Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —259→  

ArribaAbajoCapítulo X

La independencia


No nos toca estudiar las causas que determinaron la emancipación de la Presidencia de Quito. Queremos sólo patentizar la parte esclarecida que tuvo la Sociedad de las Almas en la ruptura de los vínculos políticos que nos unían con la gloriosa Madre Patria.

Ya hemos visto con qué ahínco y previsión, fue preparando lenta, pero eficazmente al pueblo para la consecución y disfrute de la libertad; y cómo se mezcló de manera íntima y profunda, con los demás elementos sociales, en los movimientos que, durante el periodo hispano, troquelaron el espíritu público en sentido de la independencia. Mas, no fue esa la única forma de influencia: la configuración certera del genio nacional, el modelado de nuestra personalidad histórica, obra secular y compleja, sin la cual la emancipación habría sido inasequible, se debió en gran parte la misma Iglesia, no sólo porque ella imprimió su sello característico, su signo divino, en todos los factores que a ese fin se encaminaron, sino porque sus esfuerzos, ora indirectos, ora directos, e inmediatos, confluyeron al propio resultado.


ArribaAbajo I. Influencia multifásica de la Iglesia


La Iglesia ecuatoriana pierde su sentido ecuménico

Es evidente que, sin pretenderlo, por virtud de los sistemas en boga, la Iglesia había perdido, casi por completo, su orientación ecuménica. Ese fue el efecto irreflexivo del regalismo, que relajó los nexos de nuestras instituciones religiosas con sus troncos romanos, acostumbrándoles a vivir de modo casi autónomo. Ni los Obispos se comunicaban con la Silla Apostólica, ni las Órdenes con sus Superiores Generales; y, cuando lo hacían, los recursos de fuerza impedían que las providencias papales o generalicias lograran pleno vigor. El Comisario General del Perú, fray Eugenio Ibáñez Cuevas (1745-52), quejose amargamente en 1748 de que

«todos los jueces que nos debían ayudar (en la reforma de la Provincia Seráfica de Quito) nos han hecho declarada resistencia amparando a los religiosos apóstatas... fomentándoles para que se mantengan en su contumacia, y, lo que es más, mandándoles salir con el inmoderado modo de pregones por calles y plazas, con sentimiento de los buenos religiosos y de los verdaderos afectos de nuestra sagrada Religión, y pidiendo estos excesos, el más pronto remedio para su reparo, no lo   —260→   hemos conseguido con todas las diligencias que hemos hecho353».



España creyó evitar el cáncer de la incomunicación y robustecer el Vicariato regio, estableciendo en cada Orden un Comisario español que atendiese a los asuntos americanos354; mas, esa misma vinculación se sentía de tarde en tarde y siempre mitigada o bastardeada. No fueron raros los casos, por otra parte, de estrepitosas disidencias entre los Ministros Generales y los Comisarios americanos y entre éstos y los de las Provincias. Así, el General de la Orden Seráfica, fray Juan de Nápoles, dejó al morir recomendación instante a su sucesor para que el nombramiento de Comisario del Perú y Nueva España se hiciese sin consulta del Comisario General de Indias que, a la sazón, era un eminente religioso nativo de Quito, el P. fray José Maldonado, quien había destituido al Comisario del Perú nombrado por el Ministro General355.




División de las provincias religiosas

La temprana división de las provincias religiosas, cuyos límites coincidían, más o menos exactamente, con los de las nuevas nacionalidades, tuvo, entre otras causas, la del justo anhelo de atender con eficacia las necesidades espirituales de las secciones, diversas en psicología y separadas entre sí por enormes distancias; mas, no pudo menos de despertar justa emulación para bastarse a sí mismas y vigorizar esas diversidades. Suscitaba, por ende, corrientes domésticas de autonomía, que refluían tarde o temprano en el orden político. Significativa, entre otras, es la recomendación que el Cabildo de Quito hizo a su Procurador en la Corte, el 30 de marzo de 1615, para que se empeñara en la creación de la Provincia Mercedaria, desechando la oposición de Lima, porque los provinciales

«no quieren partir su jurisdicción ni menos dejar la pensión y rentas que tienen cargado a este convento para el suyo... Hase de pedir cédula de Su Majestad para que se haga Provincia y lo mesmo al General de la Orden alegando las causas a que se apruebe en más lustre y aumento de la ciudad356».



Aun en Orden como la Compañía de Jesús, donde no hubo incomunicación   —261→   con los Superiores Mayores, ni Comisarios de Indias, ni recursos de fuerza, ni otras excentricidades regalistas, la erección de la Provincia de Quito, se debió, en parte, a la diferencia de genio entre las diversas regiones. A tal punto llegó la oposición entre chapetones, y criollos, palabras con que los bandos se motejaban recíprocamente, que, según dice el P. Astrain, llegó a ser considerada como cáncer incurable. «En la provincia de Quito padeciese como en las otras, y tal vez más que en las otras, esta calamidad357».




Otros factores de autonomía

La tendencia autonómica se reveló asimismo en algunas costumbres de las Órdenes, como en la facultad conferida a las provincias franciscanas del Virreinato de Lima de nombrar un Vice-Comisario cuando fallecía en el territorio de su jurisdicción el Comisario titular. Por último, nos parecen reflejo de la misma propensión a la autarquía los pleitos de jurisdicción que se entablaron entre las Órdenes Misioneras.




Iniciativas eclesiásticas reveladoras de intereses encontrados entre América y España

No es esto sólo. Si hubieran adoptado los Monarcas españoles las medidas religiosas propuestas por los Obispos de Quito, la hora de la independencia se habría anticipado. Los Reyes y el Consejo de Indias lo comprendieron así; y por esto se opusieron a algunas sugestiones, eminentemente benéficas para el orden espiritual de América, cuyas circunstancias y condiciones eran harto diversas de las de la Metrópoli.

Recientes documentos han esclarecido la actitud excepcional del segundo Obispo, Ilmo. fray Pedro de la Peña, sabio entre los sabios que ilustraron la Mitra quitense. Castellano intrépido, sin miedo a los hombres, por grandes que fueren, no vaciló en sostener dos cosas que, a su juicio, eran indispensables para el bien religioso del Continente americano: que no se estableciera el régimen patronal, fomes de regalismo atentatorio de los derechos eclesiásticos; y que, por el contrario, la Silla Apostólica instituyera un Nuncio para Indias, que residiese en estas regiones con poderes suficientes.

En 1569 se dirigió el insigne Prelado al Papa proponiendo esta idea feliz, que fue objeto de profundo estudio por una Comisión de Cardenales, presidida por el propio Secretario de Estado, Alejandrino.

«Aquellas gentes, decía el Ilmo. señor de la Peña, están tan alejadas de la Santa Sede, que es de gran necesidad enviarles un Nuncio, una persona con autoridad suficiente para dispensar personalmente en los casos reservados al Papa y en algunos otros, y son bastante numerosos. Y el Nuncio debería ser persona de tales condiciones que pudiese obtener del Rey todo lo necesario para la   —262→   conversión de los nativos, porque por falta de un Prelado así, es mucho lo que queda por hacer. A ese Nuncio debería atribuírsele la especial inspección y distribución territorial de los obispos y arzobispos. Y debería intervenir el reparto de los predicadores de las Órdenes mendicantes en los distintos lugares y países, en mejor forma de la que impera actualmente...»



La creación de la Nunciatura en Indias implicaba, ciertamente, un esbozo de autonomía espiritual; y la Santa Sede, representada por un Papa como Pío V, no vaciló en acogerla. Mas, Felipe II tenía otro criterio que, a su juicio, armonizaba los intereses espirituales con el mantenimiento de su soberanía sobre América: la creación de un Patriarca para Indias, ya solicitada en 1560, pero un Patriarca casi sin jurisdicción efectiva, funcionario meramente honorario que vigorizase el Vicariato regio y el influjo de la Monarquía en nuestro Continente. El Papa no aceptó la insinuación del patriarcado, pero tampoco pudo América tener el Nuncio señalado por el excelso Obispo de Quito358.




Fisonomía propia de la Iglesia en la Presidencia

Los esfuerzos que hemos denominado directos y que dieron legítima fisonomía propia a la Iglesia, fisonomía que contribuyó decisivamente a dibujar con caracteres precisos el rostro de la patria, uniendo a la vez a ambas instituciones de modo irrompible y profundísimo, se desarrollaron en triple sentido:

a) En el de la elaboración de un derecho eclesiástico privativo, que constituía la aplicación sabia y oportuna de las disposiciones generales de la Sociedad Espiritual a las necesidades y exigencias peculiares de nuestro país. Las Constituciones Sinodales expedidas, especialmente, por dos célebres Obispos; fray Pedro de la Peña y fray Luis López de Solís, tendieron a ese fin. He allí un factor jurídico de inapreciable importancia, que no se ha aquilatado suficientemente; pero que fue una de las más pujantes fuerzas en la forja de la personalidad nacional;

b) en el de la formación, asimismo, de una teología pastoral ecuatorianísima, en la que, si se advertían claramente los criterios eternos del Evangelio, estaba patente, a la par, el anhelo de que los principios se aplicaran con maleabilidad a los hechos concretos, para que los primeros no fuesen letra muerta, ni quedasen los segundos sin la regulación adecuada, a medida de la realidad, como un vestido que se ajusta exactamente al talle de la persona. La labor que hizo el Ilmo. señor de la Peña Montenegro con su famoso Itinerario para párrocos de indios tuvo, en este aspecto, excepcional trascendencia y es monumento vivo del genio de la Iglesia quiteña, que alió la sabiduría   —263→   teórica con el estudio de la sociología de su pueblo; y

c) en el de la constitución del culto mariano en forma, eminentemente nacional, que despertase las fibras más sensibles y delicadas del alma popular. Poco a poco se olvida lo hispánico, lo de la Metrópoli; y, en su lugar, nacen advocaciones nuevas, de carácter local, sin perjuicio del espíritu universal del Catolicismo. A la Virgen del Cielo se le dan advocaciones propias de la tierra, que tienen sabor y colorido regionales, para que hablen así lenguaje consonante con la índole del solar nativo. Este factor psicológico basta para explicar la epopeya mariana que se desarrolla en torno de Nuestra Señora del Quinche, la cual, paulatinamente, se lleva la palma entre las devociones populares. El arte quiteño contribuye a esta exaltación de lo nuestro en lo religioso; forjando tipos especiales de imágenes que se atraen la predilección, no sólo de las multitudes, sino de las almas selectas, inspiradas en acendrado amor del país y de sus cosas.




Triple factor eclesiástico

La Iglesia tuvo, pues, en este triple factor -jurídico, sociológico y psíquico-, otras tantas causas de arraigo local, que no podían menos de comunicarle sello distintivo, manera de ser peculiar, excepcional ascendiente, sobre nuestra nación. Tales factores constituyen, a la par, caudalosos veneros de tradición, que habían de alimentar el fuego del patriotismo, cimentándolo no ya únicamente en bases políticas, siempre frágiles, sino en fundamentos mucho más hondos, como si dijéramos en el subsuelo de la nacionalidad, en esas capas profundas de la individuación histórica, adonde no llega lo meramente temporal, como raíz perenne e insustituible.






ArribaAbajo II. Salve cruce

Ya hemos visto que, a partir de 1780, comienza la gran fermentación de ideas y pasiones que había de originar la tormenta de la emancipación. Pocos años después de la Revolución Francesa, en octubre de 1794, aparecen en todas las cruces de la Ciudad, cruces de lejano abolengo convertidas en astas de gloria y luz, unas banderolas de tela roja, cruzadas de blanco, en cuyas caras se leían estas inscripciones: Liber esto. Felicitatem et gloriam consequuto. Salva cruce.

Por mucho tiempo se juzgó que el autor de estas inscripciones, cuyo efecto se asemejó al de un relámpago y en la quietud de la noche, había sido el ilustre Precursor de la Independencia, doctor Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, perseguido por ellas. Mas, hace cuarenta años, el eruditísimo investigador del período de la emancipación, doctor Alberto Muñoz Vernaza, evidenció que, entre los documentos de la famosa Causa de estado, seguida contra los próceres de 1809,   —264→   hay una declaración jurada de los Oficiales de la Administración de Correos, en la cual se asevera que «don Vicente Peñaherrera se jactaba de haber sido autor del plan que ahora catorce años se atribuía a Don Eugenio Espejo359».

Peñaherrera fue, indudablemente, amigo y discípulo de Espejo; y, a la par, hombre de letras, espejo de ardentía de carácter, vinculado al elemento clerical y capaz de todos los sacrificios que exige la patria en circunstancias decisivas. Nombrado en 1809 administrador de correos y cobrador de tributos, prestó a la Junta Patriótica memorables servicios, que le pusieron en grave peligro y le llevaron a buscar la salvación en la fuga.

Mas, cualquiera que hubiese sido el autor, puede decirse que la inscripción constituyó programa y blasón luminosos y definitivas de todos aquellos que, a través de dificultades sin cuento, persiguieron la separación de la Metrópoli. Liber esto, salva Cruce: libertad nacional en lo que no obste a la religión; patria unida a la fe. He allí las dos fórmulas en que podían verterse esas frases inmortales.

Patria y Fe: he allí también los dulcísimos amores e ideales que inflamaron el alma de todos y cada uno de los próceres de Quito. Ni uno solo fue heterodoxo, ni siquiera alejado, de la religión de Cristo, aunque, acaso, se dejasen llevar, tal cual vez e inconscientemente, por rezagos regalistas y jansenistas, en boga aun dentro de los Seminarios. Todos demostraron en sus diversos actos cívicos, que su gran designio era forjar una patria saturada de esencias religiosas, fiel a sus gloriosas tradiciones, que tuviese por meta la Libertad, pero una libertad cristiana, cuyo límite, inspiración y nutrimento vital fuese la fe católica.

Espejo y Peñaherrera: en ambos, íntimamente unidos por la amistad cívica, esplende un mismo espíritu, el amor de patria vivificado por la religión. Ambos son eruditos y latinistas; los dos viven en constante contacto con el Clero y escriben sermones para que los pronuncien sacerdotes, parientes o amigos; ambos, probablemente, enunciaron reformas atrevidas o criticaron con desenfado vicios y abusos, sin apartarse de severa ortodoxia.

De los procesos seguidos contra Espejo consta que en su torno estaban los hombres que poco más tarde presidirían el movimiento separatista: el Marqués de Selva Alegre, el Dr. Juan de Dios Morales, don Juan Salinas. Del primero se decía en carta dirigida desde Guayaquil por el Presidente Molina, el 17 de noviembre de 1810, al Secretario de Estado en el Despacho Universal: «El Marqués de Selva-alegre y su   —265→   familia, herederos de los proyectos sediciosos de un antiguo vecino, nombrado Espejo, que hace años falleció en aquella capital360».


El movimiento de 1809

Con tales antecedentes y precursores, no debe sorprender que la Iglesia se apresurara a patrocinar y consagrar el acto primero de la independencia en 1809; y que en todos los momentos de este esbozo de patria, anduviesen clérigos y religiosos de la mano con los seglares. En la preparación del movimiento encontramos ya a los frailes de la Recolección Mercedaria y, especialmente, a su Comendador, el presentado fray Andrés Torresano, «formidable entusiasta», que estuvo en conversaciones patrióticas con el hermano de Espejo, el clérigo Juan Pablo, cura de Amaguaña; y aunque otro religioso denunció aquellas confidencias y abortó, consiguientemente, la conjuración, muy luego se reinició con mejores auspicios.

No resplandeció por su pureza de vida, el presbítero Juan Pablo Espejo; pero tiene en su acervo patriótico el haber sido el primer sacerdote perseguido por su amor a la libertad. En efecto, como remate del proceso que se siguió a ambos en 1795, fue enviado al convento de franciscanos de Popayán, donde guardó, prisión largo tiempo. Es interesante comprobar que el clérigo tenía ideas precisas sobre materias político-religiosas. Creía que la religión ganaría con la independencia; pero que los Obispos serían nativos de la Presidencia, que los frailes tornarían a la vida común y abandonarían, consecuentemente, los curatos.

En la noche en que se decide lanzar «el primer grito», los próceres reunidos en casa de una mujercilla -entre los cuales estuvieron tres clérigos: Riofrío, Correa y Castelo-, no encuentran otro epinicio triunfal que la Salve: tan íntima, era la conjunción de lo patriótico con lo religioso, aun en medio de estratagemas no siempre limpios y aconsejados por la moral361.




Programa cívico religioso de los próceres

El Obispo, Ilmo. doctor José de Cuero y Caicedo, quiteño de alma, aceptó alborozado el movimiento, «como que se dirigía a unos fines santos de conservar intacta la religión cristiana, la obediencia   —266→   al señor don Fernando VII, y el bien y la felicidad de la patria», programa que constituía algo así como nueva versión y fórmula del Salva Cruce362. El mismo día 10 de agosto se nombra la Junta Suprema y se estructura a prisa una especie de reglamento. En él se da al Presidente, como primer fin de su cargo, el de sostener «la pureza de la religión, los derechos del rey, los de la patria». El 16 del propio mes se reúnen en la Sala Capitular de la Orden del Gran Padre San Agustín cedido por el fogoso patriota y provincial fray Tomás López Pardo, los notables de Quito. Aquella asamblea, más que reunión cívica, semejaba un concilio: allí el Obispo, allí el venerable Deán y Cabildo Eclesiástico, allí los curas de las parroquias inmediatas, allí el Cuerpo de la Universidad, allí los rectores de los Colegios de San Luis y San Fernando, allí los Prelados de las Religiones..., la plana mayor de la Iglesia. Todos ratifican a una la organización de la Junta, «como que se dirigía a unos fines santos de conservar, intacta la religión cristiana, la obediencia al señor don Fernando VII y al bien y felicidad de la Patria...»; es decir se emplea la misma fórmula del Obispo y Vicepresidente. La Iglesia no impone el espíritu de la Emancipación, es la patria la que pide a la Iglesia la fórmula de la felicidad nacional, en reacción contra los principios revolucionarios que Napoleón difundía por el mundo. La guerra de la Independencia venía a ser, a juicio   —267→   de muchos próceres ecuatorianos y de los otros países de América, mera contrarrevolución religiosa. He aquí lo que dijo en su proclama el Ministro de Gracia y Justicia, doctor Manuel Rodríguez de Quiroga:

«Pueblos de América: la sacrosanta Ley de Jesucristo y el imperio de Fernando VII perseguido y desterrado de la Península han fijado su augusta mansión en Quito. Bajo el Ecuador han erigido un baluarte inexpugnable contra las infernales empresas de la opresión y la herejía. En este dichoso suelo, donde en dulce unión hay confraternidad, tienen ya su trono la paz y la justicia: no resuenan más que los tiernos y sagrados nombres de Dios, el rey y la Patria. ¿Quién será tan vil y tan infame que no exhale el último aliento de la vida... por tan preciosos... objetos?»



En la declaración que prestó el mismo ilustre prócer el 11 de diciembre de 1809, ya preso, dijo que en todos sus actos había creído hacer «un servicio a Dios, al Rey y a la Patria». Por esto, en el gran juramento que prestaron, no la hez del pueblo, sino «todos los cuerpos políticos, clero regular y secular, nobleza y vecindario ilustre en manos del Prelado Diocesano», «se protestó con la vida... morir por la pureza, unidad y conservación de la Religión Católica, por el vasallaje al señor don Fernando Séptimo... y finalmente hacer todo el bien posible a la nación y a la patria...363»

Altamente significativa es la declaración de otro patriota benemérito, el doctor Juan Pablo Arenas, tío de Rocafuerte y auditor de guerra en agosto de 1809. Afirma el íntegro abogado que «entró en el asunto, pensando que obraba bien, proponiéndose por base fundamental la defensa de la Religión, del Rey y de la Patria»; y que «si se le admitiese aquí (a Bonaparte) perecería la Religión Católica y que nuestros hijos vendrían a ser herejes364».




Ardentía patriótica del Clero

Algunos clérigos no se limitaron a apoyar el movimiento patriótico, antes bien se extralimitaron convirtiéndose en agentes y promotores de las operaciones militares. Si hemos de creer al Procurador del Municipio de Quito, Núñez del Arco, el Cura de San Roque, doctor José Correa, fue uno de los que asistió al asalto del cuartel en la noche del 9 de agosto. Tan ardiente era la persuasión del clero acerca de la necesidad de liberar al país y constituir la patria...

El 2 de agosto de 1810, los Próceres pagaron con la vida sus rebeldías y rubricaron sangrientamente el juramento de libertad.

En el momento de la hecatombe, el prócer Quiroga contrapone al «Vivan los limeños», el grito «Viva la Religión»; y cae despedazado   —268→   por un sablazo. ¡Viva la Religión! Ella simboliza la Patria y resume los excelsos amores por los que los héroes sacrifican su existencia.

La Iglesia -uno de cuyos miembros, el presbítero José Riofrío, que estuvo entre los conjurados del Obraje de Chillo para el establecimiento de la Primera Junta, murió en ese día trágico-, no se redujo a llorar la siniestra hecatombe, semilla de héroes: interpuso su mediación a fin de obtener que Ruiz de Castilla adoptase conducta conforme con los intereses de la paz y armonía de la consternada sociedad. El Ilmo. señor Cuero y Caicedo, en compañía de su Provisor, el doctor Manuel José Caicedo y del Dr. Miguel Antonio Rodríguez, visitó inmediatamente a la Primera Autoridad, pidiole que previniese nuevos atentados y que sobreseyese en el esclarecimiento de las responsabilidades del 10 de agosto. Ofreciole, en reciprocidad, calmar al pueblo, herido de muerte con el sacrificio de la flor y nata de sus patriotas. Consecuentemente, se llegó a un acuerdo, en el que se ratificó lo convenido de manera extraoficial con el Obispo.






ArribaAbajoIII. El pacto de 1812


La Nueva Junta Patriótica

Pocos días después arribó el Comisionado Regio don Carlos Montúfar, hijo ilustre de la martirizada ciudad; y con él celebrose el 19 de setiembre nueva asamblea, a la cual concurrieron el Obispo, los Cabildos, el clero, la nobleza y el pueblo. Acordose la creación de la Junta Superior de Gobierno, dependiente únicamente del Consejo de la Regencia de España, y que estaría compuesta por el Conde Ruiz de Castilla, el Prelado y el Comisionado y por representantes de los Cabildos y demás asociaciones y barrios. Era la sanción y ratificación del «Primer Grito» y del proceder de la Junta ahogada en la sangre del 2 de agosto.

El 22 del propio setiembre, se verifica la instalación solemne de la Segunda Junta; y al día siguiente, la acción de gracias en la iglesia Catedral, a la cual asistieron todos los Cuerpos seculares y regulares. Allí juraron fidelidad a los fines de esta Junta Superior, o sea «la defensa de la santa Religión Católica, Apostólica, Romana, que profesamos, la conservación de estos dominios a nuestro legítimo soberano el señor don Fernando VII y procurar todo el bien posible, por la nación y por la patria». Representaron al Clero el Magistral Rodríguez Soto y los doctores Manuel José Caicedo y Prudencio Vásconez. A poco dimitió la presidencia de la Junta el Conde Ruiz de Castilla, anciano y valetudinario y, sobre todo, sospechoso para los patriotas; y entró a presidirla el Ilmo. señor Cuero y Caicedo, no sin haber hecho lo posible para que se aceptara su renuncia, porque el cargo le parecía incompatible con los deberes de imparcialidad hacia sus hijos, encizañados   —269→   por las ideas que corrían más o menos desembozadamente y que tendían, al fin y a la postre, en medio de los velos y artificios impuestos por las circunstancias, a la ruptura con España. Todos forzaron al Prelado a aceptar aquel cargo, porque él era, no obstante su decisión por la independencia, el único que podía conseguir la concordia de su grey.




Congreso constituyente de 1811

La Junta convocó a elecciones; y, una vez practicadas, se reunió el Congreso Constituyente el 11 de diciembre. Presidió el propio Obispo; y entre sus miembros estuvieron: el Dr. Calixto Miranda, Maestrescuela del Coro de Quito, como diputado por Ibarra; el doctor Francisco Rodríguez Soto, Magistral, en representación del Cabildo Eclesiástico, aunque en abierta pugna con algunos de sus elementos; el doctor Prudencio Váscones, por el Clero secular; el P. fray Álvaro Guerrero, de la Orden Mercedaria, por el Regular; el doctor Miguel Antonio Rodríguez, como diputado del barrio de San Blas; el doctor José Manuel Flores, en representación de la villa de Latacunga y sus pueblos; y el doctor Francisco Aguilar, como delegado por Riobamba. De los diputados que suscribieron la Carta de 1812 pertenecieron, por ende, al sacerdocio siete de entre doce miembros. Fue, a no dudarlo, altamente aleccionadora la presencia en el Congreso del Magistral, doctor Rodríguez Soto, español de nacimiento, hombre conciliador y dotado de tanta fuerza persuasiva que había logrado de Ruiz de Castilla, en obsequio de la paz, la entrega de las armas al Comisionado Regio don Carlos Montúfar.

Tres proyectos de Constitución se presentaron a estudio del Congreso y los tres fueron obra de sacerdotes: el Maestrescuela Miranda, el doctor Miguel Antonio Rodríguez, que había publicado, con escándalo de muchos, los Derechos del hombre y que, según refiere Núñez del Arco, llevó su osadía al extremo de tratar despectiva y sarcásticamente a Fernando VII, y el Penitenciario, oriundo de Lima, doctor Manuel Guisado, tan ferviente propugnador de la libertad que, si hemos de creer al mismo Procurador, «fue a Mocha a dirigir un fuerte para resistir a las tropas reales». Entre esos proyectos prevaleció, por su carácter eminentemente jurídico y su estructura completa, el del Dr. Miguel Antonio Rodríguez, Catedrático de Teología en la Universidad de Santo Tomás de Aquino.




El Pacto solemne de 1812

El 15 de febrero de 1812 se expidió el Pacto solemne de sociedad y unión entre las provincias que forman el estado de Quito, documento admirable, revelador de profundos conocimientos en los órdenes jurídico y político, y en que las doctrinas de la soberanía   —270→   popular aparecen corregidas y rectificadas por el genio cristiano. En mérito de dicha Carta, el clero ecuatoriano merece el cognomento de primer organizador de la forma constitucional en la Presidencia de Quito. Corto, prudente, mesurado, el Pacto evidencia que Rodríguez había madurado sus ideas políticas durante largo tiempo. Se ha censurado la austeridad de su carácter republicano, «como si todos fuesen unos Arístides, Camilos, o semejantes a su esclarecido Autor», según escribió el doctor Agustín Salazar y Lozano; pero esto mismo patentiza la pureza de alma de la Iglesia quitense, que quería alzar al pueblo a un sistema político digno de las tradiciones nacionales.

El nombre del Documento, Pacto solemne de sociedad y unión, revela el influjo rousseauniano, así como el calificativo de «soberano» que se da al pueblo y la aserción de que las provincias han «reasumido por las disposiciones de la Providencia divina y orden de los acontecimientos humanos» la soberanía, «que originariamente residía en ellos». La tendencia liberal se manifiesta en la indicación de que «el fin de toda asociación política es la conservación de los sagrados derechos del hombre», aunque muy luego se amplía el papel del Estado al consignar, entre los objetos del Pacto, la «felicidad de estas Provincias» y «la prosperidad de todos y de cada uno en particular», en suma el bien común.




Médula religiosa de la Primera Carta

Mas, si el Documento de oro, como le llamó el erudito historiógrafo don Celiano Monge, paga tributo a las ideas que flotaban en el ambiente y constituían el alma de la época, lo restante quita el veneno a esas fórmulas superficiales. Patente está ya su verdadera médula en la introducción del Pacto, que se lo celebra en el Nombre de dios todopoderoso trino y uno; y en la declaración de que los derechos humanos provienen de «Dios mismo como autor de la naturaleza». Tangible en la determinación de los designios del convenio, o sea «la gloria de Dios, defensa y conservación de la Religión Católica y felicidad de estas Provincias»; y en el artículo 4.º, donde se fija para siempre el criterio político religioso de todas las Constituciones ecuatorianas hasta 1895: «La Religión Católica como la han profesado nuestros padres, y como la profesa y enseña la Santa Iglesia Católica, Apostólica Romana, será la única Religión del Estado de Quito y de cada uno de sus habitantes, sin tolerarse otra ni permitirse la vecindad del que no profese la Católica Romana». Claro, asimismo, en el artículo 16, donde se establece que los sospechosos en materia de religión quedan excluidos de la representación nacional. Evidente en el artículo 20, que garantiza a todos los habitantes del Estado la inviolabilidad de sus derechos y, en particular, de su religión y de la libre expresión de sus sentimientos, «no siendo en materia de Religión, o   —271→   contra las buenas costumbres...» Visible, por último, en el Art. 53; el cual dispone que el Presidente asistirá a las fiestas juradas y de tabla; pero «el día segundo de Navidad, el Jueves Santo, el de Corpus y el Diez de agosto aniversario de nuestra libertad; asistirá completa con sus tres Cuerpos la Representación Nacional, y en estos cuatro días, la Municipalidad».

No nos toca recordar aquí los demás méritos de aquella Carta primigenia, modelo de candor y sinceridad políticos, en que palpita, sin tapujos, el alma de un pueblo fiel a su fe y a sus tradiciones seculares y anheloso de cimentarlas perennemente: Con razón, el doctor Agustín Salazar y Lozano, en sus Recuerdos, dice que en ella

«se evidencia el carácter del pueblo y su celo por la libertad...; la conservación de su Religión, no porque hubiese aquí quien se atreviese a combatirla, sino más bien por un digno alarde de sostener esa propiedad divina que nos concedió el Cielo y estimábamos como una herencia preciosa de nuestros padres; la separación de los Poderes...; la celebración cada dos o tres años de un Congreso soberano...»






La Iglesia formula el principio del Uti Possidetis

Cuán fuerte era el sentimiento de unidad nacional, vigorizado y sublimado por la fe, lo manifiesta el mismo Documento, en el que se enuncia, por vez primera, en términos sumamente elocuentes y significativos, el principio cimental del uti possidetis juris:

«Las ocho provincias libres representadas en este Congreso, y unidas indisolublemente desde ahora más que nunca, formarán para siempre el Estado de Quito como sus partes integrantes, sin que por ningún motivo ni pretexto puedan separarse de él, ni agregarse a otro Estado quedando garantes de esta unión unas Provincias respecto de otras: debiéndose entender lo mismo respecto de las demás Provincias vinculadas políticamente a este Cuerpo luego que hayan recobrado la libertad civil de que se hallan privadas al presente por la opresión y la violencia; las cuales deberán ratificar estos artículos sancionados para su beneficio y utilidad común».



Al formular este principio, la Iglesia, por la pluma del Dr. Miguel Antonio Rodríguez, rendía testimonio imperecedero de su honda intuición de los fundamentos histórico-sociológicos de nuestra nacionalidad y de que una de esas raíces seculares, a las cuales no podía afectar el criterio de autodeterminación política, era la unión indisoluble de las provincias que componían cada Audiencia, foco centrípeto en torno del cual habían cobrado sentido uniforme, todas las fuerzas históricas, para la creación de la Patria.

Tan profunda era esta persuasión, del valor jurídico del uti possidetis juris como cimiento del nuevo Estado que en el proyecto del Maestrescuela Dr. Calixto de Miranda, más tarde Obispo de Cuenca, se dijo, mutatis mutandis, lo mismo que en el art. 19 de la Carta de 1812:

  —272→  

«Declara que siguiendo el estilo de la antigüedad se llame a este Reyno el Reyno de Quito, y que sus límites y términos sean como deben ser, conforme a las antiguas Leyes de su demarcación guardadas hasta la presente. Declara que este Reyno no puede agregarse a otro cualquiera sea de Europa, sea de la América, no desmembrándosele alguna de las provincias que son y han sido partes integrantes de él...365»






El Derecho Público definido por la Iglesia

En suma, la Iglesia, representada por Rodríguez y Miranda, organizó el Derecho Público ecuatoriano con los siguientes cánones cimentales:

1.º El Estado no es una entidad nueva: se sustenta sobre la base jurídico política del Reino de Quito, ser histórico perfectamente definido y delimitado;

2.º Los términos y límites políticos eran los de la antigua demarcación, guardados hasta la presente. Esta llevaba implícitamente la afirmación de que la Cédula de 1802, en virtud de la cual se cercenó la jurisdicción del Obispado de Quito para formar la del de Mainas, no había modificado dichos términos. De lo contrario, habría sido imposible aseverar que la antigua demarcación se había guardado hasta entonces;

3.º Del mismo modo que la libertad del Estado no podía modificar su alma, la religión nacional, así también la soberanía, el derecho de disposición de sí propio, tenía un limite: el Estado de Quito no tenía derecho a agregarse a otro. La separación de la Metrópoli era para conservar el ser trisecular, no para destruirlo, ni amenguarlo. No hay libertad para quitarse la vida, ni desconocer la ley moral;

4.º Ninguna de las partes o provincias del Reino de Quito podía tampoco romper la mancomunidad histórica. Se debían las unas a las otras. Por eso, aunque ocho estaban ya emancipadas y otras no aquellas pactaban autorizadamente por éstas. A las últimas tocaba sólo ratificar con oportunidad el pacto.

5.º Al salir de las manos gloriosas de España, las Colonias americanas no podían agregarse, ni total, ni parcialmente a ningún país de Europa o de América. La Declaración de Quito constituye un precedente directo y luminoso de aquello que tiene de actual y de perenne la doctrina Monroe.






ArribaAbajo IV. El martirio de la Iglesia


La «pacificación» de Montes

Muy poco duró aquel bello esbozo constitucional. En el mes de junio llegó a Guayaquil el general Toribio Montes, designado Presidente y Comisionado   —273→   para restablecer el orden. Inmediatamente abrió operaciones contra las fuerzas de Quito, dirigidas por noveles capitanes. La Iglesia, consagrada ya por el martirio y previendo nuevas crucifixiones, hizo cuanto estuvo en su poder para enardecer el patriotismo, allegar recursos y crear medios de defensa nacional.

El Ilmo. señor Cuero y Caicedo fue el alma de la resistencia, el centro de la ingente labor encaminada a sostener la flamante patria, amenazada en su misma cuna. Aplicó los ramos de Cruzada y Diezmos al sostenimiento del ejército, pidió a los dos Cleros socorros económicos cuantiosos, se valió de los recursos espirituales para conminar a los Párrocos a que prestasen ayuda, separó a los renuentes de sus cargos, aunque fuesen propietarios, y puso excusadores en vez de ellos. Llegó aún, si hemos de aceptar el testimonio de Núñez del Arco, a valerse de la excomunión contra varios clérigos que rehusaron adherirse a la causa nacional. En suma, en su doble calidad de Presidente y Prelado, no dejó de excogitar medida eficaz para salvar a la Junta Suprema. Su brazo derecho, fortalecido con la poderosa arma de la juventud y de la ambición de gloria, fue el doctor Manuel José Caicedo y Cuero, sobrino del propio Obispo y hermano del Presidente de la Junta de Popayán, juntó en si los dos Poderes, el eclesiástico y el civil, y puso ambos al servicio de la patria, no siempre de acuerdo con los Cánones. Como miembro del Consejo de Vigilancia ejerció severísima fiscalización de los actos de los clérigos realistas, a muchos de los cuales persiguió, según afirma Núñez del Arco. El mismo Procurador refiere que Caicedo levantó un batallón de indios y que estimuló el reclutamiento de soldados.

El Clero secular y regular contribuyó a encender el sentimiento patrio, a organizar las fuerzas cívicas, a despertar al pundonor militar; y, proporcionó, con generosidad heroica -el sacrificio del dinero cuesta, muchas veces, más que el de la vida- los caudales que había menester la República. No sólo prodigaron clérigos y frailes sus haberes personales, sino que dieron, no sabemos si prescindiendo, en fuerza de las circunstancias, de las disposiciones eclesiásticas, objetos de alto precio y, particularmente, plata labrada. El famoso P. Antonio Albán, quien trajo el reloj público que enjoya la torre de la Basílica Mercedaria, no vaciló en entregar para la construcción de elementos bélicos, la cañería de plomo que conducía el agua a la pila del Convento. Clérigos hubo que se convirtieron en santa providencia de sus cohermanos aprehendidos o fugitivos, suministrándoles los recursos necesarios para el ocultamiento. Entre ellos mencionaremos, por ejemplo, al Cura de Píllaro, Dr. Juan José Roca, hermano del futuro Presidente don Vicente Ramón.



  —274→  
El electo en plena lucha

No fueron pocos los sacerdotes que, ungidos por el civismo, saltaron la valla de sus deberes eclesiásticos. Según las informaciones de Núñez del Arco (a las cuales hacemos las debidas reservas, por su notoria parcialidad), los curas de Chillogallo y Machachi, don José Pérez y don Tadeo Romo, acaudillaron militarmente a sus feligreses; el cura interino de Sangolquí, fray Francisco Hurtado, franciscano, se ocupó en leva de tropas; el propietario de Yaruquí, don José Joaquín Manosalvas, montado a caballo y lanza en ristre, estimuló a sus feligreses para que acudiesen al sitio de honor; el P. fray Francisco Saa, cura de Esmeraldas y mercedario, y el doctor Ramón Alzamora, de Intag, comandaron asimismo tropas que participaron en la defensa de Mocha; don Manuel Arias, cura de San Sebastián de Latacunga, se trasladó a Alausí a disponer el ataque contra Cuenca. A Macha acudieron igualmente, en una u otra forma, los PP. Ignacio Bossano, Luis Cevallos, José Correa, Esteban Riera, franciscanos; Antonio Bahamonde, agustino, etc. El cura de Santa Prisca, Antonio Román, defendió con sus feligreses el punto de Jalupana. Y el detalle que hacemos no agota nombres ni heroísmos...

Cuando el «Pacificador» se aproximó a la ciudad, intimole rendición y amenazó a los Prelados de Comunidades y a los Párrocos con hacerles responsables de las consecuencias, si no daban a conocer el peligro al pueblo. La respuesta fue redactada por el Dr. Miguel Antonio Rodríguez: la pasión patriótica le impidió acertar esta vez y su cáustico lenguaje contribuyó a enconar a Montes, quien, después de rendida la fortaleza del Panecillo, ocupó la ciudad. Las fuerzas que la guarnecían, acompañadas del Obispo Presidente, los demás miembros de la Junta, numerosos sacerdotes y religiosos y hasta las monjas claustradas se retiraron penosamente hasta Ibarra, en cuyas cercanías se libró el combate definitivo, desfavorable a los patriotas.




El martirio de la Iglesia

Con esta fuga, se reinició el martirio de la Iglesia quitense. Al salir de Quito había constituido el Ilmo. señor Cuero y Caicedo, gobernador de la diócesis al abogado popayanejo, recientemente ordenado; doctor Antonio Tejada, Senador durante el gobierno de la primera Junta. Mas, como no conviniese a Montes que éste ejerciera el cargo, porque había secundado la conducta del Obispo, mandó al Cabildo Eclesiástico que declarara vacante la Sede. El Cuerpo tuvo la debilidad de prestarse a tan grave ultraje; y poco después nombró para Provisor Capitular al Deán Joaquín Sotomayor y Unda, quien, no obstante cautelosas reservas, había colaborado económicamente con el partido patriota.

A partir de este instante hubo en la diócesis dos autoridades: la legítima, o sea Tejada, representante del Obispo, quien, para escampar   —275→   los odios de Montes, se había retirado a un predio de la selva de Malbucho; y la del tornadizo Sotomayor. Entre ellas se desataron graves conflictos jurisdiccionales, que no pudieron menos de desasosegar la conciencia de los fieles. Tan serios fueron los problemas y tan discutido el nombramiento de Sotomayor por los mismos clérigos realistas, entre ellos los ilustrados Dres. Andrés Villamagán, Joaquín Miguel de Araujo y Francisco Javier Benavides, que Montes acabó por permitir a Tejada el pleno ejercicio de su jurisdicción.

Poco después, el Obispo, anciano, abatido y flaco de fuerzas físicas, vino a un lugar vecino a Quito, aprovechando el cambio que había logrado en Montes el Canónigo Magistral Rodríguez Soto. Tan noble fue la actitud de este con el clero patriota, que se concitó la enemistad de los realistas. Por contraste, el Obispo le nombró el 10 de enero de 1814, para gobernador de la diócesis, cargo que ejerció hasta que el Ilmo. Sr. Cuero y Caicedo partió desterrado a Lima. Más tarde fue Rodríguez encarcelado y vejado; y al fin, se marchó a España.

Los últimos días de su vida, los pasó el Obispo en la Capital del Virreinato del Perú, «sumido, según el Continuador de Ascaray, en la más terrible miseria y sin un recurso para lo más preciso de su subsistencia y curación»; pero, en realidad, gentilmente atendido por el Arzobispo de las Heras, que representó para con él la caridad de la Iglesia. Todas las rentas del Prelado habían sido secuestradas. Para obtener que nadie ocultase cosa alguna perteneciente a aquel, Montes mandó librar censuras canónicas. El Ilmo. señor Cuero y Caicedo murió el 9 de octubre de 1815. Sus restos se han perdido todos los esfuerzos que el que esto escribe hizo para descubrir su tumba, en 1939, resultaron estériles366.

Durante la ausencia del Prelado, gobernó la diócesis el virtuoso canónigo doctoral, realista contumaz, doctor Nicolás de Arteta, más tarde Obispo de Quito; y una vez fallecido aquel, el Cabildo nombró Vicario Capitular al doctor José Isidoro Camacho, quien obtuvo la confirmación de su cargo después de largos pleitecillos movidos por los divididos canónigos. Entre los elementos patriotas, Camacho era, sin duda, uno de los más dignos y moderados.

  —276→  

La Iglesia quitense, en conjunto, fue humillada por Montes cuando puso a órdenes del arrebatado realista que presidía la diócesis de Cuenca, Ilmo. señor Andrés Quintián y Ponte, a todos los que habían seguido la causa de la libertad. Luego mandó al Gobernador del Obispado dictar providencias «para que reservadamente procedan los Vicarios de las respectivas provincias a arrestar a los curas relevados, conduciéndoles con seguridad a Guayaquil a disposición del Excelentísimo e Ilustrísimo Obispo de Cuenca; y como el motivo o causa es notoria, puede V. S. determinar que se les forme sumariamente el proceso367». En los conventos entró la guerra más desapiadada, porque el Pacificador dispuso que le pasasen lista de los religiosos patriotas.




Penas para los clérigos patriotas

No fue el Obispo el único en padecer por la libertad. Si Montes perdonó la vida a los miembros de la Junta Superior, exceptuó expresamente a cuatro clérigos: los Dres. Miguel Antonio Rodríguez, Manuel José Caicedo, Prudencio Váscones y José Correa. Sin embargo, ninguno de éstos fue ejecutado. A los dos primeros se les remitió a Manila; y allí permanecieron largos años. Rodríguez sólo pudo regresar en 1822; Caicedo obtuvo indulto de Fernando VII en 1819. Correa llevó vida llena de sobresaltos después de la pacificación. Huyó a Barbacoas; pero no logró evitar la captura y se le envió a Panamá en unión de otros sacerdotes. Sámano le aprehendió de nuevo en Bogotá en 1818 y le devolvió a esta Capital, donde se le mantuvo en prisión. El Canónigo Calixto de Miranda tuvo que conservarse, asimismo, a salto de mata, hasta 1822. Váscones, por influencias de familia, logró que se le conmutara la pena capital con la de confinamiento en una hacienda, donde residió con su madre368. El canónigo Penitenciario Guisado, en cuya labor nos hemos ocupado ya y que recibió de la Primera Junta la comisión de persuadir a Guayaquil de la legitimidad del Movimiento, fue condenado a diez años de detención en Antequera369. El Cura de San Sebastián de Latacunga, doctor Manuel Arias, fue penado con ocho años de detención en Filipinas; mas, revocando su primera decisión, Montes le confinó en Alausí370. Al Párroco de Huaca, Joaquín Paredes, «público seductor», se le condenó a ocho años en una cárcel de Guatemala, aunque luego se le mandó a Trujillo del Perú; al de Machachi, Tadeo Romo, se le impuso detención por un decenio, en la Recolección de Piura. El hermano de Espejo, Juan Pablo, capellán de las tropas patriotas, fue llevado al Cuzco, con orden de permanecer allí igual período.   —277→   El Dr. Manuel Quiñones, representante por el barrio de San Roque, fue condenado a recolección en Canarias; al Dr. Joaquín Veloz, cura de San Blas de Quito, preso a raíz de los sucesos de 1809, se le remitió, con pena de diez años, a Santa Fe. De algunos no consta el tiempo de la condena, pero sí que se les desterró: el cura de Mulaló, Pedro González Verdugo371, el P. Luis Cevallos, franciscano (enviado a Lima); los PP. de la misma Orden, Manuel Mera, José Garcés y Manuel Viteri (a Panamá); los clérigos Juan Alarcón, cura de Quero, José Espinosa, Miguel Cruz, de Uyumbicho; José Corella y otros más. Los privados de beneficio, que llevaron por muchos años vida miserable, fueron numerosos.

Se dice que hubo un clérigo pasado por las armas, después de la batalla de Ibarra: el lojano, Pedro José Donato, cuyo delito, si en realidad cometió alguno, no se ha probado372.

La Pacificación significó para todos los miembros patriotas del Clero, la pérdida de los empleos que ejercían, aun en el orden educativo, y la proscripción de la vida civil: los Dres. José Manuel Flores y Calixto de Miranda, Rector y Canciller de la Universidad, fueron reemplazados por religiosos; al profesor de filosofía de San Fernando y docto fraile mercedario, José de Jesús Clavijo, se le sustituyó con el Dr. Luis Fernando Vivero. También fue depuesto de su Cátedra el patriota dominicano fray Antonio Ortiz, maestro de teología en el propio Colegio.




Los informes de Núñez del Arco

Al Procurador del Cabildo de Quito, Núñez del Arco, realista encendido y prolijo que elaboró el catálogo completo de los hombres de cuenta o influencia en los tormentosos días de la primera emancipación, clasificándoles en tres grandes categorías -insurgentes, realistas e indiferentes- debemos datos minuciosos acerca de la posición del elemento eclesiástico. Escuchemos, ante todo, el juicio de conjunto que formula al principiar:

«Teniendo en consideración que no hay prelado que pueda informar a Su Majestad acerca del estado Eclesiástico por hallarse casi todos implicados en la inicua rebelión y que en caso de hacerlo será disimulando, afectando u ocultando los escandalosos procedimientos que han observado; se ha propuesto el Procurador General manifestar los hechos positivos de cada persona constantes por notoriedad pública y documentos autorizados que ha tenido a la vista».



Por este registro se puede descubrir como la gran mayoría del Clero quitense, los dos tercios mejor dicho, se afilió al movimiento   —278→   emancipador y colaboró con él, en uno u otro sentido, algunas veces excediendo manifiestamente su papel, pero siempre con desenfado y ardentía. De 14 miembros del Cabildo Eclesiástico, cuatro apenas estuvieron por Rey. De los curas de la Ciudad de Quito, tres fueron indiferentes, uno realista y seis patriotas decididos. De los párrocos de las cinco leguas de Quito, 21 insurgentes, ocho realistas y uno indiferente; de Latacunga y su partido, ocho patriotas, siete realistas y dos indiferentes; de los de Ambato, 4 patriotas, tres indiferentes y cuatro realistas; de los de Riobamba, ocho patriotas, siete indiferentes y cinco realistas; de los de Guaranda, cinco patriotas, tres realistas y dos indiferentes; de los de Otavalo, seis realistas, cinco patriotas y un indiferente; de los de Ibarra, seis patriotas, tres indiferentes y dos realistas; de los capellanes de monasterios, tres realistas y cinco patriotas.

En cuanto a los claustros, la división fue más profunda; pero prevaleció el elemento patriota, a tal punto, que Núñez del Arco pudo decir que los de San Francisco se habían «distinguido con la seducción y entusiasmo, predicando en los púlpitos; saliendo en comunidad por las calles a exhortar y animar a las gentes para que tomen armas y sostengan la guerra; tomándolas ellos mismos y erigiéndose de comandantes a las expediciones...» Acerca de San Agustín escribió cosa semejante: «En esta Orden han sido pocos y señalados los realistas, siendo los más insurgentes seductores que salieron con armas comandando tropas a las expediciones...» Y, en fin, de la Merced: «Los religiosos de este Convento Máximo han ido a una con los franciscanos en el entusiasmo y seducción, saliendo con armas de comandantes a las expediciones; siendo muy pocos los que se han portado bien».

En suma, la Iglesia quitense fue fortaleza máxima y alma mater de la Revolución, guía e inspiradora de sus ideales, cerebro del Primer Poder Constituyente, maestra excelsa del Derecho Público Ecuatoriano, su mártir por excelencia.

No es esta oportunidad propicia para discutir la afirmación del antiguo Rector de la Universidad de San Marcos, don Luis Alberto Sánchez, acerca de que el principal factor de la Independencia, después del estudiantado, fue el clero bajo, «cuya acción no se limitó a la prédica sino que llegó a alzarse en armas y a conspirar abiertamente como en los casos de los Talamantes, Hidalgo, Morelos, Muñecas, Béjar, Henríquez, etc.373» Mas, sí nos toca dejar constancia de que, según el mismo historiador, el caso de Quito fue excepción: «En cambio, dice, el alto clero, criollo y peninsular (con muy pocas excepciones, entre ellas la de Mons, Cuero y Caicedo, obispo de Quito) se mantuvo al margen o contra la Revolución374». Entre nosotros, no puede decirse   —279→   que hubo esa distinción de categorías: de clero alto y de clero bajo: Sin discrepancias atribuibles a riqueza o aristocracia de cuna, salvo muy contados casos, se unió a su Obispo y a la nobleza criolla, para proclamar la emancipación.

A partir de la conjuración de Fromista, en virtud de la cual salió de la diócesis un clérigo español375, que había servido hábil y abnegadamente, como mediador y conciliador, el Magistral Rodríguez Sota, la suerte de la Iglesia se hizo más grave; y en 1819, llegó el nuevo obispo, un español hecho para la lucha, el Ilmo. don Leonardo Santander y Villavicencio, antípoda del Ilmo. señor Cuero y Caicedo, luz del patriotismo ecuatoriano. Había llegado al clero la hora de enmudecer. No se acallan, sin embargo, de manera perenne los grandes clamores del alma humana, sobre todo cuando juntan dos nombres sagrados: Patria y Dios. España podía estar satisfecha de haber inspirado tan excelsos ideales.






ArribaAbajoV. Movimientos patrióticos locales

En los movimientos patrióticos de las provincias participaron, en primera línea, curas y frailes. En Ibarra fue miembro de la Junta, el párroco don Luis Peñaherrera y tomó parte decisiva el presbítero Domingo Benítez, aparte de varios religiosos376. En Latacunga logró fama de esforzado patriota el P. fray Gregorio Navarro. En Ambato, los vecinos y cuerpos tuvieron en la iglesia matriz, el 27 de agosto de 1809, su asamblea patriótica para secundar la obra de Quito. Después de ratificar que los designios del movimiento eran «conservar intacta la Religión Cristiana, la obediencia al Señor don Fernando VII y el bien y felicidad de la Patria», se cantó misa solemne en acción de gracias y el Te Deum, «a presencia de Cristo Crucificado, nuestro amante Redentor y los Santos Evangelios»; y se prestó juramento colectivo de «conservar en su unidad y pureza la Religión Católica, Apostólica Romana, en que por la Misericordia de Dios, tuvimos la felicidad de nacer, y... hacer todo el bien posible a la Nación y Patria...377» Curas y religiosos, a una, suscribieron el acta y atestiguaron la intrepidez de su civismo. Cuando llegó a Quito el Comisionado Regio don Carlos Montúfar y se formó la Junta Superior de Gobierno, se celebró en Riobamba Cabildo abierto, con asistencia de los Superiores de Conventos, Curas de la Ciudad y las parroquias vecinas y de pocos diputados elegidos por la nobleza, tan tornadiza y flaca, y el pueblo. Todos acordaron nombrar representante ante la Junta de Quito; y la elección recayó en el doctor Francisco Aguilar, cura párroco de Yaruquíes,   —280→   que era a la sazón la persona más benemérita y patriota de la provincia, según expresa el acta de la elección378.


La insurrección de Guayaquil

Triunfante el 9 de octubre de 1820 el movimiento separatista de Guayaquil, su Concejo dispuso que se instalara en la misma esclarecida ciudad, como Cabeza de provincia, una Junta compuesta de diputados elegidos por cada pueblo; que se convocara a empleados y corporaciones, curas y comunidades religiosas, para que el día 14 prestaran el juramento patrio; y que después se cantara «un solemne Te Deum por el Cura párroco de la Iglesia Matriz». Asimismo ordenó que el siguiente domingo se dijera una misa en acción de gracias al Todopoderoso con repique general de campanas.

Esta disposición del Concejo lleva, en primera línea, la firma prócera del ilustre ciudadano, orgullo de Guayaquil y de la República toda, doctor José Joaquín Olmedo; quien se empeñó en que la ciudad independiente dictara cuanto antes el Reglamento del gobierno provisorio; y, efectivamente, el 11 de noviembre siguiente se publicó ya este documento, cuyo artículo primero dice así:

«La Provincia de Guayaquil es libre e independiente; su religión es la católica; su Gobierno es electivo; y sus leyes las mismas que regían últimamente en cuanto no se opongan a la nueva forma de Gobierno establecido».



No hubo, pues, escisión entre el espíritu de la revolución de Guayaquil y el que dominó en las demás provincias de la nueva nacionalidad. Ni un solo disentimiento; ni una sola voz discordante. Todo el país reconoció en sus diferentes leyes la tradición religiosa, aquella que había dado a la patria su genio distintivo y su gloriosa razón de ser. Desvanecidas las vacilaciones de algunos prohombres guayaquileños en orden a la suerte de la ciudad y triunfante el principio del Uti Possideis, se convocó el Congreso del Estado para que ratificase la adhesión a Colombia. Se reunió, al efecto, la Comisión de Poderes el 29 de julio de 1822; y su primer acto, después de la calificación de los miembros del Congreso, fue también recurrir a los auxilios divinos y rendir tributo de gracias al Omnipotente por el favor recibido, que cortaba, después de largos meses de indecisión, el angustioso problema.

«El 30 de julio -dice el Acta-, reunido el Colegio electoral, acompañado de todas las corporaciones civiles, eclesiásticas, seculares y regulares, se trasladó á la Iglesia de San Agustín; y oída la misa solemne del Espíritu Santo, se restituyó acompañado de las mismas corporaciones al salón de sesiones, en donde fue cumplimentada su instalación por el Tribunal de Justicia, Municipalidad y demás Cuerpos...»



  —281→  

Entre las proposiciones que la Comisión nombrada por el Colegio Electoral del Guayas presentó al Libertador, hay una que merece especial mención:

«7.ª Se pide al Gobierno concuerde con Su Santidad la traslación del Obispado de Cuenca a esta Capital, de cuyos diezmos se sostiene principalmente la expresada Mitra. Si la traslación fuere inasequible, se entenderá pedida la creación de un Obispado que tanto necesita este Departamento para vigorizar la disciplina eclesiástica, cuya energía se ha perdido».



Esa petición no era hija del espíritu regalista, sino expresión sincera de un anhelo profundo, el del bien de la Iglesia, cuya disciplina, relajada por las luchas de la emancipación, urgía vigorizar.

No fue nunca abundante el Clero de la parte costanera de la diócesis conquense; mas, entre ese corto número de sacerdotes y religiosos, hubo muchos que amaron la patria, desde el primer día de su libertad, con dilección profunda. Entre ellos descollaron el doctor Ignacio de Olazo y Maruri, el doctor Juan María Ormaza y el doctor Francisco Javier de Garaicoa, Vicario y más tarde Obispo de Guayaquil, que contribuyó generosamente al levantamiento de los ingentes empréstitos que necesitó el ejército patriota, presidido por el general Antonio José de Sucre, para las operaciones felizmente coronadas en los declivios del Pichincha.




Cuenca por la libertad

La ciudad de Cuenca no pudo desahogar libremente sus sentimientos de acendrado y ardiente civismo; mientras rigió la diócesis el exaltado realista, Ilmo. señor Quintián Ponte y Andrade, nacido en España. Y no le fueron a la zaga en adhesión al Rey los que le sucedieron en la administración eclesiástica: el Vicario Capitular don José María de Landa y Ramírez y el nuevo obispo, guayaquileño de nacimiento, Ilmo. señor Cortázar y Lavayen, arrebatado por la muerte cuando comenzaba fecundísima obra en beneficio de las dos partes de su diócesis379.

Apenas se vio libre de toda presión, la mayoría del clero secundó, en noviembre de 1820, el movimiento de Guayaquil. El Dr. Juan María Ormaza y Gacitúa, cura de Puebloviejo, fue el orador que arengó a la multitud azuaya y obtuvo su fervorosa adhesión al nuevo estado de cosas. Otro cura, el maestro don Javier Loyola, imitando lo que años antes habían hecho los clérigos de la diócesis de Quito, fue a Cuenca el 4 de dicho mes con gran número de hombres armados, para sostener el alzamiento380.

  —282→  

En las elecciones verificadas para constituir el Consejo de la sanción, a quien incumbía formular el Plan de Gobierno, triunfaron numerosos sacerdotes: el doctor Juan Aguilar Cubillús representó al Cabildo Eclesiástico; el P. fray Alejandro Rodríguez, a las Comunidades religiosas; el Dr. Custodio Vintimilla, Vicerrector del Seminario, al clero secular; los Presbíteros Francisco Cueto Bustamante, Juan Orozco, Bernardino Sisniegas, el P. Juan Antonio Aguilar y Miguel Rodríguez a las poblaciones de Cañar, Azogues, Taday, Asmal y El Ejido, respectivamente.




Ley Fundamental de Cuenca

No se había arrumbado en el olvido el modelo de 1812; y el esbozo de ley fundamental, expedido por los patriotas azuayos, se inició «En el Nombre de Dios Todopoderoso Ser Supremo y Único Legislador cuyo santo nombre invocamos». El art. 1.º de la Constitución de la Provincia libre e independiente encarna el mismo espíritu, del Pacto de Quito:

«La Religión Católica Apostólica Romana será la única que adopte, como adopta esta República, sin que ninguna otra en tiempo alguno pueda consentirse bajo ningún pretexto, y antes bien por sus moradores, y por el Gobierno será perseguido todo cisma que pueda manchar la pureza de su santidad».



La Asamblea designó una Junta Suprema de Gobierno, entre cuyos miembros estuvieron el Provisor Dr. José Miguel de Carrión y Valdivieso y el P. fray Alejandro Rodríguez. Se excusó el primero, porque no juzgó compatible el puesto con su carácter de Vicario Capitular y, en su lugar, se eligió al Dr. Miguel Custodio Vintimilla.

Numerosos individuos de ambos Cleros atestiguaron, en una u otra forma, su amor a la libertad. Entre todos sobresalieron los franciscanos Vicente Solano y Narciso Segura, quien, condenado años antes a muerte, había alcanzado de las Autoridades Reales la conmutación de la pena; el agustino José Antonio Pastor; los mercedarios Miguel Narváez y Ramón Piedra y el betlemita P. José de San Miguel; los Canónigos José Mejía, Pedro Ochoa y José Antonio Arévalo; y los presbíteros Andrés Beltrán, José Fermín Villavicencio, Manuel Morales, José Peñafiel, José Orellana y, Ramón de Barberán. El Dr. Apolinario Rodríguez fue el promotor del movimiento patriótico en Zaruma.




El movimiento en otras provincias

El Cura don Ramón Estupiñán dirigió el movimiento patriótico de Esmeraldas, que se anticipó a la Revolución de Guayaquil (24 de agosto). Tan intensa fue la participación de Estupiñán que en nota enviada por el Teniente Gobernador interino de ese lugar se apellidaba al hecho «conspiración forjada por el cura de esta feligresía381».

  —283→  

Asimismo, en Manabí el alma de la sublevación fue el cura de Portoviejo don Manuel Rivadeneira, quiteño de nacimiento, que residía allí desde fines del siglo XVIII382.

«No es difícil conocer, decía Ribadeneira al Dr. José Joaquín de Olmedo, en carta de 18 de octubre de 1820, cuál será el gozo de un quiteño oprimido que ha padecido por todo este espacio de tiempo, persecuciones, injurias y calumnias de algunos crueles enemigos y bárbaros habitantes de estas montañas, que no han omitido diligencia alguna a fin de perderle, poniendo por baldón principal el ser patriota y amparador de los infelices patriotas que, prófugos y perseguidos, han pasado por aquí».



Apenas supo Rivadeneira el movimiento, se apresuró a congregar a sus feligreses y a dar ardientes gracias al Todopoderoso mediante solemnísima Misa; y lo mismo hizo Montecristi, cinco días después, por influencia de otro clérigo que tuvo más tarde decisiva influencia cívica, el Dr. Cayetano Ramírez Fita. En Pichota estuvo también, entre los artífices del levantamiento, un sacerdote de excepcional ascendiente, el doctor José Delgado. Sin los tres y sin los frailes de la Merced la difusión de la idea habría sido imposible en el territorio de la actual provincia de Manabí.

Ribadeneira, Ramírez y Delgado compusieron, a la par de otros personajes, la Junta Provisoria, constituida en Portoviejo el 21 de agosto de 1821 con el fin de excogitar recursos para la defensa de la independencia. Dicho Cuerpo organizó el batallón Olmedo, que tuvo brillante parte en la campaña concluida con la victoria de Pichincha.




Loja

Loja levantó la bandera de la libertad, de manera definitiva, el 17 de febrero de 1822 y juró la libertad de cualquier poder «que quiera subyugarnos», para cuya defensa ofrecieron «el pueblo todo congregado, el Cuerpo Municipal, la nobleza y las Religiones juntas ser fieles a Dios, a su Religión y a la Patria...»






ArribaAbajoVI. Religión y Patria

Por doquiera se oye, en suma, la misma voz, que hermana Religión y Patria, advierte la imposibilidad de romper esta sagrada unión y funda el civismo nacional sobre la base secular e inconmovible de la fe cristiana. La iglesia impulsa a la libertad, porque sabe que, si se inspira en la noción teocéntrica de la excelencia de la persona humana, no será jamás licencia; que el orden político se vivificará con las más puras esencias espirituales; y que la religión nacional nada tendrá   —284→   que perder con la fundación de un hogar autónomo preparado por ella y mecido por sus divinas manos.

Esquilmada por las autoridades reales, la Sociedad de las Almas no vaciló en dar, sin embargo, todos los recursos que se le pidieron para las operaciones militares de 1821 y 22. Las Comunidades religiosas se emularon en fervor cívico, como en 1812; los sacerdotes no vacilaron en seguir a los batallones patriotas, para estimular su ardimiento y cuidar de las almas. Un franciscano, el P. Domingo Labarca, pereció en el segundo Huachi, satisfecho de juntar su holocausto al de los valerosos soldados de la libertad.


El alma cristiana del General Sucre

Durante esta campaña, el gran caudillo que la organiza y dirige, el general Antonio José de Sucre, toca el resorte más delicado del alma de nuestro pueblo para estimularla a los sacrificios decisivos. Al salir de su Cuartel general de Guayaquil, el 20 de enero de 1822, lanza una proclama en que señala los fines sagrados de la lucha, de esa «guerra santa», como le ha llamado uno de nuestros más esclarecidos hombres de letras383; y en ella dice:

«Quiteños: El Dios de los destinos y de la justicia, ultrajado en sus altares, en sus ministros y en sus más sagrados institutos nos envía a vengar la religión ofendida. La profanación del santuario y la desolación de este bello país han irritado al cielo, que identificando su causa con la causa de la libertad, manda en defensa de sus derechos la espada de Bolívar y los bravos de Carabobo.

¡Quiteños! No es sólo la independencia de nuestra Patria el objeto del Ejército Libertador; es ya la conservación de nuestras propiedades, de nuestras vidas, la fe de nuestros padres...»



Recordaba, sin duda, el eximio Jefe las profanaciones del Santuario cometidas por Sámano y las leyes dictadas por la reacción liberal española...; y no podía menos de aunar, en esa hora solemne y definitiva, la defensa de los más nobles amores. No era, pues, dicha proclama mero artificio de guerra; sino la voz de la Raza y de la Tradición que pedía venganza contra los ingratos menospreciadores de los valores espirituales, que España misma infundió en nuestra sangre y que constituían su épica grandeza...

Antes de la batalla, envía Sucre, secretamente, ardentísima invitación a las religiosas de la Capital para que imploren del Cielo la victoria de las armas libertadoras; y alcanzada en las alturas del Pichincha, se apresura el ínclito paladín a rendir «homenaje de reconocimiento al Dios de las Batallas, cuya protección en favor de la causa santa de la Independencia fue tan visible en la memorable jornada del   —285→   24 del corriente». A ese fin, se debía celebrar el 2 de junio una solemne fiesta de acción de gracias, con

«todo el aparato, pompa, decencia y majestad que exige la grandeza del motivo que nos impele a hacer esta manifestación de nuestra gratitud al Todopoderoso, por los triunfos con que ha coronado nuestros votos por la Libertad384».






Promesa sagrada

Mas, la sociedad de Quito no había esperado la petición del Vencedor para el nacimiento de gracias. El 27 de mayo se celebró, con la espontaneidad propia del sentimiento religioso, enardecido por la grandeza del acontecimiento, una misa solemne, en la cual pronunció la Oración gratulatoria el P. Maestro fray José Bravo, de la Orden Mercedaria; y dos días después, el pueblo de Quito, unánime en sus sentimientos, ratificó los principios cimentales del Derecho Público ecuatoriano, proclamados por el Pacto de 1812, «ofreciéndose al Ser Supremo y prometiendo conservar pura la Religión de Jesús como la base de las mejores sociedades». La gran Asamblea acordó, en consecuencia, que el antiguo reino de Quito formaba parte integrante de la República de Colombia, constituyéndose con el nombre de Departamento del Ecuador; y que se estableciese perpetuamente una función religiosa

«con que celebrar el aniversario de la emancipación de Quito, la cual se hará trasladando en procesión solemne la víspera de Pentecostés a la Santa Iglesia Catedral la Imagen de la Madre de Dios, bajo su advocación de Mercedes... y será considerada como la primera fiesta religiosa de Quito, cuando tiene el objeto de elevar los votos de este pueblo al Hacedor Supremo, por los bienes que le concedió en igual día».



La acción de gracias, pedida por Sucre, no consistió en una sola misa solemne, sino en Novena de particular esplendor, como homenaje a la Virgen de Mercedes y en su propio templo, Novena que comenzó el 20 de junio y fue organizada por el Cabildo de Quito, bajo la presidencia del Gobernador, General don Vicente Aguirre. A partir de entonces, año tras año se celebraba la fiesta votiva, ordenada por el Mariscal Sucre y se rendían las armas ante la Virgen de la Victoria. Asimismo, cuando el triunfo de Ayacucho, Quito manifestó elocuentemente su gratitud a la Divina Providencia con un acto de singular pompa litúrgica, en la Iglesia Catedral. Hasta los más despreocupados Intendentes de Colombia, como el General Pedro Murgueytio, reclamaban anualmente -según indicamos en anterior capítulo- que se celebrasen los actos religiosos, de manera solemne convenidos, como homenaje a la Virgen de las Mercedes, en acción de gracias «por los señalados   —286→   beneficios con que ha protegido y protege la causa de la Independencia385».




El troquel de la Patria

La Religión ha sido, pues, en el Ecuador la primera raíz de la patria; su molde y troquel; su maestra y apóstol; su tutela y égida. Raro pueblo del mundo puede ofrecer el espectáculo admirable y aleccionador de unión tan íntima cómo fecunda, entre las instituciones civiles y las religiosas, que viven, por decirlo así, en función recíproca, de manera que las primeras no se mantienen ni prosperan sin las segundas, y éstas se identifican tan espiritualmente con aquellas que, en realidad, parecen iguales en esencia. Así se explica que la patria tenga como irreemplazable sustentáculo la tradición católica y que se desustancie y bastardee cuando flaquea la religión o el Estado se aparta de su cimiento sagrado.




Las Constituciones ecuatorianas

Por eso, al organizarse en 1830 el Estado del Ecuador y separarse del régimen unitario colombiano, los miembros del Poder Constituyente no discutieron siquiera lo concerniente al precepto fundamental: «La religión Católica, Apostólica, romana es exclusivamente la del Estado»; y aunque luego se modificó la forma, su sustancia permaneció idéntica. Cuando un sacerdote diputado propuso que se declarara expresamente que los disidentes del Catolicismo no podían ejercer cargos públicos, el más ilustre jurisconsulto ecuatoriano, el Dr. José Fernández Salvador, se apresuró a dejar definitiva constancia de que esa exclusión se desprendía del mismo artículo que reconocía la religión del Estado. Mas, fuese cualquiera el valor jurídico y filosófico de esta declaración, lo indiscutible era que nadie en el país se juzgaba heterodoxo, que todos, sin excepción, se proclamaban hijos fieles de la Iglesia, aunque tuviesen errores y desvíos, provenientes de las tendencias regalistas y jansenistas que deslustraban la vida espiritual. La Constitución, en consecuencia, no constituía amenaza, ni dogal, para conciencia alguna386.

  —287→  

Y así, sin peligro de ofender a ningún ciudadano, la Ley Fundamental de 1845, dictada por una Asamblea libérrima, en que estuvieron los grandes próceres de nuestro primer liberalismo político, declaró en su artículo 142 que «El Poder que tiene el Congreso para reformar esta Constitución, no se extenderá nunca al artículo 13 del título 3.º que habla de la religión del estado». Tan hondo y perenne era el sentimiento religioso de la nacionalidad, que se juzgaba imposible un cambio de criterio en dicho punto; mas, para poner coto a cualquier remota veleidad, el legislador constitucional señaló vallas definitivas...

Las Constituciones posteriores mantuvieron este criterio; y así, la Carta de 1869, contra la cual se han formulado tantas criticas, aparentemente demoledoras, no hizo otra cosa que ratificar y confirmar lo establecido por las precedentes o declarar de manera más clara lo que en ellas implícitamente se contenía, de conformidad con el parecer del Dr. Fernández Salvador. La Carta de 1896, que pretendió romper con los vínculos de la tradición y deshacer la historia, dijo sin embargo:

«Art. 12. La Religión de la República es la católica, apostólica, romana, con exclusión de todo culto contrario a la moral. Los Poderes Públicos están obligados a protegerla y hacerla respetar».



La voz de los siglos, el criterio de innumerables generaciones que, al amparo de la fe, habían labrado las bases de la patria, se impuso sobre los flamantes anhelos de reforma radical de las instituciones. Y cuando en 1906, la nueva Constitución, suprimiendo el artículo tradicional sobre Religión de Estado, se limitó a incluir entre las garantías individuales, la libertad de conciencia en todos sus aspectos y manifestaciones, si bien rompía con los cánones de la tradición nacional, despedazaba la unidad moral de nuestro pueblo y abría las exclusas para que el error, legalmente equiparado a la verdad, viniera a disputarle el dominio de las almas; libraba definitivamente a la Iglesia de vejatorias reglamentaciones de cultos, ensayadas en años anteriores, y le aseguraba una era de libertad, después de azaroso período de opresora tutela.

Vientos constantes de tempestad han corrido desde entonces. Se han organizado nuevas corrientes ideológicas: al viejo liberalismo, ha sucedido, en buena parte de las clases directoras del pensamiento, el marxismo con sus principios materialistas; supuestos misioneros de origen foráneo han venido a cristianizar a nuestro pueblo que, por cuatro   —288→   siglos, ha vivido del Mensaje Evangélico, infundido en el alma colectiva por la más gloriosa de las Madres Patrias, España. Mas, hoy como ayer, a pesar de todos estos síntomas y fomes de desunión, la fe católica es el mejor, casi estaríamos por decir el único cimiento de unidad moral, la raíz intacta de nuestra individualidad histórica, el foco de luz que esclarece el a veces enigmático sino de los destinos nacionales, la gran fuerza centrípeta que congrega a todos los elementos geográficos y raciales, la clave, en fin, la clave exclusiva, de nuestra confianza en el porvenir.







Anterior Indice Siguiente