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ArribaAbajoCapítulo XV

Un inventario. -Mi visita a la abuela


Las últimas palabras de Alejo con que he cerrado el capítulo anterior me hicieron reflexionar de un modo que jamás se me había ocurrido hasta entonces; porque, aunque yo había vivido siempre en la pobreza y acostumbrádome a sufrir mil privaciones, no me faltó nunca la providencia por manos de mi heroica madre, y entonces mismo, huérfano como era, no tenía que pensar en mi pan de hoy, ni en el de mañana, que, más o menos amargo, llegaba a mis labios y aseguraba mi subsistencia.

-¡Qué demonios!, el dinero es muy necesario -me dije-; y debe serlo mucho más todavía en medio de los grandes dolores, cuando no es posible ni pensar siquiera en el modo de adquirirlo, ni buscarlo con el trabajo. La abuela, que debe ser algo mío, y que, si no lo es, yo quiero que lo sea, la pobre abuela ciega vive por lo visto del trabajo de Alejo y de Dionisio... ¿No es deber mío protegerla y servirla como ellos? ¿Pero qué puedo llevarle yo, holgazán de mí, ni para qué me sirven ahora mis   —207→   librotes y mi necia presunción de haber pasado el puente del asno en mi Nebrija? ¿Iré a verla así, con las manos vacías y los ojos llenos de lágrimas, para hacerle derramar solamente las últimas que habrán quedado en los suyos?...

Pensando así muy triste y cabizbajo llegué a mi cuarto; me cerré por dentro, y busqué una llave en el cajón de la mesa, para abrir el arca que contenía toda mi herencia, no inventariada todavía por mí hasta aquel momento.

No había más ropa blanca y de color que la mía, muy usada y raída. La de mi madre debió haber sido distribuida por su mandato a las pobres mujeres que la asistían. Sólo quedaba un par de sus zapatitos más nuevos, de cuero embarnizado y con rojos tacones, que yo besé y estuve mirando largo rato, hasta volver a ponerlos en su sitio. En un rincón encontré cuidadosamente enrollado el cuadro de la Virgen; y lo clavé en la pared, sobre la cabecera de mi cama, notando entonces que parecía un retrato de mi madre, y que tenía en un pliegue del manto azul, como imperceptibles sombras, las letras C. y A. con una rúbrica. Un paquete negro, que toqué distraídamente con la mano en seguida, me hizo estremecer, y lo dejé como estaba: era la cuerda del ahorcado. Hallé, por último, un baulito de madera, con su llave en la cerradura; lo puse sobre la mesa; lo abrí; saqué sucesivamente de él un paño no acabado de bordar, que tenía una mancha circular de sangre; una cajita de cartón, y la alcancía recompuesta con cola y aserrín, para unir los fragmentos.

La cajita de cartón contenía el alfiler, los aretes y el   —208→   anillito de marfil de mi madre. Noté recientemente que éste era una obra delicada de diestro buril: tenía al rededor, dejando sólo un pequeño espacio para una tapita de oro, las palabras quichuas Cusi Coillur; la tapita tenía a su vez grabada una rosa, y abierta ella, en el fondo de una cavidad, permitía ver las mismas dos letras misteriosas del pliegue del manto de la Virgen.

La alcancía estaba muy liviana; pero al agitarla en mi mano sentí un pequeño ruido metálico y el más claro y seco de las monedas que golpeaban las paredes. Separé al punto con un clavo uno de los pedazos de la tapa recompuesta, y lancé un grito de alegría, con tanta satisfacción como si hubiese descubierto los tesoros de Tangatanga. Había algunas moneditas de oro, cinco o seis, muy nuevas y brillantes. Cogí una, me la puse en el bolsillo, acomodé todas las cosas como antes estaban, y salí corriendo en dirección a la casita que tanto conocía.

Vi desde media cuadra, al torcer una esquina, a la pobre Clara sentada en una alta silla, que se arrimaba a una hoja de la puerta. Vestía de negro; estaba muy pálida; me pareció ahora más bella que Mariquita, casi tanto como mi madre. Deshilaba sin verlo en su falda un trapo muy limpio de lino; uno de sus pies estaba recogido sobre el barrote de silla; el otro, desnudo, blanco y sonrosado, jugaba distraídamente con el zapato pendiente apenas de la punta de los dedos. Sus hermosos ojos miraban al cielo por sobre el techo de aquel feo caserón del frente, y cantaba a media voz, como mi madre, el siguiente harahuidel coro de doncellas del Ollanta, que reconocí al acercarme:

  —209→  
«Iscay munanakuc urpi...»

O sea en castellano, para que me entiendan, pero muy mal traducido, porque es intraducible:



   «Dos palomas han querido,
Arrullándose en el hueco
Del tronco de un árbol seco,
Vivir juntas en un nido.

    »Una de ellas apresada
En lazo traidor un día
Se retuerce en la agonía...
Muere lejos de su amada.

    »Y la otra se desespera
Sobre el viejo tronco, y gime,
Preguntando al aura: dime
Dónde está mi compañera?

    »¿Cómo puedo con orgullo
Contemplarme en su pupila?
¿Dormiré nunca tranquila
Sin su dulcísimo arrullo?

    »Y como el aura a su queja
Murmura, más no responde,
Parte al fin -no sabe dónde-,
Y el nido desierto deja.

    »Volando de rama en rama
Y de una peña a otra peña,
Siempre en buscarla se empeña,
Siempre doliente la llama.
—210→

    »Cuando no puede en el viento
Tender el ala anhelante,
Va con sus pies adelante,
Sin reposar un momento.

    »Y corriendo sin cesar,
Arrastrándose en el suelo,
Muere al cabo, sin consuelo,
De cansancio y de pesar.»

La infeliz respondía de este modo, sin saberlo, al Último harahui que su novio le había cantado a la luz de la luna, de lo alto de la montaña, la noche antes de su muerte.

Clara sintió que alguna persona se había detenido a su lado, ya sea por esa inexplicable influencia magnética que siempre lo da a conocer, o ya sea porque oyese mi fuerte y precipitada respiración después de la carrera con que yo había venido. Se volvió a mirarme con sorpresa; se puso muy colorada, y me preguntó con desabrimiento, en buen castellano:

-¿Qué se te ofrece? ¿hay algo en mi cara que pueda divertir a los muchachos holgazanes? ¿por qué no te vas a jugar a la palama? ¿quién le calienta agua para tu madre?

-Quiero abrazarte -le contesté-; quiero llorar contigo si me lo permites. Soy el hijo de Rosa... Tú debes haberme visto ya dos veces en compañía de... ¿no te acuerdas?

-¡Hazle entrar, hija... tráemelo! -gritó antes que ella pudiese volver a hablar, una voz fuerte de mujer desde adentro.

Se paró entonces recogiendo las hilas de su falda;   —211→   me rodeó el cuello con el brazo, y me introdujo al cuarto.

La abuela -porque había sido ella la que habló con esa voz fuerte, que parecía salir de un pecho mucho más joven-, estaba de pie al lado de una tarima que ocupaba el mismo sitio que la de mi madre y de la que sin duda acababa de levantarse para recibirme. Sus cabellos enteramente blancos y muy delgados, como algodón escarmenado, se recogían en dos trenzas que apenas le llegaban hasta los hombros; su rostro moreno y sembrado de esas manchas oscuras propias de la vejez, no tenía profundas arrugas más que en el entrecejo y a los extremos de la boca; sus ojos sin vida, de un color gris verdoso, estaban fijos, mirando sin ver como los de un cadáver; la frente espaciosa, la nariz larga y recta, la barba cuadrada denotaban en ella un carácter firme y resuelto. Era de elevada estatura, no muy encogida por el peso de cerca de cien años. Vestía mantilla negra, caída a las espaldas y prendida al pecho por grande topo de plata, terminado en forma de cuchara; jubón blanco, muy llano; pollera de bayeta de Castilla café, encarrujada y adornada de franjas negras de merino. Llevaba gruesas medias de lana y zapatos de orejas, amarrados al empeine.   —212→   Tenía en la mano izquierda un cayado como de pastor, y extendía la derecha a la altura del pecho, esperando la mía.

-Ven -me dijo cuando estreché ésta contra mi corazón-; ven y siéntate a mi lado. No tengo ojos para verte... quiero tocar tu cara y tus cabellos. Tú debes ser muy lindo, como «la niña» -continuó cuando hube hecho lo que decía-; tu cara es suave y delicada: tus cabellos finos, sedosos y rizados; tus pestañas largas me dicen que tienes ojos de chasca... ¿de qué color son, hijo mío?

Me hizo mil preguntas más sobre mi persona, mi vida y la de mi madre, y como yo le respondía del modo menos triste posible y dominaba con esfuerzo mi emoción

-Mentiroso -me dijo-; ¿piensas que la abuela no ve todas las cosas con unos ojos mejores que los tuyos que le han dado sus muchos años? Me quieres engañar; has dicho: ¡pobre abuela! ha llorado tanto que no quiero afligirla más. Pero yo he recogido en estos mis dedos encorvados y rugosos una gotita que temblaba en tus pestañas; yo sé que no puedes ser dichoso... ¿quién puede serlo en este mundo con los guampos? Mira, yo era niña, así como tú, cuando vi un brazo del abuelo de tu abuelo sobre un palo muy alto en la Coronilla de San Sebastián. Un año después descuartizaron a mi vista el cadáver de mi padre Nicolás Flores; hicieron salir a mi madre de su casa, llevándome de la mano, para que fuese aquélla del rey, como decían. Ha pasado mucho tiempo... Yo me casé, tuve muchos hijos y he criado a los hijos de mis hijos. Pero ¿piensas que me olvidé de aquellas cosas? No, ¡no! Nadie   —213→   se acordaba ya de ellas; me veían algunas veces muy triste y pensativa; me preguntaban: ¿qué tienes, abuela?, y yo les contestaba: ¡ya no hay hombres!

-¡Oh! no hables de eso, mamá grande! -gritó o sollozó en éste punto Clara, que se había sentado frente a nosotros en un poyo de adobes, sobre el que debía dormir ella, así como vi que habían hecho otro en la otra esquina del cuarto para su hermano.

-¿Y por qué no? -replicó la abuela-; ¿crees, niña, que yo no soy ya más que ese tronco seco, apolillado delharahui que cantabas?

-No, no es eso, madre -repuso la infeliz Clara-; es que no puedo... no puedo...

-¡Cállate! tú no pareces la hija de la que salió de mis entrañas... ¡eres una pobre palomita!

No sé qué más iba a decir cuando entraron Alejo y Dionisio. El primero traía en sus brazos un objeto cubierto por su poncho y se reía silenciosamente del modo que le conocemos; el segundo tenía sobre el hombro una cesta de mimbres, que parecía pesarle mucho, y se sonreía, también, picarescamente.

-¿Lo has traído? -preguntó Clara a Alejo.

-No, no he podido -contestó éste; y como Clara se acercaba a él para descubrir el objeto oculto por su poncho, dio un salto a un lado, agregando-: es una guagua... la vas a despertar.

-¿Y tú? -dijo entonces la joven, dirigiéndose a Dionisio; pero éste levantó la cesta sobre su cabeza con ambas manos, para que ella no viese su contenido, y dijo a su vez:

  —214→  

-Son naranjas... están verdes y muy agrias; las he traído de la huerta de Antezana.

-¡Basta! -gritó con autoridad la abuela-. Yo quiero tocar todo eso con mis manos.

Alejo y Dionisio depositaron al punto, sumisamente, sobre la tarima, el primero el mismo cañón de estaño que yo había admirado en el taller, y el segundo su cesta, que contenía cuatro o cinco de las granadas de bronce.

Entonces vi a la anciana ciega pasear sus manos temblorosas sobre aquellos instrumentos de muerte, con la misma atención y -no encuentro otra palabra-, con la ternura que antes había notado en ellas cuando tocaba mi rostro y mis cabellos. Sus labios comprimidos al principio se fueron desplegando, hasta que se agitaron con una risa salvaje que me dio miedo. Se inclinó en seguida sobre el cañón y pegando la boca al oído de la pieza, como si fuese a hablar a una persona, para recomendarle su venganza, gritó con más fuerza, con un acento agudo y vibrante:

-¡Habla, hijo mío! ¡Diles a los guampos que nos dejen vivir sin ellos en esta nuestra tierra! Ellos te oirán mejor que a nosotros... ¡ojalá te oiga también nuestro Dios que está sobre todos nosotros!

Tomó una de las granadas; desarrolló la cuerdecita de esparto que la rodeaba; la hizo dar vueltas en el aire como una honda; se rió como antes, y dijo a Alejo:

-¿Cuántos puede matar?

-¡Más de cincuenta, abuelita! -contestó el cerrajero, frotándose las manos, y así debía creerlo él mismo.

-Bueno -repuso la anciana-; si los guampos vuelven todavía, yo iré a recibirlos contigo y mi Dionisio,   —215→   llevándoles estos hermosos frutos de nuestra tierra.

-¿Y yo no puedo acompañarte acaso? -le pregunté, picado de que no se acordase ya de mí.

  —216→  

-Sí, hijo mío -contestó sonriendo-; iremos todos, todos... ¡hasta la pobre palomita!

-¡Ay!... no, no, por Dios! -exclamó Clara horrorizada.

Si mis jóvenes lectores piensan que esta escena es increíble, o que yo la he descrito exageradamente, cuenten con la indulgencia de este pobre veterano de la época gloriosa de la Independencia. ¿Por qué había de sorprenderme siquiera de que dudasen de mi palabra? ¿Quién ha referido todavía aquellas cosas como realmente pasaron? ¿Las han comprendido, por ventura, nuestros escritores nacionales, cuando por sólo acriminar más a Goyeneche, desvirtúan los episodios más característicos de aquel tiempo?... No puedo, pues, no debo extrañar de ningún modo que la juventud de mi país no comprenda hasta qué punto llegaban el odio a la dominación española y el delirio de amor por la patria que comenzaba a nacer tan llena de promesas no realizadas todavía. Pero es preciso que sepa desde ahora, que yo tengo que decirle mil cosas, más increíbles aún, de las mujeres de Cochabamba, de los niños que hoy juegan con muñecos y que entonces no tenían más diversión que la de armas inventadas por ellos, para jugar solamente a los soldados y a la guerra.21

  —217→  

Era ya muy tarde -la hora tremenda de comparecer ante doña Teresa en el oratorio-, cuando conseguí que mi nueva familia me consintiese retirarme de la casita en que habían trascurrido los años más felices de mi infancia. Una vez pasada la excitación producida en la abuela por el contacto de aquellos instrumentos de muerte, de esas armas que ella creía tan formidables para la defensa de la patria y la venganza de los horrores de que habían sido víctimas los suyos, sólo pensó en agradarme como mejor podía, compitiendo con ella Clara y su hermano. Ya en la calle me acordé del principal objeto de mi visita. Volví a la puerta, llamé a la Palomita; le pedí la mano como para volvérsela a estrechar; deposité en ella mi monedita, y me corrí como un gamo, sin volver la cabeza a los gritos de la joven, que siguió llamándome para devolvérmela sin duda, hasta que di vuelta a la esquina.




ArribaAbajoCapítulo XVI

La entrada del gobernador del Gran Paititi


He hablado de los niños, y he aquí lo que hacían por entonces.

Una tarde llegó Agustín a mi cuarto, caballero en un palo, con arreos militares de mi invención, tricornio y charreteras de papel, y enorme alfanje de un tronco retorcido de membrillo. Hizo que se apeaba con mucha dificultad de su brioso corcel de batalla; se cuadró a mi presencia,   —218→   como si me reconociera mayor graduación que la suya, y me dijo:

-Señor Comandante, su señoría ilustre el Delegado de la Excelentísima Junta de Buenos Aires, me ha ordenado conducir a vuestra merced a su campamento.

-¿Y quién es esa nueva señoría que ha reemplazado aquí a don Juan José Castelli? -le pregunté con la mayor seriedad que me era posible.

-Don Luis Cros y Cuchufleta, Caballero del hábito de San Juan Bautista, Mariscal de Campo de los ejércitos de la patria, Gobernador Intendente del Gran Paititi, General en Jefe del Ejército Auxiliar, etc., etc. -me contestó él, parodiando todos los títulos que solía usar Goyeneche en sus proclamas y bandos de buen gobierno.

-¿Y dónde está?

-En su campamento de las Cuadras. Esta noche, al salir la luna, debe hacer su entrada triunfal en esta valerosa ciudad de Oropesa del valle de Cochabamba.

-Pero tú ¿cómo lo has sabido?

-Porque ayer, cuando vuestra merced se fue a dar lección en el convento, pasó él por la puerta con la artillería... ¡oh! ¡qué lindos cañones! Él mismo me dejó la orden, que debo cumplir como buen militar. ¡Yo soy capitán! ¡me ha nombrado su ayudante de campo, nada menos!

Comprendí que mi amigo iba a hacer una de las suyas, y rehusé terminantemente seguir al capitán don Agustín, quien me rogó en vano y se incomodó al fin de igual modo.

-Está bien ¡rabo de Lucifer! -me dijo por último, remedando en esta imprecación al brigadier Ramírez-.   —219→   Yo me voy solo, y reventaré a mi caballo para llegar a tiempo; y


«Ya que solos estamos, sabed, Tello,
Que el libertaros me movió a emprendello!»



Media hora después, una espantosa confusión reinaba en la casa. Doña Teresa gritaba muy incomodada en el patio; los criados iban y venían azorados por todas partes.

-¡Me han robado a mi hijo! -aullaba la señora.

-¡El niño Agustín ha desaparecido! -gemían los criados.

La señora se acordó entonces de mí; me hizo llamar, y me dijo que fuese a buscar al niño y no volviese sin él a la casa.

Sabía yo por fortuna en qué dirección debía ir a buscarlo; pero no bien caminé unas cinco cuadras, los silbidos y espantosa gritería de una numerosa banda de muchachos me indicaron el punto preciso del campamento del flamante gobernador del Gran Paititi. Era una plazoleta que había, y tal vez exista hoy mismo, unos cien pasos antes de llegar a la quinta de Viedma. Desde que torcí la esquina de la calle por donde iba, para tomar la que a dicha plazoleta conducía, a espaldas del convento de Santa Clara, vi a lo lejos el ejército ya formado; y se desprendieron de él ocho soldados de caballería, a buen trote en sus magníficos caballos de cañas, los cuales soldados, al pasar junto a mí, dijeron a gritos que iban a prevenir al cabildo y al cura de la Matriz, para que saliese el vecindario y se echasen a vuelo las campanas.

Pasarían de cuatrocientos los muchachos reunidos en la plazoleta. La mayor parte eran poco más o menos de mi   —220→   edad y de la de su jefe; muchos no llegaban ni a tener siete años; eran pocos los adultos o grandullones. Los más pequeños formaban la infantería, con fusiles de cañas, varas de sauce o cualquier palo o bastón, menos unos cuarenta, o poco más, que tenían formidables armas de fuego, pues habían cargado de pólvora el tubo superior de su caña, y habían abierto un oído cerca del nudo, para acomodar la mecha. Los medianos hacían de artilleros, teniendo en las manos cañoncitos de estaño, con ruedas y cureñas de lo mismo, que ellos habían fundido, fuera de que todas las pulperías estaban atestadas por entonces de esa especie de juguetes. Una pieza mayor, el lujo y orgullo del regimiento, estaba en el medio, enganchada a un hermoso perro, de los llamadoschocos, que parecía ya muy diestro y fogueado. Los muchachos más grandes, formaban, en fin, la caballería, montados en palos, con largas lanzas de cañas provistas de sus verdes hojas o de pañuelos a guisa de banderola. Los trajes de aquel ejército eran más indescriptibles que los del grande y verdadero de la provincia. El mameluco, el simple calzón y tosca camisa, la ropa del hijo de un mayorazgo y los harapos del hijo del albañil, se confundían en los grupos abigarrados. Había muchachos muy pequeñitos simplemente encamisados, hasta con la camisa toda abierta por delante, como una bata puesta a la négligé.

No faltaba música o charanga para cada cuerpo, según el arma a que pertenecía. Los infantes tenían tres o cuatro tambores, un chinesco de cascabeles, platillos de hoja de lata, muchos herques, o sean pitos de cañas delgadas, que producían un ruido infernal, el más desapacible que ha herido jamás los tímpanos desde el patriarca Jabel. Los regimientos   —221→   de caballería y artillería tenían un clarín verdadero pero rajado, zampoñas, yo no sé cuántos instrumentos de viento, que no iban en zaga a los famosos herques de que ya he hablado y que también se hacían oír en las charangas.

El tambor mayor de la banda de infantería merece una mención particular. Era un hombre maduro, de más de cuarenta años, un gigante en medio de todos aquellos niños. Gozaba, reía más que todos igualmente, según creo. Tenía la cabeza descubierta, con espesa cabellera hirsuta que la hacía enorme, descomunal; su rostro ya muy arrugado, de un color amarillento, mostraba apenas dos ojillos brillantes entre párpados carnosos y embotados, una nariz arremangada, una boca que se abría hasta sus grandes orejas caídas adelante como las de un perro. Vestía como los mestizos mejor acomodados. Llevaba en su mano, con más orgullo y satisfacción que un rey su cetro, un gran bastón, que tenía por puño una calabaza casi tan grande como su cabeza. Era, en fin, Paulito, el sordo-mudo Paulito, uno de los criados, el perro más fiel, más noble e inteligente del gobernador Antezana, de quien -como verán a su tiempo mis jóvenes lectores-, han hecho muy mal de olvidarse los que hasta aquí han escrito la historia de mi país.

Los oficiales formaban rueda a su jefe cuando yo llegué. Recuerdo haber visto entre ellos a muchos valientes que ilustraron después sus nombres en la guerra de los quince años, luchando como héroes o muriendo como mártires. No sé cuantos sobrevivirán aún como yo, para dar testimonio de estas cosas.22

  —222→  

El Mariscal don Luis Cros, el dignísimo general de aquellas lucidísimas tropas, vestía gran uniforme militar de trapos de colores chillones y relumbrantes oropeles. Su sombrero era una obra maestra de cartón dorado, lentejuelas y plumas de gallina. Tenía botas de montar que le llegaban hasta las entrepiernas, y estaban diciendo a gritos que se las ponía el Gringo para hacer sus viajes a Santa Cruz. Cabalgaba real y verdaderamente un pollino blanco muy escuálido, en apero argentino, con freno y riendas enchapados de plata y mucho más todavía de oro peles. Un sable descomunal, enmohecido, a pesar del ímprobo trabajo con que él lo frotara, se le caía por momentos de la mano. Su aire imponente, sus menores gestos y palabras recordaban al vencedor de Huaqui y de Amiraya. No he vuelto a ver en mi vida un general más apuesto y gallardo, ¡y eso que he visto, lectores míos, a los matones   —223→   vestidos de mariscales de Francia, que se han levantado con el santo y la limosna en la limosna en la República! Llevaba, en fin, a la grupa a su ayudante el capitán don Agustín, a quien yo buscaba y encontré de aquel modo trasportado de alegría.

-¡Ahí está, ahí viene el desertor! -gritó el ayudante apenas pudieron distinguirme sus ojos.

-¡Que lo prendan! -gritó el general-. Consejo de guerra aquí mismo, y cuatro tiros por las espaldas.

Toda la banda infantil se arrojó entonces sobre mí. No sé cómo no quedé más sordo que Paulito, con la espantosa gritería, los silbidos y el ruido de los herques y zampoñas; no comprendo cómo pudieron quedarme jirones de ropa sobre el cuerpo, con tantas manos que me llevaban de un lado a otro, de todo lo que podían asir de mis vestidos. De nada servía la humildad conque yo quería entregarme como un cordero; más funesta debía ser probablemente la resistencia que iba a hacer en mi cólera. Pero el magnánimo general se adelantó felizmente en su pollino, para extenderme su mano protectora.

-Está bien -dijo-; suéltenlo ¡cuerno del diablo! Yo lo tendré muy seguro a mi lado... necesito un ayudante más... no me bastan estos ocho para transmitir tantas órdenes. ¡Vamos! -añadió con voz de mando-, ¡en columna! ¡silencio! voy a ordenar que quinten una compañía para escarmiento!

-¡Bien! ¡viva el general! ¡viva el gobernador del Gran Paititi! -gritaron aquellos trasgos, y volvieron a sus filas.

Estaba libre; respiré; quise enojarme y huir; pero   —224→   me reí, y ocupé al cabo mi puesto, al lado de nuestro general.

-No seas tonto... ¡esto es lindo! -me decía Agustín entusiasmado, gozosísimo en la grupa del pollino.

Restablecido el orden a duras penas, el general y su ayudante predilecto talonearon a cual más y mejor su corcel de batalla, para ponerse en lugar conveniente, sobre un montón de escombros de una tapia caída, desde donde el incomparable caudillo, tan bizarro soldado, como elocuente orador, proclamó a las tropas, en términos tales que nunca, jamás me atreveré a desvirtuar con mi humilde prosa; pero recuerdo palabra por palabra la conclusión, y aquí la pongo como un modelo, para instrucción provechosa de los presentes y futuros capitanes que quieran hacer sus entradas triunfales tan dignamente.

-¡Soldados! ¿veis mi casaca, mis botas, mi sombrero! ¡La luna ha salido por sólo admirarlos; pero temo que se oculte de vergüenza! ¡Detente, pobrecita! ¡Adelante, soldados! ¡viva el gobernador del Gran Paititi!

-¡Viva! ¡vivaaa! ¡vivaaaaa!...

Comenzó el desfile; pero la retaguardia se arremolinaba de un modo espantoso, al rededor de un punto sobre el que hacía llover puñados de tierra, en medio de silbidos.

-¿Qué es eso? -preguntó encolerizado el general, y dispuso que yo fuese a restablecer el orden, con omnímodas facultades.

Nadie quería responder a mis preguntas, ni menos permitirme que pasara el centro, para ver con mis propios ojos lo que era aquello. Repartí mandobles a diestro y siniestro con un bastón de chonta, la espada sin igual de   —225→   uno de mis compañeros ayudantes, y conseguí al fin llegar al punto que deseaba. Un hombre, un gigante de barbas se revolcaba en el suelo y hacía esfuerzos desesperados para impedir que diez o doce muchachos le sacasen los calzones. Me enfurecí, grité, seguí repartiendo mandobles; pero una sola palabra desarmó toda mi cólera.

-¡Es el Maleso! ¡es el pallaco!

-¡Vaya! -contesté riendo-, está muy bueno.

Y el hombre fue despojado de sus calzones, y le amarraron éstos al cuello como una corbata, y lo llevaron así a la cabeza de la columna, y lo obligaron a caminar en ella, afrentado públicamente.

Pero, como mis lectores creerán ya que aquellos muchachos hacían una cosa indigna y que yo era el más perverso de todos para consentirla, voy a decirles quién era aquel hombre barbudo y por qué merecía tamaña afrenta.

El Maleso era el hombre más degradado por la embriaguez y el vicio de la coca, mendigo, ratero, tal vez mucho más criminal todavía, porque oí de él cuanto de bestial puede atribuirse a una criatura humana... Cuando el vencedor de Amiraya arrojaba dinero de sus balcones, con la magnanimidad que tanto hemos oído ensalzar al Padre Arredondo, aquel infeliz había ido el primero a recoger con gritos de júbilo las monedas que caían sobre el empedrado, siguiéndole otros de su laya, que desde entonces merecieron el nombre infamante de pallacos.

Los niños de Cochabamba -ya he dicho que en nuestra banda estaban sin distinción los hijos de familias las más acomodadas y los de las más pobres-, ejercían, pues, en aquel momento, una especie de justicia popular   —226→   con aquel miserable que se había atrevido a acercarse a lugar de sus juegos. ¡Hacían bien! ¡hoy mismo, viejo, muy viejo como soy, los aplaudiría! ¡Lástima y muy grande es por el contrario, que mi pueblo valeroso no haya arrancado después los calzones a los viles logreros de la política, a los capituleros y otros bichos que deshonran la democracia!23

El desfile continuó sin novedad. Iba primero el general con su ayudante a la grupa; seguíamos los otros nueve ayudantes; a nosotros, Paulito y el Maleso, la banda de infantería y el batallón de esta arma; luego la caballería, y por último los artilleros. Apenas entramos en la calle, los oficiales fueron arrojando en el aire los petardos de que tenían llenos los bolsillos; en la primera esquina, y después en todas las restantes, hicimos un descanso para dar salvas de artillería; ni un momento dejábamos de gritar y silbar de un modo que toda la ciudad debía alarmarse necesariamente. Los vecinos, asustados al principio, cerraban sus puertas con estrépito; pero sacaban en seguida la cabeza por una ventana o un postiguillo; veían lo que era, y salía en tropel a divertirse y aplaudirnos.

-Son los muchachos -decían-; ahí va el Luisito. ¡Que se entretengan! ¡que aprendan a ser soldados! ¡viva la patria!

Los aplausos subían de punto cuando veían al miserable Maleso al lado de nuestro tambor mayor.

  —227→  

-¡Hola! -decían-; ahí llevan al Malesosin calzones... ¡qué bueno! ¡qué lindo! No hay como estos condenados para discurrir semejantes cosas. ¡Ja, ja, ja, ja!...

Nuestra banda se hacía más numerosa a cada paso. Ningún muchacho quería quedarse atrás de nosotros; ningún ocioso, hombre o mujer, de cualquiera condición, resistía al deseo de seguirnos para ver en qué pararía aquello. Jamás se oyó más bulla, ni se rió mejor que entonces en la ciudad de Oropesa.

Cuando el general llegó a la esquina del Barrio Fuerte, sus tropas y la multitud de curiosos le formaban cola de más de tres cuadras. Tomó él a la izquierda, y nos dio a los ayudantes la orden de que se formara el ejército en batalla, ocupando toda aquella acera de la plaza, con frente al cabildo; lo que se consiguió no sé cómo, en medio de la algazara más infernal.

-¡Fuego! -gritó entonces, con aquella su voz aguda y vibrante que le hubiera envidiado Neptuno para dominar los rugidos de la tempestad y los bramidos de las olas tumultuosas.

Y comenzó un fuego graneado interminable, de los fusiles de caña, de los cañones y petardos, que me pareció tanto como el de Amiraya.

-¡Viva la patria! -gritábamos los muchachos.

-¡Viva la patria! -contestaban los curiosos.

No sé cómo cuatro de los primeros comisionados que encontré al llegar a la plazoleta, habían logrado penetrar en la torre de la Matriz y subir hasta las campanas, que repicaban casi como cuando llegó la noticia de Aroma.

Entre tanto la junta provincial y el cabildo se habían   —228→   reunido para deliberar sobre las medidas convenientes, y habían mandado a los cuarteles la orden de ponerse sobre las armas. Pero sucedió con ellos lo mismo que con todo el vecindario. Una vez informados de lo que realmente pasaba, festejaron la ocurrencia de los muchachos y rieron de buena gana de su pasada alarma.

Convinieron, por último, en que aquello era chistoso, pero muy pesado; y en tal virtud resolvieron que el mismo gobernador y los vocales Arriaga, Vidal y Cabrera, con más el padre de nuestro jefe, saliesen a caballo, para reducir al silencio a esa turba de trasgos, incontenible por otros medios.

No bien los vimos a la luz de la luna, que felizmente no se había avergonzado del brillo del uniforme de Luis, gritamos con más ganas:

-¡Viva la patria! ¡viva don Mariano Antezana!

-Muy bien, hijos míos -respondió este venerable caballero, a quien considero ahora mismo el primer ciudadano de Cochabamba-; ¡que viva! ¡sí, que viva siempre nuestra patria! Pero estas cosas no deben hacerse de noche, quitando el sueño a los vecinos, matando tal vez de susto a los pobres enfermos.

-¡Sí, sí! ¡que viva el gobernador! -le contestamos a nuestra vez, y comenzamos a dispersarnos dócilmente.

-¡Ay, Juanito! -me dijo nuestro general con acento lacrimoso, porque vio que su padre se acercaba-; ¡ésta sí, que va a dejarme en cama por dos meses!

Pero al revés de lo que temía, o fingía temer por bellaco, se acercó el Gringo enajenado de placer; lo tomó en sus brazos para apearlo del pollino, y le dio un beso tan fuerte   —229→   que me pareció un tiro descebado de alguno de nuestros cañoncitos.

-¡Bravo! ¡oh mon Dieu! ¡éste es mi hijo! -exclamó después con orgullo.

¡Cuán distinto fue el recibimiento que hizo doña Teresa al capitán don Agustín! Se exaltó a tal punto contra su hijo, que lo arañó y arrastró en seguida de los cabellos, e iba a hacer lo mismo conmigo, cuando el noble niño se abalanzó de ella, y Carmencita trémula y blanca como un papel se le colgó del cuello sollozando. Yo no sé, no quiero acordarme de lo que sentí en ese momento y de la resolución que habría tomado, si aquella furia hubiese desgarrado mi piel con sus uñas.

A las doce en punto del día siguiente, llamado el vecindario a son de campana, el escribano don Ángel Francisco Astete, seguido del mejor batallón de milicianos, publicó este bando de buen gobierno, que merece llegar a noticia de ésta y las generaciones venideras:

«La Junta Gubernativa de esta provincia, por la Excelentísima de la capital de Buenos Aires, a nombre del rey don Fernando Séptimo, que Dios guarde.

  —230→  

»Habiendo notado este gobierno que los muchachos del pueblo hacen grande bulla por las noches con tambores y traquidos de cañoncitos; de lo que resultan los inconvenientes de sorprender y molestar a los incautos y enfermos»... «ordena y manda a todos los jueces y ministros subalternos no permitan a los expresados muchachos los juegos de guerra, quedando advertidos sus padres para que también los sujeten, sin que por esto se entienda que se les priva de la diversión por parte de día y moderadamente...

»Cochabamba y marzo 24 de 1812.

»Doctor Francisco Vidal - Manuel Vélez - Doctor José Manuel Salinas

«Nota: Se publicó en los sitios acostumbrados y con la solemnidad debida. Fechaut supra.

»Astete




ArribaAbajoCapítulo XVII

Comparezco ante el tremendo tribunal del padre Arredondo y soy declarado hereje filosofante


¡Benditos meses de marzo y abril! ¡de cuánta gala sabéis revestir vosotros la hermosa tierra en que he nacido! Si los demás meses del año se os pareciesen, si a lo menos los de setiembre y octubre no fueran tan mezquinos de lluvias y quisieran estimularse con el ejemplo del generoso febrero, para impedir que el sol sediento se beba toda el agua del Rocha y de las lagunas, yo sostendría con   —231→   muy buenas razones que Eva cogió el fruto prohibido en Calacala, aunque me trajesen juramentado al Inca Garcilaso de la Vega, para que declarase a mi presencia que los españoles hicieron venir de la Península el primer árbol de manzanas; porque el Génesis no dice que fue aquel fruto precisamente una manzana, y pudo ser una chirimoya, una vaina de pacay o cualquier otro de los deliciosos frutos de nuestros bellísimos árboles indígenas.

¡Cuán bellos fuisteis para mí, otra vez benditos meses, en el tremendo año de 1812, a pesar de Goyeneche y de doña Teresa!

Y es el caso, curiosos lectores, que nadie hacía ninguno en Cochabamba de las bravatas y espumarajos de rabia del pacificador del Alto Perú, que iba a volver como el jabalí herido; ni lo hacía, tampoco, del botadola noble señora, quien no preguntaba jamás si aquél salía o no a la calle, si comía o no en la casa, si seguía o no perdiendo su tiempo con los libros del cuarto del duende. Por lo cual comencé yo a olvidarme de mis mejores resoluciones y a darme al rocheo, una cosa así como «hacer novillos», o lo que se quiera llamar en otros términos más usuales en otras partes, con tal de que se entienda que me entregué a la vagancia, al robo de frutas maduras e incitantes en los huertos y jardines de las orillas del Rocha, de donde se deriva aquella palabra muy corriente en mi país, advirtiendo, además, que la vagancia y el robo de esta especie eran habituales de todos los muchachos de mi tiempo, a tal punto que era mirado como un animal muy raro, como un monstruo abominable el labrador o hacendado que trataba de impedirlos y azuzaba sus perros contra los pobres carachupas,   —232→   pilluelos en castellano y gamins en buen gabacho.

Luis -¿qué necesidad tengo de decirlo?-, era mi inseparable compañero. Dionisio nos seguía con frecuencia; pero era más formal, le gustaba el trabajo y no quería desamparar los fuelles de la herrería. Cuando se trataba de escalar una tapia y no faltaban hendrijas donde asentar los pies, subía yo el primero al asalto; si la tapia era muy lisa y elevada Dionisio me ofrecía sus hombros, y si esto no bastaba, Luis subía en seguida sobre los míos; cuando ladraba adentro algún perro, Dionisio quería subir de cualquier modo antes que nosotros, para arrostrar el peligro de ser mordido por el perro, o de recibir el hondazo del dueño puesto en guarda por los ladridos.

-Esto es atroz, no puede ser de ningún modo -decía en este último caso «el gobernador del Gran Paititi»-; mira a éste que parece una mosca muerta, calladito como un santo de estuco, y que es más valiente que nosotros y ya se ha hecho traspasar el pecho por una peladilla. No, mil veces no, ¡cuerno del demonio!, yo no consentiré que en otra se vaya sin mí a verle la cara a mi amigo el gobernador del Cuzco, caballero del hábito de Santiago, etcétera y etcétera.

Interpelaba en seguida directamente a Dionisio y lo ponía en bárbaros aprietos.

-Dime, tú te moriste ¿no es verdad? ¡Bueno!, yo quiero que me cuentes ahora lo que has visto en el otro mundo. ¿Qué dicen por allí de los chapetones? ¡Habla! ¡respóndeme, animal!

Y el pobre Dionisio, que lo quería más que a sí mismo, se reía silenciosamente como Alejo, y salía al fin del   —233→   apuro, proponiendo con timidez alguna nueva travesura.

No vaya a creerse que nosotros no buscábamos en nuestros paseos más que la satisfacción del paladar y del estómago. Teníamos también gustos de sibaritas y de poetas. Los perfumes de que estaba impregnado el aire tibio y húmedo nos embriagaban; la contemplación de las flores y el trino de las aves nos embelesaban; nos gozábamos admirando las bellezas de esa madre tierra a la que tanto amábamos desde entonces.

Un día despojamos de sus frescas y fragantes flores un largo cerco de la hacienda del Rosal; hicimos con ellas un mullido lecho debajo de un grupo de hermosas jarcas; nos revolcamos en él, dando gritos de alegría; nos arrojamos los unos a los otros puñados de hojas; nos enterramos en ellas, y Luis nos dijo estas palabras que nunca he podido olvidar:

-¡Qué lindo sería dormirse así para siempre!

Otro día caminamos una legua para admirar el gran ceibo horadado del Linde. Medimos con un largo cordel el grueso de su tronco y vimos que era de cerca de nueve varas; entramos en el hueco, donde pueden caber más de doce personas; lo limpiamos y lo alfombramos de flores campestres; ensanchamos en óvalo perfecto una grieta elevada, por donde penetraba un rayo del sol, e hice yo un descubrimiento que al punto disipó mi alegría.

-¿Qué tienes? -me preguntaron mis amigos.

-Nada -les contesté, pero mis ojos no pudieron apartarse de las dos letras misteriosas C. y A. que estaban allí grabadas hondamente en la madera, al lado de la misma ventanilla.

  —234→  

Recuerdo, en fin, que otro día trasportamos de la orilla del Rocha hasta el centro de la plaza de San Sebastián una hermosa jarca de tres varas de alto, y la plantamos allí, prometiéndonos regarla todos los días.

-Esto ha de ser muy lindo -decía Luis-; cuando este arbolito crezca y dé su sombra como los de Calacala, yo he de venir con mi uniforme... mi verdadero uniforme de brigadier, porque yo he de ser general sin remedio, y me he de sentar entre dos de sus ramas para ver los toros con que hemos de festejar a la patria.

Cansados, cubiertos de sudor, íbamos a bañarnos al calicanto de Carrillo. Nos desnudábamos desde lejos y llegábamos a caer de un salto al fondo de la profunda poza; subíamos como ligeros corchos a la superficie; nadábamos avolapié, engañando a más de un incauto, que sin saber nadar se arrojaba y hundía como un plomo, hasta que lo sacábamos medio ahogado; salíamos cien veces a tendernos sobre la fina arena; nos revolcábamos como caimanes; volvíamos a saltar cien veces en el agua... ¡Oh! ¡qué lindo! ¡Un baño así, un baño en mi río, con mis amigos de la infancia, y yo creo que la sangre volverá a arder en mis venas, como si me bebiera toda la fuente maravillosa de Juvencio! Pero... ¿volveré alguna vez a mi país? ¿a dónde están ¡Dios mío! mis amigos?...

Por las tardes -cuando no teníamos alguna parada, revista o academia militar en las Cuadras-, me iba a visitar a la abuela y a Clarita. Hablábamos de tantas y tan buenas cosas, que yo daría toda mi ciencia de hoy, por volver a oír una sola de ellas de los labios de la anciana ciega. Yo creo que ésta lo veía todo más claro con los   —235→   ojos de la experiencia y la luz -permítaseme decirlo-, de su grande corazón. Quiero recordar aquí -aunque os parezca una simpleza, una majadería de mi chochez-, que ella me refirió varias veces los ejemplos de la beata Quintañona y de don Ego. Reprendiendo mis travesuras y mi anhelo de hacer a Dionisio tan holgazán como yo, acostumbraba desde entonces concluir sus pláticas con estas palabras:

-Bueno, esas cosas pasarán cuando tengas más edad y juicio, hijo mío. Lo que importa es que no seas hipócrita, egoísta o cobarde. Mira: la Quintañona que acostumbraba poner un grano de mostaza en su cofre después de cada uno de sus rezos, y que rezó tanto y tanto en más de cien años, se encontró a la hora de su muerte, cuando creía lleno todo el cofre, con que no había en él más que un granito muy arrugado, que ella había puesto después de dar un mendrugo a un pobre niño y que fue el único con que pudo salvarla el ángel de su guarda; y el pobre don Ego, que se amó tanto a sí mismo y no quiso ni auxiliar a nadie, ni pelear contra los moros, se vio convertido en tronco, en medio de un campo desierto; sintió que su corazón se le salía horadándole el pecho con uñas afiladas, y vio que sólo había tenido un sapo negro y pustuloso en su seno.

Clara, la pobre Palomita, oía estas cosas en silencio; se ausentaba por un momento a la cocina, donde la sentía yo trajinar, canturriando sus harahuis, y volvía con algún plato sencillo y apetitoso preparado para mí: unas papas cocidas o asadas al rescoldo, con ají o soltero, una huminta en su chala, algo de eso tan humilde y tan bueno con que la gente de mi pueblo hospitalario agasajaba por costumbre   —236→   a las visitas y hasta al desconocido pasajero que se acercaba a tomar sombra a la puerta de las cabañas.

¡Oh benditos meses de marzo y abril de 1812!

Pero ¡qué pronto pasaron! ¡con qué furor volvió sobre mi pueblo el hombre de las tres caras! ¡cómo tuve yo mismo que comparecer ante el tremendo tribunal del Reverendo Padre Robustiano Arredondo, para ser declarado hereje filosofante y sufrir el castigo ejemplar de mi extravío!

La vanidad, el deseo de distinguirme sobre mi enemigo Clemente y arrebatarle sus lauros, me condujeron a ese último y doloroso extremo.

Una noche en que la noble señora doña Teresa se había sentido aliviada del flato y de la jaqueca y platicaba sabrosamente en quichua con doña Martina y su digna comadre doña Gregoria Cuzcurrita, la esposa del docto licenciado, a portón cerrado, en el oratorio, con sus respectivas jícaras de chocolate y mientras que Serafincito se atiborraba de dulces y bizcochos, los niños habían querido por su parte prolongar la sobremesa después de cenar, y oían un cuento de duendes y aparecidos, que refería el zambo Clemente, cuando yo llegué por mal de mis pecados al comedor.

-Ven aquí, vagabundo, callejero -me dijo Carmencita-; estoy enojada contigo... no me hables, no me mires.

-Siéntese el señor comandante -agregó el capitán don Agustín-; esto sí que es más lindo que la comedia de «El valiente justiciero».

-Vaya -contesté yo desdeñosamente-; ¿quién sabe nada de cuentos si no ha oído el de la Quintañona?

  —237→  

-¿La Quintañona? -preguntó Carmencita.

-Sí -repuse yo con aire de importancia-. Siento estar un poco constipado; pero lo contaré otra vez.

Pero una vez excitada la curiosidad de los niños era imposible reducirlos a esperar ni una hora, ni un minuto; lo que yo sabía muy bien; y aunque tenía más ganas de contar mi cuento que ellos mismos de escucharlo, me hice rogar y hasta exigí un beso de Carmencita para comenzarlo.

Mil veces me interrumpieron con gritos de admiración, y otras tantas me fingí, más ronco y fatigado, para que siguiesen rogándome, hasta que concluí el cuento en medio de una salva general de aplausos, tanto de los niños como de las criadas; pero concitándome más que nunca el odio del narrador destronado; y cuando me retiré a mi cuarto, creía yo mismo que pondría con el tiempo en gran peligro la fama del renombrado Padre Jaén, cuyo libro andaba por entonces de mano en mano.

Al día siguiente el zambo me llamó a la sala de recibo a nombre de la señora, y me estremecí como si me hubiera dicho que me esperaba el mariscal Goyeneche y fuera yo el Gringo sospechado de haber escrito el papel de los derechos del hombre.

La señora estaba sentada en una banca con su denario en las manos y mirando al cielo raso, como si la estrella roja y amarilla, pintada en el centro, atrayese completamente su atención. Me tranquilicé un poco; pero vi al momento en la puerta del oratorio; llenándola toda ella con su hábito blanco, al Padre Arredondo armado de una disciplina y levantando en alto un crucifijo, severo, imponente, irresistible, como debió aparecerse Torquemada ante los   —238→   reyes católicos para exigirles la erección del Santo Oficio, y un sudor frío inundó todo mi cuerpo y sentí que me flaqueaban las piernas.

  —239→  

-¡Acércate, impío! -bufó el Padre-. ¡De rodillas! -continuó, cuando estuve a dos pasos de él-. Oye y responde como cristiano, si lo eres -añadió cuando me hube postrado a sus pies-. ¿Por qué has dicho que eran vanos los rezos de la Quintañona? ¿No sabes que «oportet semper orare? ¿que Majestatem tuam laudant Angeli, adorant dominationes? ¿que prima via veritatis est humilitas; secunda, humilitas; tertia, humilitas

A cada una de estas preguntas seguía un disciplinazo y el respectivo grito de dolor de mi pobre humanidad vapulada.

-Señor... Reverendo Padre... yo no... yo nada... -comencé a decir; pero como si hubiera salido de mis propios labios alguna atroz confesión de impiedad, cayó sobre mi pobre cuerpo un diluvio de disciplinazos, que tuve que sufrir retorciéndome y gritando, a pesar de que ya me consideraba más que niño; porque el respeto que entonces inspiraba el hábito religioso no me hizo concebir siquiera la idea de defenderme de la tremenda disciplina, ni correrme de los pies del enfurecido Comendador de la Merced.

-¡Ahí está, lo que yo decía, Reverendo Padre!   —240→   -clamaba entre tanto doña Teresa-; ¡es el mismísimo Enemigo!

El Padre no dejaba de zurrarme y, enfureciéndose por grados, me pisoteó con sus patas de elefante, hasta que me vio extendido en el suelo sin conocimiento, y hasta que se sintió él mismo tan cansado que había sido preciso suministrarle un gran vaso del Católico.

Volví en mí en los brazos de la mulata, que se había sentado en el suelo para ponerme sobre sus rodillas y me rociaba la cara con agua, sin poder contener sus lágrimas. La señora seguía gritando que yo era el Enemigo. El Padre se enjugaba el sudor con un paño y tenía ahora bajo el brazo un infolio forrado en pergamino.

-Ha de estar encerrado en su cuarto hasta que aprenda de memoria, sin un punto, el Flos Sanctorum o hasta que se muera de viejo -decía-. Que saquen todos los libros con que se entretiene y alimenta su soberbia. No sería extraño que hubiera entre ellos alguno de los que trajeron los Quirogas no sé cómo de la ciudad de los Reyes... de eso que dicen Enciclopedia de Diderot o Astarot, que es lo mismo. Yo los veré cuando tenga tiempo; pero si no vuelvo pronto, mándelos quemar en montón vuestra merced, mi noble señora doña Teresa.

-Sobre todo -chilló ésta-; que no me contamine a mis hijos. Una sola naranja averiada basta para...

-¡Oh! ciertamente -repuso el Padre-; el escandaloso debería ponerse al cuello una piedra de molino para arrojarse a los abismos de la mar. ¿Ha hecho vuestra merced que avisen lo ocurrido a Fray Justo?

-Pensé en ello, Reverendo Padre; pero no es posible...   —241→   está ausente... se fue a ver al otro, según dicen. ¡Ay, Dios mío! cuántas cruces pesadas debo cargar yo por mis pecados!

-¡Pobre señora!

-Creo además que Fray Justo se hubiese reído de ese cuento impío y nos hubiera asegurado que no tenía nada de malo, como todo lo que daña y ofende al rey nuestro señor y a la santa religión.

-Sí... ¡qué torpe soy!; se me olvidaba... Con perdón de vuestra merced, yo creo, mi noble señora, que es leña muy seca para la hoguera el desgraciado e indigno discípulo del gran doctor de la Iglesia.

-¡Hágase lo que Dios nuestro Señor se sirva disponer, Reverendo Padre!

-¡Ea! -dijo en seguida el Comendador, ayudándome a levantarme de una oreja-; toma entre tus manos impías este precioso tesoro y vete a tu cuarto, infeliz oveja descarriada. ¡Ojalá hubiera conseguido yo sacarte amorosamente de entre las zarzas!

Y yo tomé el infolio entre mis manos impías y me alejé llorando, sin saber qué horrible pecado había cometido, ni por qué era un hereje o el Enemigo. Ahora mismo, leyendo y releyendo el libro más ortodoxo que teníamos entonces, y que yo conservo como último vestigio de la biblioteca del cuarto del duende, cual es el de los «desengaños místicos», por el R. P. Fr. Antonio Arbiol, no creo que mi cuento de la Quintañona tuviera nada de censurable. Por el contrario, veo que el buen Padre Arbiol dice terminantemente: «en orden del número de oraciones y devociones vocales es justo prevenir, que quien trata de su aprovechamiento   —242→   espiritual, nunca rece muchas sucesivamente de una vez, porque regularmente seca el celebro, y fatiga el ánimo el mucho rezar. Y el mismo Cristo nos previno, que cuando oremos vocalmente, no hablemos mucho, y entonces nos enseñó la oración brevísima y celestial del Padre nuestro

Mi castigo se me hacía más insoportable con la idea de que no llegaría ni a saberlo siquiera mi querido maestro, que, según doña Teresa, estaba ausente de la ciudad. ¿Quién será ese otropor el que se aleja de mí? ¿volverá pronto? ¿lo habré perdido también, Dios mío? -me preguntaba, derramando abundantes lágrimas sobre el Flos Sanctorum. Abrí maquinalmente el libro y leí con indecible emoción estas palabras manuscritas en la primera página: «bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.» ¡Era la más tierna promesa de Jesús! ¡estaba escrita de letra de mi madre! ¡no podía yo desconocer esos redondos y menudos caracteres con que ella corregía mis planas de escritura! Aquel libro había estado en sus manos... ¿en qué ocasión? ¿en medio de qué inmenso dolor que la hacía refugiarse en el recuerdo de aquella divina promesa, que sólo debía cumplirse para ella en el cielo?...

No recuerdo cuántos días duró mi nuevo cautiverio. Me privaron de todos los libros que había ido yo salvando de las devastaciones de Paula y hasta de mi inocente Don Quijote, que debió arder junto con los otros en un auto de fe más desapiadado que el que hicieron el cura y el barbero, auxiliados por la sobrina y el ama del Ingenioso Hidalgo.

En concepto del Padre y de doña Teresa todo libro que   —243→   no fuera de devociones o de vidas de santos debía ser necesariamente herético. Herrera, Garcilaso, Las Casas, Moreto, Calderón, Cervantes hablaban sin duda muy mal de la Quintañona, y ridiculizaban en la respetable persona de ésta a todas las almas piadosas, que no podían ser otras que las que rezaban día y noche el rosario, el trisagio y la corona. No era posible que el Comendador ni la señora se figurasen que la abuela era la única responsable de lo que llamaban mi lamentable extravío, ni sabía siquiera doña Teresa mis visitas a la anciana ciega, y creo que, si las supiera, se habría irritado mucho más todavía contra mí. No tuve más recurso que leer y releer el Flos Sanctorum; pero mi imaginación estaba fuertemente preocupada con cosas muy distintas. No sé por qué oía a todas horas los acordes del violín de la casa vieja; todas las letras se me figuraban volverse aquellas solas dos tan misteriosas del cuadro de la Virgen, del anillo y del tronco del gigantesco ceibo; soñaba con batallas; corría en mi jaco por la llanura pedregosa de Sipesipe; veía por todas partes cañones de estaño y granadas de bronce; iba dominándome por grados la idea de huir, de ser soldado.

Carmencita y Agustín venían a hurtadillas a mi puerta y me hablaban por las rendijas, consolándome cada cual a su manera.

-Te quiero mucho; aprende pronto el libro... no seas tan porro -me decía la primera.

-Te vamos a hacer coronel... dicen que Arze se lo ha comido a Goyeneche -agregaba el segundo.

Luis no tardó, por su parte, en colarse en mi cuarto por la ventana.

  —244→  

-¡Viva la patria! ¡mueran los tablas!24 -exclamó apenas tocaron sus pies en suelo-. ¿Qué ha sucedido? ¿por qué no sales? ¿te han encerrado? ¿quieres escaparte? -me dijo después, multiplicando sus preguntas, sin detenerse a oír ninguna contestación, según su costumbre.

Yo le referí al fin, tapándole la boca con una mano, todo lo que me había pasado.

-¡Cuerno del diablo! ¡eso no pasa! -gritó entonces de un modo que tuve que volver a taparle la boca para que no le oyesen los criados-. ¡No, señor! -continuó diciendo muy enojado, sin querer cambiar de tono-: está bien que mi padre me desuelle a mí a azotes, aunque en realidad no lo ha hecho y yo te he mentido como un bellaco, como un verdadero bellaco, tal como tú me llamas con muchísima razón. Pero ¿quién es para azotarte el Padre Arredondo... ese odre con patas, hijo mío? ¿Y por qué lo has sufrido, alma de lana? ¡No, señor, nones y nones! Ya somos grandes... el mundo es ancho... dicen que viene Goyeneche, y creo que don Estevan no hará nada de provecho sin nosotros.

-Sea como quieras -le contesté-; seremos soldados... iremos a darle nuestros consejos a don Estevan; pero cállate y esperemos el momento oportuno para escaparnos.

  —245→  

Siguió viniendo por las noches. Me refería a su manera todo lo que había visto y oído, huroneando sin descanso por toda la ciudad, en el cabildo, en la junta, en la prefectura; porque él se deslizaba a todas partes como una anguila.

-Don Estevan -me decía-, tiene un ejército tan grande, que cuando se forma en batalla ocupa desde Tarata hasta la Angostura, cuatro leguas ni más ni menos. Don Mateo Zenteno ha extendido su gente sobre toda la cordillera desde Tapacarí hasta Quirquiave. Un general Pueyrredon viene de Abajo con cien mil hombres de caballería... los caballos son como una iglesia y los jinetes como una torre... las lanzas deben pasar no sé con cuántas varas la cruz de la Matriz!

Una noche llegó más contento que nunca.

-Hay seiscientos cañones y dos mil granadas -me dijo-. Pero eso es nada... ¡mira!

Y puso ante mis ojos una bola de vidrio más grande que una naranja, y añadió, animándose por grados:

-¡Esto, sí... ¡oh! esto es lo bueno! «Mis granadas» pueden apenas matar cincuenta chapetones.

-¿Y esto?...

-¡Vaya! ¡qué tonto eres! Esto es vidrio... se hace en el Paredón... creo que yo mismo me lo imaginé y me han robado mi idea. Esto revienta en mil pedazos... cada astillita, así, como esta puntita de mi uña, penetra hasta los huesos de un chapetón, y... brum! ¡ya no hay ejército de Goyeneche!

¡Oh! ¡no puedo, no debo olvidar nunca estas niñerías! Soy ya muy viejo, tengo que referiros mil cosas más graves,   —246→   los grandes sacrificios, las eternas glorias de nuestra América; pero me he detenido a recordar con emoción estas pequeñas, insignificantes cosas de mi oscura vida en los meses de marzo y abril del memorabilísimo año de 1812.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Tirón de atrás. -Quirquiave y el Quehuiñal


Goyeneche volvía entre tanto ciego de furor y sediento de venganza contra la indomable Oropesa.

Cuando después de Amiraya siguió su marcha triunfal a Buenos Aires, creía que las hordas de Pamacagua y Choquehuanca, y las fuerzas regulares destacadas de su ejército al mando de Lombera, extinguirían fácilmente el incendio que volvía a alumbrarse a sus espaldas en la provincia de La Paz; y no se figuraba que Cochabamba se arrojase de nuevo a la lucha, completamente inerme como la dejaba.

Seguro de su retaguardia, iba recibiendo en su camino a la antigua Charcas y a la Villa Imperial de Potosí, la sumisión de los pueblos indefensos, las aclamaciones de los pocos partidarios del régimen colonial y el incienso quemado para él en los altares del miedo, por las almas débiles que, después de haber saludado con alborozo a la naciente patria, creían ahogada a ésta en la sangre de los mártires del 16 de julio y en la muy copiosa de Huaqui y de Amiraya.

Los patriotas que aún tenían aliento y esperanza, huían   —247→   delante de él, para rehacerse más allá de las fronteras argentinas. De todo el ejército auxiliar, cuyos jefes Castelli y Balcarce habían caído en desgracia y eran llamados por la Junta de Buenos Aires a dar cuenta de su conducta, sólo quedaban dos puñados de valientes, de los que el primero conducía con Pueyrredon por caminos extraviados los caudales de la casa de Moneda de Potosí, con los que debía formarse el glorioso ejército de Belgrano, y el segundo, salvado aún de la derrota de Amiraya, seguía al emprendedor y animoso Díaz Vélez, para ser muy luego el núcleo de la vanguardia de aquel ejército.

El mal americano, el indigno compatriota de Melgar, podía considerarse dueño de los destinos del Alto Perú en aquel momento y prometerse la muy próxima realización de los sueños en que se mecía su alma pérfida y vulgar. ¡Sería el Gran Pacificador del Virreinato de Buenos Aires! ¡llegaría en triunfo desde las montañas del Cuzco hasta la desembocadura del Plata! ¡la victoria arrastraría su carro por más de seiscientas leguas al través de las cordilleras, los páramos, los valles y las pampas de la América del sud! Árbitro entonces de tantas provincias, elegiría entre Fernando VII, José Bonaparte y Carlota, el amo que mejor le conviniese, para verse colmado de honores, dobladas sus cuantiosas riquezas, Grande de España o de Portugal, con derecho de presentarse ensombrerado ante la augusta persona del monarca. Nada le importaba el clamor de sus hermanos, de esos inquietos criollos, de esos despreciables mestizos, de esos embrutecidos indios entre los que había nacido. No pensaba que iba tras él, contando sus víctimas, revolviendo los escombros y las cenizas que   —248→   dejaba, la severa e indignada Historia, la única que distribuye eterna recompensa o eterno castigo a los hombres, y que le llamaría a él en todos los siglos venideros, por mil lenguas, inclusa la del pobre niño encerrado entonces, a pan y agua, por el obeso Padre Arredondo, ruin y miserable serpiente alimentada en el seno de la gran patria americana.

Pero el grito de mi noble y valerosa Oropesa no tardó en disipar todos sus sueños y mostrarle la tremenda realidad. ¡El fuego de Murillo era inextinguible! ¡las frías cenizas arderían siempre como un reguero de pólvora, tan luego que dejase de pisarlas por un solo instante la planta del vencedor! ¡Goyeneche no llegaría siquiera a las pampas argentinas, donde gracias al sacrificio de Cochabamba se formarían los irresistibles centauros de la Independencia!

Dícese que al recibir la noticia del nuevo alzamiento le acometieron por primera vez las convulsiones violentas y dolorosas que después le sirvieron de pretexto para abandonar la imposible empresa en que estaba empeñado y retirarse a vegetar en la Península, muy envanecido de su título de Conde de Huaqui, que yo, lectores míos, no cambiaría con el mío, de comandante y edecán del Gran Mariscal de Ayacucho, con el que me honro en este hondo y escondido valle de Caracato, en mi pobre viñedo, al lado de mi dulce y tierna compañera Merceditas.

Su furor rayó en el delirio cuando compareció a su presencia el infeliz Santiestevan, que capituló el 29 de octubre de 1811 según ya he referido en otra parte. Lo hartó de improperios y de groseras injurias; se arrojó sobre él   —249→   con los puños cerrados; lo contuvieron a duras penas sus secuaces; quiso mandarlo fusilar inmediatamente; no consintió en someterlo a un consejo de guerra más que cuando le dijeron que convenía hacer más solemne y ejemplar aquel suplicio; se enajenó, en fin, cuando el consejo absolvió al reo, y por sí y ante sí resolvió matarlo en su honra ya que no en su cuerpo, declarando en una orden general «que se le tuviese por inepto en el servicio, no empleándosele en cargo alguno de responsabilidad directa.»

En realidad el pobre don Miguel Santiestevan era un buen soldado y estuvo bien absuelto por sus jueces militares; pero el futuro héroe de San Sebastián quería que él con sus solos cien soldados resistiese a un pueblo entero, para subyugar al que el mismo Goyeneche creyó necesario recurrir a todas sus fuerzas; y si Santiestevan hubiera resistido el 29 de octubre, habría sido más temerario que el mismo Cardogue que murió con todos los suyos despedazado por la multitud que capitaneaba el año de 1730 mi progenitor el platero Alejo Calatayud.

No era posible que Goyeneche, ni nadie en su lugar se resolviese a dejar a sus espaldas un adversario como el pueblo cochabambino que, si desarmado como estaba era muy débil ante un ejército bien organizado y aguerrido, tenía en cambio una actividad incansable y hasta febril para revolver todo el Alto Perú en un momento, difundiendo su odio tradicional a la dominación española, el aliento de que ya había dado pruebas y sus elementos de resistencia, como por ejemplo sus famosos arcabuces de estaño y sus no menos célebres granadas de bronce y de vidrio. Sentíalo   —250→   ya el vencedor de Amiraya agitarse y rodearlo por todas pares. Sin cuidarse de organizar un gobierno poderoso, ni ejércitos regulares, los impacientes patriotas que ejercían alguna influencia en cualquier partido o circunscripción de la provincia se contentaban con reunir bandas más o menos numerosas de guerrilleros armados de lanza, honda y macana; pedían del nuevo prefecto y la junta los recursos que fuese posible enviarles, o se pasaban sin ellos, y se arrojaban cada uno por su lado para propagar el alzamiento, cortar las líneas de comunicación de Goyeneche con el virreinato del Perú y hostilizar de todos modos al enemigo de la patria. Ya hemos visto que Arze no esperó un momento para estrellarse en Oruro y arrojarse en seguida sobre Chayanta, donde fue más feliz y obtuvo el triunfo de Caripuyo. A su ejemplo revolvía don Mateo Zenteno el partido de Ayopaya y llegaba hasta las cercanías de La Paz, o retrocedía para hostilizar por los altos de Tapacarí a las tropas de Lombera que recorrían la altiplanicie; y don Carlos Taboada, con sus infatigables mizqueños, amagaba tan pronto a Chuquisaca como retrocedía al Valle-Grande. Otros guerrilleros que se hicieron menos célebres, pero que no eran menos activos y emprendedores fueron en sus excursiones hasta las proximidades de Potosí por un lado, y hasta las de Santa Cruz de la Sierra por el otro, consiguiendo ventajas sobre pequeñas partidas de tropas enemigas. El triunfo más notable obtenido por uno de éstos, segundo de José Félix Borda, a quien ni siquiera nombró su jefe en el parte pasado a la junta provincial, fue el de Samaipata, el 26 de marzo, sobre los refuerzos que pedía Goyeneche. El combate duró 16 horas, fue muy sangriento   —251→   y quedó muerto en el campo el jefe enemigo de Joaquín Ignacio Alburquerque, portugués brasilero.

Goyeneche quería, pues, volver inmediatamente sobre sus pasos. No creo yo que vacilara entre seguir su marcha a las provincias del Plata o tomar este partido, como se figuran sin razón alguna varios componedores de historia. Si él se detuvo por cinco meses en Charcas y Potosí, fue solamente porque la estación de lluvias no le permitía volver por el camino de los valles que corta el invadeable Río Grande, ni por el camino de la altiplanicie en que el frío se hace más riguroso que en el invierno y que además duelo cortado, como el otro, por los torrentosos aluviones de las quebradas de Arque y Tapacarí.

Su forzosa permanencia en el sud del Alto Perú, le dio tiempo de ejercer a su sabor indignas venganzas. Aquel hipócrita que mandaba purificar con solemnes ritos religiosos la casa de la Presidencia que había ocupado «el impío Castelli», antes de alojarse él en dicha casa; que se confesaba contritamente y comulgaba besando las baldosas del templo cada ocho días, y que decantaba generosidad y clemencia, hacía enmordazar y exponer públicamente respetables señoras acusadas de haberle llamado zambo o cholo; desterraba a otras a pie con sus tiernos hijos; confiscaba bienes; ordenaba diariamente sangrientas ejecuciones; veía ahorcar al frente de sus balcones media docena de hombres por una simple sospecha de conspiración.

No desaprovechó, tampoco, el tiempo para hacerse dueño de cuantos caudales pudieron encontrarse en la antes opulenta provincia, no sólo para el servicio del rey,   —252→   sino también para el propio bodoque, como es bien sabido y puesto ya en evidencia por otros historiadores.

Auxiliábale en esto su cómplice de intrigas carlotistas el arzobispo don Benito María Moxó y Francoli. Este prelado fanático por la causa que él abrazaba, sea en favor del rey legítimo o de la infanta, fulminaba excomuniones contra los patriotas tan buenos católicos como él mismo; decía que la guerra de los pueblos contra los reyes era atrozmente impía; enseñaba la doctrina de la abyección ante los Calígulas y los Nerones; entregaba a merced de su cómplice los tesoros de la rica iglesia catedral que estaban a su cargo.

El despojo se verificaba ante los dignatarios del cabildo,

Les chanoines vermeils, et brillants de santé.

Sólo uno de ellos,

D'abord pille et muet, de colère immobile, se atrevió por fin a protestar. Hablo del canónigo vizcaíno Areta, un héroe que eclipsa a todos los cantados por Boileau en su poema heroico-cómico del Lutrin, quien -es decir el preclaro y animoso Areta-, se abrazó de uno de   —253→   los gigantescos blandones que aún quedaban, y dijo estas memorables palabras, que sólo podía haber proferido entonces un español peninsular y que revelan el desprecio que todos tenían en el fondo por el general criollo.

-¡El zambillo de Goyeneche se burla de nosotros!

A cuyo ejemplo se levantaron los otros canónigos; se sintieron poseídos de santa indignación, y juraron morir mártires de su deber a los pies de sus queridos blandones.

Llegó la estación deseada. Concluía el mes de abril, que según dicen los labradores de mi tierra, «tiene aguas mil, pero que no alcanzan a llenar un barril», y los ríos y torrentes desbordados no podían proteger ya a la heroica Oropesa. Goyeneche arrojó entonces una última mirada al camino de Buenos Aires y lanzó un hondísimo suspiro. Su vanguardia, al mando del valiente Picoaga, le había despejado la frontera argentina; Díaz Vélez corría a refugiarse al lado de Belgrano; este eminentísimo americano hacía inauditos, pero muy estériles esfuerzos por reorganizar el ejército auxiliar, y apenas contaba con dos o trescientos hombres. Sin la maldita Oropesa el Gran Pacificador habría podido llegar al Plata sin disparar un tiro, mientras las fuerzas brasileras llamaban la atención de la Junta de Buenos Aires por otro lado.

Se revolvió entonces lleno de furor. Dispuso encerrar a la rebeldísima provincia en un círculo de fuego y de hierro, que iría estrechándose hasta anonadar a la ciudad reina de los fértiles y amenos valles. Ordenó a Huisi, que entonces devastaba la Laguna, tomar el camino de Valle-Grande; Lombera recibió el encargo de bajar de la altiplanicie   —254→   por la ruta de Tapacarí o de Chayanta, como mejor conviniese; pidió refuerzos hasta de la lejana Santa Cruz de la Sierra; y él mismo tomó el camino de los valles de Mizque, con el grueso de sus mejores tropas, a cuya vanguardia colocó al atroz Imas de imperecedera memoria.

-¡Soldados! -decía aquel malvado, quitándose la careta de magnanimidad, que nunca pudo tapar el estigma de sus horrendos crímenes de 1809-; sois dueños de las vidas y haciendas de los insurgentes. Os prohíbo solamente -agregaba el hipócrita que debía profanar los templos-, os prohíbo solamente, bajo pena de la vida, invadir las santas casas del Señor!

¿Era realmente cristiano Goyeneche? ¿pensaba lo que es Dios aquel miserable? Yo creo que no; le concedo apenas la religión supersticiosa de los bandidos de la Calabria, que encienden cirios delante de la imagen de algún santo antes o después de un robo o un asesinato. Él se confesaba a menudo, como he dicho, pero no es posible que descubriera entonces toda la lepra de su alma al sacerdote, a quien se proponía engañar más bien astutamente, para contar con el apoyo poderoso de la iglesia. Mucho más creyente era el gran caudillo de la patria Belgrano, que procuraba disipar las prevenciones nacidas en una parte del vulgo y fomentadas por Moxó, a consecuencia de las ligerezas e imprudencias de Castelli.

Los patriotas de Cochabamba sintieron la necesidad de reconcentrar sus fuerzas y prepararse a una defensa vigorosa; pero, hasta en esos momentos de inminente peligro, las pretensiones de los caudillos, acostumbrados a mandar cada uno por su lado a sus republiquetas o partidas de   —255→   montoneros, arrojaron entre ellos un semillero fecundo de disputas y rencillas personales. No quiero más que recordar de paso estas miserias, en un libro como este que obedece a un plan especial, muy distinto de las áridas y ciertamente más útiles investigaciones de la severa historia.

Las fuerzas mejor organizadas eran las que obedecían al indomable Arze, que aspiraba a disciplinarlas y castigaba de un modo inflexible a los que se servían del nombre de la patria para entregarse a criminales excesos. Tengo aquí a mi vista algunas de sus proclamas y órdenes generales, que aún no se han publicado en los libros que andan impresos. Muchos miserables pagaron con la última pena, que él les impuso, el poco respeto que creyeron les merecían las personas o los bienes de los que llamaban tablas y sarracenos.

Tenía Arze cuatro mil hombres poco más o menos en el partido de Cliza, siendo Tarata su cuartel general. La infantería era ya entonces mucho más numerosa que la caballería. Fuera de los millares de caballos que había exterminado la guerra, Goyeneche se había empeñado en no dejar pelo de ellos después de Amiraya, y apenas se salvaron los que fueron conducidos a las crestas más inaccesibles de la cordillera por sus dueños. Las armas y parque de estas tropas darán siempre a la posteridad la mejor idea del entusiasmo y decisión con que aquellos hombres lidiaban por el sublime ideal que llenaba sus almas, sin considerar los inmensos obstáculos, ni la debilidad de sus recursos materiales. No llegaban a 500 los fusiles reunidos a costa de increíbles fatigas, y no todos estaban corrientes.   —256→   Yo he visto muchos que sólo tenían el cañón utilizable, ajustado a una groserísima culata, sin más que una mecha acomodada en el oído, a la que era preciso que prendiese fuego otro hombre que el que apuntaba el arma. Los arcabuces de estaño, de que he hablado largamente en otra parte, serían por todo unos 600, pero don Estevan sólo recibió la mitad de ese número y la otra se distribuyó a las tropas de Zenteno. Llegarían a más de 100 los cañones -de estaño también por supuesto-, montados sobre cureñas tan toscas y primitivas, que ya he dicho se asemejaban a las carretillas en que se trasportan piedras. Las famosas granadas de bronce y de vidrio no alcanzaban a llegar a dos millares. De este modo la mayor parte de los defensores de la patria, sólo tenían la honda, la macana y la lanza que, si pudieron darles la victoria en Aroma, no debían permitirles ninguna esperanza contra fuerzas como las de Goyeneche; pero aquellos hombres se mecían más bien en las más halagüeñas ilusiones y habrían ido a buscar a los tablas con los pechos desnudos y sin más armas que las piedras que pudieran recoger sobre el terreno. Poco les importaban igualmente las privaciones personales que sufrían. La ropa con que habían salido de sus cabañas se les caía a pedazos del cuerpo; se les daba un puñado de maíz tostado y un retazo de charqui, y ellos gritaban: ¡viva la patria!, e iban por ásperos cerros y fríos páramos, donde quería llevarlos su denodado caudillo. Tengo, también, aquí, sobre la mesa en que escribo, una orden de puño y letra de don Estevan a su mayordomo de Caine, para entregar cierta porción de maíz a cada uno de los soldados que debían expedicionar con él a Chayanta.

  —257→  

Las tropas con que Zenteno debía guardar el camino que eligiese Lombera, no llegaban ni a tres mil hombres; su disciplina y armamento eran con mucho inferiores a los de las que acabo de describir ligeramente. ¡Figúrense mis lectores lo que serían! ¿Díganme, sobre todo, si los hombres de hoy pueden compararse con los de aquel tiempo! ¡Díganme... pero, no! ¡por Dios, no me digan nada!; porque se me sube la sangre a la cabeza y la pluma se me cae de la mano!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Los dos caudillos patriotas de que estoy hablando tuvieron que hacer frente al mismo tiempo a sus respectivos adversarios. Zenteno detuvo valientemente por algunas horas a Lombera en las alturas de Quirquiave; pero fue vencido, porque debía ser necesariamente vencido, y corrió a refugiarse en las montañas de Hayopaya, en aquella porción del territorio alto-peruano donde los Andes en persona forman hondísimas quebradas, muy distintas de otras que apenas se abren entre los pobres estribos de las gigantescas cordilleras; en Hayopaya, en fin, que tiene su nombre muy glorioso y que no necesita el de Asturias del Perú, que le dan a porfía los historiadores americanos.

Arze salió al encuentro de Goyeneche... Pero, como este caudillo merece por mil razones nuestra atención más que otro cualquiera de aquel tiempo, seguiremos con más espacio sus huellas.

El extenso valle de Cliza termina al este en un ancho y elevado contrafuerte de la cordillera de Yurackasa, que lo separa de los valles de Mizque y de Pocona, formando una   —258→   meseta menos fría y por consiguiente más fértil y cultivada que la gran Puna, a la que los geógrafos llaman hoy el Llano Boliviano. Goyeneche debía subir precisamente a ella por alguno de los dos caminos del Curi o de Pocona, igualmente fragosos y escarpados, y cruzarla después en toda su extensión, pudiendo ser hostilizado con ventaja en primer lugar por la infantería en las cuestas, y acometido de igual modo en seguida por la caballería en la altiplanicie. Arze lo comprendió así perfectamente, y resolvió ocupar con sus tropas el pueblo de Vacas, situado en el centro de la meseta, a la orilla de las grandes lagunas a que ha dado su nombre, y desde donde podía guardar los dos caminos de que he hablado.

Pero el tiempo, que en la guerra es más precioso que en todas las demás cosas humanas, faltó desgraciadamente para que el caudillo de la patria desarrollase su plan estratégico bien concebido.

El 23 de mayo por la mañana supo en Sacabamba -alturas de Tarata que primeramente había ocupado-, la entrada de Goyeneche a la antigua ciudad de Mizque, el 21 por la noche, y la hábil retirada del caudillo Taboada, quien deslizándose por la izquierda del enemigo, trataba de cortar su retaguardia al otro lado del Río Grande. Seguro entonces de que Goyeneche vendría por la meseta de Vacas, se encaminó a ocupar ésta, como he dicho, forzando la marcha y sin permitir un momento de descanso a su gente, hasta que ya muy cerrada la noche, consintió en que acampara ésta en los Paredones, cerca del pueblo de Vacas.

Uno de los suyos me ha referido que aquella noche no   —259→   quiso que se desensillaran los caballos; que dio orden de ponerse en marcha al primer toque de los clarines, y que él veló personalmente a caballo, adelantándose muchas veces por el camino. Me ha asegurado igualmente que serían las cuatro de la mañana, cuando supo por un indio del lugar, que había ido el día antes a Pocona y volvía por sendas extraviadas, la noticia de que el enemigo debía levantar probablemente su campo de la villa del Chapín de la Reina25 antes de amanecer, y que, profiriendo un gran grito de cólera, dispuso dar al momento la señal de marcha convenida.

Quería él posesionarse de la cima de la cuesta antes de que el enemigo llegara a ella. Desde tan ventajosas posiciones hubiera entonces causádole inmenso daño, obligádole a retroceder harto escarmentado, o vencídole tal vez definitivamente. La desventaja de las armas podía compensarse desde allí con las que ofrecía a mano la naturaleza. Los robustos vallunos habrían sepultado bajo las hiedras de la cuesta a sus dominadores, como los montañeses de la Suiza, que combatieron asimismo, sin armas, por su libertad. Pero faltó el tiempo, como ya he dicho, y el caudillo de la patria se vio en la necesidad de dar la batalla en las peores condiciones. La vanguardia enemiga, a órdenes de Imas, coronaba las alturas, cuando los patriotas pudieron distinguirlas a los primeros rayos del sol de aquel nefasto día 24 de mayo.

  —260→  

Burlado cruelmente por la ciega fortuna, resolvió entonces el animoso Arze esperar al enemigo en el punto donde sólo había conseguido llegar por más prisa que se diera, y que tiene el nombre de Quehuiñal. Colocó sus grandes cañones de estaño en una pequeña altura, a su izquierda; formó en primera fila a sus escasos fusileros y arcabuceros, y ordenó convenientemente a la retaguardia su caballería, poniéndose él mismo a la cabeza de ésta; porque comprendía que no le era ya posible confiar más que en sus lanzas sobre aquel terreno. Imas desplegaba entre tanto sus guerrillas, y el grueso de las tropas de Goyeneche ganaba apresuradamente el último peldaño de la cuesta de Pocona.

Desde los primeros tiros que cambiaron los combatientes, comprendieron los patriotas la inmensa desventaja de sus armas. Los proyectiles arrojados por los cañones y arcabuces de estaño no alcanzaban a ofender al enemigo, cuando las balas de éste sembraban ya la muerte en sus filas, y sucedía lo mismo, y con mucha más razón, con las granadas. Muy pronto se hizo oír también por ellos el estampido de los verdaderos cañones de bronce de la artillería enemiga y se vieron expuestos sin defensa posible a la metralla. ¿Qué más puedo deciros? Lo único serio de parte de los patriotas debía ser y fue la carga de sus escuadrones valientemente conducida por su caudillo. Pero los soldados de Goyeneche habían sido enseñados, sobre todo, a resistir en cuadros a las caballerías, con que principalmente contaban sus enemigos, y los formaban agrupándose en el momento oportuno, hasta sin esperar la orden de sus jefes, de modo que los ya diminutos escuadrones de Arze se estrellaron   —261→   inútilmente en esos muros de hombres erizados de bayonetas, que pocas veces consiguen romper las caballerías mejor organizadas.

Una hora después de haberse disparado los primeros tiros de las guerrillas de Imas, el feliz Goyeneche se veía vencedor por tercera vez de «los incorregibles insurgentes de Cochabamba.» El campo estaba sembrado de no pocos cadáveres. Dicen que fueron treinta los del ejército victorioso. No lo creo, y no haré pleito por ello. Lo que aseguro es que fueron muchos los de los patriotas; pero nadie se tomó el trabajo ni de contarlos.

-¿Para qué los íbamos a contar? -decía uno de los jefes españoles-. ¿Qué significa esa canalla de mestizos, que nos ha obligado a volver a exterminarla, cuando podíamos estar camino de Buenos Aires?

Don Estevan Arze huyó con pocos soldados de caballería, tomando a su derecha el camino del Curi, no para poner en salvo su persona, como decía el vencedor que se atrevía a llamarle «inquieto y cobarde insurgente», sino para buscar inmediatamente a Taboada, con quien debía arrojarse pocos días después a la temeraria empresa de querer apoderarse de Chuquisaca, para volver a retar a su enemigo   —262→   del punto más inesperado. Pero perseguido por la suerte adversa que cupo a todos los grandes caudillos de la independencia en los primeros años de la guerra y que sólo debía ser vencida por la más admirable constancia del heroísmo, fue derrotado nuevamente por la tropa de guarnición de aquella plaza, en el punto de los Molles, a una legua escasa de la antigua Charcas, cuyas blancas torres y elegantes edificios contemplaba desde el campo de batalla, anhelando llevar hasta ellos su bandera; y se retiró entonces al partido del Valle-Grande, para seguir luchando siempre por la patria y sufrir más amargos desengaños. Diez y ocho patriotas, que cayeron vivos en manos de sus vencedores en los Molles, fueron fusilados la tarde del mismo día. Taboada siguió al sud con algunos de sus parciales y fue cogido en Tinguipaya y ahorcado en Potosí con tres de ellos. Su cabeza desecada en sal y remitida a Chuquisaca, quedó expuesta por mucho tiempo en los Molles. Los últimos patriotas de aquella animosa e infatigable tropa, que intentaron pasar a todo riesgo la frontera para incorporarse al ejército auxiliar, fueron cogidos, en fin, en Suipacha, y los que no murieron en la horca afrentosa, se vieron condenados a agonizar lentamente en el espantoso presidio de Casas Matas, del que tengo que referiros muchas cosas en su tiempo y lugar.



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ArribaAbajoCapítulo XIX

¡Ay, de los alzados! -¡Ay, de los chapetones!


Luis se había colado en mi cuarto por la ventana con la tenue claridad del alba del 25 de mayo, y aunque me llevaba la tremenda nueva de la derrota del Quehuiñal, no pudo contenerse de hacer una de las suyas, y me despertó introduciéndome a las narices las barbas de una pluma empolvadas de sutilísimo rapé.

-Oye, chico -me dijo con mucha gravedad, sin hacer caso de mis invectivas y estornudos-; has de saber que no estoy para gracias. Nos han dado a los patriotas una zurribanda peor que la que te sacudió el Padre Arredondo. Me hallo perfectamente informado de todo. Figúrate que la cosa ha sucedido no sé cuándo, ni dónde, ni cómo... ¿Qué podía hacer el pobre don Estevan sin nosotros? Anoche vi entrar muchos caballeros y señoras en casa del prefecto; ellos cuchicheando y ellas gimiendo. «¡Ajá! -me dije-, ¿por qué no me dan parte a mí de estas andanzas?» Y me encajé tras ellos hasta el portón de la antesala. Un señorón del cabildo decía muy enojado, que era preciso salvar a Cochabamba de los furores de Goyeneche; los otros le aplaudían; las señoras rogaban al prefecto a nombre de todos los santos que se ablandase. «Déjenme en paz; hagan lo que quieran vuestras mercedes, si ya no hay remedio» -les contestó el prefecto-. «Lo que es yo» -añadió más enojado que todos-, «no voy por nada a ver al arequipeño, como hizo por mal de sus pecados don Francisco, ni le escribo una sola letra, ni   —264→   consiento que vaya nadie a mi nombre, aunque vuestras mercedes revienten y me digan que soy un monstruo sin entrañas, y aunque venga él mismo y me ahorque y me descuartice.» «¡Bien! ¡viva don Mariano Antezana!» -grité yo metiendo la cabeza, y me corrí en seguida hasta la calle. A poco salieron todos furiosos y todas hechas un mar de lágrimas. «Este hombre no tiene corazón» -decían ellos del pobre don Mariano que es bendito-; «ha de salir con su gusto de ver degollar a sus paisanos y que no quede piedra sobre piedra en la ciudad.» «Parece que no tuviera mujer, ni hijos, ni perro quien le ladre ese rabioso» -agregaban ellas de aquel excelente caballero que tiene tanto cariño hasta por su mudo Paulito. Se fueron luego al cabildo. ¡Qué afanes! ¡qué correteos! Han resuelto mandar comisionados... Hicieron llamar al sabio don Sulpicio del campo donde estaba. Él les ha dicho las cosas más admirables en latín, que nadie ha entendido por supuesto. Me parece que no quiere ir de ningún modo con los comisionados. Pero, en fin, ¡déjalos, hijo mío! Nosotros... ¡vaya, nosotros sabremos hacer, también, lo que convenga!

Cada una de sus palabras me traspasaba el corazón como una espina, no porque yo comprendiese toda la magnitud de aquella desgracia, ni porque hubiera aprendido ya a amar hasta ese punto a la patria, sino porque yo mismo me consideraba perdido sin remedio. ¿Qué va a ser de mí? ¿a dónde voy? ¿para qué sirvo en este mundo? ¡no puedo ya ser soldado! -me decía tristemente en mis adentros, con un egoísmo disculpable en mis cortos años y mi situación excepcional.

  —265→  

-¡Calla, por Dios! -exclamé por último-. Te conozco demasiado; eres un mentiroso; pero no sé por qué me figuro que ésta es la primera vez que hablas la verdad en toda tu vida.

-¡Yo mentir! -repuso él con indignación-. ¿No sabes que soy un costal de verdades? ¿Quieres convencerte por tus propios ojos, alma de cántaro? ¡Bueno!... ven aquí, asómate conmigo a la calle y... ¡ya verás! ¡Ay, qué caras, hijo, las de algunos caballeros tan guapotes, que se comían crudos a los chapetones, cuando nos enseñaban a gritar: ¡viva la patria! ¡Qué fachas las de las señoras encopetadas, huyendo a burro a las haciendas, antes de que amanezca el día, como si fueran calacaleñas de viaje a Quillacollo con legumbres! ¡Tú no has visto lo lindo, pobrecito! ¿Quieres, o no quieres? ¿sí, o no? ¡Vamos! quédate con tu libro de santos... ¡ahí viene el Padre Arredondo con sus disciplinas a tomarte la lección! Yo me voy... me largo a ver al Mellizo y al Jorro. ¡Qué buena gente! ¡ya no hay más hombres, como dice la abuela!

-¿Dónde la has visto tú?

-En todas partes. ¿Dónde no está la abuela doña Chepa? Desde que se supo que venía el hombre de las tres caras se le ve a ella en la plaza y en las calles, haciéndose llevar de aquí para allá con la Palomita. No quiso que se quedase un solo hombre en la ciudad. Un día encontró al sacristán de las monjas Teresas en la plazuela y le dijo: «doña Marica, te has puesto por equívoco mis calzones y me dejaste tu pollera. Dámelos para irme ahora mismo a presentarme a don Estevan.» Y el pobre chupacirios se avergonzó y se fue al momento camino de Tarata.

  —266→  

Recordé mi promesa de acompañar a la abuela y salté de la cama, para seguir al momento a mi amigo.

-¡Vamos!... yo quiero ir ahora en lugar de la Palomita -le dije, vistiéndome apresuradamente.

En ese momento oímos pasos precipitados de una persona que se acercaba a mi cuarto; la llave dio vuelta en la cerradura; Luis huyó como un gato; y la negra Feliciana no pudo ya verlo al meter la cabeza por la puerta y decirme estas breves palabras.

-Puedes salir... ¡ya no hay encierro!

Me senté sobre mi cama. La noticia de mi libertad me hizo revolver mil ideas en mi mente. No debo, no puedo huir ahora -me dije-. Es preciso que salga de otro modo que por la ventana de esta casa. Iré a ver a mi maestro, si ya ha vuelto... le diré que me voy... que no quiero tener más familia que la de la abuela. Quiero darle un último beso a Carmencita... ¿Y por qué no le he de decir también a doña Teresa mi resolución de ser soldado? ¡Que se enoje! ¡que me llame «el mismísimo Enemigo»! Peor sería que dijese después que me fui como un ladrón...

Un hermoso rayo de sol penetraba ya por la puerta   —267→   medio abierta; sentía yo trajinar más que de ordinario por la casa; la voz chillona de doña Teresa llegó varias veces distintamente a mis oídos, a pesar de que la señora no acostumbraba ser muy madrugadora y se levantaba siembre a las ocho para irse en derechura al oratorio, donde tomaba el chocolate, sin dejar de quejarse del flato y la jaqueca.

-Todo ha de estar limpio como un relicario, hija, Feliciana -decía a gritos en el patio-. Hace tanto tiempo que no se abren esos cuartos, que ya deben estar llenos de telarañas.

-¡Ay, qué gusto! -vino a gritar Clemente cerca de mi puerta para que yo le oyese-. ¡Su mercé del señor Cañete en persona ha de vivir en nuestra casa, en los mesmenísimoscuartos de mi amo el señor marqués don Fernando!

-¿Cañete? ¿será el doctor Pedro Vicente Cañete, el hombre medio zorra y medio culebra, el secretario de Goyeneche, de quien he oído hablar alguna vez a mi maestro? -me pregunté a mí mismo-. ¡No, señor! ¡me voy de esta casa sin remedio! -añadí con resolución; pero en vano me dirigí cien veces a la puerta, porque otras cien veces retrocedí acobardado de la cara que pondría doña Teresa, y en vano miré otras cien veces la ventana, porque otras tantas sentí repugnancia a salir de aquel modo de la casa.

Eran ya las diez poco más o menos; el ruido, el trajín, los gritos fueron cesando poco a poco; creía yo haber tomado definitivamente mi partido; iba ya a abrir la puerta; pero volví a oír pasos de varias personas que se acercaban, y la puerta fue abierta, cuan ancha era, y ofreció a mi admiración   —268→   el grupo más imponente, que yo no podía prometerme contemplar en aquel sitio.

Doña Teresa lujosamente vestida de guardapiés encarrujado de finísimo terciopelo verde, jubón de raso blanco bordado de oro y mantilla de felpudo azul de seda, llamado vellutina de Nápoles; adornada de sus grandes zarcillos, collar de enormes perlas y un sinnúmero de sortijas en los dedos de ambas manos; peinada de rodete, con el cabello enroscado en trenzas al rededor de un peine de carey, que alzaba sobre la cabeza de su portadora una coronación incrustada de oro y menudas perlas, casi tan grande como el espaldar de una silla moderna de junco; se apoyaba en un brazo del docto licenciado don Sulpicio, quien tenía en alto con la otra mano su bastón con borlas más grandes que nunca y flamantitas; y todo lo cubría a sus espaldas el hábito blanco del Comendador de la Merced, por sobre cuyo hombro aparecía a momentos la cara de Feliciana, que se ponía de puntillas para arrojarme una mirada de odio con sus ojos torcidos.

Retrocedí de espaldas hasta la pared del frente en que se abría la ventana, y saludé inclinándome hasta el suelo. Ninguno de ellos pareció apercibirse de mi presencia; entraron solemnemente en mi cuarto, mirando las vigas del techo; Feliciana arrimó sillas a la mesa, en que se sentaron, poniendo en medio a la señora; buscó luego en el cajón la llave del arca, abrió ésta y se puso a sacar del fondo mi pobre herencia.

-¡Acabemos, por la Virgen Santísima! ¡que se vaya mañana mismo, en el momento en que nos libre de los alzados su señoría! -chilló doña Teresa.

  —269→  

El padre sacó de la manga del hábito un papel amarillento, lo desplegó lentamente e hizo una señal con la mano a la criada.

-Ropa de él... muy vieja, inservible -dijo Feliciana.

-¿Y cómo ha de estar de otro modo? ¿qué le dura en el cuerpo al perverso y vagabundo muchacho? -preguntó doña Teresa incomodada por la observación de la negra-. Está bien -continuó con impaciencia-; lo que sirva se pondrá en la petaca que ha de recoger el arriero. ¡Adelante! No quiero que me vuelva hoy la jaqueca.

-Zapatos nuevos de mujer. Deban ser de «la niña»...

-¡Imposible! Son muy chicos. La infeliz pecadora tenía los pies mucho más grandes que los míos... ¡Déjalos en el arca! Adelante, porque ya siento que me acomete el flato!

-Un atado negro, con una cuerda...

-Sí, ya sé. El Reverendo Padre Fray Justo me dijo que era un recuerdo de familia -intervino el Comendador.

-Alguna brujería... ¡pobre gente! -volvió a decir la señora.

-Un baulito de madera...

-Exacto. Vamos a ver lo que contiene -dijo el Padre, y prosiguió leyendo en el papel-. «Un paño a medio hacer con calados y encajes y»...

-Aquí está Reverendísimo Padre.

-«Una cajita de cartón»...

-Con dos aretes, un alfiler y una sortija...

-Corriente. «Una alcancía»...

-Rota. Le han sacado un pedazo de la tapa.

-Estaba recompuesta. Debe tener...

  —270→  

-Cuatro escuditos de oro.

-¡Eran cinco! yo los conté, los puse por mis manos y mandé encolar a mi vista la tapa.

Al decir esto, el Comendador me miró con ojos de basilisco.

-¿Qué hay que extrañar? ¿no es un perdido? ¿no me creerán nunca que es el Enemigo? -gritó la señora.

-Ingeneratur hominibus mores a stirpe generis -dijo aquí solemnemente el docto licenciado, que hasta entonces parecía absorto en la contemplación de una telaraña del tirante, con el bastón en las rodillas.

-¡Eso es! lo ha dicho muy bien el señor licenciado -repuso gritando más fuerte doña Teresa, que no entendía una palabra del latinajo; pero que tenía la mayor admiración por todos y cada uno de los que ensartaba don Sulpicio, desde que con uno solo convirtió a la razón a su inflexible padre don Pedro de Alcántara, como ya queda dicho en otra parte.

Aquella escena me mortificaba cruelmente. Cada una de las palabras de doña Teresa revelaba el odio que me tenía; la alusión a mi pobre madre me hirió en el corazón como una mordedura de serpiente; el desprecio que le merecía la cuerda de Calatayud hizo afluir mi sangre a la cabeza... Comprendí que la señora trataba de librarse cuanto antes de mi presencia en su casa. Su primer cuidado, después de preparar el alojamiento del «ilustre y sapientísimo Cañete», era disponer el viaje del «botado» a Chuquisaca. Me prometí no deberle ya nada en mi vida, huir de cualquier modo, a cualquiera parte, hasta Buenos Aires, donde podría hacerme todavía soldado de la patria.

  —271→  

Mientras que yo pensaba de este modo, Feliciana cerraba el arca y salía llevándose mis harapos para acomodar «mi equipaje». Los otros tres respetabilísimos personajes se habían olvidado ya de mí, y hablaban de cosas más interesantes, reanudando la conversación que habían interrumpido para honrar mi humilde morada.

-Excelsior, como dice vuestra merced, mi docto amigo. ¡Oh! no hay quien sepa manejarse mejor en este mundo! -decía el Padre Arredondo, admirando realmente al que él suponía más sabio que los siete juntos de la Grecia.

-Odi profanum vulgus, et arceo -contestó el licenciado-. Cuando estas gentes volvieron a gritar: ¡viva la patria!, al campo, Sulpicio, me dije yo; nullam, Vare, sacra vite...

-¡No lo he dicho! ¡vuestra merced es un pozo de ciencia, señor licenciado! Ha huido de la tormenta y...

-He vuelto cuando debía volver. Me llamaron... ¡querían que yo fuese a implorar compasión para ellos!

-¡No faltaba más! ¡que paguen lo que han hecho! -exclamó encolerizada doña Teresa.

-¿Y qué respondió vuestra merced? -preguntó el Padre, disponiéndose a oír una contestación digna de aquel oráculo.

-Justum, et tenacem prositi virum...

-¡Oh! ¡admirable! -exclamaron a un tiempo el Padre y la señora.

-Haud flectes illum, ne si sanguine quidem fleveris!

-¡Oh!!!

-¡Toma patria!

-¡Ay de los alzados! No seremos nosotros los que   —272→   lloremos sangre al recibir la visita con que vuelve a honrarnos don José Manuel Goyeneche y Barreda.

-Nunc est bibendum, nunc pede libero!

-¡Misericordia! -clamaron en este punto las criadas en el patio, y un instante después se precipitaron trémulas en mi cuarto, trayendo en sus brazos a los niños lívidos y desencajados.

Oíase ronca vocería; resonaban tremendos golpes en la puerta de la calle.

-¡Los alzados!... ¡quieren entrar!... dicen que van a degollar a todos los amigos de los chapetones -balbuceó la negra despavorida.

-¡Ay, mi ama, señora marquesa! ¡huyan, por Dios, vuestras mercedes! -llegó a decir Clemente más muerto que vivo de miedo-. Están furiosos... parecen unos condenados... apenas he podido cerrar la puerta con los aldabones.

Renuncio a describir el terror que se apoderó de los tres personajes que hacía un momento hablaban tan caritativamente de los alzados. Doña Teresa se levantó temblando como si tuviera tercianas, y arrebató a Carmen de los brazos de la mulata, para estrecharla en los suyos; el licenciado se desvaneció no sé cómo, sin que nadie pudiera decir tampoco a dónde se había metido; el Padre quedó clavado en su asiento; pero no tardó en serenarse, recordando, sin duda y con muchísima razón, que el hábito hacía inviolable su casi esférica persona.

-Ahí están el Mellizo, el Jorro, el herrero... quiero decir don Alejo -prosiguió Clemente.

-¡El herrero! ¡Dios mío, esos furiosos van a degollarme   —273→   con mis hijos! -exclamó doña Teresa con angustia, como si esa palabra «el herrero», le ofreciese a sus ojos la inevitable guadaña de la muerte-. ¡Ah! -gritó en seguida con alegría, como si renaciera en su alma la esperanza-. Acércate, Juanito, mira que pálida está mi pobre Carmen! Corre, hijo mío, a la puerta... dile a Alejo que se los lleve... ruégale en nombre de tu madre... de Rosita!

-¡Excelsior! feminæ intelectus acutus -respondió a estas palabras la voz de falsete del licenciado Burgulla debajo de mi cama.

Aquel docto señor se había metido allí dejando caer su sombrero, pero sin abandonar su bastón, ni curarse con el susto de su manía de ensartar sus latinajos.

Miré a mi noble y cariñosa amiguita; estaba realmente pálida como un muerto y se abrazaba fuertemente del cuello de su madre; y yo salí resuelto entonces a todo, a rogar como un niño o a hacerme matar como un hombre por defenderla. Pero no había llegado aún a medio patio, cuando noté que habían cesado completamente los tremendos golpes que antes resonaban en la puerta de la casa, y que los gritos de la multitud iban apagándose por grados, a medida que ésta se alejaba.

En el zaguán encontré al infeliz pongo sentado sobre su poyo, en la actitud de una de esas momias exhumadas de las huaras de sus antepasados y dándose diente con diente de susto; pero sin haberse resuelto a abandonar su puesto, porque sin duda era mayor su miedo de incurrir en la cólera de la «gran patrona», a quien estaba acostumbrado a reverenciar como a una temible e iracunda deidad.

  —274→  

Abrí con mucha precaución el postigo y saqué la cabeza. La calle estaba desierta, cerradas todas las puertas y ventanas de las demás casas que la formaban. La multitud seguía vociferando a lo lejos, en otra calle transversal. Habían arrancado piedras del pavimento para arrojarlas contra la puerta, que tenía muy lastimados sus gruesos tablones de cedro. Uno de éstos estaba traspasado de parte a parte y casi desprendido de los barrotes, a pesar de los enormes clavos que lo aseguraban, y creí descubrir en él la huella de un tremendo golpe de la barreta de Alejo.

Quise llevar todavía más adelante mis investigaciones, con ánimo de volver a tranquilizar a la familia de doña Teresa. Corrí a la esquina y vi a una cuadra de distancia, en la calle trasversal, una turba confusa de hombres, mujeres y niños del pueblo, que se arremolinaba gritando al rededor de un hombre montado a caballo, que gritaba también y accionaba con los brazos, agitándolos en el aire y levantándolos al cielo alternativamente. Fuime acercando a pasos precipitados. El caballero, a quien reconocí muy pronto, era el prefecto don Mariano Antezana. Rogaba y amenazaba a un tiempo a la turba para que desistiese de su   —275→   empeño de invadir las casas de los vecinos considerados adictos al gobierno de los chapetones. Tenía a su lado seis o siete religiosos franciscanos que auxiliaban sus esfuerzos y predicaban generosidad y clemencia, paz y concordia, cumpliendo del modo más loable su misión sacerdotal.

Vi luego al sordo-mudo Paulito armado de un mosquete naranjero, asido con una mano de la cola del caballo, para no separarse un momento de su amo y profiriendo gritos guturales, inarticulados. Reconocí, por último, a Alejo, el Mellizo, el Jorro y otros cuyos nombres no recuerdo, que capitaneaban a la turba, la excitaban y le comunicaban el furor salvaje de que estaban poseídos. El primero blandía en el aire su barreta. El Mellizo tenía un arcabuz de estaño en una mano y una lanza en la otra; arrastraba enorme sable; ostentaba dos puñales en el cinto; no podía sostenerse sobre sus pies de borracho. El Jorro, a quien presento por primera vez a mis lectores, era, como lo indica su apodo, un mulato libre, de aquellos que siempre tuvieron la peor fama en el país. Estaba armado hasta los dientes y ebrio como el Mellizo.

Sin sorpresa, pero con pena -me duele ahora mismo el decirlo-, encontré allí a mi atolondrado amigo Luis, armado de su sable de gobernador del Gran Paititi y capitaneando la hez de su ejército de las Cuadras. Su voz aflautada dominaba los aullidos de las mujeres y los gritos de los enronquecidos borrachos, como la de soprano de aquel coro infernal. Pero debo decir, también, que él no comprendía en su atolondramiento que aquello podía convertirse en pillaje y carnicería, y os ruego que esperéis un   —276→   instante para pronunciar vuestro último fallo sobre su conducta de aquel día.

-Hijos míos, queridos paisanos ¡maldita canalla! les ruego... ¡esto no se puede aguantar! ¡por Dios y la Virgen Santísima!... ¡voy a mandar que ahorquen a esta gavilla de pícaros! -clamaba el buen don Mariano sofocado.

-¿No somos acaso cristianos? ¡Salvajes! ¡excomulgados!... queridos hermanos -gritaban los religiosos, levantando sobre sus cabezas las cruces de que se habían armado.

-No queremos rendirnos... ¡que mueran los chapetones! -respondía Alejo, blandiendo su barreta.

-¡Ajá! ¿conque van a entregarnos? ¿no somos más hombres que todos? -vociferaba el Mellizo, sin poder entenderse con el arsenal que llevaba en el cuerpo, ni mantener a éste en equilibrio, cuando le faltaba el arrimo de la pared.

-¡A degüello! ¡adelante, muchachos! -aullaba el maldito Jorro como un chacal.

-¡Mueran los chapetones! ¡mueran los tablas! -chillaba el Overo, que estoy seguro, hubiera llorado a mares si viera derramar una sola gota de sangre de aquel modo.

-¡Viva don Mariano Antezana! ¡déjenos, señor! ¡mueran, mueran los chapetones! -gritaba la multitud.

El prefecto y los religiosos habían conseguido ya alejar a ésta de las puertas de doña Teresa, explicándole que allí no encontraría más que una viuda y tiernos niños inofensivos, por grande que fuese el chapetonismo de aquélla;   —277→   pero ahora la empresa era más difícil, porque en la casa que la multitud trataba de invadir vivían un oficial del ejército de Goyeneche, andaluz, herido en Amiraya, a quien conoceremos íntimamente más tarde, y un fiscal de la Real Audiencia de Charcas, don Miguel López Andreu, desterrado por Nieto, a consecuencia de su dictamen desfavorable a las intrigas carlotistas de Goyeneche y su participación en los sucesos del 25 de mayo de 1809; pero mal visto por los patriotas, por ser español y no haber querido abrazar definitivamente la causa de la independencia, separándose así del partido que abrazó Arenales, tanto por convicción cuanto por las persecuciones que sufrió del mismo Nieto.

No creo que mis lectores esperen que yo les refiera con todos sus detalles esa curiosa escena característica de aquel tiempo. ¿Quién puede explicar de qué modo se mueve y agita, o se aquieta y recoge; de qué modo aúlla y ruge, o enmudece; de qué modo se enfurece hasta el delirio, o se aplaca hasta la humillación ese monstruo de tantos cuerpos llamado la multitud? A veces un signo, una palabra bastan para lanzarlo a los más criminales excesos, otras veces una sonrisa, una burla, un sarcasmo lo detienen, desarman y desvanecen... Y esto fue lo que sucedió entonces del modo más impensado.

El caserón que la turba trataba de invadir tenía, a ambos lados de su gran portal de piedra, unas tiendas herméticamente cerradas en aquel momento. Cuando la turba estaba más frenética y el prefecto y los religiosos perdían ya la esperanza de contenerla, se abrió de golpe el postiguillo que en su parte superior tenía la puerta de una de dichas   —278→   tiendas y salió a mostrarse por allí la hermosa cabecita de una niña de ocho a nueve años, de rostro blanco y sonrosado, grandes ojos vivarachos y ensortijada cabellera, como las de los ángeles de los cuadros de Murillo que aparecen entre nubes con alas color de aurora.

-¡Ay, Jesú! ¡que feyos! ¡y parece que han bebío! -exclamó con marcado acento entre andaluz y limeño.

-¡Ahí están los chapetones! ¡una niña! ¡un angelito! -gritó el prefecto a la turba que inmediatamente cesó de aullar.

-¡Déjelos, señó! -contestó la niña-, no se amoleste vusarcé... ¡que entren! Aquí no hay naides más que yo. El casero don Ramón se fue a burro a su chacariya... Papá Alegría se ha largao de mardugaa... A don Migué Andreu se lo yevaron temblando de chuccho en su cama.

Y dichas estas palabras hizo un gesto de burla al Mellizo que porfiaba por ofenderla con su lanza; le sacó la lengüita, le guiñó un ojo, y desapareció riendo, y cerró al momento el postiguillo.

Una estrepitosa carcajada de todos aquellos que antes proferían gritos de muerte, contestó a la burla de la graciosa niña. El Mellizo perdió, por otra parte, el equilibrio y se desplomó en el suelo, aumentando la hilaridad en que se desvanecían los furores de la turba. Las mujeres decían que el señor prefecto tenía razón; que no era una niña, sino un angelito lo que habían visto; y los religiosos agregaban que Dios acababa de mandarlo para que no se cometiese un crimen. Alejo se había quedado con la boca abierta y se rascaba la nuca, como en sus momentos de más apuro, y le   —279→   oí, por último, decir las palabras con que siempre se declaraba vencido:

-Bueno... ¡ahí está!

El Jorro aullaba todavía, pretendiendo forzar la puerta de la tienda, y el Mellizo volvía tambaleando a auxiliarle. Pero el herrador tomó entonces resueltamente la defensa de la casa; sujetó de las solapas con una mano a sus dos compañeros; enarboló con la otra su barreta, y los anonadó con una mirada.

Aquellos dos miserables -no puedo darles otro nombre-, eran también tipos proféticos, de otra especie dañina para la democracia. Si el docto licenciado, a quien dejé metido debajo de mi cama, anunciaba la comparsa cortesana de los adoradores del sol naciente, éstos precedían a la bulliciosa e inquieta falange de los populacheros, que promueve los motines, empuja a la muerte y al crimen a sus hermanos, y tiembla y enmudece, huye y se disipa ante el peligro.

Mientras que Alejo arrastraba donde él quería a sus humillados compañeros, sujetaba yo de una oreja a mi amigo «el gobernador del Gran Paititi».

-Eres el duende más perverso -le dije.

En seguida le expliqué la fealdad de su conducta. Él me miró con sorpresa; se ruborizó; se dio una fuerte palmada en la mejilla, castigándose a sí mismo, y se me escapó sin querer decirme a dónde iba.

Volví a la casa de doña Teresa, muy contento de llevarle noticias tranquilizadoras; pero me encontré con la puerta cerrada a piedra y lodo. En vano llamé con el aldabón y grité con todas las fuerzas de mis pulmones. Nadie contestó.   —280→   La casa parecía completamente abandonada. Supe después que, tan luego salí yo, la señora se había refugiado con sus hijos y sus criadas en una de las casas vecinas.

Me encaminé a la casita de la abuela. Desde media cuadra antes de llegar a ella oí la voz de la anciana que reprendía a alguna persona con cólera, y vi desde la puerta una escena curiosísima que no he podido olvidar en toda mi vida. La abuela estaba de pie en medio cuarto, apoyada con la mano izquierda en su báculo y agitaba con la derecha un grueso rebenque de correas trenzadas, teniendo arrodillado a sus pies al pobre Dionisio. Tras de ella, arrimado a la pared, dando vueltas a su sombrero en la mano, con su barreta entre sus piernas cruzadas, se veía a Alejo confuso, avergonzado. Clara lloraba silenciosamente sentada en la tarima. Luis se acurrucaba a espaldas de ésta, atisbando a momentos por sobre sus hombros y volviendo a esconderse, como si el sentimiento de su culpabilidad le hiciese temer que lo viesen los ojos ciegos de la anciana. No os he dicho aún que él se había hecho visitante diario de la familia durante mi encierro y era ya grande amigo de Clarita y apasionado admirador de las ideas y sentimientos de la abuela, quien le trataba a su vez con cariño y procuraba corregirle, como a mí, de sus travesuras.

-¡Miren que gracia! -gritaba con indignación la anciana ciega-; ¡ir a apedrear puertas, asustando a las señoras y a los pobrecitos niños! ¡querer robar! Los chapetones no están en la ciudad... ¡están viniendo por el Valle! Como ya no hay hombres en este tiempo, se han corrido los que decían que iban a comérselos vivos. ¡Toma   —281→   chapetones, pillo! ¡Que no me venga Alejo... ese borracho, ese animal!

Al decir esto descargaba tremendos latigazos sobre la cabeza y las espaldas del muchacho, o sobre los ladrillos del pavimento, cuando el infeliz Dionisio, sin atreverse a huir, procuraba evitar los azotes, retorciéndose como una culebra.

-Basta, abuelita -exclamé, entrando al cuarto-; Dionisio no tiene la culpa... hay otro, que es un duende muy malo y que lo habrá llevado a gritar: ¡mueran los chapetones!

-Sí, señora doña Chepa -añadió Luis, saltando de la tarima y poniéndose de rodillas al lado de su amigo-; yo soy ese duende... ese pillo; yo quiero que me azoten.

La anciana se detuvo con el látigo levantado; se sonrió, y buscó con su mano temblorosa al pillete que acababa de hablar.

-Está bien -dijo con dulzura-; lo han hecho sin pensar... no lo volverán a hacer ¿no es verdad, hijos míos? Alejo, ese bruto -añadió volviendo a exaltarse-, es el que me ha de pagar esta incomodidad y las lágrimas de mi Clara!

El herrador, estimulado por el ejemplo de Luis, creyó que le tocaba implorar a su vez el perdón de la abuela, y se acercó a ella murmurando algunas palabras ininteligibles; pero la anciana lo rechazó con rudeza, y le dijo que no volviese sino después de haberse presentado al prefecto, para ser miliciano y verdadero patriota.

-Yo he de ir, también -añadió-; he dicho que he   —282→   de ir, y veremos entonces si me siguen esos cobardes. ¡Oh!, ya no hay hombres, ya no hay hombres!

Y fue inflexible, y Alejo salió desesperado en dirección al cabildo.

La abuela, conducida por mí, ocupó su asiento en la tarima al lado de Clarita; me hizo sentar al otro lado; llamó a mis dos amigos; les mandó ponerse de pie a su frente, y habló de esta manera:

-Cuando yo era pequeñita... así, como la mitad de mi palo, ahorcaron a un hombre en la plaza, y todos dijeron: «está bien hecho; era un ladrón». Algunos años después, hicieron morir a mi padre en la horca y descuartizaron su cadáver, pero todos lloraban. Un hombre vestido de negro vino a nuestra casa, con unos papeles sucios en la mano, seguido de diez milicianos, y le ordenó a mi madre que se fuera conmigo, porque nuestra casa era del rey. Íbamos por el campo... no teníamos ya más refugio que el de la familia de mi madre. «¿Era ladrón?», -le pregunté. Ella se puso encendida de cólera y de vergüenza y me dio una bofetada. Después se sentó en el suelo, me tomó en sus brazos, lloró mucho y me dijo: «Si hubiera robado, yo misma me hubiera alegrado de su muerte. Los guampos lo han ahorcado porque él quería que no fuesen nuestros amos. Decía que solamente los que nacen en esta tierra y saben amar a sus hermanos debían ser corregidores, justicias y alcaldes.» Los patriotas no pueden ser ladrones, hijos míos. Si los guampos de ahora ahorcan a esos que van a romper las puertas de las casas de los criollos, yo seré la primera en alegrarme. Los patriotas deben ir a pelear con los soldados... ¡yo les mostraré el camino! ¡Ya no hay hombres!

  —283→  

Aquel día la excitación popular no pasó del apedreamiento de algunas casas habitadas por chapetones o por familias sospechosas de chapetonismo. Contenidos los furiosos por el prefecto y por los buenos frailes de San Francisco, la ciudad quedó tranquila. Veíanse huir a pie o a lomo de borrico familias de patriotas criollos a sus haciendas, especialmente por la parte del valle de Sacaba. Reinó en el cabildo una completa anarquía. Muchos vecinos notables hablaban únicamente de aplacar la ira del vencedor, y mandaron con este objeto dos comisiones. Algunos patriotas exaltados decían que era preciso resistir hasta el último a Goyeneche, se imaginaban poder contar todavía con tropas formadas de los dispersos de Quirquiave y el Quehuiñal y ponían su última esperanza en los arcabuces y cañones de estaño, las granadas y lanzas que aún habían quedado en los almacenes del gobierno provincial. Eran de este partido Lozano, Ferrufino, Ascui, Zapata, Padilla, Luján, Gandarillas y otros. El prefecto Antezana declaró que, en su concepto, la situación era desesperada; que resignaría su autoridad en el cabildo, pero que él nunca imploraría la piedad del vencedor para sí. Este primer ciudadano de Cochabamba, como otra vez lo he llamado, no era ciertamente de armas tomar, ni podía dirigir en la guerra a las multitudes, como el activo y audaz don Estevan Arze; pero tenía la conciencia de su deber y un valor civil capaz de hacerle ver tranquilamente la más afrentosa muerte, sin inclinar la cabeza más que ante Dios para recibirla.

Luis y yo permanecimos todo el día 25 y el siguiente al lado de la abuela. El padre de aquél estaba harto ocupado   —284→   con sus granadas y cañones para poder pensar en su hijo, y yo no podía, ni tenía muchas ganas de volver a casa de doña Teresa. La anciana nos mandó varias veces a averiguar lo que ocurría en el cabildo y las noticias que iban trayendo los muy pocos dispersos que llegaban a presentarse a las autoridades. Oía con el mayor desprecio las razones de los que pensaban someterse; aplaudía la opinión de los exaltados se enojaba contra el prefecto.

-Es un caballero muy bueno, muy respetable -decía-; ¡pero no es un hombre! ¡ya no hay hombres, hijos míos!

El 26 por la mañana se supo que Goyeneche había entrado en la villa de Orihuela, donde inmediatamente hizo fusilar al «cabecilla de alzados Teodoro Corrales». Decíase que no perdonaba a ningún patriota de los que tenían la mala suerte de caer en manos de sus «tablas». Estas noticias aumentaron el pavor de unos y la furia de otros. Se formó una gran pueblada que, como el día anterior, capitaneaban el Mellizo y el Jorro. Alejo estaba ya honrosamente ocupado de los preparativos de la resistencia con el Gringo. Los amotinados trataron de invadir el convento de San Francisco, en el que decían se habían refugiado los chapetones. Apedreaban las puertas, iban ya a derribar la que se abre al trío del templo, cuando la comunidad apareció en las ventanas de la torre, y puesto el guardián en una de ellas levantó en sus manos la sagrada custodia. Al mismo tiempo la gran campana rajada por los repiques de la victoria de Aroma hizo oír tres veces su bronco tañido, como en la hora de la misa en que se alza el santísimo, y toda aquella turba delirante, ebria de licor y de venganza, se prosternó de rodillas y se dispersó en seguida.



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ArribaAbajoCapítulo XX

El alzamiento de las mujeres


El 27 de mayo, a la hora en que rodeados de la mesa -la abuela sentada en la única silla y todos los demás de pie-, acabábamos de tomar alegremente el frugal almuerzo preparado por Clarita, llegaron acezando a la puerta diez o doce mujeres del mercado, entre las que reconocí a mi pobre María Francisca más haraposa que nunca.

-Ya vienen... están en la Angostura. Dicen que matan a todos los que encuentran... que han quemado las casas... ¿qué va a ser de nosotras, Virgen Santísima de las Mercedes? -dijeron todas juntas en quichua, pronunciando a un tiempo cada una alguna de las frases anteriores u otras parecidas.

La abuela se levantó golpeando fuertemente la mesa con su báculo.

-¡Ya no hay hombres! -gritó-. Se corren delante de los guampos condenados! Ven aquí... ¡vamos, hija! -continuó buscando con la mano a Clara, quien se acercó   —286→   pálida y temblorosa a ofrecerle el hombro-. ¡Adelante, todos! -concluyó señalando con su palo la calle.

Salimos todos. María Francisca recibió el encargo de cerrar la puerta y de seguirnos. Nuestra intrépida generala no consentía que nadie, ni la infeliz mujer medio idiotizada se quedase sin participar de la gloria que se prometía hacer conquistar a los patriotas.

-¡Viva la patria! -gritamos al poner los pies en la calle.

-¡Mueran los chapetones! Ahora sí, ahora debemos gritar: ¡mueran los chapetones!, hijos míos -exclamó la anciana con voz vibrante que dominaba las de los demás.

Tomamos, gritando siempre de aquel modo, la calle de los Ricos, que conducía directamente a la plaza. Las puertas de las casas se cerraban con estrépito y oíamos asegurarlas por adentro. Había a trechos, y principalmente en las esquinas, corrillos compuestos en su mayor parte de mujeres y muchachos, que se incorporaban a nuestra banda o los arrastraba ésta irresistiblemente consigo. Cuando llegábamos a la esquina de la Matriz, la abuela preguntó:

-¿Por qué no tocan las campanas?

Y un instante después, como si su deseo se realizara por encanto, comenzó a oírse el toque de rebato en la alta torre.

Grupos como el nuestro afluían por las otras esquinas. Por la calle del barrio popular de San Juan de Dios desembocaba el más numeroso de todos, conducido por el Mellizo y el Jorro, armados ambos hasta los dientes y dando muestras de haber continuado la mona sin descanso, desde la mañana del 25.

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-Ahora veremos a eses guapos -dijo la abuela con disgusto, cuando las dos bandas se confundieron fatalmente en la esquina que forman las dos calles.

Había un centenar de personas reunidas ya al frente del cabildo, y allí se agolpó la multitud, llenando poco después casi toda la plaza.

Llegaban de los alrededores de la ciudad campesinos armados de hondas y garrotes. Los carniceros, llamados mañazos, venían con largos cuchillos afianzados en sus palos, y sus mujeres les seguían provistas de las mismas armas.

La entrada del cabildo estaba guardada por dos centinelas; el resto de la guardia formaba en el zaguán; veíanse en el patio algunos hermosos caballos con lujosas monturas de terciopelo bordado de oro y plata y correajes enchapados. Los gritos no cesaban un instante; las campanas exhalaban esa especie de lamento fúnebre, aterrador con que anuncian el peligro y demandan socorro.

Los matones que hacía tres días capitaneaban a la chusma bullanguera, quisieron forzar la guardia del cabildo; pero retrocedieron a guarecerse asustados entre las mujeres, tan luego que vieron el primer fusil apuntado contra ellos.

-¡Que salga el gobernador! -dijo una voz de entre la multitud, y toda ella repitió en el acto: ¡que salga el gobernador! ¡que salga el prefecto! ¡queremos que salga don Mariano Antezana!

Un instante después apareció éste en la galería superior, seguido de algunos caballeros criollos del partido de la resistencia. Estaba sin sombrero y tenía un papel en la   —288→   mano. Era de mediana estatura, un poco grueso; su rostro sin barba, completamente rasurado, con ojos claros de mirada apacible, calva y espaciosa frente, rodeada de cabellos castaños, con muchas canas venerables, inspiraba respeto, pero nunca podía infundir temor a la multitud que lo había llamado y que lo saludó con una aclamación general.

-¿Qué hay, hijos míos? ¿volvemos a las andadas, incorregibles gritones? -preguntó tranquilamente.

-No queremos rendirnos... que no nos vendan... ¡que nos entreguen las armas! ¡mueran los tablas! -respondieron a un tiempo muchas voces.

-Es una locura, hijos míos -repuso el prefecto-. Dicen que don José Manuel Goyeneche viene de paz. Yo voy a entregar el gobierno al cabildo; pero declaro que soy patriota y que no pido compasión. Sí, paisanos, yo diré hasta lo último: ¡viva la patria!

La multitud contestó entusiasmada a este grito.

-Bueno -prosiguió el prefecto-; esto es lo que hemos querido todos... mucha sangre ha corrido ya por la patria; pero Dios lo ha dispuesto de otro modo.

-¡No, no! ¡eso dicen los cobardes! ¡nosotros no queremos rendirnos! ¡las armas! ¡ya veremos en qué paran los chapetones! -respondieron los de la banda del Mellizo.

-¡Que no vengan los chapetones! ¡No faltaba más! ¡que se vayan! ¿qué quieren en nuestra tierra? ¿por qué han de venir si no queremos nosotras? -gritaron las mujeres.

-¡Ya no hay hombres! ¡venga vuestra merced, señor gobernador! ¡aquí estoy yo que lo llevaré a verles la cara a esos pícaros guampos! -gritaba la abuela, teniendo por   —289→   delante a Clara más muerta que viva de terror, y a nosotros más entusiasmados que nunca a sus espaldas.

-Pero ¿qué voy a hacer, hijas mías? ¿Se ha visto una ocurrencia más loca que la de estas pícaras, endemoniadas mujeres? ¡Que se vayan! que no vengan, ¿eh? ¡Bueno! ¡ya se han de ir de susto, al oír los chillidos de estas furiosas y de los muchachos!

-¡No, señor! -exclamó aquí alguno de los caballeros que estaban con el prefecto-; el pueblo tiene razón... ¡a las armas! ¡viva la patria!

El clamoreo de la delirante multitud fue entonces tal, que nada podía oírse ya distintamente.

El prefecto -lo vi yo muy bien y no he podido nunca olvidarlo-, se volvió tranquilamente al que había hablado de aquella manera, y le dijo algunas palabras, retirándose todos de la galería. Un momento después se presentaron en la plaza a caballo. Uno de ellos corrió al antiguo convento de los jesuitas, en que estaban acuartelados los dispersos de las tropas de Arze y Zenteno que habían ido llegando a la ciudad, y se vio poco después salir a formarse en la calle un escaso batallón muy mal armado y peor vestido. La multitud, gritando siempre, invadió el cabildo y se apoderó de diez o doce cañones y más de cincuenta arcabuces que allí había. Todos se disputaban la dicha de poseer alguna arma. Las mujeres no querían ceder a los hombres las que habían caído en sus manos y defendían furiosamente la posesión de ellas. He visto ancianos que apenas podían arrastrarse y niños de ambos sexos que ostentaban triunfalmente en el aire las granadas de que cada uno se había apoderado.

En aquellos momentos llegaban a la plaza cuatro caballeros   —290→   criollos, montados en caballos cubiertos de sudor y espuma. El primero de ellos mostraba un pliego cerrado en la mano. Debieron ser la última comisión despachada por los prudentes, que volvía con alguna de esas respuestas amenazadores o evasivas de Goyeneche, que revelan la perversidad y la doblez de su alma: «La desleal provincia de Cochabamba ha colmado la medida de la clemencia», o «los buenos vasallos de su Magestad serán amparados por las armas del rey.»

Verlos la multitud y correr sobre ellos; rodearlos con gritos de burla y silbidos; arrojarles puñados de tierra, de tal suerte que quedaron envueltos en una nube de polvo, fue cosa de un instante, que más se tarda en decir. Confusos, aterrados no esperaron ellos, tampoco, ni hacerse oír ni menos aquietar los ánimos irritados, y cada uno zafó como y por donde pudo, desgarrando con las espuelas el flanco de su fatigada cabalgadura.

Era imposible ordenar de algún modo esa confusa y bullente masa popular, que sólo ansiaba salir al encuentro del ejército de Goyeneche. El buen prefecto tomó sencillamente la delantera; siguiéronle algunos caballeros; iban después los milicianos y escasos soldados; luego el Gringo y Alejo, las mujeres y los de la banda del Mellizo, arrastrando los cañones. Al pasar por la puerta de la Matriz, las mujeres pidieron a gritos la imagen de la Virgen de las Mercedes, la Patriota, herida ya en Amiraya. Pero el cura de la parroquia, don Salvador Jordán se presentó sobre el umbral, vestido de sobrepelliz con el hisopo en la mano y seguido de sacristán que le llevaba el acetre, y dijo:

-Nadie entra de este modo a la casa del Señor... ¡atrás!

  —291→  

-¿Por qué, señor cura? -preguntó la abuela-. Venimos por nuestra madre... no puede abandonarnos -gritó en seguida, y mil voces repitieron sus palabras.

El cura, sofocado de furor, roció con el hisopo a las mujeres, repitiendo:

-¡Atrás! ¡impiedad! ¡excomunión mayor! -y otras palabras que no parecían muy eficaces; pues iba ahogándolas el clamor de la multitud a medida que salían de sus labios, y las primeras oleadas avanzaban hasta él y retrocedían cada vez menos ante el hisopo.

-¡Sí, señor cura! -gritó a su lado una voz que me hizo estremecer de alegría-; ¡tienen razón! ¡que se lleven a la Virgen cuanto antes!

-¡Viva Fray Justo! -exclamaron las mujeres.

El cura miró con asombro a mi querido maestro.

-No hay remedio -continuó éste-; ¡que se lleven a Nuestra Señora de las Mercedes! ¡que la hagan ver sangre humana! ¡que la madre del Redentor, la reina de los ángeles vaya a oír blasfemias y aullidos de rabia y desesperación! ¡Como ella es igual a estas perdidas, nada importa que las balas la despedacen y le quiten la cabeza! ¡Ya se llevaron dos dedos de su mano en Amiraya!

A estas palabras inesperadas las mujeres bajaron humildemente la cabeza. Mi maestro conocía el secreto de reducir a la razón a las turbas populares. Había fingido ponerse de su lado para llamar su atención, y usaba ahora del lenguaje irónico que más le convenía.

-¡Ea! -prosiguió-; ¿por qué no se la llevan? Las balas le gustan mucho a Nuestra Señora... ¿Quién no sabe que ha sido imposible ponerle los dos dedos que le faltan   —292→   en la mano? El Cuzqueño... cabalmente creo que está allí con el Mellizo, puede contar lo que ha visto con sus propios ojos. ¡Tres veces quiso ponerle los dedos que él había hecho, y otras tres veces se cayeron sin poder pegarse de ningún modo! ¡Que venga el Cuzqueño! ¡que venga ese badulaque y diga si esto no es verdad!

Las mujeres temblaban.

-¡Vamos! ¿quién quiere entrar a llevarse a la Virgen?

Sollozos y gemidos respondieron a esta pregunta.

-Bien, hijas mías -dijo entonces el Padre, cambiando su tono irónico en profundamente tierno y melancólico-. La Virgen saldrá aquí, a la puerta, para dar su bendición a los que van a morir por la patria.

Y vi, lectores míos, yo vi en seguida la escena más conmovedora que recuerdo haber presenciado en mi larga vida de soldado de la independencia. La imagen fue expuesta en la puerta del templo sobre sus andas, sostenidas por cuatro de aquellas mujeres; el cura y el Padre agustino se arrodillaron a uno y otro lado de ella; la multitud se postró en tierra, y el canto dulce y tiernísimo de «la salve» resonó en medio del silencio que había sucedido a todos los gritos de furor, de muerte y venganza.

-¡Idos! -exclamó levantándose mi maestro-. Es una locura... ¡Dios os bendiga, hijas mías!

Y se cubrió el rostro con las manos, y su seno se agitó convulsivamente.

-¡Adelante! -gritó la abuela, y empujó a Clara, a la pobre Palomita, que apenas podía sostenerse sobre sus piernas.

Pasaba yo tras ellas, con mis amigos, por la puerta de la   —293→   torre que se abre sobre la plaza; gritaba ya otra vez como todos y me entusiasmaba la idea de asistir al combate y arrojar yo mismo una granada, cuando me sentí cogido de una oreja por unos dedos que parecían de hueso, y fui arrastrado al interior de la torre por una fuerza irresistible, cerrándose inmediatamente la puerta y dejándome en tinieblas.

Lancé un grito de rabia; me volví furioso, con los puños cerrados, contra el que así se atrevía a privar a la patria de uno de sus defensores, y... me encontré frío, mudo ante los chispeantes ojos de mi maestro, que brillaban inquietos en sus órbitas.

-Es una locura... ¡oh! yo la comprendo; yo iría a hacerme matar con ellos, hijo mío, si un deber muy grande no me ordenase ahora vivir aún para otro más desgraciado que yo -me dijo-. Pero tú, pobre niño -continuó con acento de paternal persuasión-, ¿para qué vas a presentarte débil, indefenso, desarmado, a los que más tarde puedes combatir mejor en defensa de la patria? ¡No!, yo no lo quiero... te mando no separarte de mí... ¡en nombre de tu madre!

Yo estreché fuertemente su mano descarnada entre las mías, e iba a rogarle que me permitiese volver al lado de la abuela; pero él se inclinó y murmuró a mi oído estas palabras, que bastaban para que le siguiese dócilmente hasta el fin del mundo:

-¡Por tu padre! Tú lo verás para cerrarle piadosamente los ojos en la hora de su muerte!

En seguida subió la escalera de la torre, y yo subí tras él hasta el primer cuerpo en que se abren las ventanas del campanario, donde me detuve para tomar aliento. El Padre   —294→   hablaba consigo mismo, paseándose agitado en el campanario desierto ya y silencioso.

-Es una locura... ¡Oh! ¡si nosotros tuviésemos las armas perdidas en Huaqui! ¡si pudiéramos ponernos de algún modo en comunicación con el resto de la tierra!... Pero, encerrados así en el fondo de nuestros valles, con la honda, y el palo, y el cañón de estaño, y la granada de vidrio por armas, ¿qué nos resta? ¡Morir!

-Ven -me dijo, deteniéndose súbitamente, y saltó a la bóveda del templo, por una de las ventanas que daban a ella, siguiéndole yo con menos agilidad a pesar de mis pocos años y largos ejercicios gimnásticos.

En aquel sitio dominante, desde el que se descubre toda la campiña, por sobre los rojos tejados de las casas de la ciudad, había ya algunas personas, entre las que vi al cura vestido de su sobrepelliz y al sacristán que, en su atolondramiento, lo había seguido con el acetre en la mano. Un caballero envuelto en su larga capa española, con el sombrero calado hasta las cejas, llamó la atención del Padre, y no tardó en reconocerle y entablar con él la siguiente conversación.

-¡Cómo! ¿vuestra merced por aquí, señor Andreu?

-Yo mismo en persona, Reverendo Padre. Antes de ayer me trajeron en mi cama a asilarme en una de las casas de este barrio. Hoy que la terciana me permite caminar y el peligro arreciaba para mí, vine a asilarme en el templo y he subido con el señor cura por curiosidad.

-En fin, ya se acerca don José Manuel de Goyeneche... ahora seremos nosotros los que busquemos un asilo y quién sabe no lo encontraremos ni en las entrañas de la tierra.

  —295→  

-¿No he dicho ya que el peligro arreciaba para mí?

-No lo entiendo. Vuestra merced se burla de mí, don Miguel.

-De ningún modo, Reverendo Padre. Un español peninsular, fidelísimo vasallo de su Magestad el rey don Fernando VII, que Dios guarde, puede correr hoy más peligro que el insurgente don Mariano Antezana. El hombre de las tres caras... ¿no es así como le llaman los patriotas?

-Sí, señor Andreu, así le llamamos por la triple misión que recibió de la Junta de Sevilla, de Pepe Botellas y de la infanta doña Carlota.

-Ese hombre no me perdonará jamás, por haber sido uno de los que le arrancaron la máscara, para que se viesen esas tres caras, que hacen la de un solo y verdadero intrigante.

-Y execrable americano.

Una ráfaga del viento del sud trajo hasta nosotros un confuso clamor, mezcla de todos los sonidos que puede producir la voz humana, que me recordó la comparación que hacía Alejo de los gritos y silbidos de los patriotas en Aroma con los de la multitud en la fiesta de toros de San Sebastián. Los dos interlocutores guardaron silencio, para ver entonces, desde allí, el increíble combate que iba a tener lugar entre un pueblo inerme y uno de los ejércitos mejor organizados, con todos los elementos de que podía disponer la secular dominación española.

Ligeras nubes blancas como gasas flotantes, simétricamente plegadas a trechos, hacían menos deslumbradora la luz del sol, que aparecía como un punto blanco en medio de un circulo irisado, fenómeno frecuente en aquel cielo y   —296→   aquella estación. Si yo creyera que la naturaleza toma parte en las sangrientas luchas de los hombres, diría que ella anunciaba así la bandera de la república, que al fin debía llamear después de muchos años, gracias a ese y mil otros sacrificios que parecían insensatos...

Al pie del Ticti, pico saliente de las colinas de Alalai, una gran nube de polvo, en cuyo seno se distinguían fugaces resplandores, anunciaba la aproximación del ejército de Goyeneche. La multitud que iba saliendo de la ciudad inundaba la colina de San Sebastián. La ciudad parecía completamente abandonada.

Reuniendo a mis propios recuerdos los minuciosos informes que recogí después, de muchas personas que presenciaron de más cerca los sucesos y tuvieron parte en ellos, voy a deciros ahora todo lo que pasó entonces y que no han dicho hasta aquí nuestros escritores nacionales, empeñados solamente en acriminar a Goyeneche.

El Gran Pacificador del Alto Perú Conde de Huaqui, a quien la conciencia de españoles y americanos daba en aquel momento sus verdaderos nombres históricos, por boca del fiscal Andreu y mi maestro, venía muy satisfecho a la cabeza de sus tropas, con su Pedro Vicente Cañete y numeroso estado mayor, creyendo que de un momento a otro vería salir a su encuentro al arrepentido pueblo de la ya sumisa Oropesa. Figurábase que vendría el clero por delante, con el palio que debía dar sombra a su laureada cabeza; que le seguirían el cabildo, justicias y demás corporaciones; que luego se presentaría una diputación de señoras con palmas en la mano y lágrimas en los ojos; que la multitud se agolparía por detrás, clamando: ¡piedad!   —297→   ¡misericordia! Se prometía él mostrarse sordo a la clemencia, severo, inexorable. ¡Era preciso que la rebelde ciudad expiase sus repetidas traiciones al amantísimo monarca! ¡Qué dirían sus valientes soldados a quienes había prometido hacer dueños de las vidas y haciendas de los insurgentes! Pero repentinamente oyó un clamor extraño, especie de carcajada y rechifla, que a un tiempo le arrojaba al rostro aquel pueblo siempre rebelde e indomable, y miró por el camino y no vio a nadie, y levantó la cabeza y a la izquierda, sobre la colina de San Sebastián, vio la realidad y despertó, para exclamar con rabia y desesperación:

-¡No hay más remedio que exterminar a esa incorregible canalla cochabambina!

Dispuso entonces que sus tropas -más de cinco mil hombres de las tres armas-, formasen en batalla, apoyando su derecha en el Ticti y su izquierda en las barrancas del Rocha, para adelantarse a paso de carga, de modo que las alas fuesen describiendo un semicírculo y se uniesen al fin al otro extremo de la colina de San Sebastián, encerrándola en un círculo de fuego y de acero, que se estrecharía destruyendo sin piedad a los patriotas. El terreno se presentaba enteramente despejado para esta maniobra. Era un llano arcilloso, horizontal, nivelado por la naturaleza, en el que apenas se veían a trechos raquíticos algarrobos. El cementerio público, que ahora existe al pie mismo de la colina, fue construido muchos años después, durante el gobierno del Gran Mariscal de Ayacucho. La pequeña aldea de Jaihuaico era una sola casa de hacienda con una pequeñísima capilla.

  —298→  

Los patriotas habían colocado, entre tanto, sus cañones de estaño en la Coronilla, aprestándose a servirlos hombres, mujeres y niños indistintamente, bajo la dirección del Gringo y de Alejo, animados por la voz incesante de la abuela. Los que tenían fusil, arcabuz, honda o granadas se formaron confusamente para defender los costados. Una multitud completamente inerme de mujeres y niños se agitaba por detrás, rodeando a Antezana y los caballeros que le acompañaban. Ni un instante se interrumpían los gritos de insensato desafío, los silbidos de burla, las inmensas carcajadas que llegaban hasta mí, agitándome con estremecimientos nerviosos y arrancándome lágrimas de furor y de vergüenza. Más de una vez estuve a punto de correrme y bajar a brincos la escalera, para volar a donde creía estaba mi puesto; pero una mirada del Padre me contenía, y volvía yo a mirar al través de mis lágrimas la colina lejana en donde iba a morir un pueblo desesperado. De allí partieron los primeros disparos de cañón y de arcabuz. Las tropas enemigas seguían avanzando a paso de carga, y sólo rompieron el fuego general cuando se vieron a distancia de ofender. El clamoreo de la multitud creció entonces, como un inmenso alarido de rabia y de dolor, que debieron arrojar todas aquellas bocas al ver derramamiento de la primera sangre. Vi, también, desde aquel momento, correr por el lado en que la colina desciende suavemente a la plaza de su nombre, muchas personas intimidadas, notando que eran más los hombres que las mujeres; y he sabido posteriormente que aquel ejemplo de cobardía lo dieron el Mellizo, el Jorro y los más bulliciosos de su banda.

  —299→  

Menos de una hora tardaron las tropas de Goyeneche en rodear completamente la colina. Quedaban sobre ella como doscientos patriotas de ambos sexos y de todas las edades, niños que sus madres abrazaban con desesperación contra su seno, jóvenes que iban a vender caras sus vidas, ancianos que no tenían fuerzas para arrojar una piedra certera a sus enemigos. El prefecto Antezana y los caballeros de su comitiva, consiguieron salvarse merced a la ligereza de sus caballos, no sin recibir la mayor parte de ellos alguna herida y sin dejar a dos muertos en el campo.

Más tiempo que el combate -le llamo así porque no quiero contrariar el parte de Sr. Conde de Huaqui-, duró el exterminio, la matanza sin piedad de los que se encontraron sin salida en aquel círculo de muerte, que se hacía más insuperable cuanto más se estrechaba. Los soldados de Goyeneche no dieron cuartel a nadie, ni a las mujeres que se arrastraban a sus pies... Era la hora de matar; había tiempo de satisfacer otras brutales pasiones en la ciudad, cuya suerte les había entregado su general...

Voy a deciros lo que fue de algunas personas humildes, cuyos nombres no figuran en la historia, pero que tantas veces han aparecido en esta de mi oscura vida.

Clara, la pobre Palomita, se había desplomado desmayada delante de la abuela a los primeros disparos, y fue salvada sin conocimiento por las mujeres que comenzaron a huir con el Mellizo y su digno compañero. Dionisio ocupó su lugar y cayó con el cráneo destrozado. Mi amigo Luis le sucedió resueltamente, y su voz resonó con la de la anciana hasta que una bala le atravesó los pulmones. Su padre, el Gringo, hizo prodigios de valor, sirviendo con   —300→   Alejo los cañones de estaño. Cuando vio perdida toda esperanza de salvarse, cuando advirtió, sobre todo, que los implacables soldados de Goyeneche mandaban arrodillarse a los patriotas, exclamó en francés:

-Non, sacré Dieu! non, par la culotte de mon père!

Y revolviendo contra su pecho la boca del cañón que había cargado de metralla, encendió la ceba, y cayó lejos despedazado.26

Alejo, más feliz que él, sintió subírsele la sangre a la cabeza, se acordó de Aroma, embistió al primer granadero que se le puso por delante, le arrebató su fusil y escapó de la muerte, herido de todos modos, sin saber él mismo cómo, merced a sus hercúleas fuerzas y a la ligereza de sus piernas.

Los vencedores encontraron en la Coronilla un montón de muertos, cañones de estaño desmontados, medio fundidos, y, sentada en las groseras cureñas de uno de ellos, teniendo a dos niños exánimes a sus pies, una anciana ciega, de cabellos blancos como la nieve.

-¡De rodillas! Vamos a ver cómo rezan las brujas -dijo uno de ellos apuntando el fusil.

La anciana dirigió de aquel lado sus ojos sin luz, recogió en el hueco de su mano la sangre que brotaba de su pecho, y la arrojó a la cara del soldado antes de recibir el golpe de gracia que la amenazaba!

¡Sin embargo de todo esto, los historiadores de mi país apenas hablan de paso del «combate de los cañones de   —301→   estaño»! ¡No han visto lo que dijo de él la prensa de Buenos Aires y repitió la de toda América y tuvo más de un eco más allá del Atlántico!

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Creí haber puesto punto final a este capítulo; pero Merceditas que no me deja en paz ni un momento, y quiere tener parte hasta en la redacción de mis memorias, y viene a leer por sobre mi hombro lo que escribo,27 me dijo repentinamente:

-Yo pondría aquí cuatro renglones de un libro que conozco y tuvo gran nombre en tiempos gloriosos para tu patria.

-¿Y cuál es? -le pregunté sonriéndome con suficiencia, porque tengo la debilidad de creer que sé más que ella, por más que muchas veces me haya convencido de lo contrario.

Ella tomó de mi estante el pequeño volumen de La educación de las madres, por AIMÉ MARTIN; lo abrió en la página que tenía señalada con una cinta de los tres colores nacionales, y lo presentó a mis ojos.

-¡Tienes razón, y la tienes siempre en todo, mujer de mis pecados! -exclamé al punto, y copié del libro lo siguiente:

  —302→  

«La América de los Estados Unidos es un mundo nuevo que nace para las nuevas ideas... Tal será la América del Sud después de su triunfo; porque no puede dejar de triunfar la nación en que las mujeres combaten por la causa de la independencia y mueren al lado de sus hermanos y de su marido. Ha de triunfar la nación en que un oficial pregunta cada noche en presencia del ejército: "Están las mujeres de Cochabamba?", y en que otro oficial responde:"Gloria a Dios, han muerto todas por la patria en el campo de honor"

-¡Tienes razón! -volví a decir en seguida-. Yo me acuerdo que la primera noche en que pasé lista como tambor de órdenes en el ejércitoporteño de Belgrano, oí esas mismísimas palabras con una emoción que no te puedo explicar, ni se explica de otro modo que con lágrimas. Aquel gran hijo de América, de quien tengo yo que hablar mucho y a mi modo, pidiendo para él la eterna gratitud de mi país, había querido estimular el valor de sus soldados honrando a las mujeres de Cochabamba de la manera que el ejército francés honraba la memoria de su primer granadero La Tour d'Auvergne.

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Después de muchos años, veo con orgullo muy bien tratado este punto por el ilustre historiador argentino Mitre. Dice así:

«Cediendo a la influencia de las autoridades, los cochabambinos enviaron una nueva diputación a Goyeneche... Pero no era esta la resolución del pueblo: resuelto a perecer antes que rendirse se reunió en la plaza pública en número como de mil hombres, y allí interrogado por las autoridades   —303→   si estaba dispuesto a defenderse hasta el último trance, contestaron algunas voces que sí. Entonces las mujeres de la plebe que se hallaban presentes, dijeron a grandes gritos, que si no había en Cochabamba hombres para morir por la patria y defender la Junta de Buenos Aires, ellas solas saldrían a recibir al enemigo. Estimulado el coraje de los hombres con esta heroica resolución, juraron morir todos antes que rendirse, y hombres y mujeres acudieron a las armas, se prepararon a la resistencia, tomando posesión del cerro de San Sebastián, inmediato a la ciudad, donde aglomeraron todas sus fuerzas y el último resto de sus cañones de estaño. Las mujeres cochabambinas inflamadas de un espíritu varonil ocupaban los puestos de combate al lado de sus maridos, de sus hijos y sus hermanos, alentándolos con la palabra y con el ejemplo, y cuando llegó el momento, pelearon también y supieron morir por su creencia.

»A pesar de tan heroica perseverancia, a pesar de tanto sacrificio sublime, Cochabamba sucumbió»...

Estas cosas deben ser recordadas de todos modos: en los libros, en el bronce, en el mármol y el granito. ¿Por qué no erigirían mis paisanos un sencillo monumento en lo alto de su graciosa e histórica colina? Una columna de piedra, truncada en signo de duelo, con un arcabuz y un cañón de estaño -precisamente de estaño y tales como fueron-, y con esta inscripción en el basamento: «27 de mayo de 1812", serviría mucho para enseñar a las nuevas generaciones el santo amor de la patria, que ¡vive Dios! parece ya muy amortiguado.