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La poesía de Borges: «El otro, el mismo»

Luis Sáinz de Medrano Arce





Desde Cuaderno San Martín (1929) hasta El hacedor (1960) la obra poética de Borges no se había incrementado sino en seis poemas. El hacedor registra un aumento numérico no excesivo, pero relativamente sensible: 23 nuevas composiciones. Sin duda la actividad del Borges lírico parecía muy ralentizada con relación a su obra en prosa. Ahora bien, contra lo que pudiera pensarse, el Borges poeta estaba muy vivo. Los formidables avances de su cuentística y su ensayo, a los que debía su creciente notoriedad fuera de las fronteras argentinas, no iban a hacerle caer en la tentación de renunciar a la creación en verso, ligada profundamente a sus comienzos literarios, por la sencilla razón de que en ella el escritor encontraba la fórmula de expresión más emotiva y personal que su pudoroso antirromanticismo le permitía. «No niego a mis críticos -llegó a afirmar- el derecho a opinar que mis cuentos pueden ser mejores: pero ciertamente yo estoy menos en ellos personalmente como ser que siente y padece que en mis poemas». En la misma oportunidad calificaba de «inevitablemente artificiosos» a sus cuentos, y de «expresiones directas de mis sentimientos y de mi ser íntimo»1 a sus poemas.

Sin que esto nos lleve a esperar que el Borges poeta se distancie sustancialmente del prosista, no cabe duda de que si en algún momento hay alguna discreta ráfaga de afectividad que escapa al control del admirador del lúcido Valery, ésta se produce en su lírica, apoyada en la obligada condensación y el no indiferente -para Borges- ritual de La forma. Como tantas otras veces. Borges se definió a sí mismo al ejercer su crítica sobre los demás. «Jiménez -dijo al hablar de nuestro Juan Ramón- es demasiado inteligente para ignorar que las ideas son novelerías que se marchitan pronto, y que la función del poeta es representar ciertas eternidades o constancias del alma humana»2. Queremos decir, en fin, que de la urdimbre que forman la prosa y los versos borgianos, el tacto del lector puede percibir que los hilos más sutilmente cordiales corresponden a éstos. Por lo pronto es refiriéndose a la poesía donde Borges se ha planteado con mayor vehemencia la hipótesis de que exista un valor trascendental en la literatura. Lo niega en algún momento bajo, como cuando en El oro de los tigres (1972) se ve a sí mismo como lo que Guillermo Sucre ha llamado «el oficiante de un destino vacío»3, y se autoadvierte de que «el resignado / ejercicio del verso no te salva» («Al triste»). Pero en La cifra (1981), libro de su prolongada última hora, ese escéptico acepta que el lenguaje misterioso de la poesía pueda tener una alta virtualidad: «Otra cosa no soy que esas imágenes / que baraja el azar y nombra el tedio. / Con ellas, aunque ciego y quebrantado / he de labrar el verso incorruptible / y (es mi deber) salvarme» («El hacedor»). Hay aquí nada menos que una solemne propuesta: el poeta se construye a sí mismo por medio de la palabra, y al decir a sí mismo, entendemos que este yo incluye también el cúmulo de vivencias que le permiten identificarse como tal. ¿Qué decir de esta contradicción, una más en el universo dialéctico borgeano? Por lo pronto que encierra un particular patetismo. En segundo lugar que si algún punto de apoyo hay que encontrar, situándonos cartesianamente ante la obra de Jorge Luis Borges en búsqueda de una verdad axiomática, no nos es posible hallar sino ésta; el poeta del hambre que quiere serlo en plenitud, sólo cuenta con la esperanza de encontrar la palabra exacta, el verso incorruptible que contendrá, que contiene, como un «aleph» la clave del universo. En último término, en las intrincadas variantes de ese esfuerzo se sostiene toda La obra de Borges.

Cuando en La cifra reconoce también Borges que a él le ha sido concedida sólo la «poesía intelectual» y no la otra, es decir la presidida por «la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección [...], la obra sabiamente gobernada o de largo aliento»4, el poeta no hace sino declarar el alcance de algunas de sus reprimidas apetencias traducidas apenas en medrosas y apresuradas incursiones de rápido regreso en el vasto campo de lo emocional. Borges ha eliminado prácticamente el tema amoroso en su poesía (hay algunas vislumbres que, aun siendo raras, sobresalen respecto a las que podemos encontrar en su obra en prosa). Esto constituye una de sus mayores originalidades, sobre todo teniendo en cuenta que, al decir de Bioy Casares -y hay más testimonios-. «Borges se pasó la vida enamorado, pero enamorado de verdad»5. Su empeño por librar a sus poemas de tan natural pasión le hace un tanto parangonable con otro ilustre poeta que, conocedor de dos felices experiencias conyugales y padre de numerosa prole, excluyó de su quehacer literario cualquier referencia a arrebatos sentimentales. Nos estamos refiriendo a Andrés Bello, otro gozador de las emociones de la razón que el corazón acaso no comprende, y autor de una frase de sabor a todas luces borgeano: «Para el entendimiento como para las otras facultades humanas, la actividad es en sí misma un placer»6.

Situamos, pues, a Borges como un poeta fundamentalmente intelectual, sensiblemente próximo al prosista, al ensayista y al diseñador de historias breves, pero hay que descubrir también en dentro de él al no indiferente «maloré lui», ante la magia ritual de las palabras, la liturgia de la métrica, que no en vano ha llegado a afirmar que sus versos proceden «del modernismo, esa gran libertad que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano»7, el Borges, en fin, a quien el verso proporciona cauce para eventuales escapes intimistas, aunque éstos vayan seguidos de urgentes repliegues. Ese es el poeta, que en El oro de los tigres ha sido capaz de llegar hasta «el alma que está sola», «detrás de los mitos y las máscaras» («Susana Bombal»)-, de manifestar no sentirse indigno «del amor que espero y que no pido»On his blindness»), de pensar en voz alta «en esa compañera / que me esperaba y que tal vez me espera» («Lo perdido», ibid.) o, en fin, de solicitar a un Dios ocasional: «defiéndeme... de la esperanza»Religio Medici. 1643»)...

Hechas estas observaciones, nos acercamos ahora al libro central del Borges poeta, El otro, el mismo, publicado en 1964 y al que pasan, íntegros, todos los poemas de El hacedor (1960) mientras aporta cincuenta y siete poemas nuevos.

El otro, el mismo no acepta ser definido estrictamente como el inicio de una etapa nueva: Borges no es un Góngora de dos estilos o un Valle Inclán que pasa del decadentismo al esperpento, ni un Neruda que encuentra su camino de Damasco en una guerra civil y pretende olvidar su oscura etapa residenciaría para salir de su ensimismamiento y abrirse a los demás, Borges el poeta guarda una total coherencia consigo mismo desde su primer libro. Fervor de Buenos Aires.

Es sabido que la deuda borgeana con el ultraísmo fue muy relativa, que ese movimiento fue sobre todo para él un brillante estímulo que daría origen a un quehacer muy personal e independiente. Cuando Borges arribó a España en 1918, como recuerda Guillermo de Torre, «llegaba ebrio de Whitman, pertrechado de Stirner, secuente de Romain Rolland, habiendo visto de cerca el impulso de los expresionistas germánicos, especialmente de Ludwing Rubiner y de Wilhelm Klemm»8. Venía, pues, imbuido de una lírica que como señala Gloria Videla, «aunque tiene rasgos comunes con los otros ismos... es una poesía más grave, de más contenido ideológico y mayor preocupación social»9. Borges hablaba de este movimiento como «la tentativa de [...] superar la realidad ambiente y elevar sobre su madeja sensorial y emotiva una ultrarrealidad espiritual»10. El paso desde aquí hacia una poesía de dimensión metafísica tenía una virtualidad de la que carecía por completo el ultraísmo. Borges desechó enseguida la tentación sencillista del posmodernismo al señalar en un manifiesto de 1921 publicado en Nosotros («Ultraísmo»), cómo el miedo a la retórica había empujado a los sencillistas hacia otra clase de retórica vergonzante... en la que se producían «gironcillos autobiográficos arrancados a la totalidad de los estados de conciencia y malamente copiados» en un camino por el que solo se llegaba «a un sempiterno espionaje del alma propia que tal vez resquebraja e histrioniza al hombre que lo ejerce»11. En 1925, en un ensayo de Inquisiciones, denunciaba por otra parte, el escolasticismo del ultra: «He comprobado que sin quererlo hemos incurrido en otra retórica tan vinculada como las antiguas al prestigio verbal [...] Bella y triste sorpresa la de sentir que nuestro gesto de entonces, tan espontáneo y fácil, no era sino el comienzo torpe de una liturgia»12.

A Borges, a pesar de que durante algún tiempo teorizara sobre la vanguardia convencional en España y en Buenos Aires, le quedaba, por lo que vemos, como apetencia única la de una poesía instalada en lo permanente, considerando, según la interpretación de Adolfo Ruiz Díaz en su estudio sobre «Elementos musulmanes en la obra de Borges» que «el valor poético consiste [...] en decir, no ya lo que se le pudo ocurrir a un sólo hombre, sino lo que todos los hombres reconocen como suyo»13. Algo así, aunque con diferente alcance, habían estimado los parnasianos como Leconte de Lisie que buscaban el arte en lo eterno y no en el corazón del hombre de un día y preconizaban la impersonalidad del poeta. Un tipo de realidad poética de esta naturaleza difícilmente podía venirle a Borges por los caminos del ultraísmo: más posibilidades había de elaborarla a partir del expresionismo y de su creciente vinculación a las corrientes más profundas del pensamiento europeo, y enseguida, del universal. Sus libros argentinos nacen, así, tocados por esa vocación de trascendencia. En la primera edición de Fervor de Buenos Aires, ya podía leerse esta entradilla: «Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor»14. Todo un enunciada metafísico, como se ve, que anuncia que el contenido del libro no ha de tener mucho que ver con las filigranas de las que, con insistencia digna de mejor causa, abominará siempre a Borges.

Fervor de Buenos Aires, con sus versículos donde se deslizan sinuosamente teorías de Berkeley y Schopenhauer sobre el ser y el percibir, su vaga mitificación de la ciudad, laberíntica «imago mundi», sus visiones de jugadores de truco que reproducen, sin saberlo, el eterno retorno, su leve enojo contra el alma arbitraria que no se ha dado cuenta que tiene asegurada su duración en las vidas ajenas, puesto que todos somos uno y lo mismo, contiene ya bastantes de los elementos básicos que moverán siempre las especulaciones borgeanas. Diríamos incluso que los contienen con mayor evidencia que los dos libros siguientes de los años veinte: Luna de enfrente y Cuaderno San Martín.

No es extraño que el autor, curándose en salud, traiga a colación en el prólogo puesto a El otro, el mismo en 1969, la acusación que alguien (el futurista peruano Alberto Hidalgo) le hizo de «escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas»15, reproche al que él replica con sarcasmo pero que está lejos de desmentir. Al contrario, la insolencia del peruano viene a colación del propio reconocimiento de que, en efecto, El otro, el mismo es un libro hecho con sus hábitos, «Buenos Aires, el culto de los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra sustancia, pueda ser compartido»; y más aún, no tiene inconveniente en anunciar en su contenido «las previsibles monotonías, la repetición de palabras y tal vez de líneas enteras»16. Con la misma franqueza irá apostillando Borges el de algunos de sus libros posteriores. «A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector -dice en el preámbulo a Elogio de la sombra (1969) -se han agregado dos temas: la vejez y la ética»17. Y en el de El oro de los tigres: «De un hombre que ha cumplido los setenta años que nos aconseja David poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones»18. Cuando Borges afirma en el poema «1964»: «Ya no hay una / luna que no sea espejo del pasado»19, está dándonos la clave de su visión del mundo, una visión repetitiva donde se ha perdido la magia inicial, la magia que pudo haber en una contemplación del mundo que Borges parece haber realizado en una existencia anterior o en un tiempo privado, escondido y clausurado respecto a la que se inició en 1899, la magia que puede ser percibida ahora eventualmente en forma de «una misteriosa felicidad / que no viene del lado de la esperanza / sino de una antigua inocencia» («Alguien»). No es, por lo tanto, raro que haya mucho en el Borges depurador de unos temas y unas formas persistentes del Fierre Menard, autor del Quijote, que reescribió la obra cervantina sin alterar su texto. Toda la obra de Borges es un gran palimpsesto en el que se confunden en parte las escrituras superpuestas, de modo que el texto último, ha sido enriquecido con connotaciones que le dan una densidad sobreañadida ante el receptor. Porque dentro de la gran poética de la lectura, bien perfilada por Genette, según la cual un libro es «una reserva de formas que esperan su sentido», un sentido que «está en nosotros»20, es evidente que el lector de Borges, ya promediada su obra poética, ha ido perdiendo su inocencia, pero no su voluntad de seguir dejándose fascinar, absolutamente inerme, por la sabiduría de ese lenguaje hecho de «modesta y secreta complejidad».

Este último sintagma colocado por Borges en el prólogo de El otro, el mismo, es uno de sus grandes hallazgos definitorios. La experiencia ultraísta -que en él, insistimos, fue extraordinariamente breve- le vacunó contra la vanidad barroca, típica, según denunció, de todo escritor en sus comienzos, pero tal vez no dejó de contribuir a crear en él esa sutil inclinación hacia un conceptismo expresivo que huye de producir asombro a primera vista y se diluye en una dialéctica, al menos aparentemente, apacible.

El poema «Insomnio» que abre el libro El otro, el mismo, es una de las pocas excepciones a ese tono sosegado. Se trata de una composición de 1936, ya publicada en Poemas, de 1943, en la que el poeta deja vía libre a un lenguaje expresionista, que tiene que ver con el de sus iniciales poemas de tema revolucionario, matizada por un desusado sabor superrealista y hasta emparentado con un nerudiano efluvio residenciario:


«Lotes aneoadizos, ranchos en montón como perros,
      charcos de plata fétida:
soy el aborrecible centinela de esas colocaciones
      inmóviles».


Este es un Borges a quien la contemplación de algo real en un suburbio porteño ha conmocionado hasta la exasperación alienante (situación que relacionamos con lo dicho al principio y que, creemos que difícilmente podría objetivarse en un cuento). Los «Two Enolish Poems» que le siguen, muy poco frecuentados por la crítica, nos hablan de un hombre, el propio poeta, a quien «la inútil aurora encuentra en una esquina desierta» («The useless dawn finds me in a deserted streetcorner»), como un sobreviviente melancólico que trata de recuperar la oculta imagen, la sonrisa real solitaria, burlona, de una mujer a quien solo puede ofrecer «calles macilentas, crepúsculos desesperados, la luna de los andrajosos suburbios / la amargura de un hombre»: «Sólo puedo darte -dice al concluir el segundo poema- mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón: estoy tratando de sobornarte con inseguridad, con peligro, con derrota» (la traducción es nuestra).

Difícilmente reconocemos aquí al impasible escritor con el que identificamos normalmente a Jorge Luis Borges y que es, de un modo general, el dueño de este libro, hecho desde la compostura. Otros rasgos de emotividad apuntan en él, excepcionalmente, pero de modo suficiente para que podamos percibir que hay un hondo sustrato emocional bajo las pudorosas formas dialécticas predominantes. Así en el segundo de los sonetos cuyo título común es «1964» -uno de esos ajustados sonetos shakesperianos o spencerianos cuya estructura converge en un sentencioso pareado final- examina su condición de hombre destinado a no volver a conocer la felicidad, perdida «la dicha que me diste y me quitaste» (obsérvese la referencia a otro ser humano), y afirma: «sólo me queda el goce de estar triste». En «Alguien» queda muy explícita tal referencia en la alusión a «la memoria de una mujer que lo ha abandonado / hace ya tantos años / que hoy puede recordarla sin amargura». «El rostro de una muchacha de Buenos Aires, un rostro que no quiere que lo recuerde» es traído con desvalimiento a la «Elegía» que el autor se dedica a sí mismo. Borges reconoce enseguida que «es mucho haber amado / haber sido feliz, haber tocado / el viviente Jardín siquiera un día»Adam Cast Forth»).

En estas citas hemos recogido lo esencial del Borges de expresión romántica -si se nos admite la hiperbólica definición. Lo que resta es el otro Borges, el habitual, el que se sumerge en un mundo de abstracciones o de imágenes culturales que pueden componer un universo poético más disciplinado, en que no tiene cabida el desorden anímico que llamamos emociones del corazón.

Para empezar, podríamos recordar al reflexivo analista de la más patente de sus carencias físicas: la ceguera. Frente a la negativa alusión a ella como oscuridad en «Two English Poems». Borges la examina en «Poema de los dones», como un hecho prodigioso si se considera la admirable paradoja de haberla recibido junto con la inmensidad de los textos escritos que le rodean en su condición de director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires:


«Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche».


Borges y sus héroes, la Beatriz de El Aleph que murió «después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante al sentimentalismo ni al miedo»21, el Rosendo de Hombre de la esquina rosada que ordenó le taparan la cara al morir, porque «sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía»22, no se humillan en los momentos críticos. Seguramente detrás de ellos está la imagen de Fanny Haslam de Borges, la abuela inglesa del poeta cuya desdramatización de su propia muerte («No hay nada interesante o patético en lo que me sucede»23) ha constituido sin duda uno de los pocos acontecimientos vitales que han influido en este hombre que reivindicó siempre a los libros -no a la vida- como fundamento de su experiencia.

Volviendo al poema, hemos de señalar en él otra característica que lo convierte en un cierto paradigma de algún sector de la obra borgeana: el abandono de un determinado momento de lo que en principio, podría ser considerado como su único núcleo temático para abrir paso a uno nuevo, que le da, así, al poema una estructura semántica binaria. El poeta amplifica, en efecto, la consideración del hecho portentoso expuesto al comienzo con una cierta minuciosidad en las cinco estrofas que siguen a la primera: los ojos sin luz poseen una ciudad de libros, los libros son arduos «como los arduos manuscritos / que perecieron en Alejandría», la situación es similar a la del rey Midas, es inútil la copiosa oferta de los muros, y el hombre, Borges, que se «figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca» ha de recorrerla ahora en la oscuridad, auxiliado en su bastón.

El nuevo asunto introducido no es nada menos que el concerniente a la pluralidad del ser humano, cuya individualidad es sólo aparente, asunto expuesto previa una reflexión acerca de la necesidad de no interpretar situaciones tan «admirables» como ésta sólo como una mera contingencia:


«Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas:
otro ya recibió en otras borrosas tardes,
los muchos libros y las sombras».


El poema acaba, en fin, refiriendo el mencionado problema de la identidad al propio poeta: el que recorre las lentas galerías de la biblioteca envuelto en la sombra, el que escribe el poema, puede ser Borges o puede ser Paul Groussac, otro escritor ciego que ocupó el mismo cargo años atrás. La pregunta, que, como es casi previsible, no refleja angustia sino una curiosidad muy ponderada lindante con la indiferencia, queda sin respuesta.

Dos vertientes tiene, así pues, el poema: la relevancia de una admirable paradoja y la posibilidad de que un ser humano se repita. Sobre este segundo punto ya Borges nos había advertido en un viejo poema de Fervor de Buenos Aires: «Ciegamente reclama duración el alma arbitraria / cuando la tiene asegurada en vidas ajenas» («Inscripción en cualquier sepulcro»24) y también lo hará añadiendo otra apreciación que sitúa el hecho en la dinámica de lo temporal en el poema inicial de El otro, el mismo. «La noche cíclica»:


«lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
los astros y los hombres vuelven cíclicamente:
los átomos fatales repetirán la urgente
Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras».


Borges parece complacerse en lo que él llamó en un ensayo muy temprano «la nadería de la personalidad», sumergido en las opacas calles de un Buenos Aires que se le representa -como en el conocido poema de Cuaderno San Martín (1929)25 eterno, instalado también en un tiempo iterativo, como una imagen del mundo, un laberinto determinado por las misteriosas calles unánimes, un Buenos Aires que es su cotidianeidad y su Ítaca, el marco inalterable, pero también incierto de sus experiencias, con el que comparte un estimulante temor:


«No nos une el amor, sino el espanto;
será por eso que la quiero tanto».


(«Buenos Aires»)                


Digamos que esta particular relación, de la que es resultado ese desazonante fruto amoroso puede representar uno de los tirones sentimentales capaces de hacer perder la compostura al poeta. Es algo que está a punto de ocurrir en el poema «Adrogué», dedicado a la vieja casa familiar de las vacaciones en los días de la infancia, en el que no podemos dejar de percibir un cierto sabor machadiano, algo que seguramente desagradaría -injustamente- a su autor. La escenografía es la misma que la del poema VI de Soledades: la vieja casa, el jardín abandonado, la fuente con la que Machado, en su caso, entabla un prolongado coloquio que despierta antiguos recuerdos transidos de melancolía, Borges lo sustituye por una descripción -excepcionalmente precisa para sus hábitos- en la que durante una buena parte del poema no se hace otra valoración «de ese mundo de polvo y de jazmines» que la que lo remite a la literatura: «grato a Verlaine y grato a Julio Herrera». Finalmente Adrogué queda desrealizado, es algo que existe sólo en la memoria, «esa suerte de cuarta dimensión». No sólo se trata de que sea irrecuperable la vida que allí transcurrió, respecto a la cual como «suceso» el poeta rehúye cualquier mención (este es un poema desprovisto, en grado extremo, de anécdota, en el que a diferencia del poema de Machado, no existe el menor esfuerzo por resucitar una «alegre leyenda olvidada»26). Lo es también la quinta de Adrogué, y de nada sirve que la casa, el parque, las piedras, los ornamentos sigan existiendo materialmente en el momento de la composición del poema, porque todo eso nada tiene que ver con lo inscrito en la memoria en forma de rasgos selectivos, es decir lo que Andrés Bello denominaba la anamnesis, «un signo, una afección representativa, que hace el oficio de la afección original, cuya imagen es y que ha desaparecido del alma»27 dejando en su lugar a la propia anamnesis. El fenómeno en sí mismo está lejos de ser singular: lo es la capacidad de Borges para racionalizarlo como tal.

¿Qué hay, entonces, del eterno retorno? Borges no traiciona necesariamente esta hipótesis -aunque él no se siente obligado a aceptar axiomáticamente ninguna de las que él mismo propone- al decir: «El antiguo estupor de la elegía / me abruma cuando pienso en esta casa / y no comprendo como el tiempo pasa / yo que soy tiempo y sangre y agonía». El hecho de que todo sea susceptible de repetición, «en un ciclo segundo / como vuelven las cifras de una fracción periódica» («La noche cíclica») no puede anular la inquietud del hombre ante lo que le es inmediato. Obsérvese aquí, finalmente, retomando las apreciaciones que hemos hecho al iniciar esta exposición acerca de los escapes afectivos del poeta, el equilibrio existente en estos versos entre la emotividad y el análisis objetivo, que predomina de un modo inequívoco.

Pero curiosamente, a nuestro entender, el poeta intelectual juega también en El otro, el mismo a cuestionar los sistemas y valores que constituyen el fundamento de su propia obra, es decir la impavidez y la infatigable especulación que penetra en lo insondable a través de múltiples e inciertos caminos. Lo hace manifiestamente en el poema dedicado a Baltasar Gracián a quien describe como un artificioso perseguidor de «laberintos, retruécanos y emblemas», desentendido del amor humano y del divino. El retrato cuadra bien al Borges poeta hasta el momento en que entran en el foco de la censura las tendencias hacia la construcción de extravagantes metáforas, si bien podrían hacerse varias puntualizaciones que tendrían que ver con la coincidencia en la persecución de la justeza expresiva en ambos escritores más allá de las reservas de Borges ante este tropo.

En un libro temprano, Historia, de la eternidad [1936], Borges se había ocupado de Gracián, en el ensayo «Las kenningar» -uso de las metáforas en la primitiva poesía islandesa, acusándole humorísticamente en esa oportunidad de estar poseído de un «frenesí taurino-gallináceo»28 a propósito de un poema parcialmente reproducido entonces y al que volverá a referirse parcialmente aquí cuando recuerda que el jesuita «a las claras estrellas orientales / que palidecen en la blanca aurora / apodó con palabra pecadora / gallinas de los campos celestiales». La crítica al jesuita y sus procedimientos que entendemos no deja de contener una velada y contradictoria admiración por quien supo ejercitar arriesgadamente la aventura del lenguaje (descontando el explícito reconocimiento, pocas líneas después, de que Gracián era un buen prosista). Lo mismo hemos creído encontrar también en otro reproche dirigido al escritor aragonés en una entrevista de G. Charbonier en la cual el argentino alude con sólo aparente disgusto a una sorprendente metáfora gracianesca «La portátil Europa»29, que seguramente le resultaba todo un hallazgo.

Ahora bien, en el poema de El otro, el mismo, Borges, después de haber utilizado a Gracián como un buen referente para su ambigua censura, encamina en otra dirección su discurso, en un procedimiento que es bastante común en su obra. El poema no se queda, en una admonición contra alguien, como resultaba previsible (tampoco el cuento El Aleph es fundamentalmente una diatriba contra los malos escritores, representados por Carlos Argentino Daneri, aunque así pueda parecerlo durante un tiempo). Inesperadamente el autor coloca al personaje en una situación imprevista: imagina su deslumbramiento en el momento en que, habiendo alcanzado la vida ultraterrena, tiene ocasión de «contemplar de frente los Arquetipos y los Esplendores», a la divinidad misma: «¿Qué sucedió cuando el inexorable / sol de Dios, la Verdad, mostró su fuego?». Los versos van llevándonos a una situación altamente emocional. Una criatura humana envuelta en el fulgor de lo sobrenatural, accede al conocimiento supremo. Toda una intuición de rango místico. Llegados a este punto no cabe esperar sino el rendimiento y el himno. ¿Estaremos ante otro de los casos, excepcionales, pero no imposibles, de caída en lo emotivo? Borges flexiona de nuevo su poema en una nueva propuesta que se opone con fría crudeza a la calidez anterior. Tal vez Gracián no vio nada, tal vez el juego y el laberinto son eternos: «Sé de otra conclusión, dado a sus temas / minúsculos. Gracián no vio la gloria, / y sigue resolviendo en la memoria / laberintos, retruécanos y emblemas». Una vez más no se ha cedido ante la tentación de la lágrima, el proceso analítico se adentra, impulsado por la insobornable razón en el espacio helado de lo indescifrable.

Indescifrable es el alcance último de la cadena de los posibles dioses subsidiarios que mueven la trama que acaba en la pieza movida por el jugador de ajedrez, indescifrables los sentimientos del Dios que contempla en «El Golem» al rabino de Praga -su obra- acaso con la misma ternura y el «algún horror» con que el rabino miraba a la defectuosa criatura a la que había dado vida, indescifrables «el terrible Nombre» que guarda la esencia y la omnipotencia de Dios y que el rabino no acertó a pronunciar sin error... Un mundo impenetrable que los espejos amplían absurdamente, dulcificado sin embargo por el esfuerzo del laborioso y sereno discernimiento, por las imprevisibles iluminaciones y, sobre todo, por la conciencia de que el confuso mundo es, a pesar de todo, pródigo en dones que, al final del libro, el poeta enumerará con delectación y gratitud franciscanas como en un Nuevo Cántico de las criaturas hecho desde la lucidez:


«Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo,
por la razón, que no cesará de sonar
con un plano del laberinto,
por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
por el amor que nos deja ver a los otros
como los ve la divinidad,
por el firme diamante y el agua suelta,
por el álgebra, palacio de precisos cristales,
[...]
por la caoba, el cedro y el sándalo,
por el pan y la sal,
por el misterio de la rosa,
[...]
por la música misteriosa forma del tiempo».


(«Otro poema de los dones»)                


Este poema constituye un inventario de lo existente muy parecido al desarrollado en El aleph. Si se sustituye el anafórico «por», nexo de causalidad, por el no menos anafórico «vi», con el que se predica en el cuento la avidez del contemplador de la prodigiosa esfera, casi pueden confundirse los textos. Es análogo en ambos el esfuerzo por resolver el problema de transmitir con un lenguaje sucesivo la percepción de lo simultáneo, análogo el sistema de exposición de «disjecta membra». Notamos sin embargo que el poema alude a elementos no indiferentes, al menos en su inmensa mayoría, como los de El aleph, sino matizados por el sema de una valoración positiva; también que se incluyen entre ellos deficiencias o carencias no menos exaltadas: «ríos secretos e inmemoriales», «una cifra de cosas que no sabemos», «un libro que no he leído», el ignorado nombre del sevillano autor de la Epístola moral, «el olvido, que anula o modifica el pasado», los «tesoros ocultos» del sueño y la muerte, y más aún «los íntimos dones que no enumero». Guillermo Sucre ha llamado la atención, a propósito del poema «The Unending Gift» de Elogio de la sombra, acerca de la percepción real de lo no cumplido: el cuadro que el amigo muerto ofreció y no pudo regalarle es sentido por Borges como un don superior, algo que no llegará a degradarse como «una de las vanidades o hábitos de la casa». «La desposesión, la irrealidad y la ausencia son para Borges dones -dice Sucre- (revelan la verdadera presencia), pero dones incesantes (nunca cristalizados en una dimensión objetiva)»30. Esto nos hace comprender mejor el sentido totalizante del poema de «El otro», el mismo en el que entre tantas omisiones destaca una fundamental: la de «los íntimos dones que no enumero», los que por pertenecer a la clausura de las emociones privadas no deben aparecer en el poema para no contaminarlo de subjetividad, pero que están vivos en ese sector de silencio que todo acto poético genera. Puesto que creemos también con Sucre que toda la obra de Borges se presenta como un tejido de relaciones en el cual no hay centro, o mejor, que todo en él puede ser centro31, acaso sea ser oportuno concluir nuestras reflexiones sobre la poesía del impar argentino dejando en el aire esta composición que nos remite, en sí misma y en el haz de conexiones que genera, a un mundo lírico singular e irrepetible, mientras compartimos también con su autor la gratitud


«por el hecho de que el poema es inagotable
y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso».






 
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