1830 Ecuador se separa de la Gran Colombia, y se constituye como República independiente. Elige como primer presidente al general Juan José Flores y emana su primera Constitución, la cual refleja que la independencia sólo ha conseguido ciertas reivindicaciones económicas para los exportadores e importadores, muchas garantías de continuismo para los terratenientes y sus prebendas, y el mismo régimen de ostracismo para las clases bajas y etnias desfavorecidas. Dos años después nace Juan León Mera en Ambato, una pequeña ciudad al sur de Quito, vecina de los Andes ecuatoriales.

Uno de los escollos más claros que intenta sortear esta etapa inaugural del gobierno independiente del Ecuador es la gran diferencia entre la sierra y la costa. La emancipación dividió a la clase dominante, y la que ocupaba el altiplano quedó en desventaja con respecto a la de la costa, pues a través del puerto de Guayaquil el comercio internacional produjo grandes fortunas. Y aunque en la costa también existían formas serviles de producción, como la sembraduría o finquería, poco a poco se iban introduciendo relaciones de tipo capitalista en plantaciones de cacao, recolección de productos selváticos o confección de prendas de vestir. La explotación semiesclavista, sin embargo, no desapareció. Con todo, el indígena prefería las menos malas condiciones de vida de la costa, por lo que la emigración era una constante en la época. Si en 1780, la costa suponía un 7,19% de la población, en 1824 ya era del 15%, y en los años treinta de nuestro siglo rozaba el 40%17. Las medidas no se hicieron esperar: en 1831 se exhorta a las autoridades a proceder con todo el rigor de las leyes para evitar que los indígenas serranos emigren a las tierras cálidas del litoral18. Las desventuras de las clases bajas no terminan ahí: para ser ciudadano, votar y ser votado en elecciones, en esta nueva tesitura, hacía falta tener una renta anual no menor de 300 pesos o un bien de por lo menos 3000, y para ser presidente hacía falta poseer bienes de al menos 30000 pesos. Este último dato intentaba hacer legítima la elección de Flores que, por otro lado, ya se había realizado fuera de todo marco legal justo. En cuanto al sector indígena, en el artículo 68 de la Constitución se nombra a los párrocos tutores y padres naturales de los indios, y se les exhorta a ejercer la caridad «en favor de esta clase de inocentes abyecta y miserable». Es decir, la primera Constitución ecuatoriana trata el status del indio de un modo similar a la Colonia, casi como una raza inferior. Su dependencia de los terratenientes y empresarios era feudal, y las pocas comunidades que quedaban de la Colonia poco a poco iban desapareciendo, porque las propiedades de la tierra iban vendiéndose a manos privadas o siendo adquiridas por el Estado. En la República los comuneros continuaban sufriendo despojos, y no tenían otra perspectiva que dedicarse al pastoreo o buscar un huasipungo, contrato que estipula, por parte del dueño de la tierra, la entrega de una parcela para que la trabaje el indio y viva en ella. Éste se compromete a pagar el valor de esa hacienda en servicios continuos al dueño de la tierra. El tipo de jornada y horas semanales como dedicación a la tierra depende del momento histórico y la extensión de la tierra, y el convenio se sella a través de la institución del concertaje. En el capítulo VI de Cumandá se hace referencia igualmente a esta institución cuando Mera alude a la cobranza del diezmo de las hortalizas, como espita que provocó una de las rebeliones de 1790 que terminó en matanza. Abelardo Moncayo, uno de los primeros ecuatorianos del siglo XIX que denunció ese sistema de contratación, lo describe como un «acuerdo» entre el amo y el indio, celebrado ante una autoridad de policía, que estipulaba el pago diario de cinco centavos, para cobrar mensual o trimestralmente, tras una liquidación en casa del hacendado. Como el indio no podía sostener a su familia con esa escueta cantidad, se endeudaba con el patrón, recibiendo socorritos, es decir, anticipos en metálico y especie. La deuda iba creciendo hasta la muerte del indio, por lo que los herederos nacían ya endeudados19.

El panorama socio-político de la República naciente se completa con una gama de notas nada halagüeñas para las clases bajas. No hubo en un principio un plan, ni recursos, ni el personal docente necesario para iniciar un sistema eficaz y rápido de alfabetización de todas las clases. Como para ser ciudadano era necesario saber leer y escribir, la mayor parte del pueblo no obtenía ese derecho. Por ello, las elecciones constituían un simulacro, con un porcentaje muy bajo de votantes y unas leyes hechas a la medida de los pocos que poseían dinero, educación y amigos o familiares en el equipo de gobierno. Además, el ejército en la época de Flores, que obtenía sueldos muy bajos pero poseía la fuerza de las armas, con frecuencia saqueaba las poblaciones donde estaba asentado, y los mandos que recibían los presupuestos derivaban las cantidades asignadas para los sueldos y la intendencia hacia sus propios bolsillos. La corrupción afectaba a la burocracia y al gobierno en general: el impuesto no era una prestación que se devolvía al individuo en forma de servicio público sino que, frecuentemente, iba a las arcas particulares de los gobernantes. Mera iba a crecer en este ambiente, en el seno de una familia acomodada, pero que pasó a tener serios problemas económicos desde que el padre del escritor abandonó el hogar, poco antes de que naciera su hijo. Paisaje idílico de la sierra cercana, educación a cargo de mujeres, autodidactismo y formación básicamente católica son los elementos más reseñables de sus primeros años. En el prólogo a sus Poesías (edición de 1892) explica los móviles que le llevaron a dedicarse a la literatura intimista, y describe las circunstancias de su educación sentimental:

Mi juventud duró menos de lo que suele durar la de otras personas, y sus locuras nunca fueron extremas ni escandalosas: fueron fantasías más o menos voluptuosas, no escenas reales de esas que echan a rodar la moral y engendran arrepentimientos. A esto contribuyó sin duda el cuasi total aislamiento en que me crié. En mi primera juventud la sociedad fue para mí elemento apenas conocido, y el hogar y la naturaleza influyeron decididamente en mi corazón y en mi inteligencia. Esta circunstancia debió prolongar mis años de ilusiones y delirio; pero no fue así: las ideas y los afectos maduraron demasiado pronto e impulsaron mi vida por el camino de la vejez20.



En 1845, fecha de las primeras composiciones poéticas de Mera, se produce la primera gran revolución en contra de un gobierno republicano. José María Urbina, que había sido general del ejército en la época anterior, y había jugado un papel importante en la abolición de la esclavitud (1841), sube al poder y surge una nueva Constitución en 1846. Trocó Urbina el ejército extranjero por otro nacional, formado en gran parte por antiguos esclavos negros redimidos, sus canónigos, a los que llenó de favores, los cuales fueron la base de su electorado, no sólo porque lo votaron en masa, sino porque también impedían por la fuerza a los adversarios llegar a las urnas. Mera entonces se formaba en la escuela española, los modelos del «Parnaso castellano»21. Admiró al granadino Martínez de la Rosa, por su doble vertiente literaria y política. Leyó sus dramas, su Poética y se interesó por su actividad pública, de corte liberal. El vallisoletano Zorrilla fue, sin duda, su verdadero maestro. Famoso en España desde los años 30, su huella era ya una realidad palpable en Hispanoamérica cuando Mera comienza a leer literatura y escribir. Subyugado probablemente por el orientalismo romántico, que revive el pasado árabe, el embrujo de la tierra granadina y el exotismo de una cultura ajena al ámbito latino, Mera pudo intuir los caminos que debía tomar para plasmar en poesía o en leyenda el indigenismo ecuatoriano que gravita en muchas de sus obras. En 1852, cuando se producen las primeras elecciones verdaderamente libres, Mera se traslada a Quito para asistir al taller de pintura de Antonio Salas. Allí conoce y trata asiduamente a los jóvenes intelectuales de la capital, en cuyo círculo es introducido gracias al prestigio de sus valedores: Pedro Cevallos, Vascónez, Martínez. Julio Zaldumbide fue quizá su mejor amigo de esa época, a juzgar por el amplio epistolario que se conserva: sus continuos consejos literarios sirvieron para encaminar los primeros escritos del joven ambateño, una colección de artículos y algún poema publicados en La Democracia, El Progreso: periódico popular, Gaceta Mercantil y El Artesano desde diciembre del 53 hasta finales del 57 (unos 20 artículos)22.

En el 54 concibe un largo poema que no será publicado hasta 1861, La virgen del sol, de tema indígena. Comienza su poema en Baños, pequeña población de los Andes, lugar de inspiración para numerosos poetas y revolucionarios ambateños. Una descripción precisa y poética de la zona aparece en el comienzo de Cumandá. Zaldumbide le aconseja que trate sobre el indígena real, no tanto el histórico, para que su obra tenga un contenido americano. Esa tendencia se irá manifestando en la mayoría de sus obras: las poéticas, las narrativas, las antológicas y los ensayos. La virgen del sol es una novela en verso de un episodio mítico de la memoria colectiva ecuatoriana: Atahuallpa, el Inca de Quito, es sacrificado por los españoles. Rumiñahui, el caudillo que pone en pie de guerra la ciudad contra los españoles, abre las puertas del templo del Sol y libera a las vírgenes encerradas; luego, incendia la ciudad y huye con todos los tesoros. Con el tiempo, se convierte en un volcán. Los tesoros son encontrados por el indio Cantuña, los ofrece a uno de los conquistadores y con ellos se edifica el templo que todavía está en pie. La obra consta de más de 5000 versos, se divide en dos partes, de 12 capítulos cada una. También contiene una historia de amor que anuncia el carácter romántico de obras posteriores: Cisa, la virgen inocente; Toa, la rival, y Titu, el guerrero deseado por las dos mujeres. Su obra poética lírica va creciendo y en 1858 publica en Quito su primer libro, Poesías, algo heterogéneo, con influencia de Zorrilla, en el que pueden encontrarse leyendas, exaltaciones de su ciudad natal, epigramas, poemas religiosos, sátiras, etc.

Así termina la primera etapa de la vida de Mera. A partir del año siguiente, con la subida al poder de Gabriel García Moreno, la situación del país variará profundamente, y Mera desarrollará, junto con su dedicación febril a la literatura y el periodismo, una actividad política incansable. En los treinta años de vida republicana, Ecuador apenas ha progresado desde un punto de vista social, político o económico. Mera, «el crítico ponderado, el historiador imparcial y el patriota que no perdía el sentido de la proporción»23, resumía así la época de Flores:

El amor y el respeto habían desaparecido y no quedaban sino el acero y las balas en apoyo del caudillo despopularizado. ¡Ay de quien para gobernar una república no cuenta con la decidida voluntad y el afecto de sus conciudadanos! ¡Ay de quien destierra las artes y las ciencias y compra sensuales placeres con el oro de la nación! ¡Ay de quien protege la impunidad del crimen y no premia nunca la honradez y la virtud! No obstante, entonces como ahora todo se hacía en nombre del pueblo y con el pueblo. ¡Pobre comodín!24



Desde 1860 hasta su muerte ocupará una infinidad de cargos políticos y culturales. En ese año es nombrado tesorero provincial de Tungurahua, secretario del Consejo del Gobierno triunviral provisional y Diputado por Ambato a la Asamblea Constituyente. En el 61 Administrador de Correos de la provincia de Tungurahua; en el 64 miembro del Consejo General de Instrucción Pública; en el 65 Secretario de la Cámara del Senado y Oficial Mayor del Ministerio del Interior y Exterior; gobierna la provincia de Tungurahua en el 69 (como interino) y en el bienio 73-75 como titular; del 75 al 77 es Ministro del Tribunal de Cuentas; en el 84, Diputado por Tungurahua, Manabí y Senador por Pichincha; en el 85 Presidente del Senado y del Congreso; en el 89-90 Gobernador de la provincia de León; en 1891 Presidente del Tribunal de Cuentas y Ministro del mismo Tribunal. Sus méritos académicos y culturales también son numerosos: en 1861 es miembro honorario de la Sociedad del Iris Ecuatoriano; el año siguiente de la Sociedad Científica y Literaria del Ecuador; el 64 de la Academia Nacional; en 1872 miembro correspondiente de la Academia Española de la Lengua; en el 73 honorario de la Sociedad Literaria de Ambato; funda en 1875, junto con Julio Zaldumbide, Pablo Herrera, Pedro Fermín Cevallos, Julio Castro y Antonio Flores, la Academia Ecuatoriana de la Lengua; trece años después ingresa en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras; en el 90 es miembro correspondiente, y luego Presidente, del Ateneo de Quito, y el mismo año de su muerte (1894) es nombrado Socio correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona y miembro honorario de la Sociedad Científico Literaria de Amantes del Saber, de Caracas.

Se estrena el político con una brillante actuación en la Asamblea Nacional Constituyente de 1861, reunida para redactar una nueva Constitución. Sus aportaciones más relevantes tienen un talante democrático y progresista hasta entonces inconcebible. Consigue Mera extender la ciudadanía a los que no saben leer ni escribir, abolir totalmente la pena de muerte, limitar las facultades del Poder Ejecutivo e implantar la libertad de imprenta. Además de estas conquistas puntuales, propuso a García Moreno que desde las instancias gubernamentales se recondujera al país hacia un reflorecimiento espiritual, basado en los presupuestos del catolicismo, los cuales deberían llevar al Ecuador a un progreso moral y material que tuviera como puntos de apoyo la justicia, la igualdad, el respeto a la condición humana y el amor a Dios25. Esta ideología aparece claramente expresada de un modo explícito (al enjuiciar la labor de los jesuitas) e implícito (en el planteamiento del tema y su resolución) en Cumandá. Así, indujo a García Moreno a firmar un Concordato con la Santa Sede, a admitir a los Institutos religiosos y a restablecer la Compañía de Jesús, que había sido expulsada en el siglo XVIII, como aparece en el capítulo II de Cumandá, y más adelante por Urbina, casi en la mitad del siglo XIX.

El período que sigue a la llegada de García Moreno al poder significó «un gran impulso en casi todos los órdenes, para el progreso del país»26. La educación obtuvo una mejora sustancial: la enseñanza primaria se confió a los Hermanos de la Salle, y en pocos años aumentó considerablemente el número de escuelas y la calidad de enseñanza. La secundaria pasó a manos de los jesuitas, y en las aulas universitarias aparecieron religiosos y laicos perfectamente dotados para su labor. Se fundó una escuela politécnica, que atrajo a los científicos y profesores más reputados del país, la mayoría de ellos jesuitas. También se crearon la Escuela de Artes y Oficios, un observatorio astronómico, una academia de pintura, un conservatorio de música, y una oficina de estadística.

Mera, por entonces, había contraído matrimonio, del que llegaría a tener 13 hijos desde 1862 a 1887. En 1868 publica otra de sus grandes obras, Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana, con la que intentó, por un lado, escribir la historia de la poesía de su país, resaltando los nombres y obras más importantes, y por otro analizar las obras de los poetas coetáneos, señalando sus aciertos y sus fallos, con el fin de ir educando el gusto de las generaciones jóvenes. Esta preocupación no es banal: desde Olmedo se produce un vacío en la poesía ecuatoriana prácticamente hasta la publicación del primer libro de Mera, alcanzada ya la mitad del siglo. Olmedo había sido el cantor de Bolívar y la independencia americana en su célebre Canto de Junín (1825), y luego el adulador de Flores en su oda Al general Flores. Vencedor en Miñarica (1835), para terminar sublevándose contra su general en Guayaquil en 1845 y formando parte del gobierno que surgió a raíz del pronunciamiento. Mera fue consciente de ese vacío, y así lo expresa en una carta a Rubió y Lluch: «Cuando comencé mis estudios y me di a los ensayos poéticos, nuestro gran Olmedo había muerto ya, y no quedaban para el manejo de la lira sino ingenios que, faltos también de acertada dirección, andaban a ciegas y dando traspiés como yo»27. En 1875 publica Mazorra, una leyenda en verso que continúa la tendencia romántica de exaltación y recuperación del pasado, entre el historicismo, el exotismo, la melancolía y la creación de una literatura netamente americana. Expresa por esos años su ideología patriótica y católica en la composición del Himno Nacional, de un Catecismo de Geografía de la República del Ecuador, de un libro de Poesías devotas y nuevo mes de María, un Canto a María, un tratado sobre La escuela doméstica, y un poema dedicado a La Iglesia Católica. García Moreno es asesinado en 1875 y escribe también un Canto a la memoria de García Moreno. Así se cierra una nueva etapa en la vida de Mera -que pierde peso específico en la vida política del país- y en la historia de Ecuador, aunque hasta 1895 no habría un gobierno netamente liberal.

La votación popular libre de 1876 da como vencedor a Borrero, que a los pocos meses es derrocado por el golpe militar del general Ignacio de Veintimilla, el cual impone de nuevo un militarismo, ahora bajo las formas de una pretendida actitud liberal, y gobierna hasta 1882. Es el período en que Mera vive apartado de la política, y dedicado casi por entero a su actividad literaria y cultural. En 1879 publica su obra cumbre, Cumandá. Derrotado Veintimilla, una asamblea Constituyente elige a Caamaño, al que sucederán dos escritores católicos, miembros de la Academia: primero Antonio Flores y luego Luis Cordero, último presidente de la saga de conservadores. Divididas y gastadas las fuerzas del partido conservador, en marzo del 95 el ejército que apoya al grupo liberal, encabezado por el general Eloy Alfaro, arrebata por la fuerza el poder al gobierno. La revolución se estabiliza al año siguiente, con la reunión de una Asamblea Constituyente, que corrobora a Alfaro en el poder. Mera no pudo participar de este proceso: la muerte le llegó, en su retiro de Atocha, el 13 de diciembre de 1894. En la mitad de los ochenta había llegado a la cumbre de su vida política: la presidencia del Congreso y del Senado. A partir de ese momento dedicará los mejores esfuerzos a terminar su obra literaria. En 1887 se publican las Melodías indígenas, junto con La virgen del sol, etc., en Barcelona (Timbre Imperial, Sección Tipográfica del Crédito Catalán), bajo el título Obras de Juan León Mera. Este libro constituye un nuevo paso en el tratamiento romántico y nacionalista del tema indígena: son composiciones líricas, folklóricas, recreaciones de leyendas o tradiciones populares, que describen la idiosincrasia de una raza con un pasado glorioso irrecuperable. Continúa su esfuerzo americanista y de búsqueda de temas nacionales, de base popular e indígena, en sus novelas cortas, también llamadas Novelitas ecuatorianas28. Ya en 1872 había publicado parte de su primera novela corta, Los novios de una aldea ecuatoriana, en un periódico de Guayaquil. En la dedicatoria explica que este género literario debe ser popular en un doble sentido: por las características de la obra (estilo y temas) y por el destinatario. En los últimos años de su vida aprovecha una tribuna por él ideada, la Revista Ecuatoriana29, para publicar sus novelitas, con tramas y lenguaje sencillos, descripciones muy cuidadas, pintura de caracteres y una finalidad moral, que es el alma de la novela, según Mera30. La primera, Entre dos tías y un tío, apareció en el n. 9 de la revista, el 30 de septiembre de 1889, y nos da un esbozo bastante ajustado a la realidad -no es un simple cuadro costumbrista- de la vida aldeana en las últimas décadas del XIX. Algunos críticos piensan que es la mejor obra de Mera31. El 30 de noviembre del 90, en el n. 24, ve la luz Por qué soy cristiano, inspirada en El capitán Veneno, de Pedro Antonio de Alarcón, y que recrea un suceso ocurrido en la batalla de Miñarica, donde Flores venció a los nacionalistas ecuatorianos en un trágico episodio de triste recuerdo. Por último, Un matrimonio inconveniente se incluye en el n. 50, de febrero de 1893, y es la más extensa de las tres. Subtitulada Apuntes para una novela psicológica, reúne las notas que debe tener una verdadera educación cristiana de la juventud, con vistas a frenar las consecuencias que ya por entonces iba generando el ambiente liberal, positivista y materialista de fin de siglo.

En esos últimos años, su labor indagadora acerca de las características de la cultura propia, los rasgos del folklore y la literatura popular se advierten también en la publicación que llevó a cabo en 1892: la Antología ecuatoriana: cantares del pueblo ecuatoriano, a instancias de la Academia Ecuatoriana con sede en Quito. En el estudio introductorio analiza el tipo de lenguaje y añade datos de la tradición antigua que ofrecen alguna luz para la interpretación de los cantares. Se interesa Mera, sobre todo, por la dilucidación sobre el origen de cada pieza; es decir, qué poemas llegaron de la Península y cuáles tienen una génesis netamente ecuatoriana. Con ello culmina una etapa importante en la literatura de Ecuador, y deja el camino abierto para que la literatura indigenista y popular del siglo XX, estimulada por el interés sobre el indio real autóctono y la propia idiosincrasia del hombre americano, amplíe sus horizontes y elabore obras de elevada calidad literaria y una orientación precisa.




El camino de la sentimentalidad y la naturaleza

A partir del siglo XVIII, la nueva dirección que ha tomado el pensamiento occidental plantea una relación peculiar entre el hombre y el mundo, el contenido de conciencia y la realidad, el sujeto y el objeto. La cuestión básica consiste en saber si lo que la inteligencia humana elabora en relación con todo lo que no es el propio sujeto, es decir, la realidad exterior, es anterior al contenido de conciencia, distinto de él y se percibe como tal o bien es consecuencia de ese contenido, parte de él y, por tanto, se percibe como unidad. La percepción no sólo afecta al espectro de los objetos, conceptos, los juicios, los entes abstractos, sino que abarca también el campo no menos complicado de los sentimientos, la sensibilidad, los afectos, la voluntad. A partir de las posturas realistas que habían dominado el pensamiento clásico desde Aristóteles hasta más allá de la Edad Media, dos líneas parecen consumar la escisión de ese mundo compacto: la empirista y la racionalista. El acento sobre el conocimiento y la percepción de los sentimientos se complicó cuando también se trató como problema la continuidad de los mismos, es decir, el hecho de que conocimiento y sentimiento son duraderos, tienen lugar en un arco temporal. El hombre no sólo conoce y siente, sino que dura conociendo y sintiendo, y además puede contemplarse a sí mismo como ser cognoscente y sujeto de sentimientos, y conociendo y sintiendo. Frente a la diversidad y a la experiencia abarrotada se impone la identidad del yo y de la persona, la conciencia, tanto para empiristas como para racionalistas. Para Locke, la conciencia (consciousness) es el criterio principal para la identidad de la persona32. Pero una conciencia que es producto o derivado de las sensaciones. Esta doctrina, que será continuada en líneas generales por Hume, identifica ese tipo de conciencia con la única verdad del individuo33, por lo que la recepción del mundo exterior, mediante el proceso sensorial, es la única realidad de la que se puede predicar algo, y su naturaleza es esencialmente física y está fuera del individuo, y además carece de contenido moral. Kant, sin embargo, conserva la tradición cartesiana del yo pienso, y eleva al hombre a una dignidad superior a la de cualquier ser, precisamente por la naturaleza de sus percepciones o, más bien, creaciones, que guardan relación con la nueva concepción de la actividad del yo. De Kant a Hegel, pasando por Fichte, Schelling, etc., el espacio epistemológico se modifica considerablemente: se rebasa la logicidad y la aparente evidencia de los postulados autorreflexivos cartesianos, se supera el escepticismo de los empiristas, y la unidad de conciencia kantiana se amplía hasta incluir toda la realidad e insinuar incluso los movimientos globales de la historia. Hegel no deja de referirse al autoconocimiento o la autoconciencia, pero traspasa el orden individual en su noción de Espíritu absoluto. Para esta tendencia, todo proceso sensorial tiene caracteres espirituales y, por tanto, hasta la percepción más directa y simple está henchida de contenido moral34. Sobre la base de esta generalidad, los teóricos idealistas románticos han llamado a este proceso la sensibilidad, que se opone al sensualismo de los empiristas. El artista romántico es, por tanto, un alma sensible, capaz de sentir de un modo especial pero, sobre todo, portador de una habilidad específica, conectada con esa sensibilidad, por la que puede exponer de modo conveniente, original y atractivo sus sentimientos, su autopercepción, su autoconocimiento y la experiencia que su conciencia elabora acerca del mundo circundante. El amor y la naturaleza van a ser los sentimientos más específicos que el poeta o escritor romántico expresará en sus obras, y que se plasmarán de un modo extremo en la pasión, las lágrimas o la infinitud e inefabilidad del sentimiento (para el amor), y la identificación, exaltación o descripción (para la naturaleza). Naturaleza y amor quedarán, incluso, unidos o íntimamente relacionados por el carácter espiritual del sentimiento, por el tipo de estímulo interior durativo que provoca el contenido de conciencia. La aplicación práctica en la mayor parte de la narrativa y la poesía románticas consiste en la identificación de los sentimientos amorosos de los personajes, y el estado de ánimo que ellos generan, con la manifestación concreta de la naturaleza. Naturaleza y amor se entrelazarán en Cumandá con el aliciente añadido de la temática del indio, que aparece con todos los tópicos de la época: relaciones entre conquistadores y conquistados, vida del indígena en estado de naturaleza (buen salvaje), dilema civilización/barbarie, amores imposibles entre indios y blancos, etc.

Cuando Mera publica su novela indianista sentimental en 1879, la narrativa que trata sobre los amores, las lágrimas, la pasión, etc., apoyada en elementos de la naturaleza, la narrativa que descubre la verdad íntima de los protagonistas, sobre todo los femeninos, cuenta ya con un siglo de existencia. El mito del buen salvaje, demandado sobre todo por la cultura europea de la segunda mitad del XVIII, que renueva el sueño de América como lugar ideal, joven, impoluto, no contaminado por la civilización, entra en contacto con otro mito: el del indio lírico y poeta. La afinidad que se establece en el prerromanticismo, para explicar en ocasiones el origen del hombre y del lenguaje, entre el primitivo y la poesía (Herder, Vico, Percy, McPherson, Rousseau) desemboca, por analogía, en la idea de que el indígena moderno, que vive en contacto con la naturaleza y apenas conoce los valores de un mundo civilizado, también debe de ser un poeta natural, que se destaca por la intensidad de su imaginación y la frescura de su lenguaje. Ejemplos claros de esta idea pueden rastrearse en obras como Lewti de Coleridge, Songs of the American Indians de Southey o The Island de Byron. Al fundirse el mito del buen salvaje y el del bardo ideal de los nórdicos con la especial idea del amor romántico, el culto al paisaje, la sentimentalidad desorbitada y enfermiza, y al acercarse la naturaleza a los contenidos emocionales de la conciencia del individuo, nació el buen salvaje romántico. Naturaleza, amor e inocencia inician una singladura que se confirma como una de las más fecundas de las letras occidentales.

Rousseau es uno de los primeros en asociar la naturaleza a las emociones de los personajes y en dar al paisaje un carácter participativo en las alegrías y en el llanto de las almas sensibles. La literatura clásica se había acercado a este procedimiento estructural, pero nunca había llegado a dar cabida en la naturaleza a las emociones fuertes, exaltadas o íntimas de los hombres. En este sentido, el romántico encuentra correspondencias misteriosas pero reales, en cierta medida naturales, entre el macrocosmos y el microcosmos. Se establece una analogía por la que hay elementos del universo que coinciden, se repiten, recuerdan a otros, se mueven de modo paralelo a los que el ser humano desarrolla en su interior, entendiendo por éste tanto el interior físico (funcionamiento del cuerpo) como el psíquico (el mundo de la inteligencia, los sentimientos, la voluntad). Octavio Paz, al explicar la génesis ideológica de la revolución romántica (literaria, pero también general), observa:

La analogía vuelve habitable al mundo. A la contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho, las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el ritmo y sus repeticiones y conjunciones. Es un teatro hecho de acordes y reuniones en el que todas las excepciones, inclusive la de ser hombre, encuentran su doble y su correspondencia. La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas, reconcilia las diferencias y las oposiciones35.



Este universo de analogías empieza a ser entreverado en las Reveries de Rousseau, especie de género literario de tipo meditativo o ensoñado, que requiere la soledad, la tranquilidad, el estado psicológico entre la lucidez y el sueño, la presencia de un lugar ameno36 que produce encanto y, por tanto, favorece la percepción de armonías o correspondencias. Éstas, una vez contempladas por mediación de esas circunstancias, producen un estado de felicidad suprema parecido al éxtasis. La quinta de las Ensoñaciones de una paseante solitario define la felicidad como un estado en que el tiempo ha desaparecido, el instante permanece, sin otro deseo que el de la pura existencia, mucho más pleno y perfecto que la felicidad imperfecta, contingente y pobre de los placeres de la tierra. Tal estado -concluye Rousseau- no deja en el alma vacío alguno que el hombre sienta necesidad de colmar. De ahí llega a la idea intuitiva del infinito y de Dios, como expresa en una de sus cartas a Malesherbes. El ginebrino no sólo define el sentimiento de plenitud sino que logra también describirlo en su novela La Nueva Eloísa, identificando paisaje y estado de ánimo de los protagonistas.

Sin embargo, todo esto no llegará a América Hispánica directamente, sino a través de Saint-Pierre y Chateaubriand, que serán además los inspiradores directos -junto con Cooper- de Cumandá. En algunas ocasiones, los autores franceses aparecen editados conjuntamente, como observó Allison Peers37. Saint-Pierre interpreta la naturaleza como un concierto que eleva al hombre hacia su creador, y en Pablo y Virginia «enseña a los hispanoamericanos la apreciación de lo pintoresco auditivo y visual en la naturaleza del trópico; el sentido del matiz, las gradaciones de luz»38. Ejemplos claros de esta influencia, antes de llegar a Cumandá, los encontramos en El temple argentino de Marcos Sastre, Recuerdos de provincia de Sarmiento, Viaje por el río Magdalena de Miguel Cané y, sobre todo, en María de Jorge Isaacs.

Chateaubriand es, sin duda, el autor que más ha influido en la narrativa hispanoamericana romántica, de tipo amoroso, con personajes indígenas o exóticos, en contacto con la naturaleza idealizada y de orientación religiosa tradicional. Ningún autor extranjero de la primera mitad del XIX cosechó una devoción tan unitaria por parte del público americano. Y entre sus obras fue Atala la más conocida, admirada e imitada. Fray Servando Teresa de Mier realizó la primera versión española, en 1801, pocos meses después de ser publicada en el original francés. En 1802, Chateaubriand publica El genio del cristianismo, obra que también fue promocionada enseguida en todos los ambientes donde había cuajado ya la novela, añadiendo una carga ideológica importante a los planteamientos literarios y religiosos de su obra anterior. A principio de los años veinte, la popularidad de Atala era ya manifiesta: en 1822, el colombiano José Fernández Madrid incluyó en la primera edición de sus obras la tragedia Atala, y tres años después fue representada por los alumnos del colegio del Rosario en Bogotá, acto al que asistieron, entre otros, Bolívar y Sucre. Varios poetas de la época recuerdan al personaje en sus poemas: Heredia, en su poema Atala; Plácido, discípulo de Heredia, en una canción con el mismo título; Olmedo, en su Canción indiana, que describe casi literalmente el episodio de la prueba de la antorcha. A partir de los años 60, el culto por la obra de Chateaubriand entra en una fase de máximo esplendor. Desde ese año hasta 1890 se publican 7 ediciones españolas de Atala y 9 de las otras novelas. En esa época, Arboleda publica su Gonzalo de Oyón, donde la pasión de Pubenza recuerda a Atala, mientras que las novelas indianistas y sentimentales repiten los mismos esquemas de comportamiento. María (1867) de Jorge Isaacs es la obra cumbre del período. Efraín, el enamorado perfecto, lee para María, la enamorada hipersensible y bañada constantemente en llanto, fragmentos de Atala. Los mismos personajes colombianos establecen sus paralelismos con los de la obra francesa, ayudados siempre por el ambiente físico que los acompaña, rodea y acoge, llegando incluso a imaginar destinos trágicos similares. Ahora bien, los paralelismos se multiplican cuando Atala se superpone a Cumandá. La ambigüedad étnica en alguno de los protagonistas, el tema de la huida y la persecución, la condena a muerte del amante y la salvación de la que es objeto por parte de ella, el parentesco de los enamorados que se descubre al final, la intermediación de un sacerdote católico, el protagonismo activo de la mujer, la huella positiva del catolicismo en los indígenas convertidos y educados en la religión cristiana, etc., ponen de relieve la enorme deuda que Mera contrajo con Chateaubriand. No en vano la bibliografía al respecto se ha multiplicado en las últimas décadas39. Atala cuenta las vicisitudes de un indio, Chactas, que vuelve a las selvas del Mississipí y se acoge al paganismo nativo. De camino encuentra a Atala, y ambos se enamoran y continúan juntos la huida, pero son sorprendidos por guerreros de la tribu de ella. Chactas es condenado a muerte, pero en el último momento es salvado por Atala y logran huir de nuevo. Sufren multitud de penalidades pero son ayudados por el sacerdote Aubry, que los atiende con agrado, ya que ellos son católicos. Atala cae gravemente enferma y poco antes de morir les relata la historia de su vida. Con los datos que aporta, el sacerdote logra descubrir que los fugitivos son hermanos, hijos del español que crió a Chactas en el seno de la servidumbre. Atala, antes de morir, confiesa la rectitud de su vida cristiana y hace prometer a su hermano que va a continuar su ejemplo.

Cooper es otro de los autores que influyen de modo decisivo en la configuración de la narrativa sentimental y exotista, que incluye el tema indígena y concede una importancia capital a la naturaleza. Leído desde una época muy temprana en Hispanoamérica, su huella en España es muy posterior y menos clara. En 1826 aparece ya citado en El repertorio americano de Andrés Bello, y celebrado como «el Walter Scott de América». Sarmiento es consciente de que el ejemplo de Cooper le resultó útil para componer su teoría sobre la civilización y la barbarie, y compara al mohicano con el gaucho, encontrando similitudes en las costumbres, los rasgos culturales e incluso en el aspecto externo. El mismo Mera cita a Cooper40 en su prólogo a Cumandá como antecedente en el tema indígena y naturista, pero establece un diferencia entre el Norte y el Sur, por el carácter de sus habitantes y la misma configuración del entorno geofísico:

juzgo que hay bastante diferencia entre las regiones del Norte bañadas por el Mississipí y las del Sur, que se enorgullecen con sus Amazonas, así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran.



Acto seguido, justifica Mera la publicación de su obra observando que se trata de un estudio de la naturaleza y el carácter de las civilizaciones del Sur, hasta ahora ignoradas por la literatura y la investigación sociológica:

Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jíbaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada41.



Ahora bien, hay mucha diferencia entre la huella que dejó Chateaubriand en los hispanoamericanos y la que imprimió Cooper. La razón fundamental la da Concha Meléndez hace ya muchos años: la distinta actitud frente al indio42. El indio norteamericano se suele presentar siempre como algo extraño al colonizador europeo, sin opciones para la fusión, el mestizaje o el sincretismo. La literatura generada por la cultura anglosajona reproduce los mecanismos ideológicos de base que alimentan la conciencia puritana, protestante, reacia a la mezcla. Se puede admirar la naturaleza, describirla, utilizarla e incluso gozar de ella, pero no se puede sentir como el indígena, porque no hay interés en convivir con él. Por eso, en la mayoría de las obras norteamericanas de la época, los sentimientos amorosos, los conflictos psicológicos, las sensaciones producidas por el contacto con la naturaleza, etc., son menos intensos, se presentan en forma esquemática y apenas poseen fuerza43. La cultura puritana consideraba al indio «como una parte del elemento físico selvático que tenían que vencer o hacer desaparecer por la inteligencia o por la fuerza. No había manera de pensar en relaciones emocionales ni en unión física con ellos. ¿A qué se debía esto? A mi parecer, la razón está enraizada en el pensamiento del pioneer británico. El católico español vino a América sin esa clase de prejuicio. Formaba parte de una comunidad que, en su país, integraba un conjunto. Favorecía por tanto el ensanchamiento de ese conjunto, incluyendo en él a todos los hombres cualquiera que fuese su color. Además, poseía la fácil, la natural actitud del hombre meridional en lo que se refiere al sexo»44. El pensamiento puritano y calvinista, muy ligado a los elementos exteriores que definen o determinan un tipo de cultura, defiende el carácter de elección divina que se desprende de la raza, el lugar de nacimiento, la clase social, el poder adquisitivo. Según esta ideología, los aspectos externos supuestamente positivos (la riqueza, la ausencia de defectos físicos, la pertenencia una raza superior, etc.) son manifestación de la bondad divina y la predilección por unas personas, y son prueba, además, de la predestinación. Al perder Lutero el concepto de mérito personal para conseguir la salvación eterna, en todo el ámbito protestante se busca una solución adecuada, que justifique la negación de la voluntad y la libertad en el contexto de la providencia divina. Y esos patrones objetivos terminan siendo el mundo de valores que el eurocentrismo ha definido como tales desde los comienzos de la sociedad moderna capitalista: el éxito, el placer, la riqueza, el poder. De esta primera premisa nace otra desviación más peligrosa: si Dios es providente y tiene previsto el futuro de cada persona, y si todo eso se puede inferir de unas condiciones socio-económicas, étnicas y culturales, sería un atentado contra la naturaleza de las cosas y una lucha inútil contra la voluntad divina intentar la fusión (el mestizaje físico y espiritual) con una cultura tan diferente, en todos los niveles: racial, económico, político, ideológico. Por eso, la actitud del centroeuropeo y el anglosajón con el indio americano del norte fue tan tajante, y la devastación tan inmisericorde. El católico también se sentía predestinado, pero de modo diferente: si Dios quiere que todos los hombres se salven, si España ha defendido tradicionalmente los ideales católicos frente a la Europa protestante y, si también de modo providencial, a España también le ha correspondido descubrir y comenzar a colonizar el Nuevo Mundo, resulta evidente que hay que conservar para cristianizar, mediante el mestizaje y el sincretismo, la civilización indígena. Por eso el planteamiento de los amores entre blancos e indígenas será más corriente, más realista y más positivo, a pesar de los inevitables finales trágicos, propios del espíritu romántico, en las obras hispanoamericanas que en las de la zona norte. Además, el escritor norteamericano encontrará un conflicto difícilmente franqueable, cuando su sentimiento nacionalista, ya blanco en el siglo XIX, recupere los datos que la historia de los siglos anteriores le revele sobre la destrucción del indígena. Cabe afirmar con Meléndez que ante «el espectáculo de la destrucción de estas tribus primitivas, el novelista (en este caso, Cooper) tenía que llamar en su ayuda todos los razonamientos sociales y patrióticos para no maldecir la victoria del hombre blanco y no llorar la expoliación y destrucción cruel del hombre rojo. En esta apreciación está implícita la verdadera actitud de Cooper ante el problema. Si en sus novelas, y especialmente en The last of the Mohicans, se descubre, no una tristeza solemne, pero sí cierto matiz melancólico ante la destrucción del hombre rojo, razones sociales y patrióticas lo convencen de que esa destrucción es inevitable en la obra civilizadora, y no llega a maldecir al hombre blanco, y menos a llorar el absoluto vencimiento del indio, como lo llora Garcilaso el Inca en la primera parte de sus Comentarios»45.

El tema amoroso es, junto con el racial y el naturista, uno de los pilares fundamentales que sostienen el interés de la narrativa romántica, dándole a la vez una consistencia ideológica46. Hemos visto qué autores extranjeros introdujeron la moda en Hispanoamérica. Son escritores y obras que llenan las últimas décadas del XVIII y los primeros años del XIX. La literatura sentimental llega, sin embargo, algo retrasada a Hispanoamérica. La tendencia melancólica y lacrimógena impuesta por Chateaubriand y sus contemporáneos no comienza en nuestra América hasta la mitad del siglo. Las singulares condiciones socio-políticas de los territorios en vías de emancipación o recién independizados, la conflictividad ideológica y la carencia de modelos culturales idóneos y arraigados no favorecieron el desarrollo oportuno y sincrónico de las manifestaciones artísticas. Las guerras civiles posteriores, los estados de anarquía o desgobierno, la estrechez de miras de las oligarquías triunfadoras, las constantes diatribas entre países por delimitación de fronteras, la preocupación obsesiva por la creación rápida de constituciones democráticas, los continuos desvelos por conseguir buenas relaciones comerciales con países europeos, etc., influyeron en un desarrollo pobre y tardío de la literatura hispanoamericana, hasta el punto de que la época romántica llegó a alargarse hasta casi el fin de siglo. Por eso Cumandá es una obra plenamente romántica, publicada en una fecha muy cercana a la de las otras grandes muestras del romanticismo hispanoamericano, como María (1867), de Isaacs, las primeras series de las Tradiciones de Ricardo Palma, el Martín Fierro (1872-1879) de Hernández, los principales poemas de Zorrilla de San Martín (Notas de un himno, 1877, y Tabaré, 1888), y obras con evidentes ecos románticos como el Enriquillo (1879-1882) de Galván o los primeros poemas de adolescencia de Martí o Darío. Por lo que se refiere a la novela sentimental en Hispanoamérica, el primer vestigio lo encontramos en Soledad, de Bartolomé Mitre (1847), continuado por Esther, de Miguel Cané (1851), El primer amor, de Blest Gana (1858) y Julia, de Cisneros (1861). Estas obras reproducen con asombrosa exactitud los tópicos de la literatura sentimental francesa. En este primer período hay dos obras que traspasan el esquema simple de la trama sentimental: Amalia, de Mármol (1855), síntesis de géneros narrativos románticos (sentimental, político, histórico), y La peregrinación de Bayoán, de Hostos (1863), con pretensiones críticas con respecto a la época colonial, en favor del indígena. En 1867 se publica la obra que culmina el género, María, del colombiano Jorge Isaacs, a la que siguen Clemencia, de Altamirano (1869), Angélica, de Ortiz (1871), María, de Valderrama (1878) y Cumandá. En ésta hay también una complejidad mayor, al incluir con toda su extensión el problema del indígena y el papel del cristianismo en los siglos de la colonia. Dos obras posteriores cierran el ciclo: Carmen, de Costera (1882) y Angelina, de Delgado (1895). Es decir, pasan más de 130 años entre la publicación de la primera obra del género, en Europa (La nouvelle Heloïsa de Rousseau en 1761), y la última en América, confirmando al Romanticismo como uno de los períodos literarios más largos y fecundos de la literatura occidental.




Un drama entre salvajes

Éstas son las palabras que completan el título de la obra. Como en tantas otras narraciones sentimentales, el nombre del protagonista femenino sirve para denominar la novela. Pero en Cumandá es necesario añadir que se trata de una historia que ocurre entre salvajes, y que posee fuerza dramática por su planteamiento, desarrollo y desenlace. Por el entorno idealizado en el que actúan los personajes, muchos de ellos indígenas, la crítica más común ha visto en la narración de Mera un ejemplo más de la novela indianista hispanoamericana, que se fragua en los años 30 y su estela llega hasta la década de los 80, momento de transición entre indianismo e indigenismo. Para diferenciar el concepto que se corresponde con ambos términos basta añadir al criterio diacrónico la intención reivindicativa. El indianismo daba una imagen exótica, decorativa, folklórica del indio, conforme a los límites que la literatura sobre el buen salvaje había canonizado, aludiendo a la felicidad de una vida natural y sin atender a los problemas reales. Se entiende, pues, que en un ambiente romántico idealista, esta tendencia llegara a su máxima expresión. Ahora bien, con la misma lucha de los pueblos hispanoamericanos por adaptarse a las nuevas condiciones que impone el capitalismo internacional del XIX, y la quiebra de las utopías coetáneas (positivismo, idealismos alemanes) se genera en la civilización de Occidente un mecanismo de defensa frente a los inmovilismos sociales propios de épocas anteriores y una actitud de desengaño en relación con los intelectuales mesiánicos, que pretenden descubrir la piedra filosofal del progreso con teorías que ni tienen base en la experiencia social, ni cuentan con los tremendos problemas de las clases más bajas ni la cada vez más extrema diferenciación entre países desarrollados y Tercer Mundo. Y nacen los irracionalismos y las utopías sociales, los movimientos obreros, y la literatura de corte realista, naturalista y modernista. Las novelas sobre el indio pierden el elemento idealizante y se convierten en denuncias en contra de la explotación del hombre en razón de su etnia o clase social. El indio se humaniza, el medio en el que vive se pinta con caracteres reales, se seleccionan los hilos argumentales, las tramas, se exageran los abusos o se describen minuciosamente. En definitiva, el escritor indigenista destapa el espejo y escribe lo que ve reflejado en él, con el fin de denunciar las situaciones de explotación, y con el deseo de terminar con la desigualdad social y económica entre las razas y las clases sociales. El punto de inflexión de una tendencia a otra está representado por la escritora peruana Clorinda Matto de Turner, con su novela Aves sin nido (1889), que se preocupó por describir al indio real y denunciar la explotación de los más débiles, a pesar de que sus primeros escritos, las Tradiciones cuzqueñas (1884), permanecían dentro de una corriente romántica puesta en marcha por Ricardo Palma años antes.

La primera novela indianista se publicó en 1832. Se trata de Netzula, del mexicano José María Lafragua, que recuerda en algunos aspectos a la protagonista de Atala. Alejandro Magariños Cervantes, en Caramurú (1848), combina la acción amorosa con alusiones a la lucha emancipadora, y Rosa Guzmán recrea, en versión novelesca, la leyenda de Lucía Miranda (1860), con todos los ingredientes románticos e idealizantes que ya se encontraban en la antigua historia. Del mismo modo, José Ramón Yepes revive un mito en Iguacaya (1872), añadiendo a la trama muchos de los ingredientes del indianismo que ya estaban en Chateaubriand. También pueden citarse como indianistas las novelas históricas Guatimozín (1846) de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Los mártires del Anáhuac (1870) de Eligio Ancona, Nezahualpilli (1875) de Juan Luis Tercero y Enriquillo (1879-1882) de Manuel de Jesús Galván47. Por ello, Cumandá se encuentra en la recta final del indianismo, cuando la idealización va dejando paso a la crítica social y étnica, que fraguará a partir de Clorinda Matto de Turner, y en el siglo XX dará sus mejores frutos: Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, Matalaché (1928) de López Albújar, Tungsteno (1931) de César Vallejo, Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, El indio (1935) del mexicano Gregorio López y Fuentes, El mundo es ancho y ajeno (1941) de Ciro Alegría, diversas obras de José María Arguedas y Miguel Ángel Asturias, etc. Un indigenismo que traspasa los límites de la narrativa de ficción y se extiende al ensayo socio-literario hispanoamericano: los irracionalismos opuestos a las utopías positivistas, unidos a la xenofobia que nace como mecanismo de defensa de la raza vituperada, explican obras como las de Ricardo Rojas, Blasón de plata (1912) y Eurindia (1914), que tratan de hacer de la historia de Argentina una cosmogonía, a partir de orígenes legendarios, de las profecías de los magos indígenas, del testamento incaico, etc. Esta labor es continuada por Bernardo Canal Feijoo con sus obras Mitos perdidos (1938), Burla, credo y culpa en la creación anónima (1952) y Confines de Occidente (1954), y también por diversos ideólogos del indigenismo, casi todos procedentes de los países donde hay una mayoría de población indígena. Cabe destacar a los bolivianos Franz Tamayo (La creación de una pedagogía nacional, 1918) y Guillermo Francovich Pachamama (Diálogo sobre el porvenir de la cultura en Bolivia, 1942), a los peruanos Manuel González Prada (Nuestros indios, 1924), Antenor Orrego (El pueblo continente, 1939) y Luis Valcárcel (Tempestad en los Andes), y sobre todo al mexicano José Vasconcelos, con sus inevitables La raza cósmica (1925) e Indología (1926). Pero lo cierto es que muchos de los planteamientos indigenistas, que no hacían más que continuar la veta exotista-naturista del XIX dándole un sesgo político e ideológico, cayeron en un dogmatismo y una falacia reduccionista, y fueron denunciados con crudeza por Gutiérrez Girardot en un brillante ensayo, donde definía ese neoexotismo y sus consecuencias:

En Hispanoamérica produjo ese racismo al revés que es el «indigenismo» y que, mezclado vagamente con el llamado «realismo socialista», se presentó no solamente como lo único auténticamente americano, sino como la verdadera «redención», sin querer percibir que, en realidad, quería detener, cuando no anular la rueda de la historia. La justa denuncia social del indigenismo era una coartada que ocultaba su pasatismo irracional48.


Decir que Cumandá es una novela indianista, sin matices, porque se sitúa en una década en que culmina el género, porque sus características son esencialmente románticas y por su idealismo es, sin duda, simplificar la profundidad del relato. Si definimos con Aida Cometta la narrativa indianista como aquélla en la que «el drama del indio está totalmente ausente»49, es obvio que no hablamos con propiedad de la obra de Mera. Por eso la crítica se ha dividido entre los que postulan la ingenuidad y el lirismo superficial de este drama entre salvajes, calco de la narrativa sentimental y naturista francesa, y los que observan claros rasgos reivindicativos, críticos, más propios del incipiente indigenismo. La novela comienza con la descripción de las selvas del oriente ecuatoriano como lugar idílico. En ellas el Padre Domingo de Orozco se dedica a purgar su mala vida anterior evangelizando a los indígenas de Andoas. Ha pasado de ser un colono explotador a un sacerdote entregado en cuerpo y alma a los necesitados, decisión tomada a raíz de una revuelta indígena en la que perece toda su familia excepto su hijo Carlos. Éste conoce a una joven india, Cumandá, también católica y con un cierto parecido físico a los blancos. Ambos se enamoran y desean casarse, pero la oposición de las familias indígenas para mezclarse con los blancos por odios de raza impide la unión. Tongana (Tubón), padre de Cumandá, decide casarla con el jefe de una tribu vecina, Yahuarmaqui, y perseguir a Carlos hasta la muerte. La pareja huye pero es apresada por la tribu de Mayariaga, el cual acaba de ser vencido y ajusticiado por Yahuarmaqui en combate cara a cara. Las dos partes deciden cambiar el botín, y el cadáver es devuelto por la entrega de los enamorados. Casada Cumandá con Yahuarmaqui, éste muere la noche de bodas y ella vuelve a escapar con Carlos. A punto de morir varias veces, Carlos es salvado por su amada, pero en la última de ellas, Cumandá se entrega a la muerte para la exculpación de Carlos. En el momento de la agonía, gracias a la aparición de un amuleto de piel de ardilla, se descubre que Cumandá es Julia, la hija pequeña del Padre Orozco, que fue raptada por Tubón, el cabecilla de la revolución contra los colonos, y que pasó a llamarse Tongana. El Padre Orozco perdona a Tongana y le asiste cristianamente en su agonía. Muerta también Cumandá, Carlos fallece al poco tiempo, y el Padre Domingo se retira al convento de Quito a continuar su vida de dolor y penitencia.

Hernán Vidal, en un artículo ya clásico, «Cumandá: apología del estado teocrático», sostiene que Mera sigue al pie de la letra la moda indianista impuesta por los franceses, porque quizá su intención no estaba tan relacionada con la exaltación del paisaje y la naturaleza americanas, sino más bien con un deseo «de agradar al consumidor europeo, situación común en escritores de sociedades integradas al capitalismo internacional en calidad de dependientes»50. Por eso, el indio y lo selvático son «utilería paisajista». El narrador, al intentar superar las contradicciones existentes entre los dos mundos (el civilizado católico y el salvaje pero maravilloso y admirable indígena), intuye que la plenitud vital consiste en el trabajo de incorporar al pueblo indígena a la civilización, labor que no llegará de la mano de los latifundistas, condenados por las ideas humanitarias cristianas, sino de las órdenes religiosas. Todo esto se demuestra, según Vidal, en dos aspectos: la progresión de lo espiritual en el relato y la defensa de los jesuitas. Éstos habían sido expulsados varias veces de Ecuador, incluso en una época muy cercana a la culminación de la carrera política de Mera: en la etapa liberal de principio de los 50. Con esta novela, Mera justificaría no sólo su vuelta, sino el papel importante que han desempeñado desde su llegada en el siglo XVI, en la evangelización y labor civilizadora de los indígenas. Ahora bien, el matiz que descubre para Vidal el indianismo y la verdadera apología del estado teocrático es la continua ascensión del elemento espiritual en el relato. Es decir, casi se identifica en este autor indianismo con carácter espiritual, propio de la narrativa francesa anterior, y propio sobre todo de una ideología europea importada, como si el cristianismo y España fueran una misma idea, restando validez universal a la religión y reduciendo lo español a un modo muy particular de entender la existencia. Asimismo, indigenismo no sólo se identificaría con reivindicación o lucha por unos derechos, sino más bien con aquel reduccionismo del que hablaba Girardot. Piensa Vidal que la crítica a la explotación, tan evidente en la novela, resulta algo ambigua, porque junto con el deseo «de hacer del indio un pequeño propietario exento de explotación» existe también un «hincapié en el control de las pasiones materialistas del hombre en aras del imperio de un espiritualismo cristiano en las actividades del estado», para configurar un «estado teocrático contemporáneo». Además -continúa Vidal- «podía soslayar una crítica demasiado intensa del huasipungo serrano para mostrar otra alternativa de organización nacional a partir de esos experimentos misioneros sin enajenarse la buena voluntad de los círculos conservadores. Más específicamente su crítica al conservadurismo se dirige al hecho de haber olvidado [...] su misión civilizadora y cristianizadora. Pero, a pesar de todo, es obvio que no deseó dar a sus planteamientos un carácter antagónico frente a sus mentores. De haber escogido tal antagonismo habría usado la novela como material de agitación política, de lo cual no hay evidencia»51. A nuestro juicio, Vidal confunde a veces espiritualismo cristiano con indianismo, ingenuidad y conservadurismo político, y además no repara en la imposibilidad de Mera para presentar el material crítico en moldes contemporáneos, ya que la época en la que vive está dominada, como vimos, por las corrientes románticas, y la oleada realista todavía no ha comenzado a extenderse por América Hispánica. Como escritor de transición, no puede escribir una obra como Huasipungo, sino que su crítica, sin juzgar ahora su intensidad, tiene otros cauces. Richard A. Young, en un artículo bastante más reciente, pone también en duda el aspecto crítico de Cumandá, y se pregunta «hasta qué punto es posible aceptarla como precursora del indigenismo del siglo veinte»52. Reconoce los aspectos novedosos de la obra en las relaciones interraciales y el desenmascaramiento de los abusos de la conquista y la colonización española, pero concluye que «en ningún momento se critican las instituciones sociales y políticas que permiten este sistema, ni se aboga por su reforma. Por el contrario, la culpa no se atribuye a institución alguna, sino al carácter maniqueísta de la naturaleza humana»53. Lo más asombroso es que Young cita a continuación varios fragmentos del capítulo II de la novela, el cual constituye un alegato en favor de la obra de los misioneros para civilizar la selva, y una dura crítica a la institución monárquica absolutista que expulsó a los jesuitas por prejuicios ideológicos y miedos políticos. Júzguese si este párrafo supone o no una tremenda censura a la actuación imperial y, en definitiva, a la misma institución, separando perfectamente lo vicioso del poder político y la generosidad y abnegación de las actividades de los religiosos, aunque ambos procedieran de la Península:

Un repentino y espantoso rayo, en forma de pragmática sanción, aniquiló en un instante la obra gigantesca de dilatadísimo tiempo, de indecible abnegación y cruentos sacrificios. El 19 de agosto de 1767 fueron expulsados de los dominios de España los Jesuitas, y las Reducciones del Oriente decayeron y desaparecieron. Sucedió en lo moral en esas selvas lo que en lo material sucede: se las descuaja y cultiva con grandes esfuerzos; mas desaparece el diligente obrero, y la naturaleza agreste recupera bien pronto lo que se le había quitado, y asienta su imperio sobre las ruinas del imperio del hombre. La política de la Corte española eliminó de una plumada medio millón de almas en sólo esta parte de sus colonias. ¡Qué terribles son las plumadas de los reyes! Cerca de dos siglos antes, otra igualmente violenta echó del seno de la madre patria más de ochocientos mil habitantes. Barbarizar un gran número de gente, imposibilitando para ella la civilización, o aventarla lejos de las fronteras nacionales, allá se va a dar: de ambas maneras se ha degollado la población.


(cap. II, p. 98)                


Mera guarda las formas: no en vano Cumandá está dedicada a la Real Academia Española, una institución de la Monarquía Española, de la que forma parte desde 1872. Ahora bien, esos hilos no le atan hasta el punto de callar aquello que ha visto con claridad. Casi cuatro siglos de historia repiten una actitud que hay que recriminar sin esconder la gravedad. En una carta a Valera es mucho más explícito, se confiesa defensor del indígena, aunque es consciente de que la lucha es desigual; poco pueden sus palabras contra tantos siglos de abusos, porque sigue siendo un problema de mentalidad:

En mis escritos, en las legislaturas a que he concurrido, en los empleos que he desempeñado, he sido defensor constante de los indios contra las preocupaciones y los abusos de la gente de mi raza; pero los abusos y las preocupaciones han sido más poderosos que todos mis razonamientos y mis esfuerzos... La herencia de los vicios y defectos de nuestros abuelos no ha desaparecido del todo entre nosotros, y sirve de rémora no sólo al mejoramiento de la condición de los indígenas, en buena parte sujetos aún a injusto y duro trato, sino también al progreso de los mismos que nos ufanamos de pertenecer a una raza superior54.


Así, muchos críticos han hallado razones para creer que algunas partes del contenido de la obra anticipan o anuncian la dirección que va a tomar la novela realista. Fernando Alegría admite que «Mera es un precursor de la novela indianista (indigenista), no por sus tendencias literarias, sino por sus sentimientos de reivindicación social»55. Antonio Sacoto, en su estudio sobre el indio en la novela ecuatoriana, asegura que podemos ver en Mera «the beginning of the realist novel with social and economic tendencies»56, lo que Tomás Escajadilla ha denominado «indigenismo ortodoxo»57. El autor que más ha incidido en el tema es Manuel Corrales, uno de los mejores estudiosos de la obra de Mera. En su trabajo «Cumandá y las raíces del relato indigenista ecuatoriano» parte de la opinión común que sitúa a la novela Plata y bronce, de Fernando Chaves, en el inicio del indigenismo literario ecuatoriano, e intenta demostrar que en la obra de Mera hay ya indicios de esa corriente literaria y social, dejando claro «que el elemento indigenista no es lo central en la novela de Mera»58, si bien es cierto que hay cuatro notas precisas que lo confirman: el carácter documental de la obra, la presencia comentadora del autor, la evocación del ancestro y la constatación de que la justicia siempre ha estado al servicio del poderoso. La referencia a la sublevación de Guamote y Columbe, relacionada con la explotación en los obrajes, se convierte en un dato histórico que provoca el argumento reivindicativo de toda la obra. El colono José Domingo Orozco (capítulo VI), a finales de 1790, va a visitar su hacienda de Riobamba, donde también dirige una serie de obrajes y huasipungos. Los indígenas que trabajan para él, encabezados por Tubón, se sublevan y matan a toda la familia excepto a su hijo Carlos e incendian el lugar. La reacción no se hace esperar: Orozco toma represalias y ejecuta a varios indígenas, pero cuando reflexiona sobre las causas de la sublevación, admite su culpa y decide abandonar el sistema de explotación para convertirse en misionero. Las descripciones de Mera sobre las condiciones de vida de los indígenas son elocuentes:

Quien en aquellos tiempos nombraba una hacienda de obraje nombraba el infierno de los indios; y en ese infierno fueron arrojados el viejo Tubón, su esposa e hijo. La pobre mujer sucumbió muy pronto a las fatigas de un trabajo a que no estaba acostumbrada y al espantoso maltrato de los capataces. El látigo, el perpetuo encierro y el hambre acabaron poco después con el anciano: un día le hallaron muerto con la cardadera en la mano.


(cap. VI, pp. 130-131)                


Y junto con los obrajes, el tremendo peso de las deudas contraídas a priori por los abusivos concertajes:

El hijo, que pudo resistir a beneficio de la corta edad, salió de su prisión a los muchos años, por convenio celebrado entre su antiguo amo y el dueño del obraje, y cargado, además de su primera deuda, con la del padre difunto.


(cap. VI, p. 131)                


La crítica se recrudece cuando, vistas las características de la explotación, el indígena intenta reclamar justicia, y ésta se decanta siempre en favor de los poderosos. En el mismo capítulo VI Mera explica cómo los Tubones quisieron protestar por los malos tratos del amo y fueron castigados por ello:

Los tres, juntamente, quisieron dejar el servicio de amo tan cruel e injusto y acudieron a la justicia civil, ante la cual se sinceró don José Domingo, y apareció impecable como un ángel. No así los indios, que habían cometido el grave delito de quejarse contra el amo, el cual para castigarlos vendió a un obrajero la deuda que, por salarios adelantados, habían contraído los Tubones.


(cap. VI, p. 130)                


En definitiva, Cumandá pone de manifiesto los mecanismos de funcionamiento de una organización social colonial, es decir, un sistema socioeconómico cerrado basado en una relación estructural de dependencia, con dos estratos: el de los colonizadores y el de los colonizados. Ahora bien, falta en Cumandá un estudio más profundo del sistema de explotación ya que, en ocasiones, la crítica resulta algo velada, y, sobre todo, la división entre dominantes y dominados es algo simple. Sin llegar al maniqueísmo de algunos planteamientos del XIX sobre el dilema civilización vs. barbarie, en los que indígenas o europeos son, en bloque, o los buenos o los malos por naturaleza, la diversificación parece, a todas luces, insuficiente. Todos los indígenas son salvajes, a juzgar por el título de la novela y por la evolución de los hechos, a pesar de que exista una diferencia mínima en el grado de civilización, según las características propias de la tribu y el tipo de contacto previo con misioneros civilizadores. La única excepción es Cumandá quien, como se descubre al final, ni siquiera es de raza india. Es decir, la defensa del indio no se sustenta en el carácter de su estado inicial, libre y primitivo, sino en su capacidad de ser civilizado y en la idea cristiana de la igualdad radical y esencial de todo hombre por ser hijo de Dios y creación divina. En los blancos, la distinción se formula entre colonos y misioneros. Apenas hay aspectos negativos en la actuación de los religiosos, mientras que el colono europeo es un explotador, el único responsable de la dominación del indígena. A este cuadro le falta, además de los matices que diferencian a los tipos de las personas reales, un trabajo más profundo acerca del elemento dominador basado en el colonialismo interno. Así lo ha visto Segundo Moreno:

Aunque se ha señalado la situación colonial como un proceso de dominio sobre el grupo indígena, se la ha interpretado unilateralmente. Así, se ha condenado a la explotación española entendiéndola exclusivamente como la de la Metrópoli europea, mientras se han disimulado las relaciones locales de dependencia conocidas como colonialismo interno. Para los indios, tan colonialistas eran los españoles europeos, como los criollos americanos y mestizos. He aquí por qué sus luchas no terminaron con la independencia política, sino que han continuado y quizás con mayor violencia durante la República59.





La estructura, el tiempo y los personajes de Cumandá

Cumandá es una novela bien concebida desde la perspectiva clásica del relato largo. Mera nos habla de su origen y concepción en una carta a Valera fechada en Atocha el 1 de diciembre de 1889. El novelista ecuatoriano escucha la historia de manos del viajero inglés Richard Spruce, enviado por el gobierno de su nación para recoger las semillas de la quina, extrayéndolas de las montañas ecuatorianas. Spruce conoce a Mera y le relata la historia de una joven jíbara que huye de su entorno y se refugia entre cristianos para no ser enterrada con su esposo, el curaca recién fallecido, ya que ésa era la costumbre entre los indígenas. Sobre la base de esa noticia, con la documentación pertinente sobre los acontecimientos de 1790 y las aportaciones de Chateaubriand, Saint-Simon y Cooper, Mera diseña una estructura. Hay un planteamiento breve pero claro e incisivo, que presenta el tema, el escenario e introduce al lector para que llegue sin dificultades hasta el final de la aventura. El desarrollo es lineal sin saltos, exceptuando el capítulo VI, «Años antes», que recupera los orígenes de la historia que va a contar, desde el levantamiento de 1790 hasta el presente de la narración, 1808, en plena efervescencia emancipadora pero un año antes del famoso golpe de Quito. En los primeros compases predomina la descripción, y el narrador recorre el camino desde lo indígena hasta lo hispánico: el lugar donde van a desarrollarse los hechos (cap. I), las tribus que intervienen en la historia (cap. II), los Tongana y Cumandá (cap. III); en el capítulo IV se encuentra el punto de unión entre lo indígena y la colonia, y además se da a conocer la relación amorosa que condiciona el nudo de la novela: Carlos y Cumandá nos descubren su amor puro en un locus amoenus. A partir de aquí comienza el acercamiento al otro grupo étnico: la Reducción de Andoas (cap. V), tradicionalmente atendida por misioneros, en la que trabaja ahora el Padre Orozco, cuyos orígenes (cap. VI) y los de su familia son detallados para terminar en la figura central, Carlos (cap. VII). Por tanto, las secuencias de desempeño (o pruebas para el desarrollo de la acción que poseen elementos imprescindibles para que el relato avance) fundamentales se encuentran en estos primeros capítulos: en el II Yahuarmaqui decide no apoyar a Mayariaga y retirarse de la guerra; por ello, éste odiará a aquél y Yahuarmaqui se acercará a Tongana, propiciando el posterior matrimonio de Cumandá. En el IV se descubre el amor pero también el temor, y se augura el fracaso. Asimismo se anuncia el carácter fuerte y activo de ella frente a la pasividad del amante, con lo que se invierte el esquema típico de la novela sentimental romántica. El capítulo VI, como ya hemos visto, se produce la secuencia de desempeño más decisiva, a través de la historia de las sublevaciones.

Aquí termina el planteamiento, y comienza el tratamiento del tema. La descripción, que imprimía un ritmo más bien lento a la obra, cede paso a la acción y al diálogo, ganando en interés y rapidez, gracias a los obstáculos que los protagonistas van encontrando e intentan sortear. Se trata de la conjunción de dos fuerzas de signo contrario que funcionan en dos niveles diferentes: el amor de los protagonistas (particular y privado) se estrella contra el odio entre las razas (general y público), que significa también desavenencias de tipo ideológico y religioso60. En los trece capítulos restantes -veinte tiene la novela-, Mera va repartiendo los momentos de tensión y distensión estratégicamente para mantener la atención del lector, siendo fiel a su propósito inicial, expuesto en el planteamiento: amor puro entre los dos jóvenes, odio de razas, persecuciones y condenas a muerte. Tiene particular interés la parte central de la novela, los capítulos que marcan el punto intermedio entre la presentación y la resolución: en ellos se describen con agilidad los tres intentos de Tongana para acabar con Carlos. En el cap. IX el joven es arrojado al lago por el hijo de Tongana, en el X escapa de ser envenenado y en el XII se salva in extremis de ser atravesado por una flecha. En todas esas ocasiones Cumandá realiza la función de heroína que salva al amado. Dentro del contexto católico en el que Mera se desenvuelve, el número tres adquiere un valor simbólico importante, que hace resaltar estructuralmente la figura de Cumandá. El tres es uno de los números de la plenitud porque significa la Trinidad, pero también es el número que representa la prueba detrás de la cual se encuentra la salvación. Tres son las tentaciones o pruebas que Cristo ha de superar, tres las negaciones de Pedro y las posteriores muestras de arrepentimiento y superación del desamor, tres los días que transcurren entre la muerte y la resurrección, etc. En Cumandá, los tres encuentros con la muerte son el triunfo del amor sobre el odio, el cual a su vez no puede evitar el desenlace trágico en los últimos capítulos, porque la anagnórisis final (intriga de revelación, reconocimiento de la verdadera identidad de Cumandá y Tongana gracias a la bolsa de piel de ardilla) imposibilita la relación amorosa entre dos hermanos, como en Atala, Cecilia Valdés, Aves sin nido o tantas otras muestras del género. Además, la novela sentimental decimonónica exige el final trágico, algo que se prepara durante todo el texto y que se resuelve a partir del capítulo XVIII, «Última entrevista en la tierra», cuando Cumandá se entrega y pide hablar con él antes de morir, y tiene lugar una de las escenas más lacrimógenas de la novela, condimentada con el dolor de la despedida.

Como puede observarse, la estructura es bastante tradicional, los capítulos son de una duración parecida, generalmente cortos, prevalece la acción sobre la descripción, y la secuencia temporal es continuada y de pocos días de duración, exceptuando las analepsis de los capítulos VI (historia de la familia Orozco) VII (historia de Carlos), XVI (en la segunda huida Cumandá recuerda la anterior, ocurrida dos semanas antes) y XIX (se rememora el suceso de los levantamientos de Columbe y Guamote). En el último capítulo, casi a punto de terminar la novela, el narrador deja pasar unos meses para contar escuetamente la muerte de Pona, madre (india) de Cumandá, y de Carlos, que no pudo soportar la desaparición de su amada. Asimismo, narra la marcha del Padre Orozco a Quito, por orden de su prelado. La acción se sitúa a principio de siglo, mientras que el tiempo de la escritura corresponde al comienzo de la segunda mitad del siglo.

La función que realizan los personajes en la obra tiene asimismo consecuencias estructurales, ya que los protagonistas constituyen el eje sobre el cual se construye la trama. Cumandá, que aparece en el principio del texto, es el elemento que se encuentra integrado en la misma estructura interna del relato, pues de ella depende el curso de los acontecimientos (la relación amorosa, el desencadenamiento del conflicto generado por el odio de razas, el protagonismo en la fiesta de las canoas, la triple salvación de Carlos, el matrimonio con Yahuarmaqui, la anagnórisis, la muerte definitiva de Carlos, etc.). Sin embargo, no resulta un personaje plenamente romántico, según el canon de la narrativa sentimental. Es, ciertamente, hermosa, sentimental, pura, enamorada, blanca criada en ambiente indígena, etc., pero no padece la pasividad propia de las protagonistas románticas. Al contrario, es el personaje que desarrolla una iniciativa más completa: siempre se muestra ágil y diestra en el manejo de la canoa o a nado, va y viene como quinde entre el follaje, salva a Carlos de los peores peligros, huye por la selva en busca de su amado, no tiene miedo a los vientos ni a las tempestades, se enfrenta a una navegación suicida en el Palora, se entrega a Sinchiriga, sucesor de su marido muerto, para ser sacrificada, promete a Carlos amor eterno, incluso después de la muerte, etc. En ella, belleza y calidad moral se identifican, haciéndola semejante a Dios por su virtud. Carece de sensualidad, y su sensibilidad es exquisita pero no enfermiza. A su alrededor crea Mera una red de sugerencias simbólicas que corroboran todas estas características. El nombre Cumandá significa «patillo blanco»61, y es elegido por sus padres por la admiración primitiva a la belleza y la agilidad en el medio acuático, y debido también al color de su piel, que semeja al de los europeos. En la simbología de los animales alados, el blanco -también en la paloma- significa la elevación espiritual, la pureza, la fidelidad y el afecto, atributos que pertenecen asimismo al ámbito del quinde, con el que también se le compara. Otros animales que aparecen en el texto, en relación con las cualidades morales de Cumandá, son la mariposa (emblema del alma y de la atracción hacia lo luminoso), el cordero (inocencia, pureza, también el inmerecido sacrificio y la periódica renovación del mundo) y el ciervo (ligado al árbol de la vida por su cornamenta, al amor en el Antiguo Testamento, y a la pureza y la vía de la soledad en la Edad Media). Algunas plantas se suman al elenco de funciones simbólicas. Cumandá es comparada con frecuencia a flores blancas, aspecto espiritual y positivo. La azucena, por ejemplo, la acerca al emblema cristiano medieval de la pureza, aplicada desde los primeros siglos a la Virgen María. Los dos amantes son identificados a veces con dos palmeras, que aluden a la realidad celestial y sugieren la inmortalidad y la resurrección, y en otras ocasiones con un simbillo, árbol característico de la región, de extraordinaria fortaleza y aguante.

En la novela, los personajes femeninos tienen continuamente cualidades positivas. Pona, esposa de Tongana, trata de ayudar a la hija. Fue la nodriza de Julia y la que le salvó del incendio. Sufre las consecuencias de la complicidad, y descubre la verdad sobre el origen de Cumandá con el fin de salvarla. Al no conseguirlo, llora desconsoladamente su pérdida. Es comparada al tronco viejo, es decir, la fortaleza y sabiduría que da el paso del tiempo, y la fuerza protectora, acogedora. Lorenza Huamanay, que es citada tres veces en el capítulo VI, adquiere incluso caracteres heroicos. Es «la terrible conspiradora, nombre famoso en las tradiciones de nuestros pueblos» (cap. VI). Se trata de una de las valerosas luchadoras indígenas en la rebelión de Guamote y Columbe, apresada junto con Tubón y ahorcada. Mera describe así su coraje:

La feroz Huamanay, supersticiosa cuanto feroz, había sacado los ojos a un español y guardádolos en el cinto, creyendo tener en ellos un poderoso talismán; pero viéndose al pie del patíbulo, se los tiró con despecho a la cara del alguacil que mandaba la ejecución, diciéndole: «¡Tómalos! Pensé con esos ojos librarme de la muerte, y de nada me han servido».


(cap. VI, p. 132)                


Hay un valioso testimonio histórico que corrobora esa presencia, ese liderazgo de Lorenza Avemañay62, y comprueba la tendencia de Mera a resaltar los roles de la mujer en una sociedad donde apenas era considerada, y por cuyos derechos y protagonismo todavía habría que luchar durante mucho tiempo: «Como en las sublevaciones pasadas, no estuvieron en Guamote ausentes las mujeres indígenas: entre ellas se distinguieron Lorenza Peña, Jacinta Juárez y Lorenza Avemañay. Ellas celebraron su triunfo con ferocidad y en medio de una embriaguez general extrajeron los ojos de los cadáveres para comérselos o guardarlos como talismanes. Por estos actos Lorenza Avemañay perduró en la memoria de los indios, quienes casi medio siglo después todavía celebraban sus hazañas en los cantos entonados con motivo de la siega»63.

En contraste con los femeninos, el carácter de Carlos es más bien sosegado, indeciso y pasivo. En el capítulo VII es descrito como poeta infortunado, dulce, atractivo, sentimental, con gran melancolía y soledad espiritual, es decir, con caracteres más propios de las protagonistas de las novelas sentimentales de la época. Carece de personalidad propia y se acerca más al arquetipo romántico, enfermo del alma, errante, con gran capacidad de sufrir, nada preparado para la vida práctica. La idealización en este personaje es, por tanto, casi absoluta, y el lector no logra identificarse con él. Es también comparado con un pato, animal benéfico, relacionado con el agua, símbolo del origen y las fuerzas de resurrección, y con algunos árboles y su corteza protectora. Se destaca sobre todo su unión con Cumandá, su pureza, inocencia, y la idea de sacrificio. Es llamado, por último, ángel, unificando todos los conceptos anteriores con el carácter netamente espiritual de su personalidad. Su padre es muy distinto, y su historia determina la función que ocupa en el relato. Sobre él gravitan las críticas a la colonización española y las alabanzas al estamento religioso. Su conversión personal es una llamada, de corte lascasiano, a la fe en el hombre particular, a la conciencia individual que logra vencer las barreras de la intención colectiva errada. Su arrepentimiento es real y práctico, y sus consecuencias no crean graves conflictos en su idiosincrasia particular: se adapta al nuevo tipo de vida y asume la condición de hombre nuevo. No es un héroe activo como Cumandá: su heroicidad estriba en pasar desapercibido, trabajando de espaldas al público, concibiendo su destino como servicio. Se trata, sin duda, del homenaje que Mera dedica a los jesuitas y demás religiosos que durante siglos se han dedicado anónimamente al trabajo con los indígenas en todos los territorios de Hispanoamérica.

Para los personajes indígenas, el autor mezcla rasgos literarios tradicionales, de corte idealista, con otros adecuados a la realidad. La intención es patente: mientras aboga por las reminiscencias positivas de la vida natural, pegadas al paisaje selvático, marco donde desarrolla su actividad el buen salvaje, describe los elementos reales que, según su mundo de valores etnocéntrico, cabría denominar salvajes o bárbaros, los cuales necesitan al elemento civilizador cristiano. Por otro lado, hay múltiples referencias a tradiciones reales de los indígenas de la zona descrita en la novela. Las fiestas detalladas, los atuendos de los indios, el mundo de supersticiones, las costumbres guerreras y familiares o tribales suponen un buen conocimiento por parte del autor del hábitat al que se alude. Por otro lado, es una nota que advierte el costumbrismo de la novela, el acercamiento a datos realistas que alejan a Cumandá de las obras netamente indianistas. Yahuarmaqui recuerda en algunos aspectos a los héroes de los primeros poemas épicos americanos, por su valentía, prudencia, ferocidad, autoridad y capacidad de decisión. Tongana (Tubón) simboliza el odio a los blancos, a raíz de los sucesos de Columbe y Guamote, y los instintos de venganza más acendrados. Sólo al final, en el umbral de la muerte, se arrepiente de su vida pasada y abraza la fe cristiana, con todos sus valores morales. Mayariaga, curaca de los moronas, encarna el rencor entre salvajes. Decide atacar a Yahuarmaqui y sus tribus aliadas, que no quisieron la unión con su causa bélica inicial. Hay diferencias también entre las tribus indígenas: mientras los záparos se distinguen por su mansedumbre y hospitalidad, los jíbaros son temibles por su indómita ferocidad. En definitiva, el indígena está descrito en función de su posible redención material y espiritual.




El punto de vista de la narración y el estilo

Mera narra como rigen los cánones de la novela del XIX, es decir, desde la omnisciencia y la omnipresencia. El narrador se sitúa fuera de la acción y la contempla y describe desde encima, hace y deshace, y conoce la interioridad de los personajes con la misma intensidad que sus acciones externas. Es más, puede conocer simultáneamente pensamientos diversos de personajes alejados local y temporalmente. El conocimiento del narrador se extiende también a los sentimientos, razón por la cual puede graduar el amor de los jóvenes y el odio de los indígenas a su antojo para provocar momentos de gran tensión o de relajamiento. No existen secretos para el director de la orquesta, ni en el espacio, ni en el tiempo ni en la misma acción. El autor, además, se identifica públicamente con el narrador. En la conocida carta-dedicatoria a la Academia Española, declara: «Tras no corto meditar y dar vueltas en torno de unos cuantos asuntos, vine a fijarme en una leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en ella algo nuevo, poético e interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del Oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las costumbres de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones de los tiempos en que estas tierras eran de España y escribí Cumandá»64. Situado en el origen de la historia, pero fuera de ella, mantiene a través de la omnisciencia una serie de relaciones con su universo diegético y con el narrativo creado, ayudándose de la tercera persona. Ahora bien, no siempre es capaz el autor de mantenerse fuera de su universo, pues recurre con cierta frecuencia a un rasgo que acompañará a la historia del relato indigenista ecuatoriano: la intromisión del narrador dentro de la narración65, casi siempre en los lugares donde es importante dejar claro el sentido ideológico del relato, es decir, aquéllos que van a emitir un juicio sobre los indígenas, los desastres de la colonización, la heroicidad de los misioneros, el carácter determinado de un protagonista, incluso para comentar una escena amorosa. La intrusión llega hasta la misma apelación al lector implícito. Después de describir minuciosamente la zona selvática que va a acoger a los personajes de la novela, Mera termina el primer capítulo del siguiente modo: «Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto, imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia. Pocas veces volveremos la vista a la sociedad civilizada; olvídate de ella si quieres que te interesen las escenas de la naturaleza y las costumbres de los errantes y salvajes hijos de las selvas». (cap. I, p. 95)

A partir de este esquema narrativo, todos los recursos de estilo, estructurales, las formas del discurso, etc., alimentan la intención de base. Terminada la descripción inducida de los primeros capítulos y contada la historia que interesa, comienza la narración, que suele incluir en ocasiones fragmentos descriptivos, casi siempre relacionados con la animización de la naturaleza, con el objeto de introducirlos en la narración. Telmo Guerra ha estudiado los recursos más utilizados66. Entre ellos hay que destacar el matiz adversativo del relato (abundancia de oraciones subordinadas adversativas, que coincide con el carácter antitético de toda la narración: los hechos están presentados en sistemáticos contrastes); el estilo anafórico (medio más apto para expresar emociones, recalcar ideas, intercalar comentarios); la enumeración de personas que intervienen en alguna acción, para conferir verosimilitud a lo que se está narrando; la acumulación -por orden de intensidad- de acciones rápidas por medio de frases cortas, en las que los verbos son las palabras claves; la técnica -propia del estilo cinematográfico- de comenzar el relato con un débil indicio, que se va ampliando poco a poco hasta que descubrimos cómo es en su integridad; la ubicación tempo-espacial constante, con abundancia de hechos históricos con sus fechas y lugares; la oración adverbial antepuesta a la principal; la acumulación de oraciones cortas, rebosantes de acción; la colocación de artículos gramaticalmente innecesarios, sintagma antitéticos, onomatopeyas apoyadas en vocales, sutiles matices verbales, etc. Uno de los recursos que emplea con más pericia es la técnica pictórica detallista. No en vano fue un gran aficionado a la pintura. Mera describe como el pintor pinta: la selva aparece con toda su intensidad de luz, color, movimiento, con sus claros y oscuros, rodeada de animales, plantas y seres humanos, a veces tranquila, otras alborotada por una tempestad en un gran río, una tormenta excesivamente violenta o una pelea entre tribus enemigas. Pero esos locus amoenus no tienen la rigidez y topicidad de los paisajes medievales, son lugares reales, observados por el autor y descritos con la actitud del pintor que pasa mucho tiempo en presencia del lugar que intenta reproducir. Por eso, la textura romántica global de la obra se ve de vez en cuando matizada por rasgos que anuncian el realismo posterior. A pesar de ello, el contenido simbólico de algunas descripciones, nombres, acciones, etc., y la abundancia de metáforas y comparaciones aseguran la realidad de una prosa poemática (así la definieron Concha Meléndez o Navas Ruiz) del romanticismo más genuino.

Antonio Sacoto ha señalado la fragilidad de los diálogos en Cumandá: observa que «son muy efectivos entre los personajes secundarios, comparsas; pero frívolos, sin vigor y sin ilusión entre la protagonista Cumandá y Carlos, especialmente aquellos diálogos de amor que, por lo ideal y depurado, resultan falsos y artificiales»67. Es cierto que en ocasiones, la función dialógica carece de fuerza y realismo, porque se encuentra muy contrapesada por la imitación de los modelos extranjeros y la presentación de situaciones dialogales tópicas. En ese sentido, las técnicas de la narración superan con creces a los objetivos cubiertos por el diálogo. En él predominan los comentarios exaltados y violentos que sirven para cerrar una escena espectacular. Casi no existen, por tanto, diálogos de sencillez formal68. Las frases exclamativas e interrogativas son los patrones de diálogo más comunes, donde la pasión romántica encuentra su lugar, casi siempre mitigada por la tendencia espiritualista que impregna toda la obra. Algunas veces, el diálogo implica incitación a pensar antes de actuar, para obrar con prudencia. Sin embargo, el diálogo de los indígenas suele ser violento, por el odio acumulado y el miedo supersticioso a lo extra-natural, y la presentación formal aparece con toda su simplicidad, para diferenciar al civilizador del civilizado. Por último, cabe señalar la abundancia de arcaísmos y americanismos, que tiñen la obra de color local y añejo, y confieren cierto matiz retórico y clásico al relato. En definitiva, en Cumandá se observa una gran preocupación por la estructura narrativa, el lenguaje y una voluntad de estilo que lleva a cuidar con esmero la presentación formal y el impacto que en cada momento quiere provocarse en el lector. Éste, por tanto, es inducido por el autor de un modo consciente y calculado, a través de un narrador omnisciente que utiliza a su arbitrio todas las técnicas que le brinda la experiencia literaria, con el fin de obtener una enseñanza moral relativa a la igualdad esencial de todos los hombres, y la desigualdad real existente, que hay que combatir con espíritu positivo, para construir una sociedad mejor, para llevar el progreso a los países cuya riqueza potencial es obvia.




Criterios de mi edición

El texto fundamental sobre el que se ha basado mi edición es el que fijara con acierto en 1989 Trinidad Barrera, Catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Sevilla, en su edición crítica publicada por Alfar, incluyendo las breves actualizaciones de la acentuación (desaparece la marca acentual por ejemplo, en los monosílabos) y la regulación de la grafía g/j o la b/v. Asimismo se han cotejado las ediciones de 1879 (la primera), en el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid, de 1891 (se trata de la segunda edición de la obra, publicada en Madrid, Fernando Fe, la última en vida del autor, fallecido en 1894, y que contiene ligerísimas e insignificantes variaciones con respecto a la primera; el ejemplar utilizado ha sido el de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, aunque el original se encuentra en propiedad de la Biblioteca de Cataluña), la ya clásica de Espasa-Calpe (Colección Austral, 1951), en su quinta edición, de 1976, y la edición de Alba (Madrid), en 1984. De todas ellas hay que destacar las dos primeras, por la importancia histórica obvia que poseen, y la de Trinidad Berrera de 1989, que posee dos elementos altamente significativos: se trata de la primera edición crítica, que recoge en notas a fin de texto las variantes más sobresalientes y corrige las erratas de ediciones posteriores, y además cuenta con un buen prólogo, algo nada fácil de encontrar en otras ediciones de la obra. Las notas a pie de página han sido confeccionadas siguiendo las pautas de las ediciones de Alfar, Espasa-Calpe y Alba, además de otras que nos ha parecido oportuno sugerir. En el capítulo bibliográfico hemos actualizado el abundante material que se ha ido publicando últimamente, dando cuenta nada más de una selección de los mejores textos críticos sobre Mera, Cumandá y el problema indígena en el XIX.








Bibliografía



    • Ediciones más sobresalientes de «Cumandá»

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    • ——, Quito, en La Patria, como folletín, del 9 de enero al 16 de marzo de 1905.
    • ——, Quito, en La Cantárida, como folletín, del 20 de febrero al 10 de abril de 1922.
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    • ——, Quito, en El Comercio, como folletín, 1943.
    • ——, Quito, Clásicos Ecuatorianos, vol. XIV, 1948.
    • ——, Quito, Talleres Gráficos Salesianos, 1949.
    • ——, Madrid, Espasa-Calpe (Colección Austral), 1951.
    • ——, Quito, Editorial Universitaria, 1969.
    • ——, Madrid, Alba, 1984.
    • ——, Quito-Guayaquil, Don Bosco, 1985.
    • ——, Alfar, Sevilla, 1989 (edición crítica de T. Barrera).
    • ——, Madrid, Cátedra, 1998 (edición de Ángel Esteban)


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