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Importancia de los estudios artísticos


La naturaleza realiza lo que la Religión dice y revela. La naturaleza confirma lo que la contemplación de Dios nos enseña. Porque la naturaleza, como todo lo que existe, muestra y divulga a Dios. Toda existencia tiene en Dios su principio y la causa de su admiración. Cada cosa, si tiene su principio en Dios, es por esta razón una unidad, como Dios es unidad en sí mismo, y cada cosa, por ser unidad, revela que su ser es una unidad trinitaria. Esta verdad es la base de toda contemplación, de todo conocimiento, de toda penetración de la naturaleza. El hombre la conoce más o menos, según que esté más o menos penetrado de la verdad que es la potencia divina que vive y opera en todas las cosas, y que cada cosa esté sometida, como él, al espíritu de Dios, pues en este espíritu halla toda la naturaleza su existencia y su subsistencia, y por sólo este espíritu está el hombre en estado de descubrir el ser procedente del espíritu de Dios en la más pequeña de las manifestaciones, como en la suma total de todas las manifestaciones de la naturaleza.

El hombre comprenderá la relación de la naturaleza con Dios, desde el instante en que considere la relación intelectual e íntima existente entre una obra de arte y el artista que la ha producido. El espíritu y la vida que crecen y se manifiestan, deben inevitablemente impregnar sus obras de su ser, e imprimir su sello a todas las partes de sus creaciones. Necesariamente, ninguna cosa puede aparecer, hacerse visible, ni ver la luz, sin llevar en sí misma la expresión del espíritu, de la vida y del ser de donde proviene. Esta observación es igualmente aplicable a todas las obras del hombre, a las del mayor artista, como a las del más simple obrero, a la obra material o intelectual, a la obra producida por la más elevada o por la más débil de las potencias humanas, como se aplica también a las obras de Dios, que son la naturaleza y la creación de todo ser y de toda cosa.

Por medio de las obras de arte sobre todo, puede reconocerse en todo hombre individual que las produce la potencia del sentimiento y del pensamiento, las leyes humanas y su grado de perfeccionamiento, a la manera que el espíritu creador de Dios no puede reconocerse y admirarse sino por medio de sus obras. No nos aplicamos nosotros bastante al estudio de las obras de arte que crean los hombres, y he ahí lo que nos hace difícil el estudio de las obras de Dios. No nos damos cuenta de la relación intelectual o íntima que existe entre las obras de arte y el artista; las consideramos sólo bajo su aspecto material; no vemos que, cuando se trata de obras de arte verdaderamente dignas de este nombre, no son ellas máscaras huecas, embriones del arte, sino manifestaciones íntimas y particulares del artista. Vemos con ojos igualmente fríos e indiferentes las maravillas del arte y las de la naturaleza, porque no comprendemos el espíritu que anima las unas y las otras.

Así, pues, como la obra del hombre -la obra del artista- lleva en sí misma el espíritu, el carácter, la vida de aquel que la ha hecho, sin que exista, no obstante, con detrimento del ser de su autor, que la misma, lejos de disminuirlo o debilitarlo, realza, así también el ser y el espíritu de Dios, aunque fuente de todas las existencias y sola causa de su duración y de su desarrollo, quedan siendo siempre el ser, el espíritu poderoso, indivisible o inalterable.

Lo mismo que en toda obra humana, en toda obra de arte, no se encuentra parte alguna material del espíritu humano del artista, que vive, habla y respira en ella, en tanto que vivifica, anima y hace hablar las obras que sucesivamente crea, sin perjuicio para su espíritu y para su ser, así también el espíritu de Dios se mantiene intacto en la naturaleza. El espíritu de Dios reposa, obra y se revela en la naturaleza a la cual él se comunica y por la cual él se formula. La naturaleza, sin embargo, no es el cuerpo de Dios. El espíritu que reside en la obra de arte, el espíritu al cual ésta debe la existencia, es el espíritu también indiviso del artista; y este espíritu, que vive y opera espontáneamente en la obra de arte, queda siempre siendo únicamente el espíritu del artista. Lo propio puede decirse con respecto al espíritu de Dios vivo e influyente en la naturaleza.

La naturaleza no es el cuerpo de Dios, ni tampoco es para Dios una vivienda; el solo espíritu de Dios habita la naturaleza, la lleva, la sostiene y la conserva. El espíritu del artista, el espíritu humano ¿no habita, no lleva, no sostiene, no conserva y no cuida también, las obras del artista? El espíritu del artista, después de haber animado una masa de mármol, un frágil pedazo de tela, o la fugitiva palabra que se desvanece apenas formulada, dándoles por el tono, la palabra o la forma una especie de inmortalidad terrestre, ¿no prodiga también a sus obras los mas minuciosos cuidados? ¿No los ampara con toda su protección y con todo su amor? ¿Qué hombre podría desconocer el espíritu elevado y poderoso que anima las obras de arte, y no comparar su muda plegaria con la que se lee en los ojos del débil niño que reclama protección para su debilidad? Simples obras son del espíritu humano; y sin embargo el espíritu que las produce, las protege y las cuida también, cualesquiera que sean el tiempo y el espacio que las separen de su autor.

El artista trata su obra, no como una obra mecánica en la cual su pensamiento tiene una pequeña parte, sino como obra que él anima verdaderamente con su espíritu, como obraría un padre que, al separarse de un hijo querido, le da esa bendición paternal que debe protegerle y sostenerle en el camino. Un gran artista no mira con indiferencia al comprador de su obra, ni tampoco son indiferentes a un buen padre los compañeros de viaje de su hijo; y como este padre, el artista lanza confiadamente su creación al mundo, porque su espíritu y su corazón la acompañan. Su carácter vive y se mueve en las menores partes de su obra, en cada una de sus líneas y en todo su conjunto. Espera que su espíritu y su carácter que él observa en esta obra, la protegerán y la harán topar con hombres que reciban en su vida propia la vida con que él la animó. La obra de arte es independiente del hombre, no contiene de éste ni la más mínima parte de su cuerpo, ni la menor gota de su sangre, y sin embargo, el hombre la adopta, la conserva y la protege como una parte de sí mismo: aleja o trata de alejar de ella, para el porvenir, todo lo que pudiera perjudicarla. Si el hombre está en su obra, y se siente identificado con ella, tanto más Dios cuida y sostiene la naturaleza, y separa de ella todo lo que pudiera serie nocivo; porque Dios es Dios, y el hombre no es más que hombre. El artista, cualquiera que sea, como permanece independiente de su obra, no dejaría de subsistir si sucediese que todas sus obras fuesen destruidas; lo propio sucedería con Dios, si toda la naturaleza se extinguiese.

Aunque las obras de arte, productos humanos, o las obras de la naturaleza, productos divinos, desaparecieran exteriormente, el espíritu que residía, vivía y operaba en ellas no cesaría por eso de obrar y desarrollarse con una actividad siempre creciente. Los restos de una obra de arte, fuese ésta la obra potente de una nación gigantesca, fuese la obra colosal de ese poder aún mal conocido, resultado de la unión íntima de una multitud de seres congregados para un objetivo común, pero que cada uno de ellos mira y debe mirar como un fin que le está particularmente designado, esos restos, decimos, no dejarán nunca de ser para razas futuras, aunque debilitadas, el testimonio elocuente e irrecusable del poder y de la grandeza de los hombres que ejecutaron aquellas obras. Así las colosales ruinas de montañas atestiguan la potencia del espíritu de Dios. El hombre, sintiendo también en sí la fuerza y el espíritu procedentes de la fuerza y del espíritu de Dios, aficiónase con pasión a tales ruinas, como la delicada hiedra se adhiere a la poderosa roca de la cual saca, no tan sólo su fuerza y su subsistencia, mas también el apoyo que le permite elevarse hacia los cielos. De esta suerte las relaciones íntimas e intelectuales del hombre con las obras de arte que él mismo crea, no llevan a comprender las relaciones de Dios con la naturaleza.

Sucede que cuando bábaros, hombres sin inteligencia y sin corazón, destruyen la obra de arte o borran siquiera los vestigios de una concepción debida al espíritu humano, el hombre noble y sensible se aflige más con ello de lo que se afligiría viendo extinguirse, bajo condiciones ordinarias, un ser ordinario. ¿No lleva en sí, la obra del hombre, la imagen espontánea del espíritu y del pensamiento que residen en aquél? ¿La expresión característica de una obra de arte no puede por ventura obrar sobre razas posteriores, realzarlas y ennoblecerlas? Y si tamaño alcance atribuimos a las obras del hombre, ¡cuánto pueden y deben hacer las obras de Dios! ¿Qué será para el hombre la naturaleza, esa obra sublime de Dios? Nos afanamos por conocer la significación y el objeto de las obras humanas; las estudiamos y con razón. Pero con tanto más motivo debemos esforzarnos por conocer la obra de Dios, la naturaleza y los objetos de la naturaleza, con el fin de llegar también a conocer el espíritu de Dios, su creador. Y debemos sentirnos tanto más excitados a este estudio, por la convicción de que las obras de arte, verdaderamente dignas de este nombre, en las cuales se revelan la belleza del espíritu humano, y de ahí el del espíritu de Dios, no son siempre y a todos fáciles de conocer. Lo propio acontece con las obras divinas que rodean al hombre por do quiera, en el seno de la naturaleza, y todas las cuales revelan el espíritu de su autor. Puede también presentirse el espíritu de Dios en el espíritu humano y por el espíritu humano; pero difícil es distinguir, en todos los casos particulares, el elemento humano general del elemento humano particular, y no menos difícil señalar al uno o al otro el grado de su predominancia, y fijar siempre cuál de entrambos influye particularmente sobre el otro. No así en las obras de la naturaleza: el ser individual, en la naturaleza, aventaja en mucho al ser colectivo; de manera que, en la naturaleza, no tan sólo el espíritu de Dios aparece claramente al hombre, sino que éste ve, en cierto modo, reflejarse en el espíritu de Dios que habla en la naturaleza, el ser humano, su dignidad, y su grandeza en toda la claridad y pureza de su origen.