De la manera que los buenos sucesos de las conquistas anima a los soldados para emprender las más peligrosas, así dieron aliento las dos presas de Feliciana y Luisa a las otras dos hermanas y amigas suyas, para atreverse a intentar cada una su estafa por no ser menos que ellas.
Tocábale a doña Constanza, la mayor de las dos hijas de la anciana doña Estefanía, la estafa tercera, para la cual la ofrecieron las amigas todo su favor, y en principal lugar el coche, que era el tu autem de la fiesta.
Estaban (como se ha dicho) las sevillanas en Valdemoro y las otras en Illescas, allí se juntaron los dos coros de garduñas; y Constanza, alentada para su empresa, dejó su compañía y con solo la de la anciana Bañuelos y de Mogrobejo se metió en el coche que, mudando de cubierta y de caballos y cochero, pudo entrar en Madrid sin refrescar memorias de haberse visto jamás pasear sus calles: tal es la confusión de la Corte.
Mogrobejo no se descuidó, que para no ser conocido acortó la barba y púsose unos venerables antojos con que disimuló la fachada; con esto y un carro de ajuar entraron en Madrid, llevando ya la Constanza elegida la persona con quien las había de haber, sin intervenir de por medio hechizo amoroso ni otro embeleco semejante, fundándose en haber conocido el sujeto del que iba a estafar. Tomó cuarto de casa en los barrios de la Merced, de donde en su coche había de salir a hacer su presa. El traje que eligió para emprendella fue el mismo de doña Luisa, si bien con más honesto modo, porque aquí había de lucir más la hipocresía que la gala, y así se valió de los adornos de viuda de su madre, como eran estrado y colgaduras. Puesta su casa en forma, dio principio a su engaño desta suerte.
Tenía el curato de una de las más ricas parroquias de la Corte (que no se nombra cuál es) un doto sacerdote, dotor en la sacra Teología, cuyo nombre también se calla, bastará que le nombremos con los nombres de dotor o cura para la inteligencia deste discurso. A este personaje le habían dado este cargo por sus méritos y letras, sacándole de la Mancha (de donde era natural) para Madrid. No vino desnudo a la posesión del curato, porque de su patrimonio se tenía renta, sin más de mil escudos de pensiones que le pagaban dos obispos, y así con esto como con la renta de cura, pasaba con más de tres mil escudos en el mejor lugar del mundo; sólo era que pecaba en pródigo: no vio el orbe más avariento sujeto desde que la avaricia se introdujo en él.
En esto fundó nuestra estafadora dama su capricho. La familia del cura se cifraba en una hermana doncella, que se le iba pasando la sazón de casarse y no le llegaba la del ser religiosa por no lo disponer el señor dotor. Una ama, un estudiante que le acompañaba, y aunque era anejo a esto, una mula la excusaba con tener posada cerca de su iglesia y no ser muy amigo de salir por la Corte, ocupado en sus estudios.
Ya hemos dicho la persona que ha de padecer en esta oración; volvamos a la agente, que era doña Constanza. Ésta, muy reverenda de tocas y monjil, salió un día a misa a la parroquia deste cura, acompañada de su dueña y escudero; oyó allí misa y después salió a un cimenterio que tiene la iglesia y paseóle con la vista con mucha atención razonando con su escudero. Hallóse en esta ocasión el padre cura en la iglesia y notó con curiosidad lo que vio hacer a la viuda, si bien por entonces no quiso inquirir della qué era lo que con tanta atención miraba. Púsose en el coche y volvióse a casa contenta de haber hecho esta diligencia. Al día siguiente volvió a hacer la misma estación y también después de oída Misa salió asimismo al cimenterio, donde con más detención no solo estuvo mirando; más hizo a Mogrobejo que midiese a pies una parte dél. Todo lo miraba atento el cura, ya con más deseo de saber con qué intención se hacían aquellas trazas y mensuras, y para informarse mejor salió adonde estaba la señora, con quien se hizo encontradizo diciéndola:
-Ayer y hoy he visto a V. M. en nuestra iglesia y que con mucho cuidado nos mira nuestros sitios; y como cura della he salido a besar sus manos y a saber qué nos manda en que la podemos servir.
Ya tenía la fingida viuda en campo al que había de ser despojo de su victoria, y así con no poca gravedad le dijo.
-Huélgome mucho, señor mío, que V. M. sea la principal persona desta iglesia, que como aficionada a su glorioso santo he venido a ella a ver si en su sitio hay capacidad para ejecutar mi intento. Vamos a la iglesia y V. M. le sabrá más despacio de mí.
Acompañóla el cura hasta una capilla, donde en un estrado que en ella había se sentó y el cura en una silla, cerca del que servía de asistir en ella los que confesaban. Después de sosegarse un rato, con un fingido suspiro dijo la disimulada harpía ansí:
-Yo, señor mío, soy natural de Sevilla; allí nací de nobles padres, con el apellido de Monsalve. Mi padre se llamó don Lope de Monsalve, mi madre doña Mencía de Saavedra y a mí, única hija suya, me llaman doña Rufina de Monsalve y Saavedra; quedé muy niña falta de la compañía de mi madre, por llevársela Dios a descansar; mi padre, como mozo, pasado el año de la viudez, se aficionó de una dama de aquella ciudad con intención de casarse con ella. Tenía dos hermanos mozos y no deseaban que su hermana tomara estado por heredar della cierta hacienda que una tía suya la había dejado, antes quisieran que se entrara a monja por gozársela ellos, y así todos los casamientos que la venían, los estorbaban.
Llegó mi padre a recibir favores desta dama tan adelante, que ya estaba para sacarla por el vicario, pues de otra manera era imposible alcanzar el beneplácito de sus hermanos. Para de ahí a dos noches estaba hecho el concierto, y una antes de tener efeto, sabiéndolo sus hermanos por una criada, le acometieron y le quitaron la vida. Yo quedé huérfana y sin hacienda, porque la del mayorazgo de mi padre la heredaba varón, la que trujo mi madre se había gastado, y había mal orden de volver a cobrar su dote. Vendióse el menaje de casa, y con lo que dello se hizo (que fue poco) me puso una tía mía por seglar en un convento de monjas que se dice San Leandro. Allí, en compañía de otra hermana suya, estuve hasta edad de dieciséis años; en este tiempo fue servido el cielo de disponer mi remedio, viniendo con la flota de Indias un caballero de los Lodeñas desta Corte, prosapia ilustre y antigua en ella. Éste venía riquísimo y traía cartas de un primo de la tía monja con quien yo estaba, y algunos pesos que con ellas le enviaba; fue a visitarla y a darle nuevas del primo de quien era grande amigo, y en esta visita acerté a salir yo a la reja. Viome y debíle de parecer bien, porque luego se informó de quién yo era; díjoselo mi tía, junto con la desgraciada muerte de mi padre, y tanto se me aficionó, que dentro de quince días ya era yo su esposa, dotándome en veinte mil pesos ensayados; su hacienda valía bien más de ciento y veinte mil ducados. Vivió en mi compañía seis años, en el cual tiempo no tuvimos ningún hijo; al fin, faltando de mi lado, me dejó hecha heredera de toda su hacienda, reservando della cuarenta mil ducados, que manda sean para edificar una suntuosa capilla en una iglesia desta Corte, haciéndome el dueño de la ejecución desta obra pía; quiere que en ella haya cuatro capellanes con docientos ducados cada uno de renta, y uno mayor con 500, al cual estén subordinados los demás. He llegado a esta Corte habrá quince días y mirado en las parroquias della dónde habrá capacidad para ejecutar esta última disposición de mi esposo y no he hallado en ninguna de cuantas he visto que se pueda hacer la capilla como en ésta, dando la salida de la iglesia al cimiento della, para que en él se haga la capilla; esto era lo que estaba mirando, porque yo querría hacer una obra insigne, que haya que ver toda la vida y que loar al que la fabricó.
Sonóle bien al padre cura la capellanía mayor, y viendo ser cosa que tan bien le estaría, procuró hacer de modo que no se le fuese aquel pez, determinando hacer cuanto pudiese así con agasajos como con favores, para que la determinación de la fingida viuda no se mudase de su iglesia; y así, con afable semblante la facilitó mucho, que allí saldría mejor que en otra parte con su intención y que él la allanaría todas las dificultades que se ofreciesen, y desde luego quiso mostrarla por dónde se daría salida desde la iglesia a la capilla; y así, los dos lo vieron y trazaron, y volviendo a salir al cimenterio, vieron que había en él capacidad para muy grande capilla; con esto la señora viuda le dio palabra que allí se haría, diciéndole al cura que en su persona había visto partes para prometerse della grande alivio y ayuda en lo que emprendía hacer, y que siendo así no lo perdería della, pues a nadie podía nombrar mejor que a él por capellán mayor, siendo un hombre doto y de tantas letras.
Quedó con esto el padre cura loco de contento, y no tenía razones con qué agradecer a la viuda la merced que le ofrecía; supo su posada y desde aquel día la frecuentó, visitándola siempre y regalándola y asimismo hizo que su hermana la visitase, a quien la astuta Constanza agasajó mucho y dio de merendar aquel día. En este tiempo no se dormía el entendimiento de la harpía, procurando fundar su estafa sobre buenos cimientos; lo primero que hizo fue mostrar al Cura el testamento de su esposo, que ella hizo escribir a su modo, de suerte que conformase con lo que había dicho.
Como el deseoso Cura no vía la hora de ver comenzada la obra, dijo que si quería que buscase maestre para darla principio; ella le dijo que ya los tenía buscados, porque habiendo visto en Toledo en algunos templos excelentes capillas labradas a lo moderno, se informó de los que las habían obrado y la dijeron que estaban en la ciudad, y a los cuales había hablado y esperaba brevemente a uno para concertarse, contentándole una buena traza. Con esto el Cura habló al mayordomo de la iglesia, y concertado el sitio del cimenterio, sólo se aguardaba a la venida del albañil. En tanto nuestro Cura no dejaba de ir cada día a ver a su patrona, que así la llamaba ya, y de hacerle regalos saliendo de su condición (por ser sumamente avaro); mas como pensaba sacar de allí interés, daba por recibir.
Quiso un día la fingida viuda visitar a la hermana del Cura por pagarle la visita que la había hecho; y habiéndola acetada un domingo por la tarde fue con todo su coche, dueña y escudero a verla. Fue recibida del Cura y de su hermana con muestras de mucho amor, donde pasó la tarde muy entretenida y mejor merendada, porque el Cura echó aquí el resto.
Cerraba ya la noche y queríase ir cuando el Cura entró a decirla que pues había venido a hacerle merced a su hermana, en aquel día que podía tener un par de horas de divertimiento, que no las perdiese, asegurándola que en su vida le tendría mejor, gozando de oír los mejores músicos y poetas de la Corte, porque en su casa se hacían las academias, como un poco aficionado a las musas.
No quiso doña Constanza dejar de acetar el ofrecimiento que le hacía, aunque le antepuso su hábito y recato; esto allanó el Cura, diciéndola que desde un aposento lo vería todo detrás de una celosía, sin ser vistas ella ni su hermana de nadie; con esto las llevó al dicho aposento, el cual tenía una ventana que caía a una sala cubierta con una celosía, de allí vieron esta sala, curiosamente aderezada de cuadros de países, de valiente pincel, y asimismo muchos ramos llenos de curiosas flores y mascaroncillos de pasta, puesto todo con tal orden y concierto que lisonjeaba los ojos. En el tope de la sala estaban tres sillas detrás de un bufete en que había aderezo de escribir. Había ya cerrado la noche y comenzaron a encender luces alrededor de la sala (que toda estaba cercada de candaleros plateados) y en medio della un candalero en que se incluían veinte; todos se ocuparon de bujías de cera blanca, gasto que hacía nuestro Cura, que aquesta era excepción de su regla. En breve tiempo se llenó la sala de poetas, de músicos y de los mayores señores de la Corte, no faltando algunas damas que de embozo quisieron gozar de aquel buen rato por acreditarse de buenos gustos. Todos ocuparon sus asientos porque ya sabían los que les tocaba de otras juntas. Comenzó la música a prevenir el silencio y así, a cuatro coros, cantaron primorosos tonos en bien escritas letras por los mismos académicos. Acabada la música, que duró un buen rato, el presidente de la academia, que era Belardo Visorrey del Parnaso, viceprotector de las Nueve hermanas y el Fénix de la poesía, asistiendo en el asiento principal de las tres sillas, y a su lado derecho el fiscal y al izquierdo el secretario de aquella junta, mandó comenzar a leer versos de los asuntos que se habían repartido la academia pasada, que había sido ocho días antes. Tenía todos los papeles de los poetas el secretario, y el primero que dio a que se leyese fue uno del poeta Moncayo, insigne sujeto en la Corte y venerado por sus doctos escritos. Tomóle su dueño y en alta voz dijo así:
Moncayo
Notablemente suspendió al auditorio el soneto de Moncayo que, como de tan agudo ingenio, se había prometido lo que después oyó; hiciéronsele volver a leer más de espacio, causando la segunda vez tanta admiración como la primera, con que su autor se dio por bien premiado del cuidado que puso en escribirle.
El segundo asunto le tocó a Bartelio, que fueron cuatro décimas; tomó el papel y leyó:
Bartelio
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Fueron desgraciadas estas décimas, siendo tan buenas en leerse después del soneto pasado, porque llevaban más aplauso; con todo se solenizaron, dando lugar a que el cuarto (sic) asunto se le diese a Lisardo.
Lisardo
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Aquí hicieron pausa los papeles, después de solenizar éste mucho, porque la música divirtiese otro rato; cantaron una letra y después della el secretario dijo en alta voz:
-A Lisandro se le repartió la Academia pasada que trujese escrita la fábula de Acteón; he sabido que está dispuesto, pero por ella (en otro papel que me han dado sin nombre) hallo escrita la misma fábula y viene remitida a mí, que la lea. Diole licencia el presidente para ello y así rompió el silencio:
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En todos puso gran deseo de saber quién fuese el oculto poeta; el secretario dijo no saberlo; sólo sirvió de dejar por largo espacio a los oyentes, exagerando la bien escrita fábula. El quinto asunto se dio a Montardo, y él dijo así:
Montardo
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Celebrado fue el soneto, con estimación de su autor, por toda la junta de ingenios. Dijo el secretario tener al mismo asunto otro soneto expósito como la fábula y mandando que le leyese, él prorrumpió:
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Bien logró el autor su trabajo, pues le vio bien premiado con grande aplauso de todo el auditorio. Deseó saber el presidente si era el soneto del mismo dueño de la fábula pasada, mas a esto le dijo el secretario que la letra no era toda una, por lo cual presumía eran dos los poetas.
-No merecen encubrirse, que sus versos no son envergonzantes -dijo el que presidía-, no podrá pasar tiempo sin que sepamos quiénes son, porque sean admitidos en esta Academia, pues tan valientemente escriben. Prosiguióse con los asuntos y diose el sexto a Silvio, que dijo así:
Silvio
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Aquí volvió a atajar la música los parabienes que a Silvio dieron todos, que fueron muchos, porque siempre escribía con grande acierto. Cantóse una letra escrita por el presidente y puesta en tono por el insigne maestro Capitán que dio mucho gusto a todos.
-El sétimo asunto, dijo el secretario, era una glosa que había de traer escrita Rosardo; no ha podido, en su lugar la trae otra persona que es también de las encubiertas; remítese a mí, que la lea.
Era el texto della del insigne y claro ingenio del Conde de Salinas; decía así:
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-No se ha mostrado menos cuidadoso este oculto poeta -dijo el presidente- que los otros; la glosa ha sido excelente, y así pienso que habrá parecido a todo el auditorio.
Todos conformaron con lo que el presidente decía. Diose el último asunto a Castalio, que era jocoso, y dijo así:
Castalio
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Acabóse la Academia con el golpe de la risa de haber oído la sátira contra los tabaquistas. Diéronle parabienes a Castalio, y fueran más si la música no los atajara; cantóse diestramente tercera vez, y antes de repartir los asuntos dijo el presidente:
-¿Es posible que nos vamos de esta Academia todos sin saber quiénes sean los tres valientes poetas que han versificado hoy sin decir sus nombres?
No quiso el secretario que estuviesen más ocultos, y así dijo:
-Porque no es justo que esta junta se vaya sin saberlo, los dueños de los tres papeles que he leído son Siuranio, Gerardo y Hortensio, poetas célebres del Turia, que están juntos en esos asientos de atrás.
Entonces se levantaron y saliendo a la presencia destos dos les dijo el Presidente:
-¿Son vs. ms. por su desdicha de los poetas de la baja jerarquía, para esconderse por temor de parecer fríos? No, por cierto, que ya en esta Corte tenemos bastante noticia de sus claros ingenios, manifiestos por sus escritos; ya sé que desconfianza discreta puso a vs. ms. en ese encubierto sitio; no hay para qué de aquí adelante se embocen, sino entren en nuestra congregación, que a las musas que caminan sobre las alas del Pegaso, admiten las de la Corte, no a las que van por el suelo tropezando y levantando polvo. Por allá dicen se ha dicho que nuestras musas se vieron con las del Turia, fueran dichosas a ser de las que acá tienen fama, pero de las pedantes no hacemos cuenta; hase hecho donaire de la de un poeta que hace o cortos o largos los versos, porque no sabe más; dudo que haya tal monstruo en Madrid, porque nuestras musas nacen con la mensura de los versos en el entendimiento, y ejecútanla en sabiendo hablar, y así no hay necesidad de hacer romerías al Parnaso por sanidad de pies manos, que todos los tienen constantes en sus escritos. Grandemente se satiriza allá a las mujeres que piden, pues en verdad que acá tenemos la misma plaga, y nos estafan con toda nuestra penuria, pero no las tratamos tan mal; tanto dicen dellas, que nos ha dado curiosidad de saber si les dan algo y tenemos aviso que no, sino que otros las contribuyen y los poetas las persiguen; podían estos contribuyentes decir lo que un zapatero, que habiendo una noche perdido a las pintas quinientos ducados, que era todo su caudal, siendo preso por el exceso, se salió otro día a presentar a la sala donde el alcalde que presidía en ella le dio una reprensión muy larga, apasionándose mucho, a lo cual respondió el zapatero: «Pues señor, soy yo el que perdí el dinero y no lo siento, ¿y siéntelo V. S.?» Eso pueden decir los feudatarios a los satíricos. Vs. ms. sean muy bienvenidos a esta Corte a honrárnosla, tomen desde hoy lugar entre estos señores poetas y continúen el hacerme merced.
Sentáronse los tres entre los más estimados sujetos de la Academia y la música celebró con una letra su entrada en el museo. Repartió el secretario los asuntos y también dio a los forasteros para que trujesen versos de allí a ocho días.
Con esto se acabó la Academia, quedando nuestra viuda muy gustosa de haber visto lo que tanto había deseado; así se lo dijo al padre Cura, aunque por no dejar la hipocresía con que había comenzado aquella empresa, ponderó no haber en su vida recogídose a su casa tan tarde, haciéndole cargo al Cura que por él se había hecho aquel exceso.
El día siguiente, por no perder tiempo nuestra dama, trató con Mogrobejo de que hiciese dos diligencias: buscar un hombre secreto y amigo suyo que hiciese el papel de un arquitecto recién venido de Toledo, y que buscase quién le hiciese una traza o dos de una capilla. No se lo encargó a persona lerda, que en estos casos era el escudero una águila, y así a la noche ya tenía las dos cosas prevenidas para esotro día que vino a visitar a su patrona el Cura, con la cual ocasión (que a ella sola aguardaba) mandó la dama a su escudero que le llamase al maestro de obras; presto se le trujo a su presencia, en la cual, después de contentar de una de dos trazas que la mostró, comenzó a tratar del concierto, terciando el Cura, el cual, habiendo hecho las capitulaciones que los dos asentaron, se llamó a un escribano y ante él y testigos se otorgaron, obligándose el maestro a dar dentro de un año hecha la capilla. Pidió para principio de paga dos mil escudos, mas a esto se regateó y se le ofrecieron mil y trecientos, por intervenir en ello el Cura. Mandóle venir la dama dentro de dos días por el dinero, con lo cual se hizo el papel por entonces muy bien, quedando el Cura contentísimo y ya juzgándose con la capellanía mayor y los quinientos de renta, aunque presto tuvo el desengaño, como se verá.
Ya la Constanza había trazado el modo de tentar al Cura, y para esto había enviado a Mogrobejo aquella tarde por las joyas de sus amigas. Túvolas allí a media noche, estaban en un cofrecillo de terciopelo carmesí tachonado de bronce, y por él mandó hacer otro que no se diferenciase en ningún modo de aquél, y juntamente con esto, cajuelas semejantes a las en que estaban las joyas.
Con esta traza (teniéndolo todo dispuesto) envió a llamar al Cura, que vino al instante, porque como era interesado era puntual en acudir a sus mandatos. Tomó silla, y habiéndose preguntado por sus saludes, le dijo la viuda:
-Señor dotor, yo tengo seis mil escudos en poder de los Fúcares y en plata. Cuando los dejé allí para que ganasen, me pusieron por condición que cuando los quisiese yo sacar de su poder, les había de avisar un mes antes; no sé como encarezca a V. M. cuánto me ha pesado de haber hecho tal, por la confusión en que ahora me veo para haber de dar este dinero a este hombre de la capilla; pero como no se puede hacer más, quiero valerme de mis joyas, que son de consideración y bastantes para pedir más cantidad; hélas hecho tasar por el contraste y esta es su fe.
Diósela al Cura, y sacando uno de los cofrecillos en que estaban las joyas, que tenía sobre un bufetillo de estrado cubierto con un tafetán negro, comenzó a mostrar las joyas al padre cura, leyendo con cada una que vía la tasación della. Eran éstas las del boquirrubio de Milán y las del enamorado genovés que tenían el valor que se ha dicho. Admiróse el cura del fondo de los diamantes y la curiosa hechura de las joyas, y prosiguió la dama diciendo:
-Estas quería empeñar por mil y quinientos escudos y no sé por qué orden se haga, que yo, gracias a Dios, nunca me he visto en estos lances hasta ahora, ni ahora me viera si hubiera prevenido esto de la capilla.
Brevemente discurrió el Cura en que era aquella ocasión para hacer el empréstido, pues no perdía la cantidad y granjeaba la voluntad de su patrona, y así la dijo:
-Yo, mi señora, podré prestar a V. M. esa cantidad, aunque no de dinero mío, pero de uno que tengo en mi poder dado en confianza para cierto empleo; nos podremos valer y por eso me atreveré a la grosería de tomar las joyas en prendas, que a ser mío, le juro a V. M. como quien soy que no intentara tal.
-De cualquier suerte, dijo ella, es muy grande el favor que recibo, y así, cuando V. M. se sirviere, llevará las joyas el escudero y traerá el dinero.
-Luego puede venir conmigo, dijo el dotor; traeráse aquí, contaráse y yo me llevaré las joyas.
-Sea como V. M. guste, dijo ella.
Con lo cual Mogrobejo se fue con el Cura en el coche y dentro dél volvieron brevemente con dos talegos grandes en que traían los mil y quinientos ducados en reales de a ocho.
La primera cosa que pidió el Cura a su patrona fue que aquella moneda se había de pagar en la misma especie, que no quería nada con premios de plata; asegurándole ella que así se haría, con lo cual se contó el dinero que embolsó la estafante moza, y sacando el cofrecillo vacío con solas las cajas de las joyas que imitaban a las otras, se le entregó por piezas, habiendo mostrádole otra vez las joyas y trocádole con mucha sutileza; y para que no le engañase el poco peso, estaba dentro de cada cajuela una piedra no preciosa, sino de la calle.
Tomó el Cura el cofre, que no lo quiso fiar del escudero y fuese a su casa. Fue suerte no estar su hermana en ella, que había ido con otras amigas a visitar el santo cuerpo de San Diego a Alcalá de Henares, que a estar allí, al mostrarle las joyas se descubriera el engaño y saliera mal dél nuestra dama. Guardóla y acudió a su iglesia a su obligación, con que se pasó aquel día.
La viuda, luego que vio el dinero en su poder, dejó la casa en que vivía y con su dueña y escudero tomó el camino a Illescas, llevándose su moneda y joyas, dando a entender a los de casa que dejaba aquel cuarto por ser melancólico; de modo que todo el ajuar pasó en cherriones Mogrobejo a parte conocida, que era el asilo de sus embustes, y el coche también se ocultó, que no pareció por entonces.
Aquel día ni otro hasta la tarde no fue el Cura a ver a su patrona; llegó a su cuarto y llamando en él le fue respondido desde otro más arriba que ya no le habitaba nadie; preguntó la causa sin recelo alguno y dijéronle que a aquella señora viuda le había parecido melancólico y que así se había mudado dél y puesto cédulas para que por su cuenta se alquilase. Preguntó el dotor si había dejado dicho dónde se había mudado y dijéronle que no, sino es que a un escudero de casa que les vio ir se lo hubiesen dicho, el cual estaba fuera, pero que en viniendo lo sabrían. Con esto se fue el Cura sin pensar que se le hubiese hecho ningún engaño, en tal reputación estaba para con él su patrona.
Aquella noche llegó su hermana de Alcalá, con quien después de cena se trató de la viuda y él le dio cuenta del empréstido que la había hecho sobre las joyas, y diciendo esto, se levantó y de un cofre que tenía a la cabecera de su cama (custodia de su tesoro) sacó el cofrecillo, que estaba renovando las memorias de los que dejó el Cid al judío llenos de arena. Abrióle y sacando una cajuela en que le parecía que estaría una rosa de diamantes, halló en su lugar un duro pedernal de los que parten las ruedas de los coches de Madrid ruando por sus calles.
-Si son como ésa las demás joyas, dijo la hermana del Cura, bien dado está el dinero.
Con notable alteración fue el Cura abriendo las demás cajas y con mucha brevedad se vio engañado. Hacía y decía cosas de hombre fuera de juicio. No sosegó, sino que tomando una capa de color y su espada volvió a la casa que había habitado aquella harpía de su moneda, a saber si el escudero sabía nuevas de su mudanza. Halló más firmeza en su obscuridad que él quisiera, y hablando entre sí palabras de hombre sin entendimiento volvió a su casa, donde sin decir nada a su hermana se arrojo en la cama, llamándose desdichado y miserable hombre; en todo decía verdad, que por tal le había escogido la Constanza para su estafa, pareciéndole era en él más lucida que en un liberal.
Aquella noche la pasó hecho un Jeremías el pobre Cura, y a la mañana fue a dar cuenta a un alcalde del robo que se le había hecho. Hízose la diligencia posible, todo a costa del dinero del pobre paciente, pero no se halló rastro ni señal de la tal Constanza, la cual estaba en Illescas con su dinero contando a su madre y amigas los lances que tuvo su empresa hasta salir con la vitoria.
Llegóse en este tiempo el día de la Academia en la casa del Cura, la cual hallaron los Académicos cerrada y sin prevención. Fueles dicho que él estaba indispuesto y no para tener embarazo en su casa, con que se fueron los poetas sentidos del descortés recaudo. En breve supieron la causa de su despedida y en venganza le hicieron multitud de sátiras que pudiera excusar a hacer valor del sentimiento.
Nunca fue bueno debajo de especie de estorapia fundar engaños y maquinar hurtos, y así se reprehende a los que esto hacen. Engañar a los sacerdotes es atrevimiento terrible, pues son personas a quien debemos siempre tener el respeto que a Dios. La hipocresía siempre fue aborrecida de todos, y así Cristo nos amonesta que no seamos hipócritas tristes, que es un engaño que inventó el demonio cegando a los que la usan. Los entretenimientos lícitos que llevan el fin a habilitar los ingenios siempre son loados, como vituperados los que con la misma capa se enderezan a malos fines. La avaricia es la cosa más aborrecida del orbe y los que la tienen son escogidos para ser engañados, cegándoles la codicia con que vienen a facilitar sus daños, como este sujeto de quien se ha tratado.