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ArribaAbajoCapítulo 4

Anatomía de una ilusión: La desheredada


-¿Quién duda de eso? -dijo la sobrina-. Pero ¿quién le mete a vuestra merced, señor tío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y en no irse por el mundo a buscar pan de trastigo, sin considerar que muchos van por lana y vuelven trasquilados?


Don Quijote de la Mancha, parte I, cap. VII.                


La pregunta de si La desheredada (1881) inicia en la obra de Galdós una segunda manera me parece retórica ¿Qué duda cabe de que en esta novela encontramos situaciones, motivos, personajes, incluso giros estilísticos que van a reaparecer, a transformarse, acendrarse en las novelas de los próximos veinte años y especialmente en las de los ocho más inmediatos? Isidora comiendo una naranja (p. 75) prefigura la imagen de Fortunata chupando un huevo; las miserables sisas de la Sanguijuelera cuando presta dinero a su sobrina las recordaremos al ver a Isidora víctima de semejante práctica a manos del avaro en Torquemada en la hoguera en ambas ficciones los hijos de las protagonistas nacen con cabezas desproporcionadas. ¿Y quién, si no José Relimpio, es el primer apunte del genial tocayo José Ido del Sagrario? Al uno se le sube a la cabeza el champaña, al otro la carne, con el mismo resultado: despertarles celos monstruosos, propios de entes folletinescos. Crea Galdós en La desheredada una gramática de imágenes básicas; una, la de la mujer natural que al entrar en las varias y complicadas combinaciones sintácticas del novelar adquiere complejidad; una imagen a sí al integrarse más tarde en la creación de Fortunata, cobrará connotaciones mitológicas; segunda, la personalidad de los dos Josés, esencializada, se sublima en el delirio semilúcido de Maximiliano Rubín cuando Fortunata le ofrece su cuerpo si mata a los amantes traidores.

En La desheredada hay varias novedades. Surge una preocupación por España, originada en los nuevos problemas del país durante la segunda mitad del siglo XIX, los levantamientos en Cuba y Puerto Rico, por ejemplo, y no en los conflictos tradicionales (como la influencia de la Iglesia en la vida civil española, de añejas raíces en el pasado) novelados en obras anteriores. Galdós se sitúa a cierta distancia de estos temas, sugiriendo, por influencia de las doctrinas krausistas, soluciones prácticas. La dedicatoria de la novela, los maestros de escuela, indica ya su esperanza en que la educación haga mejores ciudadanos a los españoles del mañana.

Manifiesta, también, por primer vez, una clara autoconciencia del novelar y completo control de sus facultades narrativas. Cuenta con gusto y firmeza de propósito; atrás quedan los días en que las obras terminaban de varias maneras, La Fontana de Oro y Doña Perfecta, dependiendo del estado de ánimo dominante en el momento de escribir. La narración se ha hecho autónoma; el novelar independizado tiene una lógica propia, interna. Nada ajena a semejante ocurrencia resulta la progresiva dramatización de la novela: en La desheredada hay capítulos enteros en forma dialogada. El autor deja que los personajes se revelen por sí mismos, a través de la falsedad «romántica» de diálogos como los cruzados entre Joaquín Pez e Isidora, o a sí mismos, cuando el narrador, utilizando la segunda persona narrativa, ausculta la conciencia de la protagonista, llena de ardientes sueños que le dan vida.




ArribaAbajoInnovación esencial

La desheredada tuvo buena fortuna crítica. Atrajo, y atrae mucha y de calidad. Casi todos los estudios examinan con detalle la función del capítulo inicial, descripción del manicomio de Leganés, y de un loco, Tomás Rufete, asignando al escenario un papel simbólico como microcosmos del Madrid vecino, e incluso de España entera. Semejante interpretación sociohistórica suele ir acompañada de amplias disquisiciones acerca del naturalismo, útiles para plantear luego la incógnita de si la protagonista sufre delirios imaginativos a causa de una malformación fisiológica de origen hereditario, o por razones morales. Por atender excesivamente a estas cuestiones no se asigna a la novela su justo valor, ni se reconoce el mérito singular de la revolucionaria creación de un personaje cuyo imaginar se desprende de la realidad en el transcurso de la novela. Las figuraciones imaginativas de Isidora las toman les otros personajes como propias y características de su persona, en su literalidad. El ente ficticio se realiza en su propia ficción, se hace libre en ella y esa autonomía supone un paso adelante en la creación novelesca española, con la que ésta atraviesa el umbral de la modernidad. El lector no sólo será atraído por los encantos de la narración, de lo contado, sino que, en cierto sentir, participará del modo de conformación de ese atractivo, al presenciar cómo una pobre mujer, exaltada si no perturbada, gana el afecto de otros por esa exaltación del imaginar tenida al comienzo por aberrante, y entendida al fin como manifestación de un comprensible deseo de ascensión social.

El libro reciente de Claire-Nicole Robin hace una acertada presentación del naturalismo en La desheredada. Descarta con convincentes argumentos la influencia teórica de Zola, aportando al hacerlo razones históricas y sociales. Subraya la naciente conciencia de la cuestión social, fomentada por el naturalismo francés y la pronta unión en España con los aires reformistas del momento post-revolucionario; según la crítica francesa el naturalismo y el asunto de las influencias depende de una serie de coincidencias, sin olvidar la centralidad del impulso, pues entre otras cosas, el país vecino, por su adelanto científico y social, era un permanente modelo de comparación. El trabajo de Robin parte de una perspectiva social de la literatura, y confirma, a su manera el presupuesto dominante en la crítica sobre la novela: su realismo, la idea de que al escribir, Galdós pretendía corregir los excesos de la imaginación, idea ilustrada hasta la saciedad por la dedicatoria ya aludida: «Saliendo a relucir aquí, sin saber cómo ni por qué, algunas dolencias sociales nacidas de la falta de nutrición y del poco uso que se viene haciendo de los beneficios reconstituyentes llamados Aritmética, Lógica, Moral y Sentido común, convendría dedicar estas páginas [...] las dedico a los que son o deben ser sus verdaderos médicos: a los maestros de escuela». Palabras que, de otro modo, cierran la obra: «Si sentís anhelo de llegar a una difícil y escabrosa altura, no os fiéis de las alas postizas. Procurad echarlas naturales, y en caso de que no lo consigáis, pues hay infinitos ejemplos que confirman la negativa; lo mejor, creedme, lo mejor será que toméis una escalera» (p. 483).

Al fijar el interés de la lectura en los aspectos reformistas de la obra, se escamotea el examen de la cuestión crítica. Isidora necesita mejor educación, no hay vuelta de hoja, y también los españoles esa general; mas conviene insistir en otras facetas del texto, sobre todo en el logro que supone haber fijado en cuatrocientas páginas la faz contradictoria y muy humana del personaje, que se afirma a pesar de las tremendas deformaciones que le impone la sociedad de que es antagonista. La humanidad de Isidora oculta bajo sus pretensiones «folletinescas», acaba por imponerse.

Oímos en la dedicatoria la voz del autor implícito creando un marco de valor didáctico para la novela. La decisión de que la educación aparezca como valor positivo le pertenece; asimismo es suya la decisión de que la lectura de folletines resulte perniciosa y produzca en el personaje en efecto parecido al de los libros de caballería en el Caballero de la Triste Figura. A este nivel, Isidora y don Quijote son puros delirantes; aceptando la ficción como ficción y lo contado como verdad artística. El lector «creerá» cuantas cosas nunca jamás oídas relate el autor, y participará simpáticamente en esa creencia a un nivel personal, extra-social, pues en él la exaltada le parecerá un ser entrañable, cuyas ansias de nobleza son, en sentido literal, genuinas y legítimas.

El autor implícito y el tácito no se contradicen, se complementan; el primero desarrolla en el plano novelesco las intuiciones y las intenciones del segundo. Fijar la atención en la dedicatoria, en el reformismo que entraña, es válido, pero no lo tomemos como fundamento para la interpretación total de la obra. Es probable que con buena educación le hubiera ayudado a Isidora a vivir con los pies en la tierra, mas aun sin ella, el ser humano vibra y deja asomar bajo su deformación en espíritu transparente. Es un Quijote femenino, a quien Galdós paseó por los escaparates del Madrid burgués, y de esa figura decantará -con notables variantes- otras imágenes: Rosalía Bringas, Eloísa, Fortunata, hasta Barbarita Santa Cruz.

Que al final presenta en contraste entre la soñadora y la prostituta, que, en realidad, aquélla ha llegado a ser, es una superación de la caracterología precedente; el personaje tiene dos caras: una sonriente, angelical, esperanzada; otra, de hablar basto, mirar trastornado y aspecto enfermizo, una figura degradada en que se esfuman los contornos de su belleza. La primera es la figura ideal que el autor tácito decanta de una realidad cuyas coordenadas de pobreza y enfermedad traza el amor implícito para las mujeres rebeldes al encasillado en los compartimientos sociales asignados por el destino. La segunda es el deshecho, la perdida, que sobrevive a su suicidio moral. El autor ve al ser entre las rejas que su sentido común (y su portavoz , el autor implícito) impone a seres advertidos en la libertad de su imaginación. En Fortunata y Jacinta no será ya el autor implícito quien tenga «razón», como en La desheredada, sino la mujer que vio y concibió como productor y objeto de una historia en autor con quien une al lector ese pacto tácito cuya regla máxima se enuncia así la vida puede ser ficción, y la ficción rectificar a la vida.




ArribaAbajoFalsos contrarios: «La desheredada» frente a «El amigo Manso»

William Shoemaker expuso hace anos una teoría que ha sido generalmente aceptada. Refiriéndose a la escasa reacción crítica obtenida en su tiempo por La desheredada (unos artículos de Luis Alfonso y de Clarín, en «Los Lunes» de La Época y del Imparcial, respectivamente, y poco más) supone que Galdós debió desanimarse, pasando con este motivo a escribir otro tipo de ficción, la novela idealista El amigo Manso. Continúa Shoemaker su argumentación aludiendo a una carta de don Francisco Giner de los Ríos, pródiga en elogios para La desheredada, y calcula que flores tan eminentes espolearon al floreado a retomar su manera anterior, trabas, en la novela siguiente, El doctor Centeno (1883). La explicación parece ingeniosa, y quizás no exenta de alguna verdad biográfica; pero falla al diferenciar y enfrentar El amigo Manso con el resto de la producción galdosiana en ese periodo. No considera la autonomía alcanzada por la protagonista, que es innegable, aun si distinta, a la del ser de ficción autónomo por excelencia, Máximo Manso; no en vano Ricardo Gullón llamó «nívola en ciernes» a la obra protagonizada por el profesor krausista. El salto de La desheredada a El amigo Manso resulta menor de lo asumido por Shoemaker, sobre todo si consideramos que al escribir La desheredada Galdós tenía conciencia de la importancia de crear personajes autónomos y propósito de dejar libertad al autor implícito, su embajador, para organizar el mundo de la ficción; así, la inflexión personal ni estaba ausente del relato, ni afectaba de manera directa, y explícitca, la construcción artística. Vemos a Isidora crecer en libertad y vivir «su» novela al vivir una vida que la razón y la conveniencia social, entendidas según los juicios de valor del autor implícito, no aconsejan ni justifican. En la literalidad del texto, la voluntad del ente de papel va reforzándose, imponiéndose a la mente lectora con poder superior al de cuantos seres razonables, creados con el compás del sentido común, pueblan la obra. En El amigo Manso la autonomía probada en la novela anterior se repite, en mayor escala. No sé si este ensayo satisfizo del todo al espíritu galdosiano, tan comprometido con su época, inmerso en ella, inquieto analista de sus valores, pero en todo caso la autonomía del personaje es una conquista del novelador-artista que nunca, desaparecerá de su obra. No veo, pues, un corte entre estas novelas y las que siguieron, sino una continuación, en que las posibles opciones técnicas y temáticas van sucediéndose sin contradicción.




ArribaAbajoRealismos

Es innegable que, pese al loco fantasear de la heroína, en La deshereda se acentúa el realismo galdosiano, Madrid y la vida contemporánea se incorporan de lleno a la novela. Conviene recordar que Galdós nunca abandona su primera manera, la expresiva o simbólica característica de La Fontana de Oro o Doña perfecta su impronta se trasluce en el mismo primer capítulo; tras conocer a Tomás Rufete, padre de Isidora, enfermo en Leganés, resulta fácil descifrar el simbolismo del lugar, microcosmos del manicomio de locos sueltos que es la capital de España.

El modo realista utilizado para la presentación de Rufete es además representacional. Es visible el intento de guardar una relación o correlación isomórfica entre la ciudad de Madrid en los años sesenta del pasado siglo y el espacio representado en la ficción. Mapa en mano seguimos sin dificultad los recorridos de los personajes en sus idas y venidas por la capital; la justeza de las descripciones la confirma un paseo por el Madrid viejo. Las secciones de sociedad en los periódicos atestiguan la verdad en la descripción de los detalles de aquella sociedad de apariencias: reuniones, conversaciones, inefables paseos por la Castellana, donde se lucían palmos, tiros y vanidades...; lo mismo puede decirse de la Historia; no voy a repasarla, varios críticos la estudiaron antes que yo; sólo quiero recordar que Galdós hizo coincidir los destinos de la protagonista con destacados sucesos en la vida social y política del país. El 11 de febrero, fecha de la proclamación de la Primera República, Isidora se echa en brazos de Joaquín Pez. Se suicida moralmente, en el mismísimo lugar, calle del Turco, donde aconteció el asesinato de don Juan Prim.

Al Madrid apenas despierto al progreso de la vida moderna, llega Isidora Rufete, pobre, huérfana de madre, con un padre encerrado en Leganés, y dispuesta a reclamar una supuesta legitimidad como nieta de la Marquesa de Aransis. Cuando aparece por primera vez está visitando al padre, enseguida sabemos que la joven posee fuerte personalidad, caracterizada por vivir una vida mental desligada de la realidad, en la soledad de su conciencia, donde auténticamente se siente un ser superior. No se concibe marquesa porque si, del modo que muchos locos se creen Napoleón; no, Isidora posee papeles que evidencian sus derechos al título.




ArribaAbajoLa imaginación atrevida

Esta novela es la única, que yo recuerde, en que don Benito presenta a dos amantes en la cama; en cualquier caso, se atreve a lo que otros escritores en aquel 1880 no se atrevieron: a presentar una situación escabrosa con pelos y señales. Lo que a distancia contrasta con los cambios efectuados por Cervantes en la segunda versión de El celoso extremeño donde los jóvenes, tras un escarceo amoroso, se duermen en inocente abrazo. La razón cervantina para llevar a cabo semejante falseamiemo de la realidad es de todos conocida, la estrecha vigilancia de la Santa Inquisición. Galdós se atreve a excavar, siquiera un poquito, en las galerías oscuras del deseo y a presentar íntimas trasgresiones, cometidas en desafío a los códigos sociales. Y en las novelas siguientes las osadías irán aumentando, en Tormento, en La de Bringas, en Lo prohibido.

Respecto a La desheredada y a Fortunata y Jacinta se ha sugerido en elemento de tragedia cuya existencia resulta inconsistente con el atrevimiento de Galdós. La presentación del encuentro erótico abre un pequeño resquicio, el de los deseos sexuales, latentes y presentes en cualquier época. La existencia del deseo insatisfecho niega cualquier posibilidad de tragedia, pues ésta supone un fin en sí: un final. Galdós deja abierta la posibilidad de que Isidora se una a Joaquín Pez porque éste es un guapo mozo, igual que José María con Eloísa (en Lo prohibido). La intervención del hado deja su lugar al instinto, a la atracción sexual.

Otra transgresión ocurre cuando se especula respecto a la sífilis de Mariano (p. 418), que por vía de sugerencia abre una serie de insinuaciones en torno a la vida del personaje. Este rasgo de la imaginación galdosiana proviene con toda seguridad del naturalismo, e indica qué buen olfato tenían los reaccionarios españoles al protestar contra el mismo, pues dejaba entrever esa parte del ser humano por donde corren humores espesos, negados por esos reaccionarios, perversos inquisidores de la vida sexual del país por siglos.

La Revolución de 1868 había concedido nuevas libertades a los escritores para enfrentarse con temas comprometidos, permitiendo mayores audacias a la imaginación autorial. Don Benito supo disfrutar la libertad, sin caer en el mal gusto.




ArribaAbajo Autonomías del imaginar

No ha pasado inadvertida para los críticos la significativa presencia de Canencia en el primer capítulo de la novela -único donde aparece-; la importancia de esta figura secundaria es grande, y para una buena comprensión del conjunto es necesario valorar bien su función: es él quien bautiza (o quizás la palabra apropiada sea confirma) a Isidora, llamándola Isidora de Aransis, lo que es puro desbarre de su imaginación. La supuesta hija de Virginia, oveja negra de la Casa de Aransis, entra como tal en la novela por boca de Canencia, cuyo simbólico nombre coincide con el de en puerto de montaña de las cercanías de Madrid, que le cuadra muy bien al bebedor de vientos, figurada y literalmente hablando. Este loco pacifico es quien primero identifica a la protagonista con su ideal: «le gustó [a Isidora] que le llamaran señorita. Pero como su ánimo no estaba para vanidades, fijó su atención en las palabras consoladoras que había oído, contestando a ellas con una mirada y hondísimo suspiro» (p. 24). El escribiente reconoce el señorío, sin reparo en la pobreza de la joven visitante de un enfermo de la sección de cuidad.

Al llamarla señorita, el lector percibe un cambio en el personaje: casi vemos ahuecarse a la protagonista con gesto semejante al de Fortunata cuando ve a Juanito Santa Cruz en la escalera de la casa. La joven cobra vuelos y se reconoce en las voces cursis de Canencia, típicas de la novela sentimental, tan abundante en «penas» (p. 24), «amarguras» (p. 24), «lágrimas» (p. 25), y frases elevadas, «bello es el dolor» (p. 25). El lenguaje sentimental, de folletín, es el adecuado para nutrir los fuegos de la segunda vida que Isidora lleva dentro; en cada ocasión que Isidora Rufete se desdoble en futura Marquesa de Aransis, la reconoceremos por el tono canencianesco del cavilar, aprendido en los novelones sentimentales.

Por la mente de Isidora pasaba una visión tan espléndida, que a solas y en presencia del sacerdote, del monaguillo y de los fieles, la venturosa muchacha sonreía.

No en caso nuevo ni mucho menos -decía-. Los libros están llenos de casos semejantes. ¡Yo he leído mi propia historia tantas veces...! Y ¿qué cosa hay más linda que cuando nos pintan una pobrecita, muy pobrecita, que vive en una guardilla y trabaja para mantenerse, y esa joven, que es bonita como los ángeles y, por supuesto, honrada, más honrada que los ángeles, llora mucho y padece porque unos pícaros la quieren infamar, y luego, en cierto día, se para una gran carretela en la puerta y sube una señora marquesa muy guapa, y va a la joven, y hablan y se explican, y lloran mucho las dos, viniendo a resultar que la muchacha es hija de la marquesa, que la tuvo de un cierto conde calavera? Por lo cual, de repente cambia la posición de la niña, y habita en palacios, y se casa con un joven que ya, en los tiempos de su pobreza, la pretendía y ella le amaba... Pero ha concluido la misa. Pies, ¿para qué os quiero?


(pp. 116-117)                


Al principio el lenguaje y la perspectiva vital de falso romanticismo que entraña su adopción, suenan ridículos, cosa de locos. Cuando Isidora confía en Encarnación la historia de los antecedentes aristocráticos, se reconoce en los estereotipos del folletín, adoptándolos, lo que le vale la burla cruel de la tía. «En sesenta y ocho años no te he visto nunca... Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco la letra..., ni falta. Para mentiras, bastante entran por las orejas. Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del nuncio, con que señorita principal os dio a criar y desapareció» (p. 54).

No me detendré a explicar con detalle los aspectos folletinescos de la segunda vida, imaginativa, de Isidora. Me interesa su desarrollo. La burla, como dije, suele ser la reacción a sus aspiraciones. Sin embargo, la empecinada persistencia de la muchacha traerá su recompensa en forma de progresiva y natural habilidad en el manejo de la facultad imaginativa. No quedará, como Ido del Sagrario cuando le da el dengue, en la identificación de sus destinos con los estereotipos del folletín; poco a poco irá saliendo del molde, adquiriendo singular maña pura colorear el mundo alrededor suyo con los tintes preferidos, vistiéndolo de ilusión.

Cuando rompe con el miserable Sánchez Botín, epítome del amante tacaño, e indeseable por lo baboso, aquí y en Lo prohibido, don José Relimpio la lleva a su casa. Montada por Melchor como base de operaciones para sus turbios negocios, el lugar la desagrada desde el primer momento, obstáculo que a estas alturas de la novela es salvable sin dificultad gracias a sus probadas dotes imaginativas: «Las palabras Rifas, Grandes Rifas, Tres sorteos mensuales, seis millones, impresas en colores, revoloteaban por las paredes, cual bandadas de pájaros tropicales; y como el papel en que aquéllas campeaban era de ramos verdes, la fantasía loca de Isidora no habla de esforzarse mucho para hacer de aquel recinto una especie de selva americana alumbrada por la luna» (p. 328).

La imaginación, robustecida por el uso continuo, sirve en cualquier ocasión de medicina para remediar las amarguras de la vida, e incluso de droga para escapar a las responsabilidades propias. Cuando sube al piso de la modista Eponina, contraviniendo órdenes expresas de Miquis, cuya receta para la curación de los trastornos de su amiga prescribía tajante alejamiento de excitantes, en especial de los trapos o disfraces que la enajenaban, reflexiona así: «Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado, aquel traje, y había que quitárselo enseguida, sin poder siquiera, como los cómicos, lucido un momento? No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba, y se volvía a mirar, sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver cómo se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma» (pp. 396-370).

Los espejos no mienten, piensa Isidora, la figura vestida de trapillo cubierta de basto merino, disfraza a una aristócrata, y más juzgando por el efecto producido en Miquis al verla, oculta una figura «divina» (p. 370). El fantasear tiene sus lados que no están mal, y el médico comienza a caer en la cuenta de que las ilusiones de Isidora tienen un no sé qué de positivo, de revelador. No será descendiente de los Aransis, pero aspecto distinguido sí que lo tiene.

Miquis, la Sanguijuelera, otros entes de la ficción, cuantos se burlan reiteradas veces de los humos de grandeza de su amiga acabarán entendiendo que no son sólo delirios, sino imposibilidad radical de adaptarse a las realidades de un mundo prosaico. Incluso el egoísta Joaquín, cuya explotación de las debilidades de la amante causa su envilecimiento y caída en la prostitución, intuye que acaso el delirio disimula ilusiones insatisfechas. No obstante, el «noble» arruinado interpreta tales desvaríos con los esquemas de la sociedad que le rodea, los del folletín.

Joaquín. Esas ideas de vivir ocultamente, y eso de hacer un nido y... (Riendo.) Estupideces, hija. -Eso lo pueden hacer los pájaros, que no conocen la acuñación de moneda. Estamos dejados de la mano de Dios. No hay que pensar en casita ni en simplezas. Los novelistas han introducido en la sociedad multitud de ideas erróneas. Son los falsificadores de la vida, y por esto deberían ir todos a presidio.


(p. 386)                


Joaquín Ta, ta, ta. Tú vives de ilusiones. Aquí tenemos otra vez la fantasmagoría del pleito. Siempre crees que mañana te duermes Isidora y te despiertas marquesa de Aransis, harta de millones. No sé cómo, con tu buen talento, vives así, engañada por el deseo.


(p. 387)                


Poco después, al terminar una comida que calma hambres largas, gracias a la compasión, el sacrificio y las aportaciones pecuniarias de la amante, Joaquín, en alas de entusiasmo, milagros de la buena digestión, reconoce en ella cierta superioridad; la comparación entre su generosidad y el mezquino egoísmo del señorito emanado le rebajan y le inducen incluso a abandonar los estereotipos del folletín, convenientes casilleros donde solía descartar las aspiraciones de la joven al marquesado de Aransis. Por un momento la contempla transformada, hecha «un ángel». La exaltación dura breves instantes, pues la mezquindad y debilidad de carácter del personaje es incapaz de mantenerla lo bastante como para que el lector sienta la fuerza y el poder de la ilusión de la protagonista.

Joaquín. No lo merezco ciertamente. Muchas veces te lo he dicho. Eres un ángel..., no de esos ángeles desabridos que pintan en los cuadros y en las poesías, los cuales vienen con consuelillos de moral emoliente, sino un ángel mundano que derrama sobre el corazón del desgraciado bálsamo eficaz. En una palabra, eres un ángel práctico. Bien se conoce en todas tus acciones la nobleza. Podrás equivocarte, cometer faltas; pero ser innoble, jamás. No sé si me explicaré diciendo que tienes la elegancia del alma.

Isidora. Tienes razón. Seré cualquier cosa; seré... mala si se quiere, pero ordinaria jamás.

Joaquín. Indudablemente eso está en la sangre. ¡Por vida de...! Si no ganas ese endiablado pleito, no hay justicia en la tierra... ni en el cielo. ¡Ay! Isidora, no sé por qué el Champagne da a mi alma un vigor que ya no tenía. Ello es que siento deseos de echarme a pensar cosas agradables. Isidora, Isidora, mujer mía. (La abraza tiernamente.) Entretengámonos un momento con ilusiones...

Isidora. (Riendo.) Mejor es soñar que ver.

Joaquín. Ganarás el pleito... Yo me casaré contigo...


(pp. 388-389)                


La vida es sueño, Calderón dixit el sueño es vida, según, lo presenta don Juan Valera en Morsamor. En La desheredada, el sueño sustituye ventajosamente a la vida en el imaginar que transfigura el penoso diario existir de la desposeída. Acaba reconociendo la imposibilidad de alcanzar el título deseado, mas en compensación lo «obtiene» en la vida inventada. La más significativa innovación en cuanto al desarrollo del carácter es la originalidad con que aparece tratado el mecanismo de la imaginación. Cuando Miquis y cuantos trataron en vano que Isidora aceptara la realidad, la ven caída hablando en vez del lenguaje elevado de la novela sentimental, la jerga del arroyo, salpicada de expresiones barrio-bajeras, única herencia de sus relaciones con el Gaita, los personajes -y el lector- comprueban que el imaginar, al interrumpir su acción, redujo el ser que se queda excepcional a un puro desecho. La conducta de Isidora, moldeada al comienzo de acuerdo con las prescripciones de la novela sentimental, emula los tópicos situacionales y vitales sugeridos por los novelones; Carencia, ya lo mencioné, enuncia por primera vez las líneas generales de una conducta que luego entrará en relación dialéctica con la de una prostituta; la vida en vez de embellecerse se degrada. En los folletines falta realidad, falta vida; en el lenguaje brutal del chulo, sobra; sucede algo parecido con los raros de cualquier lengua; la realidad, explicitada en los referentes verbales, es pura interjección.

El momento crucial del relato, cuando Miquis propone a Isidora la posibilidad de volver a vivir una vida arreglada, surge «otra» con total crudeza. Leamos.

-Pobre mujer, todavía, todavía es tiempo...

-¿De qué?

-De adoptar una vida arreglada. Yo te buscaré trabajo.

-No sé hacer nada.

-Yo te pasaré una pequeña pensión...

-Dirán que soy tu querida. Concluiré por serlo...

-Búscate un modo de vivir. Vete con tu tía...

-No hay tu tía, no, no...; déjame. ¿Para que has venido acá? Ni falta... Aire, aire. No necesito consejos.

-Aborreces a Surupa, y, sin embargo, ¡cuánto se te ha pegado de él! Cuando recuerdo cómo eras y cómo eres, cómo hablabas y cómo hablas, no sé qué me da.

-Así es el mundo: unos se quedan y otros se van Yo me fui, ¿te enteras? Yo me he muerto. Aquella Isidora ya no existe más que en tu imaginación. Esta que ves, ya no conserva de aquella ni siquiera el nombre.

-Pues aquella era mi buena amiga -dijo Augusto con tesón-; ésta me repugna.


(p. 468)                


La Rufete considera ficticio su modo de ser anterior y al hacerlo le confiere entidad, negando al mismo tiempo su consistencia fuera de la imaginación de Augusto, que insiste en reconocer a la amiga en la soñadora. (El cierre de la novela es un claro ejemplo de literaturidad en la ficción.) Ese personaje que identificamos con la protagonista de la obra termina rompiendo los cabos que le atan con el mundo real.

La obra comunica la palpitación de lo humano, perceptible en lo ordinario de todos los días, poniendo al personaje en condiciones sociales, económicas y políticas que recuerdan una verdad inescapable: la vida además de suelto es dolor.




ArribaAbajoDesdoblamiento novelesco

El temo presenta, pues, dos Isidoras. La prostituta, definida por el autor implícito en términos explícitos cuando, durante el tenso final, adopta el papel de severo narrador; y la otra, la soñadora, la que atrae a Miquis y enamora a don José Relimpio. La isidoresca vida repleta de ilusiones es una cuña esforzándose por penetraren la realidad, en la adecuación referencial del tema, y lo fuerza, intentando que esa realidad, fácil de explicar en un principio (los locos, locos son, y mueren en Leganés), se colme de preguntas, al ir contrastándose con el mundo de ilusiones de quien pareciendo loca no lo es.

A simple vista la Rufete pasa por vulgo prostituta, se gana la vida entregando su cuerpo a quien la paga; irónicamente, las ilusiones responsables de ese estado se caracterizan por su insustancialidad, por la indiferencia a la realidad, y por una falta total de sentido práctico. La condena lo mismo que la salvó, y viceversa, pues cae en la prostitución por los dislates de su imaginar sin freno; no por vicio, pues en última instancia es una víctima de los otros, sino por el desorden de su cerebro.

La falta de sentido práctico la define y caracteriza la novela. Clara escena simbólica del desinterés por lo práctico: cuando don José la enseña a manejar la máquina de coser, ella no presta atención a las palabras del padrino, perdida en sus musarañas:

Don José quería a su ahijada y gustaba tanto de verse próximo a ella, que aceptó gozoso. Las primeras explicaciones tuvieron poco éxito. Isidora no podía comprender aquel endiablado mete y saca de hilo superior, que por tantos agujerillos tiene que pasar hasta que lo coge en su horadado pico la aguja, y empieza, debajo de la placa, la rápida esgrima con el hilo interior. Se atacan con encarnizamiento, se cruzan, se enlazan, se anudan y se retiran tiesos, para volver a embestirse después que pasa una vigésima parte de segundo.

¡Lástima que Isidora no tuviera su espíritu aquella noche en disposición de atender...


(pp. 128-129)                


La vida imaginada carece de desarrollo, el entramado de ilusiones es un «horno» (p. 85) constantemente encendido, que no lleva a ninguna parte. Tampoco revela casualidad, mientras la «real» está fuertemente marcada; sin que quepan alteraciones, se rige por el inamovible principio de «quien mal anda mal acaba», vigente al pie de la letra en el caso de Mariano y, en definitiva, en el de la propia protagonista. La divergencia entre esas maneras de vivir introduce una gran interrogación en la cuestión del naturalismo. Consideremos el perfil de Isidora como personaje naturalista: hija de un loco, hereda su degeneración mental, la joven crece con progresiva incapacidad para imponer en esquema racional a su vida, y el resultado final es la catástrofe. Pasando de la explicación determinista a la literaria, retomo lo expuesto hace un instante, aquello de que los sueños de la joven cobran vida en las palabras de Canencia, en el lenguaje del novelón sentimental y, que entendidos en su literalidad, apuntan a otra existencia folletinesca. La explicación naturalista resultará válida para el nivel realista de la ficción, mas no para el imaginario, y la razón me parece obvia: en la descripción determinista de Isidora opera una cadena causal, una razón inicial de lo que derivan los siguientes pasos; en la folletinesca no existe tal orden, pues el folletín supone sólo un impulso para el imaginar del personaje, que se lanza al mundo con su poder fantaseador convencido de que podía ajustarlo a sus designios. Todo depende del color del cristal por el que se mira.

El escenario en que ocurre la vida «real», causalmente trabada, y el de la «ficcionalizada» movida por los arrestos del imaginar, son distintos. Uno es el mundo; el raro, la nebulosa de los sueños; aquí vive Isidora su «segunda vida» (p. 60). Al pasar del uno al otro es forzoso efectuar las correspondientes transformaciones; por ejemplo, cuanto se llame pleito en la realidad, en las ilusiones no es tal, sino un derecho no reconocido al apellido Aransis. Isidora no usa la realidad, la falsifica. Falsificación, doble vida, que, como falta de sentido, sería, si no fuera involuntaria, reprensible; no es condenable cuando se la considera la luz del imaginar descontrolado.

Dos notas del carácter isidoresco me parecen esenciales La primera, que mantenga contra viento y marea una absoluta confianza en sí misma, en el éxito final, optimismo que incluso contagia a Pez y a Miquis (p. 468). Ni los abyectos reveses de la realidad, ni las bromas de familiares y amigos, ni los continuos desastres de Mariano consiguen desteñir con horizonte coloreado por la esperanza de alcanzar mejor estado (p. 115). La segunda es que el imaginar sirve para presentar en continua variación una realidad bien ordenada, de nítidos encadenamientos causales, transportándolos a espacios poco frecuentados por el discurso racional. Así la novela se desdobla y presenta dos alternativas de igual peso y validez, la prescrita por la razón y la otra. Benito Pérez Galdós, al romper con su primera manera, con el entendimiento simbólico de la realidad, da un paso enorme y sitúa en el núcleo de su novela a un personaje que por el vigor de sus figuraciones mentales vive de manera diferente a como viven los demás. El vivir imaginativo carece de las conexiones de la lógica que los hombres desafían continuamente cuando rompen las reglas, con el deseo o con el acto.

La imaginación del personaje rompe las barreras del orden; el discurso exige un orden y una lógica que la gramática provee, pero la ficción transmitida por las palabras no tiene por qué ser así de ordenada; muy al contrario, lleva dentro de sí el imaginar, facultad que no necesita el rigor y el sistema de lo racional, y eso es lo que muestra la historia de la infeliz desheredada. La novela rompe su logicismo cuando incorporan al discurso el imaginar y le confiere el mismo status concedido al pensamiento lógico, dándole autonomía.

En La desheredada, Galdós se compromete con la realidad para trascenderla, mostrándonos al mundo oscuro de nuestras ilusiones, oculto por el conformismo impuesto por las normas sociales, frenos de la imaginación, es decir: de una facultad cuyo funcionamiento sugirió el sentido más vasto de la palabra libertad.






ArribaAbajoCapítulo 5

El imaginar como pauta estructural: Fortunata y Jacinta


Benito Pérez Galdós completa su gran mural de la sociedad española con Fortunata y Jacinta, poniendo como toque foral una referencia al lugar en que comenzó a esbozarlo: el manicomio de Leganés. Allí, en el primer capítulo de La desheredada, se contó la muerte de Tomás Rufete, el viejo enloquecido por el sinfín de miserias que inflige la vida; en el ultimo capítulo de Fortunata el loco-cuerdo Maximiliano es conducido, por un amigo, al mismo manicomio. En La desheredada, capítulo decisivo «Liquidación», asistimos al momento en que el autor toma plena conciencia de las posibilidades del arte narrativo, iniciando un recorrido que, a través de las llamadas novelas contemporáneas, le llevaría a retratar imaginativamente a sus coetáneos, mostrándoles, mediante frecuentes confrontaciones entre el cómo aparentan ser los personajes y cómo son, en su compleja humanidad.

¿Quién no recuerda a Rosalía Bringas? La que alecciona a Amparo Sánchez Emperador en Tormento, cayendo luego -La de Briagas- en los brazos de Pez. Son los primeros acordes de la gran sinfonía, un examen parcial/particular de la vida actual: el juego de las apariencias. Gracias a un progresivo alejamiento del mimetismo referencial en sus novelas de la primera mitad de los ochenta, y a la asignación de un creciente papel al imaginar, el autor penetró mejor en los personajes y en su mundo. Aquéllos los conocerá el lector en tres modos: el que son, el que aparentan ser y el que el mismo lector se figura que son. Si esto suena unamuniano, no lo estoy forzando; las conexiones se hacen solas.

El cierre de Fortunata y Jacinta es también el del gran mural a que acabo de referirme. Así el supertexto galdosiano ofrece una curiosa simetría, y una concordancia que vale la pena tener presente, en sí y en cuanto es a la vez una discrepancia. Unos viven su locura; otros la aceptan en su cordura; «¿qué más da?», parece sugerir la resignación de Maximiliano Rubio. Según le llevan al manicomio, va dándose perfecta cuenta de lo que pasa y de lo que le pasa. Con lucidez reconoce su situación, descifrando, y esto es lo importante, el tejido de mentiras en que se envuelve la sociedad, a la que dedica una sonrisa y un insulto: «¡Si creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés» (IV, p. 652).

Galdós, a la vez que retrata la sociedad, trata los grandes temas que obsesionan a los hombres: la maternidad, la génesis de la vida, etc., literaturizados en una compleja simbología. Curiosamente, esta última característica de la novela, bien estudiada, resulta la peor comprendidas, pues la crítica saltó del interés por los aspectos realistas, rara vez mal entendidos, a otro de entre estructuralista, que en sus parciales acercamientos olvida los temáticos. Fortunata es una gran novela porque pinta a una ciudad y sus gentes con maestría, y porque ficcionaliza lo humano y nunca demasiado humano, recreándolo artísticamente en palabras que captan modalidades esenciales de la existencia.

La necesidad de una hermenéutica de la novela se evidencia al recordar el título, Fortunata y Jacinta sigue sin evocar en gran número de lectores cultos algo parecido a lo que ocurre si se menciona a Madame Bovary. Sabemos qué es el bovarismo, pero, ¿qué son el fortunatismo y el jacintismo? Quizás alguien responda que tras títulos tan expresivos como Lo prohibido y Tormento, Galdós evita explicitar sus intenciones, entregándonos un título de connotaciones imprecisas.

La apreciación del arte galdosiano en Fortunata requiere una clara dilucidación del tema, y de la pauta que infunde vida a la trama. Pauta que, en mi opinión, surge de la negación de la heroína a aceptar las convenciones sociales y el pensamiento sujeto a la conexión causal. Esto se muestra en el convencimiento de sus derechos al marido de otra, fundado en la creencia popular de que el amores ciego y todopoderoso, capaz de mover la roca del orden social, afirmada en los solidísimos terrenos del interés y del egoísmo.

La lectura de la novela descubre una falta de confianza autorial en el poder y el derecho de la sociedad para instaurarse en rectora de la vida, pues al contrastar las reglas con los deseos del individuo, aquellas muestran su inflexibilidad. El autor implícito elabora una paradigmática línea de conductas razonable; por ejemplo, presenta la infidelidad del protagonista fuera de toda razón, y la vuelta al redil familiar como única salida lógica de la calaverada. En lo razonable se basan las guías sociales de la ficción, o al menos, según las sabias enseñanzas impartidas por Evaristo Feijóo a Fortunata, el simulacro de su aceptación parece lo civilizado.

El novelista dota a los personajes de una dimensión fija, de una careta o máscara aceptable para desenvolverse en la vida social; al enfrentarse con el mundo, es corriente que la visión íntima no encaje con la establecida por la sociedad, y el autor recurre a una actividad nada realista, el imaginar, para explicar los momentos en que el personaje desdeña las vías lógicas de la conducta racional, y prescinde de las conexiones de la relación causal, supliéndolas con otras, inesperadas, intuitivas, fuera de toda razón. ¿Cómo puede Fortunata aspirar a casarse con Juanito?, parece decir el narrador. Considero la consciente y progresiva elaboración de la respuesta a esa pregunta el aspecto más original de Fortuna y Jacinta. El discurso literario iniciado en La desheredada desemboca aquí, cuando el personaje cambia de postura al enfrentase con la vida. Novedad importante del novelar galdosiano, frente al cervantino; Cervantes narró el hacerse del personaje, Galdós ficcionaliza además el drama del vivir, que exige optar entre la conducta trazada por la sociedad y la que pudieran proponer nuestras voces interiores en su inacabable mudanza. La cordura final de Don Quijote contrasta con las «demencias» de Isidora y Fortunata.




ArribaAbajoLa naturalidad del imaginar

El imaginar de los personajes en Fortunata y Jacinta aparece activado, incorporado al tejido de las acciones, y por ello llama menos nuestra atención la mezcla de ensoñaciones personales y situaciones reales. Ha desaparecido aquella urgencia de achacar su funcionamiento a un mal familiar, según sucedía en La desheredada y en Lo prohibido, y resulta una ocurrencia normal.

A poco de comenzar la novela, Barbarita oye una voz muy especial:

Mientras oraba, una voz interior, susurro dulcísimo como chismes traídos por el Ángel de la Guarda, le decía que su hijo no moriría antes que ella.


(I, p. 3)                


O, si tan curiosa situación, pasó inadvertida, consideremos la siguiente:

Y el muy pillo [Juanito] puso a prueba la de sus padres, porque se entretuvo diez años por allá, haciéndoles rabiar. No se dejaba ver de Barbarita más que en sueños, en diferentes aspectos infantiles, ya comiéndose los puños cerrados[...] (I, p. 18) .

El mocito se entretuvo en el limbo más tiempo del debido y, mientras tanto, la presunta mamá soñándolo sin cesar. El narrador describe la espera sin darle mayor importancia, señal de un cambio en la postura autorial hacia la imaginación. Concebidas las ilusiones privadas en relación con la realidad, imaginación y razón se complementan, forman parte de mi mismo sistema epistemológico, generador del modo de actuar de los personajes. El funcionamiento de este sistema tolera en intrusión de lo imprevisto apostado por una imaginación viva.

Los contrastes sucesivos de personajes (ricos y pobres), de episodios (felices, infelices), de situaciones (amor, desamor), y de escenarios (casa de los Santa Cruz, vivienda de Fortunata), confieren una textura particular a la obra y a la vez constituyen el armazón de su literaturidad. La construcción del discurso literal incluye además como componente básico la propuesta de un paralelismo entre lo que las personas apacentara y sus designios, divergencia presentada con maestra en la escena en que Juanito revela a Jacinta, durante el viaje de novios, como es su ex-amante y sus relaciones con ella.

Me detendré en la exposición del caso. Jacinta, espoleada por la curiosidad, asedia con preguntas a su marido, que ante tan hábil interrogatorio se defiende, inventando una imagen de Fortunata apropiada para satisfacer la inquietud y la sensibilidad de la recién casada, ocultando el atractivo sexual de aquélla; siendo todavía fuerte ese atractivo, mejor disimularlo, así como la constancia del afecto que siente por él la hermosa muchacha. El personaje recuece al viejo truco de disfrazar la realidad con frases hechas encubridoras de la verdad, palabrería tomada del novelón romántico, lectura predilecta de las mujeres de entonces.

Asistamos a la transformación. Habla Juanito: «[...] déjame que empiece por el principio. Érase una vez... un caballero anciano muy parecido a una cotorra y llamado Estupiná» (I, p. 45). La fórmula inicial, propia de los cuentos, indica la intención del joven de inventar una versión de los hechos, paralela a la real, pero con variantes significativas que endulzan la trivialidad de lo ocurrido. Fortunata es convertida en «una chica huérfana» (p. 46), necesitada de amparo, etc. Sabe el lector que Fortunata es una moza entera, que sabe cuidarse, al menos mientras no abandone el nido de la Cava Baja. Alterando la verdad, el personaje transmutado en relator pretende quitar hierro al asunto, y explicar las relaciones ilícitas como una caída (suya) auspiciada por las circunstancias, soslayando la pasión sexual cuyo rescoldo todavía le quema. La imaginación maquinadora de tan pobre cuento muestra en estos pasajes su corto alcance, o quizá la pereza mental de quien habla, pues para disimular la realidad de lo ocurrido no se molesta en urdir nada original: coge el primer disfraz que encuentra a mano, el del folletín, con sus motivo, de siempre -huérfana, amparo, caída- y lo reviste sin molestarse en adornarlo un poco.

Sus explicaciones le obligan a extender la historia a los motivos; de ahí la conveniencia de enfundarse con naturalidad un disfraz de majo con volantes de piel de cordero la huérfana le dio pena, cambiándolo: «me volví otro» (I, p. 49); y en cierta medida dice una media verdad, pues en la época de sus amores su madre había notado con alarma un cambio en el atuendo del hijo. Él y jacinto Villalonga, compañero de fatigas, preferían vestir a lo popular para sus excursiones por los bajos fondos de Madrid; de aquellas campañas conserva un recuerdo, una cicatriz mal cerrada: expresiones emboscadas en su habla que brotan en los escarceos amorosos con la esposa, inyectando en ellos un popularismo inoportuno.

Sigue el mozo contando cómo, seducido por la bella huérfana, cayó en el lazo tendido por su mala estrella, y vivió fuera de sí, hasta que un día despertó reconociendo su error y su culpa. Jacinta cree la historia, pero el narrador, para que el lector no se deje embaucar, le quita la careta al embustero.

Nadie diría que el hombre que de este modo razonaba, con arte tan sutil y paradójico, era el mismo que noches antes, bajo la influencia de una bebida espirituosa, había vaciado toda su alma con esa sinceridad brutal y disparada que sólo puede compararse al vómito físico, producido por un emético muy fuerte. Y después, cuando el despejo de su cerebro le hacía dueño de todas sus triquiñuelas de hombre leído y mundano, no volvió a salir de sus labios ni un solo vocablo soez, ni una sola espontaneidad de aquellas que existían dentro de él, como existen los trapos de colorines en algún rincón de la casa del que ha sido cómico, aunque sólo lo haya sido de afición. Todo era convencionalismo y frase ingeniosa en aquel hombre que se había emperejilado intelectualmente, cortándose una levita para las ideas y planchándole los cuellos al lenguaje.


(I, p. 63)                


Podrá el lector descubrir los verdaderos sentimientos del fingidor cuando lo oiga embriagado y compruebe que su deseo todavía sigue intacto, y todavía le mueve a los tapujos con que se esfuerza en pasar por otro. Constituye este personaje el epítome de un grupo social para quien la vida era una especie de baile de disfraces, con continuo trueque de apariencias. Su presencia abre y domina la primera parte de la obra, en donde queda establecida esa lamentable característica de la sociedad madrileña, reveladora de la falta absoluta de sinceridad con que actúan quienes la componen.

La historia ficticia tiene dos finales. Muy en la veta inventivo-vulgar de Juanito, José Ido del Sagrario y José Izquierdo continúan la pseudoficción, haciendo creer a Jacinta otro cuento: el fruto de las aventuras amorosas de aquél vive y es un pequeño trasto, necesitado de amparo. Cuento falso, pues el nene murió enseguida de nacer. Cuando la mujer transmite al marido la noticia, y su propósito de traer el niño a casa, él le desengaña con las siguientes palabras:

-Si desde el principio hubieras hablado conmigo... -añadió el Delfín muy cariñoso-. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos... ¡Ah, las mujeres! Todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su composicioncita[...]


(I, p. 159)                


Como leímos en La desheredada donde Carencia confirma a Isidora Rufete en la lógica de sus aspiraciones aristocráticas, la invención de los Josés presta alas a Jacinta para completar la novela bosquejada por ellos, tragándose la folletinesca trola del niño heredero de los Santa Cruz. La diferencia entre La desheredada y Fortunata y Jacinta es el sentimiento de maternidad, y sobre este tema volveré luego.

Sorprende que Juanito rebata la veracidad de la historia del Pituso, achacando la credulidad de Jacinta a los excesos peculiares de la imaginación femenina, dada, según él, a transformar la realidad, pues al hablar así su masculinidad queda malparada, ya que le hemos visto ejerciendo la misma facultad con gran habilidad.

Jacinta encuentra la novela en la realidad, guiada por un experto en el imaginar transfigurado, don José Ido del Sagrario, cuya experiencia va desde lo profesional (prolífico escritor de folletines) a la pobreza y el hambre. Experiencias fundidas en una cuando come carne y se le sube a la cabeza; entonces imagina a su pobre y honrada cónyuge convertida en amante de un duque. Los tintes rosados con que el embustero Juanito coloreó la realidad de su desliz acercan a Jacinta a un abismo de sentimentalismo en el que cae empujada por Ido, y José Izquierdo, colaboradores en el engaño. Izquierdo, a diferencia de su amigo, ve muy claro, los trazos de la realidad en la ficción; parece fanfarrón, un matarife, un héroe de pacotilla, cuando en verdad sólo es un pobrete, tirando a cobarde.

Durante la breve pausa que siguió a los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su conciencia como en un pozo, y allí se vio tal cual era realmente, despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía; pensó lo que otras veces había pensado, y se dijo en sustancia: «Si soy un verídico mulo, un buen Juan que no sabe matar un mosquito; y esta diabla de santa tiene dentro el cuerpo al Pae Eterno».


(I, p. 135)                


Izquierdo, como Juanito, es pura fachada, y Guillermina le proporcionará medios de dedicarse a una profesión decente y a su medida: la de modelo. Posando de Moisés o disfrazado de rey puede dar el pego y producir una rara impresión de verdad.

El fiasco del niño-heredero confirma la impresión lectorial de que las invenciones de los personajes escamotean la calidad, presentando una versión de los hechos que el autor utiliza para ocultar los motivos determinantes de la conducta, dejando en sombra la verdadera personalidad de cada cual; en algunos casos, como el de Juanito, el disfraz, convertido en persona, acaba usurpando el centro del ser, viviendo y actuando como si la máscara fuese rostro. Al mismo tiempo, el deseo de Jacinta de tener descendencia la incita a forzar la realidad y, en alas de la imaginación, a desatender las llamadas de la lógica.. Lo mismo sucederá a Maximiliano en la segunda parte; ambos son víctimas de un espejismo y ven lo real a través del reflejo de sus deseos.

Galdós expone con detalle el mecanismo del imaginar en Jacinta. Comienza por establecer el móvil de su conducta, «Quería canarios de alcoba a todo trance» (I, p. 64). Las ilusiones anticipatorias refuerzan este deseo: amuebla los cuartos vacíos de su piso: «[...] el arreglo definitivo de estas habitaciones vacantes existía completo en la imaginación de Jacinta» (I, pp. 68-69). Poco a poco, la «fragua» (I, p. 71) va forjando esperanzas y la alegría de la maternidad futura se convierte en la «fuerza activa» de su vida (I, p. 72). Tarda poco en sufrir una primera alucinación «maternal» -oye maullar unos gatos recién nacidos, bajo las rejas del alcantarillado, y ordena al portero el rescate de los animalitos.

-¿Y no se puede levantar esta baldosa? -indicó ella, pisando fuerte en ella.

-¿Esta baldosa? -repitió Deogracias, poniéndose de pie y mirando a su ama como se mira a la persona de cuya razón se duda.


(I, p. 72)                


Tiene ideas extrañas, de persona a quien no arredra lo imposible, como a los héroes de cuentos de hadas, y ahora un principito en pañales, parecido al de los sueños:

Algunas noches, en el primer periodo del sueño, sentía sobre su seno un contacto caliente y una boca que la chupaba. Los lengüetazos la despertaban sobresaltada, y con la tristísima impresión de que todo aquello era mentira, lanzaba un ¡ay!, y su marido le decía desde la otra cama:

-¿Qué es eso, nenita?... ¿Pesadilla?

-Sí, hijo, un sueño muy malo.


(I, p. 90)                


En contraste con el exaltado imaginar de su mujer, Juanito utiliza la imaginación para pervertir la realidad. Sus ocurrencias son «relumbrones intelectuales» (I, p. 90), plagadas de tópicos:

«La luna de miel perpetua es un contrasentido, es... hasta ridículo. El entusiasmo es un estado infantil impropio de personas normales. El marido piensa en sus negocios, la mujer en las cosas de su casa, y uno y otro se tratan más como amigos que como amantes. Hasta las palomas, hija mía, hasta las palomas cuando pasan de cierta edad, se hacen cariños así... de una manera sesuda».


(I, p. 87)                


Esta tirada ejemplifica la vulgaridad mental del cínico; cuando no «inventa», sigue los patrones del folletín para cubrir los agujeros por donde hace aguda su personalidad; echa mano de estos lugares comunes y topifica la realidad.

El deseo de ser madre presiona enérgicamente sobre la esposa actual que, en consecuencia, acaba viendo la realidad con los ojos de su fantasía: cree ver y ve un parecido entre el falso Pitusa y Juanito. Este titula las desviaciones de Jacinta «novela del niño encontrado», novelón (I, p. 162) de lacrimoso argumento que conmueve las entretelas de los abuelos, sorprendidos por el final de «novela prusiana» (I, p. 168), con las manos cargadas de juguetes, comprados en secreto. La ficción de Ido tiene una consistencia especial; no es el heredero, pero nene sí hay, «un diablillo de lo más guapito» (I, p. 113). Esto supone otra diferencia con La desheredada: el ensueño o la ilusión, aunque apócrifo, tiene un punto de partida real.

Termina la primera parte bañada en ironía muy galdosiana: ni el Pitusín recibe los juguetes de los abuelos, ni Jacinta ve cumplidas sus ilusiones; únicamente a Juanito le podrán los Reyes Magos un regalito, por boca de Villalonga: «- Chico, ¿no sabes... la noticia que te traigo...? ¡Si supieras a quién he visto! ¿Nos oirá tu mujer?... -¿Quién? -Fortunata.. Pero no tienes idea de su transformación. ¡Vaya un cambiazo! Está, guapísima, elegantísima. Chico, me quedé turulato cuando la vi» (I, p. 169). ¡Fortunata, y transformada! No cabe mayor tentación para el ex-amante, mas el autor le gasta un bromazo: tras hacerlo entrar en busca de la tal, cierra esta primera parte dejándole en cama con una pulmonía, al cuidado de Jacinta.




ArribaAbajo La pauta de la otredad

He hablado de los personajes sin explorar el ámbito en que se mueven, cuestión estudiada cuidadosamente por la crítica: el Madrid del comercio «moderno», los progresos urbanísticos, el barrio Salamanca, el alcantarillado, la traída de aguas, etc., y los afectos producidos por estas novedades en la vida de los capitalinos. Me interesa un aspecto parcial de la conducta social, clave para entender el mecanismo novelesco; de manera general lo examinaré bajo la etiqueta de esta sección: la pauta de la otredad.

En Fortunata Galdós presenta una familia típica de la alta clase media, los Santa Cruz. Satisfechos con su situación social, no obstante confían en que sus hijos vivirán a la altura de la aristocracia, estamento superior al que los padres no tuvieron acceso. En gentes de bajo clase media, como los Rubín, se observan paralelas pretensiones de ascenso, pero limitadas a alcanzar los privilegios de la alta burguesía. Don Baldomero quiere para su hijo una vida mejor, exenta de trabajo, disfrutando de sus rentas. Toda la sociedad, o casi toda, quiere mudar de posición, y en muchos casos hasta de aspecto, del popular simbolizado en sus multicolores mantones de Manila al burgués de que son signo las ropas oscuras a la francesa. Quieren todos simular, en fin, una mayor dignidad según los tiempos demandan. Todo y todos ambicionan ser diferentes (o parecerlo), y el autor subraya este deseo haciendo coincidir los sucesos ficticios con los cambios políticos, llegada al poder de un rey extranjero, don Amadeo de Saboya, e incontables mudanzas de gobierno cuando aquél se marcha. Luego, otro, Alfonso XII y la restauración, al final de la obra.

La sociedad evoluciona y ensaya modelos de convivencia, precipitada por los intereses de las clases altas y la pura moción histórica, sin que los acontecimientos provoquen una concertada busca de soluciones al problema de España. Esa continua transformación revela en esencia un estado de absoluta futilidad en la convivencia social; los cambios de gobierno tapan problemas que se alargaron hasta 1936.

Si la vida en común resulta dislocada, ¿qué decir de las vidas privadas de los habitantes de ese mundo? Baste un sucinto repaso: El Pituso no es hijo de Juanito sino de otro; Jacinto quiere al Juanito topificador, no al de Fortunata, poco amigo de filosofías; Juanito es uno para Jacinta, otro para su amante, diferente cuando comienza la carrera cuando la termina; Izquierdo, como ya comenté, es un cobarde que anda con careta de revolucionario; Ido es dos, el del dengue (el que parte en dos a Nicanora cada vez que le da el achuchón) y el normal, ex-maestro de escuela y destacado pendolista; Manuel Moreno Isla, español de nacimiento, quiere ser inglés; le gusta la libertad de la Gran Bretaña, y, paradójicamente, viene a caer prisionero del amor por una mujer que representa la encarnación pura de la española; Juan Pablo Rubín, su hermano Nicolás y doña Lupe..., escindidos también entre imagen y sustancia.

El autor sitúa al lector ante un juego de espejos giratorios cuyo movimiento capta el interés y obliga a seguir la trama en el perpetuo vaivén de los personajes, revelándonos así las entrañas de la sociedad de apariencias.




ArribaAbajoIlusiones compensatorias

En la primera parte denuncia el autor la corrosiva costumbre de utiliza, las apariencias como cortina de humo y como camuflaje de los sentimientos, deporte practicado con destreza por el protagonista que, según le convenga, desempeña papel de don Juan o de marido ejemplar, manipulando las percepciones del prójimo con cínica desfachatez. Al comienzo de la segunda parte halla el lector a Maximiliano Rubio, el hombre débil necesitado de crearse otro yo para sentir respeto por sí mismo. No es que finja; es que su endeble constitución pide algún tipo de compensación, una medicina que suavice los rigores de la vida a que esa debilidad le condena. Y la droga a que recurra para curarla será el imaginar.

Maximiliano soñaba que tenía su tizona, bigote y uniforme, y hablaba dormido. Despierto deliraba también, figurándose haber crecido una cuarta, tener las piernas derechas y el cuerpo no tan caído para adelante, imaginándose que se le arreglaba la nariz, que le brotaba el pelo y que se le ponía un empaque marcial como el del más pintado.


(II, p. 182)                


Tales exaltaciones no son simples destemplanzas cerebrales o estados generadores de figmentos imaginativos; sirven la función precisa de descubrir al «otro» en los recovecos sombríos de la personalidad:

En estas excursiones podía muy bien emplear dos horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión altísima, en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo aventuras y ser muy otro de lo que era.


(II, p. 183)                


La presión del deseo acaba escindiendo la personalidad, y Maxi vivirá dos vidas a la vez. En la ideal, se imagina arrogante militar -sano, derecho y fuerte- mientras que en la real le dominan los prosaísmos cotidianos, horribles dolores de cabeza, impertinencias de Papitos...

De esta manera aquel misántropo llegó a vivir más con la visión interna que con la externa. El que antes era como una ostra había venido a ser algo como un poeta. Vivía dos existencias, la del pan y la de las quimeras. Ésta la hacía a veces tan espléndida y tal alta, que cuando caía de ella a la del pan, estaba todo molido y maltrecho. Tenía Maximiliano momentos en que se llegaba a convencer de que era otro, esto siempre de noche y en la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era oficial de ejército y tenía una cuarta más de alto, nariz aguileña, mucha fuerza muscular y una cabeza... una cabeza que no le dolía nunca; o bien un paisano pudiente y muy galán, que hablaba por los codos sin turbarse nunca, capaz de echarle una flor a la mujer más arisca, y que estaba en sociedad de mujeres como el pez en el agua.


(II, p. 184)                


Su actuación profesional como farmacéutico le acerca a los problemas del equilibrio fisiológico, pero este quehacer no le despeja, pues con frecuencia, al preparar las recetas, confunde los específicos. Acabará, sin embargo, siendo un buen farmacéutico de su honra, pues la receta de fabricación casera que se prepara -elevarse sobre la burla y el rechazo social con el perdón, cuando su mujer le es infiel- le curará.. Por eso se ríe, camino de Leganés.

El único amigo de Rubinus vulgaris, Olmedo, habita un mundo de su invención, vive imitando las truhanerías de los pobladores de las «novelas de Paul de Kock» (II, p. 185), aunque en el fondo sea un inocente. Finge ser un pillín, un viva la virgen, mas a escondidas se atraca a estudiar. Vive amancebado con Feliciana, amiga y protectora de Fortunata, y desempeña respecto a Maxi función análoga a la de Mauricia la Dura respecto a Fortunata: son catalizadores, les inspiran. El seudo-disipado Olmedo, no lo olvidemos, simula ser personaje de folletín, y hace de su existencia una fábula que sugerirá a Maxi la idea de ofrecer a Fortunata un arreglo semejante al del estudiante y Feliciana, con la salvedad de que Maxi escamotea el cuerpo, pues los manoseos de la Feliciana le resultan bestiales. El hecho de que conozca a Fortunata en un intermedio de las relaciones entre ella y sus queridos, viviendo con los amigos amantes, añade leña a su natural predisposición a alterar la calidad, incitándole a formule una imagen falsa de la situación y de la hermosa criatura a quien acaba de conocer.




ArribaAbajoEl poder de la imaginación

Maximiliano concibe a Fortunata en términos similares a los de Jacinta, que -como sabemos- depende en su información de las distorsiones de Juanito: la «pobre huérfana», Pero Rubín ideará otra, distinta de la que es: la Fortunata ideal. Ni Maxi ni Jacinta reconocen a la verdadera, sino a la forjada por la invención, propia o ajena, y la duplicidad abre en la novela una doble vía significativa.

En la segunda parte, Juanito casi no asoma, aunque su presencia se siente difusa en su ausencia. Cuando aparezca, abusará una vez más de su amante, y del pobre Maxi, dejando así patente su falta de escrúpulos, que caracteriza el nuevo capítulo de sus relaciones con Fortunata. Deshonrará, en el sentido propio de la palabra, a la esposa del iluso que creyó regenerarla.

Las perspectivas del matrimonio proyectado permiten a la protagonista, aunque con dificultades, concebir a Juanito como «el otro», y entender los ofrecimientos de Maxi como un proyecto de vivir la vida al revés (II, p. 214).

Los poderes imaginativos van transformando a Maximiliano. El hábito de pensar de espaldas a la realidad tonifica los fallos vitales: «Si parecía otro... ¡Si hasta se figuraba que era saludable!... ¡Si hasta le parecía que tenía talento!...» (II, p. 189). Vamos, «no era el mismo» (II, p. 203). Ahora, basta tiene talento. (Y no es únicamente el vigor de imaginar; es -todavía más- la exaltación del amor que altera su modo de ser.)

Reconocemos lo ilusorio de unas elucubraciones cuya fragilidad recalca el autor utilizando un símbolo secundario, la alcancía donde Maximiliano guarda sus ahorros, rota para invertirlos en el cortejo de Fortunata; disminuye el capital -con paralelo desgaste físico-, y para ocultar el despilfarro sustituye la alcancía original por una hucha llena de calderilla. Así puede mantener el engaño y subrayar para el lector la escasa consistencia del material (barro cocido) con que la imaginación rubinesca opera. El pobre tipo pretende lo imposible: que los demás vean el mundo según él lo ve, a través del cristal de la quimera, dejándose engañar, como doña Lupe con la hucha: «para él todo era como debía ser y no como era» (II, p. 216).




ArribaAbajoTrampas de la ilusión

El nuevo Maxi cobra entereza y gana peso (II; p. 239); sin embargo, el narrador insiste en recordarnos que está «embrujado» (II, p. 226), que las suyas son cosas de «poeta» (II, p. 230) que se trata, en fin, de un caso de posesión. El «disparate» de Maxi (II, p. 232) es irrefrenable, y llega a creer en él hasta la misma Fortunata, creciendo su... convicción tras la visita de Nicolás Robín, embajador de la familia, encargado de diagnosticar el mal de la descarriada.

El narrador declara sin ambages el grado de conocimiento de Nicolás en cuanto a los asuntos relacionados con la sexualidad: cero. Como jamás le atrajo otra carne que la cocinada, la belleza de Fortunata le deja frío. ¡Qué diferencia con los encuentros del médico de cuerpos, Augusto Miquis, e Isidora Rufete! Consecuentemente, el cura Rubí, diagnosticará la «enfermedad» a base de hipótesis no muy remotas de las sustentadas por su hermano menor.

El diagnóstico tópico comienza achacando los «errores» del pasado a la loca de la casa, «esa enfermedad de la imaginación», que consiste en tener cariño al hombre indigno que la perdió (II, p. 249). A Nicolás se le escapan los síntomas verdaderos, y diagnostica mal a la enferma:

Fortunata conocía La Dama de las Camelias, por haberla oído leer. Recordaba la escena aquella del padre suplicando a la dama que le quite de la cabeza al chico la tontería de amor que le degrada, y sintió cierto orgullo de encontrarse en situación semejante. Más por coquetería de virtud que por abnegación, aceptó aquel bonito papel que se le ofrecía, ¡y vaya si era bonito!


(II, pp. 244-245)                


La transfiguración de la muchacha en «Dama de las Camelias» es conveniente para Maxi; sin querer va cayendo aquélla en la trampa tendida por la irracionalidad de los hermanos, y acaba por proponerse una meta harto improbable, al menos en los términos establecidos: «me volveré otra» (II, p. 252). La faena de la realidad surge en los sueños; en ellos Juan es suyo y Maxi un tipo sumamente antipático; «Después soñaba que era ella la esposa y Jacinta la querida del tal, unas veces abandonada, otras, no. La manceba era la que deseaba los chiquillos y la esposa la que los tenía...» (II, p. 285). Y, «En aquel instante parecióle su dichoso novio más antipático que nunca...» (II, p. 286). La diabla de los zapatos amarillos, Mauricia la Dura, le recordará lo olvidado por los teóricos: que es imposible engañar a nuestros instintos (II, p. 307).

El capellán Pintado continúa las ficciones de Nicolás, forzando a la naturaleza; que no acepta las cosas «al revés» (II, p. 320) de como debieran ser y de como Fortunata las desea: Juanito habría de ser el otro (II, p. 324). Por eso no tardará la recién casada en escapar a las trabas puestas a sus instintos; ante la imposibilidad de desempeñar el papel prefigurado por Maxi, Nicolás y Pintado, se larga con su «nene». No considera a Maxi su esposo, pues el matrimonio nunca llega a consumarse; a quien engaña es al débil fantaseado, que se soñó diferente de como es en la realidad.




ArribaAbajo La sobriedad de los hechos

La primera y la última parte, abundantes en descripciones sociales y de más densa elaboración simbólica, enmarcan la novela, mientras las partes centrales dedican mayor atención al desarrollo de los personajes y a la prestación dramática de la fuerza de las ilusiones.

Comienza la tercera parte en contrapunto con la precedente del iluso soñador pasamos al hermano, un vivales con principios camaleónicos. Aparece Juan Pablo Rubín en el capítulo titulado «Costumbres turcas», etiqueta apropiada para referirse a los hábitos del perezoso, que a diferencia de Olmedo, frívolo por esnobismo, exhibe auténticos ribetes de perdido. Con él queda completo el cuadro de los Rubín, sugiriendo cierto contraste entre ellos y los Santa Cruz. Baldomero y Barbarita estallan de orgullo por la cama que les tocó incorporar al árbol genealógico familiar, Juanito; los Rubín, faltos de raíces (o de raíces de escaso valor social), encarnan, además, la esterilidad. Nicolás es sacerdote y carece de impulso sexual; Maxi es impotente y Juan Pablo desperdicia sus fuerzas en relaciones con mujeres de vida ligera, como Refugio Sánchez Emperador. Los Rubín carecen del vigor necesario por las relaciones que conducen a la procreación; circunstancia de que es emblema el pecho de trapo de doña Lupa la de los Pavos.

La ligereza de Juan Pablo y su falta de ideología destacan cuando Feijóo le comunica su próximo empleo en la recién establecida administración alfonsina. Desorientado portan imprevista fortuna, intenta recoger sus dados antigubernamentales, hace un par de fintas verbales, procurando encontrar una salida honrosa, y ha de su Feijóo mismo quien, experto, conocedor del sonido de las monedas falsas (III, p. 361), le brinde la posibilidad de alegar el patriotismo como pretexto de la aceptación de un carga en la administración de quienes hasta entonces consideró como enemigos.

Le vemos mudar de piel, y en contraste con los desdoblamientos de Maxi, lo hace para aceptar las realidades de la vida; reconoce el escaso impedimento que suponen sus peroratas antialfonsinas, fabricaciones del despecho, amé la perspectiva de en empleo que ahuyente el hambre y la vacuidad del ocio forzado. En la voz de Evaristo Feijóo habla el sentido común, anunciado por el simbólico apellido.

Siguiendo la norma impuesta por este sujeto, figura dominante en la tercera parte la lógica de la conducta práctica gana terreno. Jacinta entrevé la doblez de Juanito al conocer sus infidelidades (III, p. 363), y rehúsa el papel de esposa celosa, que justificarían las intrigas y mentiras del marido. Se niega a vivir una ficción mientras que a Fortunata se le señala la conveniencia de hacerlo.

Santa Cruz detecta con gusto el cambio, y vuelve a sentir deseos de enamorar a su esposa, que le parece «la mujer de otro» (III, p. 365). Unido a tal cambio en la conducta del donjuan, siempre ansioso de probar el fruto prohibido; su credibilidad naufraga en un mar de embustes, convirtiéndose la suya en «vida de cartón piedra» (III, p. 367). Pudiera hablarse de una rufetización, aunque Isidora creía en sus ficciones, y el señorito se contenta con simularlo: A Jacinta ya no le engaña, pues sabe de su habilidad paca presentar las cosas al revés de como son. Por más que insista en su versión, ella descubre la mentira: «Me parece que en todo lo que has dicho hay demasiada composición» (III, p. 370). El narrador remacha el clavo, para que al lector no le quede duda: «¿Creía Jacinta aquellas cosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que Don Quijote contó de la cueva de Montesinos?» (III, p. 370).

Juanito abandonará por tercera vez a Fortunata, aburrido por la ausencia de sorpresa en sus relaciones. Para excusar la defección, le bosqueja una imagen falsa de Jacinta (III, p. 378), miente sobre su conducta, quebrando su imagen de esposa modelo. El embuste choca a la amante, empeñada en ser como Jacinta, con la adición y mejora de su probada fertilidad, e induce su primer desvarío. Quienes la encaminaron por la senda de la honradez, estableciendo normas de conducta imposible, para su temperamento, la hicieron menos daño con sus letanías que Santa Cruz, destructor de su más íntimo ideal: ser como es su esposa legítima, o, cuando menos, pensar que ésta la reemplazaba vicariamente, por tener virtudes de que ella carece. Alienada, sale en busca de la señora de Santa Cruz, a reclamar sus derechos al esposo, recobrando el «sentido de la realidad» (III, p. 382) justo a tiempo.

Gracias a Feijóo comienza a descifrar correctamente las intenciones del amante y comprende la insistencia de éste en que fuera «elegante» como Sofía la Ferrolana (la entretenida de Jacinto Villalonga): «Él se empeñaba en que yo fuera de otro modo» (III, p. 386); y Feijóo, haciéndose cruces y admirando al palmito de la joven, reconoce los síntomas de la inconstancia de quien es incapaz de apreciar el valor de la alhaja.

Este ejemplo de la influencia del viejo en la niña muestra el proceso de interiorización de la novelística galdosiana. Curiosamente, la belleza de Fortunata siempre ensalzada por el narrador, Feijóo y Jacinto Villalonga, nunca se describe cabalmente. Si en La desheredad hay escenas escabrosas, licenciando a la imaginación, ni allí ni en otras novelas del autor las descripciones traspasan los límites del buen gusto, de la sugerencia, como al referirse a las formas de Camila en Lo prohibido. (Y por cierto, este personaje calza botas amarillas como las de Mauricia la Dura, diablescamente sugerentes para José María.) Los atrevimientos imaginativos son, en este terreno, de corto alcance. Feijóo emprende la educación de Fortunata inculcándole en lema: con la realidad «no hay bromas» (III, p. 390). Aceptada esta premisa, vale disimular, engañar, mas siempre con cuidado de no caer en las redes del engaño, propio o ajeno, como sucedió cuando la inocente creyó la versión de Juanito sobre la conducta de Jacinta. Si uno quiere pasar por cordero, actuando como lobo, le conviene traer todo bien calculado, precaución de valor probado en el tacto con que don Evaristo engaña a Maxi (III, p. 413), consiguiendo la readmisión de Fortunata en el redil familiar. La debilidad de las doctrinas pedagógicas feijonianas proviene de su aceptación del status quo, cuando precisamente a Fortunata le bulle la pícara idea de que «Juanito me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro Maxi» (III, p. 477). Opinión opuesta a las reglas del juego, emitida con mala fortuna, pues surge en una conversación con Guillermina Pacheco, oída por Jacinta, oculta tras unas cortinas. Incapaz de aguantar las palabras de Fortunata, sale del escondite; Fortunata, sintiéndose traicionada, pierde el control por segunda vez y, como la anterior, la imagen de Jacinta queda resquebrajada a sus ojos.

En su alucinación Fortunata confunde a Mauricia con Guillermina, mezcolanza significativa porque ambas le influyen en forma distinta; la diabla insistiendo en los méritos de vivir conforme se desea, y la santa -igual que Feijóo- tratando de enderezarla, de acuerdo con sus principios. Esta perturbación dramatiza el estado de ánimo de la muchacha, huérfana en un mundo que ofrece modelos dispares para la vida, el ficticio de Maxi y el realista de Feijóo; los dos le resurtan igualmente falsos y sólo le queda una salida, forjar su propio modelo de acuerdo con la imagen que lleva «entre sí». Cuando por última vez cede a su pasión, las lecciones de Feijóo surten efecto: entra en las relaciones con los ojos abiertos, y sale de ellas con un fruto tangible. La anticipación del nuevo ser, salido de su seno, le hará reconocerse en el «entre sí» como un ángel, transfigurado por la maternidad.

En la última parte la reconciliación definitiva cristaliza del modo más insólito. Cuando al pie de la moribunda, alguien susurre el nombre del amante con intención de observar sus reacciones, Fortunata sonríe, pícara. Perdura el amor, la atracción todavía sigue aunque las circunstancias hagan imposible la relación con el infiel. Al enterarse de que fue sustituida por otra mujer se lanza a la calle para vengarse. La doble traición de la amiga y del amante le resulta intolerable, pues si admite la realidad de «la una» es por saberse «la otra esencial», el amor sin ataduras, instintivo, el deseo incontrolable que arrastra a lo desconocido, mientras Jacinta es el amor institucionalizado dentro del buen orden social.

Al final la esposa descubre también al «otro», al falso, y ese descubrimiento lleva consigo la pérdida del amor:

Entonces se vio que la continuidad de los sufrimientos había destruido en Jacinta la estimación a su marido, y la ruina de la estimación arrastró consigo parte del amor, hallándose por fin este reducido a tan míseras proporciones, que casi no se le echaba de ver.


(IV, p. 646)                


Verdadero amor fue el de Manuel Moreno Isla, personaje singular, que ama en silencio sin empeñarse en poseer y menos en transformar al ser querido. Paradójicamente, Jacinta, en estrecha cooperación con Guillermina Pacheco, le había incitado a coquetear con otras (IV, p. 532 y p. 534), hablándole de los muchos corazones que parte, etc., para al fin que se case. Tal vez se defendía así de en amor incipiente por Moreno.

Tras saber de la traición de Aurora, Fortunata reconoce la falsedad de las historias referentes a Jacinta, y se identifica con ella: ambas, víctimas del mismo sujeto. Mientras tanto, Maximiliano Rubín está también cambiando. Una vez ahogada la «bestia» (IV, pp. 492-493) -nombre dado por él a las pasiones, al lado instintivo de lo personal-, indica su voluntad de convertirse en espíritu puro, en «otro» (IV, p. 512 y p. 522), desencarnado. El ofrecimiento de Fortunata de hacerle hombre (IV, p. 625), dándole hijos, si mata a Juanito y Aurora, interrumpe el programa de purificación espiritual, de nuevo despertando la «bestia». Enloquecido y blandiendo una pistola, sale en busca de la pareja. Retoma a un estado mental que parecía superado, como le ocurre a Fortunata cuando Estupiñá le susurra el nombre del amante. Ambas recaídas prueban la fuerza del amor, capaz de obnubilar cualquier propósito racional.

En esta última parte de su obra maestra, Benito Pérez Galdós supera la dualidad razón-imaginación, dominante en la novela desde el siglo XVIII, mostrándose los opuestos modernos: razón-corazón. El imaginar novelesco afloja la tirantez con que la razón amarra sólidamente al orden social, y muestra el continuo desdoblamiento de quienes viven en una sociedad presidida por el disimulo, mediante la pauta de la otredad.

Las dos historias de casadas se cierran, y se pone punto final a la exaltación de dos diferentes tipos de amor. Jacinta permanece como ángel custodio de la fidelidad conyugal, buena cumplidora de sur deberes sociales, leal aceptante de las reglas del juego. Fortunata, el ángel rebelde, simboliza con su muerte la trágica lucha del amor, como pura pasión.




ArribaAbajoEpílogo: La autonomía del personaje

Galdós escribió en largo discurso de ficción, integrando en sucesivas elaboraciones, desde La desheredada a Fortunata y Jacinta, el pensamiento lógico, racional, causalmente trabado y el entendimiento del mundo en forma fragmentada e intuitiva. Reflejó en ese discurso al debate entre una nueva actitud, la positivista, y la vieja, la romántica; entre razón y corazón. Su talante y educación le hacían oscilar entre la una y la otra, sin que el realista, aparente vencedor, ganara nunca en términos absolutos, ya que sus intuiciones imaginativas corregían la tendencia a depender excesivamente de la realidad.

El discurso galdosiano va enriqueciéndose, las interferencias autoriales disminuyen (y no me refiero al grado de dramatización, sino a que del texto van desapareciendo los testimonios directos de su modo de pesar y de su voluntad de probar), y cada vez deja mayor espacio de maniobra a las figuras ficticias, reduciendo en gran medida la expresión de sus reacciones. En las primeras novelas contemporáneas la actitud del autor hacia los personajes se trasluce en cada página, y viene ya sugerida en los nombres simbólicos a menudo -Amparo, Refugio, Ido-. Pero la utilización del folletinista pata insertar otra novela en la novela o para duplicar la acción principal responde al deseo de proponer junto a ésta en comentario irónico y amargo en forma también imaginativa, y es un recurso que robustece grandemente el conjunto.

Las tramas son más sólidas y el lector entra en lo contado desde la perspectiva que se le asigna en la estructura. En Fortunata y Jacinta culmina la progresión: la pauta estructural de la otredad supone la captación estética de un resorte del ser, la dualidad o multiplicidad del yo que nos presenta distintos a como creíamos ser. Y en la novela galdosiana este conflicto se presenta casi siempre como un choque entre la realidad y la apariencia. La vanidad, tan común, de «aparentar» surge del deseo de que nos tomen por lo que quisiéramos ser y no somos, mejores en figura de lo que la sustancia revela

Fortunata y Jacinta autoriza a leer con una autonomía que permite captar los sobrentendidos -no los juicios implícitos en el texto- donde emotividad y racionalidad se combinan en un acuerdo tácito, que sirve de puente para la mutua comprensión entre autor y lector. Veamos cómo funciona esto, atendiéndonos a en pasaje archiconocido:

Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural, miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta... Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.


(I, p. 35)                


Cabe leer estas líneas por lo menos en tres niveles. El narrativo, que describe al joven observando cómo sorbe en huevo la bella muchacha, con la que quisiera entra en conversación; el simbólico, en que la «gallina» y el huevo configuran las imágenes; en el nivel metafórico la figura, que «de pronto» llena la vista de Juanito, está en «acecho», en esa dinámica posición que adoptamos para auscultar los ruidos imprevistos. Así, el lector asiste a la vez al encuentro entre en hombre y una mujer (primer nivel) que es sublimado en el simbólico, y presentado en el tercero como sucesión de imágenes. Al descifrado literal y a la interpretación simbólica, deberá irse la percepción de las imágenes en el texto, pues en ellas se logra dar expresividad y originalidad a una experiencia trivial: la del llamado flechazo amoroso. La atracción súbitamente sentida por alguien a quien ni se conoce, experimentada sin necesidad de palabras; en movimiento, una actitud bastan para suscitar el sentimiento y el interés. El simbolismo de la escena es complejo y acaso enunciable como expresión de lo natural-primitivo que de repente cautiva al cultivado, precisamente por ser lo otro, lo distinto, la posibilidad de «conocer» lo desconocido. Una fuerza oscura que es deseo, pero no solamente deseo, impulsará al espectador a explorar y gozar la encantadora novedad que despliega ante él sus alas.

Para comprender el pasaje en profundidad, el lector debe entender que el autor no sólo estaba creando en mundo ficticio, sino haciéndolo autónomo y autorreferencial. Un código de imágenes despliega en el texto su gracia vigorosa, muy expresiva, y esto es más cierto que nunca en Fortunata y Jacinta. La fijación del lector en la estructura convierte la lectura en acto de conocimiento, desde luego, mas también de auto-conocimiento. Quien lee según el texto prescribe, «atentamente», aprende a reconocer al otro en sí y a aceptar su dualidad como característica fundamental del ser, y de su ser.

Pues el acto imaginativo que es la novela, cristalizado en la escritura, impulsa a modos de comprensión de la realidad que la iluminan y la trascienden. El pacto lectorial hace partícipe del imaginar ajeno y de las revelaciones que ese imaginar depare. Nuevos territorios y nuevas perspectivas pasan a ser del lector cuando en la lectura desplazan a los más limitados que hasta entonces percibiera y desde los cuales contemplara el mundo.






ArribaAbajo Capítulo 6

Invención y reflexividad en La regenta, de Leopoldo Alas


It is at this point, of course, that the novel, as a meaningful identification between the individual and social dimensions, begins to come apart at the seams as a form. Now that individual experience has ceased to coincide with social reality...


Frederic JAMENSON, Marxism and Form.                


Fortunata y Jacinta y La Regenta, obras maestras de la ficción del XIX, aparecen con frecuencia haciéndose compañía. Unidas por juicios de valor, enquistados en los inevitables clichés comparativos: La Regenta, tan buena como Fortunata y Jacinta o La Regenta, todavía mejor que Fortunata y Jacinta, y combinaciones por el estilo. Se trata, en realidad, de dos novelas bastante diferentes, escritas por hombres cuya afinidad en cuestiones políticas y culturales no se extiende al terreno creativo, al menos en la medida que se suele suponer.

El secreto de la tantas veces ponderada amistad del trío Alas-Galdós-Pereda residía en el respeto mutuo, no en la concordancia de opiniones. Alas, crítico mordaz, poseía un arrojo notable para poner en dificultades a sus compañeros de oficio, de lo que se quejó con amargura, y en distinguida compañía, doña Emilio Pardo Bazán. Influido por el krausismo, vivía con austeridad, guiado por estrictos principios morales; su producción novelística fue parca, debido, en parte, a su deseo de perfección. Galdós, por contrario, no escribía crítica, y su timidez la llevan las lenguas en mil anécdotas; sus maestros, Camus y Giner, le influyeron positivamente, El amigo Manso lo atestigua; ahora, en varios aspectos de la vida personal relegó las buenas lecciones krausistas a un desideratum. Su obra, a diferencia de la de Alas, compone un vasto mural, donde el lector ve el baile de disfraces que fue la vida social en el siglo pasado.

Las respectivas biografías permiten atisbar el carácter, punto de contraste que pudiera servir de base para diferenciados en cuanto al genio creador. Alas aborrecía la mediocridad intelectual y los bajos principios rectores de la vida nacional -noventayochismo en mantillas-, y de ahí lo acerbo de sus críticas; le molestaban el desorden y la corrupción; Galdós observaba el vivir ciudadano, y reconociendo el cáncer que minaba la fibra social, nunca dejó de sentir curiosidad y sorpresa ante las mil caras del hombre. Parecía un nido en el zoológico; Alas, guarda sagaz, estudiaba la situación social para luego comparar lo visto con su modelo mental.

Hasta aquí voy tanteando, especulo sobre los condicionamientos del carácter; mi propósito -y la generalidad del retrato me delata- no es el de trazar un perfil de la personalidad, sino recrear/recordar el sistema de valores presentidos en la lectura de las dos obras citadas, e ir conjugándolo con rasgos biográficos.

El principio estructural rector de Fortunata y Jacinta es, como quedó ya indicado, el deseo de los personajes de convertirse en «otros», o de aparecer distintos del que son. En La Regenta, pretenden, en cambio, que sus vecinos en el mundo ficticio conozcan la profundidad de su personalidad, una madurez de carácter no aparente a primera vista. Álvaro Mesía anhela extender su fama de conquistador, con dotes muy superiores a las requeridas para enamorar a las Visitaciones y las Obdulias de este mundo, su carnaza habitual, y convencer y convencerse de que es un donjuán en toda regla, capaz de enamorar a bellezas de la talla de Ana de Ozores. Por su parte, el Magistral arde en deseos de manifestar su masculinidad, para que la Regenta considere a su hermano espiritual como hombre, también. Alas conoce bien la personalidad individual; su creación del personaje, en lo que respecta a la subjetividad, es tal vez mejor que la de Galdós, quien, en cambio, acierta de lleno en las caracterizaciones del hombre en sociedad. Galdós reconoce las múltiples caras de lo humano. Alas penetra en pocas, pero lo hace en profundidad. Para el talento galdosiano, Madrid resultaba escenario apropiado, pues en él los personajes se rozan con gente de toda condición, en cualquier clase de situaciones; para el de Alas, no; le conviene el escenario íntimo, casi casi preordenado, y las situaciones novelescas tirando a lo convencional. El contraste le importa poco; interesa el individuo en sí. De hecho, si en La Regenta hay algún lunar, será la inverosimilitud de determinadas circunstancias: el que la beata doña Petronila, por ejemplo, permita bajo su techo los tête à tête del Magistral y Ana. Semejante incongruencia carece de explicación lógica, de casualidad interna.

Las desemejanzas a nivel del discurso, puramente textual, narrativas y estructurales, me parecen grandes, y el elucidar tales diferencias entre Fortunata y Jacinta y La Regenta es tarea importante, adecuado tributo a la novela decimonónica, que rompería el asedio en que la tienen los lugares comunes críticos. Galdós noveló la tiranía de las costumbres de la época: el aparentar en la gran ciudad; Alas ficcionalizó la opresión ideológica en toda ciudad de provincias. En la novela galdosiana aprendemos cómo vivía el hombre en sociedad; en la de Alas, los valores espirituales de esa vida.




ArribaAbajoLa imaginación creadora de Alas

Ciertas marcas distintivas de la creatividad clariniana impresas en La Regenta recuerdan al Guzmán de Alfarache, que representa, frente a la novela de Alas, lo que Don Quijote frente a Fortunata y Jacinta. El temple autorial del catedrático asturiano y el de Mateo Alemán se parecen en el moralismo y en el constante pesimismo, oponiéndose, sin embargo, en cuanto a los aspectos formales del novelar. La obra de Alas denota una influencia profunda del cervantismo, desde las técnicas narrativas al uso de la ironía.

Cervantes consiguió en Don Quijote una trabazón nueva en el diseño, que dio a la historia del hidalgo manchego forma única, íntegra, orgánica. El autor del Lazarillo de Tormes había logrado resultados parecidos, aunque en forma rudimentaria. La novedad cervantina residía en el establecimiento de una organización paralela al desarrollo de la fábula, perfectamente ajustada a ella, de los elementos narrativos y del vehículo formal del contar, de cómo contaba añadiendo una tensión secundaria, la narrativa, a la argumental, núcleo primario de la novela, a la vida y los sucesos del ingenioso hidalgo convertido en caballero andante. Y la acción conjunta de la intercausalidad de la historia, que prefigure la relación estructural, y la de los modos de narrar, proporcionaba al mundo creado a la vez un modo de ser y un modo de interpretarlo, de acuerdo con un código subyacente en la estructura narrativa. La peculiaridad de Don Quijote o de La Regenta, a diferencia de otras obras, reside en esa conjunción de lo que se cuenta con el cómo se cuenta, de la tensión entre ambos y de su peculiar integridad.

En La Regenta Alas recrea una ciudad española de provincias, levítica y conservadora; cualquier capital podría haberle servido de modelo. La llamó Vetusta, nombre que va unido en los anales literarios a Orbajosa, Marineda, y cuantos integran la geografía literaria de España, con una diferencia: Vetusta era Oviedo, o, mejor dicho, por Oviedo la toman y tomaron muchos, más que Marineda era La Coruña, y Orbajosa pudiera ser Burgo de Osma. Rehúso entrar en una disquisición sobre si Vetusta es Oviedo, que lo es y no lo es, para fijarme en el tipo de relaciones que guardan los nombres Vetusta y Oviedo. Preguntándome ¿por qué se efectuó la transmutación nominal?

La respuesta más a mano parece la mejor: Alas inventó una historia cuyas coordenadas vitales, a nivel individual y al de la sociedad, coinciden con las del Oviedo de la época, sin que por ello la historia deje de ser producto de su imaginación; en consecuencia, bautizó con nombre distinto el escenario de los episodios ficticios. No obstante, Vetusta goza de características propias, identificables por quienes conozcan la novela, aunque nunca hayan visitado la capital asturiana. ¿Podría sustituirse el nombre de Vetusta por el de Madrid sin afectar el conjunto? No. En cambio, en Fortunata y Jacinta acaso podría cambiarse Barcelona por Madrid; y aunque sin duda sorprendería, chocaría menos, pues la novela de Galdós pide un espacio ancho, donde los personajes puedan vivir sin encontrarse, mientras que en La Regenta sucede lo opuesto.

«Vetusta», adjetivo que significa «muy antigua», pertenece al orden de palabras indicadoras de mayor vejez y tradición, mientras Madrid y Barcelona, junto a Oviedo, son nombres sin connotaciones simbólicas. Madrid y Barcelona resultan intercambiables en su referencialidad como grandes ciudades; Oviedo, León o Santander, lo son como referente de ciudades de provincia. La relación entre las palabras ciudad y Oviedo es susceptible de sustitución paradigmática; Oviedo y Vetusta son ciudades análogas, pero el nombre Vetusta tiene una relación semántica primaria (de que Oviedo carece), anterior a cualquier posible permutación paradigmática, la que llamamos hiponímica. Este rasgo -bautizar la ciudad- revela la característica esencial del imaginar clariniano: jerarquizante, claramente distinto del de Galdós, que llamé estructurante.

Relaciones hiponímicas existen, por ejemplo, entre rosa y flor. Al decir rosa digo también flor, mas no viceversa; al decir Vetusta digo ciudad, no si escribo lo contrario. Hay una jerarquía dentro de la lengua: ciudad-Oviedo-Vetusta. Vetusta, co-hiponímico con la Orbajosa galdosiana, es semánticamente más inclusivo que ciudad o que Oviedo; es lo mismo y más, tiene características ausentes en éstas. Vetusta es la ciudad tradicionalista, dominada por la torre de la catedral, símbolo de la opresión eclesiástica. Este símbolo, torre, lo erecto, contrasta con el de Fortunata y Jacinta la escalera, lo móvil. De ahí el tipo de relaciones predominantes en una y otra obra.

Si la estructura de Fortunata y Jacinta fue descrita mediante la imagen de unos triángulos cambiantes, la figura adecuada para representar La Regenta sería una pirámide, en cuyo vértice estarían Vetusta y Ana Ozores. La una es la cumbre, epítome del orden ciudadano de provincias; Ana, la mujer que se debate entre ser fiel a su pasión o a su deber de mujer casada, que se comporta como su jerarquía social le asigna. Por cierto, las relaciones primarias entre Regenta y nombre propio son igualmente hiponímicas, la simple mención del título sitúa a la nombrada en una jerarquía, y eso no sucede llamándola Ana, un simple nombre propio.

Casi imaginamos a Alas componiendo la obra, contrastando sus valores con los manifiestos en la ciudad donde habitaba, transformando las vivencias en literatura, y viendo cómo la ciudad de su biografía queda engarzada en Vetusta, que en la semántica del idioma aparece como modelo del conservadurismo provinciano. Lo que el catedrático de Derecho Natural pretendía al diseñar la obra, no era destruir ese orden, sino captado en su tensión natural, en la lógica del lenguaje. Y aquí radica la grandeza de la creación, cuando la palabra inventada, Vetusta, o la asignada al personaje, Regenta, se encuentran en la dimensión pretendida y son en el orden de la ficción el equivalente a la palabra exacta que pedía Juan Ramón Jiménez para la poesía.




ArribaAbajoDiseño, estructura: Tensión

La imaginación creadora diseña en mundo jerarquizado para mostrar que ningún orden social, político o religioso es capaz de dominar al instinto, sea natural (Ana), o contrahecho (Álvaro). Comienza por situar a los protagonistas en una posición privilegiada dentro dedos órdenes social y vital. La señora de Quintana, además de Regenta pasa por ser la mayor belleza de la ciudad; Fermín de Pas, adversario de Álvaro Mesía en el triángulo amoroso en cuyo vértice está la de Ozores, confiesa a la crema y nata de la sociedad vetustense y ostenta el poder eclesiástico de la diócesis. Mesía dirige el partido liberal y preside la junta directiva del Casino; su orgullo reside en la fama de ser el primer donjuán del territorio. El esposo de Ana, Víctor Quintana, figura en la historia como un ex-, marido y Regente, actúa de contrapunto; sujeto cuente de voluntad que vegeta contento en los pliegues de la estancada sociedad provinciana, hurtando el bulto a cualquier brote de vitalidad.

La ubicación de los tres personajes principales en un plano de superioridad hiperbólica, exagerada, recuerda la de las figuras en las novelas románticas. Salva semejante impropiedad el hecho de que tras ellos descubra el lector arquetipos paralelos (el de don Juan, el del sacerdote lascivo, el del bovarismo) que si no les añaden vida, si les prestan literaturidad; su tipicidad suple lo que les falta de autonomía individual.

Además, tienen en el texto «contrarios» con determinados rasgos análogos a los suyos. Digo contrarios y en parte complementarios, porque de alguna manera se trata de figuras que acumulan en su personalidad rasgos de carácter que en los entes principales se insinúan. Obdulia y Visitación contrastan con Ana; Obdulia hace lo posible por eclipsar su belleza y su atractivo, sin éxito; Visitación anhela verla en brazos del galán, para estar segura de que su envilecimiento es paralelo al suyo. Ambas mujeres desean que Ana sea como ellas son o fueron y puesto que no pueden parecérsele ascendiendo, querrán conseguirlo favoreciendo su caída.

No se entienda que tales figuras secundarias desempeñan aquí función de «otro» o doble de la protagonista. Son factores de oposición y contraste, semejantes a les que a continuación menciono. Nadie rivaliza con Álvaro Mesía como conquistador del corazón femenino. Su éxito en las aventuras amorosas se compara en la trama con la timidez y continuos fracasos de Saturnino Bermúdez. Éste es el cero, Mesía el infinito. A su vez, el Magistral contrasta con Glocester, el canónigo deforme, su enemigo; vistos juntos, la deformidad del Arcediano contribuye a destacar la figura de aquel. Quintana y Frígilis se mueven en el polo opuesto al de los Foja y don Frutos (sempiternos miembros de la tertulia casinera, que se alimentan de chismes), mientras aquéllos huyen de la sociedad en busca de paz.

La historia de amor se sitúa en un transfondo social dominado por la autoridad y el prestigio de la aristocracia, el clero y la alta burguesía. Las clases bajas, los trabajadores, asoman en la novela marginalmente, y su mínima presencia trasluce la conciencia autorial de lo poco que representan en el ambiente de que trata. La intención del autor, según se deduce del texto, fue presentar los poderes reales en simbiosis y conflicto, juntos y soterradamente enfrentándose. En este sentido la pugna Mesía-de Pas por el corazón -y el cuerpo- de una mujer es emblemática de la disputa poético-social entre el liberal y el tradicionalista.

Referencias dispersas, no muy insistentes apuntan a una especie de consagración religiosa de la clase social:

en su corazón [de doña Anunda y doña Agueda, tías de Ana] el culto principal era el de clase, y si hubieran sido incompatibles la Visita a la Corte de María y la tertulia de Vegallana, María Santísima, en su inmensa bondad, hubiera perdonado, pero ellas hubieran asistido a la tertulia. La etiqueta, según se entendía en Vetusta, era la ley por que se gobernaba el mundo; a ella se debía la armonía celeste.


Por encima de la autoridad eclesiástica se da de alta en la novela el respeto al status social, vigente entre los personajes y censurado indirectamente por el narrador. Solamente los custodios del orden, como el Marqués (que abusa de su situación y de su riqueza, tratando como señor feudal a las mujeres de sus pueblos), o el Magistral (amo y señor de la administración de justicia eclesiástica) se permiten una subversión frontal de las reglas. Las vulneran, pero sin negarlas.

El obispo de Vetusta encarna el espíritu evangélico, la religiosidad cristiana. Figura ideal, de pureza absoluta, cuya presencia destaca las contradicciones de los sacerdotes perdidos en la soberbia o en la envidia. El santo clariniano, consumido por el fuego de la caridad y del amor al prójimo, vive abrumado por los deberes de su cargo: mantener la dignidad tradicional de la Iglesia, sin merma de la doctrina que aproxima la religión a los humildes. Ajeno a toda ambición, vive muy por encima de las intrigas y de las pequeñas luchas que le rodean, ejerciendo el apostolado entre los pobres, necesitados de la fe para vivir resignadamente una vida que puede ser miserable. Delega la dirección de los destinos de la Iglesia-institución en el Magistral, el ávido acumulador de poder, magnificado por la envidia a los ojos de los restantes canónigos. Ése es el poder que busca la mayoría de ellos, el que declara a través del prestigio de la Iglesia la fuerza de quien lo ejerce. El buen obispo se reserva la función apostólica, y la práctica con humildad y con celo cristiano que le valen corona de santo y reputación de tonto.

No hay por qué comparar los sermones del Magistral y del Obispo en un estudio que aspiro a centrarse en los modos del imaginar autorial; baste decir que tal comparación confirmaría al auditorio en la belleza de la ejecución y en lo exacto del concepto; el prelado se comenta con levantar el ánimo de los humildes, ofreciendo con palabra sencilla y persuasiva la esperanza de que Cristo es la vía a la vida eterna, donde el sufrimiento y la resignación serán recompensados. A su manera, el obispo es víctima, como Ana, de una estructura social que ninguno de los dos puede trastocar, son espíritus dóciles que reconocen a medias la falsedad en torno suyo, pero carecen de energía (él) y de fuerza (ella) para escapar de sus redes.

Desde una perspectiva feminista, la protagonista es mujer oprimida por una sociedad dominada por el sexo opuesto. Tal visualización me parece excesiva, aunque acepto su validez relativa; ella y el obispo están presos en un sistema que los condiciona por ser quienes son (individuos), y más aún por ser cómo son (personalidad), espíritus sensibles. Distintos, también, en cuanto la joven esposa siente deseos que el obispo ignora.

La Regenta registra las violencias psicológicas perpetradas sobre ella por su padre espiritual, y también las insinuaciones de su grupo, que fomenta el atrevimiento y los avances de Mesía. Este aspecto revela la modernidad imaginativa de Alas; pues no se trata de naturalismo (aun si algunos críticos, por el énfasis en lo erótico, subrayan las analogías entre La Regenta y los productos de la escuela zolesca); como dije al estudiar La desheredada, más que naturalismo esto se refiere a temas comúnmente soslayados. Es, sobre todo, testimonio de una radical inconformidad con los modos sociales. Alas penetra los rincones en sombra, donde brotan los impulsos y deseos que el personaje trata de vencer y su análisis revela cómo se combinan la espiritualidad y la sensualidad. Ana de Ozones difiere de personajes como Fortunata, mujer de pasiones elementales, en que su mente se convierte poco a poco en escenario de una lucha íntima entre la tentación y el deber.

La vida de Ana va siendo un desafío creciente y en verdad involuntario a las normas que su condición la impone. Su manera de ser y su ingenuidad le hacen participar de niña en una inocente aventura que su guardadora interpreta como indicio de perversidad y, desde luego, como desobediencia culpable. Y la tal guardadora no es precisamente un alma pura, sino una hembra harto inclinada a beneficiarse de los placeres del sexo. Ya adolescente, la protagonista entretiene sus ocios con lecturas que, por inocuas que parezcan son censuradas y prohibidas por los veladores de su educación. Naturalmente, los críticos de semejantes lecturas disfrutan el dudoso placer de leer folletines de nula propiedad edificante. ¿Y qué decir del matrimonio de Ana? Ante su belleza, la aristocracia cede, y levanta la barrera empleada para impedir su avance social. Elige con libertad al regente Quintanar, miembro de la llamada segunda nobleza, y no por insuficiencia de credenciales.

Al principio se le había figurado que ella, con un poco de arte, hubiera podido conquistar a cualquiera de aquellos nobles ricos, que se divertían con todas y se casaban con la de mayor dote. Pero le pareció una indignidad asquerosa semejante idea; ni una sola vez trató de ensayar sus recursos y prefirió creer a su tía: aquellos aristócratas interesados no eran maridos posibles. Se acostumbró a esta idea y miraba a sus amigos y parientes como a los figurines de las sastrerías: en efecto, los veía tan enclenques de espíritu que se le antojaban de papel marquilla.

Los pollos de la aristocracia acabaron por confesar que Ana era una excepción.


(p. 190)                


Culmina su desafío a las convenciones del grupo cuando sale descalza en la procesión de Semana Santa, catarsis dolores, para un alma sensible, celosa de su intimidad, y simiente de males que no tardarán en llegar. A pesar de la impropiedad de su preceder, supera los ramalazos negativos de la transgresión; la belleza y piedad de la penitente cautiva a los espectadores. Si con su matrimonio triunfó sobre una sociedad que la confinaba en la semipobreza, en esta ocasión consigue que su belleza domine la pompa de la procesión. El Magistral disfruta un momento de triunfo, sin advertir, o desdeñando las reacciones que suscitará la exhibición de su penitente.

Tras la entrega de Ana a su seductor -también transgresor, pero tolerado, y beneficiario de los privilegios de la aristocracia-, el descubrimiento de sus amores y el duelo entre el marido y el amante, la sociedad, hostil al escándalo, la rechaza definitivamente:

Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía.

La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario fue ésta: -¡les necesario aislarla!... ¡Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!

El honor de haber resucitado esta frase perteneció a la baronesa de la Barcaza».


(p. 920)                


El castigo conlleva el descenso de Ana en la jerarquía social, de figura de moda pasa a hablarse de ella como Ia hija de la bailarina, olvidado baldón que «explica» los extravíos de su conducta. El título de la baronesa traduce irónicamente el modo de ver del autor, y el nivel chabacano en que pululan los nobles de Vetusta, cristianos viejos del siglo XIX, cuya última ley es la opinión ajena. La ironía simbólica de ciertos nombres es sólo en signo de la que se ofrecerá en situaciones y lenguaje.




ArribaAbajoNarración y textualidad

La influencia de Cervantes en los novelistas del siglo XIX está fuera de duda. En el texto galdosiano el quijotismo de los personajes fue subrayado a menudo. Pero en es sólo esto. Cervantes enseñó a estos escritores cómo contar. El profesor George Haley, en su magnífico trabajo, «The Narrator in Don Quijote: Maese Pedro's Puppet Show», explicó la intrincada elaboración de las técnicas narrativas cervantinas, paralelas en su desenvolvimiento al de la acción novelesca, y pocos como Alas -y Unamuno- tan próximos a esta sutileza narrativa. Ya digo que el quijotismo abunda entre los entes de la novela galdosiana, pero la recepción que Alas hizo del legado de Cervantes es más profunda porque se refiere al modo de contar; a la forma misma de la narración. Cervantes se preocupó por la verosimilitud de lo contado y por cuestiones de perspectiva. Recordemos que en su obra maestra utiliza cinco narradores, algunos de poco fiar, por ser moros. El punto de vista exige la colaboración del lector para determinar la verdad de los hechos, y en La Regenta el lector no duda de si las cosas son según se cuentan, pues su atención recae en la manera cómo actúa el mecanismo social; a Leopoldo Alas le preocupa la historia contada, en cuanto texto.

El texto, del modo en que lo concibe Jacques Derrida, supone un fabric of grafits; el autor descubre en la relectura niveles de significación imperceptibles en el momento de la escritura. De hecho, la reescritura suele venir motivada menos por el deseo de aclarar puntos oscuros que por una urgencia de reflexionar sobre el texto en su carácter de realidad verbalizada. Este impulso ganó preeminencia en las letras hispánicas con los escritores modernistas, que atendían más a la literatura que a la realidad exterior. Azorín recrea La Celestina al escribir el bello relato, «Las nubes»; Miguel de Unamuno repasa la Biblia y el Caín de Lord Byron, al componer Abel Sánchez, Alas, paradójicamente, es en este punto compañero de viaje de los modernistas, pues, como éstos, siente estimulada la imaginación por obras de otros autores; casi parece que su actitud es «modernista» en el rechazo crítico del prosaísmo cotidiano.

Al escribir La Regenta, una vez expuestas las líneas generales del argumento, en vez de regresar a la realidad para reforzadas vuelve al texto para reelaborarlo, extraer de él mejor sustancia, analizar sus fibras, describirlas, tomar el pulso a lo escrito imprimiéndole otros giros, ahondando en él. El librito de Rutherford sobre La Regenta, iluminador en tantos aspectos relacionados con las técnicas narrativas, se queda corto en este punto. Las empleadas por Alas no son de novedad absoluta, las utilizaron otros antes, quizás con igual fortuna, pero lo cierto es que comparando lo hecho por él con la escritura de alguno de esos otros, enseguida se nota un fluir distinto. El texto clariniano aparece entrecortado, el de Galdós progresa en oleadas, y aparte de que Alas pretendiera reproducir los sentimientos y vivencias del personaje a la manera romántica, la diferencia en ritmo indica que el proceso transfigurador de la realidad en el acto creativo no es continuo, sino interrumpido por un modo de imaginar que es, a la vez, invención y reflexión sobre lo inventado.

Ciertos críticos entienden la novela de Alas a modo de frase enorme -me sirvo de la imagen descriptiva de Roland Barthes-, pero La Regenta responde a un modelo distinto, el cervantino. Allí está el Quijote, y a su alternativa de creación textual tan diversa de la preexistente en los libros de caballerías que parodia y crítica, libros repletos de frases interminables, de palabras que engarzan los hechos ficticios en inacabables e improbables sartas; al utilizar el multiperspectivismo narrativo Cervantes rompió este molde genérico.

Resumir La Regenta entraña dificultades considerables, superiores a las que presenta recontar en forma esquemática Fortunata y Jacinta; lleva ésta en el subtítulo un mínimo de explicación: historia de dos casadas; subtitular la obra de Leopoldo Alas «historia de un adulterio» escamotearía lo verdaderamente fundamental del texto: el equilibrio que no puede explicarse en pocas líneas, y sin cuya descripción estaría coja cualquier síntesis.

Dilucidar las diferencias teóricas entre la narración dirigida al lector con el propósito de contad, una historia (el argumento de la novela) y la narración vuelta hacia sí misma no es mi propósito actual; confío en que los ejemplos siguientes basten para permitirnos progresar sin estorbos; los primeros proceden de Doña Perfecta.

Los que nos han transmitido las noticias necesarias a la composición de esta historia pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fue demasiado secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y Rosario en la hurta aquella tarde, parece evidente que no es digno de mención».


(p. 435)                


No sabemos, ni las crónicas de donde esta verídica historia ha salido dicen una palabra acerca de tan importante cuestión.


(p. 486)                


El narrador da por supuesto el interés lectorial por la historia, por el desarrollo del argumento. Compárese esta actitud con la sugerida en La Regenta:

La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino del posterior recuerdo con que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.


(p. 135)                


La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les haría hablar de lo que quisiese.


(p. 153)                


Alas distingue entre el cómo de la escritura, «las palabras mismas», y la novelización de los «sucesos». El libro es lo escrito, y a la vez un «manantial de mentiras hermosas». El texto difiere de su interpretación, según proceda el lector si deja volar su imaginación o la frena. En las líneas citadas el concepto de escritura difiere del perceptible en las de Galdós. El autor de La Regenta escribe consciente de la importancia de hacerlo hermosamente, o, sin llevar las cosas demasiado lejos, de que escritura y lectura se corresponden en el nivel del buen gusto, dando por supuesto que contar los hechos de la mejor manera posible implica la posibilidad de una correcta lectura de lo escrito. La novela es un texto que refleja el humor y la actitud de quien escribe, en el momento de escribirla: un ente complejo y refinado que quiere ir mucho más allá de donde generalmente iba el narrador decimonónico.

El deseo de alcanzar una auténtica fidelidad textual marca La Regenta, cuya prosa sirve de vehículo transmisor del multiperspectivismo a la vez que de espejo. Análogo propósito, aunque visible de otra manera, se registra en el segundo romanticismo: en la prosa de Bécquer, examinada en un capítulo anterior, donde observé las aportaciones de orden sintáctico a la creación del significado; en la clariniana sucede algo parecido, la extensión y arreglo de los trozos narrativos requieren un descifrado de su sentido ajustado al modo en que el lector re-crea los significados del texto.

Otro ejemplo, elegido entre muchos posibles, bastará para probar que la extensión textual depende del tipo de mensaje que se transmite.

Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre el mar.

Versos a lo San Juan, como se decía ella, le salían a borbotones del alma, hechos de una pieza, sencillos, dulces y apasionados; y hablaba con la Virgen de aquella manera.

Notaba Anita, excitada, nerviosa -y sentía un dolor extraño en la cabeza al notarlo- una misteriosa analogía entre los versos de San Juan y aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir por el monte.

Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su pensamiento, sin que ella quisiese, buscaba y encontraba secretas relaciones entre las cosas, y por todas sentía un cariño melancólico que acababa por ser una jaqueca aguda.

Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos que ella conocía bien; era una obra que días antes había imaginado, una colección de poesías «A la Virgen».

Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al monte de los tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía verla nadie, y al monte no se subía más que a buscar leña.

Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta era ardua, el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que llegaban a lo alto como ruidos subterráneos. A la izquierda los tomillares acompañaban el camino hasta la cumbre, coronada por pinos entre cuyas ramas el viento imitaba como un eco la queja inextinguible del océano. Ana subía a paso largo. El esfuerzo que exigía la cuesta la excitaba; se sentía calenturienta; de sus mejillas, entonces siempre heladas, brotaba fuego, como en lejanos días. Subía con una ansiedad apasionada, como si fuera camino del cielo por la cuesta arriba.


(p. 168)                


En párrafos cortos, el autor recanta las expresiones personales (la angustia del personaje) y lo subraya en la brevedad e intermitencia del discurso pre-corriente-de-conciencia; el párrafo largo discurre lento, en forma de explicación, permitiendo que el lector repose de la agitación provocada por el entrecortado ritmo de lo anterior. Este contraste afecta la lectura en su aspecto lógico, racional, mediante el que seguimos la transmisión de una historia imaginaria, pues fuerza a enfrentar el texto en un nivel que exige mayor participación y adaptación a los cambios rítmicos-tonales. Las variaciones desempeñan a escala reducida una función de cierta analogía al representado en el Quijote por las novelas intercaladas, pues, como éstas, obligan al lector a establecer interconexiones textuales.

Incluso si los ocasionales cambios de ritmo no llamaran la atención, la novela rebosa de intervenciones y apostillas del narrador indicadoras de que páginas como la citada, además de ser una tirada verbal donde se cuenta algo, deben leer se pensando en funciones de otro orden.

Metáforas, perífrasis, citas, la calificación de lo dicho... revelan la manera como el narrador, por sí o por boca de los personajes, reelabora lo narrado en términos puramente textuales. No es tanto que a en personaje le moleste lo dicho (en Don Quijote el caballero corrige a Sancho con frecuencia e incluso llega a completar las malas explicaciones de otros en aquello de los encantamientos) como que le moleste la manera en que se dice.

El trozo copiado prueba la total identificación del narrador con el texto, aparentemente -pero sólo aparentemente- despreocupado de la relación lectorial, ensimismado en su labor, le vemos arrastrado por el deseo de verbalizar la situación, y gozando en la organización del texto.

Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:

1. A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y

2. A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una pasión verdad, compatible con su afición a las formas amplias y a las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.


(p. 244)                


Arregla el orden del discurso, con primeros y segundos, poniendo en letra bastardilla un barbarismo de la época, propio del pretencioso Marquesito; el propio narrador goza utilizando el estilo indirecto libre y atribuyendo al personaje las frases en su lenguaje y en aquel que es incapaz de usar como ese de las «turgencia, hiperbólicas». El narrador juega con las palabras y los estilos, poniéndolos unos sobre otros, con lo que mejora las posibilidades de percepción de la figura; el Marquesito se debate entre las cursis expresiones que recoge el narrador y la vulgaridad expresiva a que le condena su limitación intelectual. El joven marqués, sus padres, Álvaro Mesía, Quintanar, y el resto de los personajes forman un grupo incoloro; al incorporarlos a la novela el narrador tiene que darle vida, y se la da con las palabras que va hilando en la construcción de la obra, al mostrar que es él quien se las presta subraya su vaciedad espiritual.

Alas se burla del lector que sólo busca lo contado, el argumento de la obra, y a ese lector lo dramatizó en la novela.

Otro lector constante era un vejete semi-idiota que jamás se acostaba sin haber leído todos los fondos de la prensa que llegaba al Casino. Deleitábale singularmente la prosa amazacotada de un periódico que tenía fama de hábil y circunspecto. Los conceptos estaban envueltos en tales eufemismos, pretericiones y circunloquios, y tan se quebraban de sutiles, que el viejo se quedaba siempre a buenas noches.

-¡Qué habilidad! -decía sin entender palabra.

Por lo mismo creía en la habilidad, porque si él la echara de ver ya no la habría.

Una noche despertó a su esposa el lector de fondos diciendo:

-Oye, Paca, ¿sabes que no puedo dormir?... A ver si tú entiendes esto que he leído hoy en el periódico. «No deja de dejar de parecernos reprensible...». ¿Lo entiendes tú, Paca? ¿Es que les parece reprensible o que no? Hasta que lo resuelva no puedo dormir...


(p. 209)                


El pobre hombre no acierta a entender los circunloquios y retóricas del mal periodismo; ducho en cambio en tales convenciones de la retórica es el Magistral:

La elocuencia del Magistral en el confesionario no era como la que usaba en el púlpito; ahora lo notaba. En el confesionario aprovechaba las palabras familiares que dicen tan bien ciertas cosas que jamás había visto ella en los libros llenos de retórica.


(p. 281)                


A cada paso, el narrador retorna a las palabras dichas por los personajes, examinándolas. Más aún, una característica, no nueva en Alas, aparece en su obra con plena evidencia: enorme conciencia de los aspectos semióticos de la comunicación; Alas se vuelve a los personajes y además de fijarse en cómo dicen las cosas, imagina una interpretación de sus gestos:

Los mancebos son casi todos catalanes; pero pronuncian el castellano con suficiente corrección. Son amables, guapos casi todos. Los más tienen la barba cortada a lo Jesucristo. Muchos ojos negros almibarados y rosas en las mejillas. Inclinan la cabeza con una languidez entre romántica y cachazuda; aquello lo mismo puede significar: «Señorita, abrigo una pasión secreta, que...». «Señorita, ni la paciencia de Job... pero tendré paciencia».

-¡Oh, le estoy cansando a usted! -dice Visitación a un rubio con cuello marinero, a quien ha hecho ya cargar con cincuenta piezas de percal.


(p. 292)                


Este ejemplo confirma nuestra propuesta inicial: el imaginar permitió a Alas trasponer en sus ficciones los límites de la narrativa anterior, prefigurando la venidera, ampliando el marco de la comunicación para transmitir mejor la historia que deseaba contar. La prosa de ficción, adquiere en sus novelas la madurez rítmica, narrativa y hasta «visual», que, por extraño que parezca, coincide con la actitud moderna hacia la literatura, y es buen ejemplo de la voluntad de estilo determinante de la escritura en el profesional que es y quiere su artista.




ArribaAbajoLa reflexividad del discurso

El primer impulso de Ana había sido inconsciente.

Había hablado como quien repite una frase hecha, sin sentido; pero después pensó que aquella respuesta podía servir para desanimar a Mesía dándole a entender que ella no había entrado en aquel pacto de sordomudos. Pero esto mismo era inoportuno. Era demasiado negar, era negar la evidencia.

Don Álvaro temía aventurar mucho aquella noche, y creyó lo menos ridículo «hacerse el interesante», según el estilo que empleaban los vetustenses para tales materias. Y dijo con el tono de una galantería vulgar, obligada:

-Señora, usted donde quiera tiene que llamar la atención, aun del más distraído.

Y como esto le pareció cursi y algo anfibológico, añadió algunas palabras, no menos vulgares y frías.

No comprendía él todavía que aquello de hacerse el interesante, si hubiera sido ridículo tratándose de otras mujeres, era la mejor arma contra la Regenta. Ana lo olvidó todo de repente para pensar en el dolor que sintió al oír aquellas palabras. «¿Si habré yo visto visiones? ¿Si jamás este hombre me habrá mirado con amor; si aquel verle en todas partes sería casualidad; si sus ojos estarían distraídos al fijarse en mí? Aquellas tristezas, aquellos arranques mal disimulados de impaciencia, de despecho, que yo observaba con el rabillo ¿serían ilusiones mías, nada más que ilusiones? ¡Pero si no podía ser!». Y sentía sudores y escalofríos al imaginarlo. Nunca, nunca accedería ella a satisfacer las ansias que aquellas miradas le revelaban con muda elocuencia; sería virtuosa siempre, consumaría el sacrificio, su don Víctor y nada más, es decir, nada; pero la nada era su dote de amor. ¡Mas renunciar a la tentación misma! Esto era demasiado. La tentación era suya, su único placer. ¡Bastante hacía con no dejarse tentar!


(p. 299)                


Ana y Álvaro conversaban en la escena precedente; el comienzo de la página citada es una reflexión sobre lo entonces hablado. En el segundo párrafo se encuentran dos referencias a ese intercambio, una, alude al tono formal de la conversación , repleta de frases gastadas; la otra, al «pacto de sordomudos», a la comunicación con los ojos, que desmiente da frialdad cortés de las palabras.

Acto seguido, se oye a Álvaro, y sorprende la huella convencional en el habla (estilo vetustense», dice el texto), por lo vulgar de la galantería: «-Señora, usted donde quiera tiene que llamar la atención, aun del más distraído.» Tras el manido piropo, otra vez el comentario del narrador; «Y como esto le pareció cursi y algo anfibológico, añadió algunas palabras, no menos vulgares y frías.» -Lo de cursi vale que lo pensase Álvaro, lo de anfibológico no; digo, no en esos términos, pues el donjuán sabe bien la doble intención halagadora de sus palabras. En el párrafo siguiente, la Regenta desmenuza mentalmente esas variedades, que la causan fuerte impresión. Las palabras y los pensamientos transpiran vulgaridad; no hay duda, el narrador lo confirma y cualquier lector lo reconoce. Llaman la atención sobre cómo el narrador dramatiza las limitadas armas galanteadoras del personaje, repasando la conversación ya transcrita; vuelve a escena, y sin parar mientes en los hechos examina a nivel semiótico la comunicación establecida. Las miradas cargadas de deseo contrastan con lo prosaico de las palabras.

Alas se vuelca en el texto, lo re-examina; palabras como «metáfora» y «anfibológico» lo delatan, repiensa el texto, los modos de decir más que el contenido; ve cómo lo escrito un momento antes ha cristalizado en texto, es decir, la realidad transformada en palabras, y a éstas retorna «olvidando» aquel primer paso, la presentación original de la escena (elementos narrables de la fábula). Por eso, el realismo clariniano resulta velado; los elementos del mundo físico, los materiales de la ficción, una vez consumida su referencialidad habitual en la creación del armazón lógico de la obra, son requeridos a nivel puramente discursivo para funcionaren la narración de otra manera, contribuyendo a la complejidad textual.

La reflexividad del discurso impone el retorno del narrador a lo contado pura interpretar las implicaciones semánticas de su propio texto, y, por otro lado, permite al lector profundizar su conocimiento y comprensión del mundo. Consecuencia extraordinaria del uso de semejante técnica es que el planteamiento de una novela de amor, de tema bastante común y tópico, cobre originalidad gracias a la escritura; esa vuelta al texto desvela la complejidad y el carácter de una situación que en su estado pretextual era una escena sencilla, morfológicamente identificable, pero que en la novela adquiere la dimensión original que nuestra lengua es capaz de prestarle en la escritura.

Al comienzo de la obra notamos los tanteos de Alas mientras construye el armazón ficticio -la catedral, Vetusta, etc.- mas poco a poco su estilo narrativo gana seguridad, ligereza, buen humor, que incluso le vale para permitirse alguna broma.

-¡Dios mío! ¡qué es esto! -gritó en prosa culta-, ¿quién ha causado esta devastación? ¡Petral! ¡Anselmo! -y se colgó del cordón de la campanilla.


(p. 318)                


Esta insinuación sobre el cultismo denota la experiencia del narrador, que la comparte con los personajes; en otras ocasiones la burla oculta intencionalidad de más alcance:

«Mi querido amigo: hoy no he podido ir a comulgar; necesito ver a usted antes; necesito reconciliar. No crea usted que son escrúpulos de esos contra los que usted me prevenía; creo que se trata de una cosa seria. Si usted fuera tan amable que consintiera en oírme esta tarde un momento, mucho se lo agradecería su hija espiritual y affma. amiga, q. b. s. m.,

Ana de Ozores de Quintanar».



-¡Jesús, qué carta! -exclamó doña Paula con los ojos clavados en su hijo.

-¿Qué tiene? -preguntó el Magistral, volviendo la espalda.

-¿Te parece bien ese modo de escribir al confesor? Parece cosa de doña Obdulia. ¿No dices que la Regenta es tan discreta? Esa carta es de una tonta o de una loca.

-No es loca ni tonta, madre. Es que no sabe de estas cosas todavía... Me escribe como a un amigo cualquiera.


(p. 343)                


A la madre del sacerdote le parece impropia la forma en que la penitente se dirige a su confesor. Es una fórmula, pero ella lee algo más y el Magistral también, aunque disimula, y el diálogo entre ambos deja al lector sonriendo.

La lectura llega a convertirse en meta-lectura; por reflejo adquirido el lector aguarda la participación del narrador a nivel metanovelístico. «Cosas de Visitación. Se trataba de seducir a su Ilustrísima para que fuese a honrar con su presencia el solemne reparto de premios a la virtud, organizado por cierto círculo filantrópico. El círculo se llamaba La Libre Hermandad, nombre feo, poco español y con olor nada santo. En tal sociedad había una junta de caballeros y otra agregada de damas protectrices (gramática del Presidente del círculo)» (p. 377). Basta la apostilla para dar a entender la confusión del tal Presidente, don Pompeyo Guimarán, ateo oficial de Vetusta, a quien se refieren estas líneas, prisionera de los modos y usos verbales de una sociedad contra la que sus argumentos poco valen. Cuando Alas abandone esa re-escritura, incluso por un momento, la narración adquiere tono deliberadamente folletinesco.

No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! En Vetusta, ni aun en los días de revolución había habido tiros. No había costado a nadie un cartucho la conquista de los derechos inalienables del hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía la culpa la Regenta, rompía la tradición pacífica del crimen silencioso, morigerado y precavido. Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a su respectivo esposo, ¡pero no a tiros! La envidia que hasta allí se había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez de sus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también la Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y ¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad se absolvía a sí misma de las ligerezas de la juventud... ¡y otras!


(p. 918)                


Excepto por las palabras en bastardilla, el resto de la cita pertenece a la modalidad novela-frase, la-novela-en-que-se-cuenta-una-historia, diferente de la novela-texto de que íbamos tratando. Estos momentos raras veces se deben a pura ironía; otras, tal vez a cansancio, a una ligereza momentánea. El trozo siguiente, escrito en estilo telegráfico, parece ser una recapitulación, donde el autor pasa a una manera más condensada, como para rectificar el bajón del anterior. Quizás sea el final del trabajo de un día y el comienzo del siguiente.

En La Regenta opera una técnica correlativa a la duplicación interior: el desdoblamiento textual. El narrador insiste de forma explícita en comentar las características del texto, vehículo de la trama, creando la novela y, a la vez, situándola en un plano metanarrativo. Parecen coexistir dos narradores, quien cuenta los sucesos y quien los colorea mediante el comentario. Este segundo narrador, en quien bien se vislumbra al autor implícito, va corrigiendo los rápidos apuntes del primero.

«¿Qué eran los placeres de este mundo? ¿Qué la gloria, la riqueza, el amor?». En opinión del articulista, nada; palabras, palabras, palabras, como había dicho Shakespeare. Sólo la virtud era cosa sólida. En este mundo no había que buscar la felicidad, la tierra no era el centro de las almas decididamente. Por todo lo cual lo más acertado era morirse; y así, el redactor, que había comenzado lamentando lo solos que se quedaban los muertos, concluía por envidiar su buena suerte. Ellos ya sabían lo que había más allá, ya habían resuelto el gran problema de Hamlet: to be or not to be. ¿Qué era el más allá? Misterio. De todos modos el articulista deseaba a los difuntos el descanso y la gloria eterna. Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos!... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!». Después Cármenes se presentaba en el cementerio y cantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva.


(p. 480-481                


Harto de simulacros, el autor implícito decide llamar a las cosas por un nombre que les corresponde con más exactitud: «el teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan» (p. 496). Entonces comienza el tour de forçe clariniano; la historia da para poco, ¿hasta dónde se pueden estirar los devaneos de un pequeño conquistador provinciano, cuando incluso una representación del Tenoria de don José Zorrilla prefiguró el desenlace (p. 515). Desde ese momento, mediada la obra, el interés del lector lo mantendrá vivo el discurso narrativo, su reflexividad.

La imaginación verbal despliega sus poderes con absoluta modernidad, convirtiendo la novela en un recital de virtuoso en que las palabras transmiten señales y significados cuya conjunción expresiva desvela en profundidad la esencia del vivir en Vetusta. La progresión narrativa discurre en la segunda parte de la novela en tres niveles, enriqueciendo la simple comprensión lógica de lo que sucede. Leamos un ejemplo. Escojo en escena en que Quintanar vio a Álvaro descender de la habitación de Ana; los adúlteros han sido descubiertos.

-¡Miserable! ¡debí matarle! -gritó don Víctor cuando ya no era tiempo; y como si le remordiera la conciencia, corrió a la puerta del parque, la abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de la tapia por donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie. Quintanar se acercó a la pared y vio en sus piedras y resquicios la escalera de su deshonra.

Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡y cuántas veces había pasado por allí sin sospechar que por aquella tapia se subía a la alcoba de la Regenta! Volvió al parque; reconoció la pared por aquel lado. La pipa medio podrida arrimada al muro, como al descuido, los palos del espaldar roto formaban otra escala; aquella la veía todos los días veinte veces y hasta ahora no había reparado lo que era: ¡una escala! Aquello le parecía símbolo de su vida: bien claras estaban en ella las señales de su deshonra, los pasos de la traición; aquella amistad fingida, aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel malquistarle con el señor Magistral... todo aquello era otra escala y él no la había visto nunca, y ahora no veía otra cosa».


(p. 872)                


La escalera utilizada alevosamente es signo de la falsedad de Álvaro, que paralelamente subió en la estima del ex-Regente montando la del engaño y el halago. La escena transcrita inyecta en tono folletinesco a la verbalización del personaje que acaba de describir su deshonra; la expresión muestra lo patético de un carácter en que sólo puede el honor enunciar sus quejas con la gastada fraseología del drama, de la Comedia del Siglo de Oro, de un teatro a la altura de una ideología caduca en su retórica (no en los sentimientos que manifiesta): Esta retórica parece excluir la posibilidad de la expresión subjetiva.

En el nivel literal, por la escalera no baja un valiente conquistador, capaz de arriesgarse en la aventura amorosa, sino alguien que pisa sobre seguro, en donjuán burgués que hasta se preocupa de calcular su resistencia sexual. El contraste entre el arquetipo y su encarnación en la novela es constante, y además de literaturizar el discurso, enriquece su significado.

De hecho, la literaturicidad desempeña un papel destacado, y evita al autor la tarea de perfilar con más detalle a ciertos personajes. Muchos son tan típicos, o arquetípicos, que aunque en su creación falte algo, el lector lo suple. En ocasiones, la literaturicidad presente en el acto de la lectura, salva a la novela de la incongruencia. El carácter de doña Petronila, tal y como se introduce, no es verosímil, en cuanto apenas resulta concebible que se preste a servir de alcahueta para los «amores» de Fermín y Ana (p. 718). Salvamos la incongruencia, aunque no la dificultad, porque la beata se adapta al arquetipo literario de la Celestina, tolerando que la lógica del personaje según es en la novela no justifique su actuación. Alegar que existen en el mundo beatas parecidas no justifica la conducta de Petronila.

Materialmente, la escalera de que hablábamos la forman unos agujeros en la tapia del jardín de los Quintana, signos de infamia para el ex-Regente. Una lectura semiótica hace ver estas hendiduras en la pared como algo más de lo que son, como signos indicativos de la precariedad de su servicio. Este nivel semiológico invocado a lo largo de la novela, con mayor propiedad durante la segunda parte, ayuda a descifrar el mundo recreado en su variedad. Si por un lado se traza el orden jerarquizante que dirige la sociedad vetustense, por otro se indica, a través de motivos o signos como la tapia hendida, lo quebradizo de quienes viven dentro de esa estructura. Tapias, títulos, indumentaria voluntariosa (de pintarse según el papel desempañado) no faltan, pero se cuida el narrador de indicarle al lector con frecuencia la distancia que media entre las apariencias sólidas y los contenidos quebradizos.

Sin agotar los niveles de acepción del mensaje, algunos apenas alcanzó a descifrarlos; el paródico, por ejemplo, del que sólo en forma intermitente captó sus líneas maestras, la aparición de la Ministra, la semejanza de Álvaro con Cánovas del Castillo, etc.

Hay un fragmento de la novela más logrado, en mi opinión, que cualquier otro. Es el mejor Alas; nunca su estilo alcanza mayor calidad:

En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos regueros tortuosos y estrechos de tinta fina, la cloaca de las inmundicias que tenía el Magistral en el alma: la soberbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada y provocada, salían a borbotones, como podredumbre líquida y espesa. La pasión hablaba entonces con el murmullo ronco y gutural de la basura corriente y encauzada. Otras veces se quejaba el idealismo fantástico del clérigo como una tórtola; recordaba sin rencor, como en una elegía, los días de la amistad suave, tierna, íntima, de las sonrisas que prometían eterna fidelidad de los espíritus; de las citas para el cielo, de las promesas fervientes, de las dulces confianzas; recordaba aquellas mañanas de un verano, entre flores y rocío, místicas esperanzas y sabrosa plática, felicidad presente comparable a la futura. Pero entre los quejidos de tórtola el viento volvía a bramar sacudiendo la enramada, volvía a rugir el huracán, estallaba el trueno y un sarcasmo cruel y grosero rasgaba el papel como el cielo negro un rayo. «¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, la compañía de los santos y la amistad de un corazón fiel y confiado...! ¡por un don Juan de similor, por un elegantón de aldea, por un parisién de temporada, por un busto hermoso, por un Narciso estúpido, por un egoísta de yeso, por un alma que ni en el infierno la querrían de puro insustancial, sosa y hueca!.... Pero ya comprendía él la causa de aquel amor; era la impura lascivia, se había enamorado de la carne fofa, y de menos todavía, de la ropa del sastre, de los primores de la planchadora, de la habilidad del zapatero, de la estampa del caballo, de las necedades de la fama, de los escándalos del libertino, del capricho, de la ociosidad, del polvo, del aire... Hipócrita... hipócrita... lasciva, condenada sin remedio, por vil, por indigna, por embustera, por falsa, por...» y al llegar aquí era cuando furioso contra sí mismo, rasgaba aquellos papeles el Magistral, airado porque no sabía escribir de modo que insultara, que matara, que despedazara, sin insultar, sin matar, sin despedazar con las palabras. Aquello no podía mandarse bajo un sobre a una mujer, por más que la mujer lo mereciera todo. No, era más noble sacar de una vaina un puñal y herir, que herir con aquellas letras de veneno escondidas bajo un sobre perfumado».


(pp. 892-893)                


Comienza con un río verbal que arrastra la rabia del Magistral. El narrador, con pluma-lanceta, rezumando agriedad y unamuniana persistencia, hurga en la herida para remover las aguas sucias del alma. Descansa en instante, y deja entrever los días paradisíacos de la amistad pura, utilizando otro léxico y escribiendo en otro tono (nostálgico, embellecedor de las horas evocadas), para enseguida despeñarse barranca abajo por los despeñaderos del improperio. Sentado en su escritorio el iracundo trata de escribir una carta, de poner en palabras sus sentimientos sobre la caída de la infame, caída en brazos del donjuán de pacotilla; le gustaría que la carta tuviera filo, que las palabras penetraran en la carne, rasgándola, luciendo, aunque sin matar, y la imposibilidad le frustra. Las palabras son incapaces de transmitir cuanto siente, el dolor de su derrota a manos de otro. El hombre fuerte que es el joven canónigo se retuerce bajo la sotana, su masculinidad le ahoga con abrazo de reptil. Escribir, textualizar, poner en palabras ese dolor requiere mayor distancia emocional, sin ella es imposible hacerlo. Y su emoción es la de quien siente (padece) el más hondo y pujante amor.




ArribaJerarquía social y textualización

La inventiva jerarquizante de Leopoldo Alas adquiere inesperada significación cuando se la considera junto al fenómeno de la textualización recientemente bosquejado. Es más: gracias a ella, la novela alcanza la profundidad de su crítica social. Si Cervantes caricaturizó el idealismo, y valiéndose de Cide Hamete Benengeli impartió sus reflexiones sobre la necesidad de atemperar ese idealismo, Alas arremete contra los puntales de orden social y la ideología en que fundamentan su poder, enfrentando en el discurso la manera como esa gente se expresaba, en un lenguaje plagado de clichés exentos de contenido. Con eficacia superior a loa choques frontales con la ideología burguesa provinciana a la manera de Galdós en Doña Perfecta (y análoga a la de éste en Torquemada), crítica el lenguaje por entender que su denuncia es necesaria para mostrar la inautenticidad de quienes lo hablan.

Una divertida parodia de la importancia atribuida al dominio del diccionario se encuentra en la escena en que el indiano, don Frutos Redondo, recuerda a Pepe Ronzal la apuesta acerca de si avena se escribe con hache o sin ella. Traen el diccionario, y la palabra consta, claro está, sin hache la discusión se cierra con estas palabras de Ronzal:

Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:

-El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.

Don Frutos abrió la boca.

Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:

-Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni nadie, se atreva a dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva h la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario será ese... Debe de ser el diccionario de Autoridades...

-Sí señor; es el diccionario del Gobierno...

-Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna...

Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.


(p. 233)                


Burla burlando, se presenta aquí la importancia del poder enlazado con el discurso verbal. El dominio de la palabra oficial facilita a las clases media y alta de Vetusta mantener el orden establecido. El obispo, que prefiere hablar de caridad, amor, y trivialidades semejantes, a perderse en las florituras de los canónigos, y Ana, con sus lecturas románticas, constituyen una amenaza de perturbación permanente, hablan el idioma del razón, el de las vías interiores, sin jamás acudir al lenguaje de quienes les rodean. Por eso, se les tacha de medio-bobo y de mujer descarriada.

El narrador en su constante textualización, es decir, reelaboración de los pasajes, cuestiona el lenguaje utilizado por los personajes, examinándolo con ojo crítico, y entabla un debate continuo con la forma en que la sociedad, valiéndose del corsé de la lengua, mantiene con limpieza y nitidez sus órdenes de valores y de cosas.

La riqueza de La Regenta permanece en cierta medida sin explotar, por olvidar que es en texto vuelto sobre sí mismo, en el que el autor transmite un mensaje dual: recreación de una sociedad cuyo modelo reconocemos en el Oviedo del siglo pasado, y tremenda crítica de los modos expresivos de esa sociedad egoísta y cursi, que oprime toda tentativa de escapar a sus reglas, aun cuando hace la vista gorda si la escapada no afecta al Orden, con mayúscula.

Pocos finales de novela se evocan con tanta frecuencia; el beso depositado por Celedonio, el sacristán, en los labios de Ana Ozores, desmayada en la Catedral: «Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo» (p. 929). Con esta última imagen la crítica social revela su más oscuro trasfondo. Las falsas apariencias del trato humano impuesto por la sociedad jerarquizada fomentó el cultivo de una fauna de cloaca, en un ambiente apto para el enardecimiento de torpes deseos, que conducen a besar a una mujer privada de sentido.

Lo sucio del acto y hasta su carácter sacrílego, por ocurrir en recinto sagrado, revela en cáncer moral: el beso del sapo manifiesta los extremos de degradación en que puede caer el hombre reducido a deseo insatisfecho. La aparición de Celedonio en este final redondea nítidamente su presencia al comienzo de la obra, y el lector percibe tras ella un simbolismo implícito. El autor lo colocó allí por no atreverse a poner al Magistral; suficientes eran los ataques a la Iglesia, para insistir en la lujuria, que es sin duda parte del gran amor que el personaje siente por la protagonista. El beso lo da Celedonio, pero al leer -el verbo de la frase en el pluscuamperfecto compuesto, «había creído», connota una falsa impersonalidad- advierte el lector tras la figura del sacristán la sotana brillante del canónigo, agachándose sobre el cuerpo de Ana, como tantas veces soñó hacer. Las gentes de su medio niegan a la Regenta el derecho a seguir viviendo entre ellas, y al buscar amparo en la Iglesia, fue besada por este viscoso vicario que se aprovecha de su desmayo para hacerla, por emblema y sinécdoque, «suya».

La historia se finaliza sin terminar: el pacto de lector y autor en el acto de la lectura supone en tácito entendimiento de que la ficción no agota su significado ni en lo explícito de los hechos narrados ni en sus implícitos sobreentendidos. El autor implícito decide que sea Celedonio quien cierre la novela, mientras el tácito, con quien ajustamos la jornada ficticia, sugiere la presencia de Fermín. Ese resquicio entre la justicia de lo implícito y la vaguedad de lo tácito es el campo de operaciones más fructífero de la imaginación.







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