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La torre de la cautiva1

Luis de Montes y Quiñones






I

Entre las muchas torres que embellecen el pintoresco contorno de la Alhambra, cual ceñidor de piedras preciosas el delicado talle de una hermosa coqueta, álzase una en el serpeado camino de Fuente-Peña, severa y maciza en su exterior, alegre, voluptuosa y afiligranada en el interior, ofreciendo uno de los tipos más puros de los tiempos medios. Los cien pies castellanos de altura que cuenta desde su arranque en el bosque, están compartidos en dos pisos, que, si bien son heterogéneos, están en armonía con las costumbres de un pueblo guerrero y voluptuoso.

El primero es una húmeda y oscura mazmorra, cuyas dos varas de pared no interrumpida por ventana ni respiradero exterior, imposibilitaban que se oyeran los ayes del desgraciado que la ocupase, condenándole a una noche eterna; y el segundo es un fastuoso salón, lleno de cincelados y lacerías. Aun cuando actualmente ha perdido su ensamblada techumbre, y se hallan inutilizados los más de sus primores por el bárbaro destrozo que sufrió la Alhambra al abandonarla el ejército francés en 1812, conserva todavía el carácter oriental que tanto brilla en Granada por el nuevo y exquisito rumbo que la dieron sus artistas.

Pero si queremos añadir a la masa mutilada que nos resta, sus tres dobles ajimeces2 calados de arriba abajo, su pavimento primitivo, la viveza de sus colores, sus ricos dorados, la suave luz debilitada por espesas y caprichosas —438 — celosías, su surtidor en el centro refrescando el ambiente, sus mosaicos exquisitos, sus pintadas alcatifas3, sus almohadones de damasco con bordados de plata y aljófar4, y sus pebeteros5 en los ángulos de la cuadra exhalando deliciosos perfumes; llegaremos a dar una idea del estado en que se hallaría esta torre en tiempo de Boabdelí6, y de las bellezas del arte que el tiempo y la mano del hombre, más destructora que aquel, han hecho desaparecer. En cambio, de ello se conserva la mazmorra húmeda, fría y silenciosa, sin alteración ninguna, resistiendo todos los elementos de destrucción, y en su primitivo estado entre aquellas ruinas. ¿Quién habitó esta torre? ¿Qué misteriosos acontecimientos tuvieron lugar en su salón y en su mazmorra? ¿Qué historia la dio el fatal nombre que conserva? He aquí sobre lo que dejaremos vagar nuestra imaginación.




II

Acababa de subir al trono de Granada por medio de un motín causado por las tribus de los Zegríes y Gazules, el príncipe Abo-Abdelí, que destronó a su padre Muley Hacen7, y para recompensar a sus parciales, dióles las alcaidías de sus torres y fortalezas a fin de tener gentes de su devoción en todos los puntos fortificados, y contentar la ambición de los walíes8.

Entre los poderosos jeques que habían promovido la insurrección, y habían ceñido la corona de Ben-Jusef9 a las débiles sienes del nuevo monarca, se hallaba Mahomad-Bel-Abul, ilustre Zegrí, y uno de los más influyentes de la turbulenta tribu, cuya juventud se había pasado en los campos de batalla, endureciéndose con la sangre y el horror de los combates, adquiriendo un carácter seco, tiránico y vehemente, y haciéndose tan temible por sus hechos de armas, como por sus costumbres severas y despóticas.

Mahomad, que temía la influencia de las demás tribus, se hizo dar la torre de oriente inmediata al real palacio, a fin de vigilar la conducta del débil Boabdelí, o impedir que nada pudiese contrabalancear el dominio que ejercía sobre el ánimo de este; y se trasladó del palacio que tenía en la alcazaba10, a su fortaleza, llevando los despojos que había ganado en las guerras con los cristianos de la frontera, y entre otros una esclava que había hecho en el rebato de Andújar, de maravillosa hermosura, de la que estaba ciegamente enamorado.

El feroz Mahomad, que había sido insensible a la belleza de las cien voluptuosas esclavas de Fez y Marruecos que poblaban su harem, y cuyo corazón no había palpitado más que en medio de las batallas, no pudo ver con indiferencia la severa hermosura de su esclava cristiana, y concibió una violenta pasión por primera vez en su vida.

Y en efecto, Isabel de Lara debía inspirarla a cuantos la mirasen: alta y delgada, con una frente tersa y pura coronada de cabellos rubios, cayendo en menudos y dorados rizos por el cuello, con unos ojos azules cuyo brillo se debilitaba por los prolongados párpados que sombreaban suavemente sus mejillas, con fina boca cuyos rosados labios dejaban entrever una blanquísima dentadura. —439— con un cuerpo flexible y perfectamente formado, con una mano cuyos afilados y transparentes dedos estrechaban convulsivamente el rosario de oro, agitada por el miedo y llorosa, enloqueció de tal modo al caudillo árabe y le inspiró tal respeto al mismo tiempo, que la hizo traer a su palacio de Granada con mil atenciones y miramientos, y procuró hacerla dividir su pasión manteniendo torneos en los que la declaró reina, corriendo cañas y bohordos11, y satisfaciendo cuantos deseos podía adivinarla.

Pero en vano: Isabel no le amaba; su amor y su corazón los había entregado al joven Ponce de León, de quien era adorada, y eran inútiles cuantos esfuerzos hiciese Mahomad para interesarla.

Su profunda melancolía y la indiferencia con que escuchaba las ardientes palabras del jeque, llegaron a irritar a este, y resolvió trasladarla a su torre, en donde se propuso triunfar de su esquivez, de grado o por fuerza.




III

-Es inútil, señor: en vano me suplicáis; nunca os podré amar.

-¿Y por qué, hermosa nazarena?, ¿no te adoro como las plantas al sol, como la gacela fatigada a una clara fuente, como las flores al rocío? Dime, sultana, ¿qué exiges?, ¿quieres que separe de mi toda mi esclava? ¿Quieres riquezas? Habla: los más exquisitos tejidos de Persia y de Asia, las más costosas alhajas que se han fabricado en Córdoba, palacios, esclavos, todo le lo daré en cambio de tu amor.

-La libertad es lo que quiero.

-La libertad, imposible: pero sé mía, y huiremos de España, y marcharemos a África, en donde serás reina y libre.

-¡Qué decís! ¿Y habéis podido creer un solo instante, que, aunque débil mujer no tendré valor para sufrir mil muertes antes que aceptar tan despreciables ofrecimientos y tan odioso amor? Os engañáis, no os amo, señor; no os podré amar jamás.

-¿Jamás? -contestó Mahomad, llevando involuntariamente su mano a la guarnición de su gumía12 incrustada de oro y rubíes; pero venciéndose al punto, añadió-: ¿Y no sabes, descreída y presuntuosa, que puedo cansarme de suplicar?

-Podéis hacerme morir.

-Morir no: vivir cien hégiras13 de amor y de placer, realizar en esta vida los goces prometidos por el profeta en la otra a sus fieles creyentes. Sé tú mi hurí14 en la tierra, y yo seré tu esclavo, contestó el moro acercándose para abrazarla.

-Apartaos, señor, o me precipito al bosque por esta ventana.

-¿Y desdeñas tan orgullosamente un amor con el que se envanecerían todas las hermosas de Granada? ¿Desoyes mis súplicas? Pues bien: si el cariño y el rendimiento no pueden nada contigo, el rigor.

-Alí, Alí -exclamó; y presentándose un esclavo negro, le dijo-: «A la mazmorra».

Y lanzándola una mirada de rencor, salió de la torre con dirección al palacio de Boabdelí. —440—




IV

-Amigos: he jurado dar cima a mi arriesgada empresa, y aun cuando me cueste la vida, la he de cumplir. ¿Qué caballero castellano amante de su Dios y de su dama, no haría lo que os he dicho? O libertarla, o morir: necesito de vuestro auxilio, y por eso os he llamado.

-¿Habrá matanza de perros moros? -preguntó el atolondrado Pérez García- Cuenta conmigo.

-Pero, ¿cuál es tu proyecto? -añadió Juan Bedmar, uno de los guerreros más esforzados de los tercios15 de Castilla.

-Reunir todas nuestras lanzas -contestó León-, hacer una llamada falsa por la puerta de Bib-Taubin16, y caer de improviso con algunos de vosotros por la sierra del Sol al bosque de la Alhambra, en donde está cautiva mi Isabel, mi prometida esposa.

-A ellos -gritó García-; ¡a ellos! Y por Santiago que he de hacer tal matanza de infieles, que tenga el diablo que ensanchar las puertas del infierno para que entren de tropel.

-Hasta mañana.

-Hasta mañana.




V

Dos noches después, a la hora en que el muecín subía a la torre de la mezquita principal para anunciar el Muden el hori, o la oración de las dos de la mañana, sintió el galopar de muchos caballos acercándose por la vega hacia la puerta de Bib-Taubin; en el momento dio la señal de alarma, y poco después se vieron salir algunas tribus a rechazar el ataque de los cristianos: al mismo tiempo una docena de jinetes caía sobre la Silla del moro17 arrollando la guardia colocada en aquel cerro, acercándose hacia la torre de Mahomad, en que se hallaba cautiva la hermosa Isabel.

Nada pudo contener la impetuosidad de los caballeros cristianos, de modo que se hallaron al pie de la torre antes que pudieran aprestarse a defenderla los que la habitaban.

-¡Valor, Isabel, que llegamos a libertaros! -gritó imprudentemente Pérez García, al asestar el primer hachazo a la puerta de duro roble que defendía la entrada de la ventana, a donde subió con una escala.

-¡Silencio, García! -dijo al mismo instante León, pero ya no era tiempo.

Mahomad conoció el objeto del ataque, y al punto bajó a la mazmorra, y sacando a la cautiva la llevó al salón, a tiempo que entraban en él los caballeros cristianos que habían degollado los pocos soldados que se habían resistido...

-¡León!...

-¡Isabel! -gritaron los dos amantes. —441—

-Entrégala, y te conservaremos la vida -añadió León dirigiéndose a Mahomad.

-La vida -contestó-, la desprecio; la esclava... ¡Ahí la tenéis! -prosiguió clavándola su puñal en el corazón, y arrojándola con poderoso brazo en medio del grupo de castellanos, estremecidos de su bárbara acción.

-¡Infame! -gritó León, sepultándole su tizona18 en el pecho hasta la empuñadura.

-Ni viva ni muerta la has de poseer -dijo el esclavo Alí, saltando sobre el guerrero como un tigre sobre su presa, y clavándole en la garganta su gumía.

Un tajo que le tiró Pérez García, echó a rodar su negra cabeza por el suelo

-¡Marchemos! -dijo Bedmar, entrando en la habitación-: de la fortaleza bajan tropas para socorrer la torre, y la resistencia sería inútil permaneciendo aquí por más tiempo; marchemos.

Y cogiendo el cadáver del desgraciado León, y García el de la hermosa Isabel, salieron de la torre, y montando a caballo cargados con tan preciosos restos, partieron a escape la vuelta de Pinos, en donde ya les aguardaban sus otros compañeros, que habiendo hecho un gran destrozo en los moros, se volvieron al punto de reunión talando las mieses de la vega.

Los cadáveres de los dos amantes fueron colocados en el panteón de la familia de Ponce de León.

La torre en que pasaron estos sucesos, conservó desde entonces el nombre de Torre de la Cautiva.





FUENTE

Luis de Montes, La Alhambra. Relatos de Granada. Recuerdos de Andalucía, Barcelona, Narciso Ramírez y Rialp, 1861, pp. 437-441.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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