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La crisis de fin de siglo. El regeneracionismo

Yvan Lissorgues





La denominación crisis de fin de siglo para designar los trastornos ideológicos, culturales y literarios que sacuden la sociedad española en la última década del siglo XIX y primeros años del XX es relativamente reciente. Frente al superficial desglose que, durante decenios y decenios de historia cultural, permitió, según las fluctuaciones de varias hipótesis interpretativas, yuxtaponer, oponer o relacionar Modernismo, Regeneracionismo, Generación del 98, el concepto de crisis de fin de siglo se impone hoy como resultado de una amplia aportación bibliográfica que integra dimensiones de las que prescindieron los anteriores historiadores de la literatura. Sería improcedente realizar aquí una crítica de las varias posiciones a partir de las cuales se enjuiciaron las orientaciones definidas por los términos Modernismo, Regeneracionismo, Generación del 98, ya que estas críticas aclararían más el complejo ideológico de dichas posiciones que los mismos fenómenos. El caso de la ya afortunadamente veterana referencia a la Generación del 98 es muy significativo de cómo pudo imponerse y funcionar una construcción ideológica a posteriori, encaminada a alzar en pedestales a unas personalidades literarias de primer plano en detrimento de la complejidad y del espesor cultural de un período. Más generalmente, sólo pudiera admitirse la teoría de las generaciones si se hubiera declarado que lo que se proponía era escribir una historia de las elites; como nunca hubo tal transparencia de intención, esta teoría resultó ser un engaño cultural. Sólo, en efecto, el trabajo multidimensional de los historiadores permite acercarse a la realidad cultural e ideológica del período estudiado.

De hecho, pocos momentos históricos han sido objeto de replanteamientos, de análisis y de nuevos enfoques como los últimos años del siglo XIX. Los estudios de Manuel Tuñón de Lara, Jaime Vicens Vives, Miguel Martínez Cuadrado, Juan Alfonso Ortí, José Ortega, José María Jover Zamora, Rafael Pérez de la Dehesa, los de Carlos Blanco Aguinaga, E. Imman Fox, José Luis Abellán, José Carlos Mainer y otros muchos permiten comprender mejor las múltiples e intrincadas dimensiones de la compleja crisis de fin de siglo. Los aspectos ideológicos, culturales y literarios aparecen desde luego como consecuencia de una situación histórica condicionada por lo político, lo social y lo económico.

Por otra parte, por aguda que sea la crisis simbolizada por el llamado «desastre» del 98, es obvio que no se puede considerar únicamente como consecuencia de la guerra de Cuba y de la pérdida de las colonias. Además de los gérmenes sembrados desde los primeros años de la Restauración por el krausismo y el positivismo en la intelectualidad de clase media, debe tomarse en cuenta el desarrollo de las ideologías proletarias, así como el contexto internacional caracterizado, entre otras cosas, por «un proceso de redistribución imperialista» de las zonas de influencia (Jover Zamora, 1981, pág. 286). Estas consideraciones, aducidas como ejemplos significativos, nos incitan a cierta cautela a la hora de delimitar el período llamado fin de siglo. La accesión al protagonismo histórico de la clase obrera puede situarse en 1890 (primeras manifestaciones del Primero de Mayo); en cuanto al movimiento regeneracionista, da una de sus primeras obras en 1890 con Los males de la patria y la futura revolución española. Consideraciones generales acerca de sus causas y efectos, de Lucas Mallada, y en 1912 se publica Reconstitución de España en vida de economía política actual, de Joaquín Sánchez de Toca (1852-1942). Parece lícito, pues, situar la crisis de fin de siglo en el período abarcado por la última década del siglo XIX y el primer lustro del XX.

Bien es verdad, sin embargo, que el momento clave se sitúa en tomo al choque de 1898, que, según Manuel Tuñón de Lara, fue «un revulsivo potentísimo que actuó sobre comportamientos e ideas de gran parte de la burguesía, de propietarios agrícolas, de pequeños comerciantes de tipo medio, etc., que se sentían enteramente frustrados. Ahí encaja, desde el punto de vista de esas clases, el imperativo de una regeneración» (Tuñón de Lara, 1970, pág. 58). Sobre este punto todos los historiadores están de acuerdo en afirmar que el hecho nuevo, el más original de la crisis en el contexto español, es la emergencia de una cierta conciencia histórica de la pequeña burguesía y de las clases medias. Pero la conmoción afecta a todas las clases o categorías sociales (salvo las organizaciones obreras que no se consideran implicadas y cuyo dinamismo ideológico apunta resueltamente al porvenir), incluso a los políticos representantes de la oligarquía por la parte de responsabilidad que tienen en el «desastre» y en el atraso del país. En cuanto a los intelectuales, y el sustantivo es nuevo (Fox, 1976), más aún que antes se afirman como tales (Serrano, 1991), sustituyendo a la idea de evolución humana y social que movía a los escritores liberales y progresistas del gran realismo, la más estridente de revolución que, por cierto, no tiene para todos la misma significación (desde la revolución artística modernista, hasta la revolución desde abajo, pasando por la revolución desde arriba...).

Por lo que se refiere a lo político, el sistema canovista (sin Cánovas, asesinado en 1897 por el anarquista Angiolillo), bien arraigado en sus cimientos caciquiles, resiste todos los embates y sigue girando la noria del tumo, con sus cangilones montantes de diputados y funcionarios liberales, precedidos por los cangilones cesantes de diputados y funcionarios conservadores, o viceversa. Esta caricatura (que podría haber sido sugerida por el Poema de un día de Antonio Machado), aunque plasme en lo esencial el funcionamiento del régimen, debe matizarse cuando el sistema tiene que aguantar el huracán de 1898.

Sabido es que desde su fundación los partidos turnantes, tanto el liberal conservador de Antonio Cánovas del Castillo como el liberal de Práxedes Mateo Sagasta, están más o menos al servicio del bloque oligárquico compuesto por la aristocracia terrateniente y por la alta burguesía que intenta integrarse en ella de varias maneras (matrimonios, compra de títulos nobiliarios...). Las demás fuerzas políticas (republicanismo posibilista de Emilio Castelar, republicanismo histórico de Nicolás Salmerón, progresismo...) fueron laminadas y marginadas. Cuando se integraron en el sistema (Castelar), sólo sirvieron de coartada parlamentaria. El poder absoluto del bloque oligárquico generó, casi naturalmente, un discurso nacionalista en el que se asimilaba el interés de España con los propios intereses de clase. Y en 1898, la responsabilidad histórica del desastre, que la oligarquía en el poder desde hacía veinticinco años debería asumir, se diluyó en las lamentaciones patrióticas de sus representantes sobre los males de la patria. Así se explica que «fueron probablemente los medios dominantes [...] quienes primero se apoderaron del término regeneración» (Tuñón de Lara, 1974, pág. 73), incluyéndolo en una retórica que mezclaba la invocación a los mitos de la fatalidad histórica con una enumeración de las «enfermedades» de la patria; lo cual desembocaba en una propuesta de reformas integradas a partir de 1898 en los programas de los sucesivos ministerios (Silvela-Polavieja-Durán y Bas, Azcárraga, Sagasta, Maura).

Lo cierto es que no hay quiebra política; más aún, el partido conservador refuerza su poder en detrimento de la causa liberal, hasta tal punto que Antonio Maura puede, en 1907, hacer aprobar una ley electoral cuyo objetivo es la extirpación del caciquismo, y eso a pesar de que las bases sociales de la monarquía se hagan más estrechas a partir de 1899. Es que el orden establecido encuentra el respaldo cada vez más afirmado del Ejército, cuyo protagonismo se encuentra legalizado en 1906 por la Ley de Jurisdicciones que «da carta de naturaleza y estatuto legal a la intervención de las fuerzas armadas en la política» (Abellán, 1989a, pág. 32). Ya desde 1897, varios intelectuales, como Clarín y Unamuno, se habían alzado contra, primero, «el espíritu de cuerpo», luego contra los asomos de «boulangismo» que se percibían en Weyler y Polavieja, y por fin contra los peligros del militarismo (Lissorgues, 1989, I, págs. 298-299, 473-474; Unamuno, 1971, págs. 513, 694, 914, 1011, 1449). Abellán insiste muy oportunamente sobre el desarrollo del militarismo a lo largo del primer tercio del siglo XIX y cita una frase de Salvador de Madariaga que resume perfectamente la situación a partir de 1906: «[...] el Ejército es la fuerza predominante en la política española. El rey se apoya en él contra el movimiento de avance del progreso civil» (Abellán, 1989a, págs. 31-36). La Ley de Jurisdicciones encontró su lógica aplicación para sofocar los movimientos más o menos insurreccionales en 1909 («Semana trágica» de Barcelona), y en 1917, cuando vino, por fin, la crisis de las instituciones políticas, el terreno estaba preparado para la accesión al poder del general Primo de Rivera.

Si el régimen de la Restauración no entra verdaderamente en crisis hasta 1917 es gracias a las adaptaciones y a los puntales aludidos antes, y gracias también a la dispersión o inmadurez de las fuerzas que le son hostiles, como veremos luego, pero la estabilidad relativa se debe sobre todo al hecho de que las bases económicas de la oligarquía permanecen incólumes.

En el sector agrícola (donde trabajan los dos tercios de la población activa) no hay cambio estructural significativo: la burguesía rural sigue subordinada a la nobleza terrateniente. Tampoco hay baja notable de la producción. Aunque al final del siglo disminuye un poco la producción de trigo y se exporta menos vino, las ventas de naranjas y aceite aumentan; en cuanto a los remolacheros de Aragón y Andalucía, se benefician en gran escala de la pérdida de Cuba.

El desarrollo industrial, incipiente a principios de la Restauración, recibe notable incremento durante los años ochenta y noventa gracias a las inversiones extranjeras (desarrollo de la producción de energía eléctrica, extensión de la red ferroviaria, aumento de la explotación de las riquezas mineras, creación de nuevas industrias...). También se nota en ciertas regiones, como Asturias y Vizcaya, el paso de una estática economía de tipo feudal a cierto dinamismo capitalista al invertir en empresas industriales la renta sobre la tierra. Dicho sea de paso, el novelista Leopoldo Alas supo captar ese proceso y reflejarlo en Su único hijo (1890). Al respecto, la comparación entre la ociosa y parasitaria aristocracia de los primeros años de la Restauración tal como se pinta en La Regenta (1884- 1885) y la preocupación por los beneficios capitalistas que anima a la nobleza, todavía terrateniente, de Su único hijo, es muy representativa de la evolución. De hecho, en la España de finales del siglo XIX es notable el proceso de sustitución de una economía de tipo «colonial» (dominación del capital extranjero, exportación de materias primas, importación de productos manufacturados) por un «modelo nacional». A partir de los años ochenta, los grandes terratenientes deben, para defender sus intereses, adoptar las posiciones proteccionistas, defendidas tradicionalmente por la burguesía textil catalana. A estas dos fuerzas se unen, a la altura de la década de los noventa, «la burguesía industrial y siderúrgica vasca y la minera asturiana hasta constituir un bloque agrario industrial dominante que, paso a paso [...] irá construyendo la alternativa histórica al modelo colonial primitivo; un modelo de desarrollo hacia dentro, cuyos mecanismos principales serán la reserva proteccionista del mercado interior y la sustitución progresiva del capital extranjero por el capital nacional» (Jerez Mir, 1980, pág. 374). Otro factor que viene a reforzar el proceso de desarrollo nacional es la recuperación de los capitales cubanos que propician la creación de nuevas industrias en Asturias, Vizcaya y la fundación de numerosas entidades bancarias (Maurice, 1991, págs. 25-26). Sin embargo, en los primeros años del siglo XIX, el capital extranjero sigue dominando la economía española, y habrá que esperar el aprovechamiento de las condiciones excepcionalmente favorables de los años 1914-1918 (Primera Guerra Mundial) para conseguir un mayor grado de emancipación.

Por lo que hace al fin de siglo, lo que precede autoriza las siguientes conclusiones:

  • En primer lugar, no procede en absoluto hablar, en la transición del siglo XIX al XX, de «crisis económica» (Jover Zamora, 1981, pág. 386).
  • El poder económico de la oligarquía permanece firme y tiende a reforzarse al iniciarse un proceso de adaptación a los nuevos imperativos capitalistas.
  • Se acentúan las diferencias económicas entre las varias regiones. Sigue afirmándose la vitalidad de la burguesía catalana que, ya en el último decenio del siglo XIX, reivindica cierta autonomía (Bases de Manresa, 1892, Renaixensa, apoyo a la efímera tentativa política de Polavieja en el ministerio Silvela en 1899, Unión Regionalista...). En Asturias y Vizcaya, el crecimiento de la explotación de las riquezas mineras se debe a las inversiones extranjeras que siguen siendo mayoritarias, pero hay una participación cada vez más importante del capital autóctono.

En el campo de la economía, la realidad objetiva no permite hablar de «desastre», tampoco de cambio brutal. Lo que sí se nota al final del siglo es un proceso complejo de adaptación que se traduce por cierta evolución de las estructuras sociales.

Esta evolución, muy tímida si se compara con lo que pasa en las naciones vecinas, y tal vez por eso, por no haber alcanzado el nivel adecuado de realización histórica, es suficiente para que, con el «revulsivo» del choque del 98, se abra una crisis de conciencia.

El proceso de desarrollo industrial hace que se inicie el desplazamiento de la población del campo hacia las grandes ciudades en vías de industrialización: Bilbao, Oviedo, Gijón, Barcelona, Valencia... La clase social denominada «cuarto estado» hasta los años ochenta por los políticos y los intelectuales de clase media, algunos de los cuales consideraban que era un deber de las «clases ilustradas» contribuir a su redención social y política (Lissorgues, 1989, I, págs. 85-98), está al final del siglo en trance de proletarización. En 1890, las ideologías obreras (socialismo y anarquismo) son suficientemente movilizadoras como para organizar huelgas y lanzar sus huestes a la calle para la celebración del primer Primero de Mayo. Las posiciones tomadas por los partidos obreros contra la guerra de Cuba y contra la injusticia de las quintas, que consiste, como escribe Clarín, en que «sólo el pueblo da su sangre», realzan, después del 98, la imagen de dichos partidos, sobre todo la del Partido Socialista. No se debe olvidar «el desastre real» sufrido por el pueblo español en sus capas económicamente más débiles con ocasión de la guerra y como consecuencia de la misma (Jover Zamora, 1981, pág. 386) y del cual puede dar idea el patético cuento de Clarín La contribución (1898).

En la última década del siglo, el protagonismo del pueblo trabajador se afirma en manifestaciones de masa que, conjugadas con huelgas y atentados anarquistas, infunden recelo en las demás clases, recelo que, conforme se desarrolla y estructura la clase obrera, se convierte en 1917 en terror a la revolución social.

Entre el bloque formado por la aristocracia y la alta burguesía, detentador del poder económico y político e identificado con el Estado, y el dinamismo ideológico de la clase obrera, cada vez más fuerte, se encuentran las clases medias y la pequeña burguesía sin protagonismo histórico efectivo. Y, sin embargo, los que conviene llamar intelectuales de clase media (aunque el sustantivo intelectual no se use hasta los últimos años de la centuria) obran desde el Sexenio Revolucionario como si tuvieran difusa conciencia de constituir una avanzada intelectual y moral. Todos los adelantos en el terreno de la cultura, de las ciencias, de la filosofía, de la estética pasan por ellos. Han asimilado y adaptado a la situación española tanto las enseñanzas del krausismo como las posibilidades de dominación de lo real que ofrece el positivismo. El dinamismo crítico de los escritores, particularmente de los novelistas, se alimenta en certidumbres que son la base ética del gran realismo del siglo XIX y postulan una especie de fe histórica en la evolución de una sociedad regida por los valores que propugnan, valores que, en última instancia, son los que generó la Revolución de 1789: libertad, igualdad, fraternidad. Libertad formal, igualdad ante la ley, interiorización y aplicación de una ética social deberían a la larga desembocar, gradas a una inmanencia evolutiva (que hace innecesaria cualquier revolución), en un dichoso armonismo social.

Ahora bien, esta fe empieza a vacilar a principios de la última década del siglo, cuando se anuncia el futuro protagonismo obrero. Después de 1898, los intelectuales (entre los cuales emerge ya una conciencia de grupo, lo cual es altamente significativo: Fox, 1976, págs. 9-16), tanto los que pertenecen a la generación anterior, denominados algo despectivamente gente vieja, como los más jóvenes, la gente joven, comparten con toda la clase media y pequeña burguesía de productores, comerciantes... un sentimiento de frustración que nace de no haberse producido en España la revolución burguesa que hubiera alzado el país a la altura de las demás naciones y les hubiera dado el papel que les correspondía, sentimiento de frustración que ya no puede superarse por una fe en la evolución social, ya que se avecina, tal vez, una revolución que no será la suya, la revolución proletaria.

Del rápido análisis anterior se deduce que la crisis de fin de siglo es ante todo la crisis ideológica e intelectual de la pequeña burguesía y de la clase media. Pero es preciso ver que la crisis afecta tanto a los intelectuales como a los pequeños productores. Todos comparten el sentimiento de que las cosas no pueden seguir así. Para todos, hay que hacer algo, analizar las causas de lo que llaman decadencia o atraso de España, buscar remedios. Todos se declaran en ruptura con el orden estableado (que les parece inveterado) de la oligarquía y la clase política que la representa, responsables del marasmo en que están y en que está España. Para todos, el blanco es el sistema político de la Restauración con sus prácticas caciquiles y la estructura económica que la sustenta (Tuñón de Lara, 1974, pág. 70) y en todos se insinúa la idea de que son ellos la España real.

El regeneracionismo se origina en ese complejo malestar exacerbado en el que se mezclan frustraciones, resentimientos y aspiraciones. Desde este punto de vista es un error aislar a los intelectuales del conjunto de una clase social que procura definirse como tal, buscando sus señas de identidad e intentando (sin conseguirlo) construirse una ideología. Todos los intelectuales de clase media, tanto los autores de la literatura estrictamente llamada regeneracionista (Lucas Mallada, Joaquín Costa, Ricardo Macías Picavea, Luis Morote, Damián Isem, Antonio Royo Villanova, César Silio, Joaquín Sánchez de Toca), como la llamada gente vieja (Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, Adolfo Posada, Manuel Sales y Ferré, Rafael Mana de Labra, Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas, etc.), como los jóvenes (José Martínez Ruiz, Ramiro de Maeztu, Miguel de Unamuno, Ángel Ganivet, Pío Baraja, Rafael Altamira, etc.) se implican en el proceso de ruptura con el sistema y en el imperativo de una regeneración de España. Pero el rechazo del orden establecido y la voluntad de «hacer algo» no bastan para encontrar un común denominador ideológico. Al contrario. Las respuestas (intelectuales o prácticas) que se dan a la situación son diversas y hasta encontradas. Por ejemplo, en el sector que se suele considerar como el más homogéneo (otro error), el de la literatura regeneracionista, ¿cómo colocar en un mismo plano al republicano Luis Morote y al tradicionalista Damián Isem? Y por lo que se refiere a los jóvenes Martínez Ruiz, Maeztu, Unamuno... es mucho más lo que les separa que lo que les reúne. Cada componente de lo que se llamará ulteriormente juventud del 98 elige una bandera (socialista, anarquista u otra) y la agita ante el pueblo-público. El anarquismo intelectual de Martínez Ruiz, el marxismo de Unamuno o Maeztu son posturas significativas de un sincero sentimiento de ruptura de clase, pero que no borran cierta nostalgia ante la «desaparición de los antiguos valores y costumbres de la clase media» (Fox, 1976, pág. 219).

Si a la hora de estudiar a cada autor no se olvidan estas salvedades que sugieren que los matices son más significativos que las adscripciones globales, es lícito remontar la vista para tener una visión de conjunto de las readaptaciones ideológicas de los intelectuales de clase media en el fin de siglo. Siguiendo a Jover Zamora (1981, pág. 387) y a Tuñón de Lara (1974, pág. 37), distinguiremos tres orientaciones:

  • La de quienes «sostienen la tesis burguesa del Estado democrático, liberal y de derecho» (Azcárate, Posada, Leopoldo Alas, Francisco Giner de los Ríos, Altamira, Morote, etc.).
  • La de los que «pasan a expresar la protesta irritada, sentimental de la pequeña burguesía» (los autores de la literatura regeneracionista).
  • Y la de quienes asumen «más o menos circunstancialmente posturas socialistas o anarquistas» (la llamada juventud del 98).

Antes de analizar más detenidamente la corriente estrictamente llamada regeneracionismo, conviene evocar, aunque muy someramente en este capítulo, el movimiento modernista que, dicho sea de paso, aparece olvidado o infravalorado en los estudios históricos, y, al contrario, puesto en primer plano en los trabajos de historia literaria, donde hasta hace poco se le anteponía o posponía o igualaba con la llamada Generación del 98. El Modernismo (y el término es usado por los contemporáneos, como el de regeneracionismo) en sentido amplio es una corriente que se desarrolla en varios sectores intelectuales, artísticos y religiosos de todas las naciones europeas, dentro de la cual se definen actitudes más precisas como el Prerrafaelismo (López Estrada, 1977), el Decadentismo, el Simbolismo, el Modernismo hispánico e hispanoamericano. En su conjunto expresa un deseo o una voluntad de ruptura. Es una reacción contra los dogmas (dogmas literarios o artísticos del Realismo-Naturalismo, dogmas religiosos) y una reivindicación de autenticidad (religiosa o artística). Incluso parece que la palabra Modernismo se haya elegido para distinguir esta tendencia, no tal vez de los valores de la modernidad en sí, sino de las lacras engendradas por la forma burguesa de la modernidad. Se trata tanto de apartarse de la trivialidad del mundo moderno, de los gustos del «vulgo municipal y espeso» (Rubén Darío), como de romper los moldes acotadores de la concepción positivista y orientarse hacia el más allá de las cosas, hacia el misterio (poético o religioso). Es difícil no ver el Modernismo como una reacción neorromántica, o sea, como un deseo de liberación frente a una aprisionante situación sociocultural de horizonte restringuido1 (Lissorgues & Salaün, 1991). La caracterización que, en 1935, hace Juan Ramón Jiménez del Modernismo hispánico es particularmente reveladora: «Lo que se llama Modernismo no es cosa de escuela ni de forma, sino de actitud. Era el encuentro de nuevo con la belleza sepultada durante el siglo XIX por un tono general de poesía burguesa. Eso es el Modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza» (cit. en Abellán, 1989b, pág. 23). La originalidad del Modernismo hispánico con relación a la tonalidad general de pesimismo del fin de siglo es, efectivamente, su dinámico entusiasmo estético de vanguardia. Pero al mismo tiempo manifiesta una cierta voluntad de relacionarse con las preocupaciones colectivas, al proclamar el sentido ético de su estética. La poesía y el arte contribuyen a la educación del hombre y de la nación y pueden desempeñar un papel importante para «la propagación de los nobles ideales», como explica Gregorio Martínez Sierra en un artículo de la revista Helios (1904). En cierto modo, y a pesar de lo comúnmente admitido, el Modernismo hispánico se asigna él también en los primeros años del siglo XX una misión tal vez subsidiaria, pero altamente declarada de regeneración por la belleza2.

Excusado es decir que la regeneración por la belleza queda totalmente fuera de las preocupaciones de quienes, analizando las causas del atraso de España, buscan soluciones concretas. Durante la última década del siglo XIX, la condénela de la crisis informa un sinnúmero de textos (artículos y libros), cuyo tema central cuaja en la palabra regeneración, expresión a un tiempo de la percepción de la situación y del deseo de remediarla. Ahora bien, lo que se llama regeneracionismo es sólo un aspecto del movimiento de regeneración, y la denominada literatura regeneracionista, una orientación particular de dicho movimiento. La más conspicua y tal vez la más original por relacionarse con el primer intento de salida al protagonismo histórico de las clases medias y de la pequeña burguesía (las clases «neutras», según la terminología de Joaquín Costa, que quieren «cortar amarras con el feudalismo de los financieros y los terratenientes (detentadores de la fantasmagoría estatal) que quieren abrir el camino de un nuevo régimen y una nueva sociedad» (Mainer, 1988, pág. 93). Dentro de esta orientación están evidentemente los escritores llamados regeneracionistas, como Lucas Mallada, Macías Picavea, etc., y sobre todo Joaquín Costa, pero en ella se sitúan también autores como Maeztu, Baroja y, de manera menos confesada, Martínez Ruiz. Valgan sólo unas citas sacadas del artículo Nuestra burguesía (1904), de Ramiro de Maeztu (1977, pág. 255). «Esa burguesía es elemento indispensable en la vida moderna [...] El Estado, los partidos y los agitadores del proletariado [...] se han conjurado para impedir su desenvolvimiento» (Ibid., pág. 256).

El examen detenido de las obras regeneracionistas muestra que lo que tienen en común es tan sólo, por un lado, el superficial aspecto homogeneizador que les confiere la forma del ensayo y, por otro, el complejo núcleo de frustraciones y aspiraciones que las informa. Pero cada autor analiza la situación y propone soluciones en función de las propias orientaciones ideológicas. Hasta tal punto que, en lugar de considerar esta literatura como un conjunto particular y aparte, sería más aclarador y más exacto enfocar el estudio según las orientaciones ideológicas de los autores. Además, así podría ensancharse el campo y colocar en la corriente regeneracionista a otros muchos intelectuales que, a consecuencia de la focalización en el regeneracionismo de los únicamente llamados regeneracionistas, casi han hecho olvidar la actuación intelectual activa de quienes como Posada, Buylla, Altamira, Francisco Giner, Leopoldo Alas y otros muchos pensaron que no puede haber verdadera regeneración fuera de un Estado burgués realmente democrático en el que impere una ética individual y colectiva. Para ellos, el regeneracionismo «hidráulico» era necesario, pero en la escala de valores era mucho más importante la regeneración individual por la educación y la cultura (Lissorgues, 1989, págs. 79-85, 465-500). Esto para decir, una vez más, que las etiquetas no dan perfecta cuenta de las realidades.

El indudable afán de conocimiento de las realidades españolas que caracteriza a todos los autores regeneracionistas y el hecho de que el movimiento responda ante todo a una manifestación de la conciencia burguesa ha inducido a relacionar el regeneracionismo con el positivismo3. Efectivamente, el ingeniero de minas Lucas Mallada4 (1841-1921), en Los males de la patria y la futura revolución española. Consideraciones generales acerca de sus causas y efectos, publicado en 1890, tras hacer un análisis geográfico del país, muestra que la pretendida riqueza de España es una ficción basada en el engaño de una fantasía quijotesca; por su parte, Antonio Royo Villanova5 (1864-1958), en La regeneración y el problema político (1899), estudia las causas de la pobreza actual y llega a la misma conclusión: «Nuestra decadencia nacional y nuestra derrota internacional han sido debidas a que somos pobres». Pero en 1899, Ricardo Matías Picavea6 (1847-1899), en su libro de gran resonancia El problema nacional (obra estructurada según el esquema de los estudios positivistas: «hechos», «causas», «remedios»), al introducir su análisis de las realidades españolas, proclama que «España es, por naturaleza, rica, riquísima», para echar la culpa de la decadencia a conservadores, republicanos y demócratas y a la «sedimentación subyacente de los tres últimos siglos teócrata-cesaristas y a una epidemia vestida con el pantalón y el gorro frigio de la populachería francesa» (Matías Picavea, 1899, pág. 357).

El positivismo es la filosofía burguesa de la certidumbre que, en última instancia, se alimenta en una doble fe: fe en la razón y fe en la realidad. Ahora bien, en su conjunto las obras regeneracionistas parecen producto de un irracionalismo exacerbado que es todo lo contrario de la firme seguridad positivista. Las causas del atraso se atribuyen indiscriminadamente al «modo de ser de nuestra raza, en la que constantemente predomina la imaginación sobre la razón» (Isem, 1900, pág. 3), a la pérdida del sentimiento religioso, «una de las grandes energías del alma ibérica en los felices tiempos de su castiza historia» (Matías Picavea, op. cit., pág. 2), a la penetración de las ideas liberales (Isem, Picavea).

Sobre este fondo de pesimismo de varias facetas se alza el unánime anatema contra la oligarquía y el caciquismo, «dueños y explotadores de España» (Matías Picavea, op. cit., pág. 265), que provocan «con sus atropellos e inmoralidades el regionalismo separatista» (Royo Villanova, 1900, pág. 18) y son el obstáculo a cualquier progreso. Al respecto, el documento más significativo, a la par que cifra y compendio de las varias posiciones regeneracionistas, es la obra que bajo el título Oligarquía y caciquismo como forma actual de gobierno en España. Urgencia y modo de cambiarla, reúne los resultados de una encuesta lanzada en 1901 por Joaquín Costa. El libro, publicado en 1902, comprende la memoria inicial de Costa y las 71 respuestas recibidas, entre las cuales hay que destacar las de Gumersindo Azcárate, Antonio Maura, Pompeyo Gener, Damián Isem, Ortí y Lara, Pi y Margall, Jacinto Octavio Picón, Emilia Pardo Bazán, Unamuno, etc., y la respuesta colectiva de los catedráticos de Oviedo, Altamira, Buylla, Posada, Sela. La siguiente frase de Costa parece resumir el sentimiento de la mayoría de los participantes: «La oligarquía política, con su instrumento caciquil, constituye un Estado de hecho que suplanta al Estado de derecho y lo pone a su servicio. Los partidos políticos quedan así secuestrados por la oligarquía caciquil, viciando la raíz de la vida parlamentaria y el sistema político en su conjunto».

Esta posición, afirmada desde hace algunos años, desemboca en una acción política patrocinada por Costa. Pero Joaquín Costa (1846-1911) es mucho más que la figura egregia del movimiento regeneracionista. Jurista de inspiración krausista, historiador, estudioso del folclore y de la etnología religiosa, sociólogo, geógrafo, economista..., su impresionante producción literaria (724 títulos de obras de todo género, según la reseña de Cheyne, 1972) rebasa con mucho los estrechos límites del regeneracionismo de fin de siglo y merece capítulo aparte. Toda su obra anterior a 1898 revela una profunda preocupación por España, en su pasado y en su presente, y puede verse como una reflexión permanente, activa y múltiple sobre problemas históricos, sociológicos, etnográficos, muchos de los cuales están relacionados con cuestiones de derecho y economía agrarias, es decir, con la vida profunda del pueblo, el del campo principalmente. Es el caso del importante trabajo El colectivismo agrario en España (1898), libro que ejerció profunda influencia sobre el autor de En tomo al casticismo, Miguel de Unamuno (Pérez de la Dehesa, 1966a y b), y en el que se pone de relieve la existencia en España de una tradición agraria de carácter colectivista y de una corriente económica, también tradicional, que se opone a la propiedad privada ilimitada. También sabe medir el atraso de España a la luz del estado de evolución alcanzado por la civilización en Europa; como muestra, Reconstitución y europeización de España (1899). Por lo que hace a la regeneración de España, Pérez de la Dehesa sintetiza así el pensamiento profundo de Costa (que, dicho sea de paso, es también el de Unamuno): «Abrirse a Europa y enraizarse en la auténtica y viva tradición nacional, emanada del pueblo y no en las ideas estereotipadas ofrecidas en las historias oficiales, habría de ser la base de una regeneración de España» (Pérez de la Dehesa, 1967, pág. 12).

Para algunos estudiosos de la obra de este polígrafo, el paso a la política activa sería un descenso y otro sería el Costa que protagoniza la «praxis del regeneracionismo». Lo cierto es que la praxis le obligó a adaptar sus aspiraciones al contexto inmediato y que su programa de «escuela y despensa», de «política hidráulica» y sus proclamas acerca de la «revolución desde arriba», y sobre «el cirujano de hierro» hicieron olvidar su fecunda labor anterior. Para Abellán, esa incorporación de Costa a la política activa dio lugar al costismo, una desviación y hasta cierto punto un falseamiento de sus propias ideas (Abellán, 1989a, pág. 471).

La «historia externa» del movimiento regeneracionista patrocinada por Costa y jalonada por una serie de tentativas para agrupar a pequeños propietarios y comerciantes (Liga de Contribuyentes del Ribagorza, 1892; Asamblea Nacional de Productores, 1899; Liga Nacional de Productores; Asamblea de Valladolid, en 1900, que desembocó en la Unión Nacional) fue un fracaso. Pero la Unión Nacional, aunque fuera un conglomerado de intereses encontrados y de ambiciones varias, sin meta política claramente definida, fue, por lo menos, el primer intento de actuación pública de las llamadas clases «neutras». También es de subrayar que esas clases «neutras» acogieron con aplausos ciertas ideas de algunos regeneracionistas como Macías Picavea o el mismo Costa que se convirtieron en eslóganes tales como «revolución desde arriba», «cirujano de hierro», o ciertas posiciones como el antiparlamentarismo («Toda esa borra insepulta» de todos los partidos «hay que barrerla, al hoyo del spoliarium»; Macías Picavea, 1899, pág. 437), el desprecio por lo intelectual y la cultura («Menos doctores y más industriales»), bastante propicios para crear un embrión de mentalidad que algunos autores no vacilan en calificar de prefascista (Tierno Galván, 1961; 1977, págs. 131-167).

Estas posiciones suscitaron una reacción a veces violenta de parte de intelectuales de clase media (Posada, Buylla, Clarín, Morote, etc.) que defendían la tesis de una regeneración por la vía democrática y por la moralización del Estado y veían como un peligro ese primer balbuceo de una ideología caracterizada por sus elementos de negación, una ideología que, como escribe Clarín, traduce las «demasías de muchos técnicos de la práctica, que ofrecen como título, casi, casi, para la dictadura, su propia ignorancia» (Lissorgues, 1989, págs. 84-85). Luis Morote7 (1862-1913), autor de La moral de la derrota (1900), defiende el parlamentarismo: «De los males de la patria no tienen la culpa la libertad, [...]. Precisamente por no entrar en función la libertad, por no consultar al Parlamento [...] se ha llegado al desastre» (Morote, 1900, pág. 437).

En Del desastre nacional y sus causas (1900), Damián Isem8 (1852-1914) no propone soluciones, pero el análisis de la situación de España se hace a partir de una ideología claramente tradicionalista, preburguesa y, desde luego, antiliberal que, en el final del siglo, puede representar la pervivencia del pensamiento carlista e integrista. Para este autor, el «desastre nacional» es resultado del «frenesí de innovación» del liberalismo, de la «degeneración en las clases directoras», de la propaganda krausista, del progreso del positivismo y sobre todo del «prescindir en lo ético del orden sobrenatural» (Isem, 1900, pág. 77). Esta pervivencia del sentimiento tradicionalista es tal vez más fuerte de lo que se pudiera creer, ya que asoma, diluido en otras aspiraciones más modernas, en otras obras regeneracionistas como en la antes citada de Royo Villanova, para quien lo que se impone, en último término, es «el sentido cristiano de la política» a lo santo Tomás de Aquino.

En resumidas cuentas, el movimiento regeneracionista aparece como una toma de conciencia de las clases medias, para las que, al hacerse evidente el atraso de España, se impone una necesidad de cambio. Pero si hay acuerdo para denunciar a la política de la oligarquía, responsable del «desastre» y de la decadencia, si todos los autores insisten en la pobreza material e intelectual del país (todos insisten en la alta tasa de analfabetismo), si casi todos proponen soluciones radicales o parciales, lo que traducen, tanto las innumerables páginas de esta literatura como el efímero paso a la acción, es un enorme sentimiento de impotencia. Pesimismo, vuelta a los mitos del pasado y visión mesiánica del futuro que alimenta un vitalismo incapaz de asumirse son las características dominantes. El análisis hasta cierto punto racional y positivo, aunque exacerbado, de la realidad no puede desembocar en una propuesta clara de soluciones, ya que el profundo sentimiento de frustración que padecen las clases «neutras» se origina en la confusa conciencia de la propia debilidad histórica. La «ideología» de clase media que asoma en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX se reduce a una irracional y a veces estridente (en Macías Picavea, por ejemplo) afirmación de un protagonismo histórico que sólo piensa poder realizarse en la estela de un hombre providencial, un dictador ideal, un héroe capaz de derribar las viejas murallas de la derecha, y de cortar el camino del porvenir a la nueva izquierda proletaria.

Lo cierto es que la crisis de fin de siglo es ante todo una crisis ideológica, es decir, de hegemonía. El doctrinarismo liberal conservador sigue como fachada ideológica del poder económico y político, pero es rechazado por toda la pequeña burguesía y las clases medias que, ellas, buscan una salida tanto en los regionalismos como en las vías autoritarias. Las ideologías obreras apuntan a un futuro con la firmeza de las nuevas certidumbres.

Los intelectuales, tanto la gente vieja como los jóvenes (del 98), desconfían de todo, pero estos últimos tienen fe en sí mismos y, como casi siempre, se encuentran escindidos entre la realidad que requiere implicación y hasta compromiso y la voluntad de trascender los límites: de clases, de dogmas..., del mundo.





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