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La elaboración del canon en la literatura española del siglo XIX

Actas del II Coloquio

(Barcelona, 20-22 de octubre de 1999)


Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX





[Indicaciones de paginación en nota.1]



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Presentación

El concepto de «canon» es tan antiguo como la palabra griega de donde procede. Mirón y Policleto establecieron el correspondiente al cuerpo humano. Implícito está el «canon trágico» en las discusiones de los espectadores sobre la humanización excesiva de los conflictos que planteaba Eurípides. Las reflexiones aristotélicas de la Poética resultan del análisis genial de la práctica literaria para definir categorías y modelos vigentes en el pasado, pero no necesariamente válidos en el futuro. El estagirita escribía desde el ocaso de una cultura. Sus escoliastas no siempre lo han comprendido y han forzado un canon secular que ha provocado más de una incruenta rebelión.

No podía ser de otro modo. Toda época, toda generación, todo artista, hereda la historia y crea desde la interpretación que hace de sus modelos. Podríamos afirmar, un poco sentenciosamente, que todo hombre hereda la historia para escribir la suya.

El «canon literario» no es inmutable. Por el contrario, depende de multitud de factores y contingencias. No se trata solo de establecer una nómina de autores y obras que sobreviven más allá del tiempo en que escribieron y fueron leídas. Su recepción depende de variaciones y circunstancias múltiples entre las que no siempre figuran intereses estrictamente estéticos. Los valores literarios, en expresión feliz de «Azorín», tienen ese grado de inestabilidad que caracteriza a ciertos elementos de la naturaleza. Como ellos son escurridizos y pueden llegar a ser peligrosamente explosivos.

El libro de H. Bloom, The Western Canon. The Book and School of the Ages (New York/ San Diego/ London, Harcourt Brace & Co., trad. española de D. Alou, Barcelona, Anagrama, 1995) ha irrumpido como un fulgurante meteorito en la atmósfera literaria y actualizado un debate implícito en la actividad crítica del último medio siglo, por ceñirnos a un período histórico de límites aceptables.

La perspectiva desde donde compone este brillante profesor norteamericano su lista de «quién es quién» en la literatura occidental no podía satisfacer, lógicamente, a quienes se desenvuelven en ámbitos nacionales, regionales o ceñidos al estudio de un género o una época: desde el microscopio el panorama es muy distinto del que se contempla desde un rascacielos. Eso ha provocado una serie de artículos publicados en revistas que incluyen invariablemente el término «canon» en oportuna sintonía con la actualidad; la organización de coloquios, como el celebrado en Lérida en 1996 con el título Cànon literari. Ordre i subversió (J. Pont y J. M. Sala, eds., Institut d'Estudis Il·lerdencs, 1998); y libros colectivos, como El Canon literario, bajo la dirección de E. Sullà (Madrid, Arco/Libros, 1998.)

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La Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX ha querido también echar su cuarto a espadas sobre tema tan candente, y estas páginas recogen las aportaciones de sus socios que participaron en el II Coloquio: La elaboración del canon en la literatura española del siglo XIX, celebrado en la Facultat de Filologia de la Universitat de Barcelona durante los días 20 a 22 de octubre de 1999.

Pretendíamos en el momento de la convocatoria establecer una teoría y una práctica del concepto en los diversos géneros y en su evolución; poner de relieve cómo se establecía un canon conforme se creaba la literatura que lo definía. Nos parecía muy interesante indagar en prólogos, epistolarios, discursos, antologías, historias literarias contemporáneas, polémicas y críticas de prensa, poéticas y retóricas y, naturalmente, en los propios textos literarios que aparecieron a lo largo de este apasionante siglo que rompe con la tradición clásica de la «imitación» y se adentra en la modernidad por el camino de la «originalidad».

Como era de esperar, no todas las comunicaciones que recogemos en estas páginas se atienen fielmente a la letra del enunciado, y si se efectúa un repaso de sus títulos, se advertirá cuántas desarrollan asuntos extramuros del canon. Quizá porque han considerado que bien valía la disonancia en la interpretación literaria de un siglo de heterodoxias.

Con todo, el lector tiene entre sus manos el volumen que levanta acta del trabajo de casi medio centenar de investigadores en torno a temas muy variados, sobre todos los géneros y con métodos muy diferentes que manifiestan una diversidad de criterios verdaderamente rica.

Una ojeada previa al programa de este II Coloquio pone de manifiesto el amplísimo repertorio de registros. Un gran apartado lo constituyen las comunicaciones que, de forma expresa o implícita han centrado su interés en periódicos y revistas literarias que sirvieron como vehículos difusores de nuevas ideas y de modelos sociales, ideológicos y literarios, y de algunos géneros, como los artículos de costumbres, el cuento, la crítica y la poesía. El análisis de las teorías expuestas por autores de preceptivas, retóricas, historias literarias y antologías centran el interés de otro grupo de comunicaciones, al que se podría asociar el de las expuestas con desenvuelta intimidad en los epistolarios. Y concomitante con ambos cabría considerar las aproximaciones a una específica literatura femenina vista desde su propia elaboración canónica hasta su recepción histórica.

De la comparación del índice de las Actas de nuestro I Coloquio y el de estas que ahora presentamos se comprueba, aparte la lógica concentración de las aportaciones de nuestros socios en los dos períodos culturales que vertebran el siglo XIX, Romanticismo y Realismo, un predominio llamativo de sus preferencias por la novela sobre cualquier otro género, seguido del teatro y, a mayor distancia, de la poesía. Sobre ambos hay una nutrida representación en estas Actas del II Coloquio. El lector encontrará análisis concretos de obras determinadas, consideraciones sobre el desarrollo teórico de lo novelesco, centradas en los prólogos de las novelas históricas o en las formulaciones regionalistas del género. Se observa también, junto a la consagración de «Clarín» y Galdós, que ocupan un indiscutido primer   -XI-   lugar, la atención creciente sobre otras figuras, cuya presencia se agranda en el retablo decimonónico.

Si los estudios sobre narrativa corresponden a la segunda mitad del siglo, con muy pocas excepciones, lo contrario sucede con la poesía y el teatro, ceñidos en su totalidad a la época romántica. La reducida representación de la primera ofrece sin embargo amplia variedad de intereses: el examen de motivos metapoéticos, la consideración dialéctica del poema clásico en el debate sobre la nueva narrativa en verso, la determinación de la poesía en el decisivo período de la eclosión romántica y los criterios a que se atuvo Valera para seleccionar a los poetas de su Florilogio. Algo parecido cabe decir respecto al teatro. La aportación de un texto inédito de los años inmediatos viene a ser el prologuillo de otros motivos de interés, como el siempre apasionado debate sobre el teatro romántico a través de la prensa periódica, reiterado en la crítica contemporánea a un desmesurado drama histórico. El repaso a las teorías sobre la traducción teatral, en una época en la que la escena se nutría de más versiones que de originales, complementa imprescindiblemente este atractivo panorama dramático.

No pretendemos agotar en esta reseña las líneas temáticas y metodológicas que se recogen en estas Actas del II Coloquio. Sí queremos subrayar que La elaboración del canon en la literatura española del siglo XIX ha sido la ocasión para que la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX se afiance como grupo de trabajo. Españoles e hispanistas, mayores de edad y jóvenes recién llegados, de acuerdo con el juego generacional, aprovecharon este segundo encuentro barcelonés para el amistoso intercambio de conocimientos: escuchar y aprender ha sido, una vez más, nuestro lema de confraternidad.

Queremos terminar con nuestros agradecimientos a la Universitat de Barcelona, en cuyo noble edificio histórico se desarrollaron las jornadas de este II Coloquio. Debemos mencionar la inestimable ayuda moral y económica que nos prestaron los Excmos. Vicerectores: de Recerca, Dr. Màrius Rubiralta Alcañiz; de Relacions Internacionals, Dr. Marc Mayer; de Activitats Culturals, Dr. Salvador Claramunt; al President de la Divisió I, Dr. Jesús Contreras; al Ilmo. Sr. Degà de la Facultat de Filologia, Dr. Javier Orduña; a la Directora del Departamento de Filologia Hispànica, Dra. Emma Martinell. Y desde luego, queremos recordar a todos cuantos desde su puesto, no importa cuál fuera su categoría, mostraron su disposición cordialísima y su paciencia para hacer muy agradable nuestra estancia en su Universidad. Quienes formamos parte de la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX nos encontramos en ella como en nuestra propia casa.

Finalmente, hemos de felicitarnos, también en esta ocasión, por el entusiasmo con que participan en estos coloquios nuestros colegas llegados de toda la geografía del Hispanismo. Nos constan los trabajos de todo tipo que han de vencer para encontrarse con nosotros cada tres años en la tercera semana de octubre, en Barcelona. Son sin duda el capital inestimable de la S. L. E. S. XIX.

La Junta Directiva



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Programa

Acto de apertura con la intervención del Ilmo. Sr. Decano de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, Dr. Javier Orduña.

PRIMERA JORNADA (Sesión única)
La defensa del presente en El Artista y el nuevo canon romántico, M. J. Alonso Seoane 11
El costumbrismo visto por los escritores costumbristas: definiciones, M. Á. Ayala 51
El canon de la violeta. Normas y límites en la elaboración del canon de la literatura femenina, M. Mayoral 261
La canonización de Larra en el siglo XIX, J. Escobar 135
SEGUNDA JORNADA (1.ª Sesión)
El canon poético en España de 1830 a 1837, R. Navas Ruiz 299
Elementos metapoéticos en la poesía lírica de Carolina Coronado, S. Pujol Russell 333
Esvero y Almedrola: fidelidad y desvío del canon épico, L. F. Díaz Larios 115
Las ideas poéticas de Narciso Campillo. La Retórica y Poética o Literatura Preceptiva y otros textos, I. Román Gutiérrez 377
El Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, de don Juan Valera, ¿ejemplo de anti-canon literario?, J. M.ª Martínez Cachero 253
José Marchena y sus Lecciones de filosofía moral y elocuencia (1820): el canon y su desviación, J. Álvarez Barrientos 27
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«Pentimento»: El anti-canon de la literatura decimonónica española, D. T. Gies
175
El Álbum de la literatura isleña en el canon del romanticismo en Canarias, C. Y. Arencibia 33
Teoría y crítica literaria en los artículos periodísticos del dramaturgo romántico José María Díaz, J. L. González Subías 229
2.ª Sesión
El teatro romántico juzgado por los románticos. (Itinerario del canon en el Semanario Pintoresco Español), E. Caldera 97
El drama histórico romántico «en mantillas»: Isabel la Católica, de Tomás Rodríguez Rubí, en Folletos literarios del Tío Camorra y el Jesuita, A. García Tarancón 161
Las teorías de la traducción teatral en la prensa romántica, P. Menarini 279
Sainetillo para un entreacto o el teatro desde dentro en las primeras décadas del siglo XIX, M. Ribao Pereira 345
Las ideas literarias del XIX en torno a la novela: algunas aproximaciones, A. L. Baquero 59
Un romántico que anticipa el canon realista: Salas y Quiroga y El dios del siglo, C. Patiño Eirín 321
La función del prólogo en la novela histórica, E. Rubio Cremades 393
Clarín ante el canon: hacia una teoría del «oportunismo» literario, L. Bonet 81
(3.ª Sesión)
Urbano González Serrano, ¿un canon krausista?, D. Thion Soriano 427
Esbozo de la poética de Menéndez Pelayo y sus juicios sobre el canon galdosiano y perediano, M. Aguinaga Alfonso 1
Nuevos horizontes: el canon decimonónico y la nueva crítica de 1900, P. McDermott 267
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(4.ª Sesión)
Galdós, o el canon enterrado, J. Schraibman 399
Los altibajos de la crítica galdosiana, G. Ribbans 355
Dialéctica y síntesis naturalista en la novela española, G. Paolini 313
TERCERA JORNADA (1.ª Sesión)
El canon de escritoras decimonónicas españolas en las historias de la literatura, M. Á. Ezama Gil 149
Matilde Cherner, canon y anticanon: periodismo político, M. Á. Rodríguez Sánchez 363
«Artículos»/«cuentos» en la literatura periodística de Clarín y Emilia Pardo Bazán, J. M. González Herrán 209
Fundamentos estéticos de la crítica literaria de Emilia Pardo Bazán, M. Sotelo Vázquez 415
Contribución al canon literario del siglo XIX desde algunas instituciones literarias y personalidades académicas de la Cataluña decimonónica, C. Bastons i Vivanco 69
Las ideas literarias de don Francisco Giner de los Ríos, A. Sotelo Vázquez 407
El romanticismo español, cien años después, L. Romero Tobar
(2.ª Sesión)
El discurso crítico de la novela regional, Toni Dorca 127
Hacia el modelo de novela regional: El sabor de la tierruca de José María de Pereda, R. Gutiérrez Sebastián 243
El canon de las revistas bilingües, E. Miralles 289
La Papallona, de Narcís Oller, como reflejo de un período de transición, M. Vidals Tibbits 445
  -XVI-  
Tauromaquia y tauromanía en la temática literaria del siglo XIX, J. M. Gómez Tabanera
195
Una postdata imprescindible: cartas y epistolarios en el canon literario del siglo XIX, H. Gold 185
Recepción crítica en el momento de su aparición de El señorito Octavio (1881), ópera prima de Armando Palacio Valdés, J. L. Campal Fernández 105

Acto de clausura con la intervención del Excmo. Sr. Vicerrector de Activitats Culturals de la Universitat de Barcelona, Dr. Salvador Claramunt.





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Esbozo de la poética de Menéndez Pelayo y sus juicios sobre el canon galdosiano y perediano

Magdalena AGUINAGA ALFONSO


York University (Toronto)

Las aportaciones de Marcelino Menéndez Pelayo a la teoría, historia y crítica literaria están recopiladas en sus libros: Horacio en España (1877), Calderón y su teatro (1881), Historia de las ideas estéticas en España (5 tomos entre 1883 y 1891), Antología de poetas líricos castellanos, desde la formación del idioma hasta nuestros días (13 tomos, entre 1890 y 1908), Estudios sobre el teatro de Lope de Vega (15 tomos desde 1890), Antología de poetas hispanoamericanos (4 tomos, entre 1893 y 1895), Bibliografía Hispanolatina clásica (10 tomos desde 1902, obra que abarca toda su vida) y Orígenes de la novela (4 tomos, tres publicados en vida en 1905, 1907 y 1910; el 4.º apareció póstumo, publicado por Bonilla y San Martín en 1915). Sintetizando su ideario crítico y filosófico diremos que en Historia de las ideas estéticas en España -su obra nuclear, considerada por unanimidad, hasta hace poco, como la más importante de los estudios sobre teoría poética y estética en literaturas modernas- da prioridad a la forma en la definición del arte, prefiriendo la crítica literaria de artista a la de ideólogo, en una línea que anticipa una intuición que la crítica chomskiana llevaría a cabo al fundir Retórica y Lógica (Chomsky: 1987). Menéndez Pelayo heredó de Luis Vives su deseo de reconciliar la elegancia de las letras con la gravedad del pensamiento filosófico, colocando la Retórica después de la teoría del razonamiento, por considerar aquélla como una derivación y consecuencia de los estudios filosóficos (Menéndez Pelayo 1974, 1: 625) contraviniendo así las enseñanzas de Aristóteles; hace una fusión entre historia de la literatura e historia de la lengua, atribuyendo a ésta el ser transmisora de «el espíritu del pueblo», idea procedente de la filosofía de la historia de Herder (Menéndez Pelayo 1974, 2: 99-101); su sensibilidad histórica se plasma en el reconocimiento de la libertad creadora, en una relación muy actual en la crítica, entre obra y sociedad. Pero quizá lo definitivo de su aportación ha sido legarnos un modo de entender la historia de la literatura y la cultura literaria españolas desde presupuestos europeos, lo que permite elaborar nuestro canon literario con un sentido crítico vigente en la actualidad, atendiendo tanto al plano de la expresión como al plano del contenido e indagando en su contexto histórico como paso previo a emitir un juicio estético.

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Menéndez Pelayo parte en su análisis crítico de la erudición y de la historia para llegar por método inductivo a la estética y metafísica y de éstas deduce lo artístico y literario. Así pudo interpretar la historia literaria española, que es la que le interesó especialmente y que no pudo concluir, porque del siglo XIX sólo le dio tiempo a historiar el marco extranjero. Pero el crítico santanderino dejó el índice en que se detallan las tres partes que faltan para completar la Historia de las ideas estéticas en España (Menéndez Pelayo 1974, 2: 970-981) y que, de haber podido desarrollar los interesantes epígrafes, sería de enorme interés para elaborar el canon literario español del siglo XIX, tema del Coloquio que aquí nos convoca.

Como esteta idealista debemos situar su pensamiento en el marco de la estética que había leído: Hegel como metafísico (Menéndez Pelayo 1974, 2: 178-231), Taine (Menéndez Pelayo 1974, 2: 543-558), Macaulay (Menéndez Pelayo 1974, 2: 381-391), porque se avenían con su tendencia sintética y esencializadora y su enfoque literario de la crítica. Pero su admiración se dirige particularmente a los estéticos artistas: Schiller y Goethe (Menéndez Pelayo 1974, 2: 41-99). Aceptó muchos de los hallazgos del positivismo científico sin renunciar al espiritualismo de su pensamiento cristiano. Entiende lo bello -según la filosofía de Platón- como el caso particular de un arquetipo que habita en la mente divina «suprema realidad y puro ideal» (Kluge 1959: 10). Defiende frente a Jungmann la idea tomista de que lo bello se define por la claridad, la debida proporción y el resplandor de la idea en la forma, cualidades que hacen relación al entendimiento. Siguiendo a Lotze (Menéndez Pelayo 1974, 2: 291-293) y a Max Schasler (Menéndez Pelayo 1974, 2: 293-297) aspira a fusionar las dos corrientes del estilo, la idealista y la realista -«real-idealismus»- en un sistema que armonizase lo afectivo y lo racional, aunque por su formación clasicista tiende más al idealismo. Buscó ese armonismo que él valoraba en Luis Vives (Menéndez Pelayo 1974, 1: 625-638) o en Fox Morcillo (Menéndez Pelayo 1974, 1: 639-643). Su eclecticismo se basa en la independencia racional de lo Bueno y lo Bello, sin ser por ello un acérrimo defensor del arte por el arte, fórmula inventada por Víctor Cousin (Menéndez Pelayo 1974: 1, 165 y 2: 750). Defiende, frente a sus venerados maestros Milá y Fontanals y Laverde, la independencia del arte frente a la moral y se muestra enemigo del arte docente. Más bien pretende hacer concordes su fe cristiana y su creencia en el valor civilizador del cristianismo, con su amor al arte y la cultura clásicos, al comprobar la absorción de la poesía clásica por el cristianismo primitivo. Interesante asimismo es su defensa ante la acusación de paganismo literario por parte de aquellos maestros.

Piensa con Kant que la complacencia en lo bello se basa en una «finalidad sin fin», en una armonía de las facultades cognoscitivas y que, por tanto, todo interés práctico debe estar excluido de la contemplación estética (Menéndez Pelayo 1974, 2: 22). En esto coincide con el filósofo actual Emilio Lledó (1992: 143) cuando afirma: «Sin esa proyección hacia esa 'finalidad sin fin' de la justicia, la belleza o la bondad, nada verdadero puede mantenerse sin claudicar ante lo efímero». El polígrafo santanderino considera que la tarea del artista consiste en hacer surgir la emoción estética. Como historiador de la literatura su interés se orienta hacia el objeto   -3-   estético, separando lo natural de lo artístico, ya que lo propio del arte es plasmar lo universal en una situación individual. A pesar de situarse en la tradición idealista, que va desde Platón a Hegel, ve en la obra de arte un todo orgánico completo, como síntesis de contenido y forma, de un acto generador indivisible (Menéndez Pelayo 1974, 2: 189: «Lo bello es la manifestación sensible de la idea», idea tomada de Hegel). Para el polígrafo santanderino la forma artística es lo que convierte el contenido en objeto estético, pero para ello se necesita una fusión de contenido y forma en proporción adecuada, en la mezcla de lo universal y lo particular, de lo típico y lo individual. Esto lo aprendió Menéndez Pelayo de su maestro Milá y Fontanals cuando hablaba de la «realidad idealizada». Idealismo y realismo deben ir unidos en el artista, elevando lo particular a lo típico y transformando la realidad por medio de la «intensidad y extensión» en otra superior y más significativa, de la verdad interna oculta bajo formas reales. El mundo del artista es el mundo de lo individual que sabe ver lo universal y necesario en lo contingente, idealizándolo. Por ello Menéndez Pelayo adopta una postura ecléctica al rechazar la teoría de la «mimesis» de la poética realista (Menéndez Pelayo 1974, 2: 186), porque el lenguaje no puede reproducir la realidad a modo de fotografía, debido a la misma naturaleza de la lengua y de los hablantes (Spang 1991: 42) y además porque la imitación no está en la materia sino en la forma; sin embargo tampoco acepta la teoría de la «expresión», porque el contenido artístico no es sólo expresión del artista, al modo de la concepción hegeliana. Así Menéndez Pelayo es precedente en este sentido de la poética noventaiochista y, por tanto, se anticipa a ella. Si la poética realista tiende exclusivamente hacia el objeto, la estética hegeliana tiende exclusivamente hacia el sujeto. El arte por el arte, formulado por Cousin, es para Menéndez Pelayo la negación de toda estética (Menéndez Pelayo 1974, 2: 432-434) porque no toda expresión es arte sino sólo la que ha recibido una forma que ha sido superada artísticamente. Además de la síntesis de idea y forma, de lo típico y lo individual, lo bello requiere -según el crítico santanderino- otros principios formales como la proporción, la armonía, el orden y el desarrollo pleno y total de la fuerza, que parece ser el mayor valor estético en su escala de valores y admira en la estética de Schiller (Menéndez Pelayo 1974, 2: 72). El verdadero ámbito del arte es el campo de la vida, de la acción y del carácter. El arte rescata la individualidad de lo real. Por ello las cualidades que más valora en un escritor son: receptividad universal, fuerza creadora, cierta desigualdad en la ejecución, sinceridad y capacidad de adivinación. También tiene en cuenta la teoría de Taine acerca de la influencia de la «raza, el medio y el momento» como expresión de un estado de espíritu (Menéndez Pelayo 1974, 2: 544), pero le aparta de él el quedarse sólo en lo social y externo, sin que esos datos le lleven a una síntesis filosófica y científica que recale en la conciencia histórica. Taine trata de considerar las obras de arte como hechos o productos cuyos caracteres y causas son lo único que importa. Pero su fallo -según el crítico montañés- fue que, al pretender presentar su estética como antítesis de la hegeliana, procediendo a «posteriori», cae en el mismo apriorismo, empezando por definir el arte y entrando así de lleno en el campo metafísico (Menéndez Pelayo 1974, 2: 550). El erudito montañés disiente del método   -4-   positivista por su valoración exclusiva del hecho en sí y su despego de lo que debe ser la síntesis del historiador, que explica su sentido más allá del hecho y exprese la psicología del tiempo en que vive. Sus interpretaciones desbordan siempre la fría objetividad de los datos. Sin embargo trata de buscar un armonismo o eclecticismo entre el idealismo romántico y el positivismo realista, aceptando de éste su tendencia a las monografías, como se advierte a partir del cuarto volumen de Historia de las ideas estéticas (publicado entre 1888-89 y recogidos en Menéndez Pelayo 1974, 2), pero ve lo nocivo para la crítica literaria de quedarse sólo en detalles, hechos, observaciones y experiencias sin una síntesis ulterior, reservada sólo a mentes privilegiadas. Por ello tratará de asumir lo monográfico en lo poligráfico (su trabajo de La Celestina, publicado en 1908 y recogido en Orígenes de la novela).

Menéndez Pelayo creó un estilo de literatura crítica en una época de estilo declamatorio o excesivamente erudito y su sistema de valores histórico-literarios sigue vigente, de modo que, aparte de algunas rectificaciones, continúa siendo punto de partida para el estudio de muchos autores españoles (Berceo, Jorge Manrique, Rodrigo de Cota). En conclusión: la poética de Menéndez Pelayo es una síntesis de opuestos: idealismo y realismo, libertad y orden, deducción e inducción, sistematización e historia literaria, historia estética y metafísica ontológica. Historia de las ideas estéticas es, según César Real de la Riva (1956: 310): «el primero y acaso el único libro de importancia europea, no tan sólo española, en los ámbitos de la historiografía científica moderna extendida afuera de las fronteras, hecho por un español». Su criterio es amplio, complejo, y sintético. En esta obra se pone de manifiesto su gran capacidad de lectura, de síntesis y de exposición. Los enfoques de su crítica son el aspecto histórico, el estético y el filosófico. Le atrae menos el aspecto filológico, aunque al final de su vida admite la importancia creciente de lo filológico en lo literario, al advertir el problema de los textos y de las ediciones. Sus conocimientos de filosofía, estética, retórica, preceptiva, historia, etc. se integran en su estilo literario en un léxico rico y con giros y expresiones acuñados felizmente.

Los juicios críticos de Menéndez Pelayo sobre la obra de su amigo José María de Pereda se encuentran en el sexto volumen de Estudios y discursos de crítica histórica y literaria. En él se recoge el Prólogo al primer tomo de las Obras completas de José María de Pereda, publicado en 1884. Para el análisis de la obra de Galdós nos hemos basado en la contestación del discurso de ingreso de Galdós en la Real Academia Española (Menéndez Pelayo: 1897). Dejamos de lado, por cuestión de espacio, otros juicios sobre ambos escritores diseminados en su epistolario, prensa, etc. La amistad es el lazo común que une a los tres (Madariaga: 1984) a pesar de la desigualdad en edad, particularmente de Menéndez Pelayo con respecto a los otros dos. Pereda nace en 1833, Galdós en 1843 y Menéndez Pelayo en 1856. Con Pereda la amistad ya le venía de familia (Menéndez Pelayo 1942: 390) y en sus relatos de costumbres aprendió a leer (Menéndez Pelayo 1942: 360). Es alentador de la obra literaria de Pereda, en la que veía al mejor representante de una literatura local y provincial. En cuanto a Galdós, gestionó su ingreso en la Real Academia de la Lengua en el intervalo de una larga amistad de veintitrés años, con algunos roces a   -5-   causa de sus diferentes ideologías, aspecto en el que, por el contrario, comulgaba plenamente con Pereda. Los tres ofrecen un ejemplo de magnanimidad al respetarse y estimarse mutuamente por encima de sus respectivas posturas ideológicas: desde el tradicionalismo carlista de Pereda, pasando por el conservadurismo de Menéndez Pelayo hasta el republicanismo de Galdós, con lo que conllevaban de diferencias en el plano religioso, tema candente en la España de la Restauración, tras la revolución liberal del 68. Hay que tener en cuenta que tanto Pereda como Galdós tuvieron muy en cuenta las opiniones del polígrafo montañés, como se deduce de la correspondencia cruzada entre los tres escritores. Por ello, aunque pueda haber cierta parcialidad en los juicios de Menéndez Pelayo al analizar la obra de sus amigos, pensamos que el fondo de sus observaciones sigue siendo válido. Para agilizar el contenido de sus atinados juicios, haremos un análisis conjunto de la crítica de ambos autores.

Menéndez Pelayo traza un histórico y sintético esbozo del costumbrismo desde sus orígenes, para calificar a Pereda como el mejor escritor de costumbres del siglo XIX y muestra sus preferencias por el Pereda costumbrista frente al Pereda novelista, juicio en el que coincide con Clarín. En el caso de Galdós diseña un rápido, pero riguroso y preciso análisis, de la historia de la novela en España hasta su restauración por el narrador canario a partir de 1870 con La fontana de oro. Las relaciones del costumbrismo y la novela realista se encuentran aquí bien explicadas, así como sus mutuas implicaciones. No en vano Pereda llegaría a ser el representante de la novela regional y Galdós de la novela urbana, como puede verse en el contenido de sus respectivos discursos con motivo del ingreso de Pereda en la Real Academia Española y la contestación de Galdós (Menéndez Pelayo, Pereda y Galdós 1897: 99-147 y 155-189).

En su armonismo, base de su labor crítica descrita anteriormente, el polígrafo montañés combina el análisis histórico del género narrativo (en sus variantes de costumbrismo y novela) con la descripción minuciosa de cada obra de Pereda y de algunas de Galdós, más detallada en el caso de Pereda por tratarse del prólogo a sus Obras completas, escrito en su calidad de amigo de familia e inspirador de sus obras y al que le une su afecto de paisano. En el caso de Galdós hace una descripción más global, por la condición de discurso leído en un breve espacio de tiempo, en el que rectifica algunos juicios tempranos. Son los relativos a Gloria, La familia de León Roch y Doña Perfecta. Desde su crítica juvenil en Los heterodoxos españoles (Menéndez Pelayo 1992: 1396) su enfoque se ha atenuado y las juzga ahora con una crítica serena basada en sus valores artísticos y no en la ideología manifiesta en los personajes (Menéndez Pelayo 1897: 75).

Señala los méritos de ambos escritores en un análisis cronológico de sus obras, con una actitud clasicista de combinación de realismo e idealismo en perfecta simbiosis, según su credo estético. Analiza el contenido de las obras y los procedimientos técnicos empleados, de acuerdo con su ideal de síntesis de idea y forma, de lo típico y lo individual. Así en Pereda valora la descripción y los caracteres sobre la composición y la acción, y el prodigioso manejo de la lengua culta y montañesa en sus tipos populares (Menéndez Pelayo 1897: 374). Su aprecio como crítico literario   -6-   -en un juicio avalado por la actual crítica perediana- se dirige hacia los primeros cuadros de las dos series de Escenas montañesas (Menéndez Pelayo 1942: 373) y, en el mencionado prólogo, destaca dos de ellos de ambiente marino, en varias ocasiones: La leva y El fin de una raza (1942: 359). Entre los de costumbres campesinas: La hila, La robla, El día 4 de octubre y Al amor de los tizones. Considera sus novelas evolución de los artículos de costumbres. De ahí que compare los cuadros peredianos con pintores de reconocido prestigio (1942: 359, 364, 369, 385). Con motivo de la publicación de De tal palo tal astilla (1879) surge un debate en que intervienen los tres, ya que viene a ser una réplica a Gloria (1876) de Galdós (González Herrán 1983: 121-123). Menéndez Pelayo, con el tiempo, cambiaría su enfoque hacia Gloria y otras novelas tempranas, como hemos visto anteriormente. Al tratar de la novela De tal palo tal astilla se plantea Menéndez Pelayo la cuestión del realismo y el naturalismo de Pereda. Alaba el realismo perediano, anterior a Emilio Zola, cuando publicó El raquero y La leva. Dice que Pereda sabe extraer poesía hasta en lo miserable y abyecto, como lo muestra en La leva, donde hay alcoholismo, palizas, inmundicias, harapos y olor a «parrocha». Y explica en qué consiste dicho realismo, concorde con sus ideas sobre el idealismo y el realismo: se puede ser realista si se sabe ver la realidad como artista (Menéndez Pelayo 1974, 2: 230). Entre las novelas de costumbres marineras siente predilección por Sotileza de la que destaca su acción (1942: 379) y El sabor de la tierruca y Peñas arriba entre las regionales. En general prefiere las novelas regionales de Pereda a las urbanas, frente a la crítica general que alabó especialmente Pedro Sánchez. Dice de La puchera que es la única novela a la que no ha asistido en su elaboración, dato que confirma el papel de alentador de la obra literaria de Pereda y la posible parcialidad de su crítica, aunque ello no excluya la sinceridad y lo atinado de sus juicios, como se pone de manifiesto en el balance de cualidades y defectos de las obras analizadas.

En Galdós valora especialmente los Episodios nacionales por su fervor patriótico y alaba su laboriosidad y constancia al publicar cuatro volúmenes al año, aunque le achaca entre algunos defectos su racionalismo, si bien manso y frío, en los episodios de la segunda serie. Valora sus cualidades morales, superiores a las novelas históricas de la época romántica, también por sus procedimientos: por ser su sustento una base histórica reciente, la observación realista minuciosa heredada de la novela de costumbres, su imaginación creadora y el autobiografismo heredado de la novela picaresca. Galdós ha sabido -según Menéndez Pelayo- fusionar la novela histórica con la novela de costumbres en proporciones casi iguales; a su vez ésta última no aportaba sólo el elemento pintoresco sino el elemento psicológico, como generador del drama. Por ello afirmará que «Son los Episodios nacionales una de las más afortunadas creaciones de la literatura española de nuestro siglo» (Menéndez Pelayo 1897: 67). Pasado el interés de la novela histórica, surge el interés por la novela de costumbres con Pereda, la novela psicológica con Alarcón y Valera, como reflejo de las nuevas corrientes filosóficas y en España con el cambio de mentalidad ante el problema religioso, abierto con la revolución del 68. Galdós, atento a los gustos del público, se orienta hacia la novela idealista, de tesis y de tendencia social, con la   -7-   serie de veinte Novelas españolas contemporáneas. Menéndez Pelayo distribuye éstas en tres subdivisiones. La primera corresponde a las novelas idealistas: Gloria, La familia de León Roch, Doña Perfecta, Marianela y El amigo Manso, con acertados juicios de sus cualidades y defectos, que llegaría hasta 1880. La segunda fase (aunque tercera del novelista) la inicia con La desheredada y llega a su plenitud con Fortunata y Jacinta de la que dice que es «una de las mejores novelas de este siglo» (Menéndez Pelayo 1897: 79). Serían las obras de tendencia naturalista, que le dan motivo para abordar de nuevo la cuestión del naturalismo, en la evolución de la novela galdosiana y que nosotros analizamos conjuntamente en la obra de ambos escritores.

El crítico santanderino no comulga con la estética de esta escuela por sus presupuestos ideológicos deterministas y materialistas (Menéndez Pelayo 1974, 2: 737). Hace una crítica negativa de Zola, al que califica de «hombre inculto y de pocas letras, como sus libros preceptivos lo declaran» (1942: 345-346) y niega la filiación naturalista de Pereda, juicio en el que coincide con Clarín: «Decir que Pereda puede estar influido por el naturalismo francés, es demostrar que no se sabe quién es el novelista santanderino» (Clarín 1889: 118; y Cossío 1934: 131). No niega procedimientos naturalistas en Pereda que más tarde utilizará la escuela de Zola, pero se deben -según Menéndez Pelayo- a su naturaleza artística (1942: 341, «Pide una especie de lugar común en todo estudio acerca de Pereda que se discuta el más o el menos de su 'realismo' o 'naturalismo', tomada esta palabra en su sentido modernísimo»). Aprovecha aquí Menéndez Pelayo para hacer un análisis sobre el idealismo, el realismo y el naturalismo a la manera de Zola, como diversos modos de acercamiento a la realidad, para acabar afirmando que Pereda es realista con una técnica minuciosa y detallista, que anticipa los procedimientos formales del naturalismo al dar prioridad al análisis de los caracteres sobre la acción. En este sentido afirma con ironía que le corresponde a Pereda el decanato de la escuela como naturalista profético.

En cuanto a la huella del naturalismo en la novela galdosiana insiste en el determinismo, que elimina el interés dramático de la novela, porque donde no hay libertad no hay conflicto. Ve en él una degeneración del romanticismo o un romanticismo vuelto del revés. Pero su crítica, ahora más serena y armónica, le lleva a ver algunos aspectos positivos como el de ser una protesta contra las quimeras y alucinaciones del idealismo enteco y amanerado, una reintegración de ciertos elementos de la realidad dignos de entrar en la literatura, cuando no pretenden ser exclusivos y una minuciosa aplicación, no de los cánones científicos del método experimental, sino del simple método de observación y experiencia, que cualquier escritor de costumbres ha usado (Menéndez Pelayo 1897: 81). Deja a salvo en Galdós la parte útil que supo recoger en sus novelas de tendencia naturalista referentes a los procedimientos formales, al dato fisiológico y a la relación entre alma y temperamento, pero no acogiendo el fondo materialista ni determinista del movimiento francés. De Lo prohibido y Tormento predice su interés sociológico por futuros historiadores y su hondo sentido de caridad humana en relación con los menesterosos, aunque   -8-   dejan una impresión aflictiva en el lector. Su crítica benévola hacia el amigo pone de manifiesto que los valores de esas novelas son de Galdós y los defectos de la escuela naturalista (Menéndez Pelayo 1897: 86). Por último hace referencia el crítico santanderino a la tercera fase de sus «novelas novelescas», en que se ve la evolución hacia un espiritualismo de signo tolstoiano, a partir de Ángel Guerra, sigue con Nazarín y la trilogía de Torquemada y sólo de pasada comenta los ensayos dramáticos, que en torno a 1897 iniciaba Galdós, revestidos de formas simbólicas a lo Ibsen y dramaturgos del Norte. Valora como cualidades en Galdós su fecundidad, su observación minuciosa en la historia viva, más que en los libros, su formación en Balzac y en Dickens, su portentosa imaginación, su contención emotiva y su riqueza inventiva.

Retomando el hilo conductor de nuestro trabajo, pensamos que el análisis de la crítica literaria de Menéndez Pelayo sobre estos dos novelistas del Realismo español hay que hacerlo según el contexto histórico de su tiempo y no desde el nuestro. Supo asimilar cuanto leía de literatura extranjera para aplicarlo al estudio de los autores españoles. Con una formación clasicista, trató de integrarla en su fondo romántico. Sus bases como crítico son: historicismo y síntesis eclécticas evitando posiciones extremas, independencia de juicio y tendencia al armonismo, amor a las tradiciones culturales españolas, cuya evolución traza con rigor y exactitud. Fue polifacético en combinación con su carácter de polígrafo, pues también como persona fue una síntesis de contrarios: el del brindis del Retiro en el segundo centenario de la muerte de Calderón y el de la contestación a Galdós en su ingreso en la Real Academia Española en 1897. Hace entrar en su magna obra de Historia de las ideas estéticas las enseñanzas más útiles de la estética alemana, manteniendo intactos los derechos del arte desinteresado frente a las corrientes que desprecien la belleza formal tales como el intelectualismo o el sentimentalismo que buscan la fuente de la emoción estética en otros cauces. Como crítico literario, Menéndez Pelayo dice que la misión del crítico debe ser analizar, describir, clasificar y finalmente juzgar desde la doble óptica histórica y filosófica. Testamento vigente para quien se dedique a este oficio, a pesar de la dificultad debida a la especialización excesiva. No hay en él prejuicios ni repugnancias doctrinales ante ninguna estética, excepto ante la naturalista, por ser contrario a su determinismo y a sus presupuestos ideológicos materialistas; sin embargo aún en ella reconoce algunos elementos positivos para la novela, como lo hemos visto en el análisis de la novela galdosiana. Menéndez Pelayo parece abogar en su crítica galdosiana y perediana por una poética ecléctica de realismo e idealismo, de modo que el artista, inspirándose en la realidad, no debe reproducirla a modo de copia servil, sino representarla idealizada o sublimada por la belleza ideal que él concibe, es decir, que debe unir lo real con lo ideal bajo la razón. Su crítica se instala en una tradición idealista y romántica, en la línea hegeliana, partidaria de la autonomía del arte pero buscando una síntesis con el realismo, fruto de sus atentas y atinadas lecturas de la obra de sus amigos Pereda y Galdós. Éstos parecen equilibrar su balanza ideológica, en principio poco propensa al arte docente y útil de la poética realista.

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La voz del texto se hace en el crítico santanderino voz del lector, quien al escuchar sus latidos oye el mensaje de la voz de una tradición forjada «sub specie aeternitatis» y la hace revivir desde su propio presente. La memoria interior de Menéndez Pelayo se enriquece de esa memoria colectiva expresada en los textos, y en ese diálogo entre lector y escritura descubre nuevos horizontes de conocimiento desde el lenguaje de los otros. En este modo de establecer un diálogo vivo con la escritura vemos un lejano precedente de la actual teoría de la recepción, en cuanto la significación de una obra no reside en el autor sino en el lector.


Bibliografía

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Chomsky, N., Syntactic Structures, Gravenhage, Mouton, 1987.

Cossío, J. M., Estudio sobre escritores montañeses, Santander, Diputación Cultural de Cantabria, 1934.

Garrido, M. A., «Marcelino Menéndez Pelayo», en: V. García de la Concha (drtor.), Historia de la Literatura Española. Siglo XIX (II), t. 9, L. Romero Tobar (coord.), Madrid, Espasa-Calpe, 1998, pp. 872-886.

González Herrán, J. M., La obra de Pereda ante la crítica literaria de su tiempo, Santander, Delegación de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Santander-Eds. Librería Estudio, 1983.

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Lledó, E., El surco del tiempo. Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria, Barcelona, Crítica, 1992.

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Menéndez Pelayo, M., Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, E. Sánchez Reyes (ed.), t. 6, Madrid, CSIC, 1942.

______, Historia de las ideas estéticas en España, R. de Balbín (ed.), Madrid, CSIC, 1974 (4.ª ed.), 2 vols.

______, Historia de los heterodoxos españoles, 2 vols., Madrid, Raycar, 1992.

Menéndez Pelayo, Pereda y Pérez Galdós, Discursos leídos ante la Real Academia Española en sus recepciones públicas del 7 y 21 de febrero de 1897, Madrid, Viuda e hijos de Tello, 1897. (El análisis de Menéndez Pelayo sobre «D. Benito Pérez Galdós considerado como novelista» también está recogido en Estudios de crítica literaria, 5.ª Serie, Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, 1908. Citamos por el primero.)

Montesinos, J. F., Pereda o la novela idilio, Madrid, Castalia, 1969, pp. 290-95.

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Real de la Riva, C., «Menéndez Pelayo y la crítica literaria española», en: Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo 32 (1956), pp. 293-341.





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La defensa del presente en El artista y el nuevo canon romántico

María José ALONSO SEOANE


Universidad Complutense de Madrid


El romanticismo en los nuevos tiempos y la elaboración del canon literario en El Artista

Dentro de los grandes cambios de la época, en el mismo intento de cambio literario en el panorama español que los redactores del mítico Artista perseguían, estaba incluida la propuesta de un canon romántico específico. Un canon que se promueve y defiende por todos los medios: mediante estudios y referencias continuas a los autores que lo constituyen, en el tipo de la mayoría de los textos de creación y en las innovadoras litografías que acompañan las entregas. Todo lo referente al canon en la revista se realiza en conexión con los supuestos profundos de los componentes de su redacción, entre los que destacan la convicción de que el romanticismo que proponen está ligado a la juventud y la aceptación del siglo XIX, en lo que tiene de presente, de modernidad, de nuevo. A la historia, sin duda; pero precisamente desde la perspectiva romántica, en cuanto que son los cambios temporales los que requieren, desde raíces históricas genuinas, la renovación que se propone. Renovación que, en El Artista, es sentida como tarea propia, de los miembros de la actual generación emergente.

La identidad de esta generación, dado el carácter inicial del grupo, se observará mejor a lo largo de los años siguientes; así como la formulación de autoconciencia de identidad por parte de sus miembros. A este propósito, cito dos Pensamientos de Nicomedes Pastor Díaz que, con melancólica precisión, evocan el enlace con su generación:

He querido alguna vez acercarme a la juventud, acercarme a la nueva generación, para refrescar mi alma, para templarme en su pureza a ver si era mejor que la generación nuestra.

Desencanto y desengaño! Más vieja, más corrompida, más y más precozmente perversa. De este lado ningún refugio [n.º 425].

La generación actual española [...] que se presume hija del siglo, nada tiene que ver con el siglo 19.º sino en su exclusivo materialismo. [...] A Lamartine, a Chateaubriand, a Madame Stael y a su escuela les relegan al romanticismo - Y al romanticismo lo detestan, no en lo que   -12-   tuvo de desarreglado, sino en lo que tiene de espiritualista y cristiano. [...] Pero ¿qué más?... a Balzac le llaman literatura. [...] Y a nuestra generación ineficaz e ignorante... a la de 34 que tanto hizo [n.º 325]2.



Los entonces jóvenes se enfrentaron con la doble dificultad de consolidar el romanticismo, relativamente incipiente en España, y proponer el romanticismo avanzado, como suyo propio; lo que llevaba consigo la misma doble tarea con respecto al canon: ir consolidando el canon del romanticismo histórico y, a la vez, abriéndolo. Quizá esta labor absorbió las energías de muchos de ellos en los primeros momentos, impidiéndoles destacar de modo absoluto en la creación literaria. Además de otros factores, como la falta de práctica debida a su juventud; frente a las obras maestras, dentro del romanticismo, que tan naturalmente supieron hacer los mayores Martínez de la Rosa y el duque de Rivas, como señala Piero Menarini3. Y por otra razón esencial: el nuevo romanticismo, más problemático en sus presupuestos teóricos, presentaba dificultades sutiles y profundas -muy difíciles de resolver-, a los jóvenes españoles, de arraigadas convicciones e innovadora audacia. También en la práctica, pues el romanticismo histórico, con sus conflictos, era, siquiera, más teatral y, en todos los géneros, tenía cualidades imaginativas de más fácil aplicación. En cuanto a la consideración, defendida por los redactores de El Artista de que el romanticismo sea algo juvenil, aunque, en principio, vaya en contra de los partidarios del clasicismo, no tiene sentido pensar que no eran conscientes de su diferencia generacional con los autores citados -y otros de no tanta edad-, o que dudaran de su romanticismo sino que, quizá en este punto inconscientemente, con ello están promocionando el propio. De ahí los intentos de aplicar también al presente las obras de creación, como lo hacen, entre otros, Campo Alange en algunas de sus colaboraciones en El Artista o Eugenio de Ochoa en su dedicación al teatro, siguiendo a Dumas, con ideas   -13-   atractivas, como su caballeroso feminismo, tan moderno, igualmente, y tan romántico en su defensa de la mujer4. Por otra parte, al haber aceptado sinceramente la confrontación, son autores que coinciden en hondos temas románticos, como el tan relevante del destino5; algunos en el momento y otros más adelante, como puede verse en la meditada respuesta de Enrique Gil que constituye El señor de Bembibre6.

El año de 1834, con el que se identificaban, fue visto como un año clave por los jóvenes que emergían entonces como generación y por los demás contemporáneos. En lo histórico político de modo evidente; pero también en la historia literaria, al menos en un género de gran trascendencia social, como es el teatro7. Y está relacionado también, en otro ámbito de especial repercusión, con el hito que supuso en la prensa, la publicación de El Artista, el domingo 4 de enero de 1835. Los jóvenes que la hacían no sólo en términos generales pueden considerarse como pertenecientes a la generación del 34, sino que, al estar previsto, como   -14-   se sabe, que la revista saliera el 6 de julio de 18348, aunque no se pudo efectuar, es evidente que la actividad de su promoción corresponde a este año; como además lo demuestra su anuncio y otras noticias9, antes y después del mes julio.

Al exponer algunos aspectos fundamentales sobre la elaboración del canon literario en El Artista, a lo largo del artículo se podrá ver el interés que sus autores muestran por el canon propio de la nueva generación, que, en el conjunto de su propuesta romántica, va a ser tenido en cuenta, incluso cuando, con el paso del tiempo, vayan cambiando las ideas. De manera particular, se podrá advertir que este canon romántico, doblemente actual, era compartido plenamente por Federico de Madrazo a través de sus litografías haciendo honor, de modo congruente, a su condición de «Editor», junto con Ochoa, de El Artista, en los distintos aspectos de su batalla por el romanticismo, dentro de la cual se inscribe lo relativo al canon.




La consolidación del canon del romanticismo

La primera y elemental tarea de El Artista con respecto al canon del romanticismo fue la de contribuir a su consolidación, en la forma existente desde hacía tiempo en Europa y que en los años anteriores había comenzado a difundirse en España. La relación de modelos que da, con los autores ya para entonces canónicos -Homero, Dante, Calderón, Shakespeare, Scott, Byron, entre otros-, no ofrece novedad para los enterados, pero contribuye a la aceptación del canon del romanticismo. A través de una labor conjunta de la redacción de El Artista, queda asentada esta relación, tal como había aparecido en Europa10 y, menos frecuentemente, en España -el caso del Discurso de Donoso-.

Es el canon admitido; en El Artista, los grandes nombres -la Biblia y los ya citados Homero, Dante, Calderón, Shakespeare, Byron, Scott, etc.- aparecen por todas partes, normalmente unidos en parejas y siguiendo el orden cronológico. Dejando el caso de estudios específicos, en ocasiones destinados a su directa alabanza, en la mayor parte de los demás artículos teóricos se citan de modo sistemático. Con distintos fines según el contexto; siempre, como modelos absolutos que deben servir de referencia a quienes sean capaces de apreciar la mágica belleza del romanticismo.   -15-   Así, en uno de los artículos programático de Eugenio de Ochoa, «Un romántico», los nombres consagrados se traen como defensa contra cualquier ataque. Ante el rechazo hasta del término «romanticismo», el escritor se pregunta: «¿Y por qué? ¿En qué se funda esta mortal antipatía? ¿Qué daños ha acarreado al mundo la escuela romántica? Escuela a que van enlazados los nombres de Homero, Dante, Calderón!...». Más abajo, este último reaparece como elemento definitorio: cuando Ochoa describe al romántico entusiasmado con las glorias patrias -en este caso, varía un tanto la nómina para acomodarla al caso español-, como un joven «que prefiere Jimena a Dido, el Cid a Eneas, Calderón a Voltaire y Cervantes a Boileau» (I, 36). Este canon es tan conocido que incluso puede aparecer en un contexto no reverente, con sus autores citados de carrerilla por cualquier romántico. Así ocurre en una ocasión, en que Ochoa lo utiliza para ilustrar el giro que hay que dar al debate sobre el romanticismo, como retahíla mecánica que no prueba la bondad del nuevo movimiento; frente a otra retahíla, idéntica en sentido contrario:

¿Por qué es V. romántico? ¿Porque los autores que no han observado las reglas de Aristóteles, como Homero, Dante, Calderón, Shakespeare, Milton y Byron son los mejores.- ¿Mejores que Virgilio, Plauto, Terencio y Moratín?- Ya... si... pero... como...» Y vuelve a atascarse el carro.


(I, 87)                





Hacia el nuevo canon romántico. El canon del siglo XIX

Uno de los elementos clave en la actitud programática de El Artista es su defensa del siglo XIX como defensa de la modernidad. De modo evidente; a pesar de la inevitable presencia inspiradora de la Edad Media en sus textos11, y al peso, de mayor relieve, del Siglo de Oro español. La defensa del presente, que define esta generación de jóvenes entre los románticos, con la renovación de pensamiento -y costumbres que supone-12, y que culminará en la exaltación de Hugo y Dumas,   -16-   comienza por la propuesta de equiparación del canon del siglo XIX con el de los siglos anteriores. Esta equiparación, colocada de modo significativo en el inicio de El Artista, se realiza comparando personalidades del siglo presente con las autoridades indiscutibles del pasado; manifestando la esperanza de que pueden surgir otras del mismo valor, también en España. Es un arranque optimista, esperanzado, del que cito algunas frases que hacen referencia a lo literario, con la indicación de los autores canónicos del pasado y los propuestos del siglo actual:

[...] vivimos en una de aquellas grandes épocas, [...] en que, como en el siglo XVI, la fuerza de las circunstancias hará brotar [...] ingenios vastísimos, almas sublimes y enérgicas como las de Calderón, Shakespeare, Miguel Ángel y Rafael. Acaso en medio de nuestras discordias políticas, se levante un Milton; acaso cante nuestras guerras civiles, una voz como la de Dante. Téngase presente que ya grandes ingenios han inmortalizado el siglo en que vivimos [...]. En este siglo ha cantado el poeta Byron las tempestades del alma [...]; los poetas Tomás Moore, Beranger, Lamartine, Victor-Hugo y Chateaubriand, harán eterna la memoria del siglo en que vivieron. [...] y aún vibran en Escocia las cuerdas de una mágica lira, húmedas todavía con los últimos suspiros de Walter-Scott.


(I, 1-2)                


Los autores, ya reconocidos, que escriben a comienzos del XIX, como Byron y Walter Scott encuentran su lugar dentro de la reivindicación del propio siglo. Su cita con los demás modelos, los iguala en el mismo rango intemporal, entre los autores que pueden servir de referencia común a los actuales románticos -ellos mismos-. Pero da la sensación de que su pertenencia al canon ya es histórica, al menos para El Artista. En especial, no parece que Walter Scott sea del mayor interés; ni en lo que respecta a las referencias normalizadas, ni por la inclusión de textos traducidos o imitados, que constituye una clave de las preferencias de El Artista con respecto a los autores modernos europeos. Por el contrario, y por lo mismo, significativamente, esto sí se hace con Byron; autor de tan distinto romanticismo, de quien se publica un fragmento de El sitio de Corinto (I, 64-65), traducido por T. De Trueba Cosío, y La Maldición, de J. de Salas y Quiroga, «Fragmento imitado del 'Manfredo' de Lord Byron» (II, 89-90).




La tarea de abrir el canon con la inclusión del moderno teatro francés

Sin embargo, también el mismo Lord Byron puede considerarse ya como una autoridad histórica: no así los románticos posteriores, en especial los autores del moderno teatro francés, especialmente Víctor Hugo que, desde luego, El Artista   -17-   quiere canonizar. Esta batalla en particular y no (sólo) la general por el romanticismo fue la específica de los componentes de la redacción de El Artista, encabezada por Eugenio de Ochoa, en colaboración estrecha con Federico de Madrazo13.

Sobre Ochoa recaerá el mayor peso negativo de las críticas no sólo por su actividad singular y masiva, sino también por otras circunstancias que cabe suponer. Entre ellas, podría contarse su mayor fragilidad social, aunque él y el grupo de El Artista estaba bien amparado por la familia Madrazo y sus amigos, en comparación al mismo Federico; desde luego, a Campo Alange, que podía permitirse una actitud polémica sin contemplaciones -incluso contestar con displicencia bastante chocante a José de Madrazo-. Evidentemente, siempre desde su situación nuclear, con respecto al caso de otros colaboradores, aunque éstos intenten defender el nuevo romanticismo con todo el atrevimiento posible.

El mismo Eugenio de Ochoa, en su artículo «De la crítica en los salones» (II, 6-7), señala su condición de víctima principal de los ataques, de los que con mucha gracia se defiende. A veces da la impresión de que incluso alegrándose: se puede pensar en el Ochoa joven, seguro, de melena -muy corta-, bigote y perilla, tal como aparece en el busto esculpido por Ponzano que se conserva en el Museo Romántico de Madrid. Pero quizá no fuera sino ocultar con la risa algo que iba haciéndose más serio, y una de las causas del posterior desencanto de Ochoa; a lo que quizá aludía Larra en su reseña de Horas de invierno. Dejando aparte la diferencia de lo que era la traducción para Ochoa y para él, en ella se anotan comentarios que parecen oídos en la realidad: la opinión al menos numerosa, de quienes con la ligereza tan habitual al juzgar a las personas, le condenarían con las calumnias de inmoralidad y mala cabeza, amargándole muy hondamente14. Quizá tampoco dejaría de tomar nota Ochoa de críticas como la de El Correo Literario y Mercantil, en el artículo «Del nuevo género de dramas introducido en Francia» (14-2-1835), antes de que él mismo, después de su entusiasmo inicial viera con mayor claridad las implicaciones   -18-   del contenido de algunos de sus autores preferidos -aunque El Artista protestara oficialmente-. Pero esto sucede, como es conocido, fuera ya del período de El Artista, en que se produce una evolución acorde con la mayor experiencia, como en otros románticos de su generación.

La batalla es tan violenta, al menos interna o soterradamente, porque estos jóvenes, a pesar de sus intentos de equilibrio, lo que proponen es precisamente un romanticismo más actual que el histórico; y, en el terreno del canon, abrirlo a los autores recientes. Es decir, proponen la apertura del canon romántico ya consolidado, para formar un canon romántico nuevo, difícil todavía de reconocer en España por su modernidad. Porque el argumento del que parte Ochoa -como se ve en la reseña crítica de Lucrecia Borja, aunque sólo fuera una manera práctica de abordar el tema-, es que determinadas obras de arte no pueden «gustar» a un público que no está preparado para reconocer su valor15. En este sentido, una manera, no necesariamente consciente, de familiarizar al público con el romanticismo actual que utiliza El Artista, es la continua mención de un canon en el que sus autores están introducidos, en plano de igualdad con los sublimes anteriores. El mero hecho de citarlos al lado de los genios reconocidos -Homero, Dante, Shakespeare, Calderón...-, hace que éstos les confieran prestigio automáticamente; e incluso puede invertirse el orden, de modo que sean los modelos reconocidos los que se citen de modo mecánico para prestigiar a los que verdaderamente se quieren introducir en el nuevo canon. Así, El Artista cumple la labor incesante requerida por la historia, que es ir incluyendo o excluyendo, poniendo de relieve o arrinconando, a los distintos autores a lo largo del tiempo. En este caso, la inclusión estaba apoyada por el hecho de que los autores que proponen han surgido cronológicamente después de los románticos que ya ocupaban su sitio correspondiente, como Scott o Byron; y, por tanto, puede fácilmente considerarse justificado introducir los nuevos nombres, especialmente, Víctor Hugo, como perfeccionamiento de un canon histórico que se sabe incompleto por definición.




Texto e iconografía en el nuevo canon del romanticismo. La participación de Federico de Madrazo

La defensa del presente o, si se quiere, del romanticismo tal como en el presente se da -que no implica la renuncia a muchas de las aportaciones del romanticismo nunca mejor dicho histórico-, se manifiesta de modo particular en los artículos teóricos;   -19-   pero es muy importante también en lo creativo, original o tomado del extranjero. Aunque estos aspectos son conocidos de manera general, hay un caso, no señalado al respecto, en que la preocupación por el canon adquiere un tinte peculiar al afectar a una de las facetas más interesantes de El Artista que es su iconografía, y a la actitud de Federico de Madrazo con respecto al mismo.

La conexión entre imagen y texto al servicio de los propósitos de la revista, como creación de significado, tiene en El Artista una trascendencia reconocida por la innovación y calidad de sus litografías, como ha sido puesto de relieve, especialmente desde el campo del arte, en distintas ocasiones16. No es cuestión de insistir sobre el valor de las estampas de Federico de Madrazo, pero sí de mostrar su alto grado de identificación con Eugenio de Ochoa en esos momentos. La evolución de Madrazo fue más rápida. Así, pronto se desengaña, hasta de lo que él llama la «inocencia de los moderados», entre los que cuenta a su cuñado17; aunque también, como aludimos, Ochoa, en lo esencial, recorrió pronto su camino, distanciándose por entonces incluso de su idolatrado Víctor Hugo. Desde luego, en Francia, adonde vuelven poco después de la desaparición de El Artista, siguen unidos. También en lo literario se pueden apreciar algunos aspectos de esta conexión en las cartas que Federico de Madrazo envía a su padre. Aunque, como es lógico, predominan las referencias familiares y las relativas a la pintura, hay algunas que tienen interés para la literatura, como es la preferencia de Madrazo por el modo de representar en Madrid o París según los géneros de las obras18; y una referencia que, a mi entender, tiene relación con la traducción que hizo Ochoa de la obra de Bouchardy, El campanero de San Pablo, estrenada en Madrid con gran éxito. Madrazo, que había asistido a su representación con toda la familia, escribe, como conclusión a un párrafo en que expresa las razones de su maravilla:

Este drama ha gustado muchísimo aquí, y estoy seguro que, si lo representan bien, sucederá lo mismo en Madrid. Pertenece al nuevo género alemán. No es horroroso ni terrible como los de Víctor Hugo y comparsa, ni hace dormir como las antiguas tragedias19.



En El Artista, Madrazo secunda totalmente la actitud de Ochoa en El Artista; en lo serio como en lo cómico, como, por otra parte, cabía esperar en una revista de la que justamente eran coeditores. De este modo, encontramos en la estampa «¡Ah,   -20-   ingrata Filis!», el mismo desparpajo y vis cómica que, por ejemplo, en Ochoa, en su artículo «De la rutina» (I, 123-24). En lo serio, en pro de los ideales del romanticismo, en «Un romántico», así como en «Ogaño» y en tantas otras; como en los retratos correspondientes a la Galería de Ingenios Contemporáneos, serie cuya importancia radical no hace falta recordar.

Por lo que se refiere a la defensa del presente y su conexión con el canon romántico, hay varias litografías de Madrazo que tienen gran interés. En primer lugar, cabe destacar la que aparece como ilustración del artículo de Ochoa «Un romántico» (I, 36), que se presenta de modo programático prácticamente al comienzo de la revista; en completa conexión entre texto e iconografía, tal como innovadoramente se da en El Artista. En la estampa, se pone gráficamente de relieve la elevada y serena distinción del nuevo modelo generacional. Ya en el texto, Eugenio de Ochoa había declarado, entre otras cosas, que el romanticismo está unido a la juventud: «Inútil sería buscar entre gente no joven partidarios del romanticismo; entre la juventud estudiosa y despreocupada es donde se hallarán a millares». Después de advertir que en el mismo número de la revista se encontrará «uno que se presenta como tipo en su género», dirige la mirada del lector sobre él, mientras lo va describiendo: «contemple sin ceño nuestro Romántico; mire su frente arada por el estudio y la meditación [...]». Ochoa alude a rasgos significativos presentes en la litografía; aunque otros, que secundan el contenido del texto, como la presencia de libros y cuadro, queden fuera y aparezcan sólo en la estampa, por iniciativa de Madrazo o sugerencia de Ochoa. Los libros que utiliza el joven romántico son, en aquellos en que se puede leer o adivinar el título, la Biblia y obras de historia: las de Jerónimo de Zurita (1512-1580) -es de suponer que Anales de la Corona de Aragón-, y unas Crónicas indeterminadas. Después saldrá la litografía del opuesto: el pastor Clasiquino, anciano, de otra época, que se publica como ilustración a la sátira de Espronceda; en ella se hace evidente el contraste con la figura del joven romántico y el tipo de cultura. La estampa incluye texto -en forma de nombres pastoriles vagamente evocados- y un libro, que asoma del bolsillo, en que puede leerse el nombre de Moratín. La alusión a Moratín en este contexto, constituye un desacostumbrado agravio entre los románticos; prueba del carácter divertidamente audaz de la sátira, que, evidentemente, corresponde a Federico de Madrazo, aunque fuera aceptando ideas ajenas. La sátira de Espronceda se publicará en la siguiente entrega; quizá, en este caso, el escritor no la tuvo a tiempo y sí estaba la litografía, que debía aparecer para cumplir con las láminas que se habían comprometido a dar con cada entrega.

Una aportación más específica al canon literario se da en «El pintor de ogaño», que, junto con su pareja contrapuesta «El pintor de antaño», aparecen en el segundo tomo de El Artista. Frente al desaliñado y superficial pintor de antaño, el pintor de hoy aparece como autor de una pintura con contenido, como sugieren la actitud meditativa y los libros de la estantería que introducen la nota esencial de estudio que caracteriza al joven romántico; mientras que, entre otros detalles, una armadura,   -21-   sugiere el papel de la historia20. Esto es lo que alimenta intelectualmente al pintor de hoy, que no sólo pinta sino piensa, observa, quiere penetrar la historia y el alma humana; frente al «de antaño», ejecutado por Pharamond [Faramundo] Blanchard, que coloca su pintor en una degradación mayor que la de «El pastor Clasiquino», sin un indicio de cultura en la buhardilla en que trabaja.




Dos litografías diferentes de «El pintor de ogaño»

En el contexto de este tema iconográfico, y con referencia al nuevo canon romántico, hay una cuestión importante que, por lo que he podido saber, ha pasado inadvertida hasta ahora, y es que, contra de lo que se podía suponer, existen dos estampas litográficas distintas de «El pintor de ogaño», como puede verse en las reproducciones que adjunto. Ambas son de Federico de Madrazo. La imagen más difundida de la litografía «Ogaño», al ser la que ofrecen F. Calvo Serraller y Á. González García en su edición facsimilar, presenta al pintor de hoy mirando hacia la derecha, al pequeño lienzo en su caballete, con una armadura al lado, un tanto retrocedida, y con unos libros en un estante, al fondo, en los que se pueden leer los nombres de los modelos románticos, la Biblia, Dante, Calderón, Byron y Víctor Hugo. Pero no es la única estampa que existe: hay otra -la que aparece en el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid y en uno de los dos ejemplares que posee el Museo Romántico-, en que el pintor mira a la izquierda, el entorno es más sencillo, y los libros del fondo no indican nada, salvo el hecho significativo de la existencia de los mismos en el estudio del pintor actual21. No sólo los libros son mudos, sino que toda la litografía ofrece un aspecto menos acabado que la anterior. Tampoco las medidas son las mismas, siendo esta última ligeramente menor. Sobre todo, para el tema que nos ocupa, en la primera, los libros están clarísimamente rotulados, y esto le da el mayor interés; en cuanto que Federico de Madrazo, dentro de la selección obligada, plasma gráficamente el canon romántico que proponen los redactores de El Artista, con la inclusión de Víctor Hugo en el mismo nivel de los consagrados anteriores: cinco hitos de la trayectoria romántica, que son, significativamente, la Biblia, Dante, Calderón, Byron, Víctor Hugo.

Aunque, en un principio, mi desconcierto fue considerable al comprobar que existían dos litografías distintas, me di cuenta de que la solución estaba en las mismas páginas de El Artista; en un dato conocido que responde a un hecho frecuente en la técnica utilizada: la piedra litográfica se rompió en la impresión y Federico de   -22-   Madrazo tuvo que dibujar la estampa de nuevo, retrasándose en la entrega correspondiente, como se anuncia en el momento22. Por tanto, lo que parece haber ocurrido, y que justifica el hallazgo de las dos litografías diferentes, es que, al romperse la piedra en medio de la tirada, con algunas entregas se repartiese la estampa ya impresa, y las que faltaban con la nueva.

En el momento actual, no parece posible determinar cuál de las dos estampas fue la primera. Como suele suceder, puesto que se reutilizaban todo lo posible, no se conserva la piedra litográfica, por la que se podría averiguar con seguridad cuál fue la primera y cuál la segunda y última, que sería la que se hubiera conservado. Con respecto al tema del canon, que fuera primero una que otra, podría interpretarse, en un caso, como expresión de atrevimiento, luego corregida; o, al contrario, una ocurrencia que realiza al tener oportunidad de llevarlo a cabo, por la rotura de la piedra23. La última, a mi parecer, es la versión de los libros rotulados, más completa y de mejor calidad. Es posible que estuviera ya en un principio en la mente de Federico de Madrazo y por la urgencia del trabajo periodístico se quedó sin perfilar, terminándose con mayor detalle con la próxima semana por delante; quizá aprovechó alguna sugerencia, seguramente de Ochoa -o, simplemente reflexionó más-. Porque, precisamente, esta versión reafirma con mayor claridad algunos de los rasgos -como la elegancia- que tanto Ochoa como Madrazo querían poner de relieve como constitutivos del joven «romántico», por antonomasia, que da nombre al artículo.




Pasado y presente en algunas litografías de Madrazo

Todavía hay un punto, con respecto a las litografías «Antaño» y «Ogaño» que sugiere consideración. El tema general de inspiración, en relación a la antítesis pasado y presente, es posible que pudiera venirle a Federico de Madrazo por una estampa de E. Lami, titulada «Croquis» y publicada en L'Artiste (t. IX, 1835; la litografía es de Frey). De carácter moderadamente caricaturesco, en ella aparecen varias contraposiciones de parejas de figuras a la moda antigua -dieciochesca- y a la moderna, propia de la época romántica, en la que una de ellas son dos pintores. A pesar de lo poco significativo del título, la contraposición temporal es evidente y,   -23-   en consecuencia, cuando más tarde Federico de Madrazo publique una adaptación de la lámina en El Artista, le dé el título, más congruente, de «Lo que ha sido y lo que fue»24. El título de Madrazo refleja el interés especial por la contraposición pasado y presente que se observa en El Artista, en relación al romanticismo y unido a la cuestión de la edad: juventud, presente, romanticismo; frente a ancianidad o mayor edad, pasado, «clasiquismo».Todo ello se pone de manifiesto en artículos como «Un romántico», y las litografías correspondientes a las parejas «Un romántico» y «El pastor Clasiquino», y la de los dos pintores, «Ogaño» y «Antaño»; aunque no dependen de la obra de Lami, con respecto a la que presentan distinta concepción e intencionalidad. Sin embargo, el contraste entre las modas -las actuales y las ya desusadas- que constituye el motivo de la lámina de L'Artiste, tiene cierta trascendencia, en cuanto que hace relación al modo de ver la vida en las dos épocas -Ilustración/siglo XVIII y época romántica/siglo XIX-; y, con respecto a las litografías «Antaño» y «Ogaño», sí ofrecen un posible punto de partida para su inspiración, además de algunos rasgos de su imagen. Sin embargo, el tono ligero de Lami desaparece en el pintor de «Ogaño» de Madrazo, de intención realista, dentro de su idealización. En cuanto a la litografía de Blanchard, las diferencias son también importantes, aunque en otro sentido; a pesar de que haya algunas coincidencias formales, como el gran tamaño del lienzo25, porque la actitud y el atuendo del pintor francés, muy Ancien Régime, es perfectamente correcta; mientras que en la estampa de Blanchard, nada hay que no sea miserable. Blanchard no sigue el humor simpático de Madrazo en «El pastor Clasiquino», cuya agudeza se mantiene dentro de los límites de una broma, probablemente por la desrealización operada; sino que presenta un cuadro sórdido, desde luego desacreditador de lo antiguo, pero de modo excesivo.

En cuanto a la litografía de Madrazo, «Lo que ha sido y lo que es», con respecto a la de Lami, merece comentario un aspecto que da idea de los límites de la aceptación de lo actual, o, al menos, de las modas, por parte de El Artista; pues la actitud de Madrazo coincide con algo que parece más general. Se trata de uno de los elementos suprimidos de la lámina «Croquis». El pintor español mantiene tres de las parejas de ayer y de hoy, vestidas cada una a la moda correspondiente: dos damas, dos militares, y los dos pintores. Sólo suprime dos elementos: los perros del ángulo superior izquierdo y las dobles parejas del ángulo inferior derecho. Añade objetos en torno, quizá para compensar el espacio26. A mi parecer, también estos componentes pertenecen al tema común de la contraposición de antes y ahora: los perros, aunque quizá irrelevantes, no dejan de estar uno acicalado a la   -24-   moda -canina- del setecientos, frente a otro al natural; en el extremo opuesto, las cuatro figurillas del ángulo inferior derecho, forman una doble pareja de jóvenes, una a la antigua y otra a la moda actual, en la que ella, aparece en pantalones -a lo George Sand, cabría decir27-. El suprimir esta figura parece obligado. Además de estar fuera de la realidad de las costumbres españolas, era impensable publicarlo en El Artista, cuando ya había recibido quejas por una estampa de Carlos Luis Ribera, «Dorotea», que había resultado escandalosa a algunos timoratos; a pesar de que esta litografía, nada atrevida, tiene como fin ilustrar un pasaje del Quijote. Pero en ella aparece una dama vestida de hombre: la bella Dorotea, peinando su melena, que se descubre así ante los que la ven pensando que era un pastor28. Aparte de que pudieran existir otras razones, es lógico pensar que no les pudo parecer conveniente otra imprudencia contra el decoro en ese tema, a pesar del contexto relativamente cómico, después de que la publicación de la litografía de tema cervantino les obligara a defender su moralidad puesta en duda, como recoge una nota publicada en la entrega siguiente:

Han llegado a nuestras manos quejas relativas a una de las estampas que publicamos en el número anterior. Mucho extrañamos que haya quien nos crea capaces de faltar al decoro público y de faltarnos a nosotros mismos, hasta el punto de merecer las injustas y odiosas acusaciones con que algunos han tenido a bien favorecernos.

El que quiera explicaciones más amplias puede pedirlas en público y en público se las daremos.


Los Editores y Redactores del Artista. (II, 180)                





La renovación del romanticismo en España y los jóvenes de la época de El Artista

Para concluir, puede decirse que la contribución de El Artista a la elaboración del canon literario en el contexto español, se llevó a cabo con éxito, en términos generales, con respecto a la consolidación del canon romántico conocido; y, relativamente, también en lo que atañe a la introducción en él de los autores del moderno drama francés. Esta doble tarea se debe, especialmente, a Eugenio de Ochoa y a Federico de Madrazo, que contribuyó expresamente al canon literario desde la vertiente iconográfica de El Artista. Aunque el éxito en el segundo aspecto es más débil, resulta muy significativo para la identidad de la generación de los jóvenes, la del 34 de que hablaba Nicomedes Pastor Díaz; en su núcleo de jóvenes de pensamiento   -25-   cristiano -no sin problemas-, hondamente románticos y de sentido profundamente moderno. No hace falta insistir en la posterior evolución en relación a su romanticismo en general, consecuencia de su progresiva madurez, ni en las diferencias entre sí y como grupo dentro de su generación.

En El Artista se da ya el desvío hacia otros escritores que ridiculizan su romanticismo, aunque sean de edad parecida a los que forman su redacción; y la deferencia hacia los mayores, siempre teniendo presente su pertenencia a distinta generación -de algún modo, conceptuándolos «históricos»-. La consideración de estas diferencias fue creciendo con el tiempo; a pesar de su carácter inicial entre las revistas románticas de su etapa, El Artista abre el proceso que diez años después, dentro de España, va a dejar atrás, al menos no oficialmente, a los mayores del romanticismo29. Serán los pertenecientes a la generación de los jóvenes los que, salvo excepciones, dan una nota muy genuina y actual en los años siguientes al actual, entonces, romanticismo español.

En este sentido, si bien era muy necesario considerar el peso del romanticismo histórico en España, como ha hecho Derek Flitter30, y renovar la interpretación general de su romanticismo, pienso que puede apreciarse algo más que un matiz entre los distintos románticos después de los años 1835 y 1836, que quizá radique en una diferencia generacional propia; que no quedaría subsumido, por supuesto, en la identificación con un romanticismo que algunos han considerado como único plenamente, el romanticismo extremado, pero tampoco, de modo absoluto, en una renovada instauración del romanticismo histórico en lo que se refiere a escritores como Ochoa, Nicomedes Pastor Díaz, Enrique Gil, Joaquín Francisco Pacheco, entre otros, a lo largo de su personal evolución31. En conjunto, El Artista proponiendo la apertura, con la consiguiente modificación del canon   -26-   del romanticismo histórico, presagia y enlaza con la crisis, de carácter general, de los románticos de su generación y grupo, cuando ya les separó la muerte, como es el caso de Campo Alange, la decantación hacia ideas alejadas, como se da en Espronceda, o cierta apatía hacia las cuestiones que les apasionaron en la primera juventud, como ocurre con Federico de Madrazo. Autores que tienen como característica generacional, frente al conjunto de los mayores, el sentido o la experiencia de honda crisis existencial, que les hace plantearse con profundidad los temas filosóficos y religiosos implicados en el desarrollo del romanticismo y que les atrae hacia lo actual frente a la historia lejana -aun cuando en algún caso, como el de Enrique Gil, se elija para las obras de creación, pero nunca en sentido arqueológico y vacío-. Todo ello, particularmente, puede observarse en un medio como la prensa periódica, que favorecía la expresión directa de las ideas y la agilidad en la comunicación de las mismas, así como su alcance a un número relativamente amplio de lectores, lo que fue decisivo en la conformación del movimiento romántico32.





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