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ArribaAbajoCapítulo III

Las ciencias naturales



ArribaAbajoLa botánica

«Nessuno puó negare il contributo immenso che dette la Spagna alla conoscenza delle piante esotique, al loro uso nella agricultura ed alla terapeutica», dice el Dr. Paoli, conocido historiador de las ciencias naturales en el período de la conquista.

Demasiado absoluta es su afirmación, pues la tendencia general en los historiadores criollos hasta hace pocos años ha sido la de negar tal contribución o regatearle todo mérito, subrayando en cambio sus graves deficiencias.

En este espíritu que por aquel tiempo se consideraba patriótico, es decir, antihispanista, están inspiradas algunas de las monografías históricas publicadas con motivo de su cincuentenario por la benemérita Sociedad Científica Argentina.

La relativa a los estudios botánicos, obra del más autorizado de los especialistas argentinos, desaparecido cuando todavía se podían esperar frutos sazonados de su capacidad, está inspirada, según declara, en la «libertad absoluta, sin reatos ni limites». «Ni concibo -dice-   —117→   prohibiciones, ni sometimientos, ni censuras de ninguna especie. Busco la interpretación de la naturaleza dentro de sí misma y me son ajenos los factores sentimentales o llamados de conciencia».

Loable ilusión que cabe ver realizada, si quiera parcialmente, cuando el hombre dialoga con la naturaleza, pero imposible, aun en los espíritus menos apasionados, cuando el hombre dialoga con otros hombres que engendraron odios o antipatías y pretende juzgarlos fríamente con el alma rezumante de pasión. Pero no hay disimulo ni doblez en la monografía aludida, pues a renglón seguido de proclamar su liberación de factores sentimentales, confiesa que ha sido escrita «ofrendando en el santuario de la patria».

«Libertad y patriotismo han sido mi divisa», proclama el autor. Noble y santa divisa, pero contradictoria; pues nada coarta la libertad del pensamiento ni nubla los ojos del historiador -decía el P. Feijóo- como el patriotismo. He aquí, pues, una obra del mismo corte y estilo que la clásica de Vallín Bustillo, igualmente inspirada en el santo patriotismo: pero como se trata de dos patriotismos que durante muchos años se consideraban enemigos irreductibles, claro es que las conclusiones de ambas historias sobre los mismos hechos resultan diametralmente opuestas80. No es tarea fácil extraer   —118→   substancia objetiva de una larga serie de afirmaciones contradictorias cuando no vienen apoyadas en documentos o autoridades inobjetables, grave omisión que suele caracterizar estas historias patrióticas, las cuales no se proponen convencer, sino simplemente conmover a los fieles comulgantes en su dogma, enfervorizándolos en su fe.

Razón sobrada tiene el Dr. Hicken al afirmar que el espíritu del siglo XV no era el más adecuado para impulsar el conocimiento científico de las plantas; pero es de lamentar que su programa lo lleve a localizar el hecho universal explicando el escaso interés hacia la investigación de la flora americana por «el concepto que se tenía entonces en España de las ciencias naturales».

Quede para los historiadores el dilucidar si los móviles de la conquista fueron tan deleznables y vitandos como se afirma en esta monografía citada, pero su autor nos parece demasiado exigente cuando echa de menos en aquellos hombres corajudos, cada día más admirados, una formación filosófica superior a la aristotélica, que por entonces dominaba en el mundo.

«Llegaron, pues, los primeros exploradores al Río de la Plata con el bagaje aristotélico, casi completamente analfabetos, con un espíritu milagrero y disposición ya preconcebida de someterse todo a la aprobación eclesiástica, sin libertad ni iniciativas en lo que al estudio y filosofía se refería.»



Demasiado halagador suena este juicio sobre los conquistadores, al atribuirles un bagaje aristotélico   —119→   de que carecían casi todos; tenían, en cambio, en grado sumo, aquellas cualidades primarias humanas: coraje, astucia, sobriedad, fe..., que eran las adecuadas para la magna empresa; interesante sería el averiguar cómo se habría desempeñado una expedición de conquistadores formada por filósofos, ya aristotélicos o positivistas.

Imperfectas son sin duda81 las descripciones de las plantas descubiertas en las expediciones militares, cuyo objeto no era precisamente herborizar; pero la cantidad de plantas exóticas introducidas en Europa es innumerable; y aunque no siempre fueran acompañadas de sus nombres latinos, como lamenta el insigne botánico argentino, conocieron suficientemente sus propiedades alimenticias o medicinales, enriqueciendo considerablemente los conocimientos botánicos de Europa e imprimiendo avance incalculable a la agricultura y a la farmacopea. Los nombres latinos se los han puesto después eruditos especialistas, más cómodamente instalados que los descubridores.

Nos limitaremos a extractar las afirmaciones de los entendidos en esta disciplina, bajo la garantía de su autoridad82, y a citar a los investigadores   —120→   que realizaron obra más original.

El más famoso de todos, que según Paoli merece el nombre de padre de la Farmacología, es Nicolás Monardes, médico sevillano, «il primo scienzato che si occupó delle piante medicinali americane». Su obra de 1565, «Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias...», fue traducida a varias lenguas y ha sido reproducida en lujosas ediciones.

Francisco Hernández estudió desde 1571 a 1577 las plantas americanas, y a su regreso hizo dibujar 1.200 especies.

Al jesuita José de Acosta se debe (1578) el conocimiento de la yuca, chuñu, ocas, camotes, fresa de Chile, manguey, guayavo, palta, chicozapote, ananás, granadilla, liquidámbar, anime, incienso, tacamahaca, caraña, zarzaparrilla. Sobre esta figura señera de las ciencias físicas, naturales y aun morales, llamada con   —121→   justicia «el Plinio del Nuevo Mundo» preparamos una monografía.

Es preciso recordar, asimismo, a fray Bernardino de Sahagún, Vargas Machuca, Alonso de Zorita, Juan Bauhino y Gaspar Bauhino, el inca Garcilaso de la Vega y tantos otros, cuya bibliografía puede verse en la obra de Vallín.

«L’influsso -dice Paoli- che produsse la Spagna con la scoperta del nuovo mondo sopra la botanica fu veramente inmenso, perche con le nuove droghe si arriccí la farmacologia di nuovi rimedi che ebbero grande importanza nelle terapeutica e nella agricultura. Si può dire che si aprí un nuovo campo di studi i quali produssero una completa rivoluzione nello sviluppo della scienza»83.



No arriesgándonos a opinar por propia cuenta, transcribiremos también el autorizado juicio de Parodi, mucho más ecuánime y comprensivo que alguno ya citado: «Es justicia señalar que dichos cronistas, sin haber sido   —122→   botánicos ni agrónomos, nos hayan dejado obras tan notables sobre tales materias, elaboradas con criterio científico y llenas de documentos originales. Sin ningún reparo puede afirmarse que Fernández de Oviedo ha sido el primer naturalista que reseñó metódicamente, haciéndolas conocer en Europa, las plantas más útiles de la flora americana. Los libros VII, VIII, IX y X, que tratan de la agricultura y de las plantas útiles, publicados en 1535, aunque tenga algunos errores, inevitables en aquella época, son reliquias etnobotánicas de las que, aún hoy, se siguen extrayendo datos de singular valor científico.

Es digno de ser notado el criterio con que el padre Cobo establece los métodos que se han de usar para distinguir las plantas cultivadas americanas de las introducidas de Europa (Lib. 4, cap. 1), previendo así un problema que recién en el siglo XIX encararían nuevamente dos botánicos eminentes como Humboldt y De Candolle.

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Barco de guerra atacado (según Gesner, 1598).



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ArribaAbajoLa minería y la metalurgia

Capítulo grandioso de la obra colonizadora es el relativo a la metalurgia. No entraremos a analizar las acusaciones de que han sido objeto los conquistadores por la actividad que pusieron al servicio de la explotación minera del Nuevo Mundo. La «auri rabida sitis» no fue ciertamente creación suya, y, como dice Clavero, la padecían igualmente todos los que en el grave proceso incoado por la posteridad «actuaron de acusadores, de jueces y de testigos». Les faltó, sin embargo, a éstos la magnífica ocasión que aquéllos tuvieron, y solamente quienes en igual situación hubieran procedido de modo diferente tendrían autoridad moral para actuar como fiscales.

El modo y manera cómo los colonizadores desarrollaron su actividad minera, la invención de nuevos métodos para el laboreo, el método racional de la explotación y la técnica perfectamente científica como fruto de pacientes estudios de investigación, que llegaron a crear, según declaran los especialistas, son la mejor respuesta a los lugares comunes rezumantes de esa inquina que suele despertar el éxito ajeno.

Empíricos fueron ciertamente los primeros métodos de laboreo, para ir ascendiendo a la   —124→   doctrina sistemática, que condensa en principios fundamentales aquellas reglas prácticas sorprendidas primero por el espíritu de invención y disciplinadas más tarde por el razonamiento al ascender del hecho a la idea. «Esta escala de progreso -sigue diciendo Carracido- aparece completa en el desarrollo de la metalurgia en el Nuevo Mundo. Empieza por el asombroso invento de Bartolomé de Medina, producto de la intuición que se apodera de los resultados sin tocar en los antecedentes y termina con el Arte de los metales, de Álvaro Alonso Barba, tratado doctrinal que presenta en orden sistemático los hechos antes inconexos.»

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Elaboración de minerales de oro y plata en el siglo XVI. (Según la Cosmografía de Münster, 1550).

Resumiremos en pocas líneas los progresos logrados en este intervalo de tiempo, que abarca desde 1554, fecha de la llegada del sevillano   —125→   Bartolomé de Medina a Méjico, hasta la famosa obra de Barba, que no aparece hasta entrado el siglo XVII.

El arte minero del beneficio de la plata por amalgamación fue introducido por Medina. «El cual beneficio -dice el Dr. Luis Berrio de Montalvo en su Informe de 1643- traxo a esta Nueva España, habrá 80 años, Bartolomé de Medina, minero de Pachuca sin más arte que haber oído decir en España que con azogue y sal común se podía sacar plata de los metales a que no se hallaba fundición»84.

Según dice Paoli «gli spagnoli furono i primi che trattarono di introdurre in Alemagna questo procedimento alla fine del secolo XVI». En efecto, Juan de Córdoba (1588) ofreció a la corte imperial extraer por medio del azogue la plata de cualquier mineral, con poco costo y en 8 a 10 días; pero habiéndome sido entregados minerales de desecho...». Pobres en verdad serían las muestras en que el método de Medina dio tan escaso resultado, pues, según asegura Velasco, «el sacar el metal con azogue se tiene en la Nueva España por mui acertado, porque se labran minas que tenían perdidas».

Pero el método -que Carracido calificó de   —126→   asombroso- no habría sido realizable sin el descubrimiento del portugués Enrique Garcés, que al observar el limpe o tierra bermellón con que los indios se teñían la cara, reconoció el cinabrio. «Hizo con este motivo -dice Vallín- en 1557 repetidas experiencias en las minas mismas de donde procedía, necesitando al efecto recorrer las provincias de Caxatambo, Guaylos, Guama y toda la cordillera hasta Guamanga. Débesele, pues, si no el descubrimiento del azogue en América, la revolución económico-industrial que ocasionaron sus experimentos y ensayos en el beneficio de la plata en el Perú» (pág. 113).

El entusiasta panegirista supone que Garcés era español, pero, según Paoli, era portugués, y vivió muchos años en Castilla trabajando en las minas de Almadén. Montesinos dice, en efecto: «Había visto en el Almaden el metal del azogue, y conoció que era de aquella manera».

El método de la amalgama para el beneficio de la plata se lo atribuye también al valenciano Mosén Antonio Boteller, que en su memorial de 1562, dirigido al rey, se proclama «primer artífice e inventor de sacar plata de los metales por la industria y beneficio de el azogue, ansi en la Nueva España como en estos vuestros reinos». Si, como dice Paoli, Boteller ayudó a Medina en sus experimentos, y este fue el verdadero inventor del método, como asegura González en su estudio sobre las minas de Guadalcanal (aunque parece que en España ya se usaba), no cabe duda de que el ansia de inmortalidad científica pudo más que   —127→   los frenos impuestos por su religión y su investidura sacerdotal, y hasta le hizo flaquear la memoria, ya que en la real cédula de 1557 se le comisionaba en estos claros términos: «Y pues dicen que el azogue es muy provechoso para beneficiar los metales y sacar dellos la plata a menos costo que con otros instrumentos que se usan, y que por esto se ha comenzado usar dello en la Nueva España, informaros heis bien de como en ella se hace, y haréis la prueba dello en las minas de Guadalcanal» (cit. Paoli, pág. 56).

Mientras tanto aparece en España la gran obra «Repertorio perpetuo o Fábrica del Universo» (Toledo, 1563), y poco después «De re metallica» (1569), debidas ambas al «Magnifico caballero Bernardo Pérez de Vargas». Esta última fue traducida al francés y muy estimada como tratado práctico de minería. Estas publicaciones divulgan el método de la amalgama, que pronto pasa al Perú salvando de la ruina la explotación del fabuloso Potosí, que ya estaba en plena decadencia. Tal fue la obra de Pedro Fernández de Velasco, que sustituyó el método de fundición por el de amalgamamiento hacia los años 1571-1572, «no sin gran contrariedad -dice Vallín- de otros mineros, que habían hecho anteriormente ensayos infructuosos sobre el beneficio por el azogue». «Velasco hizo algo más que copiar el método; un sistema nuevo, por la distinta naturaleza de los minerales de Potosí respecto de los de Nueva España, siendo justo considerarle bajo este concepto como el verdadero reformador de la minería peruana.»

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No fue la de Mosén Boteller la única disputa sobre la prioridad de descubrimientos e invenciones en el arte de la minería. Los hermanos Corzo (Carlos y Juan Andrés) inventaron -dice Paoli- un procedimiento metalúrgico de extracción de la plata «empleando el hierro en raeduras», puesto en práctica por primera vez en 1587, según la relación que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid (Ms. Cod. J. 58), en la que se dice que se notó «mayor rendimiento de plata y menor pérdida de azogue». En otro Ms. se describe un perfeccionamiento debido a Garci-Sánchez y Gabriel de Castro, que consistía en «amolar hierro en piedras, echando las moleduras de lo mezclado con azogue». Ambos pretendieron la prioridad en el descubrimiento; pero parece demostrado que la idea la tomaron de los Corzo.

Rodrigo de Torre Navarra sustituyó la leña por el esparto, y de tal modificación, que pareció impuesta por la necesidad, dice Acosta «que fue la cosa de más importancia que en materia de haciendas se ha hecho en estos reinos en servicio de S. M., porque no se hubiera sacado de cien partes una, del azogue que se ha sacado, ni era posible".

El horno de javeca fue introducido por Pedro Contreras en los últimos años del siglo XVI. Según describe Montesinos en sus Memorias antiguas85 «es el horno de javeca a modo de fogón. Las ollas tienen la forma d e canjillones parejos sin la coñidura de en medio. Cada horno se carga con 15 arrobas de metal   —129→   reconable, no siendo ni el más rico ni el más pobre, saca arroba y media de azogue».

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Explotación minera del siglo XVI. (Libro de Agrícola, 1580).

Gran progreso parecen haber producido las tales javecas, pues hasta 1596 «se sacaba azogue   —130→   de Guancavélica con mucho trabajo porque non había forma en los hornos»; pero pronto fueron sustituidos por los hornos llamados busconiles, que inventó en 1633 Lope de Saavedra. Años más tarde Juan Alonso de Bustamante, mayordomo de las mismas minas, visitó las minas de Almadén y propuso en su memorial a S. M., «mejorar las obras de las minas, sacar más azogue, y a menos costo y aprovechar con utilidad los minerales que el beneficio en retortas no permitía utilizar». Aceptada que fue su propuesta construyó en 1647 un horno de «aludeles o arcaduces» con tan lisonjero éxito que por decreto real fue nombrado superintendente de las minas de Almadén, caballero de Santiago, encargado de los nuevos hornos, siendo propuesto en 1649 para el corregimiento de Cuzco; pero la propuesta fue rechazada por el Consejo de Indias, fundado en que no era el verdadero inventor del método, como él presumía, sino simplemente un introductor en España, mientras que el auténtico inventor era Lope de Saavedra, que construyó los hornos busconiles en Guancavélica, según consta en documentos fehacientes86.

Abundaban entonces como ahora los plagiarios, pero la actitud de rigurosa justicia asumida por el Consejo no es muy frecuente en nuestros días.

Retrocediendo al siglo XVI es justo citar diversos   —131→   nombres que aportaron ciertos perfeccionamientos a la técnica minera y que no caben en tan breve resumen. Tales son Juan Fernández Montano, que en 1588 mejoró la extracción del mercurio mediante la adición de «salmuera, copaquirí y estiércol de caballo», dando diversas fórmulas y recetas según la clase de los minerales87. De Jorge Fonseca, se poseen dos manuscritos que Paoli califica de importantísimos88 sin precisar las novedades que en ellos haya, Francisco Blanco fue técnico en Guadalcanal, y en 1566 informó sobre el lamentable estado de las minas89.

Importante en alto grado, según aseveran los entendidos en técnica minera, fue el perfeccionamiento de la amalgamación de los minerales de plata logrado por el vecino de Tasco, Juan Capellín. En el privilegio que le otorgó el virrey de Méjico en 157690 se describe   —132→   el método que permitía a Capellín extraer del mineral cernido «dentro de cuatro días se sacaría la plata en tanta cantidad que con un quintal de azogue se sacarán más de doscientos marcos de plata...»

El nombre de este ingenioso investigador ha pasado a la historia de la minería unido a la pieza llamada capellina que ideó para la destilación de la amalgama91.

Tales parecen haber sido los inventos técnicos debidos a los colonizadores hispánicos en el arte de la minería. Pasemos ahora, trazando la debida frontera divisoria, a reseñar las obras de carácter expositivo, importantes sin duda para desarrollar la historia de la minería, pero ciertamente de jerarquía inferior a los trabajos de investigación que hemos mencionado.

Fernández de Santillán escribió sobre las minas de Potosí92. Antonio Alcaraz de Mesa, alcalde mayor de las minas de Fresnillo en Méjico, redactó una relación sobre ellas en 1585, en la que se encuentran importantes datos para la historia de la minería en Méjico93. Interesante también desde el punto de vista histórico es la relación de don Pedro de Alvarado   —133→   94 en que describe los volcanes de Guatemala, la abundancia de azufre, etc.95. Otro memorial que cita Piñelo como interesante es de Arteaga y Mendiola96.

El sevillano Juan Cárdenas era de formación científica sólida, que se revela en su famosa obra de la que sólo apareció «Primera parte de los problemas y secretos maravillosos de las Indias», Méjico 1591, que es un tratado enciclopédico de la naturaleza mejicana y en especial de la mineralogía, con ciertas pretensiones de construcción teórica, explicando a su manera las transformaciones químicas y deshaciendo los errores comunes entre los mineros. He aquí un párrafo:

«El beneficio de los metales por el azogue, no es otra cosa que cuestión de simpatías y antipatías, siendo las primeras el origen de la unión del azogue a la plata, auxiliada por el calor que le presta la salmuera, como podría presentarse por otro mineral caliente. La antipatía entre el calor y el azogue, ambos de naturaleza opuestas, es la causa de la pérdida de este último en el beneficio y no la conversión del azogue en plata como pretendían los mineros».

(Cit. Bib. amer. de Lecrerc. París 1878.)                




Relación también famosa es la de Pedro Cieza de León, relativa al Perú97, que alcanzó diversas   —134→   ediciones en 1553, 1554, 1560, habiendo sido traducida al inglés por Stevens en 1703 y que no ha muchos años ha sido reeditada en castellano.

Otra obra histórica interesante es la de Juan Canelas Albarran98, donde, entre otras muchas cosas reseña la explotación de Potosí. También el manuscrito de Tristán Sances, titulado «De Virreyes y Gobernadores», trata incidentalmente el tema. Pero mucho más importante es la obra impresa de Juan Lorenzo Palmireno que, según Paoli, representa el estado de los conocimientos científicos de la época y servía de fuente de información a los estudiosos de su tiempo99. Interesantes también son la de Tejada, Inocente Tellez, Juan Pedroso, edición, ampliada por Suárez de Figueroa, de la obra de Garzoni100 con el título de «Plaza universal de todas las ciencias y artes», que no apareció hasta 1615, y la obra original de don Juan de Solórzano y Pereira, oidor en Lima, importante sobre todo para estudiar la organización de las minas y su régimen de trabajo101.

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La índole de esta reseña impide ocupar mayor extensión, pero merecen ser citados siquiera los autores de otras obras y relaciones que puedan ilustrar el estudio de este período brillante de la técnica hispánica: Lope Díaz de Mercado, Freyle Juan Diez, Diego López, Lozano Machuca, Alonso Maldonado de Torres, Antonio Mendoza, Francisco Mendoza, Ovalle y Guzmán, Alonso Pérez, Benito Xuarez, Juan de Tejada, Inocente Tellez, Juan Pedroso, Alonso Peña Montenegro, Miguel Rojas, Iván Vázquez de Serna, Pedro Xerez de Alloa, Francisco Romero, Juan de Valencia, Fernando Torres.

Finalmente, merece capítulo aparte la gran figura de Álvaro Alonso Barba, cuyo famoso «Arte de los metales» ha merecido monografías laudatorias de diversos especialistas, pero que sale de los límites de esta relación por corresponder plenamente al siglo XVII.

De esta obra fundamental se han hecho modernamente ediciones comentadas en España, Méjico, Bolivia, etc., y este solo hecho es indicio suficiente de la capital importancia del libro y de su egregio autor102.

NOTA.- Alguna noticia hemos dado en capítulos anteriores sobre las concepciones medioevales de especies   —136→   animales sólo existentes en la fantasía, y de algunas supervivencias en los primeros relatos de los cronistas. Sin duda habría materia para un capítulo especial sobre el influjo del Descubrimiento en la Zoología, desarrollando estos puntos: 1º Especies animales nuevas (puma, yaguareté, bisonte, semivulpa, pájaros moscas o picaflores, murciélagos, micos, quemí, hutia...) 2º Tránsito de la zoología descriptiva (bestiarios) a la científica, por la comparación de especies, problemas de origen, etc. El P. Sánchez Labrador se preguntaba en el siglo XVIII: «En esta parte del mundo se hallan especies no vistas en otra parte del mundo, ¿quién los condujo y por qué caminos de tierra o de agua?» Ya hemos recordado que fueron los grandes mamíferos fósiles de las pampas y la fauna de las islas americanas quienes sugirieron a Darwin la idea del transformismo. Y bueno es citar la autorizada opinión de Casey A. Wood, que atribuye al conocimiento de las nuevas especies el nacimiento de la anatomía comparada.

Otros puntos interesantes, como la fundación de museos y parques zoológicos, pueden verse citados en la ponencia del profesor Cabrera para el Coloquio de la Institución Cultural Española (1942).

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Instalación de bombas en una mina (según la obra de Agrícola, 1580).





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ArribaAbajoCapítulo IV

Notas y complementos



ArribaAbajo Leyenda negra y leyenda rosada

Sin ánimo de entrar en la antigua y siempre envenenada polémica sobre la leyenda negra creada en torno de la colonización española, parece oportuno, con motivo de la fecha que conmemoramos este año103, meditar (dentro del campo científico, único transitable para nosotros) sobre el camino conducente a la rectificación de apreciaciones erróneas o malévolas, procurando poner las cosas en su punto y aproximarnos así en lo posible a la verdad, siempre inaccesible, y mucho más en cuestiones como ésta, oscurecida por pasiones e intereses.

El laudable sentimiento patriótico que ha exaltado a los vindicadores del buen nombre español desde la remota fecha de 1782, en que M. Masson de Morvilliers lanzó al mundo su insidiosa pregunta, los ha conducido con frecuencia a sacarlas cosas de su justo equilibrio,   —139→   creando otra leyenda rosada, que ante el juicio imparcial de los historiadores serios ha hecho a la noble causa tanto daño como la otra.

Mezclando y barajando algunos valores positivos que puede exhibir España justificadamente, como aporte a la Ciencia universal, con infinidad de patrióticas inexactitudes, y aun dislates, por falta de información adecuada y de estudio comparativo, ha caído tal descrédito global sobre este género de literatura vindicadora, que los historiadores extranjeros siguen imperturbables, omitiendo aquellas citas favorables que ya están plenamente justificadas, cuando no continúan prodigando dicterios denigrantes o juicios despectivos, como único comentario.

Reflejo de tal juicio, tan injusto como difundido, es el párrafo de Wells, imaginativo novelista, pero mediocre historiador: «Fue una desgracia para la ciencia, que los primeros europeos que llegaron a América fuesen españoles sin curiosidad científica, los cuales sólo tenían sed de oro, y, movidos por ciego fanatismo, todavía exacerbado por una reciente guerra religiosa, solamente hicieron muy pocas observaciones interesantes sobre las costumbres e ideas de estos pueblos primitivos. Los asesinaron, los robaron, los esclavizaron, pero no tomaron ninguna nota de sus costumbres».

Con este mismo espíritu está redactada alguna de las monografías históricas que publicó hace algunos años la Sociedad Científica Argentina; y tarea fácil sería multiplicar las citas de igual tendencia, agriamente despectiva.

Es evidente que no cambiará este criterio,   —140→   arraigado durante siglos, sin una acción organizada e inteligente, encaminada a restablecer la justicia, sin exageraciones contraproducentes ni lirismos ineficaces, aportando toda la documentación fidedigna más seria y convincente de que se pueda disponer. Labor nada fácil, en verdad; pues el genio español se encauzó preferentemente por las sendas del arte, o de la acción, con detrimento de la creación científica desinteresada; larga tarea que exigirá estudiar a conciencia las obras originales españolas y compararlas serenamente, concienzudamente, técnicamente, con las de su época, aparecidas en otros países; empresa de carácter netamente científico que debe encomendarse a especialistas si se encuentran con tiempo y capacidad suficiente para la pesada tarea, o a jóvenes becados que consagren a esta minuciosa faena su entusiasmo y su laborioso esfuerzo, bajo la dirección de aquéllos.

Refiriéndonos más concretamente al aspecto científico de la colonización de América, hay una labor fácil con la que se podría iniciar la difícil obra; hace ya un siglo que nos fue trazado su programa por el barón de Humboldt, cuyas son estas alentadoras frases:

«Cuando se estudian seriamente las obras originales de los primeros historiadores de la Conquista sorpréndenos encontrar en los escritores españoles del siglo XVI el germen de tantas verdades importantes en el orden físico. Al aspecto de un continente que aparecía en las vastas soledades del Océano aislado del resto de la creación, la curiosidad impaciente de los primeros viajeros y de los que recogían sus narraciones originó, desde luego, la mayor parte de las graves   —141→   cuestiones que aún en nuestros días nos preocupan. Interrogáronse acerca de la unidad de la raza humana y sobre las emigraciones de los pueblos y afinidades de las lenguas más desemejantes en sus radicales como en flexiones y formas gramaticales; sobre la emigración de las especies animales y vegetales; sobre la causa de los vientos alisios y de las corrientes pelágicas; sobre el decrecimiento progresivo del calor ya que se ascienda por la pendiente de las cordilleras, ya que se sondeen las capas de agua superpuestas en las profundidades del océano, y, finalmente, sobre la acción recíproca de las cadenas de volcanes y su influencia relativamente a los temblores de tierra y a la extensión de los círculos de quebrantamiento. El fundamento de lo que hoy se llama la física del globo, prescindiendo de las consideraciones matemáticas, se halla contenido en la obra del jesuita José Acosta, titulada ‘Historia natural y moral de las Indias’, así como en la de Gonzalo Hernández Oviedo, que apareció veinte años después de la muerte de Colón.»



Un desarrollo objetivo de este programa, un análisis documentado de la contribución de nuestros cronistas a las ciencias naturales, utilizando valiosos materiales ya aportados por Barreiro y por Paoli, sería el pago de una deuda de honor contraída con el sabio viajero alemán, que hizo en defensa del buen nombre hispano mucho más y mejor que todos los españoles juntos. Citemos siquiera los momentos culminantes en esta larga réplica, que ya dura siglo y medio, al insidioso articulo de la Enciclopedia:

La famosa Oración apologética que para refutar a Masson encargó Floridablanca al elocuente Forner en 1786, sólo sirvió para dar al insignificante escritor francés la razón que no   —142→   tenía; pues en lugar de encomiar, como se le encargaba y retribuía, la obra científica de los españoles, se propuso demostrar la vacuidad de esa ciencia europea «cuya espléndida exterioridad engaña a la vista y da visos de gran valor a unas materias fútiles en sí y caducas». Y después de despotricar con soberana elocuencia contra las grandiosas creaciones físico-matemáticas de los siglos XVII y XVIII, de las que dimana nuestra actual ciencia y técnica, celebra que los españoles se hayan preocupado solamente de asuntos más útiles, en los cuales «no hay nación que pueda disputarnos los adelantamientos».



A partir de aquella remota fecha se han sucedido multitud de escritos de acorde tendencia, pero con táctica diferente, a base de largas listas de nombres de autores y títulos de libros, con abundantes adjetivos encomiásticos y afirmaciones sin prueba; y doloroso es decir que con muy contadas excepciones, como la bibliografía de Navarrete sobre Náutica y Matemáticas, en que se documentó Menéndez Pelayo para su meritísimo Inventario de la Ciencia Española, y Vallín para su lírico alegato -trabajos todos de valor bibliográfico para la historia que deberá hacerse-, la eficacia de esta literatura vindicadora ha sido tan contraproducente como lo fue la del elocuentísimo discurso de Forner, afirmando más y más a los extranjeros en su prejuicio sobre la incapacidad de los españoles, no sólo para hacer ciencia, sino también para historiarla.

Pretender descuajar un juicio secularmente arraigado en el mundo con inofensivos chaparrones   —143→   de nombres y afirmaciones gratuitas, aunque algunas de ellas sean ciertas, pero que resultan innocuas sin su correspondiente prueba, es ingenuidad disculpable en gracia a la buena intención, pero cuya bien probada ineficacia aconseja cambio radical de procedimiento. «Hacen falta estudios sólidos y macizos» -decía Menéndez Pelayo hace ya siete décadas-; pero desgraciadamente pocos han sido éstos, y abundan en cambio los otros.

En la sección de estudios históricos, que por nuestra iniciativa creó la Academia de Ciencias de Madrid, en el grupo argentino de l’Académie Internationale d’Histoire des Sciences, y en toda ocasión propicia, hemos intentado, sin éxito, durante muchos años, que algo se iniciara en este sentido, preconizado hace más de medio siglo por el gran polígrafo; también hemos fracasado en nuestros llamamientos a la Institución Cultural Española para que enfocara en la medida de sus recursos, pero desde un ángulo de seriedad, precisión y eficacia, sin vano verbalismo ni exhibiciones vistosas, a que somos muy propensos, ese punto negro de nuestra historia, proyectando sobre él la clara luz blanca de la verdad científica, que no es la coloreada verdad, partidista y apasionada, de unos ni de otros contendientes.

En el coloquio celebrado en 1942 por la benemérita institución acerca de la influencia del descubrimiento en los diversos planos de la cultura, logramos hacer aprobar por unanimidad la proposición de que patrocinara serios estudios de investigación sobre los textos originales o copias fotográficas de ellos, encuadrándolos   —144→   en el marco de conocimientos de su época; estudios que habrían dado materia para una serie de monografías bien documentadas, con copia fiel de los pasajes comentados y hasta reproducción facsimilar de ellos, sin caer una vez más en la fácil tentación de recopilar cómodamente datos, y hasta párrafos enteros, de otras recopilaciones, que a su vez lo son de otras.

Sólo así habríamos demostrado ante el tribunal siempre vigilante de la opinión internacional que fuimos capaces de colaborar eficazmente en la ciencia, aunque no tanto como en otros órdenes de la cultura, y que ahora somos capaces de probarlo.

NOTA.- La colaboración de argentinos y españoles organizada en el Coloquio señala el camino para el desarrollo del programa trazado en el precedente artículo con máxima garantía de imparcialidad. Hay que escribir la historia de la ciencia hispanocristiana, de la hispanomusulmana y de la hispanojudía (éstas dos muy ligadas entre sí) y estudiar objetivamente sus contactos y divergencias, sin odio y sin amor.

Valiosos estudios sobre la cultura musulmana debemos a la benemérita escuela de arabistas (Codera, Ribera, Asín, Palencia, Gómez, y el gran orientalista Millás) y algunos materiales ha aportado Sánchez Pérez para la historia de la Matemática, al margen de su profesión oficial. La falta de especialistas consagrados a tales estudios para las diversas ciencias podría suplirse parcialmente utilizando aquí, al lado de conocedores de ellas y de su evolución histórica, algunos cultos libaneses que dominan el árabe clásico. Ya teníamos organizado el plan desde 1935, cuando estalló la guerra española; pero confiamos en que el rico fondo de códices arábigos existente todavía, por gran milagro, no quedará por muchos años perdido para la cultura, o, peor   —145→   todavía, irremediablemente perdido para siempre en cualquier accidente, sin haber tenido la elemental precaución de obtener copia fotográfica. Así lo proyecta la Cultura Española y sólo queda esperar.

En cuanto a la cultura hebraica, debemos a Millás admirables investigaciones, y Cantera ha estudiado a Zacuto; falta estimular la prosecución de esta seria y difícil tarea, por quienes pueden y deben hacerlo.

Las ciencias naturales y la Cartografía cuentan ya con algunas investigaciones originales, y siguen siendo útiles los trabajos de Navarrete, de donde derivan las recopilaciones de datos biobibliográficos, de Vallín y Picatoste, y la más reciente de Vera104, escrita en tono ameno, acorde con su fin de divulgación.



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ArribaAbajoEl sistema de Copérnico en España

A modo de complemento, y para mejor dar idea de la posición de los cosmógrafos españoles respecto de los sistemas de Tolomeo y Copérnico, que ya hemos citado, daremos un repertorio de noticias acerca del apasionante tema, extractadas de la obra de Vallín, por cuya cuenta queda la autenticidad de las mismas.

«La cultura científica había resucitado la profunda observación de don Alfonso el Sabio, de que el mundo ideado por Ptolomeo estaba mal hecho; y así es que en los fines del siglo XV y comienzos del XVI muchos filósofos, naturalistas y astrónomos encontraban dificultades que no podían conciliar dentro de este sistema, y declaraban que los movimientos de los astros no se correspondían con los principios de la Astronomía.»



Después de aducir los nombres de Villalobos y Andrés de San Martín, a cuyas dudas ya hemos aludido en el texto, prosigue Vallín: «Con esto queda también clarísimamente confirmado cómo el sistema de Copérnico fue defendido en nombre de la filosofía griega por los mismos teólogos; cómo fue adoptado desde luego en Salamanca, siendo ésta la única universidad de Europa que le explicó en aquel siglo,   —147→   y España la única nación que le adoptó en vida de Tico-Brahe, como dice Maignet; y cómo también se aplicó inmediatamente a la construcción de nuevas tablas y a los cálculos astronómicos. La historia moderna lo ha comprendido así, haciéndonos justicia en este punto, como poco a poco nos la irá haciendo en otros muchos, si nos apresuramos a publicar o reimprimir todo lo que encierran nuestros archivos y bibliotecas, directamente relacionado con los trabajos y descubrimientos de las grandes figuras científicas del siglo XVI en nuestra patria. Nadie ignora, en cambio, que el ilustre Tico-Brahe y la casi totalidad de los astrónomos de Europa, en aquella época, consideraban absurdo el nuevo sistema, pohibiéndose en todas partes la obra de Copérnico, desde su aparición en 1543, mientras se señalaba de texto en nuestras universidades y se levantaban en su defensa plumas científicas, como la de Pablo de Alea, y plumas teológicas, como la de Fr. Diego de Zúñiga, sin que a ningún hombre de ciencia español se le ocurriera que el sistema de Copérnico pudiera ser perseguido por su falta de conformidad con las Santas Escrituras.»

«Apenas llegó a España, García de Céspedes y otros matemáticos y astrónomos, lo examinaron como teoría, dándole entrada en sus cálculos e investigaciones. Vasco de Piña calculó por su medio las declinaciones del sol en 1582, para la isla de Santo Domingo, abrazando este cálculo hasta el año 1880; Juan de Herrera y los demás profesores de la Academia de Madrid pidieron a Italia las obras de Copérnico;   —148→   y Suárez Argüello empleó el nuevo sistema en unas tablas para calcular los tres planetas superiores «porque se conformaba más con la verdad y con las observaciones»; todo lo cual demuestra que había en nuestra patria una cultura, una ciencia, una libertad científica que no consentía la persecución de los sistemas naturales por la superstición, o cuando menos, que no autorizaba una persecución personal sirviéndose de la teología como instrumento. No es, por lo tanto, de extrañar que aquel sabio profundo, lumbrera de su época, aquel insigne Galileo, cuando se vio tan horriblemente perseguido y condenado, volviese los ojos a España, como única nación capaz de comprenderlo, en busca de un reposo que le negaba su patria.»

«Todo esto ignoraba Bailly, al escribir en su Historia de la Astronomía lo que sigue: ‘El sistema de Copérnico no tenía entonces más partidarios que en Alemania, y aún aquí en corto número’. Tico, el primero, el más grande de los astrónomos de Europa, le consideraba como absurdo, consignando su opinión de ser contrario, no solamente a los principios de la física, sino también a los de la teología y a la Sagrada Escritura, porque la estabilidad de la Tierra se afirma muchas veces en los textos sagrados. Keplero le defendió casi solo, ayudado de Galileo; pero la generalidad de los astrónomos de entonces eran contrarios. Hasta 1615 no se defendió en Italia, escribiendo en Nápoles el P. Foscarini: Lettera supra l’opinione de Pittagorici e del Copernico, della mobilitá della terra e stabilitá del Soli; y en Inglaterra   —149→   hasta 1660, haciéndolo antes que ningún otro el profesor Wikins».

Después de copiar el párrafo en que Fray Diego de Zúñiga, en 1574, comenta un versículo de Job, mostrándose partidario del sistema de Copérnico, que considera compatible con los libros sagrados, agrega Vallín: «sin embargo la congregación del índice suspendió en 1616 el libro de Copérnico hasta que fuese corregido, y prohibió en general todas las obras que sostuviesen el movimiento de la tierra» (Histoire..., de M. Marie, París 1884). Por último, Morín, catedrático de matemáticas en el Colegio de Francia y uno de los más renombrados astrónomos de su tiempo, combatió apasionadamente las ideas de Copérnico, más de un siglo después, en sus obras tituladas: J. B. Morini famosi est antiqui problematis de telluris motu et quiete hactenus optata solutio, 1631. Aloe telluris factoe contra Gassendi tractatum de motu impresso a motore translato. Tycho-Braoeus in Philolaum».

Agregaremos algunas observaciones:

El párrafo transcripto de la vieja historia de Bailly, como los análogos de otros historiadores, no reflejan la verdad de la posición del gran Tico, que fue el máximo admirador de Copérnico y de su obra; con su sistema mixto entre el copernicano y el de Tolomeo, se propuso solamente contemporizar, salvando el escollo del conflicto con el famoso pasaje de las Escrituras; pero, sea como quiera, está muy en lo cierto Vallín al reseñar la terrible oposición que hasta fines del siglo encontró la concepción   —150→   copernicana; ciertamente justificada por sus imperfecciones.

Nos faltan elementos bibliográficos para confirmar debidamente la afirmación relativa a la Universidad de Salamanca; pero en la Historia de La Fuente, encontramos este dato favorable: en la reforma de Covarrubias, en 1559, figuraban las Matemáticas y Astrología repartidas en tres años de su estudio; el primero, de Astrología; el segundo, de Euclides, Ptolomeo o Copérnico ad vota audientium, es decir: que la libertad de estas enseñanzas no era a voluntad del catedrático, sino de los estudiantes. Si prefirieron éstos alguna vez el sistema copernicano al de Tolomeo o viceversa, no podemos asegurarlo. Según Picatoste, Copérnico se impuso definitivamente desde 1594, fecha bastante temprana.

De todos modos, no es poco mérito de los teólogos españoles haber creado tal ambiente de tolerancia y comprensión, mientras en París era expulsado por tal causa Pedro Ramus del Collège de France y asesinado en la noche de San Bartolomé, en 1572, por sus colegas, o al menos, por instigación de ellos105.

Los historiadores alemanes dan a entender que sólo en los países protestantes encontró eco y comprensión el sistema de Copérnico; pero los dos juicios emitidos en esta frase son erróneos; ni en la católica e intolerante España hubo tal intransigencia, como revelan las citas anteriores, ni los reformadores eran espíritus   —151→   mucho más libres y ecuánimes. Baste recordar aquel apóstrofe, nada cordial, de Melanchton, el íntimo amigo de Lutero:

«¡Admirad a ese imbécil que quiere reformar la ciencia astronómica! Pero las Sagradas Escrituras lo declaran sin lugar a dudas: ¡Es al Sol y no a la Tierra al que Josué ordenó detenerse!».



En el famoso proceso de Galileo, cuyo recuerdo siempre candente se esgrime todavía como arma de combate, hubo muchos factores que suelen olvidarse: ley de inercia mental que se resiste a admitir toda hipótesis, por muy científica que sea, en pugna con todos los datos de nuestros sentidos, y sólo comprensibles con enorme esfuerzo de imaginación; rencillas personales y pequeñas pasiones nada santas, solemnemente encubiertas por santas apariencias; y ante todo, y sobre todo, una cuestión de celo profesional, de amor propio herido por el empeño del discutidor florentino, en demostrar la compatibilidad de la teoría astronómica con los textos bíblicos. Esto mismo dijo Fr. Diego de Zúñiga, y se le perdonó porque era teólogo; pero dicho por un astrónomo era intromisión intolerable para los profesionales.



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ArribaAbajoVariación de la aguja y magnetismo terrestre

Si fuera cierta la opinión de Tiraboschi y del abate don Juan Andrés, que atribuyen a los árabes la invención de la brújula en el siglo X u XI -dice Navarrete-, y que sirviéndose de ella en las extendidas y frecuentes navegaciones que les suponen, transmitieron su conocimiento y su práctica a los europeos, pudiera muy bien conjeturarse que, entre éstos, fueron los españoles los primeros que se aprovecharon de tan importante descubrimiento, cuando consta con toda certidumbre que entre sus marinos era de un uso muy general a mediados del siglo XIII.

En efecto; puede leerse en las Partidas, que son de aquella época, este expresivo párrafo: «Et bien así como los marineros se guían en la noche oscura por el aguja que le es medianera entre la estrella et la piedra, et les muestran por do vayan también en los malos tiempos como en los buenos, otro sí los que han de ayudar et de aconsejar al Rey se deben siempre guiar por la justicia...»

Este valioso testimonio «no sólo prueba el conocimiento que ya se tenía a mediados del siglo XIII de la aguja magnética, sino que era de un uso corriente y familiar entre los navegantes españoles; pues nunca se sacan símiles y comparaciones, y más en asuntos de gravedad   —153→   y trascendencia, sino de objetos cuyas circunstancias son muy notorias y comunes».

Corrobora esta afirmación cuanto escribía Raimundo Lulio, en 1286, en su obra Fénix de las maravillas del Orbe, que los navegantes de su tiempo se servían «de instrumentos de medida, de cartas marinas y de la aguja imantada».

Las investigaciones recientes han descubierto en autores europeos alusiones a la aguja desde fines del siglo XII, las cuales no tienen relación apreciable con las antiquísimas descripciones chinas de la «guía magnética».

Para ilustrar lo ya expuesto, indicaremos las etapas sucesivas.

Guillermo Gilbert, médico inglés, y Riccioli, jesuita italiano, atribuyen el descubrimiento de la declinación magnética a Sebastián Caboto y a Gonzalo Fernández de Oviedo; como el aludido escrito de Caboto es de 1534, y la Historia de las Indias en que cita el hecho de que la aguja se desvía en las proximidades de las Azores fue publicada por Oviedo en 1535, carecen de todo fundamento tales atribuciones de prioridad.

En 1525 Guillén de Castro combinó el gnomon con la aguja para medir la declinación y deducir así la longitud geográfica con esta «brújula de variación», perfeccionada por Pedro Núñez y por Juan de Castro, cuarto virrey de la India. Este gran cosmógrafo hizo con la brújula de Guillén la primera serie de observaciones de la desviación; y en 1538 descubrió la alteración producida por el hierro del navío.

  —154→  

En 1530, Alonso de Santa Cruz inició la construcción de un mapa de variaciones magnéticas, o, más bien, de una tabla gráfica de valores, siendo, por tanto, como Burroughs (1580) y Cristóbal Bruno, precursor de Halley (1700).

En 1545, medio siglo después de los viajes de Colón, el tratadista Pedro de Medina negaba formalmente en su Regimiento de navegación la declinación de la aguja, que atribuía a construcción defectuosa y a errores de los navegantes. El propio Pedro Núñez, cuya cultura científica era superior a la de sus coetáneos, tenía análoga opinión, atribuyendo la desviación a debilitarse la fuerza magnética de la aguja por el uso.

En 1551, Martín Cortés (no en 1556, como dice Poggendorff, que, sin duda, se refiere a la segunda edición del Compendio de la esfera) acepta el fenómeno, y lo explica, como ya hemos dicho en el texto, por la atracción de un cierto punto del cielo, siguiendo en esto la hipótesis atribuida a Colón, la cual perduró durante mucho tiempo. Mientras Paracelso lo situaba en la constelación de la Osa, Cortés lo suponía móvil en la bóveda celeste.

Según el historiador Fischer, el vicario alemán Hartmann había observado ya en 1536, y publicose en 1544, que en Nüremberg la declinación era de 10º ¼, mientras que en Roma era de 10º. En 1550 Oroncio Fineo observó que la declinación en París era de 8º.

Es preciso esperar hasta 1580, en que el inglés Norman da una explicación más aceptable   —155→   situando el centro atractivo en el globo terrestre, de acuerdo con el veronés Fracastoro y el sueco Magnus, quien aseguraba que en la región hiperbórea existían grandes masas de hierro que actuaban sobre la aguja.

El alemán Hartmann descubrió en 1544 la inclinación de la aguja, muy perceptible en grandes latitudes, que escapó a la sagacidad de los primeros navegantes; y el ya citado Norman construyó en 1577 las primeras brújulas de inclinación.

En 1600, el inglés Gilbert estableció nuevos puntos de vista sobre el magnetismo, que en opinión de Poggendorff tienen tanto valor como los de Galileo en Mecánica, debiendo agregarse, en honor del genial médico de la reina Isabel, que su obra es anterior a todas las de Galileo, siendo, por tanto, el primero de los grandes teóricos de la Edad Moderna.

En su famoso tratado De magnete, publicado en 1600, considera la Tierra como un imán, lo que explica la orientación de las agujas imantadas, según la sabida regla de las atracciones y repulsiones, y la teoría del magnetismo terrestre queda al fin científicamente organizada.

En 1635, el inglés Gellibrand descubre la variación secular de la declinación, que ya había sido notada por su compatriota Gunther en 1622, haciendo debilitar la fe de los navegantes en su gran instrumento auxiliar.

Desde entonces, los nombres de Halley, Mairan, Saussure, Biot, Poisson, Gauss, Secchi, Faraday, Humboldt..., han dejado su estela gloriosa en ésta como en tantas otras teorías.



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ArribaColón, hombre de ciencia

Para encuadrar la personalidad del Almirante en el marco en que la hemos situado por sus dotes de observador de los fenómenos naturales, su curiosidad escudriñadora y su empeño teorético, creemos instructivos los párrafos que le dedica Humboldt en su Cosmos, tan tas veces citado:

«Entre los rasgos característicos de Cristóbal Colón, merecen señalarse sobre todos la penetración y la seguridad del golpe de vista, con el cual, aunque falto de instrucción y extraño a la física y a las ciencias naturales, abarcó y combinó los fenómenos del mundo exterior. A su llegada a un nuevo mundo y un nuevo cielo, observó atentamente la configuración de las comarcas, la fisonomía de las formas vegetales, las costumbres de los animales, la distribución del calor y las variaciones del magnetismo terrestre.

»Llamados a consignar cuánto contribuyó la gran época de las expediciones marítimas a ensanchar las miras sobre la Naturaleza, nos consideramos felices con poder referir nuestra narración a la individualidad de un grande hombre, dándole con ello mayor vida. En el Diario Marítimo de Colón y en sus relaciones   —157→   de viaje publicadas por primera vez desde 1825 a 1829 se encuentran planteadas ya todas las cuestiones hacia las cuales se dirigió la actividad científica en la última mitad del siglo XV y durante todo el XVI.

»Del mismo modo que, sin conocer todavía el uso de los instrumentos métricos, en las relaciones de los primeros viajes terrestres se trataba ordinariamente de evaluar las condiciones climatológicas de los países montañosos situados bajo la zona tropical, guiándose por la distribución del calor, por los grados extremos de sequedad atmosférica y por la frecuencia de las explosiones eléctricas, así también los navegantes se formaron, desde luego, nociones exactas acerca de la dirección y rapidez de las corrientes que, como ríos de muy irregular anchura, atraviesan el océano Atlántico. En cuanto a la corriente llamada propiamente ecuatorial, es decir, al movimiento de las aguas entre los trópicos, Colón es quien la ha descripto primero, explicándose sobre este asunto de una manera muy positiva y general a la vez en la relación de su tercer viaje: ‘Las aguas -dice- se mueven como la bóveda del cielo (van con los cielos), del Este al Oeste’. La dirección de algunas masas flotantes de yerbas marinas daba fuerza también a esta creencia. Encontrando Colón en la Guadalupe una vasija pequeña de hierro batido en manos de los habitantes, llegó a suponer que podía ser de origen europeo, y haber sido recogida de los restos de un buque que hubiera naufragado por la corriente ecuatorial desde las costas de la Iberia a la América. En sus   —158→   hipótesis geognósticas consideraba Colón la hilera transversal de las pequeñas Antillas y la forma de las grandes Antillas, cuyas costas son paralelas a los grados de latitud como un efecto del movimiento de las olas que se mueven del Este al Oeste bajo los trópicos.

»Cuando en su cuarto y último viaje reconoció el Almirante la dirección de las costas, yendo derechamente de Norte a Sur, desde el promontorio de Gracias a Dios hasta la laguna de Chiriquí, sintió los efectos de una violenta corriente dirigida hacia el Norte y el Nornoroeste, y de Este a Oeste, y se rompe contra la costa opuesta. Anghiera sobrevivió a Colón el tiempo bastante para abarcar en su conjunto el movimiento de las aguas del Océano, para reconocer el remolino del golfo de Méjico, y la agitación que se prolonga hasta la Tierra de los Bacalaos (Terranova) y hasta la embocadura del río San Lorenzo.

»Cristóbal Colón no tiene solamente el mérito incontestable de haber sido el primero en descubrir una línea magnética sin declinación, sino también el de haber propagado en Europa el estudio del magnetismo terrestre, por sus consideraciones sobre el crecimiento progresivo de la declinación hacia el Oeste, a medida que se separaba de aquella línea...

»Lo que se debe a Colón no es solamente el haber observado el primero la existencia de esta declinación, que está ya indicada, por ejemplo, en el mapa de Andrés Bianco, levantado en 1436; es haber notado el 13 de septiembre de 1492 que a 2º ½ hacia el Este de   —159→   la isla Corvo, la declinación magnética cambia y pasa de Nordeste a Noroeste.

»Este descubrimiento de una línea magnética sin declinación señala un punto memorable en la historia de la Astronomía náutica, y ha sido justamente celebrada por Oviedo, Las Casas y Herrera. Los que con Livio Sanuto atribuyen este descubrimiento a Sebastián Cabot olvidan que el primer viaje de este célebre navegante, emprendido a expensas de los comerciantes de Bristol, y coronado con la toma de posesión del continente americano, es cinco años posterior a la primera expedición de Colón. Éste no ha descubierto sólo en el océano Atlántico una región en que el meridiano magnético coincide con el meridiano geográfico; ha hecho, además, la ingeniosa observación de que la declinación magnética puede servir para determinar el lugar en que un buque se halla con relación a la longitud. En el Diario de su segundo viaje (abril de 1496), vemos orientarse al Almirante realmente, según la declinación de la aguja imantada.»



Nos hemos extendido en largas citas para justificar el título de este capítulo, porque algunos historiadores presentan al afortunado navegante como hombre de mediocre jerarquía intelectual y muy escasa cultura, mientras otros aseguran que realizó estudios en la Universidad de Pavía. Hemos consultado el volumen conmemorativo de la fundación de aquella famosa escuela y en él no figura su nombre, que a buen seguro no habría sido olvidado; pero, aun en tal hipótesis, escasos habrían sido tales estudios, ya que a la temprana   —160→   edad de 14 años salió a correr mundo, que fue su universidad.

En conexión con el mérito científico que en verdad le corresponde con relación a su época, está la famosa cuestión, tantas veces debatida, de la asamblea científica de Salamanca, que rechazó su plan.

Historiadores ha habido, como el conde de Roselly, que en su afán de ensalzar a Colón, afirma que para examinar sus propuestas, a falta de astrónomos y de hombres de mar, hubo que formar una junta de teólogos, en la que sólo figuraba un «cosmógrafo inédito, el noble joyero de Burgos, Don Jaime Ferrer».

No falta, por el contrario, algún erudito no español -tal como Enrique de Gandía- que afirma todo lo contrario: «sólo en España se sabía que la tierra tiene diez mil kilómetros más de lo que creía Tolomeo y repetía Colón. Por ello las vacilaciones de los sabios españoles y la seguridad de Colón».

Hubo, en efecto, un Mosén Jaime Ferrer, cosmógrafo, mineralogista y joyero que «se ejercitó en la navegación más de treinta años», el cual intervino en la división del océano entre las coronas de Castilla y Portugal; pero la aseveración de Roselly parece basada en una confusión, pues no hay noticia de que este hombre de actividad quíntuple interviniese en las famosas deliberaciones salmantinas; y en todo caso no habría que lamentarlo, pues es el mismo de cuya inteligente intervención en el problema de las longitudes nos hemos ocupado en capítulo anterior. Antes de emitir despectivo juicio el señor Conde, debía haberse puesto   —161→   a resolver el triángulo esférico, nada fácil, en que el múltiple Ferrer se basó para su método.

Otro cosmógrafo competentísimo, maestro después de los cosmógrafos portugueses, era Abraham Zacuto, que estuvo años antes profesando en Salamanca, pero no se sabe si intervino en las discusiones.

Hubiera o no cosmógrafos competentes en Salamanca (nos faltan documentos para asegurarlo), lo cierto es que en otras ciudades los había; y lógico es suponer que los Reyes Católicos utilizaran a los más entendidos para deliberar sobre asunto de tamaña importancia.

Para mejor justificar los méritos de Colón, que le adjudican merecido lugar en la Historia de las ciencias naturales, y al mismo tiempo para evitar en algún lector la falsa ilusión de encontrar en sus escritos un lenguaje con la precisión científica que hoy exigimos, conviene reproducir algún fragmento de ellos. He aquí algunos párrafos de una carta que escribió en octubre de 1498, desde Haití: «Cuando yo navego de España a las Indias, fallo luego en pasando 100 leguas a Poniente en las Azores gradísimo mutamiento en el Cielo e en las estrellas, y en la temperancia del aire, y en las aguas de la mar; y en esto he tenido mucha diligencia en la experiencia. Fallo que de Setentrión en Austro, pasando las dichas 100 leguas de las dichas islas, que luego en las agujas de marear que hasta entonces nordesteaban, noruesteaban una cuarta de viento todo entero, y esto es que en allegando allí aquella línea, como quien traspone una cuesta, y así   —162→   mesmo fallo la mar toda llena de yerba de una calidad que parece ramitos de pino, y muy cargada de fruta como de lantisco, y es tan espesa que al primer viaje pensé que era bajo, y quedaría en seco con los navíos, y hasta llegar con esta raya no se falla un solo ramito. Fallo también en llegando allí, la mar nunca se levanta... Allegando a estar en derecha con el paralelo que paso por la Sierra Leoa en Guinea, fallo tan grande ardor y los rayos del sol tan calientes, que pensaba de quemar... Después yo emparejé a estar en derecho de esta raya, luego fallé la temperancia del Cielo muy suave, y cuanto más andaba adelante, más multiplicaba...»

Esta carta -dice Humboldt-, aclarada por otros muchos pasajes de los escritos de Colón, contiene observaciones sobre el conocimiento físico de la tierra, sobre la declinación de la aguja imantada, subordinada a la longitud geográfica, sobre la flexión de las isotermas desde las costas occidentales del antiguo continente hasta las costas orientales del nuevo, sobre la situación del gran banco de Sargaso en la cuenca del mar Atlántico, y, por último, sobre las relaciones existentes entre aquella zona marítima y la parte correspondiente de la atmósfera. Poco familiarizado Colón con las matemáticas, llegó a creer desde su primer viaje, mediante falsas observaciones acerca del movimiento de la estrella polar, hechas en las cercanías de las Azores, que la esfera terrestre era irregular. Según él, el globo está más elevado en el hemisferio occidental, y, al aproximarse los buques a la línea marítima en que la   —163→   aguja imantada se dirige exactamente hacia el Norte, «van alzándose hacia el Cielo suavemente, y entonces se goza de más suave temperancia».

La compleja semblanza del inmortal navegante, místico y aventurero, crédulo y desconfiado, dotado del más moderno sentido científico e imbuido de los más irracionales prejuicios medioevales, quedará completada citando al azar algunos de éstos, que mezcló con sus valiosas observaciones y sus discutibles teorías. El empeño de encontrar lugar adecuado para el paraíso terrenal, que, por fin, ubicó en las fuentes del Orinoco, unido a ciertos errores de observación náutica por la imperfección de los instrumentos, le indujeron a su ya citada teoría geodésica, atribuyendo al globo la forma de una pera, en cuyo inaccesible promontorio situaba el paraíso.

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Buque de guerra griego.

Seguro de la existencia de sirenas, asegura en su diario haber visto hasta tres de ellas saltando   —164→   en el mar, pero que no eran tan hermosas como se las suele pintar. Lo más probable es que fueran tres vulgares delfines de los que saltan espantados ante los barcos; y, al no ver sus hermosas facciones femeninas, ni escuchar su melódico canto seductor; se comprende la desilusión del soñador navegante, que quizá se disponía ya a adoptar el heroico recurso de Ulises, de atarse al mástil y tapar los oídos de sus marineros, para librarse todos de la mortal seducción.

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