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La guerra empieza en Cuba

Farsa en dos actos, el segundo dividido en dos cuadros1

Víctor Ruiz Iriarte

Berta Muñoz Cáliz (ed. lit.)




«La guerra empieza en Cuba»: una visión satírica del pasado

La guerra empieza en Cuba se estrenó el 18 de noviembre de 1955, en el Teatro Reina Victoria de Madrid, y fue uno de los mayores éxitos de la trayectoria de Ruiz Iriarte. En su reparto figuraban algunos de los actores más conocidos de su tiempo, como José Bódalo, Miguel Ángel o Tina Gascó -quien interpretó a las gemelas protagonistas-, junto con otros que alcanzarían la popularidad unos años después, como María Luisa Ponte o la entonces jovencísima Gracita Morales. El autor, siguiendo una tendencia muy habitual entre los comediógrafos españoles de los años cincuenta, participó activamente en la dirección de su texto, tal como él mismo comentaba en una entrevista: «Desde el primer día en que leí la comedia, no dejé de asistir [a los ensayos]. He dirigido algo, junto a Fernando Granada, que es el director de la Compañía y que montó francamente bien la obra» (La Vanguardia en Madrid, 19 nov. 1955). La buena acogida de esta comedia fue tal que, al tiempo que se representaba en Madrid -donde alcanzó las ciento veintitrés representaciones-, se formó una nueva compañía, también dirigida por Fernando Granada y protagonizada por la actriz uruguaya Margot Cottens, para interpretarla en gira por las provincias, y la propia compañía de Tina Gascó, tan solo unos días después de finalizar las representaciones en el Reina Victoria, pasaría a representarla en Barcelona.

Este nuevo éxito de Ruiz Iriarte venía a sumarse a otros obtenidos en la misma década, como El gran minué (1950), Juego de niños (1952) y La soltera rebelde (1952); década que será la de más intensa actividad del autor en los escenarios. Con motivo del estreno de esta comedia, el cronista del diario Madrid señalaba que «Víctor Ruiz Iriarte puede considerarse en verdad como uno de los tres autores de moda» (22 nov. 1955), e igualmente, Ángel Laborda destacaba su relevancia en aquel momento en el panorama teatral español, y comentaba así la expectación que causaban sus estrenos: «Un estreno de Víctor Ruiz Iriarte. Esto es, un estreno de uno de nuestros escasos valores jóvenes consagrados. La trayectoria de Ruiz Iriarte en el teatro es limpia, sincera, entusiasta, llena de una ilusión poco común. Trabaja sin prisa, pero sin pausa. Tiene la lentitud de la estrella. Pero también su seguridad en el brillo y en la exactitud de sus apariciones. Así, pues, esta noche vuelve a aparecer esta luminosa estrella de Víctor, en el Reina Victoria, con esa puntualidad y ese esmero que caracterizan a todas las producciones de este autor. Y el público le espera con ilusión, con la misma ilusión que él pone en sus comedias» (Informaciones, 18 nov. 1955).

En esta obra el autor se enfrenta con un tema de larga tradición en la literatura occidental, el tema del doble, del que los gemelos no son sino una variante. En el territorio de la comedia, desde el Anfitrión de Plauto, argumento al que vuelve Molière en su obra homónima, hasta La comedia de los errores, de Shakespeare, o Los dos gemelos venecianos, de Goldoni, han sido muchos los textos que han jugado con los equívocos a los que tan bien se presta este motivo. También en el género trágico el tema de los gemelos ha dado sus frutos, a veces en forma de odios e intereses enfrentados entre los hermanos, como sucede en La Tebaida, de Racine, o, dentro de la literatura dramática española, en El otro, de Unamuno. El Romanticismo se interesó por el fenómeno del doble como representación del lado oscuro y misterioso del ser humano, y a partir de entonces se escribirían numerosos relatos, entre los que se pueden citar Los elixires del diablo de E. T. A. Hoffmann, El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson, William Wilson de Edgar A. Poe, El retrato de Dorian Gray de Óscar Wilde o El doble de Dostoievsky.

Aunque el tratamiento que Ruiz Iriarte hace del tema guarda estrecha relación con el de las comedias de equívocos más que con el de los autores que buscaron una forma de enfocarlo de mayor calado, también hay elementos -como el odio y el temor mutuo entre Adelaida y Juanita, o el giro que la comedia toma al final- que tienen más que ver con ese otro enfoque de quienes se han acercado al tema con más profundidad. De hecho, puede decirse que el autor propone un doble tratamiento del motivo, al crear dos parejas de gemelas: una, compuesta por Rosita y Teresita, tratada en clave de pura comedia, y la otra, de mayor peso, compuesta por Adelaida y Juanita, que combina los elementos de la comedia y el equívoco, con otros elementos más oscuros a los que el tema se presta.

No obstante, pesan más los componentes de la comedia de enredo sobre otros cualesquiera, tal como señaló el conocido crítico Alfredo Marqueríe: «Ruiz Iriarte, al idear el asunto de su farsa, ha podido seguir muchos caminos, uno de ellos, por ejemplo, el que Ana Bonacci emprendió con La hora de la fantasía, poniendo en choque y contraste las vidas de dos mujeres -una austera y la otra frívola- que se definen por los ambientes en que se desenvuelven. Pero el autor de esta historieta escénica ha preferido limitar su ambición a un pasatiempo intrascendente, aunque -justo es reconocerlo- francamente divertido» (ABC, 19 nov. 1955). También insistieron en su carácter cómico Elías Gómez Picazo, quien calificó la pieza de «divertidísima farsa» (Madrid, 19 nov. 1955) y José Antonio Bayona, quien la definió como «una pieza maestra cómica» (La Vanguardia Española, 20 nov. 1955), entre otros. El propio autor destacó el carácter farsesco de su obra al subtitularla como «Farsa en dos actos».

Ruiz Iriarte utiliza el tema del doble, por una parte para crear una serie de situaciones cómicas mediante la pareja que forman Teresa y Rosita, que, tal como atestiguó la crítica, provocaron la hilaridad del público de su tiempo -Marqueríe señaló que las actrices estuvieron «graciosísimas» en estos papeles-, y por otra, para crear un contraste entre dos tipos humanos, la severa Adelaida, y la vital Juanita. Pero además, junto con la idea de explotar las posibilidades cómicas, e incluso las dramáticas, del tema, cabría pensar si en la elección del mismo no pesaría igualmente la idea de crear un papel apto para el lucimiento de Tina Gascó, actriz que había interpretado con anterioridad varias obras del autor. De hecho, el desdoblamiento de la actriz en sus dos papeles de Adelaida y Juanita fue ampliamente alabado por la crítica.

Adelaida es un personaje inflexible que reprime sus propios afectos y no duda en reprimir a los demás, lo que le granjea el temor de cuantos la rodean. Por el contrario, Juanita es simpática y emotiva, y prefiere seguir sus impulsos antes que preocuparse por el «qué dirán», aunque ello le suponga el rechazo de su propia familia; a cambio, los mismos que temen a su hermana, a ella la encuentran encantadora. Pero Adelaida no es solo un personaje excesivamente severo, es la Gobernadora, por lo que su austeridad tiene reprimida a toda la provincia, en la que ha prohibido los bailes públicos, ha cerrado los cafés nocturnos, ha prohibido los juegos de cartas... Para enmarcar la obra en su contexto histórico, habría que señalar que la farsa se escribió y estrenó durante la etapa en que el severo y ultracatólico Arias Salgado fue Ministro de Información; tal vez un guiño del autor hecho con toda la prudencia que la censura del momento exigía. De hecho, todos cuantos la rodean están deseando que se produzca un cambio, una «revolución» que acabe con esta excesiva severidad en las costumbres. Dicha revolución, según se atreve a aventurar Pepito, vendrá de la mano de un «libertino», un «sinvergüenza» que no le tenga miedo al escándalo. Y en efecto, la llegada de Javier, que encarna a ese deseado libertino -personaje de igualmente larga y rica tradición literaria-, es el desencadenante de los equívocos que pondrán en entredicho la moralidad de Adelaida. A su llegada se suma la de Juanita, llena de deseos de venganza y decidida a acabar con la buena reputación de su hermana.

No obstante, cuando todo parecía apuntar a una caída de Adelaida, el autor se las ingenia para hacer que el personaje salga reforzado, y el motor de los cambios que se producen no será ni el libertinaje, como querían el Marqués o Pepito, ni el odio, como deseaba Juanita, sino el amor, que transformará a Juanita, así como la propia capacidad de Adelaida de cambiar de actitud al constatar la simpatía que su hermana despierta en quienes la rodean.

Al igual que en otros de sus textos, en La guerra empieza en Cuba el autor hace una llamada a la comprensión y una invitación a que cada ser humano saque lo mejor de sí mismo. Tras haber pasado por un momento de vacilación en el que el orden establecido parecía tambalearse, todo conduce, pues, a su restablecimiento y a un desenlace feliz, como no podía ser de otro modo en el género de la comedia.

La actitud inicial de Adelaida, que declaraba que «el país no está para fiestas y saraos. [...] el momento no puede ser más grave», y que invitaba a «dar ejemplo de moralidad y de austeridad», queda así en entredicho como si se tratara de un capricho sin justificación alguna, fruto de un carácter seco y austero al que la vitalidad, el amor y el buen juicio harán cambiar de forma radical. El propio autor, en su empeño de escribir un teatro amable en la España de los años cincuenta, cuando otros dramaturgos comenzaban a reflexionar sobre la realidad española mediante un teatro de tintes trágicos, parece tomar partido claramente por esa actitud de abstraerse en parte de los conflictos sociales y apostar por un teatro centrado en problemáticas poco vinculadas con la realidad social del momento, aun cuando se permitiese algunos guiños moderados, como el antes señalado referido al Ministro de Información.

En este sentido, es bien significativo el tratamiento que hace el autor de la temática histórica. La obra está ambientada en el momento en que está a punto de estallar la guerra de Cuba, si bien, a diferencia del teatro histórico que unos años después empieza a escribirse en nuestro país (en una corriente que inaugura Buero Vallejo con Un soñador para un pueblo [1958], y de la que cabe destacar, por estar ambientada en la guerra de Cuba, Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de José María Rodríguez Méndez [1965]), la obra de Ruiz Iriarte, como gran parte del teatro histórico de signo conservador escrito por estos años, no vuelve a la historia para indagar sobre las causas de los problemas del presente, ni para desentrañar un episodio clarificador de nuestro pasado, sino que utiliza el marco histórico como mera ambientación para situar a unos personajes y unas anécdotas que igual podrían pertenecer a cualquier otra época o circunstancia histórica.

El distanciamiento temporal, en todo caso, es utilizado para caricaturizar una serie de comportamientos y de situaciones, e incluso el tipo de teatro que entonces se hacía. En efecto, al principio de la obra, el autor aprovecha la distancia histórica para hacer una parodia del teatro tardorromántico que triunfaba durante aquellos años, un teatro altisonante, melodramático y declamatorio, muy distinto al del propio Ruiz Iriarte, que cambia de registro en cuanto termina la escena primera. Pero el tono caricaturesco no se limita a dicha escena, sino que predomina en toda la comedia, y así fue destacado por la crítica de su tiempo. En este sentido, A. Martínez Tomás escribía: «La cualidad más destacada de La guerra empieza en Cuba [...] es su perfil de originalidad. Se trata de algo diferente y, en cierto modo, nuevo, por el tono caricaturesco con que ha sido creado el ambiente que sirve de fondo a la farsa y por los rasgos de fino humorismo de la reducida pero pintoresca humanidad que se mueve en la escena» (La Vanguardia Española, 28 ene. 1956). Adolfo Prego destacaba igualmente este tono farsesco, y señalaba incluso que esta obra suponía un cierto viraje en la trayectoria del autor: «La guerra empieza en Cuba significa un cierto cambio de rumbo en el estilo dramático de Ruiz Iriarte. No hay en la pieza aquella constante derivación hacia el mundo del ensueño que constituía hasta ahora una de las características más constantes y visibles del autor. Pasa a primer plano una intención satírica que toma como blanco las costumbres provincianas de fines de siglo, lo que parece inscribirse en una tendencia general de nuestro teatro moderno». En definitiva, el tiempo histórico referido en la obra aparece visto con cierta distancia e incluso satirizado.

Transcurrido más de medio siglo desde su estreno, la comedia de Ruiz Iriarte nos sigue divirtiendo con sus caricaturas; nos conmueve, también, por la compasión y la ternura con que el autor trata a sus personajes, y nos llama la atención por el excelente conocimiento del oficio que en ella despliega su autor. En efecto, en esta obra Ruiz Iriarte nos muestra una amplia gama de los múltiples e ingeniosos recursos a los que una serie de autores de la posguerra hubieron de echar mano para hacer abstracción de la realidad -tanto la del presente como la del pasado histórico- y dar respuesta a un público que buscaba con avidez argumentos tan inverosímiles como faltos de relación con los problemas que le acuciaban.

Berta Muñoz Cáliz

Centro de Documentación Teatral. Madrid



Esta obra se estrenó en el Teatro Reina Victoria, de Madrid, la noche del 18 de noviembre de 1955, con el siguiente reparto:

PERSONAJES
 
ACTORES
 
ADELAIDA. TINA GASCÓ.
JUANITA. TINA GASCÓ.
DOÑA MARIANA. LUISA RODRIGO.
PEPA. MARÍA LUISA PONTE.
MARGARITA. ANA LEYVA.
RITA. JULIA M.ª BUTRÓN.
MARÍA TERESA. GRACIA MORALES.
MARÍA ROSA. LOLITA GÓMEZ.
JAVIER. JOSÉ BÓDALO.
DON BERNARDO. MIGUEL ÁNGEL.
EL MARQUÉS. JULIO SAN JUAN.
PEPITO. ENRIQUE ÁVILA.
FLORENTINO. CARLOS MENDY.

Decorado y figurines: Emilio Burgos.

Dirección: Fernando Granada.

A Vicente Gállego, gran amigo de todas las horas

V. R. I.






ArribaAbajoActo I

 

Es el fin del siglo. En la capital de una provincia española. Un salón isabelino. Una gran puerta entre cortinajes, y siempre abierta, al fondo. Una amplia embocadura, a la izquierda -términos del público-, que comunica con otro salón. En el ángulo de este lateral con el fondo, un piano de cola. A la derecha, dos puertas. Y en el chaflán de este lado, un altísimo balcón. Una consola con espejo, también a la derecha, en primer término. Lienzos con paisajes románticos. Un sofá con sillones, a la derecha. Una mesa redonda, a la izquierda. Una tarde de invierno.

 
 

(En escena aparecen, al levantarse el telón, dos personajes: PEPITO y MARGARITA. PEPITO es un muchacho joven, bien vestido y un tanto petimetre. MARGARITA es una dama ya otoñal, muy compuesta y peripuesta. Viste un lindo traje de calle. Los dos están inmóviles, muy distantes el uno del otro, casi vueltos de espaldas entre sí, y en una actitud profundamente dramática, con las miradas perdidas en el infinito... Y así, quietos y callados, permanecen unos momentos. Por la entrada del fondo, en seguida, surge el MARQUÉS. Es un anciano pulcro y viejísimo que anda con pasitos muy cortos apoyado en su bastón. Gasta una pequeña barba. Llega hasta PEPITO y allí se detiene en humildísima actitud. PEPITO, muy altanero, muy digno, con los brazos cruzados, no le mira y espera. Al cabo, habla el MARQUÉS.)

 

MARQUÉS.-  ¡Padre!

PEPITO.-  ¡Hijo!

MARGARITA.-   (Aterrada.) ¡Dios del cielo! ¡Es él!

MARQUÉS.-  ¡Padre! Me has llamado y aquí estoy. Con la sangre hirviéndome en las venas, sí. Pero bien abatido mi orgullo de hombre mozo... Heme aquí, padre, postrado. (El MARQUÉS, con visible esfuerzo, se arrodilla ante PEPITO.) De rodillas y a tus pies...

PEPITO.-   (Noblemente.) ¡No! De rodillas, no. En pie, como un hombre...

MARQUÉS.-   (Tan tranquilo.)  Bueno.

 

(Y se levanta, casi con dolor. Mientras, MARGARITA, cautamente, ha cruzado por el fondo y, a bastante distancia, se ha situado entre los dos hombres. Junta las manos a la altura del pecho y eleva los ojos al cielo. Después, avanza unos pasos hacia PEPITO y, francamente influida por el más viejo estilo, declama.)

 

MARGARITA.-  ¡Ah, buen esposo que me diste tu nombre ante el altar! ¿Tú también vas a dudar de mi virtud? (Retrocede, horrorizada, y habla como en un aparte.)  ¡Estoy mintiendo, Dios mío! ¿Seré buena? ¿Seré mala? (Se rehace y da un nuevo paso adelante. Esta vez, hacia el MARQUÉS.)  ¡Hijo! ¡Hijo mío, si no de mis entrañas, sí mío y muy mío, porque eres hijo del esposo que amo y solo como a hijo te amaré siempre! (Retrocede otra vez, con espanto.)  ¡Otra vez la mentira! ¿Qué demonio siniestro gobierna mis pensamientos? ¿Seré buena? ¿Seré mala?

 

(El MARQUÉS, en silencio, dirige una torva mirada en torno.)

 

MARQUÉS.-  ¡Oh, padre! Esa mujer aquí...

MARGARITA.-   (Transida.) ¡Me ha visto!

PEPITO.-  ¡Desdichado! Esa mujer es tu madre...

MARQUÉS.-   (Muy afectado.)  ¡No, padre mío! Eso, no. Mi madre murió...

PEPITO.-  ¡Calla!  (Con una amorosa mirada a MARGARITA.)  Esa mujer es tu madre por la ley de mi corazón...

MARQUÉS.-  ¡Padre!

PEPITO.-  ¡Hijo!

MARQUÉS.-  ¡¡Padre!!2

 

(De pronto, PEPITO cambia de gesto y de actitud y, con muchísima naturalidad, dice, dirigiéndose amablemente a los otros dos.)

 

PEPITO.-  Un momento. ¿No creen ustedes que resultaría más propio que yo hiciera el papel del hijo y usted, señor Marqués, fuera el padre?

MARGARITA.-   (Contentísima.)  ¡Ay, sí! En eso mismo estaba pensando yo...

MARQUÉS.-   (Indignado.)  ¡Ca! Ni hablar. El hijo soy yo...

PEPITO.-   (Muy apurado.)  Pero señor Marqués...

MARQUÉS.-   (Enfurruñadísimo.) Nada, nada. He dicho que no y no. ¡Ea!

 

(En la embocadura de la izquierda aparece DOÑA MARIANA. Una muy distinguida señora, como se verá, bastante locuaz y parlanchina. Trae en la mano un ejemplar en rústica de la obra que se ensaya.)

 

MARIANA.-  ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué se interrumpe el ensayo otra vez?

MARQUÉS.-   (Furioso.) Porque este caballerito quiere hacer mi papel. Y no lo consiento, ea. Sepa usted, señor mío, que, en otra ocasión, cuando representamos esta misma obra a beneficio de los huérfanos de la provincia, yo hice el papel del hijo...

PEPITO.-   (Sublevado.) Pero hace muchísimos años, señor Marqués...

MARQUÉS.-  ¡Alto!  (Picadísimo.) ¿Qué quiere decir este pollo?

MARIANA.-  ¡Pepito!

PEPITO.-   (Suplicante.)  Doña Mariana, póngase usted en mi lugar. En la escena del tercer acto tengo que decirle al señor Marqués traidor, infame y fementido. Y ya verá usted.  (Con lógico apuro.) El señor Marqués es muy popular y el público va a tomar muy a mal que yo le falte al respeto de esa manera. Y estoy seguro, segurísimo, de que se aprovecharán para silbarme, porque soy el hijo del alcalde. Se lo digo yo, doña Mariana, que aquí no son tan finos como en Madrid; que en esta provincia son muy rebeldes. ¡Digo! Hay que ver el trabajo que le cuesta a papá ganar todas las elecciones...

MARGARITA.-  Mira, Mariana. Yo creo que si Pepito hiciera el papel del hijo, la función resultaría mucho más emocionante. Porque figúrate tú: en el segundo acto, cuando el hijo llega y me besa con tanta pasión...

MARIANA.-   (Muy rápida.) ¡Margarita! ¡No seas desahogada!

MARGARITA.-   (Ruborizadísima.) ¡Jesús! ¿Qué estás pensando?

MARIANA.-  Lo mismo que tú, hijita. Pero hay que tener paciencia y cada uno debe aguantarse con su papel.  (Muy autoritaria.)  De manera que no se hable más. ¡El Marqués será el hijo!

MARQUÉS.-  ¡Bravo!

MARIANA.-  Eso es.  (Encantada.) Y yo seré la muchacha que vende flores en el «boulevard»...

MARQUÉS.-  ¡Soberbio!

MARIANA.-  Por cierto, tengo una idea. ¿Qué le parecería a usted, Marqués, si cuando yo salgo con mi cestito de violetas al brazo, me adelantase hasta el público y en vez de decir que soy huérfana y todas esas cosas que, después de todo, no hacen falta, porque ya se sabe que en este drama todos son huérfanos, yo cantase una canción de París?

MARQUÉS.-   (Con entusiasmo.) Pero eso sería magnífico.

MARIANA.-  ¿Verdad que sí? Pues ya está decidido. ¡Cantaré!  (Contentísima.) ¡Ah! ¡Será una velada espléndida! ¡Es tan hermosa esta obra! ¡Qué drama tan profundo!  (A MARGARITA.) Cuando tú te debates entre el sagrado amor que sientes por el padre y la pasión pecadora que te arrastra y te arrastra hacia el hijastro... ¡Qué trágica es esa escena! Es como la misma vida.  (Transición.)  A propósito, querida: yo creo que cuando dices que amas en secreto al Marqués pones poquísima pasión, y, desde luego, hijita, no se nota nada que eso sea pecado...

MARGARITA.-  Pero, Mariana... es que esa escena es muy difícil...

MARIANA.-  Claro, claro, hijita. ¿A mí qué vas a decirme? Pero, de todos modos, ten en cuenta que cuando el Marqués se ponga su uniforme de húsar quedará muy apuesto, muy bizarro y muy... En fin, todo eso.

MARQUÉS.-  ¡Je!  (Nostálgico.) La otra vez, cuando hicimos esta función...

PEPITO.-  ¡Y dale!

MARIANA.-   (Radiante.) ¡Ay! Esta será la mejor fiesta que se ha dado a beneficio de los voluntarios de Cuba. Ya lo estoy viendo. Todo el teatro lleno con la mejor sociedad de la provincia. Mi yerno, el Gobernador, y mi hija, la Gobernadora, en su palco. La sala adornada con banderas y guirnaldas. De pronto, la Banda Municipal, que toca un pasodoble. Entonces, el público, lleno de fervor patriótico, que se pone en pie y grita: ¡Viva España! ¡Viva Cuba! ¡Abajo los insurrectos! Y al acabar la función, los voluntarios de la provincia saldrán al escenario, y todos aplaudiremos muchísimo y les arrojaremos flores y besos y...  (Se interrumpe emocionadísima.)  ¿Ves, Margarita? Lo pienso y ya, ya estoy llorando.

 

(Se sientan. Todos se acercan, la rodean y la confortan.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

MARQUÉS.-  Ea, ea, ea...

MARGARITA.-  Pero, mujer...

PEPITO.-  ¡Qué patriota es esta doña Mariana!

MARIANA.-  Muchísimo, Pepito. Bien puedes decirlo. ¡Ah! Cuando pienso lo que estará sufriendo mi pobre marido allá en La Habana, rodeado de insurrectos por todas partes...

PEPITO.-  ¿Cree usted que su marido se habrá alistado en el Ejército?

MARIANA.-  ¡Quia! Eso sí que no. Mi marido es muy liberal... Y los héroes, ya se sabe, serán todo lo que quieran, pero nunca son liberales. Claro que si yo hubiera sido hombre hubiera sido poco liberal y muy héroe. Pero cualquiera le mete a mi marido estas cosas en la cabeza. Los liberales son muy tozudos, pobrecitos, y si no se les da la razón en todo, no están contentos. ¿Qué quieren ustedes? En mi familia nunca estamos de acuerdo. Aquí me tienen ustedes a mí, tan alegre y siempre tan dispuesta a divertirme un poquito. Y en cambio, ahí está mi hija, la Gobernadora, tan rígida y tan severa, que con sus ideas morales tiene en un puño a toda la provincia...

MARQUÉS.-   (Un profundo suspiro.)  Eso es verdad...

PEPITO.-   (Muy lanzado.) Es que la señora Gobernadora es de lo que no hay, doña Mariana. Y se dice y se comenta. Y un día ya verá usted...

MARIANA.-  ¡Jesús! ¿Quieres callarte, Pepito? Mi hija va a llegar de un momento a otro, y si te oye hablar así, en su propia casa, estamos perdidos...

PEPITO.-  ¡Oh!

 

(Asoma por el fondo RITA, una muchacha bonita, doncella de la casa.)

 

RITA.-  Con permiso de la señora...

MARIANA.-  ¿Qué ocurre, Rita?

RITA.-  Las niñas de doña Margarita, que están ahí, esperando que termine el ensayo y dicen que si pueden pasar ya...

MARGARITA.-  ¡Dios mío! ¡Mis hijas! Ya las había olvidado...

 

(Y en el umbral de la puerta del fondo surgen MARÍA TERESA y MARÍA ROSA. Son dos adolescentes parecidísimas, casi iguales, que además visten de un modo idéntico: sus zapatos, sus medias, sus vestidos, sus sombreritos, todo, todo es igual. También se peinan del mismo modo, y sus andares y sus movimientos coinciden casi siempre. Y -cuando se indica- sin poderlo remediar, hablan las dos a la vez. Se detienen en la entrada, muy risueñas, y las dos saludan al unísono con una reverencia muy graciosa. Todos los personajes que están en escena las contemplan con un ternísimo afecto.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

MARQUÉS.-  ¡Míralas!

MARIANA.-  ¡Qué primorosas!

PEPITO.-   (Con embeleso.)  ¡Qué ricas son!

 

(RITA desaparece. Las dos muchachitas avanzan unos pasos y se detienen en el centro del salón. Se miran, sonríen con pícara complicidad y, de pronto, empiezan a recitar lo que sigue muy aprisa y con muchísima frivolidad, como si el contenido de los versos fuera algo muy mundano y muy divertido.)

 
TERESA
Volverán las oscuras golondrinas
de tu balcón sus nidos a colgar,

ROSITA
y, otra vez, con el ala en sus cristales,
jugando llamarán...

TERESA
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,

ROSITA
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
esas... no volverán.

 

(Todos los demás personajes, unánimes, rompen a aplaudir con tremendo entusiasmo.)

 

TODOS.-  ¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Muy bien!

TERESA.-  Pero si todavía no hemos terminado...

 (Vivamente.) 

MARIANA.-  ¡No importa!

TERESA.-   (Con justa decepción.) ¡Hay que ver! Nunca nos dejan acabar...

MARGARITA.-  ¡¡Hijas de mi vida!!

MARQUÉS.-  ¡Qué encanto de niñas!

PEPITO.-  ¡Qué talento tienen! Y qué cosas dicen...

MARGARITA.-  ¿Han visto ustedes? Pues en todas las casas adonde vamos de visita hacen lo mismo...

PEPITO.-  ¡Qué suerte!

TERESA.-  ¿Les ha gustado la poesía?

PEPITO.-  ¡Muchísimo!

MARIANA.-  ¡Una barbaridad! ¿Y de quién, de quién es esa poesía tan alegre?

TERESA.-   (Monísima.)  Pues a ver si lo adivinan...

ROSITA.-  Eso, eso.

 

(Todos, interesadísimos, se acercan y rodean a las niñas.)

 

MARQUÉS.-  A ver, a ver... ¿Es de Campoamor?3

 

(TERESA y ROSITA, muy satisfechas, van negando con la cabeza.)

 

ROSITA.-  ¡Quia!

PEPITO.-  ¿De Núñez de Arce?4

TERESA.-  Que no, que no...

MARQUÉS.-  ¿De Echegaray?5

TERESA.-  ¡Huy! ¡Qué va!

MARIANA.-  ¡Caramba! ¿Pues de quién es la poesía, hijitas?

 

(ROSITA y TERESA se miran. Al fin, habla TERESA.)

 

TERESA.-  De Espronceda...6

TODOS.-  ¡Oh!

PEPITO.-  ¡Claro!

MARQUÉS.-  ¡Acabáramos!

MARIANA.-  No me choca. Todas las buenas poesías son de ese señor Espronceda...

 

(PEPITO, con mucho ímpetu, avanza y se sitúa entre las dos muchachas. A ROSITA.)

 

PEPITO.-  ¡Teresa!

TERESA.-  ¡Pepito! Pero si Teresa soy yo...

PEPITO.-  ¿De veras?

ROSITA.-  ¡Claro! Yo soy Rosita...

PEPITO.-  ¡Ah!

 

(MARGARITA, que está al otro lado con doña MARIANA y el MARQUÉS, llama.)

 

MARGARITA.-  ¡Rosita!

ROSITA.-  Ya voy, mamá.

MARGARITA.-  ¡No! Tú no eres Rosita. Tú eres Teresa y Rosita es la otra. Y a mí no me engañáis... Ven aquí, Rosita.

TERESA.-   (Dócilmente.) Sí, mamá.

 

(Y TERESA marcha hacia el grupo de las personas mayores. PEPITO se queda boquiabierto.)

 

PEPITO.-  Entonces, usted es Teresa...

ROSITA.-  No, señor. Yo soy Rosita. Lo que pasa es que mamá se confunde siempre. Y nosotras, por no llevarle la contraria... ¿Comprende?

PEPITO.-  ¡Ah!

 

(Y, muy levemente, ROSITA saluda a PEPITO y va a reunirse con su hermanita y los demás. PEPITO está atónito.)

 

MARGARITA.-  Es el único defecto que tienen estos ángeles. Son muy mentirosas...

MARIANA.-  ¡Ah! ¿Sí?

MARGARITA.-  ¡Oh! No quieras saber. Se inventan unas fantasías... Unas mentiras... A su padre y a mí nos ponen en cada compromiso... La semana pasada corrió el rumor de que la señora del presidente de la Audiencia había sido vista paseando del brazo de Fernandito Montoya, el abogado. Bueno. Pues todo fue un infundio de las niñas.

TERESA.-   (Muy halagada.) Mamá, por Dios, que nos vas a poner coloradas...

MARIANA.-  ¡Qué ricas! Pero qué ricas son...

 

(El MARQUÉS ha pasado junto a PEPITO.)

 

MARQUÉS.-  Oiga, pollo. Me parece a mí que a usted le gusta una de estas niñas...

PEPITO.-  Sí, señor. Me gusta una barbaridad.

MARQUÉS.-  Ya, ya. Y, por curiosidad, ¿cuál de las dos?

PEPITO.-  Pues no lo sé. Como todavía nos las distingo...

MARQUÉS.-  ¡Demonio!

MARGARITA.-  ¡Niñas!

LAS DOS.-  ¡Mamá!

MARGARITA.-  Ahora, para que os vean estos señores, vais a tocar el piano...

LAS DOS.-  Sí, mamá...

TODOS.-   (Aplaudiendo.)  ¡Bravo! ¡Bravo!

 

(ROSITA y TERESA, muy juntitas, cruzan el salón en dirección al piano.)

 

PEPITO.-   (Francamente emocionado.)  Pero ¿también saben ustedes tocar el piano?

TERESA.-  Pues claro...

PEPITO.-  ¡Lo saben todo!

 

(ROSITA y TERESA ya están junto al piano y, muy gentilmente, se sientan en la banqueta dispuestas a tocar a cuatro manos.)

 

TERESA.-  Con el permiso de ustedes...

 

(Comienzan a tocar con mucha donosura «La Paloma», de Iradier7. Todos, muy complacidos, se acercan y rodean el piano.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

PEPITO.-   (Sorprendidísimo.) ¡Una habanera! ¡Es una habanera!

MARGARITA.-   (En un arranque.) ¡Hijas de mi corazón!

MARIANA.-   (Muy conmovida.) ¡Ay! No puedo oír esta música sin que se me salten las lágrimas. Me veo, otra vez, en mi casa de La Habana. Veo mi coche de caballos por el paseo adelante. Me veo rodeada de mis criadas mulatas. Parece que no han pasado doce años desde que volví a España...

LAS DOS.-   (Con un dedito en los labios.)  ¡Chiss!

MARIANA.-  ¿Qué ocurre, nenas?

TERESA.-  Es que ahora viene el estribillo, que es lo más bonito...

MARIANA.-  ¡Ah!

TODOS.-  A ver, a ver...

 

(Y, en efecto, las niñas atacan el estribillo. Poco a poco, el resto de los personajes, seducidos por la cadencia de la melodía, comienzan a tararear. Cuando el coro alcanza su mayor plenitud, en la puerta del fondo aparece la figura de ADELAIDA. Es una mujer elegante, distinguida, muy bien vestida, con sombrero y paraguas y un espléndido abrigo. Su rostro, muy bello, ciertamente, denota una gran firmeza de carácter. Se detiene bajo el dintel, inmovilizada por la desagradabilísima sorpresa que le produce el jolgorio de los demás, que siguen cantando sin advertir su presencia. Una pausa. Y al fin, con la más rígida severidad en la voz.)

 

ADELAIDA.-  ¡Mamá!

 

(Un silencio súbito. Cesa el piano. Cesan todos de cantar y se vuelven. Se quedan inmóviles y muy impresionados. Grandes reverencias.)

 

TODOS.-  ¡Oh!

MARIANA.-  ¡Jesús!

MARQUÉS.-  ¡Señora Gobernadora!

 

(ADELAIDA avanza, muy despacio, quitándose los guantes, el sombrero y el abrigo, que deja sobre el sofá.)

 

ADELAIDA.-  Buenas tardes. Es muy lamentable, mamá, que precisamente en mi casa tengan lugar esta clase de diversiones tan escandalosas y tan poco serias...

MARIANA.-  Pero, hijita...

ADELAIDA.-  Creo que, a veces, mamá, olvidas con demasiada facilidad que eres la madre política del Gobernador civil de la provincia...

MARIANA.-   (Azaradísima.)  ¡Je! Pero, Adelaida, hija mía, todo esto no puede ser más inocente. Figúrate tú que estábamos ensayando la función para la velada de los voluntarios; después han venido las niñas y han empezado a decir poesías y a tocar el piano, porque la verdad es que estas criaturitas lo saben hacer todo. Vamos, nenas. ¿Por qué no le recitáis una poesía a la señora Gobernadora?

ADELAIDA.-  ¡Basta, mamá!

MARIANA.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  Y para que lo sepas. Ya no habrá velada a beneficio de los voluntarios...

 

(Sensación. Todos se agitan disgustadísimos. Muy aprisa.)

 

PEPITO.-  ¿Cómo?

MARQUÉS.-  ¿Qué dice?

MARGARITA.-  Pero, Adelaida, querida...

MARQUÉS.-  ¡Señora Gobernadora!

ADELAIDA.-  ¡No habrá velada!  (Severísima.) ¡Orden del Gobernador!

TODOS.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  El país no está para fiestas y saraos. Mi marido ha recibido las últimas noticias de Madrid. Y el momento no puede ser más grave. La situación de Cuba ha empeorado...

MARQUÉS.-   (Muy interesado.) ¿De veras?

ADELAIDA.-  ¡Sí!

MARQUÉS.-  ¡Huy!  (Profundo.)  Me parece a mí que de esto de Cuba se va a hablar mucho...

ADELAIDA.-  La insurrección de unos grupos de rebeldes desagradecidos se ha convertido en una verdadera guerra. El Consejo de Ministros ha acordado enviar allí al General Martínez Campos8. La Reina quiere que todos aportemos nuestros esfuerzos para que el triunfo del Ejército sea rápido y definitivo. Y, como siempre, estoy decidida a que esta provincia sea la primera en dar ejemplo de moralidad y de austeridad, que tan necesarias nos son en estos momentos...

TODOS.-  ¡Oh!

ADELAIDA.-  Naturalmente, las mujeres no vamos a cruzarnos de brazos. Tenemos muchas cosas que hacer...

MARGARITA.-  Puedes contar conmigo para todo, Adelaida. Ya sabes que tanto mi marido como yo, y hasta las niñas, estamos siempre a tus órdenes. Pues no faltaría más...

ADELAIDA.-  Gracias, Margarita. No esperaba menos de ti.

MARGARITA.-  Por Dios... ¡Ay! Se me ha hecho tardísimo y todavía tengo que hacer un par de visitas. Os confío a las niñas y volveré luego a recogerlas. ¡Niñas!

LAS DOS.-  ¡Mamá!

MARGARITA.-  Pasad al salón y entreteneos viendo los abanicos de doña Adelaida...

TERESA.-  Pero, mamá, si ya los hemos visto...

MARGARITA.-  ¡Otra vez!

LAS DOS.-  Sí, mamá... (Las dos niñas saludan gentilmente.)  Con el permiso de ustedes...  (Y salen por la embocadura.) 

MARGARITA.-  Buenas tardes, querida. Adiós, Adelaida. Muchos recuerdos al Gobernador. ¡Caballeros! No, no me acompañes, Mariana. Conozco el camino.  (Sale presurosamente por el fondo.) 

ADELAIDA.-  ¡Mamá!

MARIANA.-  ¡Hijita!

ADELAIDA.-  Por favor... Te necesito.

MARIANA.-  Sí, hijita. Como tú quieras.

 

(ADELAIDA, desde la primera puerta de la derecha, saluda muy fríamente.)

 

ADELAIDA.-  Buenas tardes, caballeros. He tenido un gran placer...

 

(Sale seguida de DOÑA MARIANA. Queda solos PEPITO y El MARQUÉS. Se miran. De pronto, PEPITO pega un respingo.)

 

PEPITO.-  ¡Maldita sea!

MARQUÉS.-  ¡Muchacho!

PEPITO.-  ¡No puedo más!

MARQUÉS.-  Pero, hombre... ¿Quiere usted hablar más bajo?

PEPITO.-  ¡Le digo a usted que no puedo más! Desde que hace un año mandaron nuevo Gobernador a esta provincia, aquí no se puede vivir. Y la culpa es de ella. Porque todos sabemos lo que se quiere decir cuando se dice: ¡Orden del Gobernador! El Gobernador no hace más que lo manda su mujer...

MARQUÉS.-   (Un suspiro.) Cierto, hijo, muy cierto...

PEPITO.-  Y esta señora abusa. Ha prohibido los bailes públicos; ha ordenado que se cierren los cafés por la noche; no se puede jugar a las cartas en el Casino... Y, por si todo esto no fuera bastante, ahora nos prohíbe la función a beneficio de los voluntarios, que era la única ocasión que nos quedaba para divertirnos un poquito aprovechando lo de la guerra. ¡Huy!  (Con desesperación.) Yo no puedo más, señor Marqués. Aquí nos está haciendo falta un hombre...

MARQUÉS.-  ¡Caramba! ¡Pepito!

PEPITO.-  ¡Sí! Un hombre decidido, que le haga frente a la Gobernadora. Un hombre audaz, sin escrúpulos, que no le tenga miedo al escándalo... Un libertino. Uno de esos hombres que aquí llaman sinvergüenzas y que en Madrid dicen que son muy simpáticos. ¿Me entiende usted? Si no aparece ese hombre, yo voy a hacer un disparate. ¡Maldita sea! Le digo a usted que no resisto más. Papá dice que mi carrera es la política, porque España necesita hombres. Y yo, ya estaba decidido. Porque, ¿qué no haré yo por España? Pero ya verá usted qué chasco le voy a dar a papá.  (Muy arrojado.) Si la Gobernadora sigue haciendo de las suyas y teniéndonos a todos en vilo, yo me largo a Madrid y me hago republicano...

MARQUÉS.-   (Alarmadísimo.) ¡No! Eso, no, Pepito. Prométame usted que no hará eso...

PEPITO.-  ¡Señor Marqués! Es que no puedo más...

MARQUÉS.-  No, hijo mío. Republicano, no.

 

(En el fondo, aparece RITA, seguida de JAVIER. Un buen mozo, de aspecto cordial y simpático, que viste uniforme de Capitán de Infantería.)

 

RITA.-  Tenga la bondad de esperar aquí un momento. ¿A quién anuncio?

JAVIER.-  Javier Castellanos. Dígale a doña Mariana que acabo de llegar de Madrid y dele este sobre. Es una carta de presentación de su amiga la condesa...

RITA.-  Sí, señor. Con mucho gusto.

 

(Sale RITA por la derecha. PEPITO y el MARQUÉS observan al recién llegado con mucha curiosidad. Luego cambian entre sí una mirada y PEPITO avanza decidido.)

 

PEPITO.-  ¡Caballero!

JAVIER.-  Señor mío...

PEPITO.-  Permítame que me presente. Yo soy el hijo del alcalde, pero puede usted llamarme Pepito, como todo el mundo. Aquí, el Marqués de Fuente Real. Es el jefe de los republicanos...

 

(JAVIER se inclina. El MARQUÉS avanza hacia él.)

 

MARQUÉS.-  ¡Joven!  (Con sincerísimo interés.)  ¿Cómo está la Reina?

JAVIER.-  ¡Oh! Su Majestad disfruta de una excelente salud...

MARQUÉS.-  ¡Gracias a Dios! Ahora ya me quedo tranquilo...

PEPITO.-   (Muy mundano.) ¡Je! Vaya, vaya con el Capitán... Conque de Madrid. Bueno. Supongo que su llegada a esta ciudad se deberá a una desgracia de familia...

JAVIER.-  No, señor. Vengo trasladado a esta guarnición.

PEPITO.-  ¡Ah! ¿Sí?

JAVIER.-  Sí. Mi coronel insistió tanto... Me dio veinticuatro horas de tiempo para salir de Madrid.

PEPITO.-  ¡Huy!

MARQUÉS.-  ¡Hola! Entonces, ¿se trata de un castigo?

JAVIER.-  ¡Je! Sí, señor. Eso es.

MARQUÉS.-  ¿Algún duelo?

JAVIER.-  No...  (Muy natural.)  Estos días, no.

PEPITO.-  ¡Demonio! Entonces, ¿puede saberse por qué?

JAVIER.-  Pues... en realidad, una tontería. Figúrense ustedes que una de estas noches iba yo dando un paseo en simón por la calle de Alcalá con la «Bella Pepita», una chica muy salada que canta en el «Edén». De pronto, se nos ocurrió entrar en «Fornos» a tomar algo9.  (Se calla. Muy bajito.)  Y entramos.

MARQUÉS.-  ¿Y eso fue todo?

JAVIER.-  Sí...

PEPITO.-  Pues no veo la razón...

JAVIER.-  Bueno. La verdad es que entramos en «Fornos» sin bajar del coche...

 

(El MARQUÉS y PEPITO se yerguen súbitamente.)

 

PEPITO.-  ¿Cómo? ¿Quiere usted decir que entraron en «Fornos» con un coche de caballos?

JAVIER.-  Eso mismo. Fue un capricho de la «Bella Pepita». Y yo, por no llevarle la contraria...

 

(El MARQUÉS y PEPITO se miran iluminados.)

 

PEPITO.-  ¡Marqués!

MARQUÉS.-  ¡Pepito!

PEPITO.-  ¡Es un libertino!

MARQUÉS.-  ¡Es un perillán!

PEPITO.-  ¡Es un balarrasa!

JAVIER.-   (Mohíno.) Bueno. Pero yo creo que aquí, entre ustedes, me regeneraré...

LOS DOS.-  ¡No!

PEPITO.-  ¡Ah, no! De eso, ni hablar...

JAVIER.-   (Estupefacto.) ¿Cómo?

PEPITO.-   (Con muchísima energía.) ¡Usted es un sinvergüenza!

JAVIER.-  ¡Oiga!

PEPITO.-  ¡Sí! Y los hombres como usted no se enmiendan con facilidad. Pues no faltaría más. ¡Deme usted un abrazo!

MARQUÉS.-  Y a mí, otro. ¡Estoy más emocionado!

PEPITO.-  ¡Huy! Me parece a mí que esta vez la Gobernadora ha encontrado la medida de su zapato.  (Con entusiasmo.) Usted trae el escándalo, la disipación y el libertinaje...

JAVIER.-  Bueno, bueno... No tanto.

PEPITO.-  ¡Usted va a hacer una revolución en la provincia!

JAVIER.-  Hombre...  (Modestamente.) Yo no quisiera molestar.

PEPITO.-  ¿Quiere usted callarse? Ahora mismo me voy al Casino para prevenir a los amigos y que se le den toda clase de facilidades. ¡Ah! Escuche: en el callejón de los Candiles hay una taberna de muy mala fama. Es un buen sitio para empezar. Si le interesa, le diré que en el sótano del Casino se juega todas las noches a los prohibidos. Y se arma cada camorra... ¡Ah! Conviene que repita aquí lo de «Fornos». Será de mucho efecto. Tome nota. El «Café Universal» está en la Plaza Mayor...

 

(Y sale disparado por el fondo, loco de entusiasmo. JAVIER, asombradísimo, se vuelve hacia el MARQUÉS.)

 

JAVIER.-  Pero, Marqués... ¿Qué quiere decir esto?

MARQUÉS.-  ¡Chiss! No pregunte. No quiera saber. Usted limítese a actuar conforme a su natural modo de ser. Mujeres, vino, desafíos... Lo que guste. Y sepa, capitán, que los elementos avanzados de la provincia tienen los ojos puestos en usted. Ahora mismo voy a mi periódico para escribir un artículo de fondo de esos que levantan los ánimos. Ya verá. Mañana por la mañana saldrá bueno El Radical. Buenas tardes. ¡Chiss! He dicho que ni una palabra...

 

(Y sale, siguiendo las huellas de PEPITO, todo lo aprisa que puede. JAVIER, solo, preocupadísimo, se deja caer en un sillón. Una pequeña pausa. Se oye la voz de MARIANA.)

 

MARIANA.-   (Dentro.) ¿Dónde? ¿Dónde está?

 

(JAVIER se pone en pie. Entra MARIANA por la derecha. Muy contenta.)

 

¡Oh! ¡Mi querido muchacho! ¿Me permites que te tutee? Pues claro que sí... Nada, nada. Lo sé todo, porque me lo cuenta la condesa en su carta.  (Se ríe encantada.)  De manera que te mandan aquí por pillo... Es maravilloso. Déjame que te abrace.

JAVIER.-  Pero, señora, ¿usted también se alegra?

MARIANA.-  ¡Naturalmente!

JAVIER.-  ¡Oh! Esto es fantástico...

 

(Aparece ADELAIDA en la puerta de la derecha. Se detiene allí y contempla al Capitán con fría curiosidad.)

 

ADELAIDA.-  ¡Caballero!

MARIANA.-  ¡Ah! Mira. Os presentaré...

 

(JAVIER, que desde que apareció ADELAIDA la mira como deslumbrado, da un paso hacia ella.)

 

JAVIER.-   (Sonriendo, ilusionadísimo.)  Pero si no hace falta...

MARIANA.-  ¿Cómo?

JAVIER.-  ¡Tú!

ADELAIDA.-  ¿Qué?

JAVIER.-  Eres tú... ¿Cómo podía yo imaginar que nos íbamos a volver a encontrar tan pronto?

ADELAIDA.-  Pero, caballero... Usted se confunde.

JAVIER.-  ¿Qué dices? ¿Has olvidado que anoche, en el tren de Madrid...?

ADELAIDA.-   (Un grito.) ¡Ayyy! ¿Qué dice este hombre?

MARIANA.-  ¡Ay, Dios mío!

ADELAIDA.-   (Furiosa.) ¡Yo no le conozco! ¡Yo no le he visto en mi vida! Yo no he pasado la noche en el tren de Madrid...

JAVIER.-   (Airado.) Pero ¿serás capaz de negarlo?

ADELAIDA.-  ¡Basta! Sepa usted, señor mío, que está usted hablando con la esposa del Gobernador, y no le tolero que me insulte...

JAVIER.-   (Suspenso.) ¡La esposa del Gobernador!

ADELAIDA.-   (Ronca.) ¡Mamá! Dile a este caballero que salga inmediatamente...

JAVIER.-  Deje...  (La mira lentamente.) No es necesario. (Bruscamente, marcha hacia el fondo. Allí se vuelve, la mira otra vez de arriba abajo, se cuadra y saluda firme.)  Buenas tardes. ¡A la orden de la señora Gobernadora!

 

(Sale. ADELAIDA, sofocada, se deja caer en un sofá, casi desfallecida.)

 

ADELAIDA.-  Mamá...

MARIANA.-   (Acudiendo.) ¡Hija! ¿Te sientes mal?

ADELAIDA.-  Creo que sí...

MARIANA.-  ¡Jesús! No me asustes...

ADELAIDA.-  ¿Qué significa esto, mamá? Ese hombre estaba muy seguro de lo que decía. No hay duda... Es que me ha confundido con otra.  (Se estremece.) Y eso, mamá, eso no me había vuelto a suceder desde que salimos de La Habana...

MARIANA.-   (Asustada.)  ¡Hija! ¿Qué estás pensando?

ADELAIDA.-  Pero ¿no te das cuenta, mamá? ¿No te das cuenta?

 

(En este instante aparecen bajo la embocadura de la izquierda ROSITA y TERESA.)

 

TERESA.-  ¿Se puede? Es que ya hemos visto todos los abanicos...

 

(MARIANA y ADELAIDA, como respondiendo a una misma idea, fijan sus ojos en las dos niñas. Es una mirada penetrante, obsesiva. ROSITA y TERESA, muy despacito, cruzan la escena, siempre seguidas por las miradas de MARIANA y ADELAIDA, y llegan a la puerta de la derecha. Allí se vuelven antes de salir y sonríen muy finas.)

 

LAS DOS.-  Con el permiso de ustedes...

 

(Salen. Un levísimo silencio. ADELAIDA y MARIANA se miran ahora entre sí.)

 

ADELAIDA.-   (Muy bajito.) ¡Mamá! Estás pensando lo mismo que yo...

MARIANA.-   (Nerviosísima.)  ¡Adelaida! ¿Será posible?

ADELAIDA.-  ¡Ay, mamá! Tengo muchísimo miedo. No he querido decírtelo antes para no alarmarte. Pero tienes que saberlo. La semana pasada llegó a Cádiz un barco de repatriados de Cuba...

MARIANA.-   (Un grito sofocado.) ¡Jesús!

ADELAIDA.-  Ella está aquí, mamá. Lo presiento. Y estoy segura de que no me equivoco...

MARIANA.-  ¡Dios mío! Entonces, estamos perdidas. ¿Qué vamos a hacer?

 

(Aparece RITA, la doncella, atropelladamente por la puerta de la derecha. Trae en el rostro la impresión de un gran susto. Atraviesa la escena, se planta ante ADELAIDA y se queda mirándola fijamente.)

 

RITA.-  ¡Señora!

ADELAIDA.-  ¡Rita! ¿Por qué me miras así?

RITA.-  ¿Es usted, verdad?

ADELAIDA.-  ¡Claro!

RITA.-  ¿Es usted la señora Gobernadora?

ADELAIDA.-  ¡Naturalmente! ¿Es que te has vuelto loca?

RITA.-  Entonces, si es usted la señora Gobernadora y está usted aquí, ¿por qué está usted también, ahora mismo, paseando por la acera de enfrente?

 

(ADELAIDA y MARIANA, aterradas, gritan a un tiempo asustadísimas.)

 

LAS DOS.-  ¡Ayyy!

 

(Las tres escapan corriendo, llegan al balcón y miran a la calle. MARIANA y ADELAIDA se apartan horrorizadas.)

 

ADELAIDA.-  ¡Mírala!

MARIANA.-  ¡Es ella!

ADELAIDA.-  ¡Ella! Y va a subir de un momento a otro. Y provocará un escándalo...

MARIANA.-  ¡Un escándalo en mi casa!  (Nerviosísima.) Dios te salve, María, llena eres de gracia...

ADELAIDA.-  ¡Mamá! Por Dios, no perdamos la calma.  (Rehaciéndose.)  Recíbela tú. Yo no debo verla. Sería muchísimo peor. Y además, no conseguiríamos nada. Dile que esta misma noche, sin que nadie se entere, sin que nadie la vea, tiene que salir para Madrid. Mañana, con cualquier pretexto, tú y yo tomaremos el tren y nos reuniremos con ella. Dile que haremos todo lo que ella quiera. La daremos todo lo que pida. Estamos en sus manos. Pero aquí no. Que no la vean. Todo menos el escándalo. Un escándalo destrozaría la carrera política de mi marido y me haría desgraciada para siempre. Además, él no puede saber ahora lo que hemos ocultado siempre. No nos perdonaría que le hubiéramos engañado. Dile todo eso, mamá. Díselo, por Dios. Pídeselo de rodillas si es necesario... Yo espero en tu gabinete.

 

(Sale por la izquierda. DOÑA MARIANA, que no puede más, se deja caer en el sofá.)

 

MARIANA.-  ¡Rita!

RITA.-  Sí, señora.

MARIANA.-  ¡Siéntate!

RITA.-  ¡Ay, no señora! Eso sí que no.

MARIANA.-  ¡Que te sientes te digo! Para tratamientos estamos ahora...

RITA.-  ¡Ay, Dios mío!

MARIANA.-  Rita, hija mía, prométeme que jamás, jamás, le dirás a nadie lo que has visto... y lo que vas a ver. ¿Me lo prometes?

RITA.-  Sí, señora. ¡Por estas!

MARIANA.-  ¡Gracias!  (Emocionada.)  ¡Dios te lo pague! Ahora, acércate al balcón y mira...

 

(RITA obedece. Se levanta, va al balcón y mira por los cristales. De nuevo, se asombra y, sin poderlo remediar, se santigua.)

 

RITA.-  ¡Ave María Purísima! Si no se ve, no se cree...

MARIANA.-   (Sobrecogida.)  ¿Está ahí?

RITA.-  Sí, sí, señora...

MARIANA.-  ¿Qué hace?

RITA.-  Está mirando hacia aquí.

MARIANA.-  ¡Ay!

RITA.-  Y ahora se ha puesto en jarras...

MARIANA.-  ¡En jarras!

RITA.-  ¡Sí!

MARIANA.-  ¡Qué mala señal!  (Dolorosamente.)  Pero no me choca. La pobrecita siempre fue de una ordinariez...

RITA.-  ¡Ay!

MARIANA.-  ¿Qué?

RITA.-  Parece que se va...

MARIANA.-  ¿A dónde?

RITA.-  No lo sé. Ha dado la vuelta a la esquina...

MARIANA.-   (Un suspiro.) ¡Gracias a Dios!

RITA.-  ¡Ay!

MARIANA.-  ¿Qué?

RITA.-   (Nerviosísima.) Está ahí, otra vez...

MARIANA.-  Pero, hijita, me vas a hacer enfermar...

RITA.-  Pero si es que ha vuelto. Y está ahí, mirando, sin apartar los ojos de este balcón... (RITA abandona el balcón y regresa junto a MARIANA.)  Pero, Dios mío. ¿Quién es esa señora que es igual, igual que la señora Gobernadora?

MARIANA.-   (Muy bajito.) Su hermana...

RITA.-  ¡Virgen!

MARIANA.-  Se llama Juanita. Ven, Rita. Puesto que me has jurado callar, tienes derecho a conocer todo mi secreto. Además, hace diez años que no hablo de esto con nadie y no puedo más... Rita, hija mía, compadéceme. Todo lo que me pasa, me pasa por insensata. Cuando nos casamos y mi marido y yo marchamos a Cuba para hacer fortuna, mi marido, pobrecito, no tenía más que una ilusión... Un niño. Entonces, yo, por llevarle la contraria, solo por llevarle la contraria, tuve dos niñas.

RITA.-  ¡Dos gemelas!

MARIANA.-  ¡Qué lista eres, Rita!

RITA.-  Como las niñas de doña Margarita...

MARIANA.-  ¡Más!  (Hasta con cierto orgullo.) ¡Muchísimo más! Mis dos hijas se parecían como una gota de agua a otra gota de agua. Con decirte que solo las distinguía yo, y eso por corazonada...

RITA.-  ¡Qué barbaridad!

MARIANA.-  Pero, ¡ay!, así como las niñas de Margarita son dos querubines que se quieren muchísimo y están de acuerdo en todo, mis hijas no eran iguales más que en el aspecto. En el modo de ser eran completamente distintas. Adelaida fue desde niña como es ahora, como la conocéis todos: tan recta, tan severa con ella misma y con los demás. Juanita, en cambio, era una descarada, una revoltosa, siempre dispuesta a pelearse con cualquiera y decidida a hacer su voluntad por encima de todo. Cuando fueron mayorcitas, mientras Adelaida era la niña mimada de la buena sociedad de La Habana, Juanita se pasaba la vida con los criados y solo estaba a gusto entre la gente más ordinaria. Yo, naturalmente, no lo niego, quería un poquito más a Adelaida. Pero ¿qué madre no hubiera hecho lo mismo en mi lugar? Hasta que un día, cuando las niñas ya habían cumplido dieciocho años, Juanita nos dio aquel disgusto...

RITA.-  ¿Qué hizo?

MARIANA.-  Se escapó con un ingeniero...

RITA.-   (Se santigua.) ¡Virgen Santísima!

MARIANA.-  Sí, hijita. Fue algo espantoso. Yo creí morir. El deshonor cayó sobre todos nosotros. La buena sociedad de La Habana nos cerró sus puertas... Yo comprendí, en el acto, que la primera víctima de la locura de Juanita sería la pobrecita Adelaida, que jamás encontraría un marido en Cuba. Y entonces hice lo que creí que era mi deber de madre. Me vine con Adelaida a España... Y abandoné a mi marido.

RITA.-  ¡Pobre señor!

MARIANA.-  ¡Quia! No creas... Se quedó tan tranquilo.

RITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

MARIANA.-  Sí, hija. En el fondo, estaba deseando quedarse solo. Mi marido, como es tan liberal, es muy egoísta.  (Transición, como antes.)  Y ahora, cuando después de doce años en España, ya he conseguido todo lo que me proponía; ahora, cuando ya he casado a mi Adelaida, como yo soñaba, con un gran hombre que no se sabe a dónde llegará, porque todavía no ha cumplido los sesenta y ya es Gobernador, ahora, precisamente ahora, se presenta aquí esta otra hija mía dispuesta a...

 

(La interrumpe un tremendo campanillazo.)

 

LAS DOS.-  ¡Ayyy!

MARIANA.-   (Casi sin voz.) Ahí... Ahí está.

RITA.-  ¿Abro?

MARIANA.-  Sí... Y, por Dios, que no grite. Y ten cuidado de que no rompa nada.

RITA.-  Sí, señora. Haré lo que pueda.

 

(Sale RITA por el fondo. MARIANA va hacia la puerta de la derecha y la cierra. Después pasa a la izquierda y corre las cortinas de la embocadura. Luego se vuelve hacia el fondo y espera con ansiedad. Dentro se oye la voz airada de JUANITA.)

 

JUANITA.-   (Dentro.) ¡Déjeme usted! ¡Quítese de en medio!

 

(Y, como una tromba, irrumpe JUANITA por el fondo. Su rostro es exactamente igual que el de ADELAIDA. Pero carece por completo del aire aristocrático de su hermana. Todo en ella, tanto sus ademanes como su atavío, tiene un delicioso sabor popular. Viste muy sencillamente. Lleva un mantoncillo sobre los hombros y se cubre la cabeza con un pañolito.)

 

¿Dónde está la Gobernadora? ¿Dónde está, que la araño?

MARIANA.-   (Temblorosa.)  ¡Juanita! Por Dios...

JUANITA.-  ¡Mamá! (De pronto, se queda parada frente a su madre. Todo su arrebato se derrumba. Su furia, poco a poco, se transforma en una emocionada congoja, en una irremediable ternura. Y se le llenan los ojos de lágrimas.)  ¡Oh, mamá!

MARIANA.-  ¡Hija!

 

(MARIANA da un paso. JUANITA, en una brusca transición, se aparta con coraje.)

 

JUANITA.-  ¡Déjame!

MARIANA.-  Pero, hijita...

JUANITA.-  ¡No te acerques!

MARIANA.-  ¿Es que no vas a darme un beso?

JUANITA.-  ¡¡No!!

MARIANA.-  ¡Oh!

 

(JUANITA, en su huida, ha llegado hasta el fondo. Allí se apoya de bruces sobre el piano y llora, llora con un infinito desconsuelo. Con una rabia y una emoción profundas.)

 

JUANITA.-  ¡Oh, mamá, mamaíta! ¿Por qué no fuiste buena conmigo? Yo te quería tanto. ¡Te quería tanto, mamá!

MARIANA.-  Pero, hija mía, la culpa de todo fue tuya. Cuando te escapaste con el ingeniero...

JUANITA.-   (Un chillido.) ¡Ayyy...!

MARIANA.-  ¡Jesús!

JUANITA.-  ¡No le nombres! ¡No quiero que le nombres!

MARIANA.-  ¡Oh! Está bien...

JUANITA.-  ¿Por qué me escapé con él? Porque vosotras me obligasteis. Porque os parecía un pobre muchacho indigno de emparentar con nuestra familia. Pero yo le quería con toda mi alma y no quise renunciar. Porque no se puede vivir sin un cariño, mamá. Y en aquella casa nuestra no había amor para mí. Papá no quería a nadie, y tú solo querías a Adelaida. Para mí solo quedaban las migajas. ¡Los besos y las caricias del ama Trinidad! ¿Es que ya no te acuerdas, mamá?  (Avanza un paso, con violencia.) ¿Es que ya no te acuerdas de aquella pobre niña que se refugiaba entre los brazos de una criada para sentir un poco del cariño que tú no le dabas y que ella necesitaba tanto, tanto? Pero tú no tenías la culpa, mamá. Era ella, era Adelaida. Ella te ganó la voluntad desde que éramos pequeñas, con su aire de niña buena y su estúpida seriedad. ¿La recuerdas? Era una niña que no sabía cantar, ni reír, ni dar gritos. Era una niña que creía que la vida es un continuo sacrificio y no una cosa buena y alegre y maravillosa que nos manda Dios... Pero aquella niña prometía ser una gran dama, y eso era lo que halagaba tu vanidad.  (Transición. Muy decidida.) ¡Maldita sea! ¿Dónde está esa hipócrita? La voy a arrancar el pelo...

 

(MARIANA, casi inconscientemente, se planta ante la embocadura.)

 

MARIANA.-  ¡No!  (Casi con dignidad.)  Te prohíbo que le arranques el pelo a tu hermana...

JUANITA.-  ¡Ella tuvo la culpa de todo! Porque fue ella quien te separó de mí, con sus hipocresías y sus mentiras, hasta que consiguió que estuvieras orgullosa de ella y te avergonzaras de mí. Hasta que no me convirtió en una pobre criatura rebelde y rencorosa aislada de todos no estuvo contenta. Esa, esa fue su obra. ¿Y sabes por qué hizo todo eso? Porque me odiaba. Porque me odió siempre. Porque yo era tan bonita como ella. Porque tenía sus mismos ojos, sus labios, sus manos. Porque yo era ella misma y ella nunca, nunca, podría ser sola. Lo he visto todo tan claro después, Dios mío. He pensado tanto, en tantas horas de pena, de rabia y de soledad...

MARIANA.-  ¿Dices que has estado sola?

JUANITA.-  Sí...

MARIANA.-   (Muy prudente.) Pero ¿y el ingeniero?

JUANITA.-   (Se calla. Vuelve la cabeza y se seca una lágrima.) Murió en seguida... Un año después.

MARIANA.-  ¡Oh! ¡Pobre muchacho! (Un silencio. MARIANA, sin atreverse a mirarle, habla bajito.)  Entonces, hija mía, ¿qué ha sido de ti en estos años?

 

(JUANITA, en el fondo, se revuelve como un torbellino.)

 

JUANITA.-  ¡No lo preguntes! ¡No tienes derecho a saberlo!

MARIANA.-  ¡Ave María Purísima!

 

(Otro silencio. JUANITA, allá en el fondo, solloza.)

 

¡Juanita! ¿Para qué has venido?

 

(JUANITA se yergue con el rostro iluminado por una radiante sonrisa.)

 

JUANITA.-  Pero ¿todavía no lo adivinas, mamá? He venido para vengarme...

MARIANA.-   (En pie. Alteradísima.) ¡Ay, Dios mío! ¿Qué vas a hacer?

JUANITA.-  ¡Oh, mamá! Tantas cosas.  (Sonríe soñadora.) Ha llegado mi hora. ¡Esa hora que he esperado durante mucho tiempo! Yo no he venido a España huyendo de la guerra. A mí no me asusta la guerra. Tú ya me conoces...

MARIANA.-  ¡Huy! ¡Qué vas a decirme!

JUANITA.-  ¡Voy a devolverle a Adelaida ojo por ojo y diente por diente!  (Con una indómita resolución.) ¡Voy a hacerle a ella todo el daño que ella me hizo a mí cuando éramos niñas! Voy a destrozar su vida...

MARIANA.-  ¡Juanita!

JUANITA.-  ¡Sí! Voy a hacer todo eso... Escucha, mamá. Hace un momento he visto en la calle, parado ante la puerta de esta casa, un gran coche negro, todo reluciente, con un escudo en la portezuela, dos caballos preciosos y los lacayos de librea. He estado ahí durante mucho tiempo, mirando y mirando ese coche antes de subir a esta casa. Era el coche de Adelaida. A mí me parecía algo así como su trono, su poder, su triunfo. Pues para eso estoy aquí... ¡Para arrojarla de ese trono!

MARIANA.-  Por Dios, Juanita...

JUANITA.-  ¡Sí!  (Excitándose.) Para eso he venido. Para que se entere toda la ciudad de que la Gobernadora tiene una hermana que ha ocultado a todo el mundo. Para que sepan todos que la gran señora pertenece a una familia deshonrada. Lo diré a gritos en las calles, en la Plaza Mayor...

MARIANA.-   (Aterrada.) ¡No! Tú no harás eso.

JUANITA.-  ¡Sí!

MARIANA.-  ¡No! ¿Quieres que tu pobre madre te lo pida de rodillas? Si aquí se supiera lo del ingeniero se arruinaría la carrera política del Gobernador...

JUANITA.-  ¡Sí!

MARIANA.-  Y mi yerno no nos perdonaría nunca que le hayamos engañado...

JUANITA.-  ¡Sí! Sigue, mamá, sigue...

MARIANA.-  Además, hija mía, tú no puedes continuar aquí. Tu parecido con Adelaida sigue siendo asombroso. Y cualquiera, cualquiera que te viera, te confundiría con la Gobernadora...

 

(JUANITA, de pronto, se vuelve hacia su madre. Y sonríe. Tiene algo diabólico en los ojos.)

 

JUANITA.-  ¿De veras?

MARIANA.-  ¡Sí!

JUANITA.-  ¿No ha cambiado Adelaida nada en estos diez años?

MARIANA.-  Lo mismo que tú. Estáis iguales. Os parecéis tanto como entonces...

JUANITA.-  ¡Ah! (Sonríe. Piensa. Súbitamente, escapa, llega ante la consola y se mira en el espejo. Lenta, largamente.)  Entonces será mejor que nadie sepa que la Gobernadora tiene una hermana...

MARIANA.-  ¡Juanita!  (Con sobresalto.) ¿Qué estás pensado?

JUANITA.-  ¡Mamá! Si supieras, si supieras lo que se me acaba de ocurrir... (Y mirando a su madre, rompe a reír alegremente. Es una risa fresca, intrépida.) 

MARIANA.-  ¿Qué? ¿Qué es lo que se te ha ocurrido? Juanita, hija mía, óyeme. ¡No te rías así! Mira; Adelaida y yo hemos pensado lo mejor para ti. Esta noche tomarás el tren de Madrid. Y mañana, nosotras nos reuniremos contigo.

 

(JUANITA, entre tanto, sigue riendo incansable. MARIANA está desconcertadísima.)

 

¡Juanita! ¡No me asustes! ¿Quieres explicarme por qué ríes de ese modo? Mira, Juanita. No te muevas de aquí. No hagas nada. Es preciso que las tres hablemos ahora mismo... Espérame. No salgas de esta habitación. Un momento. (Doña MARIANA, llamando, marcha hacia la izquierda.)  Adelaida, Adelaida. Escucha...

 

(Sale. Queda JUANITA sola. Sigue riendo para sí misma, pero, poco a poco, su risa se queda en una ancha y alegre sonrisa de infinita picardía. Sus ojos caen sobre el sombrero y el abrigo de ADELAIDA, que están en el sofá, junto a ella. Toca suavemente las lujosas prendas... Y, en pie, se despoja de su pañuelo y de su mantoncillo y se pone el abrigo de ADELAIDA. Va al espejo de la consola. Allí se coloca el sombrero de la Gobernadora y, jugando con la sombrilla, siempre ante el espejo, ensaya una actitud de gran dama. Sonríe, tremendamente feliz, y está muy satisfecha de sí misma. Dentro, al fondo, se oye la voz airada de JAVIER.)

 

JAVIER.-   (Dentro.)  ¡Cállese usted! Yo sé que está... (Aparece JAVIER en el fondo y se queda allí un instante contemplando a JUANITA. Luego avanza.)  ¡No! Yo no puedo equivocarme. Dime que eres tú. Dime que no estoy loco. Dime que eres tú la misma que anoche en el tren de Madrid...

 

(JUANITA se ha vuelto hacia él, risueña y radiante.)

 

JUANITA.-  Pero, chiquillo, claro que soy yo...

JAVIER.-  Entonces, ¿por qué lo negaste antes?

JUANITA.-  ¿Antes?

JAVIER.-  ¡Sí! Hace unos minutos. Aquí mismo... En esta habitación.

JUANITA.-  ¡Ah! (Le mira. Comprende y se echa a reír de la mejor gana.)  ¡Oh! Es estupendo, estupendo...

JAVIER.-  ¿Te ríes?

JUANITA.-  Me río. Claro que me río...

 

(JAVIER va hacia ella y, con apasionada violencia, la toma entre sus brazos.)

 

Pero, Javier...

JAVIER.-  No juegues conmigo. Anoche, cuando nos quedamos solos en el departamento, me besaste. ¿Por qué?

JUANITA.-  ¡Qué cosas quieren saber los hombres!

 

(Ella, entre sus brazos, le acaricia el peinado con suave ternura.)

 

JAVIER.-  ¡Escucha! Cuando nos despedimos, comprendí que iba a quererte mucho, mucho. Y no me importa que estés casada. ¿Me oyes? Ni siquiera me importa que seas la mujer del Gobernador. ¡A mí no me asusta el escándalo!

JUANITA.-   (Con mucha ilusión.)  ¿De verdad?

JAVIER.-  ¡Te lo juro!

JUANITA.-  Entonces, dame otro beso.

 

(JAVIER la besa. Por la puerta de la derecha asoman, en este instante, TERESA y ROSITA, que se quedan espantadas ante lo que ven y sofocan un grito.)

 

LAS DOS.-  ¡Ay!

TERESA.-  ¡Rosita!

ROSITA.-  ¡Teresita!

TERESA.-  Jesús, Jesús, Jesús...

 

(Y haciéndose cruces, desaparecen las dos rapidísimamente. JAVIER y JUANITA no han advertido su irrupción.)

 

JUANITA.-  ¿Dónde te hospedas?

JAVIER.-  En el Hotel Europa... ¿Vendrás?

JUANITA.-  Sí...

JAVIER.-  ¿Esta noche?

JUANITA.-  Te lo prometo. Esta noche. Y te contaré una historia muy curiosa. Pero, ahora, vete.

JAVIER.-  No faltes. Te espero. (JAVIER le besa una mano y luego marcha hacia el fondo. Desde la puerta saluda alegremente.) Adiós, señora Gobernadora.

JUANITA.-  Adiós, mi capitán.

 

(Sale JAVIER. Queda JUANITA sola junto al espejo. Se mira. Sonríe. Es muy feliz. Y, muy decidida, hace un lío con su mantón y su pañuelo y sale por el fondo. Un rapidísimo silencio con la escena en soledad. Y, en el acto, surgen por la primera puerta de la derecha TERESITA y ROSITA. Están excitadísimas.)

 

TERESA.-  ¡Rosita!

ROSITA.-  ¡Teresita!

TERESA.-  ¡Era la Gobernadora!

ROSITA.-  ¡Dios mío!

TERESA.-  ¡La señora Gobernadora besando a un militar!

ROSITA.-   (Nerviosísimas las dos.) ¡Sííí!

TERESA.-  Jesús, Jesús, Jesús...

 

(Surge impetuosamente DOÑA MARIANA, que corre enérgicamente tras de sí las cortinas de la embocadura y se queda mirando a las niñas con terror.)

 

MARIANA.-  ¡Niñas! ¿Habéis...? ¿Habéis visto algo de particular?

 

(Las dos niñas se miran y de pronto adoptan un increíble aire de inocencia.)

 

TERESA.-  ¿Nosotras? ¡Ay, no, señora!

ROSITA.-  Nosotras no hemos visto nada...

MARIANA.-  ¿De verdad?

ROSITA.-  ¡Claro!

TERESA.-   (Muy festiva.) ¡Ay, qué doña Mariana esta! Pues no dice que si hemos visto algo de particular...

ROSITA.-  Ya, ya...

 

(Y, tan tranquilas, se sientan al piano con muchísima naturalidad y, a cuatro manos, otra vez comienzan a tocar su habanera. Pero ahora, además, cantan.)

 

LAS DOS.-  «Cuando salí de La Habana, válgame Dios...»


 
 
TELÓN