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ArribaAbajoCapítulo VI [VII]

De la imitación


Hemos dicho ser la poesía imitación de, la naturaleza, en lo universal y en lo particular; ahora es bien que expliquemos con toda claridad esta parte de nuestra definición, mayormente que de ella depende el entender bien todo el asunto.

Imitación, pues, como dijimos, es un nombre genérico que comprende muchas especies, diversas en el modo y en los instrumentos con que imitan, como son la poesía, la pintura, la escultura, la música, etc. Aquella especie de imitación que pertenece a la poesía, dice Pablo Benio33, con la autoridad de Platón, que es una narración con que uno, con las acciones o con la voz, representa a otro. El citado Monsignani34 define la imitación poética, también según Platón, semejanza de alguna acción o de alguna cosa hecha con medida de palabras, para aprovechar mediante el deleite. Pero esta definición más parece de la poesía que de la imitación.

Como quiera que entendamos este término de imitación, que ya de suyo es bastantemente claro, es cierto que no hay otra cosa más natural para el hombre, ni que más le deleite, que la imitación. Desde niños tenemos todos la propensión de hacer lo que vemos que hacen otros, y casi todos los juguetes de aquella tierna edad proceden de este natural deseo de imitar. Y como nada hay más dulce ni más agradable para nuestro espíritu que el aprender, nuestro entendimiento, cotejando la imitación con el objeto imitado, se alegra de aprender que ésta es la tal cosa y, al mismo tiempo, se deleita en conocer y admirar la perfección del arte que, imitando, le representa a los ojos como presente un objeto distante35. Por eso nos deleitan pintados los monstruos más feos y espantosos, que nos horrorizarían vivos y nos agrada la copia de los objetos más viles, cuyo original nos movería a risa y a desprecio; procediendo, en tal caso, nuestro gusto y deleite, no tanto de los mismos objetos, cuanto de la perfección del arte que los imita. Y aun, a veces, puede hallar nuestro entendimiento algún deleite en la mala imitación; pues el advertir el error ajeno y el conocer que el objeto imitado es muy diverso de lo que nos le representa el poco diestro imitador, da, tal vez, motivos de mucho gusto y deleite. Como, pues, la mayor destreza de los pintores y su más apreciable acierto es el explicar en un lienzo, con tal distinción y claridad, los conceptos de su idea, que los ojos puedan no sólo verlos, pero aun leerlos; así la mayor excelencia y primor de los poetas, dice36 el citado conde Monsignani, consiste en representar también sus conceptos con tal invención y evidencia, que el entendimiento pueda no sólo leerlos, pero aun verlos. Dos son, dice el mismo autor, las imitaciones que debemos hacer: una toda parte de la invención, otra de la enargía, voz que en griego suena lo mismo que evidencia o claridad. La primera, las más veces, mira a las acciones humanas, que están por hacer; la segunda a las cosas de la naturaleza ya hechas. Con la invención debemos, principalmente, asemejar a las historias de las acciones humanas sucedidas otras acciones que pueden suceder; con la enargía, debemos imitar las cosas ya hechas por la naturaleza o por el arte, habiéndolas no sólo presentes con menudas descripciones, sino también vivas y animadas. De suerte que si la invención cría de nuevo una acción tan verosímil que parezca verdadera y no fingida, la enargía infunde en las cosas tal movimiento y espíritu, que parezcan no sólo verdaderas, sino vivas.




ArribaAbajoCapítulo VII [VIII]

Del objeto de la poesía y de la imitación poética


Cuando hemos dicho ser la poesía imitación de la naturaleza, la hemos dado un objeto dilatadísimo o, por mejor decir, un número infinito de objetos, en cuya pintura puede, sin fin, ejercitarse la imitación poética. Para hacer comprender más claramente lo extendido y dilatado de su fin, me valdré de un pensamiento del doctísimo Ludovico Antonio Muratori, que en el célebre tratado que escribió de la Perfecta poesía italiana, divide todos los entes criados o increados37 en tres mundos, tomando la voz mundo por una unión o compuesto de muchos adornos. El mundo primero, dice, es el celestial; el segundo, el humano; el tercero, el material. Por mundo material, que puede también llamarse mundo inferior, entendemos todo lo que es formado de materia o de cuerpo, como los elementos, el sol, las estrellas, los cuerpos humanos, etc. El mundo celeste, que también puede llamarse mundo superior, comprende todo lo que carece de cuerpo y de materia, esto es, Dios, primera causa de todas las cosas, los ángeles y las almas humanas libres de la prisión de la carne. El mundo humano, finalmente, a quien podemos llamar mundo de medio, abraza todo lo que tiene cuerpo y alma racional, esto es, todos los hombres que viven sobre la tierra. Estos tres mundos o reinos de la naturaleza contienen un número infinito de varias verdades, que todas son, o pueden ser, objeto de la poesía o de la imitación poética. Abraza, pues, este arte todas las cosas que caen debajo de los sentido, esto es, las materiales y las que por el solo entendimiento pueden ser comprendidas, como son las espirituales y las que participan de uno y otro, de materia y de espíritu, como son las cosas y acciones humanas. Con que el conceder a la poesía por objeto solamente las acciones humanas, como algunos en su definición han dado a entender, es usurparla injustamente dos reinos que, de derecho, le pertenecen. Porque ¿quién duda que la poesía no pueda tratar y hablar de Dios y de sus atributos, y representarlos en aquel modo imperfecto con que nuestra limitada capacidad puede hablar de un ente infinito? Los ángeles y todas sus afecciones y propiedades, nuestras almas y todas las verdades especulativas y reflexiones de nuestro entendimiento, no hay duda que también pueden ser objeto de poesía, sin que haya razón ni fundamento alguno para negarlo: pues menos se le podrá negar la jurisdicción legítima que tiene en el dilatado campo de cosas sensibles y materiales, cuya representación es singularmente propia de la poesía. Por lo que Homero, que en descripciones de objetos materiales se aventaja con exceso a cuantos poetas ha habido, tuvo de Petrarca el renombre de pintor:


Primo pittor delle memorie antiche.



Y comúnmente, por esta misma razón, con expresiva metáfora, llámase la poesía pintura de los oídos y la pintura poesía de los ojos; a lo que aludió el célebre Tomé de Burguillos, o como comúnmente se cree, Lope de Vega, que con este nombre supuesto escribió en estilo jocoso con singular gracia y acierto, cuando dijo en uno de sus sonetos:


    Marino gran pintor de los oídos,
y Rubens gran poeta de los ojos.






ArribaAbajoCapítulo VIII [IX]

De la imitación de lo universal y de lo particular


Todas las cosas de los tres mundos, celestial, material y humano, que hemos dicho poder ser objeto de la poesía, se deben considerar de dos modos, esto es, o como son en sí y en cada individuo o particular, o como son en aquella idea universal que nos formamos de las cosas, la cual idea viene a ser como un original o ejemplar, de quien son como copias los individuos particulares. Así, por ejemplo, el verdadero valor, mirado como virtud humana, y según la idea que de él tienen los filósofos morales, no debe tener mezcla alguna ni de temor ni de temeridad, ni debe tampoco proceder de ira ni de venganza. Pero si buscamos la copia de esta idea en los particulares, en Pedro, en Juan, etc., hallaremos en muchos muy mal sacada esta copia, y muy desemejante de su original; aunque no faltarán ni en el siglo presente ni en los pasados otros varones y capitanes esclarecidos en quienes se ha admirado, copiada muy a lo natural, esta idea; lo que siendo cierto, probará con evidencia que la tramitación de lo universal no es siempre pura idea de la fantasía popular, como sienta Gravina38.

Esta misma imitación de lo universal la enseñan también otros autores39, aunque en diversos términos, siguiendo a Platón, que divide la imitación en dos especies, una icástica, otra fantástica. La icástica, que corresponde a la imitación de lo particular, tiene por objeto todas las acciones y cosas que existen por naturaleza o por arte, por historia o por invención de otros; la fantástica, que es lo mismo que la imitación de lo universal, comprende todo lo que, no existiendo por sí, tiene nuevo ser y vida en la fantasía del poeta, cuando inventa nuevas cosas o acciones semejantes a las históricas, no sucedidas, pero que pueden suceder. Y como de la icástica es objeto la verdad, así de la fantástica lo es la ficción; al modo que la pintura, o representa algún hombre como es, lo que propiamente se llama retratar, o le forma de su idea y capricho, según lo verosímil, como hizo Zeuxis40, que, para pintar la famosa Helena, no se contentó con copiar la belleza particular de alguna mujer, sino que juntando todas las más hermosas de los Crotoniates, tomó de cada una aquella parte que le pareció más perfecta, y así formó, más que el retrato de Helena, el dechado de la misma hermosura.

Aunque es común entre los autores la antecedente división de la imitación poética en icástica y fantástica, de lo particular y de lo universal, no todos convienen en cuál de estas dos imitaciones debe preferir el poeta. Unos dicen que la icástica es propia de la historia y la fantástica de la poesía, fundando su opinión en la etimología de las voces poesía y poeta, que en griego suenan lo mismo que hechura y hacedor; lo que da a entender que el poeta sólo es poeta cuando cría con su ingenio y fantasía nuevas fábulas, no cuando refiere las cosas ya inventadas por otros. Y parece que Platón fue el primero que asentó esta opinión, cuando dijo en su Fedón: «que es menester que el poeta, para serlo, componga fábulas, no discursos». Otros son de parecer que la imitación icástica es bastante para lograr el mérito y nombre de poeta, comprobándolo con el ejemplo de Homero y de otros insignes poetas, que no han dejado de servirse de las historias y ficciones ajenas. No falta tampoco quien ha pretendido sostener que la icástica, no sólo era bastante, sino la única imitación que convenía a la poesía para ser útil, excluyendo a la fantástica como inútil. Entre esta diversidad de pareceres media otra opinión, que admite con justas razones una y otra imitación icástica y fantástica, de lo particular y de lo universal. Y como éste es un punto de los más importantes de la poética, será bien que procuremos explicarle con toda claridad y distinción posible.




ArribaAbajoCapítulo IX [X]

Razones y reflexiones varias que prueban deberse admitir en la poesía una y otra imitación de lo particular y de lo universal


Uno de los que con más ardor han impugnado la imitación de lo universal es Vicente Gravina Napolitano, muy conocido en la república literaria por sus obras, y, especialmente, por el tratado que escribió De origine juris. Este autor desaprueba el heroicismo de los poemas y los enredos demasiadamente largos y muy extraordinarios. La «ciencia, dice en su tratado41 de la razón poética, consta de cogniciones verdaderas, y éstas se sacan de las cosas consideradas como son en sí, no como son en la idea y en el deseo de los hombres, a quienes de ordinario pica más el gusto, lo plausible que lo verdadero, agradándoles en extremo aquellos intrincados enredos que extienden sus ideas de un polo al otro, en los cuales ningún hecho se divisa que pueda cotejarse con la naturaleza; por lo que no se saca de ellos conocimiento alguno de los casos humanos; siendo todos como de otro mundo aparte y diverso del nuestro; ni se pueden tales ejemplos reducir a práctica, ni nos abren camino para investigar los genios de los hombres. Porque, cuando se sacan a la luz de la naturaleza, se conoce claramente la vanidad del juicio formado sobre ellos; y, cuando se cotejan con las cosas verdaderas, no se les encuentra jamás su original».

Éstas son, en breve, las objeciones del citado Gravina, en las cuales sí pretende solamente que la imitación de lo universal no haya de pasar los límites de lo verosímil, y que los enredos sean más naturales y menos confusos de lo que en muchas comedias se observa, es preciso confesar que tiene razón; pero si intenta condenar enteramente la imitación de lo universal o fantástica, no puedo aprobarle su opinión, a vista de tantas y tan fuertes razones que persuaden y fundan la conveniencia y utilidad de esta imitación, y a vista de la autoridad y del ejemplo de los mejores autores, ya teóricos, ya prácticos. Confieso pues, que el heroicismo no ha de ser increíble, y que, antes bien, el esmero de todo buen poeta ha de procurar hacerle creíble. Homero dio en esto ejemplo a todos, pues, como observa madame Dacier, fue previniendo con tal destreza y arte a los lectores en favor de Aquiles y de Ulises, e hizo tal cama al valor heroico de uno y otro que, sin advertirlo el lector, se halla después empeñado a creer todas las proezas y hazañas que ejecuta el uno por vengar la muerte de su amigo Patroclo, y el otro por castigar el atrevimiento de los amantes de Penélope. Confieso también que el heroicismo y la imitación de lo universal, cuanto a lo heroico, no puede tener cabida regularmente hablando, en la comedia, cuyos asuntos y enredos no han de ser tampoco tan largos e intrincados que engendren confusión en la memoria de los oyentes; porque, como el auditorio observa que las personas de la comedia son sus iguales y semejantes, esto es, caballeros particulares, damas, criados y gente plebeya, las supone también semejantes a sí en la medianía de vicios y virtudes, cuyo exceso le sería increíble; y no podría cotejar ni enmendar sus defectos con los de las personas de la comedia, como muy desemejantes de los propios. Lo mismo digo de los casos muy enmarañados y muy extraordinarios, porque siendo también diversos de los que de ordinario suelen suceder entre particulares, no puede el auditorio aprender de ellos ningún conocimiento ni enseñanza alguna para su gobierno en los casos propios.

Pero, sin embargo de todo esto, no hay razón para condenar absolutamente la imitación de lo universal; pues nadie ignora que las cosas suelen tener diverso aspecto miradas por diversos lados, y que un mismo fin se puede conseguir por distintos medios, como llegar a un mismo paraje por diversos caminos. Consideremos, pues, la poesía por otro lado, y veremos que su fin de aprovechar deleitando se puede conseguir igualmente con la imitación fantástica o de lo universal.

Cuando el poeta en la épica o trágica poesía imita la naturaleza en lo universal, formando una imagen de los hombres, no como regularmente son en sí, sino como deben ser, según la idea más perfecta, es cierto que los más de los hombres, que de ordinario no tocan en los extremos del vicio o de la virtud, no verán representado allí su retrato, ni se podrán aprovechar de esta imitación como de un espejo que les acuerde sus defectos; pero sí verán un dechado y un ejemplar perfecto, en cuyo cotejo puedan examinar sus mismos vicios y virtudes, y apurar cuánto distan éstas de la perfección, y cuánto se acercan aquéllos al extremo.

Mas no es ésta la única ni la mayor utilidad que trae consigo la imitación de lo universal; otra mina más rica descubriremos si queremos ahondar y penetrar más adentro con nuestras reflexiones. Todas las artes, como es razón, están subordinadas a la política, cuyo objeto es el bien público, y la que más coopera a la política es la moral, cuyos preceptos ordenan las costumbres y dirigen los ánimos a la bienaventuranza eterna y temporal. Pero, como no basta aprender cómo se ha de obrar, sino que es necesario obrar como se ha aprendido, es menester no sólo iluminar el entendimiento con la luz de lo verdadero e imponerle a lo bueno y a lo justo, mas también es preciso ganar la voluntad y moverla a practicar lo verdadero ya aprendido y lo justo ya conocido. Dos dificultades hay en esto, que la moral misma, aun ayudada de la elocuencia, nunca puede superar con aquella facilidad y felicidad con que las supera la poesía. Las dificultades son el austero y ceñudo aspecto de la virtud con que pone en estrecha sujeción al corazón, reprimiéndole sus naturales deseos, y el lisonjero y halagüeño semblante del vicio, con que atrae a sí los ánimos de los hombres, naturalmente más inclinados a seguir lo deleitable que lo justo. La poesía sola ha hallado el modo de allanar lo arduo de estas dificultades. Las otras artes atienden sólo al provecho, sin hacer caso del deleite; la poesía, uniendo el deleite al provecho, ha logrado hacer sabroso lo saludable; al modo que al enfermo niño se suele endulzar el borde del vaso, para que así, engañado, beba sin hastío ni repugnancia cualquier medicamento, por amargo que sea.

Quita, pues, la poesía la máscara engañosa al vicio, y, desnudándole de sus prestados atavíos, le muestra a todos en su más fea y horrible figura; y, por el contrario, vistiendo de pomposas galas la desnuda verdad, y hermoseando con vistosos y ricos adornos la virtud, acaba la más importante y más difícil empresa, que es hacer amable la virtud y aborrecible el vicio; y con loable ardid y feliz engaño, se enseñorea de nuestras inclinaciones, dirigiéndolas a mejor fin. En esto consiste la mayor arte del arte, y esto es lo que completamente consigue la buena poesía con la imitación de lo universal. La virtud en los particulares e individuos tiene casi siempre alguna mezcla de vicios y defectos, pues, como ya hemos dicho, no suelen los hombres salir de una cierta medianía en sus costumbres buenas o malas, y difícilmente se encuentra uno tan malo que no tenga alguna virtud, ni tan bueno que no tenga sus defectos. Con esta mezcla de contrarios se templa y disminuye la hermosura de la virtud y la fealdad del vicio, perdiendo uno y otro en tal mixto gran parte de su actividad y fuerza. El poeta, pues, queriendo representar a nuestros ojos la virtud en su mayor belleza, para darla mayor fuerza y eficacia de prendar nuestros corazones, y el vicio en toda su fealdad para hacérnosle más aborrecible, no se contenta con imitar la virtud y el valor de un individuo, como de Alcibiades, de Epaminondas, de Julio César, etc., y de otros varones insignes, que, en fin, no lo fueron tanto que entre sus virtudes no se asomase, tal vez, algún vicio, sino que, dando de mano a estos particulares, que le parecen siempre imperfectos, consulta a la idea más perfecta que ha concebido en su mente de aquel carácter o genio que quiere pintar, y adornando de todas las virtudes y perfecciones que para su intento tiene ideadas, una de las personas de su poema o de su tragedia ofrece en ella un perfecto dechado a todos los que quisieren copiarle en sus costumbres y obras. Así nos pintó Virgilio su Eneas y Torcuato Tasso su Godofredo, y lo mismo han hecho otros muchos poetas en sus poemas o tragedias. Las cinco de Gravina, quizás porque les faltó esta circunstancia, han logrado sátiras en vez de aplausos; y, al contrario, los dramas de su discípulo, el célebre Pedro Metastasio, que se inclinó más a la imitación de lo universal, han sido, generalmente, bien recibidos y aplaudidos en todos los teatros.

No es dable, pues, volviendo a enlazar nuestro discurso, que en un poema épico o en una tragedia se lea o se mire con tibieza y con indolencia la constancia de un príncipe y su heroico sufrimiento en los trabajos y adversidades, su justicia, su templanza, su valor y sus demás prendas y virtudes, sin que causen admiración, amor y deseo de imitarlas. Y si se me dice con Plutarco que tan elevada y rara perfección, en vez de animar, espanta y desalienta por lo arduo e inaccesible de su cumbre, digo, primeramente, que Plutarco no pretendió en lo que dijo reprobar la imitación de lo universal, sino sólo aconsejar que alguna vez en la poesía se dé lugar a la imitación de lo particular y a la medianía de vicios y virtudes. Así explica Pablo Benio42 el parecer de Plutarco: Hoc est quod Plutarchus in libro de Homero significavit, cum doceret mediocritatem quoque exprimendam poetae, ne si perfectum requirat in omnibus, deterreat potius quam alliciat mortales ad imitandum. Respondo en segundo lugar que el heroicismo y la más alta perfección, como el discreto y prudente poeta sepa con arte hacerla creíble y verosímil, no causará el efecto de espantar y desesperar los ánimos en vez de alentarlos a su imitación, porque cada uno espera poder conseguir lo que ha conseguido otro. Y, aun supuesto que lo arduo y elevado de las virtudes heroicas de un príncipe, o de cualquier otro sujeto, quite a los demás la esperanza de imitarlas, no por eso dejan de causar en los ánimos de los hombres un efecto muy bueno y muy provechoso, que es el inspirar sensiblemente un interno, oculto amor a las grandes y heroicas hazañas, y un menosprecio de las cosas bajas y viles; y este introducido efecto obrando después, sin ser sentido, en el hombre, ennoblece sus acciones y las va siempre más y más perfeccionado; y estas acciones, así ennoblecidas por una ignorada causa, son, sin duda, hijas de aquellas ideas perfectas impresas por la poesía en su alma y de aquellos ejemplos de heroicas virtudes que ha leído en los poemas, o ha visto representar en los teatros.

Podemos añadir a lo dicho dos reflexiones. La primera es que, siendo obligación del poeta el deleitar, para que lo provechoso de sus poemas sea bien admitido y produzca su efecto, puesto que la sola utilidad sin el deleite mueve muy poco nuestros ánimos, es preciso que busque siempre lo nuevo, lo inopinado y lo extraordinario, que es lo que más despierta nuestra admiración y más deleita nuestra curiosidad. De lo común y vulgar no se hace caso, ni se considera como cosa capaz de llevarse nuestra atención, ni de picarnos el gusto. Esto asentado como principio cierto, en ninguna otra parte se halla lo nuevo, lo inopinado y lo extraordinario tanto como en la imitación de lo universal, donde el poeta ofrece y representa siempre costumbres sobresalientes, genios nuevos y acciones extraordinarias. De todo esto carece la imitación icástica o de lo particular, porque en ella se representan los hombres y sus acciones como son en sí, esto es, según lo común y vulgar, y sin nada de extraordinario.

La segunda reflexión es que pintándose la virtud o el vicio en su extremo grado de belleza o de fealdad, causarán, sin duda, mayor amor o mayor aborrecimiento. Porque los internos movimientos de nuestro ánimo son más o menos vehementes, según es más o menos fuerte la impresión que hace el objeto externo en los sentidos o en el entendimiento, y la fuerza de la impresión es proporcionada a la actividad del agente. Con que la virtud en su más perfecta belleza y el vicio en su más horrible forma excitarán más fuertes conmociones de amor o de aversión de lo que pueda excitar una mediana virtud o un mediano vicio. Antes bien, como esta medianía consiste en el concurso y mezcla de vicios, que no lleguen al extremo, y de virtudes imperfectas en un mismo sujeto, es muy dable que el juicio del vulgo ignorante se equivoque y engañe, tomando por virtud algún vicio, y por vicio alguna virtud, tanto puede desmerecer lo bueno al lado de lo malo, y tanto va a ganar el vicio mismo acompañado de alguna virtud. En un príncipe, por ejemplo, es fácil que la ambición, desconocida entre el valor y otras virtudes, pase plaza de amor de gloria, y que la usurpación se tenga por gloriosa conquista; como entre los que no lo entienden, o no reparan, es fácil que un biril pase por diamante y una moneda falsa por buena.

Cuanto hemos dicho de las virtudes se deberá entender de los vicios pintados en su más feo aspecto. Siendo asimismo imposible que la pintura de un avariento como el Euclión, de Plauto, en la Aulularia, o la de cualquier otro vicio o defecto, hecha según la idea universal, no deje altamente impreso en el ánimo el menosprecio y aborrecimiento de tal vicio.

Además de tan evidentes razones con que se prueba la utilidad de la imitación fantástica, la confirma la mayor parte de los autores de poéticas y poetas. Aristóteles y muchos de sus comentadores, como Francisco Utinense, Pedro Victorio, Pablo Benio, etc., y los más de los autores italianos o franceses que han escrito de esta materia, están de parte de la imitación de lo universal. Y cuanto a los poetas, Homero entre los griegos, Virgilio entre los latinos y Torcuato Tasso entre los italianos, bastarán, creo, para autorizar una opinión de suyo tan clara y tan probada. Homero, pues, se sirvió de esta imitación, siendo cierto que Aquiles, si hubo por ventura Aquiles en el mundo, no habrá sido tan valiente como él le pinta, ni Helena tan hermosa, ni Ulises tan sagaz y prudente; con que le fue preciso, en éstos y en los demás genios y costumbres de sus poemas, consultar a las ideas universales, y, según ellas, mejorar y perfeccionar las personas de sus poemas. Cuanto a Virgilio y Torcuato Tasso, no hay disputa, que así el uno como el otro escogieron como mejor y más conveniente la imitación de lo universal, dándonos, el uno en su Eneas, el otro en su Godofredo, la idea de un perfecto héroe. Y por decir algo también de los trágicos, se sabe, por testimonio de Aristóteles43, que Sófocles, censurado de alguno por haber pintado las costumbres de las personas de sus tragedias muy mejoradas de como suele producirlas la naturaleza, respondió que él representaba las cosas, no como eran, sino como debían ser, all'oìa deì. Y, finalmente, cuando faltasen las razones, que sobran, el ejemplo y dictamen de tan grandes poetas, y autores haría veces de razón, y sería loable el error que se cometiese por seguir tales guías44.

Todo lo que hasta ahora hemos dicho sólo mira a defender y aprobar, como muy útil y muy conveniente, la imitación de lo universal, no a condenar la de lo particular, la cual también tiene en su abono razones, ejemplos y secuaces; no negando yo que se puede usar de ella, pero con esta distinción, que la imitación fantástica es más propia de la epopeya y de la tragedia, porque en éstas es más verosímil y menos violento lo heroico; pero la imitación icástica, o de lo particular, es más propia de la comedia, como más adaptada a la calidad de las personas que en ellas se introducen.

Para evitar toda equivocación acerca de lo que queda dicho, débese advertir aquí que el imitar lo universal, el consultar a las ideas más perfectas, el pintar las cosas, no como son, sino como debieran ser, y finalmente el mejorar y perfeccionar la naturaleza, se ha de entender solamente de las acciones humanas, cuya bondad o malicia, perfección o imperfección, pende de nuestro libre albedrío; pero no se ha de entender de alguna de las demás cosas del mundo material o intelectual, que no está en mano del poeta el mejorarlas o empeorarlas, debiéndolas representar como son en sí, porque ya el autor de la naturaleza las ha hecho como deben ser; antes bien, cuanto más parecida y más natural fuere la pintura de tales cosas, será tanto más apreciable. Así, si el poeta hubiere de pintar la aurora o el sol, o el arco iris, o el mar embravecido, o el curso de un río, o la amenidad de un prado, o cualquier otra cosa, que no toque en las costumbres ni pertenezca a la moral, no está obligado entonces a echar mano de las ideas universales ni a perfeccionar la naturaleza, sino a copiarla lo más fielmente que pueda. Si bien es verdad que puede hacer la copia hermosa sin que deje de ser natural: porque nadie le irá a la mano en las flores con que pretenda matizar el prado, ni en los colores con que quiera arrebolar la aurora, como sean naturales. Pero no sólo en la imitación de lo particular, sino también en la de lo universal y en lo heroico de las costumbres, es menester seguir la naturaleza, o, a lo menos, no perderla de vista, y hacer que el héroe, por ejemplo, puesto en tal lance, agitado de tal pasión, obre y hable según su genio y costumbres.




ArribaAbajoCapítulo X [XI]

De los varios modos con que se puede hacer la imitación poética


En tres diversos modos, según Aristóteles45, puede imitar el poeta: simplemente narrando, o transformándose a veces en otra persona y narrando por boca ajena, o, finalmente, escondiendo enteramente su persona e introduciendo siempre otras que hablen. Cuanto al primer modo, pretenden algunos que la simple narración, no es imitación y que si lo fuese, también el historiógrafo, el orador, el físico y otros muchos que narran serían poetas. Pero como el término imitación, según dijimos en la definición de la poesía, es análogo, no hay duda que también la simple narración poética es imitación en este sentido. Y aunque es verdad que la historia y la oratoria imitan también con la simple narración, pero no en verso ni con invención y locución poética como la poesía.

Imita, pues, el poeta, aunque en sentido más remoto, narrando simplemente, sin introducir otra persona, ni fingir introducirla, como cuando Virgilio dice:


    Las armas y el varón ilustre canto,
el cual por orden del preciso hado
salió huyendo de la antigua Troya, etc.



Ésta es simple narración, que sólo por el verso difiere de la de una historia o cualquier otra prosa; pues es lo mismo, cuanto a la narración, que lo que dice, por ejemplo, Mariana al principio de su Historia: Tubal, hijo de Jafet, fue el primer hombre que vino a España, etc.

El segundo modo de imitar es mixto de simple narración y de introducción de otras personas, y es cuando el poeta, a veces hace él solo su narración, a veces la hace hacer a otras personas que introduce. Por ejemplo, cuando Virgilio dice:


    Callaron todos, tirios y troyanos,
y atentos escucharon con silencio.
El padre Eneas, desde su alto asiento,
comenzó así su larga y triste historia.



Hasta aquí es simple narración, pero luego el poeta muda de persona y finge que Eneas mismo prosigue:


    Mándasme renovar, reina excelente,
la horrible historia y el dolor infando,
como de Troya el oro, el reino y gente,
destruyó el gran furor del griego bando,
los tristes casos a que fui presente,
gran parte de la pérdida probando.
Cual mirmidón, cual dólope o soldado
de Ulises, tal diría no lastimado, etc.



Este modo de imitación mixto es propio del poema épico. El tercer modo es cuando el poeta, ocultándose enteramente introduce siempre otras personas: y éste es el modo más perfecto y propio solamente de la poesía dramática, de la tragedia y comedia. Los líricos imitan de ordinario en el primer modo, esto es, con simple narración; aunque también a veces fingen introducir otras personas, como se ve en Horacio en muchas partes, por ejemplo, en la oda 3, lib. 3, en la 9, en la 11, en la 27, etcétera. Y para traer algún ejemplo vulgar de nuestros líricos bastará el soneto de Garcilaso Pasando el mar Leandro el animoso, etcétera, en cuyo último terceto introduce el poeta a Leandro, que hablando con las olas del mar dice:


   Ondas, pues no se excusa que yo muera,
dejadme allá llegar, y a la tornada
vuestro furor ejecutad en mi vida.






ArribaAbajoCapítulo XI [XII]

Del fin de la poesía


Los autores de poética están divididos en varios pareceres sobre señalar el fin de la poesía. Unos46 le asignan por fin la imitación y la semejanza, fundados en que la poesía es arte imitadora, y, consecuentemente, debe tener el mismo fin que la pintura y las otras artes que imitan. Otros reconocen por fin de la poesía el solo deleite. De esta opinión es el cardenal Pallavicino en su Arte del estilo, y de la misma fueron Hermógenes, Quintiliano y Boecio, aunque si creemos a Pablo Benio47, estos tres autores no tanto quisieron expresar el fin que debe tener la poesía, cuanto el que tenía por yerro y culpa de los malos poetas que la hacían servir sólo al deleite. Y Estrabón, en el libro I de su Geografía reprende gravemente a Eratóstenes porque llevó la misma opinión. Castelvetro, famoso comentador de la Poética de Aristóteles, es uno de los que con más tesón se pusieron de parte del deleite, asentando que como la poesía nació y creció únicamente para recreación y entretenimiento del pueblo, no debe tener otro fin que el de deleitarle y divertirle. En este supuesto, divide el deleite en oblicuo y recto, asignando el primero a la tragedia, que lo produce indirectamente y por medio de la compasión y del terror, y el segundo a la epopeya y a la comedia. Otros, echándose a la parte contraria, sientan que sólo la utilidad es el fin de la poesía. Y otros, finalmente, entre los cuales está Máximo de Tiro en su razonamiento 7, defienden la utilidad y el deleite juntos, como el más perfecto fin, aunque Benio48 tiene por cosa extraña que a la poesía se asignen dos fines. Pero, con buena paz de Benio, yo no veo que implique el que la poesía tenga dos fines, porque no es nuevo ni extraño que una misma arte, o un mismo artífice, obre ya con un fin y ya con otro. ¿Por ventura implica que un arquitecto fabrique, ya una casa de placer para recreo de un ciudadano, ya una lóbrega cárcel para pena de un delincuente, ya un templo para culto de la religión ya un baluarte para defensa de una plaza? Pues de la misma manera, ¿qué inconveniente tiene que un poeta intente en sus versos, ya recrear los ánimos con honestos divertimentos, ya instruirlos con morales preceptos, y ya, juntando uno y otro, lo virtuoso y lo divertido, instruirlos con deleite o deleitarles con provecho?

La poesía, pues, como las demás cosas, tiene varias relaciones, y, consiguientemente, según el lado por donde se mire, parece que tiene diverso fin. Por esto los que sólo la han considerado por un lado le han asignado un fin solo, excluyendo los otros que podía tener según sus varías relaciones. Unos, pues, como nota Mazzonio, mirándola como arte imitadora, le han dado por fin la imitación y la semejanza; otros, considerándola como diversión, han dicho que su fin era el deleite; otros, haciéndola sierva y dependiente de la política y de la filosofía moral, han pretendido que fuese sólo dirigida a la utilidad; otros, bien miradas todas sus relaciones, son de opinión que puede tener tres diversos fines, que en realidad se reducen a dos, esto es, a la utilidad y al deleite, que considerados como en un compuesto forman el tercer fin de la poesía y el más perfecto. Ésta es la opinión que yo sigo en mi definición, siendo para mí de mucha fuerza y de mucho peso, demás de las razones evidentes que he notado, el mérito de los autores que la sostienen y confirman: Muratori49 es uno de ellos entre los modernos, y el grande Horacio entre los antiguos, que la expresó claramente en aquellos versos:


    Aut prodesse volunt, aut delectare Poetae,
Aut simul et jucunda et idonea dicere vitae.



Un poeta, pues, que considerare la poesía como arte subordinada a la moral y a la política, podrá muy bien proponerse por solo fin la utilidad en una sátira, en una oda, en una elegía; si la considerare como entretenimiento y diversión, podrá también, para divertir su ociosidad y la de sus lectores, tener por solo fin el deleite en un soneto, en un madrigal, en una canción, en una égloga, en unas coplas o en unas décimas; y si finalmente juzgare que ni la sola utilidad es muy bien recibida ni el solo deleite es muy provechoso, podrá asimismo, uniendo lo útil a lo dulce, dirigir sus versos al fin de enseñar deleitando, o deleitar enseñando, en un poema épico, en una tragedia o comedia.

Con acuerdo hemos asignado breves y cortas composiciones a la sola utilidad y al solo deleite, dejando y separando las grandes de la poesía épica y dramática para la unión y el compuesto de lo útil y lo deleitable. Porque como nuestra naturaleza es, por decirlo así, feble y enfermiza, y nuestro gusto descontentadizo, están igualmente expuestos a fastidiarse de la utilidad o estragarse por el deleite. Y así el discreto y prudente poeta no debe ni ser cansado por ser muy útil, ni ser dañoso por ser muy dulce: de lo primero se ofende el gusto, de lo segundo la razón. Un poema épico, una tragedia o una comedia, en quien ni a la utilidad sazone el deleite, ni al deleite temple y modere la utilidad, o serán infructuosos por lo que les falta, o serán nocivos por lo que les sobra: pues sólo del feliz maridaje de la utilidad con el deleite nacen, como hijos legítimos, los maravillosos efectos que, en las costumbres y en los ánimos, produce la perfecta poesía.