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Juan de la Rosa

Memorias del último soldado de la Independencia

(Literatura boliviana)

Nataniel Aguirre


[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]

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ArribaAbajoCapítulo I

Primeros recuerdos de mi infancia


Rosita, la Linda Encajera, cuya memoria conservan todavía1 algunos ancianos de la villa de Oropesa,2 que admiraron su peregrina hermosura, la bondad de su carácter y las primorosas labores de sus manos, fue el ángel tutelar de mi dichosa infancia. Su cariño, su ternura y solicitud maternales eran sin límites para conmigo, y yo le daba siempre con gozo y verdadero orgullo el dulce nombre de madre. Pero ella me llamó solamente «el niño», menos dos o tres veces en las que la palabra «hijo» se le escapó, como un grito irresistible de la naturaleza, que parecía desgarrar de un modo muy cruel sus entrañas.

  —2→  

Vivíamos solos en un cuarto o tienda del confín del Barrio de los Ricos, hoy de Sucre, sin más puertas que la que daba a la calle y otra pequeña, de una sola mano, en el rincón de la izquierda de la entrada. Una tarima, que era nuestro estrado y servía de noche para hacer la cama; una larga mesa sobre la que Rosita planchaba ropa fina de lino, albas y paños de altar; una grande arca ennegrecida por el tiempo; dos silletas de brazos con asiento y espaldar de cuero labrado; un banquito muy bajo y un brasero de hierro, componían lo principal del mueblaje de la habitación. Las paredes, pintadas de tierra amarilla, estaban decoradas de estampas groseramente iluminadas, entre las que resaltaba una pintura original, obra de no muy torpe como atrevida mano, que representaba la muerte de Atahualpa. En la pared fronteriza a la puerta, como en sitio de preferencia, había además un cuadro al óleo, de la Divina Pastora sentada, con manto azul, entre dos cándidas ovejas, con el niño Jesús en las rodillas. La puertecita de la izquierda conducía a un pequeño patio enteramente cerrado por elevadas tapias, y en el que un sotechado servía de despensa y de cocina.

Rosita -no creo que me engañen mis recuerdos, ni que mi ternura le preste ahora en mi imaginación encantos que no tenía-, era una joven criolla tan bella como una perfecta andaluza, con larga, abundante y rizada cabellera; ojos rasgados, brillantes como luceros; facciones muy regulares, menos la nariz un tanto arremangada; boca de flor de granado; dientes blanquísimos, menudos, apretados, como sólo pueden tenerlos las mujeres indias de cuya sangre debían correr algunas gotas en sus venas; manos y   —3→   pies de hada; talle airoso y gentil que, sin el recato que observaba en todos sus movimientos y la hacía presentarse un poco encogida, le hubiera envidiado la mujer más presumida, esbelta y salerosa de la Península. Su voz, que tomaba fácilmente todas las inflexiones de la pasión, era de ordinario dulce y armoniosa como un arrullo. Había recibido, en fin, la educación más esmerada que podía alcanzarse en aquel tiempo.

Vestía uniformemente basquiña de merino azul hasta cerca del tobillo; jubón blanco de tela sencilla de algodón, muy bordado, con anchas mangas que dejaban ver los brazos hasta el codo; mantilla de color más oscuro, con franjas de pana negra, prendida con grueso alfiler de plata Sus hermosos cabellos, recogidos en dos trenzas, volvían a unirse a media espalda, anudados por una cinta de lana de vicuña con bonitas de colores. Por todo adorno llevaba grandes aretes de oro en sus delicadas y diminutas orejas y un anillo de marfil encasquillado, en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus pies calzados de medias listadas del mismo color predilecto del vestido, se ocultaban en   —4→   zapatitos de cuero embarnizado, con tacones encarnados. Me parece que la veo y la oigo, ahora mismo con embeleso, como acostumbraba al despertarme de mi tranquilo sueño. Limpia, aseada, después de haberlo ordenado todo en nuestra habitación, está sentada a la puerta, en su banquito, con la almohadilla de encajes por delante; pero sus ágiles dedos se entorpecen poco a poco hasta abandonar lánguidamente los palillos y se cruzan sobre una de sus rodillas; sus bellos ojos buscan no sé qué en la parte de cielo que se descubre más allá de los techos de un feo caserón del otro lado de la calle; canta a media voz para interrumpir mi sueño, en la lengua más tierna y expresiva del mundo, el yaraví de la despedida del Inca Manco, tristísimo lamento dirigido al padre sol, de lo alto de las montañas del último refugio, demandando la muerte para no ver la eterna esclavitud de su raza; gotas del llanto que fluye sin sentirlo, ruedan una tras otra por sus pálidas mejillas...

Pocas personas, se acercaban a nuestra humilde morada, y eran muy contadas las que en ella penetraban. Criados de familias acomodadas y mandaderos de los conventos daban desde la puerta algún recado, dejaban allí mismo las labores que traían, o recibían las que habían sido ya hechas. Algunas veces un caballero anciano de aspecto venerable, envuelto en ancha capa de paño de San Fernando, con el sombrero calado hasta los ojos y apoyado en un bastón de grueso puño y largo regatón de oro, llegaba a la hora del crepúsculo, y llamando a Rosita con bondadoso acento, le entregaba un bolsillo o un paquetito, que ella recibía besándole la mano, aun cuando él tratase de impedirlo, despidiéndose al momento.

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Sólo una tarde calurosa del mes de octubre, en que parecía muy cansado de largo ejercicio, se dignó aceptar una silla, que nos apresuramos a colocar al fresco en la acera, extendiendo a sus pies una manta de lana. Estuvo hablando mucho tiempo con Rosita de la miseria que había sufrirlo el país hacía dos años, en el de 1804, y la oyó hablar después en voz baja sin interrumpirla más que con algunas preguntas. Cuando ella concluyó me puso entre sus rodillas; me dejó admirar su bastón a mi gusto, mientras él acariciaba mis cabellos, y murmuró dos o tres veces:

-Es una infamia..., ¡pobre Juanito!

La noche había cerrado muy oscura encapotándose el cielo de nubes, cuando pensó en retirarse, y Rosita se empeñó y obtuvo de él que le acompañásemos hasta su casa.

-Su merced se apoyará en mi hombro, y el niño irá alumbrando por delante -le dijo, mandándome en seguida que encendiera un farolillo de papel.

Tomamos así una desierta calle que cruzaba más arriba la nuestra, y caminamos gran trecho a la izquierda, entre cercas y tapiales de huertas y sembrados, hasta llegar a una puerta muy espaciosa, abierta en un largo paredón, tras de una acequia, en cuyo puente esperaba un criado negro de gigantesca estatura.

Detúvose allí el caballero, y dándome una palmadita en la mejilla, dijo a mi madre:

-Hazle un buen mameluco y cómprale un muñeco para la Fiesta de Todos los Santos; pero a condición de que aprenda la cartilla.

-Señor -contestó ella-, el mameluco se hará y   —6→   también el muñeco, que nadie ha de hacerlo mejor que yo. En cuanto a recomendarle la cartilla, vuestra merced ignora todavía que el niño sabe ya leer casi de corrido, en un libro muy gracioso que le ha regalado su buen maestro Fray Justo del Santísimo Sacramento.

-¡Oiga! -repuso el noble anciano-, ¿conque este perillán promete ser un hombre de provecho? Bien, hija mía; id con Dios, y no olvidéis que esta puerta nunca estará cerrada para vosotros.

Y dichas estas palabras se entró por la puerta bendita precedido por el criado que, entre tanto, había corrido a proveerse de una luz.

-¿Quién es? ¿por qué nos quiere así, y no huyes tú de él, madre, como de otros caballeros? -pregunté entonces a Rosita que, tomándome de la mano, procuraba ya volverse a pasos precipitados.

-Es -me contestó-, el padre de los desgraciados, el señor gobernador -y me dijo en seguida su nombre venerado hoy mismo a pesar del odio a la dominación española.

Era don Francisco de Viedma, que quiso fundar al morir, en aquella quinta, un asilo para los huérfanos.

El padre agustino Fray Justo, mi oficioso maestro de lectura, venía dos o tres veces por semana, con la capucha calada, los brazos cruzados sobre el pecho, ocultas las manos en las mangas del hábito, con pasos ligeros y silenciosos, como un fantasma; y se dejaba caer en la silla dispuesta siempre al lado de la mesa para recibirle.

Era el hombre más extraordinario que he conocido en mi vida, y fue por mucho tiempo un enigma impenetrable para mi inculto y grosero entendimiento. Alto, seco, amarillo,   —7→   con ojos como ascuas, muy movibles en sus órbitas -a primera vista daba miedo. Mirándolo con más espacio, sus nobles facciones muy regulares, su abultada y espaciosa frente coronada de canas prematuras, infundían respeto. Cuando se le oía hablar, cuando se podía penetrar algo de sus ideas y sentimientos, incomprensibles en aquella época para espíritus vulgares, se llegaba a amarle con veneración. Habitualmente melancólico y distraído, sabía mostrarse jovial con los humildes y tenía momentos de expansión, en los que reía a carcajadas como el tonto que se considera más dichoso en este valle de lágrimas.

Desplomado ya en su silla, extendía su larga y huesosa mano a Rosita, que se acercaba a estrecharla entre las suyas y a besársela (cuando él no lo estorbaba, lo que era raro) con cariño fraternal y sumisión religiosa. Hablaba después en voz baja con ella; se enderezaba; la capucha se le caía a las espaldas, y gritaba alegremente:

-¡Juanito, el Quijote! Vamos a reír, muchacho, de las aventuras del caballero de la Triste Figura y de su escudero el gran gobernador de la Ínsula Barataria.

Hojeaba el libro que yo le presentaba, y decía cosas cuyo sentido no podía explicarme, como, por ejemplo:

-¡Oh, la aventura maravillosa y sin par de los batanes!   —8→   ¿Será esto lo que nos pasa con tantas cosas que se forja nuestra imaginación y tenemos por verdaderas en las espesas tinieblas, en el misterio que nos rodean? Y esta ínsula Barataria tan monótona y sumisa que llega a tener un buen gobernador por burla ¿no se diría que es imagen de todo un mundo secuestrado en provecho de lejanos señores?...

Su descarnado dedo señalaba una tras otra las palabras que yo leía en alta voz, deteniéndose en aquellas que tardaba en descifrar o no pronunciaba correctamente. Satisfecho de la lección, algunas veces, repetía las palabras que oí a don Francisco de Viedma:

-Será un hombre de provecho.

Pero se interrumpía al punto con una sonora carcajada, y continuaba:

-¿Qué ha de ser, Dios mío? ¿qué puede ser aquí? ¿Cura? ¿fraile? Sí, tú serás cura, Juanito; y harás bailar a los indios tambaleándose en las procesiones. Habrá misas cantadas, alferazgos, entierros y casamientos; engordarás hasta llegar quién sabe a canónigo; tu pobre madre dejará a lo menos de encorvarse ante la almohadilla y el brasero, y... ¡vivirá!

Quedábase en seguida meditabundo, distraído, mirando sin ver los ladrillos del pavimento o las negras vigas de la techumbre; mientras que Rosita, estremecida antes más de una vez al oír sus discursos, absorta ahora igualmente en sus pensamientos, fingía ocuparse tan sólo de su labor, o de endulzar para él una bebida refrigerante de naranja o piña, que de antemano estaba dispuesta en un pequeño cántaro de olorosa arcilla; y mientras que yo continuaba   —9→   la lectura, sin que ninguno de los dos celebrase entonces la inmortal novela de Cervantes.

La voz de Rosita, o simplemente el ruido de sus pasos, cuando se acercaba a ofrecerle la bebida, en ancho vaso de cristal adornado de flores, ejercía sobre el Padre una fascinación irresistible. Volvía como de un penoso sueño, iluminándose su amarillo semblante de inefable sonrisa; y procuraba al momento disipar cualquiera impresión dolorosa o desagradable que pudiera dejarnos al partir. Hablaba a Rosita de sus labores; de una misteriosa alcancía que yo la vi una vez ocultar cuidadosamente en el fondo del arca; me hacía barcos y globos de papel, o, plegando un pedazo de éste de una manera ingeniosa, sacaba de un solo tijeretazo una cruz y todos los instrumentos de la pasión del Salvador.

Un día quiso evocar recuerdos de un tiempo que debió ser mejor sin duda; pero obtuvo un resultado enteramente contrario del que se proponía.

-¿Sabes, Juanito -comenzó a decir-, que tu madre ha sido mi hermana? -Y dirigiéndose a ella, prosiguió-: ¿no recuerdas que tú aprendiste a leer más pronto que este rapazuelo?

-¿Y cómo pudiera yo haberlo olvidado? Sabes tú..., Vuestra Paternidad no ignora -balbuceó mi madre-, que en aquel tiempo pude haber creído en la felicidad que sólo se encuentra en el cielo.

Y callaron entre ambos, no sin que llegase a mi oído un suspiro lastimero de Fray Justo.

Muchos años después comprendí el inmenso dolor que debieron sufrir entre ambos. Un día oí en Lima, al admirable   —10→   poeta Olmedo, citar en conversación una sentencia que decía encontrarse en un verso del Infierno de Dante: «no hay mayor tormento que acordarse del tiempo feliz en la miseria», y el recuerdo de aquella escena, que me conmovió de niño, oprimió mi corazón bajo la casaca de oficial de Granaderos a Caballo, de Buenos Aires.

Otro amigo fiel, más asiduo, que nos visitaba todos los días, en las horas que le permitía su trabajo, era el maestro cerrajero y herrador Alejo, pariente yo no sé en qué grado de mi madre. Cobrizo, de más que mediana estatura, fornido, de cabeza al parecer pequeña enclavada en un cuello de toro; ancho de pechos y un tanto cargado de espaldas, con manos y pies descomunales, parecía la personificación de la fuerza, y la tenía realmente proverbial en la villa. Pero su semblante, de ordinario tranquilo, sus ojos de ingenuo y franco mirar, revelaban un alma naturalmente bondadosa, a no ser que los animase la cólera, en cuyo caso tomaban una expresión bestial, espantosa.

Su traje semejante al de la generalidad de los mestizos, estaba mejor cuidado y era de telas menos groseras. Usaba sombrero de copa redonda y anchas alas, chaqueta de pana enteramente abierta, mostrando la camisa de tocuyo del país nunca abrochada al cuello, como si éste no lo consintiese; calzón de cordellate, sujeto por faja de lana colorada con largos flecos; gruesos zapatos de los llamados rusos, que parecían incomodarle siempre. Hablaba castellano sin estropearlo demasiado; pero prefería el quichua siempre que lo hablase también su interlocutor o fuese éste alguno de sus iguales. Llamaba «la niña» a Rosita y la adoraba como a una santa. Su condescendencia conmigo llegaba a   —11→   irritar en ocasiones hasta a esa santa, a mi cariñosa madre. Muchas veces le dijo a ella:

-¡Qué hermosa eres, niña mía! Si quisieras hacerte retratar harían un cuadro como el de tu Divina Pastora.

Y hablando de mí agregaba:

-Déjale en paz. ¡Que corra por los campos de Dios! ¡que brinque y grite y se suba a los árboles! Yo no sé cómo tú misma no le acompañas en sus juegos, cuando yo más viejo que tú, le enseño travesuras y las hago con él.

Si oía cantar a Rosita, se quedaba estático, abriendo la boca, como acostumbran todas las gentes sencillas cuando concentran su atención en alguna cosa. Mil veces se hizo repetir los versos de la despedida del Inca, o de algún fragmento del Ollantay sin conseguir nunca retenerlos por completo en la memoria. Confesaba humildemente su torpeza. No se obstinaba en sostener sus juicios u opiniones, cuando alguna persona querida los refutaba con calma y dulzura, y comprendiese o no los razonamientos contrarios, parecía quedarse convencido, diciendo: «bueno..., ¡ahí está!» Todo esto no quiere decir, empero, que dejase de tener, si así convenía a sus intereses, la astucia y socarronería que suelen distinguir en alto grado hasta a los indígenas embrutecidos.

Mi madre que no quería que yo saliese, ni me ocupaba en ningún mandado, me permitía a veces pasearme con él. Una tarde me llevó a los toros del Patrono San Sebastián. Terminado el espectáculo, que entonces me divirtió y que después me ha parecido grotesco y repugnante por demás, subimos la suave pendiente del cerrito que se eleva sobre la plaza de aquel nombre. Me compró un cartucho de confites   —12→   en las tolderías de refrescos que allí se ponían, y me condujo después algunos pasos más arriba, donde me señaló una planta espinosa, diciéndome estas palabras misteriosas:

-Allí pusieron su brazo derecho. La abuela lo vio sobre un palo y se quedó desmayada. Lo quería mucho; por eso me hizo poner su nombre.

Pero, al ver el asombro con que yo lo miraba, creyó que hacía alguna torpeza, y tomándome de la mano, para alejarse precipitadamente conmigo, añadió:

-No le cuentes esto que te he dicho a la niña Rosita, ni me preguntes ya nada, porque sólo he querido asustarte.

Algunas infelices mujeres vestidas de tosca bayeta del país, descalzas, desgreñadas, venían, por último, a ayudar a Rosita en alguna labor sencilla o el cuidado de la casa, y nunca salían de ésta sin bendecir a «la niña», que era, decían, tan bella y buena como la santa limeña cuyo nombre llevaba. Sólo recuerdo yo el de una de ellas: María Francisca. Más tarde comprendí que, pobres como éramos, viviendo del trabajo diario de mi madre, enseñados a leer por oficioso maestro, podíamos considerarnos, respecto a las comodidades materiales y al cultivo de la inteligencia, mil veces más afortunados que la gran masa del pueblo, compuesta de indios y mestizos. Los únicos felices a su manera, debieron ser los españoles y algunos criollos, que se contentaban con vegetar en la indolencia, durante «los buenos tiempos del rey nuestro señor».



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ArribaAbajoCapítulo II

Rosita enferma. -Un nuevo amigo


En el memorable año de 1810, undécimo según entiendo de mi edad, Rosita estaba más pálida y triste que nunca. Sentía yo arder sus labios y sus manos cuando me acariciaba; sus ojos despedían más luz; tosía con frecuencia. Advertí que deseaba entregarse con mas ahínco al trabajo, y que, obligada por momentos a buscar reposo en el lecho, sufría moralmente mayor tormento que el de su enfermedad. Otra observación, que no podía escapárseme, conociendo sus costumbres, me alarmó sobre todo demasiado. Ella, tan cuidadosa siempre del aseo de su persona y del orden y arreglo de su casa, permitía algún desaliño en su traje y esperaba que María Francisca viniese a barrer cuando pudiese la habitación y hasta le dejaba preparar nuestra frugal comida. Lo único que no descuidó nunca, -¡bendita madre mía!- fue la persona de su hijo, a quien trataba de engañar con dulces sonrisas.

Don Francisco de Viedma, que hubiera sido más que antes nuestra providencia, había muerto, sin poder ni él mismo vencer la repugnancia que el pueblo sentía por los españoles llamados chapetones, pero llorado por los muchos desgraciados a quienes socorría. Nuestros leales amigos Fray Justo y Alejo parecían querer abandonarnos poco a poco. Venían con menos frecuencia; estaban entre ambos muy preocupados desde el año anterior, de algo que yo no me explicaba. Cuando se encontraban juntos en nuestra casa, cambiaban palabras misteriosas; se reían unas veces   —14→   frotándose las manos, y se ponían otras mustios y abatidos, notándose en éstas aquel trocarse espantoso del semblante de Alejo.

Un día oí decir al Padre Justo enajenado:

-Ahora sí que va de veras. Lo del 25 de mayo estaba bueno; pero don Pedro Domingo Murillo sabe mejor dónde nos aprieta el zapato. ¡Bendito Dios! ¡he visto por fin, aunque de lejos, a un hombre!

Otro día vino enteramente abatido, al punto de que ni siquiera extendió la mano a Rosita, ni oyó las afectuosas palabras con que, sorprendida, quiso arrancarle de su dolorosa postración. No sabía yo qué hacer con el libro en la mano, cuando, como si hubiera cometido una falta, me dijo severamente:

-¡Quítate de ahí!... no se puede ya leer eso.

Y levantándose en seguida, como impelido por un resorte, sacó de la manga un papel manuscrito, y agregó:

-Esto, nada más que esto hay que leer y aprenderlo de memoria, muchacho; porque sino perderás mi cariño.

Tomé temblando el papel (que ahora mismo tengo ante mis ojos) y leí con mucha dificultad, corregido y auxiliado a cada instante por mi maestro, lo que felizmente puedo copiar en seguida.

Nuestra Señora de La Paz, 5 de febrero de 1810.

«Hermano mío: Te he irlo refiriendo puntualmente nuestros desastres y sufrimientos desde Chacaltaya. Prepárate a oír ahora lo que nuestros tiranos se obstinaban en llamar con aparente desprecio y mal encubierta zozobra, «la conclusión del alboroto del 16 de Julio».

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»En la mañana del 29 de enero nos encaminamos, por orden de la autoridad, a la cárcel pública donde estaban encerrados los presos, para darles los últimos auxilios espirituales y acompañarlos hasta el pie de las infamantes horcas, en que, según decía la sentencia, «debían ser colgados por castigo de sus nefandos crímenes y para escarmiento de rebeldes». Me tocó a mí oír la última confesión de don Pedro Domingo Murillo. ¡Qué hombre, Dios mío! ¡qué alma aquella tan superior a las del vulgo de sus contemporáneos! ¿De dónde ha podido recoger tanta luz en esta noche de espesas tinieblas en que hemos vivido? No te diré, no puedo decirte de qué modo me ha deslumbrado con los resplandores sublimes que despedía entonces para extinguirse en el abismo de la eternidad. Hubo momento en que yo parecía más bien el penitente y él mi confesor. Purificándose mi propia fe con sus palabras, vaciló... ¡vaciló, hermano, hasta que él mismo la sostuvo y la dejó más radiente en mi conciencia!

»A medio día salimos al lugar del suplicio entre dos compactas filas de soldados, seguidos por toda la tropa armada en columnas. Los sentenciados iban visiblemente conmovidos, pero conservaban un aire de nobleza y dignidad que imponía respeto a los más furiosos enemigos. Si alguno hubiera cedido a la flaqueza, habría bastado el ejemplo de su jefe para devolverle el ánimo y hasta infundirle el orgullo de morir a su lado. Caminaba éste sereno con la frente erguida sobre la multitud, como si en vez de ir al patíbulo, fuese más bien a dictar desde un tablado la famosa resolución con que se erigió la Junta Tuitiva.

»Cuando llegamos al pie de la horca y quise prodigarle   —16→   todavía los consuelos de la religión, me dijo con admirable tranquilidad y con dulzura: «basta, Padre; me encuentro bien preparado para responder de mi vida a la justicia eterna, y sólo me resta ahora cumplir un deber de mi elevada misión». Enderezándose en seguida, creciendo más de un codo (así me pareció a mí por lo menos en la admiración que me inspiraba) gritó con voz vibrante estas palabras, oídas por todos y grabadas por siempre en mi memoria:¡Compatriotas! la hoguera que he encendido, no la apagarán nunca los tiranos. ¡Viva la libertad!

»El sacrificio de los nueve mártires se consumó inmediatamente.

»No concluiré sin referirte un espantoso incidente, que da idea del despecho y rabia de nuestros enemigos. Cuando levantaban en alto a don Juan Antonio Figueroa con las manos amarradas a las espaldas, la cuerda se rompió, y este noble español que abrazara entusiasmado nuestra causa, cayó pesadamente de pechos y de cara al suelo. Un grito inmenso de horror y de compasión se elevó de la multitud, clamando: ¡misericordia! Pero un oficial se abrió paso por entre las filas de soldados y comunicó a los que presidían el sacrificio una orden increíble, ejecutada al punto. ¡El verdugo, armado de un cuchillo, degolló sobre las piedras a la víctima!

»Todo esto te causará un dolor infinito como a mí, o más que a mí, pues conozco la exaltación de tus ideas y la exquisita sensibilidad de tu ser. ¡Llora, hermano mío! Pero no pierdas la fe ni la esperanza. Las causas redentoras de la humanidad necesitan pasar por estas tremendas pruebas providenciales. Creo habértelo advertido otra vez con las palabras   —17→   de Tertuliano: sanguis martirum semen christianorum!

El papel no tenía más, firma que un signo extraño, probablemente convencional.

-Tiene razón -exclamó Fray Justo, recorriendo a grandes pasos la estancia-; ¡la hoguera de Murillo abrasará todo el continente! Este fuego sagrado ha de purificar la pestilencia de este aire viciado y...

Una tosecita, a la que yo estaba acostumbrando, y un gemido lastimero, que oía por primera vez, llamaron nuestra atención al sitio que ocupaba mi madre. La vimos sentada en su banquito, oprimiéndose el pecho con una mano, mientras que con la otra tenía en la boca un blanco paño, que aquel día deshilaba en parte, para adornarlo después con caprichosos calados.

Verla Fray Justo, notar una mancha de sangre en el paño, dar una especie de rugido, correr hacia ella, levantarla en sus brazos y conducirla a la tarima, donde la depositó en seguida, fue cosa de un instante, que más he tardado sin duda en referir.

-¡Te he dicho que no trabajes, que no te mates, mujer! -gritó con cólera, y arrojó a la calle el banquito, la almohadilla y el mismo paño, cosas todas que María Francisca se fue a recoger azorada.

-Pero si no estoy tan mal -contestó mi madre sonriendo dulcemente como tenía por costumbre-, ¿y qué sería de nosotros?

Esta sencilla observación, no terminada siquiera, pareció anonadar a mi maestro, quien inclinó la cabeza sobre el pecho; pero no tardó en levantarla con aire de triunfo, preguntando:

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-¿Y la alcancía? ¿no me has confesado tú misma que estaba casi completamente llena?

-Eso es imposible -contestó mi madre-; ese dinero es para mandarle a estudiar en la universidad de San Francisco Javier y...

En este punto no pude yo contenerme. Corrí llorando a rodear con mis brazos el cuello de la heroica madre que por mí se moría en silencio, e inundé su angélico rostro de besos y de lágrimas.

Fray Justo proseguía entre tanto, diciendo:

-Te lo mando, te lo ordeno. Como tu hermano, como sacerdote que soy, no puedo consentir en esa especie de suicidio, que procuraría impedir también con todas sus fuerzas, cualquier hombre de corazón.

-Y yo te lo ruego -agregué por mi parte-; sí, te lo ruego, madre, con estas lágrimas que tú no querrás que siga derramando tu pobre Juanito!

Rosita -ved cuán santo y querido me será este nombre, cuando se lo doy ahora mismo, en tal ocasión, tan indistintamente del de madre-, no tuvo más recurso que ceder. La alcancía fue solemnemente extraída del fondo del arca, y, rota por las manos febriles de Fray Justo, dejó escapar su contenido sobre la mesa. No era mucho, aunque había, entre las monedas de plata, algunas muy pequeñas de oro.

Desde aquel día la enferma condenada al descanso por nuestro cariño, se vio rodeada de todos los cuidados que el arte de la medicina podía ofrecerle en aquel tiempo, en el que eran sus sacerdotes los empíricos del hospital de San Salvador, y fue asistida no sólo con solicitud, sino con   —19→   mimo por nuestros buenos amigos y las mujeres a quienes favorecía. Yo no me movía un momento de su lado. Fue entonces cuando en íntimos, dulcísimos coloquios, que yo comparo a los arrullos de una tórtola en su nido, me reveló los tesoros que encerraba su alma, un espíritu celeste descendido no sé porqué a una de las regiones más sombrías de la tierra, donde sentía a pesar de su amor y ternura por mí, la nostalgia de su mansión primitiva. Pero nunca, jamás quiso revelarme nada de mi origen, ni de qué modo se vio reducida a buscar nuestro sustento con el trabajo de sus manos.

Al cabo de un mes decía estar tan mejorada y parecía tan guapa y animosa, que le permitimos volver a ocuparse moderadamente de sus labores. Pero, habiendo yo contado a Fray Justo con alegría el haberla visto ponerse por las tardes más hermosa, con vivo carmín en las mejillas, repitió perentoriamente su orden anterior, y, con más ciencia según parece que el Padre Aragonés, famoso médico de entonces, quien se regía por la colección de recetas del admirable doctor Mandouti,3 recetó leche de vaca recientemente ordeñada por las mañanas, un paseo moderado, en el sol, a medio día; una larga lectura, que yo debía hacerle por las tardes, del olvidado Don Quijote, y otra lectura corta, de noche, que haría ella misma en lugar de sus largos rezos y oraciones, de una sola página de un pequeño libro, que él trajo y que era la Imitación de Cristo.

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Oyéndolo el tío Alejo, se presentó al día siguiente en nuestra puerta con una hermosa vaca negra.

-Aquí está -nos dijo con aire de triunfo-; yo la he traído y es negra, aunque no lo significó su Paternidad; porque yo sé que así debe ser.

Hizo que María Francisca llenase de la espumosa leche el vaso adornado de flores; se lo ofreció éste a mi madre, y se llevó riendo la vaca para seguir trayéndola por muchos días todas las mañanas. Por mi parte, cumplí también, de mil amores lo que me correspondía: leí en alta voz capítulos enteros: los comenté a mi modo, haciendo reír a la enferma; y las cosas fueron tan bien, que al cabo de veinte días la creímos enteramente sana, y estaba alegre, juguetona como yo mismo.

Tranquilo y contento, al recorrer la villa y sus alrededores en los paseos obligatorios de mi madre, comencé a conocer de vista a muchas personas notables, y advertí cosas extrañas que pasaban en la villa y que excitaron mi curiosidad.

Un clérigo joven todavía, don Juan Bautista Oquendo, llamó particularmente desde un principio mi atención. Debía estar dotado de maravillosa actividad, porque se le encontraba en todas pares y a cada momento. Visitaba diariamente   —21→   las casas de muchos criollos acomodados; se acercaba a todas las pulperías y a los puestos de la recova; detenía en la calle a las personas más humildes; tenía algún chiste, alguna palabra afectuosa para introducirse con raro tacto del corazón humano, según he comprendido después, y concluía por hacer a todos la siguiente recomendación, que un día dirigió a mi madre, saludándola con el nombre de monjita:

-Ruega, hija mía, por nuestro bondadoso rey don Fernando VII; enséñale a este perillán, a este pícaro (aquí me dio una palmadita) el amor, la sumisión, el respeto... ¡qué estoy diciendo! la veneración que debemos tenerle todos sus vasallos de estos dominios, todos los hombres de la cristiandad. El excomulgado Napoleón y los franceses herejes, impíos lo han despojado de su trono, lo tienen preso, lo martirizan, lastiman cruelmente su corazón paternal queriendo hacernos esclavos del demonio.

Sus sermones en quechua, en esta lengua tan insinuante y persuasiva, que él hablaba con rara perfección (pues ya se había adulterado mucho y tendía a convertirse en dialecto semi-castellano como es hoy) atraían inmensa concurrencia de pueblo a las iglesias; y cuando predicaba en castellano, los españoles y los criollos admiraban su elocuencia, su celo religioso, su fidelidad al monarca, aunque, a decir verdad, no gustaba ya mucho a los primeros que se tocara con frecuencia este último punto, que decían ser muy delicado.

En el mismo empeño de avivar el sentimiento de fidelidad «al rey legítimo nuestro señor natural», estaban infatigables otros caballeros criollos y unos cuantos mestizos,   —22→   entre los que nadie igualaba, empero, el entusiasmo, el fervor y la abnegación de Alejo.

Venía ahora el tío muy alegre y gritaba desde la puerta:

-¡Viva el rey Fernando, el Bien Amado!

Decía a mi madre:

-Niña Rosita, si no gritas: ¡viva el rey!, así como yo respirando todo el aire de este cuarto, no podrás sanarte nunca de la tos para hacernos más felices de lo que nos espera.

Dirigiéndose a mí, y después de levantarme sobre su cabeza de un solo pie, lo que me producía un vértigo agradable, continuaba:

-¡Vamos, muchacho! ¡viva el rey! porque si no, te tiro al suelo, o vas volando al otro lado de aquella casa, como un pajarito.

Y brincaba al mismo tiempo de un modo que me parecía que me iba a estrellar la cabeza contra las vigas del techo hasta que yo gritaba cien veces: ¡viva el rey! No dejaba en paz ni a la pobre María Francisca, ni a ninguna de las mujeres medio idiotizadas de que he hablado, las que lo miraban con asombro y decían que, si no estaba loco, se había vuelto criatura.

Hacía extremos increíbles en su fervor realista. El día de Viernes Santo salió de penitente, desnudo hasta medio cuerpo, con pesadísima y enorme cruz, corona de espinas de algarrobo y cuerda o cabestro de cerda al pescuezo, flagelándose de tal modo que parecía tener hechas una llaga viva las espaldas, sin perder ocasión de clamar que lo hacía en castigo de sus propias culpas y para ofrecer a Dios ese ligero sacrificio por el amado rey, a quien martirizaban   —23→   más que a él mismo los hijos de Satanás. Edificó a la multitud que lloraba a gritos al verle y oírle, y todos le prometieron que estaban dispuestos a morir a su lado, para que los condujese a las puertas del paraíso. Pero al día siguiente vino a vernos tan sano y bueno, y rió de tal modo, que tengo para mí que el muy bellaco hizo su disciplina de algodón trenzado y la empapó en sangre de carnero, lo mismo que la corona de espinas cuidadosamente despuntadas.

Un día -debió ser por el mes de julio, pues los campos estaban casi enteramente deshojados de las abundantes cosechas de ese hermoso granero alto-peruano-, fui espectador, también, de una curiosísima escena, al acompañar a mi madre en uno de sus paseos diarios por las barrancas del Rocha fronterizas a Calacala. En medio de un campo de cebada no acabado de visitar por la hoz de los colonos del señor Gangas, cuya quinta estaba muy inmediata, vimos a caballeros respetables como don Francisco del Rivero, don Bartolomé Guzmán, don Juan Bautista Oquendo y otros cuyos nombres sólo supe después, jugando al parecer al escondite; pues tendidos los unos en el suelo y puestos otros en cuclillas, para acechar éstos no sé a quién, se hacían señas de guardar silencio unas veces y se reían otras, tapándose al punto la boca con las manos. Cuando notaron nuestra presencia, salió de entre ellos caminando a gatas, con gran asombro mío, Fray Justo en persona.

-No digáis a nadie que nos habéis visto y alejaos al momento -nos dijo-, y volvió a esconderse como había salido.

  —24→  

Tres días después supimos que el señor gobernador don José González de Prada había remitido presos, a Oruro, a don Francisco del Rivero, don Estevan Arze y don Melchor Guzmán Quitón. Nuestros amigos dejaron de venir y nos olvidaron todavía por muchos días. En cambio, nada preferible por cierto, adquirí una nueva amistad, que disgustó mucho a mi madre, y voy a decir de qué modo.

La calle en que vivíamos, casi siembre desierta por aquel lado, no estaba empedrada; por lo cual la esquina, una cuadra más abajo, servía de punto de reunión a los muchachos ociosos y mal entretenidos del barrio, que eran casi todos, para jugar a la palama. Este juego, cuyo nombre debe derivarse del palamallo usado en la Península, consiste en poner sobre una raya trazada en el suelo una piedra larga parada de punta, para irla derribando, de una distancia convencional, con otras piedras planas lo más pesado posibles, que se arrojan con la palma de la mano. Cada caída de la piedra es un punto; si ninguno de los jugadores la derriba, gana el punto aquel cuya piedra está más próxima a la raya. Los puntos son, en fin, doce, y suelen doblarse a veinticuatro, o convenir más, según la destreza de los jugadores.

Entre los dichos había uno blanco y rubio, llamado El Overo, según acostumbra llamar la gente mestiza a los de ese pelaje. Era el más diestro, gritón y travieso de todos; armaba mil pendencias de las que salía siempre vencedor en igualdad de condiciones, y de las que escapaba con una ligereza admirable, cuando el enemigo contaba con superioridad de fuerzas. Puesto en salvo, en este último caso, hacía desde alguna esquina las señas más irritantes a sus   —25→   perseguidores, como, por ejemplo, la que consiste en ponerse el dedo pulgar en las narices y agitar los otros con la mano enteramente abierta.

Le fui simpático, o como él decía, «le caí en gracia». Varias veces anduvo rondando por la calle; me llamaba de lejos para jugar conmigo; se desesperaba por hacerme partícipe o víctima de sus diabluras. Una mañana en que mi madre salió a misa, dejándome solo contra su costumbre, aprovechó la deseada ocasión y se me entró en casa, «como el rey por la puerta».

-No seas tonto, don Santito -me dijo-; ven a divertirte como todos; déjate de tu librote... ¿para qué sirve la lectura? Yo no sé para qué me la enseñó mi padre con otras cosas enteramente inútiles.

Con pasmosa volubilidad y huroneándolo todo, sin esperar respuesta, siguió ensartando mil cosas distintas, imposibles de retener en la memoria, hasta que hubo abierto la puerta que daba al patiecito y exclamó.

-¡Qué lindo! ¡viva el rey! Ya no tenemos necesidad de salir de tu madriguera.

Armó allí la palama con piedras arrancadas del hogar de la cocina, me hizo jugar un momento, y me fue enseñando uno tras otros mil juegos diferentes, propios o impropios de nuestra edad. Tenía para el efecto trompos, pelotas, perinolas y una sucia y mugrienta baraja en los bolsillos. Cansados entre ambos, me dijo:

-Vamos a descansar en el cuarto.

Volvimos allí; pero su descanso consistió en desconcertarlo y moverlo todo, sin perdonar ni las estampas, ni el cuadro de la Divina Pastora. De repente al mirar detrás de   —26→   éste, lanzó un grito; lo separó más de la pared y, señalando un nicho, en el que había un paquetito, me preguntó:

-¿Qué es esto?

-No lo sé; nunca lo he visto -le contesté.

-Pues... vamos a verlo -replicó.

Y sin esperar más deshizo el paquete, en el que sólo había un cabo de cuerda de esparto como de una vara de largo, de un color indefinible como de grasa y hollín, extraño objeto que él miró con asombro y me pasó en seguida.

En este momento llegó mi madre y me dijo muy enojada:

-¿Quién se ha atrevido a revolver todo esto? ¿quién es este muchacho?

Yo no sabía mentir; caí de rodillas; le conté todo lo que había pasado. Mi nuevo amigo dio entonces un brinco hasta la calle, volvió la cabeza y gritó, antes de acabar de escaparse:

-¡Compadre Carrasco!

Y estas palabras impresionaron mucho a mi madre.




ArribaAbajoCapítulo III

Lo que yo vi del alzamiento


Prometí solemnemente a mi madre no volver a reunirme con tan peligroso amigo y así me lo prometía yo mismo, sin creer que faltaría a mi palabra, cuando no bien trascurridos tres días, vino otra vez El Overo, y me tentó, y me   —27→   arrastró con los suyos, y me hizo dar a aquélla la pena mayor de que me acusa la conciencia, todo como ha de verse en el presente capítulo y el que le sigue.

Al rayar el alba el 14 de septiembre, de imperecedera memoria para los hijos de Cochabamba, mi madre había salido a entregar una labor urgente en el pueblecillo de la Recoleta, dejándome todavía dormido y encomendado a los cuidados de María Francisca que, al mismo tiempo, debía encargarse de los de la cocina. Cuando me desperté, oí algunos tiros lejanos de fusil y de mosquete, y, un poco después, toques de rebato en la elevada torre de la Matriz, contestados casi al punto por la gran campana de San Francisco y por todas las de los otros muchos campanarios de las iglesias. Me vestí precipitadamente, corrí a la puerta... ¡qué tumulto había por el lado de la plaza! Grupos numerosos de hombres y mujeres corrían en aquella dirección, gritando:

-¡Viva Fernando VII! ¡mueran los chapetones!

No sé si de intento o casualmente, apareció en la calle el amigo que me había dejado al parecer ofendido con tan extrañas palabras. Capitaneaba la turba de sus compañeros armados de palos y cañas de carrizo; gritaba también como él solo sabía gritar, y le hacían coro los otros como ellos solos podían hacerlo. Al verme, se me vino muy suelto de cuerpo y como si nada hubiera pasado; su tropa hizo alto y se arremolinó en la esquina esperando a su jefe.

-No estoy enojado -me dijo-. ¿Qué haces ahí, don Papa-Moscas? Vente con nosotros, o te tomo de recluta.

Y sin esperar respuesta, como tenía de costumbre, me agarró del cuello y me arrastró y me hizo apresar con sus   —28→   compañeros, sin que valiesen mis esfuerzos, mis protestas, ni los gritos, ni las amenazas de María Francisca que salió heroicamente de la cocina en mi auxilio. Todo fue en vano, repito: la turba me arrastró consigo en dirección a la plaza.

Poco a poco me fui calmando de mi justísima indignación y aquello concluyó por divertirme, como era muy natural en mi edad. Comprendí, por otra parte, que el tumulto podía tener alguna relación con «el alboroto del 16 de julio», cuyo término conocía yo por la carta que me hizo leer mi maestro. Como la sabía ya de memoria, según éste me recomendó, quise entonces distinguirme a mi modo entre los compañeros que me habían hecho suyo por fuerza.

-¡Alto, muchachos! -grité, subiéndome sobre un guarda-cantón que tal vez exista todavía en la esquina de la calle a la que han llamado posteriormente de Ingavi-. «¡Compatriotas! yo voy a morir por vosotros» -continué con el sombrero en la mano-; «¡sí!, yo quiero morir aunque me caiga de la horca y me degüellen sobre el empedrado; porque la hoguera que vamos a encender no la apagarán nunca los tiranos, y abrasará todo el continente. ¡Viva la libertad!

-¡Viva! ¡viva la libertad! -contestó la banda infantil, electrizada por las palabras de Murillo, embellecidas a gusto mío y aumentadas con las que oí a mi maestro.

-¡Viva Juanito! -prosiguió El Overo-; «éste merece más que yo ser el capitán. ¡Bájate, hombre! toma mi palo y... ¡adelante, muchachos!

Diciendo y haciendo, a su manera acostumbrada, me estiraba de los pies, me hacía bajar del guarda-cantón, me   —29→   ponía su caña en la mano, me empujaba a la cabeza de la columna y se colocaba respetuosamente a mis espaldas; todo en medio de los aplausos crecientes de nuestros soldados.

Llegamos así a la esquina de la Matriz. La multitud llenaba ya casi toda la plaza y seguía afluyendo por todas las calles; formaba oleadas, corrientes y remolinos, notándose solamente alguna fijeza en las columnas de milicianos y de una extraña tropa, a pie y a caballo, de robustos y colosales campesinos del valle de Cliza. Los infantes de esta tropa tenían monteras de cuero más o menos bordadas de lentejuelas, los ponchos terciados sobre el hombro izquierdo, arremangados los calzones y calzados los pies de ojotas. Pocos fusiles y mosquetes brillaban al sol entre sus filas, siendo la generalidad de sus armas, hondas y gruesos garrotes llamados macanas. Un grupo bullicioso de mujeres de la recova discurría por allí repartiéndoles, además, cuchillos, dagas y machetes que ellos se apresuraban a arrebatarles de las manos. Los jinetes mejor vestidos y equipados, muchos con sombreros blancos y amarillos de fina lana, ponchos de colores vistosos, polainas, rusos y espuelas, cabalgaban yeguas, rocines y jacos, armados muy pocos de lanza o sable, y la mayor parte, de grandes palos con cuchillos afianzados de cualquier modo en la punta. A su cabeza se distinguía un grupo numeroso de hacendados criollos, en hermosos y relucientes potros que lucían arneses con profusos enchapados de plata. Comandaban las tropas don Estevan Arze y el joven don Melchor Guzmán Quitón, seguidos por muchos ayudantes y amigos particulares, caracoleando entre la multitud   —30→   en briosos caballos, cubiertos de sudor y espuma. Los anchos y espaciosos halcones de madera labrada de la acera fronteriza de donde yo estaba, se encontraban llenos de familias criollas, ocultando la primera fila señoras vestidas en traje de iglesia, con sayas y mantos, pues el tumulto las había sorprendido al ir a misa, como tenían por costumbre todas las mañanas. En la galería superior del Cabildo4 se veía apiñados a los notables de la villa. A las puertas del convento y atrio de San Agustín,5 en la acera de la derecha, se formaban corros, en los que se distinguían hábitos enteramente blancos o con mantos negros, azules, grises, etc., de las diferentes órdenes religiosas. Fray Justo -no podía dejar de llamarme particularmente la atención mi querido maestro-, hablaba y gesticulaba allí como un poseído. En medio del ruido ensordecedor de las campanas, gritaban todos a un tiempo y mil cosas diferentes; los unos: ¡viva Fernando VII!; los otros: ¡mueran los chapetones!; aquéllos: ¡viva la patria!; éstos: ¡queremos que manden los hijos del país!; los más próximos al Cabildo: ¡viva don Franscisco del Rivero! ¡que hable don Juan Bautista Oquendo! Estos dos últimos personajes estaban entre los notables de la galería del Cabildo; gritaban como todos, no sé qué; movían los brazos; los que los acompañaban hacían señas a la multitud con sombreros y pañuelos... Todo esto, de que ahora doy testimonio, lo vi yo mejor que nadie, levantado en brazos por   —31→   los más robustos de mis compañeros, de pie muchas veces sobre sus hombros, en equilibrio, merced a las travesuras que decía Alejo haberme enseñado.

Por fin disminuyó un poco el ruido de los repiques, pues habían mandado callar los de la Matriz (no sin haber arrancado por fuerza al campanero de su sitio, con la cuerda de los badajos en las manos, según dijeron); y el nombre tan popular de Oquendo y las insinuaciones de los notables consiguieron que la multitud guardase silencio y prestase atención, a lo menos en aquel lado de la plaza. El orador habló entonces por algunos momentos; pero sólo llegaron hasta mí sus dos últimas palabras arrojadas con todas las fuerzas de sus poderosos pulmones y repetidas en el acto por todas partes:

-¡Cabildo abierto! ¡cabildo abierto!

Con estos nuevos gritos, que reemplazaron a todos los anteriores, la multitud se fue compactando a las puertas del Cabildo, de un modo tal, que según observaba mi ayudante El Overo, se habría podido caminar sobre las cabezas, sin temor de caerse por más lerdo que se fuera. Nosotros queríamos a toda costa penetrar en aquella masa, sin saber por qué ni para qué, cuando un tumulto y espantosa vocería llamaron nuestra atención hacia la calle de las Pulperías.6

-¡Vamos allá!, ¡vamos allá! -nos dijimos: ¿Ni a dónde podíamos ir con más gusto, si no era donde más bulla y confusión había?

Tomamos, en consecuencia, aquella dirección, por la   —32→   acera del poniente de la plaza, ya muy transitable. Al llegar a la esquina de dicha calle y el Barrio Fuerte7 nos vimos detenidos por el gentío, que se atropaba también allí excitado por la curiosidad. No había más remedio que recurrir yo nuevamente a los servicios de mis compañeros. Lo hice así, me puse sobre los hombros de los primeros que me los ofrecieron a condición de decirles lo que era aquello, y vi y dije en alta voz lo que iba sucediendo.

Un caballero, que sin duda había salido del templo de San Agustín con Fray Justo, por la puerta lateral que daba a la repetida calle de las Pulperías, estaba amenazado de muerte por algunos frenéticos que lo rodeaban, y, herido ya en la cabeza, con el traje en desorden, se abrazaba fuertemente de la cintura del Padre, quien rogaba y suplicaba, sin dejar por eso de repartir vigorosos pescozones a los que se aproximaban a concluir la inmolación del desgraciado.

-¡Que muera! ¡que muera el adulador de los chapetones! -gritaban los furiosos adversarios.

Y creo que, a pesar de los ruegos y pescozones de mi maestro, hubieran despedazado al fin y arrastrado por las calles los miembros de ese hombre, si no sobreviniera una partida de tropa del Valle conducida por Alejo y que al principio pareció aumentar el conflicto.

Cuando Alejo reconoció al caballero, su semblante sufrió en efecto, la trasformación más bestial y feroz de que era susceptible.

-¡Que muera! ¡matémosle como a un perro! -gritó,   —33→     —34→   enarbolando una barra de hierro tan larga y gruesa como las macanas de su gente, pero que él blandía como ligera caña.

Fray Justo conocía a fondo su carácter y tomó el único partido que podía ser eficaz.

-Alejo, mi querido Alejo -le dijo con dulzura y postrándose en el suelo-; no ejerzas esta venganza, o mátame antes a mí..., destroza la cabeza de tu amigo, de tu confesor!

El hercúleo cerrajero se detuvo, vaciló un momento; pero acabó por decir las palabras que le eran habituales en casos semejantes:

-Bueno... ¡ahí está!

Volvió en seguida la cara a los furiosos de la multitud; se apoyó con ambas manos en su barra, y agregó tranquilamente:

-Nadie ha de tocar en mi presencia ni un pelo más de la ropa del señor Alcalde.

Aquel hombre estaba salvado. Todos sabían que Alejo doblaba y desdoblaba, como si fuese de cera, un peso carolino, y todos le habían visto caminar un día, riendo por las calles con un asno en los brazos. ¿Quién había de querer exponerse al más ligero golpe de su barra?

Nada teníamos ya que hacer allí y nos volvimos al lado del Cabildo. Las noticias de lo que en él estaba pasando corrían de boca en boca y merecían los más entusiastas aplausos.

-Hemos reconocido, decían, la Excelentísima Junta de Buenos Aires. ¡Que viva la Junta! ¡viva don Fernando VII! Don Francisco del Rivero es nombrado Gobernador.   —35→   ¡Viva el Cabildo! Don Estevan Arze y don Melchor Guzmán han de seguir mandando las tropas. ¡Qué valientes son! ¡viva don Estevan! ¡viva don Melchor! Dicen que les van a dar garantías a los chapetones. Eso está malo. No, no... ¡pobres chapetones! ¡Que nadie muera! ¡Viva la patria!

A todo esto yo gritaba y hacía gritar ¡que viva! a mi banda más bullanguera que toda aquella gente; pero en mi interior me decía: ¿qué es esto? ¿qué es por fin lo que ha sucedido? Y no me atrevía a dirigir a nadie estas preguntas, temiendo que, informados todos muy bien de aquellas cosas, conociendo perfectamente lo que se hacían, se riesen de mi necia ignorancia o de mi ingenuidad.

Felizmente volvió a aparecerse por allí mi maestro, que había acompañado a su protegido hasta dejarlo en su casa, y viéndome él, se acercó y tuvimos el siguiente diálogo.

-¿Tú también por aquí, muchacho?

-Sí, señor; me han traído... yo no quería venir...

-No, hombre; no está malo. ¿Y qué has hecho?

-He gritado como todos: ¡viva Fernando VII! ¡mueran los chapetones!

-Pase lo primero; lo segundo de ninguna manera.   —36→   No se debe matar a nadie cuando se va a hacer vivir a la patria.

-Eso mismo acaban de decir algunos. He hablado, también, como Murillo y he concluido con ¡viva la libertad!

-Magnífico, hijo mío.

-Pero..., perdone su Paternidad: no sé bien todavía lo que hemos hecho todos, ni de cómo ha sucedido esto desde el amanecer.

-Eso puedo decírtelo de mil amores, si te vienes conmigo al convento. Hay tiempo de hablar mientras concluye el cabildo y creo saber, también, todo lo que de él ha de salir.

Mis camaradas no se opusieron a que le siguiese, por respeto a la persona del Padre. Sólo El Overo me hizo el gesto de burla que acostumbraba con la mano en las narices.




ArribaAbajoCapítulo IV

Comienzo a columbrar lo que era aquello


La celda de mi maestro no tenía nada de particular que la distinguiese de la de cualquier otro religioso, ni creo necesario describirla para mejor inteligencia de mi sencillo relato. Cerró él cuidadosamente la puerta, me hizo sentar en un escaño junto a la mesa, tomó al otro lado un sillón forrado de baqueta, y comenzó a hablar de esta manera:

  —37→  

-Más tarde comprenderás mejor que yo mismo lo que significa el alzamiento que acabas de ver; porque tú puedes conocer a fondo muchas cosas que yo apenas he entrevisto, a pesar de mis afanosos y clandestinos estudios de veinte años. Cuando así suceda, cuando una luz más viva inunde tu inteligencia, acuérdate de mí, pobre fraile que te enseñé a leer, y piensa de qué modo los raudales de ciencia, que han de serte generosamente ofrecidos, me hubieran consolado de los tormentos de mi oscura vida.

Detúvose aquí por un momento. En seguida se pasó fuertemente la palma de la mano por la espaciosa frente, como si quisiera librarse de algo que sobre ella pesaba, y continuó:

-El país en que hemos nacido y otros muchos de esta parte del mundo obedecen a un rey que se encuentra a dos mil leguas de distancia, al otro lado de los mares. Se necesita un año para que nuestras quejas lleguen a sus pies, y no sabemos cuándo vendrá, si viene, la resolución que dicte su Consejo o simplemente su voluntad soberana. Sus agentes se creen semidioses a inmensa altura de nosotros; sus vasallos que vienen de allí se consideran, cual más cual menos, nuestros amos y señores. Los que nacemos, de ellos mismos, sus hijos, los criollos somos mirados con desdén, y piensan que nunca debemos aspirar a los honores y cargos públicos para ellos solos reservados; los mestizos, que tienen la mitad de su sangre, están condenados al desprecio y a sufrir mil humillaciones; los indios, pobre raza conquistada, se ven reducidos a la condición de bestias de labor, son un rebaño que la mita diezma anualmente en las profundidades de las minas.

  —38→  

»Bastaban estas razones para que deseásemos tener un gobierno nuestro, de cualquiera especie, formado aquí mismo, para que estemos siempre a sus ojos. Pero hay todavía otras no menos graves, que nos harán preferir nuestra completa extinción por el hierro a seguir viviendo bajo el régimen colonial.

»El hombre condenado a ganar su pan, el sustento material, con el sudor de su rostro, no puede ni siquiera cumplir libremente ese decreto providencial. Si es agricultor, si ha podido obtener una porción de tierra en los repartos de la corona, le prohíben hacer algunos cultivos de los que resultaría competencia a las producciones de la Península; si quiere explotar los ricos filones minerales de nuestros montes y cordilleras, necesita gozar de influencias para contar con brazos y hasta el azogue que entra en el beneficio; si se hace comerciante, ve que todo el comercio pertenece a una serie de privilegiados, desde las grandes compañías de Sevilla, Cádiz y Cartagena hasta los últimos pulperos españoles y genoveses; si se atreve a ser manufacturero, ve que le destruyen brutalmente los instrumentos de su industria. Yo sé de viñedos y olivares que han sido arrancados o destruidos por el fuego; conozco criollos y mestizos que descubrieron minas fabulosamente ricas para abandonar desesperados su explotación a los españoles; este lienzo listado de verde que sirve de sobremesa es tocuyo de Cochabamba, llevado a España para teñirlo, traído con el nombre de angaripola, vendido a sus primitivos dueños a precio inconcebible, sin permitirles que hagan ellos mismos tan sencilla operación; he visto, en fin, derribados muchas   —39→   veces los telares en que se teje pertinazmente ese tocuyo.

»La instrucción, alimento del alma, luz interior añadida a la de la conciencia para hacer cada día al hombre más rey de la creación, no la pueden obtener más que contadas personas y de una manera tan parsimoniosa que parece una burla. ¡Cuánto me he reído yo a veces de lo que en muchos anos me enseñaron en la Universidad de San Francisco Javier de Chuquisaca! Hay verdadero empeño por mantenernos ignorantes; sabio es entre nosotros el que dice las mayores tonterías en latín, y ¡Dios tenga piedad del que aspira a conseguir otros conocimientos que los permitidos, porque se expone a morir quemado como hereje filosofante! En Cochabamba, aquí, por motivo que te diré a su tiempo, era crimen de lesa majestad el enseñar a leer a los varones.

»La religión que han dejado oscurecer los mismos sacerdotes -acércame el oído, hijo mío-, no es ya la doctrina de Jesús, ni nada que pudiera moralizar al hombre para conducirlo gloriosamente a su fin eterno. Hacen repetir diariamente el Padre nuestro y mantienen la división de las razas y las jerarquías sociales, cuando les era tan fácil mostrar en las palabras de la oración dominical, enseñada por Cristo en persona, la igualdad de los hombres ante el padre común y la justicia. Debieran procurar que los fieles amasen a Dios «en espíritu y verdad»; pero fomentan las supersticiones y hasta la idolatría. Veo en los templos -inclínate más-, imágenes contrahechas que reciben mayor veneración que el Sacramento. Me han dicho que en cierta parroquia adoraban al toro de San Lucas o el león de San Marcos y le rezaban con cirios en las manos!   —40→   Tal vez harán lo mismo en otras con el caballo de Santiago y el perro de San Roque. Para obtener, en fin, bienes temporales multiplican las fiestas, inventan no sé quédevociones, en medio de la crápula, a la luz del sol, de ese antiguo dios padre que el pobre indio adoraba más conscientemente, con más pureza quizás.»8

Volvió a hacer una pausa más larga en este punto. Yo respeté su silencio; pero no pude dejar de llevarme a los labios una de sus manos descarnadas.

-Todo esto -prosiguió-, es preciso que concluya. En cada uno de los centros de población de estos vastísimos dominios hay ya un pequeño grupo de hombres que así lo han resuelto y lo conseguirán. Hoy no los comprende todavía la multitud, y se sirven por eso de algún pretexto, para arrastrar aquella a un fin gloriosísimo, de un modo que no choque a ideas inveteradas en la larga noche de tres siglos. Debes saber que la misma esclavitud llega a ser una costumbre que es difícil abandonar. Me han contado de un hombre que, preso muy joven, puesto en libertad después de muchos años, volvió a pedir en la cárcel su querido calabozo, oscuro y sin ruido, cual decía convenirle en la indolencia y ensimismamiento en que había caído y de los que no salió jamás.

»Un gran genio dominador, brotado del seno de una tremenda convulsión del reino de Francia, invadió la España y vio caer de rodillas a sus pies al rey don Carlos IV y al Príncipe de Asturias don Fernando. La noticia llenó de consternación a estas colonias de América; y de esa   —41→   consternación por el destronamiento del rey legítimo, sale ya el sentimiento de la libertad. Esos vivas que oyes a Fernando VII están diciendo a los oídos de la mayor parte de los hombres del cabildo: ¡abajo el rey! ¡arriba el pueblo!

»Pero el intento oculto aún de esos hombres no es nuevo, no es de ayer solamente en este suelo en que has nacido, hijo mío!»

Aquí se paró levantando las manos al cielo, para proseguir cada vez más animado.

-No cansaré tu atención con la más breve noticia de las sangrientas convulsiones en que la raza indígena ha querido locamente recobrar su independencia, proclamando, para perderse sin remedio, la guerra de las razas. Recordaré sí, con alguna extensión, un gran suceso, un heroico y prematuro esfuerzo, que conviene a mi objeto y nos interesa particularmente.

»En noviembre de 1730 circuló en esta villa y los pueblos de nuestros amenos y fecundos valles, la noticia de que don Manuel Venero y Valero venía de la Plata, nombrado revisitador por el rey, a empadronar a los mestizos como a los indios, para que pagasen la contribución personal, el infamante tributo de la raza conquistada. No era ella exacta; querían únicamente comprobar el origen de las personas, para inscribir, en su caso, en los padrones,   —42→   a los que en realidad resultasen ser indígenas. Pero de esto mismo era muy natural esperar y temer infinitos males y abusos de todo género.

»Los mestizos, que formaban ya la mayor parte de la población, recibieron la noticia con gritos de dolor, de vergüenza y de rabia, levantados sin temor a los oídos de los guampos, que así llamaban a los que ahora chapetones. Resueltos a oponer una vigorosa resistencia, a derramar su sangre y la de sus dominadores antes que consentir en esa nueva humillación, buscaban un jefe animoso y lo encontraron en seguida.

»Éste fue un joven de 25 años, de sangre mezclada como ellos, oficial de platería, excepcionalmente enseñado a leer y escribir por su padre, o tal vez como tú, por algún bondadoso fraile. Se llamaba Alejo Calatayud.»

A este nombre me hice todo oídos.

«Vivía -prosiguió mi maestro-, en una humilde casita de la calle de San Juan de Dios, a inmediaciones del hospital, con su madre Agustina Espíndola y Prado, su esposa, de 22 años de edad, Teresa Zambrana y Villalobos, y una tierna niña llamada Rosa, primer fruto del honrado matrimonio. Debo advertirte que los pomposos apellidos que acabo de pronunciar, no son indicio seguro de parentesco con las familias de ricos criollos que los llevaron, siendo la de Zambrana fundadora de un mayorazgo. En aquel tiempo los criados que nacían en casa de sus amos se ponían, de un modo más corriente que hoy, el apellido de la familia. Puede ser que esto sucediera con Agustina y Teresa; pero tampoco sería extraño que tuviesen sangre de orgullosos mayorazgos en sus venas, comunicada por   —43→   las disipaciones que entretenían los ocios de sus señores en la monótona existencia a que los condenaba el bendito régimen colonial.

»Alejo oyó con no encubierta satisfacción las insinuaciones de sus compañeros y amigos los menestrales de la villa. Fuera de los vejámenes que amenazaban a todos y que habrían bastado para decidirle a dirigir el alzamiento, quería vengarse él mismo de una afrenta personal. El altanero don Juan Matías Cardogue y Meseta, capitán de milicias del rey, sin poderlo humillar en una disputa, lo había herido en la mano con su espada, y la cicatriz, presente a cada momento a sus ojos, le hacía muchas veces suspender su trabajo para sumirlo en sombríos pensamientos.

»El 29 de noviembre de aquel año -pronto harán ochenta los que han corrido-, la familia del platero comía alegremente en su casita, cuando se aproximaron a esta muy agitados Estevan Gonzales, José Carreño, José de la Fuente, un Prado, un Cotrina, cuyos nombres no he podido averiguar, y otros mestizos. Llamando en seguida a Alejo junto a la puerta, con gran zozobra de su madre y de su esposa, le dijo uno de ellos que la ocasión había llegado; que la villa estaba casi enteramente desguarnecida, porque el revisitador había pedido del pueblo de Caraza una escolta para entrar con seguridad en ella, y había marchado allí en consecuencia la tropa de guarnición al mando de Cardogue. Todos ellos siguieron después reclamando su auxilio y dirección, en cumplimiento de las promesas que les tenía ya hechas.

»-Vamos! -contestó Alejo-; reunamos a los nuestros;   —44→   apoderémonos de las armas con que cuenta la guardia del cabildo y de la cárcel, y levantemos bandera negra contra los guampos.

»Todo esto se hizo aquella noche y el día siguiente. La multitud reunida a los gritos de ¡viva el rey! ¡mueran los guampos! -ves, hijo mío, cuán semejantes a los que oíste esta mañana-, invadió la plaza; rompió las puertas del cabildo y la cárcel; se apoderó de las pocas armas; que no eran ni diez, ni estaban todas utilizables; y, al amanecer el 30 de noviembre, había cuatro mil hombres armados de hondas, palos y cuchillos en la pequeña altura de San Sebastián, donde Calatayud, situado en la Coronilla agitaba su bandera de muerte, a los gritos delirantes de venganza. El joven oficial de platería desafiaba así al poder más grande que ha existido y no volverá a existir nunca sobre la tierra.

»A la noticia del alzamiento el revisitador huyó despavorido a refugiarse en Oruro, y Cardogue con su pequeña columna volvió sobre sus pasos sin amedrentarse. Era el capitán audaz y soberbio como los antiguos conquistadores; le parecían bastar sus bocas de fuego para infundir respeto a la multitud que, por otra parte, le merecía sola mente el más profundo y cordial desprecio. El combate fue espantoso, quedando la victoria por el mayor número, con total sacrificio de los vencidos.

»Como suele suceder en tales casos -¡no lo permita Dios al presente!-, la multitud sintió esa horrible, insaciable sed de sangre y de pillaje que extiende negras sombras, indelebles manchas sobre la gloria de sus más justos sacrificios y merecidos triunfos. Desbordada en la villa   —45→   inmoló a los españoles que no pudieron seguir en su fuga a Valero; entró a saco en sus casas, y no se detuvo ante las puertas de las de algunos criollos. No sé si Calatayud autorizó sus excesos, pero debió consentirlos o tolerarlos por lo menos. Creo sí, que él no fue partícipe del pillaje, porque siguió viviendo y murió pobre, sin que su madre ni su esposa le viesen jamás en posesión de dinero ni otros objetos que no pudiera haber tenido antes honradamente con su trabajo.

»Para poner un término a esos criminales excesos propusieron entonces los notables criollos de la villa una capitulación, discutida después en cabildo abierto. Reconocida siembre la autoridad del rey, se convino entre otras cosas de las que no tenemos noticia, que los cargos públicos no se conferirían más que a los hijos del país, a fin de que éstos protegiesen y amparasen a todos sus hermanos. Se nombraron nuevos Alcaldes, entre ellos a don José Mariscal y a don Francisco Rodríguez Carrasco. El jefe del movimiento, Calatayud, obtuvo el derecho de asistir al cabildo y oponer su veto cuando le pareciese conveniente, hasta que el rey de España confirmase las capitulaciones.

»Dios sabe las consecuencias que hubiera tenido este gran acontecimiento, si la más negra traición no le pusiera un término atroz, más sangriento que su origen. Puedo asegurarte, sí, que él alarmó sobremanera al virrey del Perú y resonó en Buenos Aires y la capitanía general de Chile.

»El Alcalde Rodríguez Carrasco era compadre de Calatayud; había llevado a las fuentes bautismales a la niña Rosa; gozaba de la confianza de toda la familia. Hombre   —46→   audaz, mañero, ambicioso de títulos y honores, comprendió que podía sacar de aquella crítica situación un partido ventajosísimo para sus intereses. Púsose primero de acuerdo con sus más íntimos allegados y amigos, y concluyó por fraguar una tenebrosa conjuración.

»Calatayud vivía entre tanto descuidado. Sólo veía con dolor turbada la tranquilidad anterior de su casa por las incesantes quejas y reconvenciones de su esposa. El confesor de ésta, don Francisco de Urquiza, cura de la Matriz, atormentaba su alma, afeando la conducta de su marido.

»-¿Por qué -decía Teresa-, te atreves tú a llevar en la mano el bastón que no corresponde a los de tu clase? ¿no sabes que por voluntad de Dios debemos inclinar la cabeza ante los predilectos vasallos del rey nuestro señor?

»Y Alejo respondía con altivez, con el sentimiento profundo de la igualdad humana, despertado poderosamente en su alma:

»-Porque soy tan hombre como ellos mismos; porque tengo fuerzas para proteger a mis hermanos desgraciados.

»Otras veces la mujer erigía confidencias más peligrosas del marido.

»-¿Qué haces tú con esos papeles? ¿a quién has escrito misteriosamente durante la noche, cuando me creías dormida? -le preguntaba, sin conseguir más que respuestas evasivas.

»Las cosas llegaron a tal punto que Teresa asustada de perder su parte del paraíso, abandonó su hogar para asilarse en casa de una señora notable, doña Isabel Cabrera.

»Un día compareció Rodríguez Carrasco ante su compadre con la sonrisa en los labios, más jovial y afectuoso   —47→   que nunca, y le invitó a celebrar en su casa no sé qué fiesta de familia. Alejo aceptó y fue allí solo, sin armas, deseoso de olvidar entre amigos las amarguras que sufría en su casita.

»Pero en medio del banquete, cuando los convidados parecían entregarse solamente a las expansiones de la amistad, circulando de mano en mano la copa, con palabras de afecto y ardientes votos de próspera fortuna, se abrió repentinamente una puerta de la adjunta sala; muchos conjurados salieron en tropel de ella; se apoderaron del confiado Calatayud, y...

-¡Lo ahorcaron! -grité, creyendo concluir la frase-. Su brazo derecho fue puesto en la altura de San Sebastián donde hizo tremolar su negra bandera.

-No lo ahorcaron precisamente -contestó mi maestro-. La tradición, a la que doy entera fe, cuenta que lo ahogaron allí mismo o acribillaron a puñaladas y que llevaron sólo su cadáver a la cárcel. Los informes judiciales aseguran que lo condujeron vivo, fuertemente amarrado de pies y manos; que se confesó en la cárcel y le dieron garrote. En uno o en otro caso, es lo cierto que sólo después de muerto lo colgaron en público en la horca, con el bastón en la mano. Después dispersaron sus miembros en los sitios más concurridos y visibles, en los caminos y las alturas, y mandaron su cabeza a la real audiencia de Charcas. Pero ¿quién te lo dijo a ti?

-Nadie -repuse-; sólo oí hace tres años algunas palabras misteriosas a mi tío el cerrajero, y he visto últimamente un cabo de cuerda...

-Debe ser -dijo el Padre tranquilamente-, el que   —48→   yo recogí confesando a un moribundo y entregué a tu madre. La superstición había conservado esa triste reliquia, atribuyéndole virtudes milagrosas, y era preciso que la guardase con respeto la descendencia de Calatayud.

Figuraos, si es posible, de qué modo sacudirían estas palabras todo mi ser.

-¡Dios mío! -exclamé-; ¿sería yo entonces?...

-Su tercer nieto por tu madre -concluyó mi maestro.

Hasta aquel momento había hablado de pie, paseándose algunas veces; ahora se detuvo delante de mí, encorvó su alto y delgado cuerpo; se apoyó en las palmas de las manos sobre la mesa, y me miró sonriendo cariñosamente.

-Por lo mismo debes saber estas cosas hasta el fin -continuó diciendo, y volvió a su interrumpida relación.

-Entregadas al fuego las capitulaciones, por mano del verdugo, Rodríguez Carrasco ejerció tremendas venganzas a nombre de la majestad real ofendida; ahogó en sangre nuevos conatos de insurrección, y recibió el aplauso, afectuosas palabras, protestas de gratitud del virrey y de la audiencia de Charcas, para recibir después grandes recompensas y honores decretados por la misma corona. Tuvo, entre otras, la satisfacción de llamarse en su loca vanidad «el señor capitán de la infantería española del imperio de gran Paititi», fabuloso emporio de riquezas que se decía existir oculto en las profundidades de nuestras selvas. Pero la posteridad justiciera ha hecho de su propio nombre sinónimo de traidor como del de Judas.

Volvió a hacer aquí una pausa, para proseguir, paseándose, del modo que ha de verse, mientras que yo recordaba las palabras que El Overo me dirigió al creerse vendido   —49→   por mí a mi madre, y que eran el grito de la conciencia que resonaba todavía contra el traidor, después de ochenta años, por boca de un niño.

-Agustina, Teresa, y la niña Rosa fueron encerradas por el mismo Rodríguez Carrasco, en calidad de presas, en el convento de Santa Clara. Por esto se creyó y aun se cree generalmente que la familia de Calatayud quedó extinguida. Pero no fue así: Rosa consiguió salir ya joven, cuando murieron su abuela y su madre, y se casó en las inmediaciones del Pazo con un campesino criollo muy pobre, pero honrado y excelente hombre.

»La noble idea concebida vagamente por Calatayud comienza, por otra parte, a brillar en las almas de esta tercera generación que levantará el padrón de infamia arrojado sobre su memoria. Ya te he dicho, repito ahora, que en todos estos dominios hay hombres ilustrados, animosos, resueltos a todo género de sacrificios para llegar a la independencia de la patria. Ellos son los que han fomentado este espíritu de imitación de las colonias, por constituir juntas de gobierno como hicieron en la Península, para rechazar la invasión del extranjero. El 25 de mayo del año pasado Chuquisaca dio un paso en ese sentido; el 16 de julio. La Paz creó a inspiración de Murillo la famosa Junta Tuitiva. Nada ha importado que nuestros dominadores sofoquen esos primeros movimientos. En el día aniversario del grito de Chuquisaca ha dejado oír el suyo, más poderoso, Buenos Aires, de donde viene una cruzada redentora. Hoy, 14 de septiembre, Cochabamba está haciendo lo que ves, y lo hace con tal resolución y nobleza, que parece asegurar un triunfo definitivo.

  —50→  

»Resta sólo decirte las causas inmediatas de este alzamiento, y lo haré en muy breves palabras.

»Sabes tú que el gobernador destituido y prófugo actualmente, remitió presos, a Oruro, a don Francisco de Rivero, don Estevan Arze y don Melchor Guzmán Quitón. Éstos consiguieron escaparse de allí hace pocos días; se vinieron al valle de Cliza donde los primeros gozan de grandes influencias; levantaron a esos pueblos; se pusieron de acuerdo con los patriotas de la villa, y esta mañana se presentaron en sus inmediaciones. El arrojo de Guzmán Quitón que se adelantó con algunos hombres, a intimar rendición al cuartel de la tropa armada, ha bastado para que ésta se sometiese. ¡No se ha derramado, hijo mío, ni una sola gota de sangre! ¡Dios bendecirá los anhelos de nuestro pueblo!

»Pero el cabildo debe haber terminado. Esos gritos de júbilo, esos alegres repiques que vuelven a comenzar con más fuerza que esta mañana, nos lo están diciendo claramente. Tu madre debe estar inquieta, por otra parte... Ya es hora de terminar esta larga conferencia.

Salimos, en efecto, y no bien había dado yo un paso fuera del convento, me encontré cogido en brazos de María Francisca. Mi madre estaba detrás de ella. Se había detenido a respirar por primera vez libremente, al encontrarme después de inútiles pesquisas y angustiosos afanes.

Dejando para más tarde sus quejas y amonestaciones, me hizo tomar inmediatamente el camino más corto a nuestra casita. Yo la seguí silencioso, sin preocuparme de aquéllas, sumido en hondas y muy distintas meditaciones.   —51→   Las palabras de Fray Justo, de las que seguramente no habré podido dar más que un inexacto trasunto, habían abierto un horizonte desconocido ante mis ojos, y si éstos no conseguían abarcarlo, comenzaban a esparcir sus miradas en un círculo más vasto que anteriormente. Había, por otra parte, algunos puntos que me tocaban de cerca y que yo quería profundizar, prometiéndome descorrer el velo misterioso de mi origen. Mi sabio maestro -cuyo nombre estoy exhumando del olvido en que no merece quedar sepultado-, creía sin duda, cuando me condujo a su celda, que es bueno hablar a veces a los niños como a hombres maduros. Así se acostumbran a pensar; así principian a ver seriamente la vida, en la que les esperan amargas pruebas y difíciles combates.




ArribaAbajoCapítulo V

De como mi ángel se volvió al cielo


Los días siguientes hasta los últimos de octubre, en que ya no pude darme cuenta de las cosas que pasaban a mi alrededor, fueron de júbilo, de movimiento, de activa preparación para la guerra a que se había arrojado Cochabamba. Recordaré tan sólo las principales ocurrencias, o las que, sin serlo, llamaron particularmente mi atención.

El 16 a 17 -perdóneseme esta falta de precisión-, llegaron los entusiastas voluntarios del valle de Sacaba, no tan altos ni fornidos como los de Cliza, ni mejor pertrechados,   —52→   pero más despiertos, más bulliciosos, a órdenes de su jefe don José Rojas.

El 23 tuvo lugar la ceremonia de público reconocimiento de la excelentísima Junta de Buenos Aires, seguida de una misa solemne en la Matriz, «en acción de gracias, por el señor don Francisco del Rivero, gobernador intendente y capitán general de la provincia». Antes de encaminarse al templo las corporaciones de la junta de guerra y el cabildo, justicia y regimiento, don Juan Bautista Oquendo pronunció desde la galería, delante de todo el pueblo, recogido ahora en profundo silencio, el célebre discurso que recuerdan los historiadores y del que me ocuparé yo en seguida a mi manera.

El 10 de octubre la junta de guerra dispuso enviar una expedición armada a Oruro, bajo el mando de don Estevan Arze, para proteger, decía, los caudales públicos amenazados; pero en realidad, como me aseguró mi maestro, para propagar aquel incendio, cuyo objeto resultó más claro con otras expediciones posteriores.

El 16 del mismo octubre oí decir que habían nombrado a don Francisco Javier de Orihuela, diputado al congreso que debía reunirse en Buenos Aires. Esto llenó de alegría el corazón de mi maestro, quien parecía transfigurado.

-Cuando los pueblos del Alto Perú y del río de la Plata se encuentren representados en congreso -me dijo-, el mundo verá que la independencia de América y el nacimiento de la república son decretos irresistibles de la voluntad divina.

Al día siguiente, 17, la falsa noticia de haber aparecido en las inmediaciones, en la misma Recoleta, una tropa   —53→   enemiga comandada por el antiguo comandante general don Jerónimo Marrón de Lombera, causó tal alarma, tal confusión, tal atropamiento en la plaza, que no me atrevo a describirlos, aun después de haber intentado dar una ligera idea del alzamiento del 14 de septiembre. A los toques de rebato, que sin poderlo evitar el gobernador sonaban en todos los campanarios, hombres y mujeres, ancianos y niños corrían a reunirse armados de lo primero que encontraban: honda, palo, azada, reja de arado, cuchillo, mango de sartén, piedra arrancada del pavimento, cualquier objeto que pudiera punzar, herir, contusionar de cerca o de lejos al enemigo. Los gritos, las imprecaciones, los alaridos debieron materialmente haber hecho caer a las aves que volaban por los aires. Difundida la noticia por los valles de Caraza, Cliza y Sacaba, en tan breve espacio de tiempo que parecía un milagro y que sólo se explicaría hoy por el prodigioso invento del telégrafo, llegaban de todas partes, de seis leguas a la redonda, corriendo desesperados a pie, reventando caballos, infinitos voluntarios, que no se conformaban con perder la ocasión de probar sus fuerzas con los chapetones y acreditar su amor a la naciente patria. Baste decir que, cuidadosamente escogidos los hombres   —54→   jóvenes, robustos, completamente aptos para el servicio, podían formar un ejército de cuarenta mil soldados que nunca hubieran pedido sueldo para ser tales; lo que don Francisco del Rivero se apresuró a comunicar al general que venía conduciendo las tropas de Buenos Aires, como una prueba del delirio de entusiasmo con que Cochabamba mantenía su reto a la secular opresión española.

Yo obtuve licencia de mi madre para ir a ver algunas de estas cosas en compañía de Fray Justo. Me sorprendió mucho no poder descubrir entre la multitud al que más bulla y confusión hubiera metido, al ocioso y vagabundo por excelencia, a mi amigo El Overo en una palabra. Sólo le vi un día de lejos, muy limpio y decentemente vestido, al lado de un hombre alto y gordo, más rubio que él, a quien una mujer, que salía del templo, designó a otra con el nombre de gringo, y se persignaron las dos en seguida, como si hubieran visto al diablo.

En la casita del confín del Barrio de los Ricos pasaban escenas divertidas, de risa y de tranquilo contento, cuyo recuerdo me conmueve ahora hasta las lágrimas. Voy a poner el ejemplo de una que dará idea de las demás, aunque acabó como no había comenzado.

El cuarto descrito al principio de estas memorias contiene además, al frente de la tarima, un catrecito de madera, de altas columnas, con blancas cortinas, recogidas de día por lazos de cinta de seda azul. No me preguntéis por qué tanto lujo en la pobreza. Me daréis la pesadumbre de creer que aún no os hice conocer el alma de Rosita, su cariño, sus delicadas atenciones con este vuestro humilde servidor,   —55→   que acostumbra dormir en este catre, como un príncipe en dorado y blandísimo lecho de plumas.

Rosita está sentada en su cómodo banquito, y borda de oro (porque se le ha vuelto a permitir un trabajo moderado de dos o tres horas) un tahalí de rojo terciopelo, que algunas señoras notables quieren regalar al nuevo gobernador. Alejo, que ha venido a despedirse para ir entre los voluntarios, con don Estevan Arze a Oruro, se arrima de espaldas a una hoja de la puerta. Fray Justo en su silla, con la capucha caída, se muestra más jovial naturalmente. Yo me cuadro delante de él como un recluta para darle mi lección. El diálogo comienza entre él y yo.

-¿Has aprendido ya las hermosas palabras de Oquendo?

-Sí, señor, y creo que sin un punto.

-¿Puedes repetirlas como él mismo las dijo de lo alto de la galería del cabildo?

-No tanto; pero... ¡quién sabe!

-Alejo, ponme a este muchacho sobre la mesa.

El interpelado se acerca con risa silenciosa en la que aparecen sus treinta y dos dientes; se sienta sobre los talones y me presenta la palma de la mano a dos dedos del suelo. Yo que sé lo que debo hacer, apoyo mi pie derecho en aquella mano, me pongo recto como un bastón y me siento levantado casi hasta el techo, para quedar en seguida depositado sobre la mesa.

Reímos todos; Alejo vuelve a su sitio, y continúa el diálogo:

-Vamos, comienza.

-«Valerosos ciudadanos de Cochabamba; habitantes   —56→   del más fecundo y delicioso país del mundo; fidelísimos vasallos de...

-Ja, ja, ja, ja!... pase por la intención; y pasemos también nosotros a otro punto.

-«¿Juzgarán acaso en las provincias distantes que Cochabamba ha añadido un nuevo dolor al llagado pecho de su rey y...

-¡Qué don Juan Bautista! Vamos a la peroración. Allí está, hijo mío, todo lo bueno del discurso; los historiadores que hablen de él, harán muy bien de trascribirla, como el más bello ejemplo de los elevados sentimientos con que nuestro país ha levantado el grito de su independencia.

-«Yo veo que aspiráis a mayores glorias; vuestra fuerza rendirá la máquina que todavía sostienen en vuestras comarcas los enemigos del Estado y de la patria; esa vigilancia con que acumuláis vuestras tropas, esa unidad de sentimientos con que a pesar de la pintura que hace Cañete de los americanos, detestáis el egoísmo y queréis sostener con una pasmosa rivalidad los derechos de la patria y del Estado, es el más convincente argumento de que en vosotros no se halla más que un solo pensamiento y un solo deber. Pero lo que más engrandece vuestra patria es la piedad y religión con que habéis procedido; de ella han nacido la paz y tranquilidad que hacéis gozar a la patria en los mismos días en que podían verse la turbación y el desorden; y aunque este rasgo de tanto honor más bien debía excitarme al aplauso, no obstante, quiero en tercer lugar encargaros que en adelante será vuestro procedimiento conforme a la santísima ley que profesáis: esos   —57→   nuestros hermanos europeos, que vulgarmente llamáischapetones lejos de padecer algún insulto, sean el primer objeto de vuestro cariño: ahora es tiempo que resplandezca el carácter americano, de no perjudicar jamás a vuestro prójimo y de no tomar venganza de las injurias personales; manifestad en todo vuestro porte, la nobleza de vuestras almas y la generosidad de vuestros corazones: no manchéis vuestras manos con la sangre de vuestros hermanos; detened los rencores, y al mismo tiempo que vais a fomentar la guerra más justa contra vuestros enemigos, dad la paz más dulce a vuestra fuerte y valerosa patria.»

-Bien, ¡magnífico!

Alejo no puede contenerse y comienza a gritar:

-¡Viva don Juan! No hablo por el señor Oquendo, sino por ti, muchacho! ¡viva don Juan de...

-De nada, ni de nadie -concluye mi madre con voz fuerte que parece airada.

Alejo queda mudo, inmóvil como una estatua. Todos guardamos silencio. No sé en qué pensarán los otros; pero yo me pregunto a mí mismo: ¿cuál sería la palabra que iba a salir de los labios del cerrajero?

La mañana siguiente a la grande alarma del 17 de octubre me desperté al oír en la habitación una voz cavernosa, especie de ronquidos de cerdo articulados. Me incorporé sin hacer ruido, entreabrí las cortinas con mucha precaución y sólo pude ver al principio un enorme bulto blanco, en el que acabé por reconocer al R. P. Robustiano Arredondo. Estaba sentado en una de las sillas, encajado como por fuerza entre los brazos de ésta, y conversaba con mi madre, parada en su presencia, con el librito de la Imitación   —58→   cerrado en una mano. Probablemente aquel extraño y tan matutino visitante llegó en el momento en que ella tomaba a esa hora la receta de Fray Justo, sin contentarse con la dosis nocturna.

No creo que haya en toda la redondez de la tierra un hombre más digno de su apellido que este R. P. Arredondo, Comendador del convento de la Merced. Proverbialmente obeso en la villa, todo su cuerpo y cada una de sus partes componentes aspiraban a tomar una forma esférica y se redondeaban como mejor podían: su abultada cabeza, calva y reluciente, sus rubicundos carrillos, su nariz colorada como un tomate, sus hombros, sus manos y, más que nada, su enorme abdomen. Moralmente era, también, un tonto redondo, como él mismo se dará a conocer en el trascurso de esta historia, en la que aparecerá varias veces en ocasiones interesantes.

Las primeras palabras que oí distintamente excitaron a tal punto mi curiosidad, que por nada del mundo me hubiera consolado si no escuchaba hasta lo último la conversación. Para que no advirtieran que estaba yo despierto, resolví por esto extenderme de nuevo en mi cama, cubrirme la cabeza con las sábanas y hasta contener la respiración, en cuanto me fuese posible sin asfixiarme.

  —59→  

Y he aquí puntualmente lo que escuché:

-La noble señora quiere dar cumplimiento a la voluntad de su marido; pero con una condición, que le dijo a él mismo en sus últimos instantes y fue aprobada por él.

-¿Y cuál es esa condición?

-Que te separes definitivamente del niño, que no pongas los pies en su casa, ni él venga a verte con ningún motivo.

-¡Oh, cuán generosa es la noble señora!

-Aceptas ¿no es verdad?

-¿Y cómo puede creerlo Vuestra Reverencia?

-¡Rehúsas, entonces, desgraciada!

-No, tampoco es eso lo que pienso.

-No te entiendo... ¡Pero se me ocurre una cosa! A fin de que tú misma no desees verle, recógete a uno de los conventos de monjas... ¡a Santa Clara, hija mía!

-No creo que sea necesario; no, R. P. ¡Dios lo dispondrá de otra manera!

-Amén, así sea.

Una pausa muy larga.

-Necesito pensarlo. Si Vuestra Reverencia quisiese volver dentro de ocho días...

-Sí, volveré, hija mía. Pero procura llevarme antes la respuesta. No me muevo a medio día del confesonario, y hasta acostumbro dormir la siesta allí mismo, para estar pronto a oír a los pecadores. ¡Uf!, ¡uf!... parece que esta silleta quiere retenerme aquí para siempre.

-Dios vaya con Vuestra Reverencia.

-Y te acompañe y te ilumine, hija mía. ¡Uf!... ¡uf!...

No bien hubo salido el Padre Arredondo, salté del lecho   —60→   en camisa como estaba, y corrí a arrodillarme a los pies de mi madre, que se había desplomado pálida como una muerta sobre su banquito.

-No, madre mía -le dije-: yo no me separaré nunca de tu lado... ¡aborrezco a esa noble señora que no sé lo que quiere conmigo!

Mi madre me miró fijamente con esos sus grandes ojos, que parecían más bellos inundados de lágrimas; exhaló un grito desgarrador con la palabra «hijo» que le era tan difícil pronunciar, y me estrechó fuertemente contra su corazón, para seguir llorando sin consuelo. No oía mis ruegos, ni respondía a mis halagos, ni sentía los besos con que yo porfiaba por secar su copioso llanto. Creo que trascurrieron así horas enteras, hasta que apoyándose en mis hombros con manos temblorosas, se levantó para ir a arrojarse sobre el lecho que yo había abandonado, como si estuviese quebrantada por largo martirio corporal en el potro del tormento.

Aquel mismo día tan aciago para nosotros reaparecieron los síntomas más alarmantes de su enfermedad. En un momento en que creí que no era muy necesaria mi presencia, dejando como dejaba al Padre Aragonés, María Francisca y otras dos mujeres al cuidado de la enferma, corrí al convento de San Agustín; comuniqué todo lo que había pasado a mi querido maestro; y oyéndome él agitado por un temblor nervioso, le vi caer sobre el escaño, y oí que murmuraba con voz sorda, llena de infinito pesar y no acostumbrada cólera:

-¡La han asesinado!

No hubo remedio, en efecto, para salvarla. A pesar de   —61→   los más solícitos cuidados de que volvió a verse rodeada, se moría, se moría velozmente; y creo ¡Dios mío! que deseaba morirse ella misma antes de dar la respuesta ofrecida al Padre Arredondo. El día en que éste debía volver recibió el viático y la extremaunción de manos de Fray Justo, que parecía sufrir mucho más que la moribunda a quien auxiliaba. Cuando llegó el Comendador de la Merced acezando de fatiga, por haber caminado a lentos pasos las tres cuadras que distaban de su convento a la morada donde sin sospecharlo dejó una semana antes la sentencia de aquella muerte, la víctima estaba recostada de espaldas contra sus almohadas. No lo vio; pero sintió sus resoplidos y el pesado ruido de sus pisadas.

-Puede Vuestra Reverencia llevarlo -le dijo-; ¡ya nunca le veré, ni él a mí sobre la tierra!

En seguida sus ojos que se nublaban miraron a Fray Justo, de pie a la cabecera del lecho, y a mí, arrodillado a los pies. Quería enviarnos su última despedida.

-No puedo ya acompañaros; me voy... ¡me llaman!

Y pronunciadas estas palabras con el más dulce y tierno acento, levantó lentamente el brazo derecho y señaló con el índice al cielo.

  —62→  

¿Quién consiguió arrancarme a viva fuerza de entre los brazos aquel cuerpo rígido y helado, que yo estrechaba pidiendo que me sepultasen con él, si yo no podía comunicarle mi propia vida? ¿qué hicieron allí? ¿cómo pasó el tiempo, hasta que clavaron ese negro ataúd, que porfiaban por llevarse? ¿qué vi, qué oí estúpidamente en los momentos en que faltaron lágrimas de mis ojos y no resonaron mis propios gritos de dolor en mis oídos?

Tengo conciencia de que, no sé cuándo, ni cómo, me encontré a la puerta de nuestra casita, entre Fray Justo que me cerraba la entrada y el Padre Arredondo que me arrastraba de la mano. Recuerdo que el primero me dijo:

-Síguele; tu madre lo ha querido.

Recuerdo, también, que me hizo este encargo:

-Por tu madre que está en los cielos, por el amor de tu maestro y amigo que velará todavía por ti en la tierra, no des nunca ningún motivo de queja a las personas entre quienes debes vivir.




ArribaAbajoCapítulo VI

Márquez y Altamira


Mi conductor, a quien seguí en profundo silencio, no se detuvo, aunque trasportaba difícilmente su enorme individuo, hasta que llegamos a un gran portal de anchos pilares, de ladrillo y estuco, que sostenían un arco, en el que había pintado el monograma de la Virgen y, abajo de éste, lo que decían ser las armas de la familia, una cosa así como un   —63→   toro paciendo en un campo de trigo. La puerta pintada de verde estaba reforzada por clavos de grandes cabezas de cobre, y tenía abierto solamente el postigo, por el que penetramos, cuando el Padre se sintió con fuerzas para trasponer la alta batiente de piedra.

Un zaguán espacioso conducía al patio, que rodeaban habitaciones de planta baja. A la derecha había un poyo de adobe enladrillado, asiento diario y cama nocturna del pongo, sobre el que, en la pared, se veía un gran cuadro al óleo, del arcángel San Miguel, aplastando con un pie el pecho del rebelde, en cuya boca abierta introducía la punta de una lanza. Al frente, en la pared de la izquierda, se abría una puerta de una sola mano, que daba entrada al cuarto del criado de confianza o mayordomo.

El patio solitario, silencioso, con menuda grama que había crecido en las junturas de las losas desiguales de que estaba empedrado, tenía un aspecto de cementerio. En el lado derecho había, alternando unas con otras, tres ventanas y tres puertas herméticamente cerradas, que yo nunca debía ver abiertas, porque habían pertenecido al señor de la casa, muerto hacía algunos días. Al frente de la entrada una gran puerta y dos ventanas daban paso y luz a una sala que servía de comedor, y se abría un callejón al segundo patio. El lado de la izquierda, con puertas y ventanas como el de la derecha, contenía la sala de recepciones, una antesala y el oratorio de la señora. Los dormitorios, cuartos de criados, despensa, cocina y demás dependencias debían estar y estaban, como vi después, en el patio interior.

El Padre Arredondo me condujo a la primera puerta de   —64→   la izquierda, que era la del oratorio. Estaba abierta; pero al otro lado del muro tenía un portón cerrado, de lienzo blanqueado de yeso y con un ángel grotescamente pintado, en actitud de recomendar silencio.

Volvió a detenerse allí el Padre; tosió dos o tres veces, y llamó al fin tímidamente con los nudillos de sus gruesos dedos en la tabla de la puerta. Oímos pasos cautelosos; el portón se entreabrió lo bastante únicamente para que saliese una cabeza de negra con tupido y menudo vellón entre rojizo y cano, frente muy deprimida, ojos pequeños y bizcos, nariz achatada, pómulos muy salientes y boca desdentada, de la que oímos apenas estas palabras:

-La señora muy mala; el flato, la jaqueca... Entre Vuestra Reverencia sin hacer ruido.

Así lo hicimos, caminando de puntillas, y el portón se cerró tras de nosotros, dejándonos a oscuras.

Cuando mis ojos se acostumbraron a distinguir los objetos, a la sola luz que filtraba allí por una piedra de berenguela enclavada en la pared de enfrente, vi que nos hallábamos en un cuarto como de ocho varas de largo y seis de ancho, blanqueado y bruñido, con un zócalo rojo y amarillo, y cielo raso de lienzo también blanqueado y con una estrella igualmente roja y amarilla pintada en el centro. Todo el muro debajo de la claraboya lo ocupaba un retablo, que contenía santos de estuco y madera, vestidos de lama, con resplandores de oro; grandes candelabros de plata de varias luces, y urnas de cristal con marcos enchapados también de plata. A la izquierda había una gran mesa, un reclinatorio y dos enormes sitiales. A la derecha se veía otra puerta de comunicación a la sala, y a un lado de ésta   —65→   una tarima cubierta de mullida alfombra y rodeada de almohadones forrados de damasco.

Una señora, ni joven, ni vieja, mucho menos obesa que el Padre, pero más que simplemente gorda, de color enfermizo, ojos pardos de dura mirada, nariz recta, boca grande casi sin labios, barba muy saliente y aire de extremo orgullo con fingida humildad, se reclinaba allí, envuelta en un brial de estameña y cubierta la cabeza de tocas negras de luto. Tenía arrodillada delante de ella -presentándole en una mano un brasero de plata y en la otra un cigarrillo-, otra criada mulata, menos horrible que la que nos había introducido. Un faldero blanco, rapado desde medio cuerpo, dormía, en fin, sobre el mismo almohadón en que ella se respaldaba.

El Padre, que sin duda había esperado acostumbrarse como yo a esa semioscuridad, fue el primero que habló.

-Noble señora, mi querida doña Teresa -dijo-; aquí está el muchacho.

-¡Loado sea Dios, Reverendísimo Padre! ¡él sabe de qué modo ha de probar nuestra flaqueza! -contestó ella con voz desapacible, encendiendo su cigarrillo.

Siguiose un gran silencio; las dos criadas se sentaron a uno y otro lado de la tarima; el Padre se acomodó como pudo en un sitial; el faldero dio un gruñido y volvió a dormirse, y yo me quedé parado en medio cuarto, dando vueltas a mi sombrero en las manos. El aire se impregnaba entre tanto de un fuerte olor a tabaco y anís, con las columnas de humo que despedía la noble señora doña Teresa.

  —66→  

-¡Qué tormento, Reverendísimo Padre! -se dignó por fin exclamar ésta-; ¡sólo nuestro Señor ha sufrido más que yo por nuestros pecados!

-Él sabrá recompensar esos dolores y amarguras -repuso el Padre-; mucho más ahora que...

-Sí -le interrumpió ella-; tengo valor.

Y volviéndose por fin a mí, agregó:

-¿Qué sabes hacer? ¿qué te han enseñado?

Yo me sentí más dispuesto a llorar que a contestarle; pero recordé el encargo de mi maestro, y respondí:

-Señora, sé rezar y leer, y escribir, y contar, y ayudar a misa en latín.

-No está malo -repuso ella-; la pecadora... ¡Dios la haya perdonado!, no descuidó a lo menos la educación del pobrecito.

Al nombre de «la pecadora» un torrente de lágrimas brotó de mis ojos; me ahogaron los sollozos, y no sé cómo pude oír las siguientes palabras.

-Está muy afectado -dijo el Padre-; necesita alimento y reposo; porque desde ayer no ha hecho más que llorar.

-Llévale, Feliciana -ordenó entonces la señora.

Pero yo me apresuré a abrir el portón y salí antes que ella, para respirar, para ver el sol, para correr no sé a dónde, llamando a gritos a mi madre.

La negra me tomó de una mano, me arrastró más que condujo a lo largo del patio; me siguió arrastrando por el pasadizo y por el patio interior, hasta que al cabo se detuvo delante de una puertecita entreabierta, diciéndome:

  —67→  

-Puedes entrar. El ama muy mala... ¡me voy!

Entré. El cuarto que debía ocupar era pequeño, con una alta claraboya circular enteramente abierta, por la que se descubría un techo lleno de amarillento musgo y un pedazo de cielo. Me sorprendió encontrar allí, no puestos en orden todavía, mi catrecito, el arca, la mesa, las sillas de nuestra casita. Creí que eran antiguos conocidos que debían sufrir lo mismo que yo; pensé que tal vez me seguían para hablarme de Rosita. Una de las sillas, que daba frente a la puerta, parecía ofrecerme cariñosamente sus brazos; y yo me hinqué delante de ella, me recliné sobre el asiento y lloré no sé qué tiempo. Era ya noche cerrada cuando volví a oír la voz de Feliciana, que decía:

-A cenar.

La seguí maquinalmente al comedor y entramos en él por una puerta que daba al patio interior, frente a la de mi nuevo cuarto. Era una sala espaciosa, blanqueada y con cielo raso, por el estilo del oratorio. En las esquinas había grandes y elevados armarios de madera pintada de rojo con filetes dorados, y al centro, una larga, ancha y sólida mesa, rodeada de sillas de brazos como las mías, pero mejor labradas y pintadas también de rojo y con dorados como los armarios. Un solo velón puesto sobre la mesa alumbraba la estancia enteramente solitaria.

Feliciana me dejó parado junto a la puerta y se fue a abrir otra que comunicaba con la antesala, repitiendo su lacónica invitación a cenar. Un momento después vi entrar una tras otras tres criadas con otros tantos niños. Reconocí en la primera   —68→   a la mulata que ya había visto en el oratorio; el niño que traía era de mi edad o poco menor que yo, pálido, de lánguidos ojos, envuelto desde la cabeza hasta los pies en una frazada de bayeta. La segunda y tercera criadas, mestizas muy jóvenes todavía, tenían en los brazos dos niños más pequeños, robustos, rubios, sonrosados, medio desvestidos, que reían, jugando con las trenzas del cabello de sus conductoras. El niño mayor fue puesto cuidadosamente en una silla; a los otros los hicieron sentar sobre la misma mesa a uno y otro lado del velón. Entre tanto, Feliciana había abierto, con una llavecita que hacía parte de un gran manojo pendiente de su cintura, uno de los armarios de que he hablado, y sacó de él tres bizcochos y otros tantos platos y tazas, en los que sirvió no sé qué sopas y leche con azúcar a los niños.

La mulata hizo comer al que tenía a su cargo con una cuchara; los otros lo hicieron por sí mismos con las manos, y concluyeron por arrojar las sobras al suelo o sobre la misma mesa. Terminada la cena, se volvieron todos como habían entrado.

Iba a hacer yo lo mismo a pesar del hambre que sentía, cuando Feliciana me tocó en el hombro para llamar mi atención, y puso en mis manos otro plato provisto de su cuchara. Entones me acerqué a la mesa y comí con avidez, como sucede en aquella bendita edad, cuando la naturaleza reclama imperiosamente sus derechos, sin considerar los sufrimientos del alma.

-Vete ahora -me dijo la negra tan luego que hube concluido mi ración-; ahí tienes un cabo de vela, y el pongo irá a hacerte compañía para que no tengas miedo del duende.

  —69→  

Así entré en la casa y vi por primera vez la familia mayorazgal de Márquez y Altamira. Creo ahora necesario acabar de presentarla a mis lectores y decir algo de sus costumbres, para continuar la humilde relación de mi propia vida.

Doña Teresa Altamira, a quien hemos dejado con tocas de viuda y tan quejumbrosa de sus males en el oratorio, se había visto única heredera presunta de un rico mayorazgo, cuando pretendió su mano don Fernando Márquez, criollo como ella, de una de las principales familias fundadoras de la villa. No podía, ni quería rechazar el partido; porque, según parece, no le quedaba ya otro alguno, ni era posible que encontrase un galán más apuesto y que mejor le conviniera. Pero había una dificultad y se la expuso temblando de miedo. Su padre don Pedro de Alcántara Altamira, que había fundado el mayorazgo para dar lustre a su apellido, exigía que el que pretendiera al honor de ser su yerno usara aquél y lo hiciera llevar a sus hijos antes que el propio, contra la costumbre.

Negose rotundamente don Fernando a consumar el sacrificio, y creo que iba a dirigir por otro lado sus pretensiones, cuando se le ocurrió a doña Teresa llamar en su auxilio al más rancio bachiller o licenciado de entonces, don Sulpicio Burgulla, quien arregló el asunto del modo más sencillo y obtuvo el triunfo más glorioso de su vida.

-Accentus, mi don Pedro -dijo al obstinado padre-, est, quo signatur, an sit longa, vel brevis syllaba.

-¿Y qué de ahí? -preguntó el interpelado, sin comprender una palabra.

  —70→  

-Que de Márquez se puede hacer Marqués, con una ligera trasposición del acento y el cambio de una letra, mi noble y respetado amigo.

-De modo que don Fernando...

-¡Sería Marqués de Altamira!

-Y mis nietos...

Simillime, señor don Pedro, per omnia secula seculorum!

Obviada la dificultad se unieron los novios in facie ecclesiæ con gran pompa y solemnidad en la capilla de la más rica de sus haciendas, con bailes de comparsas de sus indios, corriéndose toros y sortija por los convidados, y, sobre todo, con el mayor contento de don Pedro de Alcántara que pudo entonces decir su nunc dimittis, porque vio que no solamente le sobreviviría su apellido, sino que llegaría, con el tiempo, a tener por delante un título de nobleza para sus nietos, ¡los Marqueses de Altamira!

El matrimonio había vivido en la abundancia, teniendo tres frutos de bendición, y hacía dos semanas apenas que don Fernando se había visto llamado por Dios, mediante una de esas pulmonías mortales de septiembre, y precisamente cuando le daba gracias de haberse curado de una herida de piedra, que recibió en el alzamiento del 14. Doña Teresa le lloraba amargamente, sin perdonar a los alzadosaquella herida que, según ella, había causado tan irreparable y eterna desgracia. Decía, también, que por el mucho amor que le había tenido y por cumplir un encargo que le hiciera de palabra al morir, consumaba el sacrificio de recoger en su casa y tener al lado de sus hijos a un   —71→   muchacho vagabundo, que bien pudiera ser el mismísimo enemigo.

Había vivido siempre retirada en su oratorio, pero ahora no lo dejaba más que de noche para dormir. Recibía muchas visitas de amigas, fuera de las de su confesor. No faltaban nunca de su lado ni el faldero, ni sus dos criadas predilectas. Cuando venían sus administradores de las haciendas, dejaban las espuelas a la puerta y comparecían por un instante a su presencia, para recibir órdenes caprichosas y casi siempre contradictorias. Si ocurría algún asunto grave, mandaba llamar al confesor y al licenciado Burgulla para consultarse con ellos.

Los niños entre tanto andaban de su cuenta o entregados al cuidado de los criados, sobre los que ejercía despótica autoridad la negra Feliciana, comenzando por el marido de ésta, don Clemente. El mayorazgo que llevaba el mismo   —72→   nombre de su abuelo con los aditamentos ordenados, era como se ha visto enclenque y enfermizo; no sabía ni siquiera leer, ni pensaba en otra cosa que en divertir su fatigosamente vegetativa existencia jugando a los muñecos. El segundo Agustín, de siete años de edad, bien constituido, despierto y vivaracho hacía las travesuras más inconcebibles, revolviéndolo todo desde el pajar a la sala, sin dejar de invadir a veces el oratorio. Carmen, la menor de ambos, de cinco años de edad, era una criatura encantadora, juguetona como Agustín, pero muy dócil y amable.

Entre los criados sólo nos resta hacer conocimiento con don Clemente y Paula. Zamboel primero, es decir mestizo de indio y de negra, tenía cuanto de malo puede reunirse de ambas razas: astucia, bajeza, holgazanería, egoísmo, crueldad. Sumiso a las órdenes de Feliciana, a quien había entregado los calzones, era el tirano de los demás y especialmente del pobre pongo, a quien atormentaba de todos modos, sin motivo alguno. En cuanto a Paula, cocinera, poco tengo que decir de ella. Nunca la vi meterse más que con sus pucheros, ni vivía en la misma casa.

El pongo era, por último, como es sabido, algún infeliz indio miserable y embrutecido, que venía cada semana de las haciendas, a cumplir su obligación de servicio personal.

Yo no sé en qué condición me hallaba en aquella casa. Desde el día siguiente oí que me llamaban botado, o sea el expósito. No me ocuparon en ningún servicio de criado; pero tampoco me dijeron nunca lo que debía hacer. Entregado a mis propias inspiraciones me hice melancólico, taciturno; pasaba horas enteras encerrado en mi cuarto,   —73→   llorando unas veces, sumido otras en tristes meditaciones, sin pensar algunas en nada de que pudiera acordarme después. Me llamaban a comer cuando ya los niños se habían levantado de la mesa; me previnieron que al cerrar la noche, tan luego que oyese el toque de la campanilla, concurriese a rezar el santo rosario en presencia de la señora, llevando la voz don Clemente; me ordenaron, por último, que no pusiese los pies en la calle. Una sola persona, la niña Carmen, me inspiró entre toda aquella gente una profunda simpatía, un sentimiento de cariño, y, lo que es sorprendente, de compasión. Para entretener mis ocios de todo el día resolví enseñarle lo poco que yo sabía; lo que me concitó el odio de sus hermanos, quienes, cada uno a su manera, querían que yo fuese suyo, es decir el muñeco más grande del uno, o el caballo del otro.

Felizmente no tardé en hacer un descubrimiento que me llenó de alegría. Cerca de mi cuarto comenzaba un largo callejón que tenía de un lado la cocina, la despensa y la leñera, y de otro la caballeriza y el gallinero, terminando en una puerta cerrada con un simple aldabón. Un día vi a Paula abrirla y entrar por ella, para volver a salir con unos papeles impresos en la mano, que sin duda necesitaba para hacer algún pastel en el horno. Excitada mi curiosidad, no pude contenerme de ir a dar un vistazo por aquella parte desconocida de la casa. Encontré después de la puerta un espacioso corredor que daba frente a un jardincito abandonado y que terminaba en un cuarto abierto enteramente. Siguiendo mis investigaciones vi el cuarto lleno de libros forrados en pergamino, entre los que desde luego llamaron mi atención cuatro volúmenes mejor encuadernados   —74→   en badana, con adornos y letras de oro en el lomo. Abrí uno de ellos y, en medio de una viñeta grabada con figuras de indios cautivos y trofeos de armas, leí:«Historia general de las Indias Occidentales o de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, escrita por Antonio de Herrera, coronista mayor de Su Magestad de las Indias y de Castilla.» Volviendo en seguida algunas hojas, encontré retratos grabados y fui leyendo nombres que ni yo mismo desconocía: Colón, Cortés, Pizarro, etc.

Aquellos libros eran un tesoro sin precio para mí; por lo que resolví llevármelos al punto a mi cuarto; pero a fin de evitar las diarias devastaciones de Paula, me detuve a la puerta de la cocina, y dije a aquélla: que la señora no sabría lo que estaba haciendo, a condición de que se enmendase.

-¡Qué tonto eres! -me contestó-. ¿Piensas que la señora o los niños han de perder su tiempo como tú vas a perderlo? ¿no sabes que mi finado amo el señor don Fernando, a quien Dios le dé la gloria, nunca abrió ninguno de esos libros de su padre? ¿ni qué quieres tú que haga con ellos un mayorazgo?

Corrido, avergonzado con estas razones, me excusé más bien como pude ante ella, para apresurarme a ganar mi cuartito, mientras que Paula seguía riendo de mi simpleza, que también fueron festejando con carcajadas los demás criados y el niño Agustín reunido con ellos en la cocina. Pero yo tenía ya al fin un consuelo en mi orfandad y en el ocio a que estaba condenado; y desde entonces visité con frecuencia el cuarto de los libros y fui llenando   —75→   de ellos mi larga mesa, que por muchos años sólo había visto sobre sí el solitario volumen de la novela de Cervantes.




ArribaAbajoCapítulo VII

La batalla de Aroma según Alejo


El 16 de noviembre tuve el alto honor de ser llamado por Clemente a la presencia de la noble señora, que él decía estar en la sala de recibo. Fui volando, y la vi desde el portón entreabierto de la antesala, con el Padre Arredondo y el licenciado Burgulla. Hablaban los tres de pie con mucha animación, bajando la voz como si recelasen de ser oídos y volviendo a levantarla en el calor de la discusión que sostenían. Como no advirtieron mi llegada, ni quise yo interrumpirles, tuve tiempo de sobra para examinar el lugar que yo veía por primera vez y al señor licenciado que sólo conocía de nombre, por la fama que pregonaba sus luces en la casa.

El portón cerca del cual me hallaba, igual en su forma y hechura al del oratorio, ostentaba, en vez del ángel del silencio, un animal que decían ser león por las crines y garras que tenía; pero era de color verde y con rostro casi humano, como el de una vieja que estuviera haciendo un gesto horrible. La sala, de la que podía ver la mayor parte, no difería de las demás habitaciones más que por unas molduras de estuco pintadas al óleo, que figuraban en las puertas y ventanas cortinajes de terciopelo verde,   —76→   recogidos por cadenas de oro. Las ventanas, por raro lujo en aquel tiempo, tenían grandes vidrios, no sin que se hubiese puesto delante de éstos una tupida red de alambre. En el testero, a uno y otro lado de la puerta que comunicaba al oratorio, había grandes espejos ovalados con marcos de plata, suspendidos a la pared por cadenas de lo mismo, sobre mesas con tapa y pies de berenguela. Bancas de madera pintada de blanco, con profusión de dorados, provistas de colchoncillos y cobertores de damasco, se arrimaban a lo largo del muro que daba frente a la entrada del patio, y algunos sitiales que hacían terno con aquéllas, ocupaban ambos costados de la gran puerta de aquel lado, a la que seguía también el consabido portón, pintado éste de un gigantesco y temible alabardero. El pavimento de ladrillos octógonos y otros cuadrados más pequeños, perfectamente unidos, no tenía más que unas tiras de gruesa alfombra del Valle, a los pies de las bancas y sitiales. Grandes repisas de madera estaban, por último, fuertemente clavadas casi en toda la extensión de las paredes, a la altura a que podía llegar la mano de una persona subida sobre las bancas, sosteniendo jarrones, enormes vasos, extrañas copas y otros objetos de plata y de cristal.

La figura del señor licenciado Burgulla era lo más risible que se puede imaginar, aunque él se daba un aire de importancia y de gravedad como ningún otro letrado de su tiempo. Menos que de mediana estatura, muy calvo, delgado, coloradito, cuidadosamente rasurado, con grande nariz terminada en punta, ojitos salientes y bailadores y orejas muy tiesas como las asas de algún vaso desenterrado de las huacas de los indios- aquel hombrecito, vestido   —77→   de casaca negra, chupa blanca, calzón y medias azules, hacía los mayores esfuerzos por mantenerse derecho como un huso, estirado sobre las puntas de sus pies calzados con zapatos de enormes hebillas, y levantaba en el aire, cogido de media caña, con el pulgar y los dos siguientes dedos, su bastón de puño de oro y grandes borlas de seda negra.

-Repito que es increíble semejante desgracia -decía doña Teresa-; nuestro Señor no puede permitirla.

-Y yo pienso lo mismo y tengo mis razones -agregó el Comendador de la Merced-. Aquello ha debido terminar el catorce por la tarde; estamos a 16; pasan dos días solamente, y el hombre, que dicen ha prestado declaración jurada ante el intruso gobernador, no es un pájaro, para venir hasta esta villa; porque hay más de cincuenta leguas.

-Distinguo -contestó el licenciado con voz de falsete-; el hombre ha debido tomar atajos; no ha dejado de caminar durante la noche; porque, como dice el príncipe de los poetas:


Monstrum horrendum ingens: cui, quod sunt corpore plumæ...
Nocte volar cÅ“li medio terræque, per umbram
Stridens, nec dulci declinat lumina somno.



Ante tal argumento, que el uno debió entender a medias y la otra de ningún modo, quedaron mudos el Padre y doña Teresa.

-Bueno -dijo después de un rato y tímidamente el primero-; el señor licenciado tiene tal vez razón; pero...

-¿Pero qué? ¿quare dubitas? -le interrumpió el aludido, levantando más su bastón.

-Videre et credere, sicut Thomam, - repuso el Padre,   —78→   muy contento, casi triunfante por no haberle faltado el latín.

-Yo no puedo saber tanto como vuestras mercedes -intervino doña Teresa-; pero insisto en que lo mejor es enviar al muchacho al convento, donde dicen que entró aquelalzado, y sonsacarle después a su vuelta...

-Accedo, es decir, no me opongo -replicó el licenciado-; fÅ“minæ intellectus acutus...

Pero, ya no pudo concluir su docta explicación de la tolerancia a que se inclinaba; porque doña Teresa se había vuelto del lado de la antesala, para repetir sin duda su orden de llamarme, y dio un grito al verme con la cabeza metida enteramente por la abertura del portón.

-Juanito -me dijo ella en seguida, procurando serenarse y casi con dulzura-, ¿has oído lo que hablábamos?

-Sí, señora -contesté naturalmente-; el señor licenciado decía no sé qué cosas en latín.

-¡Qué muchacho! -repuso tranquilizada, y prosiguió hablando conmigo, mientras que los otros lo hacían entre ellos, en secreto.

-¿No has visto a tu maestro Fray Justo del Santísimo Sacramento?

-No, señora; porque me han dicho que no ponga los pies en la calle con ningún motivo.

-Han entendido mal: yo quiero solamente que no sigas vagando por las calles como los muchachos perdidos; pero no me opongo a que vayas a ver a tu maestro, con la condición de que vuelvas al momento.

-Gracias, noble señora.

Y sin esperar más corrí a la calle, como un alma en pena a quien permitieran salir del purgatorio.

  —79→  

Cuando llegué a la puerta de la celda de Fray Justo, la encontré solamente entornada y oí una voz muy conocida. Pegando después el ojo al intersticio de dos tablas, vi sentado al frente en el escaño a mi tío Alejo en persona, y pasó y repasó la de mi maestro, que iba y venía con agitación. El cerrajero que yo suponía muy lejos con los voluntarios, estaba casi negro con las intemperies, enflaquecido, con el traje estropeado y roto por muchas partes; tenía el sombrero en las manos, pero conservaba en la cabeza un pañuelo sucio, manchado de sangre, que se anudaba sobre su frente; sus pies desnudos, rajados, llenos de polvo, parecían no obstante más cómodos en anchas ojotas, que en los rusos que solían oprimirlos.

No pude contenerme más que un momento; abrí con estrépito la puerta; me precipité adentro; abracé sin decir palabra uno después de otro a mis amigos. Los dos dieron por su parte un grito de alegría y correspondieron a mis abrazos. Alejo se puso después, de un brinco, en medio cuarto; se sentó sobre los talones y me presentó la palma de la mano, para levantarme en equilibrio y seguir sin duda bailando conmigo de ese modo. Pero, ni yo tuve valor para poner el pie en aquella mano, ni él la siguió extendiendo   —80→   más de un corto instante; porque mientras que yo me enjugaba los ojos, él volvía a ponerse de pie para darme las espaldas y hacer lo mismo con las mangas rotas de su chaqueta. ¡El dulce y triste a la vez recuerdo de mi madre acababa de levantarse a un tiempo en nuestra memoria!

Mi maestro, a quien tal vez hacía sufrir más ese recuerdo, se apresuró entonces a volver a la conversación que yo había interrumpido.

-Vamos, hombre! -dijo con impaciencia-; vuelve a sentarte y responde a mis preguntas. Juanito tendrá gusto en oír estas cosas, como buen patriota que promete ser.

Alejo obedeció la orden, no sin dirigirme antes una mirada llena de cariño y de compasión.

-¿Qué hubiera querido vuestra Paternidad?

-¡Me gusta la pachorra! ¡Que siguieses con los otros, bendito hombre de Dios! ¡que no te vinieses al olor de la chicha, como un guanaco!

-Pero ¡si ya no hay ni rastro de chapetones en este mundo! Y los otros se han de venir también, como yo.

-No permita el cielo semejante torpeza. Eso sería perder miserablemente los frutos de tan feliz victoria. En fin... ¡qué hacerlo! Cuéntame a lo menos con algún orden lo que ha pasado desde que llegaron a Oruro.

-Allá voy, Reverendo Padre; allá voy.

Alejo meditó en seguida un momento; se rascó la base del cráneo tras la oreja; tosió; quiso hablar; se quedó con la boca abierta; hizo un movimiento de impaciencia, y comenzó a referirnos, por último, a su manera, lo que fue   —81→   en aquel tiempo el episodio más notable de la guerra de la independencia y el triunfo más trascendental de los casi inermes patriotas, en esta parte de la América del sud.

-Los orureños vivaron a la patria antes de que llegásemos nosotros. Su gobernador... quiero decir el de los chapetones, Sánchez Chávez, se había huido con mucha plata de las cajas reales; pero lo apresaron con toda felicidad en la Barca.

»¡Qué recibimiento el que nos hicieron! No quedó uno solo sin salir a nuestro encuentro hasta más de una legua, casi todos a pie, porque hay pocos caballos en la puna. Nos gritaron desde lejos: ¡vivan los valerosos cochabambinos!; y nosotros los pagamos en la misma moneda, y seguimos dando aquellos gritos y silbidos de alegría que sabemos dar en la fiesta de toros de San Sebastián, y que se oyen a veces hasta en Colcapirhua.

»Cuando entramos en las calles de Oruro llovían tantas flores de las puertas, ventanas y balcones, que yo creí que habría tras del cerro más jardines que en Calacala; pero vi después que sólo eran papeles y cintas de todos colores, picados con tijeras y perfumados, eso sí, de riquísimas esencias.

»Estuvimos allí dos semanas. Don Estevan creyó que debíamos arreglar como aquí las cosas del gobierno de la patria. El paisano Unzueta me dijo, también, que le ayudase a montar dos cañones inservibles que había botados en el Reducto; pero no pudimos, y yo me aburrí tanto, que quise arrojar uno de ellos a los fosos, y ya lo tenía levantado sobre mis hombros, cuando me rogaron que no me enojase   —82→   de un modo tan feo que daba miedo; y yo les contesté bueno... ¡ahí está!, y me fui a mi cuartel.

»El domingo (era 12 de noviembre, pero Alejo no sabía nada de fechas y recordaba solamente los días de la semana, como todos los de su clase) nos hicieron formar los jefes, don Estevan y don Melchor, en la pampa, cerca del Reducto; y dijeron que los de a pie debíamos juntarnos con los de Oruro, que eran un poco menos que nosotros, los infantes. Son chiquitos, retacos; pero ¡caramba! ¡cómo habían sabido andar en sus pampas! ¡y cómo gritan y silban, y qué valientes son, también, en la guerra! Ya lo verá, vuestra Paternidad, y tú también, muchacho.

»Después de eso que iba diciendo, nos hicieron repartir provisiones de maíz tostado, harina, chuño y charqui. A los que tenían mosquetes, trabucos y fusiles, que eran muy pocos, ni ciento cincuenta siquiera, les distribuyeron, además, pólvora, balas, piedras de chispa... lo que necesitaban, según el estado de sus bocas de fuego. Tocaron marcha los tambores y cornetas, y... ¡viva la patria! salimos andando por la pampa, camino de La Paz, primero los fusileros, en seguida nosotros los de macana, después la caballería, y al último los que no podían entenderse con los dos cañones que se empeñó siempre en llevar el paisano Unzueta.

»El mundo -conviene que lo sepa su Paternidad y tú, también, Juanito-, es, más allá de las cuestas de Challa, así como mi mano, como esta mesa; sólo hay, a largos trechos, de leguas y más leguas, unos cerritos como el de San Sebastián o Alalai, o cadenas de cerros un poco más altos como esta que acaba en el San Pedro. Creo también que   —83→   Dios no puso los árboles y las flores más que en nuestros valles. Yo no he visto por aquel lado más que el ichu y unas yerbas o arbustos que llaman tolas.

»Ese día llegamos apenas a un pueblo que tiene por nombre Caracollo, siempre en medio de la pampa. Ni cansados como estábamos, pudimos dormir por la noche los de Cochabamba y del Valle. El frío, cuando cae la helada como cayó entonces, hace gritar, hasta en este tiempo de calores, a las vicuñas. Dicen que por San Juan revientan con él las mismas piedras. Pero nuestros compañeros, los orureños, se reían de nosotros, y dejándonos guarecer en las casuchas, durmieron al raso, en el suelo pelado, como unos angelitos.

»Al día siguiente, lunes, seguimos andando, sin poder alcanzar hasta la tarde unos cerritos, en medio de los cuales campamos al aire libre; porque no había más que una casa, de la hacienda de Pan-Duro o del Marquesado, en la que se alojaron los jefes. Más allá seguía la pampa interminable, y parecía alfombrada de verde y amarillo, con los tolares más tupidos y altos que los que habíamos empezado a dejar a nuestras espaldas. Sólo sobresalían allí, en varias direcciones, las huacas o casas y sepulcros de tierra amasada de los gentiles. Muy lejos, hacia la parte por donde teníamos que seguir la marcha al día siguiente, se elevaba un poco el terreno... mire, vuestra Paternidad: como aquí, en la palma de mi mano, se levanta el lugar en que se anudan mis dedos; y mucho más lejos, sobre esa altura, se veían dos pequeñas y delgadas pilastras, casi juntas, que me dijeron que eran las torres de Sicasica, distantes más de nueve leguas todavía. El camino que   —84→   debíamos andar hasta allá, parecía, en fin, una cinta blanca extendida entre la yerba.

»El martes muy temprano, cuando nos acurrucábamos, pidiendo a las ánimas del purgatorio que hicieran salir el sol para calentarnos, los tambores, cajas, pífanos, clarines y cornetas tocaron la diana, con más ganas y más largo que nunca. Nos formamos para seguir la marcha; pero don Estevan nos demoró recorriendo las filas a caballo, y le oí decir a don Miguel Cabrera, su secretario, que íbamos a vernos las caras con los soldados de los chapetones.

»A la hora del almuerzo [8 de la mañana] descansamos en el Reducto Viejo, a la orilla del único riachuelo que hay en esa pampa; encendimos fuego con los tolares, que arden aunque estén verdes; hicimos lagua y desayunamos, riendo alegremente, en chacota. La pampa adelante de nosotros estaba desierta, silenciosa. Entre las huacas pastaban algunas llamas y vicuñas. Dos de éstas cruzaron a la carrera el camino, de este lado a este otro (de izquierda a derecha, según él accionaba); lo que nos dio tanto gusto, que nos paramos todos a un tiempo, y arrojamos al aire sombreros y monteras, con gritos y silbidos que debieron oírse hasta en Sicasica.

»-¡Bueno, muchachos! -exclamó don Melchor, que ya había cabalgado su famoso bayo calzado de tres-; esto es prueba de que tendremos buena fortuna, aunque yo nunca lo he dudado. Todo depende ahora de las lanzas y macanas. ¡Viva la patria!

»-¡Viva la patria! ¡viva Quitón! -le contestamos.

»Seguimos andando, andando por la pampa que no tiene fin, hasta que no se veía ni un poquito de nuestra sombra (las   —85→   12 del día); y nos mandaron hacer alto, como a media legua de donde se levantaba el terreno. Vimos entonces por el lado de Sicasica una larga fila de bayonetas, que brillaba al sol sobre los tolares, aproximándose a nosotros muy lentamente. Luego, cuando la cabeza de esa víbora con escamas de espejos se acercó al punto donde bajaba de aquella parte el terreno, fue recogiéndose en pedazos a uno y otro lado, y apareció de largo a nuestros ojos, tan recta y unida, que yo hubiera jurado que era realmente de una sola y misma pieza. Despedía relámpagos de toda ella; la cabeza y la cola sobresalían y brillaban mucho más todavía, porque las formaban soldados de caballería, con lujosos cascos y corazas de acero reluciente como la plata.

»Don Estevan hizo tocar llamada de oficiales, y todos se reunieron en rueda, a un lado del camino, para recibir sus órdenes. Nosotros nos miramos las caras... Creo que estábamos un poco amarillos, y que las espuelas de los huauques de la caballería metían más ruido, como de campanillas. Pero nos ajustamos bien las fajas de los calzones; terciamos los ponchos sobre el hombro izquierdo; alentamos los leques y monteras, y preparamos las macanas. Nos dijimos, también, que eran muy pocos... Queríamos engañarnos nosotros mismos y animarnos los unos a los otros. La verdad,Tata: serían más de la mitad de todos nosotros, y ya he dicho de qué modo deslumbraban sus armas desde lejos... aunque yo no envidiaba a nadie con mi barreta.

»Cuando concluyó el consejo, se vino a nosotros el mismo don Estevan, en su alto y ligero frontino, con la espada desnuda ya en la mano, y nos dijo:

»-¡Muchachos! ¡viva la patria!

  —86→  

»-¡Viva la patria! ¡mueran los chapetones! -le contestamos.

»-Muy bien, hijos míos -repuso-; ahí están los chapetones. Vamos a ir sobre ellos. Yo quiero estar a vuestro lado, para ver ahora lo que hacen las macanas. ¡Que nadie grite y sólo se cumplan mis órdenes! ¡En columna! ¡adelante!

»Desobedecimos sin querer ni pensar su recomendación de callarnos, pues gritamos más que nunca, y obedecimos su voz de mando, poniéndonos en filas en todo lo ancho del camino. Entre tanto, don Melchor había hecho formar la caballería en dos escuadrones, a nuestras espaldas, y el paisano Unzueta porfiaba por hacer arrastrar sus cañones o carronadas, como él decía, sin poder alcanzarnos, ni ponerse nunca a nuestro lado, según se había convenido.

»Formados así con don Estevan a la cabeza, fuimos a paso largo al encuentro del enemigo, que no se movía y se estaba «como si tal cosa», con las armas en descanso. Parecía que no nos había visto, ni que siquiera llegaban hasta allá nuestros gritos y silbidos. Cuando estuvimos a unas cuatro cuadras solamente, salieron de sus filas algunos tiradores y comenzaron el fuego graneado en guerrillas. Nuestros fusileros se adelantaron asimismo.

»-¡En batalla! -nos mandó a nosotros don Estevan.

»Y nos pusimos, del modo que mejor pudimos, en dos filas con el frente a los chapetones.

»Nuestra caballería avanzó entonces, y se puso a uno y otro lado, por escuadrones. Creo que tronaron al mismo tiempo, no sé dónde, las carronadas.

  —87→  

»Seguimos adelante, al trote... gritábamos como en el momento de ir a sacarle la enjalma al toro; pero ¡brum! ¡bruum! sonaron dos descargas; una nube blanca nos ocultó la vista del enemigo; cayeron no sé cuántos; la caballería cargó al escape; el fuego continuó, que era una maravilla.

»Quisiera saber, Tata, quién gritó después el primero. Tanto he oído decir: ¡yo! ¡yo! a todos los huauques, que he llegado a creer que fuí yo mismo.

-Sea como quieras -dijo aquí mi maestro con impaciencia-; eso no importa nada.

-¡Que no ha de importar! -repuso Alejo-; ¡si por eso no más hemos vencido!

-Pero ¿qué fue? ¡Vamos, hombre! no seas cargoso.

Huincui, Reverendo Padre! ¡huincui!, grité yo o gritó alguno de nosotros y caímos todos entre las tolas, de modo que si los chapetones nos vieron -lo que yo dudo, porque harto tenían que hacer con la caballería-, debieron creer que nos habían muerto desde el primero hasta el último en las primeras descargas.

»Pero nosotros no queríamos hacernos los muertos solamente. Sin que nadie lo dijese -aunque seguimos gritando ya como siempre, incorregibles en esto, como somos y habían sido los orureños-, fuimos a gatas, así, por entre las tolas.

Aquí el narrador se puso en medio cuarto para continuar accionando con más espacio. Quiso acompañar cada una de sus palabras del gesto o movimiento que le convenía o expresaba.

»Las balas silbaban que era un contento sobre nuestras   —88→   cabezas, con un fuego nutrido, como de castillos de cohetes en el Corpus; el humo de la pólvora, con el viento que comenzó a soplar de ese lado, se nos entraba por las narices hasta los sesos, y creo que nos emborrachaba... Íbamos adelante; de vez en cuando levantábamos la cabeza; pero ¡phis!pasaba una bala, y volvíamos a tendernos en el suelo, para seguir siempre adelante.

»Cuando llegamos al lugar en que se levantaba el terreno -lo que no había sido tan poca cosa como parecía de lejos ¡y con sorocchi! -tuvimos que pararnos, para subir más pronto. Muchos, muchísimos cayeron allí, para no contar nunca este cuento. Me pareció que vi entonces volver a escape por un lado a la caballería; y he sabido después que tuvo realmente que volver a rehacerse; porque en la primera carga se encontró con un cuadro formidable que no pudo romper de ningún modo.

»Ya no había huincui, ni cosa que valga. Era mejor impedir que el enemigo cargase sus bocas de fuego.

»-¡A ellos, hijos míos! ¡a ellos! ¡Palo y tente tieso! -gritaba don Estevan.

»No sé,Tata, si habrá habido en este mundo un hombre más valiente; pero no hay ahora ninguno como él, ni ha de   —89→   haber ya nunca quien se le iguale. Venía a caballo, a cuerpo descubierto, arreando a los rezagados con la espada. Las balas le tenían miedo y se pasaban para matar a otros, como dice que hacen; porque buscan a los cobardes.

»-¡Huactai, huauque! -nos dijimos nosotros mismos.

»Y trepamos a brincos, en desorden, como cabras por el monte.

»Desde este momento -perdone vuestra Paternidad-, ya no puedo dar cuenta más que de lo que hicimos yo y los más próximos de mis compañeros.

-Bueno, hombre de Dios! -dijo mi maestro con más impaciencia; porque se había detenido a escuchar con avidez y le fastidiaba sin duda la más ligera digresión.

-El humo era tan espeso que no veíamos ya nada a dos pasos de distancia. Yo quedé, también, como tuerto. Un golpe muy recio me aturdió, y la sangre caliente me   —90→   chorreaba de la cabeza, inutilizándome este ojo (el izquierdo). Iba a brincos, gritaba o creo que bramaba, con la barreta en el aire, cuando me encontré delante un granadero como una torre.

»-¡Ajá! -le dije.

»Mi barreta cayó entonces sobre su gorra de cuero, y... ¡la Virgen de las Mercedes le dé la gloria!

»En seguida vi todo colorado... quise matar, matar sin descanso, y di golpes a todo lo que se me ponía por delante. No me gusta alabarme; pero creo que rompí e hice volar en pedazos más de un fusil como chala y más de una cabeza como calabaza. No sé, no puedo decir de qué modo me defendía... Una vez sentí cosquillas debajo del brazo, y sólo después advertí que me había arañado la bayoneta de algún chapetón en el costado.

»Me encontré, en fin, solo en medio de la pampa. La caballería iba a lo lejos en persecución de los dispersos, por el lado de Sicasica.

»Don Estevan nos mandó reunir de uno en uno con los oficiales; porque no oíamos ni voz de mando, ni atendíamos, ni comprendíamos el toque de los tambores y las cornetas.

»Cuando estuvimos al cabo en montón, con los prisioneros al medio, que serían unos doscientos, se acercó el mismo don Estevan en el frontino bien sudado, más brioso y herido en la tabla del pescuezo, y nos dijo a todos, aunque mirándome a mí, según me parece:

»-¡Valerosos cochabambinos! ¡a vuestras macanas el enemigo tiembla!

-¡Bien! ¡viva el valiente don Estevan! ¡Sus palabras   —91→   son dignas de pasar a la historia, hijos míos! -exclamó mi maestro entusiasmado.

Pero volviendo al punto a preocuparse de la idea que desde antes le atormentaba, agregó con severidad:

-¡Y sin embargo te has venido! ¡y se vendrán los otros!... ¡y el mismo don Estevan!

Alejo, entusiasmado por su parte con sus propios recuerdos, no fijó su atención en estas últimas palabras y continuó su relación interrumpida.

-No sé ya de qué manera explicar nuestro contento, los gritos, la algazara con que contestamos: y nos pusimos a recoger en seguida las armas abandonadas en todo el campo. Una hora después, cuando más, estuvimos ya en Sicasica. Parecía que nos habían crecido alas en los pies... ¡Con qué gusto se corre así, como nos hicieron correr tras de ellos los chapetones!

»Lástima fue que no hubiese ya nada que hacer. Encontramos muchos muertos en el camino, y muchos más, a montones, cerca del pueblo. Los huauquesde la caballería nos esperaban en la orilla del riachuelo que pasa por delante, desmontados, tendidos en el suelo, regalándose con la comida y las copas de aguardiente que les traían las mujeres de Sicasica; y nos recibieron con silbidos de burla, y nos gritaron de todas partes:

»-¡Eh! ¿dónde están los chapetones?

»Pero no fueron ellos, tampoco, los que dieron fin con los últimos chapetones. Los vecinos del mismo pueblo y los indios de la comunidad, reunidos al sonido de los pututus, habían recibido antes a palos y pedradas a los dispersos que llegaban, de modo que no quedaron más   —92→   enemigos vivos que los que nosotros tomamos prisioneros en el mismo campo de la guerra.

»Me han dicho, pero no creo, que escapó con algunos oficiales, su jefe, el brigadier... no recuerdo su nombre... una cosa así como peroles.

-¡Pero te has venido como un guanaco! ¡y se vendrán todos al olor de la chicha de San Andrés! -exclamó nuevamente mi maestro.

-Descansaba yo tranquilamente, cuando me mandó llamar don Estevan -continuó diciendo impasible Alejo-. Estaba en la mejor casa del pueblo, con todos los jefes reunidos en consejo.

»-Hoy mismo, sin pérdida de tiempo... ¡adelante! -decía muy irritado.

»-No puede ser -contestaba don Melchor-; esperemos noticias de los patriotas de La Paz.

»-Es inútil. Volvamos sobre Oruro -gritaba Unzueta.

»-¡A Cochabamba! -exclamaban muchos oficiales.

»En este momento me presentaron a don Estevan.

»-Alejo... tú te llamas Alejo ¿no es verdad? -me preguntó.

»-Sí, mi general -le contesté-. Vuestra señoría me conoce desde que hablábamos en la huerta de Cangas, cuando salí de penitente el Viernes Santo.

»-Es verdad -repuso riéndose, y me dio la mano.

»Con razón lo queremos todos y somos capaces de hacernos matar por él.

»-Quiero premiar tu valor y tus fuerzas que me han asombrado -continuó-. Pídeme alguna cosa, para dártela en presencia de tus compañeros.

  —93→  

»-Señor... mi general -le respondí-; quisiera irme ahora mismo a Cochabamba.

»-¡Demonio! ¡he ahí lo único en que piensan estos salvajes! -exclamó él, dando un puñetazo sobre la mesa.

-¡Y tenía razón! ¡es así! Tú y todos los huauquesno pueden vivir sin ver lo verde, como animales -dijo Fray Justo con enojo.

Creí que Alejo iba a encolerizarse como acostumbraba; pero lo vi con sorpresa inclinar tristemente la cabeza.

-No tenía razón, ni vuestra merced, Tata -contestó después con dulzura.

-¿Y por qué? ¿Vas a decirme ahora que no querías venirte por la chicha de San Andrés? -insistió imprudentemente mi maestro.

Alejo quiso hablar; pero me miró y volvió a inclinar la cabeza.

-¡Vamos! ¡responde!

-¡Que sea lo que quiere vuestra merced! -gritó al fin Alejo demudado y espantoso-. Yo supe ya en Oruro «la mala noticia»... no me dijeron que «la niña» consintió en que el muchacho se fuese a vivir en «aquella casa»... yo quería... ¡caramba! el mismísimo don Estevan me dijo que hacía bien, Reverendo Padre!

-¡Basta! ¡perdóname, mi buen Alejo! -le interrumpió Fray Justo, y estrechó fuertemente una de sus manos entre las suyas. Yo me apoderé de la otra y lloré con él; porque aquel hombre fuerte y sencillo quiso llorar y lloró entonces como un niño.

Un instante después oímos repicar en todos los campanarios,   —94→   gran tropel de gente, frenéticas aclamaciones de alegría en la plaza. Los Padres del convento corrían por los claustros, para salir precipitadamente. Uno de ellos, que debía ser patriota, entreabrió la puerta de la celda, y gritó:

-¡Victoria! ¡los porteños han vencido! ¡es cierta, ciertísima también la noticia de Aroma!

Mi maestro no esperó más, para salir en cuerpo, como estaba, sin acordarse de su manto. Alejo y yo le seguimos; pero en la puerta de la celda me detuvo el cerrajero, y me dijo con profunda convicción:

-Ya no hay ni rastro de chapetones, muchacho. Don Francisco [el gobernador Rivero] no quiso creerme, ni tampoco su Paternidad. Ahora verán si era necesario quedarse en la puna sin motivo.

El gentío era inmenso en la plaza. En la esquina del cabildo el escribano don Francisco Ángel Astete, subido sobre una mesa que habían sacado de una pulpería inmediata, leía en alta voz el bando en que el gobernador hacía saber a «los valerosos habitantes de Cochabamba» la victoria de Suipacha, alcanzada por las tropas auxiliares que venían de Buenos Aires, y el felicísimo triunfo de   —95→   Aroma del que no se tenían todavía noticias oficiales.

No puedo dar una idea del regocijo popular en aquel día y el siguiente. Nunca, jamás, ni cuando la proclamación definitiva de la independencia, después de Ayacucho, se han visto demostraciones semejantes. Las nuevas generaciones y las que han de venir hasta el fin de los siglos, no oirán, sobre todo, más bulliciosos repiques de campanas. Y esto por tres razones igualmente perentorias: 1ª. no se festejarán jamás con ellos otros triunfos tan memorables; 2ª. Había más templos habilitados en la ciudad; 3ª. se rajó entonces, tañida sin descanso por cuarenta y ocho horas consecutivas, la gran campana de San Francisco.

Cuando, ya casi cerrada la noche, enronquecido a fuerza de gritar como todos: ¡viva la patria!, volví a la casa de doña Teresa, encontré en la puerta a Clemente y tuve miedo. Su sonrisa de satisfacción -una vez conocido su carácter, como ya lo conocía-, me hizo estremecer, con la idea de que me esperaba mucho de malo. Me tomó, en efecto, del cuello, y me arrastró ante la noble señora, refugiada otra vez en su oratorio, cuya atmósfera estaba más irrespirable con el olor a tabaco y anís.

-Aquí está, mi ama y señora Marquesa, el vagabundo   —96→   -dijo-; aquí está el que más grita entre los alzados en la plaza.

-¡No me engañaba, Dios mío! -exclamó la señora-; ¡es el mismísimo enemigo!

Se persignó en seguida dos veces, para librarse de las asechanzas del que acababa de nombrar, aunque indirectamente, y añadió:

-Llévale sin tardanza y que se cumplan mis órdenes.

Debía estar y estuve dos días encerrado en mi cuarto, a pan y agua solamente; con el aditamento de que, al abrirme, no sólo me repitieron que no pusiese los pies en la calle, sino, «ni en el patio principal, ni un palmo más allá del pasadizo, a no ser para ir a rezar el rosario en el oratorio, o a misa los domingos muy temprano con Clemente.»




ArribaAbajoCapítulo VIII

Mi cautiverio. Noticias de Castelli


La cólera de doña Teresa no debía aplacarse en mucho tiempo, y aunque «la noble señora» no me dijo ni una palabra más que antes, ni me miró con peores ojos las raras veces que la encontraba en el comedor o a las horas de rezar el rosario, lo sabía yo muy bien, por dos razones.

En primer lugar la cara de Clemente, más risueña cuando me miraba, me decía que el monstruo estaba contentísimo de poder atormentarme y de haber encontrado un «sufre dolores» mejor que el pobre pongo, a quien   —97→   dejaba ya más tranquilo. Diré únicamente las cosas que hacía de ordinario para gozarse con mi castigo, dejando en el tintero, o para su caso, mil otras que se le ocurrieron en circunstancias anormales. Por las mañanas, apenas abría yo mi puerta, buscaba con afán por todas partes, aunque lo tuviese a la mano, un pedazo de yeso o de carbón, con el que trazaba en seguida solemnemente en el suelo la línea hasta donde me era permitido trajinar en la casa. Fingía olvidarse de llamarme a comer, mientras la comida apartada para mí, de la que se servía a los niños, no estuviese completamente fría. En las horas en que yo me encerraba en mi cuarto para leer, llevaba a mi puerta los niños Pedro de Alcántara y Agustín para que me gritasen estas u otras cosas parecidas:

-Juanito ¿no quieres ir a la plaza? ¡Están repicando, Juanito! ¿qué habrá sucedido? Dicen que Fray Justo te espera en la calle... Anda, Juanito... ¡que te llaman los muchachos para jugar a la palama!

Cuando hablaba cerca de mí con alguna persona de la casa o de fuera, no dejaba nunca de buscar un motivo de lamentar las dolencias de su ama, y concluía diciendo:

-¡Qué desgracia! quién hubiera pensado que la señora Marquesacriase cuervos para que le sacasen los ojos! ¡cómo hay en este mundo serpientes que muerden el seno que les da calor!

Los domingos se levantaba al segundo canto del gallo, para llevarme a la misa del alba que celebraba un fraile muy madrugador, evitando de ese modo que pudiese yo hablar siquiera accidentalmente con algún conocido en la calle. Todas las tardes al reunirnos para rezar el rosario,   —98→   o al salir después del oratorio, hablaba del duende que probablemente volvería al jardín, al cuarto de los libros o al mío, de donde sólo estaba alejado por los exorcismos que había hecho poco antes el Reverendo Padre Arredondo. Me hacía dar después con Feliciana el cabo más pequeño posible de vela, y decía que el pongo no podía ya separarse del cuidado de la puerta en aquel tiempo de bulla y alboroto que era el de los alzados.

En segundo lugar, el alegre e incesante repique de las campanas, los vítores de la multitud que llegaban diariamente hasta mi cuarto, el tropel de caballos que con frecuencia pasaban por la calle, las noticias que a su manera daban y comentaban los criados en la cocina -no dejaban duda de que la revolución ganaba inmenso terreno, esto es si no había acabado por completo la dominación española. Casi a un tiempo con la nueva feliz del triunfo de Aroma habían llegado la del pronunciamiento de Chuquisaca, que se verificó al aproximarse una expedición de Cochabamba, conducida por don Manuel Via, y la del triunfo obtenido en Suipacha, el 7 de noviembre, por las tropas argentinas al mando del general don Antonio González Balcárcel sobre las acumuladas en la frontera sud del Alto Perú, por Nieto y Paula Sanz, a órdenes del brigadier don José de Córdova. Súpose pocos días después la completa evacuación de La Paz por las fuerzas del coronel don Juan Ramírez, que habían repasado el Desaguadero a consecuencia de la derrota de Piérola en Aroma, para incorporarse a las tropas de Goyeneche. Salían de la villa expediciones armadas, como la que condujo don Bartolomé Guzmán a La Paz, con el fin de reparar el error cometido   —99→   después de la victoria de Aroma. El entusiasmo, el delirio del pueblo llegaron, por último, a su colmo cuando el mismo gobernador don Francisco del Rivero partió con tres mil caballos y dos o trescientos infantes a incorporarse al ejército auxiliar. Debo advertir con este motivo y por si acaso sea necesario, que aquella casa en que yo estaba, sus moradores y las personas que la visitaban, eran de las excepcionales en medio de la decisión general con que Cochabamba abrazó la causa de la independencia.

¡Qué no hubiera dado yo por encontrarme siquiera un momento en la calle o en la misma plaza, entre la multitud, para aliviar mi corazón con el grito que salía libremente de todas las bocas y que yo sólo podía arrojar para mí entre la almohada y el colchón de mi cama! ¡cómo deseaba hablar con mis amigos Fray Justo y Alejo o siquiera El Overo, aunque no fuese más que por el ojo de la llave de una puerta o al través de una pared! ¿Por qué no venía a verme el Padre que debía tener entrada en todas las casas? ¿por qué mi tío no hacía valer una vez por lo menos los derechos que le daba sobre mí el parentesco?...

Mis dos consuelos continuaron siendo la lectura, amenizada con el hallazgo de un tomo desencuadernado de las comedias de Calderón de la Barca y una comedia completa de Moreto, y las lecciones que daba a Carmencita, o las inocentes conversaciones que tenía con ella.

¿Cómo pudo nacer ese ángel de las entrañas de doña Teresa?¿tanta belleza de tanta fealdad? ¿tan dulces, nobles y tiernísimos sentimientos de tanto orgullo y egoísmo? Yo no lo sé. Puede ser que se encontrara en ella uno de esos ejemplos que parecen confirmar la creencia de que las hijas   —100→   se asemejan mucho más a sus padres. Don Fernando, como creo ya haber dicho en otra parte, había sido un hermoso y apuesto caballero en su juventud. Pienso, también, que debió haber nacido naturalmente bondadoso, y que los defectos que de él conoceremos más tarde, provenían de su viciada educación.

Carmencita tenía hermosos cabellos rubios, destinados a ir tomando con el tiempo un color castaño o completamente negro, como sucede en nuestros climas; su rostro graciosamente ovalado, muy blanco y sonrosado en las mejillas, con ojos de azul oscuro, cuyas pupilas parecían zafiros; con nariz un tanto aguileña y una boquita de labios perfectamente delineados, podía ofrecer un buen modelo para pintar una virgen niña estudiando su lección al lado de Santa Ana; pero tenía frecuentemente una expresión picaresca, sin malicia, que la hubiese hecho digna, también, de representar a las gracias en un cuadro pagano. Vestíanla unas veces de saya y manto, como a gran señora, y otras de manolita, representando ella primorosamente uno y otro papel. En el segundo sobre todo, con su mantilla caída a las espaldas, su vestido de anchísimo vuelo, sus zapatitos rojos, sin faltarle en la liga ni un puñalito de latón dorado, se ponía tan mona que hacía reír hasta a doña Teresa. Creo que ésta la amaba y que no amaba más en el mundo, ni a sus otros hijos; porque si bien recomendaba respeto y ciega complacencia para Pedro, en consideración a que era el mayorazgo, y permitía las travesuras de Agustín, no la vi nunca hacerles ni un halago, ni desear su compañía.

Carmencita me hizo confidente de sus pequeños secretos; me mostraba antes que a nadie los juguetes que le regalaban;   —101→   partía conmigo todo lo que más le gustaba. Un día, a principios de marzo de 1811, se me acercó haciendo un dengue encantador y graciosas contorsiones, con las manos en las espaldas; saltó después por varias veces presentando y volviendo a ocultar alternativamente a mis ojos un racimo de uvas maduro y dorado prematuramente.

-¿Qué es esto? -me decía-, ¡que no adivinas!

-¿Quién te lo ha dado? -le pregunté.

-¡Vaya! ¿quién ha de ser? Luisito... ¡ése! ¡Luisito!

-¿Y quién es Luisito?

-¡Qué tonto!: el hijo del gringo.

-¿Cómo lo has visto? ¿dónde vive?

-Pasa siempre por la puerta; vive aquí, aquí, aquí... no sé dónde.

Y al decir esto señalaba todo el rededor de mi cuarto con su dedito sonrosado y daba brincos por todas partes. Después partió el racimo de modo que me quedase la mayor parte; puso ésta sobre el libro abierto que yo leía cuando ella entró, y se me escapó ligera como un pájaro.

Pero este mi segundo consuelo no duró mucho tiempo. Mi verdugo Clemente debió contar según creo a la noble señora que la niñita aprendía a leer o conversaba conmigo, y se me notificó que no volviese a recibirla en mi cuarto, ni la contaminase más con mi compañía. Desde entonces Carmencita sólo pudo enviarme de lejos y furtivamente un beso o una sonrisa.

Por el mes de abril de este año de 1811 en que, merced a los triunfos de Suipacha y Aroma, todo el Alto Perú se consideró librado a su propio destino o a su espontánea adhesión a la suerte que corriesen las provincias del Plata,   —102→   me hallaba yo tan cansado de mi confinamiento, que había momentos en que medía con la vista la altura de las paredes del patio, de los corrales y del jardín, para fugarme de aquella casa donde no sabía yo por qué me encontraba. Tenía vehemente deseo de hablar por lo menos con alguna persona racional, o de oír hablar siquiera otro lenguaje que el que hablaban los criados en chacota en la cocina. Una tarde que vi entrar al Comendador de la Merced y al sabio licenciado en animadísima conversación, no pude contenerme y tomé un heroico partido.

El siempre friolento Pedro de Alcántara se había sentado a las puertas de uno de los dormitorios, donde llegaba un rayo de sol, y jugaba con sus muñecos. Me acerqué como si lo hiciese distraídamente, con un papel en la mano, del que hice primero un barco, en seguida un gallo y, por último, cuando el niño hubo fijado su atención, aquella ingeniosa plegadura que tantas veces le vi a mi maestro.

-¿Qué vas a hacer ahora? -me preguntó.

-Nada -dije-; pero, si quieres, corta esto por aquí, con unas tijeras, y ve lo que consigues sacar.

Lo hizo él al punto, y fue dando gritos de admiración al sacar la cruz, la corona, los clavos, la túnica; todos los fragmentos que así parecían, y que yo tenía buen cuidado de irle diciendo.

-Enséñame esto, Juanito -me dijo del modo más suplicatorio y persuasivo que él podía.

-No vale la pena -le contesté.

Y como entre tanto había hecho ya un conejo o cosa parecida de un pañuelo, se lo arrojé como si brincara a su lado   —103→   el mismo animal vivo y verdadero; lo que acabó de trasportarlo de alegría.

-Enséñame -insistió-: no seas malo.

-Aquí no se puede ya estar -repuse-; hace mucho frío, y tu madre la señora doña Teresa, no quiere que yo entre en la antesala.

-Vamos allá... por aquí... ¡vamos pronto!

Y diciendo esto me tomaba de la mano y me arrastraba dentro del dormitorio; mientras que yo fingía resistir, y entraba, y me hacía arrastrar hasta la antesala. El portón estaba felizmente cerrado; pero para librarme de cualquiera sorpresa, hice sentar a Pedro de modo que apoyase en él las espaldas, y yo mismo me recosté, afianzando mi hombro izquierdo en el marco. En seguida sin dejar de entretener al niño de cuantas maneras me sugería mi ingenio, oí la conversación que voy a repetir sin citar personas, pues ellas se harán conocer muy bien por sus mismas palabras.

-Nihil novum sube sole, mi querida doña Teresa; la impiedad es muy antigua en el mundo.

-Y Dios consiente, pero no para siempre.

-Sí, Reverendo Padre; eso se sobreentiende.

-Pero ¡qué horror! ese impío, ese don... ¿cómo se llama?

-Juan José Castelli.

-Eso es... yo no comprendo cómo le han puesto los nombres del discípulo predilecto y del padre putativo de nuestro Señor.

-¡Entrar a La Paz en días de semana santa! ¡recibir obsequios y dar bailes!

-¡Y las blasfemias que no se cansa de decir!

  —104→  

-¡Y en francés, Reverendo Padre, en la lengua abominable del Ante Cristo, que ha destronado al rey!

-Él es terriblemente afrancesado.

-Anibal in Capuæ. Déjenlo vuestras mercedes enervarse en las delicias...Quos Deus vult perdere, primo dementat.

-No, esto no puede ser ¡Dios mío! ¿qué dicen ahora estos alzados? ¿son o no son cristianos? ¿eran de buena fe vasallos de don Fernando VII?

-La verdad es que ellos mismos están descontentos.

-¡Con cuánta razón ha querido excomulgarlos el Ilustrísimo señor Arzobispo Moxó!

-¡Ojalá volvieran sobre sus pasos! Pero ¿cómo decía el señor licenciado que eran esas herejías?

-Liberté, que viene delibertas; fraternité, de frater, fratris; egalité, de...

-No lo entiendo, pero debe ser muy malo.

-Abominable, debe decirse, mi señora.

En este punto se oye abrirse el portón del alabardero que da al patio.

-¿Quién es? ¿cómo te atreves a entrar, Clemente?

-Perdone, vuestra merced, mi ama y señora Marquesa: es el hijo del gringo, que viene a recoger la peana del Señor, que vuestra merced quiere hacer dorar para la Exaltación.

-Está bien; hazle entrar al oratorio.

Ruido de pasos de dos personas que atraviesan la sala por el lado indicado. Prosigue la conversación.

-¿Y ese canto endemoniado que dicen comenzó a entonar uno de sus oficiales insurgentes, creo que de borracho, en un sarao?

  —105→  

-No lo recuerdo. Debe ser el que cantaron para degollar al santo rey Luis XVI.

-Pero tengo idea de haber oído su nombre. Capio, intendo...

-La Marsellesa, señor ¡la Marsellesa! La inventó el mismo diablo que hizo la catedral de Estrasburgo.

Esto último lo dijo una voz burlona que yo conocía demasiado. Mi sorpresa fue tal que lancé un grito, y temiendo que mi verdugo viniese atraído por él y me delatase, salí a brincos, a refugiarme en mi cuarto.

El domingo de aquella semana íbamos a misa con Clemente, cuando un hombre emboscado detrás de la esquina del templo de San Juan de Dios, se puso delante del zambo, lo tomó con ambas manos de la faja de los calzones y lo levantó como una pluma sobre su cabeza, diciéndole:

-Buenos días, don Clemente.

La sorpresa, el susto del miserable fueron tales que no pudo ni gritar, y sólo tuvo fuerzas para agitar maquinalmente los brazos y las piernas, como si nadase en el aire. Puesto después sobre sus pies por aquel inesperado y tan extraño saludador, que se reía de sus visajes y contorsiones, le dirigió una mirada suplicante, se compuso la faja,   —106→   procuró sonreír del modo más complaciente y ruin que él sabía, y exclamó:

-¡Qué don Alejo!

Mi tío, porque era él en persona, lo sujetó entonces de una oreja, y le dirigió imperativa y brevemente estas palabras:

-Quiero hablar a mi gusto con el niño; entra tú a oír misa y no salgas sino el último de todos, para ir a buscarnos a mi taller. ¡Cuidado con decir después lo que ha pasado! Ya me conoces... ¡vete!

Y concluyó con un puntapié, que hizo llegar más pronto a Clemente hasta la puerta del atrio de la iglesia.

-Vamos ahora, muchacho -agregó; y me condujo de la mano hasta su taller, que estaba a pocos pasos de allí.

La fragua ocupaba uno de los costados del cuarto; el yunque estaba clavado al centro en un grueso tronco de molle, teniendo arrimados a éste las tenazas, los martillos y una comba enorme que sólo Alejo podía manejar. El otro lado lo ocupaban una larga mesa provista de muchos instrumentos y útiles de cerrajería, un montón de astas y regatones de lanza y muchas barras de estaño, cuyo acopio allí no era fácil explicarse. Una puertecita abierta en la pared de este mismo lado daba entrada a otro cuarto pequeño, en el que dormía el herrador y cerrajero. Me hizo sentar allí sobre su cama, y él tomó para sí un banquito grosero, de tronco de algarrobo, con tres gruesas estacas que le servían de pies.

-Yo no puedo ir a la casa en que estás -me dijo-; ¡no sé lo que haría en esa casa! Luisito Cros me ha avisado que te tienen preso; cuéntame ahora la verdad de todo lo que esa alma de tigre hace contigo.

  —107→  

Estaba espantoso. Yo no quise decirle lo que sufría, el abandono en que me hallaba, la reclusión a que me habían condenado. Le dí a entender únicamente que deseaba más holgura y que, sobre todo, me hiciesen enseñar algo de provecho, o me dedicasen a algún oficio.

-Está bueno -contestó-; yo le diré hoy mismo estas cosas a su Paternidad. Felizmente no he querido ir con don Francisco y he preferido trabajar con los otros de aquí y el gringo. Has de saber -continuó más tranquilo y volviendo a la preocupación general de los ánimos en aquel tiempo-, que la patria está triunfante en todo el mundo; ya no hay ni rastro de chapetones, es decir con armas y metidos a soberbios. Toma; aquí tengo estos papeles que te contarán mejor lo que ocurre. Para eso sabes leer, Juanito.

No bien hubo concluido llamaron tímidamente a la puerta. Me dio un abrazo, y puso fin a la conversación con estas palabras:

-Debe ser el zambo más malo que Lucifer. Anda con él... yo no quiero ver su cara que se ríe siempre, como la máscara del aldabón de esa casa del infierno.

A medio día vi por el pasadizo la alta y encapuchada figura de mi maestro cruzar ligera y silenciosamente el patio en dirección al oratorio, y meterse en él sin anunciarse, como en su propia celda. Como una hora después vino Clemente a mi cuarto y me dijo con aire de sumisión y el más profundo respeto:

-Niño don Juan, la señora mi ama quiere ver a su merced en el oratorio.

Cuando llegué al portón, oí que hablaban dentro con   —108→   calor. Me detuve a escuchar. Se me figuró que el ángel pintado allí, me decía a mí mismo:

-Detente... ¡escucha!

Y he aquí lo que pude sorprender de aquella conversación.

-Ya te he dicho que el espantoso trastorno de estos tiempos, que tú mismo fomentas siendo sacerdote, no permite mandarle a estudiar en Chuquisaca. Pero ¿qué le falta? ¿de qué se queja? ¿no está tratado al igual de mis hijos? ¿qué más hubiera hecho por él la hija del mayordomo?...

-¡Cállate, por Dios, Teresa! Al hacer este inmenso sacrificio de venir a tu casa me he prometido hablar tranquilamente contigo; pero me falta la paciencia.

-Puedes abusar si quieres de tu sagrado carácter. ¡Loado sea el Señor que manda estos nuevos tormentos al corazón de una triste viuda!

-¡Acabemos, Teresa!

-¡Sí, acabemos! La voluntad de don Fernando se cumplirá tan luego que se pacifiquen estos dominios de su Majestad el rey. Que venga ahora el muchacho, y te diga él mismo si yo he mentido... ¡bendito Dios! ¡Sea todo esto y mucho más, si él lo quiere, por mis pecados!

Creí que iba a repetir la orden de llamarme, y retrocedí algunos pasos, para volver en seguida con ruido y golpeándome como atolondrado en la puerta.

-Entra, Juanito -dijo doña Teresa casi con amabilidad-; ven acá... ¿por qué no has ido a visitar a tu maestro?

Yo me acerqué primero a besar la mano que éste me extendía, y contesté luego con algún atrevimiento:

  —109→  

-Clemente me ha dicho que vuestra merced no quiere que yo salga, ni...

-¡Clemente es un animal! -gritó ella con cólera-; el zambo maldito... ¡Dios me perdone!, todo lo entiende al revés y voy a plantarlo en la calle. Lo que yo no quiero es que pierdas el tiempo con tus antiguos compañeros con quienes jugabas a la palama; que no salgas para hacer inútiles los buenos ejemplos y consejos; que...

-Basta -le interrumpió mi maestro-; desde hoy irá a verme todos los jueves ¿no es verdad?

-Cada día, si lo quiere vuestra Paternidad -repuso la señora, cambiando de tono en la conversación con Fray Justo, quien hizo lo mismo en seguida para despedirse.

-Gracias, señora doña Teresa. Quede Dios con vuestra merced... hasta el jueves, hijo mío.

Yo me retiré a mi cuarto tan pronto como él hubo salido.   —110→   Me cerré por dentro y me puse a leer los papeles que me había dado Alejo por la mañana. Eran copias de la proclama del gobernador antes de su salida para incorporarse al ejército de Castelli y Balcárcel, y del armisticio que habían celebrado éstos con Goyeneche. Supe así que las fuerzas de la patria y las del virrey de Lima, comandadas por el gobernador del Cuzco, estaban frente a frente a orillas del Desaguadero.



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