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Las mujeres del héroe: asimetrías del amor en la obra de Bioy Casares

Alicia Borinsky





En un relato titulado «Diario para un cuento» recogido en Deshoras1 Julio Cortázar lamenta no poder escribir como Bioy Casares:

[...] a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar este, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.


(Deshoras, p. 135)                


[...] Bioy hubiera hablado de Anabel como yo seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión) entre algunas de sus personajes y el narrador.


(p. 136)                


La historia que Cortázar quiere contar como Bioy y no puede es, al mismo tiempo, un modelo de autodefinirse como alguien distinto, alguien cuya relación con lo narrado es eminentemente otra. Se trata de una historia de amor que une al narrador con una mujer, Anabel, que le llega indirectamente a través de Poe y Onetti. Si Anabel es evocada simultáneamente como la muerta y la prostituta de las calles del Bajo, la figura del escritor en cuyo intersticio se coloca Cortázar está formulada por la tensión entre Bioy y unas reflexiones de Derrida sobre el sujeto y el objeto extraídas de «La vérité en peinture». En la historia de amor que Cortázar quiere narrar bajo el pretexto de su mención de Anabel se oculta una imposibilidad de alcanzar algo que él advierte como una capacidad de síntesis, de aglutinamiento en la escritura de Bioy:

«[...] Escribir como Bioy». El deseo que abre el cuento de Cortázar es también revelador de algo que emerge de la literatura de Bioy Casares. Si esa Anabel de la que quiere hablar Cortázar se le escapa; la huida, el desencuentro forman precisamente el núcleo de numerosas obras de Bioy, donde los avatares del amor aparecen como imposibilidad, guiño cómico, inminencia peligrosa de lo fantástico.


La indiferencia y el recato

La invención de Morel2 sugiere, acaso del modo más explícito, una de las avenidas del desencuentro. El personaje que en una isla desea encontrar a una mujer, Faustine, cuya imagen -sabemos más tarde- está siendo proyectada por una máquina, tiene sentimientos contradictorios con respecto a su propia capacidad de atraerla o, siquiera, de hablarle: «Entonces, para postergar el momento de hablarle, descubrí una antigua ley psicológica. Me convenía hablar desde un lugar alto, que permitiera mirar desde arriba. Esta mayor elevación material contrarrestaría, en parte, mis inferioridades» (p. 43). El protagonista nos inicia en su deseo con la conciencia de una desigualdad en el amor. Para tomar coraje para hablar debe fingirse en una posición más alta ya que en el contacto par se revelarían desigualdades que lo pondrían en desventaja. El momento de tomar la decisión de acercarse a la mujer se demora. La novela señala que ese acercamiento, aun cuando los estertores de la decisión hayan sido superados, será imposible porque Faustine es la proyección de una máquina. La voz tarda en producirse y cuando, por fin, sale, lo dicho provoca suerte de sobresalto que interrumpe la prolongada observación:

-Señorita, quiero que me diga -dije con la esperanza de que no accediera a mi ruego, porque estaba tan emocionado que había olvidado lo que tenía que decirle. Me pareció que la palabra señorita sonaba ridículamente en la isla. Además, la frase era demasiado imperativa (combinada con la aparición repentina, la hora, la soledad).

Insistí:

Comprendo que no se digne...

No puedo recordar, con exactitud, lo que dije. Estaba casi inconsciente. Le hablé con voz mesurada y baja, con una compostura que sugería obscenidades. Caí, de nuevo, en señorita.


(p. 44)                


Vergüenza del deslizamiento de las palabras hacia la esquina, el piropo pringoso, obsceno, lo importuno. La brutalidad del señorita es producto de la interrupción del silencio que, mientras existe mantiene en vilo las posibilidades de contacto entre los personajes. Una vez que se rompe, el anónimo señorita arrastra consigo la posibilidad de argumentos: el levante callejero, la insistencia de los importunadores. La universalidad de la isla adquiere localización, se borran las austeridades, entramos en lo concreto, lo diario.

Deslizarse hacia lo vulgar, hacia aquello que desgastado, termine mostrándose como un lugar común, hacia lo local, el aire de familia... Todo esto es rechazado por La invención de Morel, que sugiere la atracción como una fruición de la distancia entre los personajes y la convergencia como una posibilidad que terminará con la tensa libertad de la separación. Poder de la mujer en tanto imagen que atrae y revela el carácter pobre de quien la desea; humillación de quien la observa, temor de que sus palabras, al localizarlo, revelen sus aspiraciones como mezquindad. La invención de Morel se detiene en el aspecto parentético del amor, prolonga el desencuentro y, en una resolución con ecos de la Olympia de Hoffmann, sugiere que la amada es una imagen proyectada. Si la imposibilidad del contacto se apoya en una radical diferencia, la intención de romper la distancia aparece como un gesto sombríamente heroico.

El personaje que huye en La invención de Morel intenta salvarse por el amor y su propia inserción en el sistema de representaciones que produce a Faustine. Pero la novela sugiere intensamente que el encuentro no es posible: una suerte de nostalgia permea la conciencia de que acaso sea mecánicamente difícil integrar al protagonista a la misma película que su amada. «Té para dos» y «Valencia» nos brindan el fondo un tanto almibarado para aquello que podría ser, en contraste con la vida incómoda de la isla y sus mosquitos, otra existencia vuelta también incómoda por su repetición continua.

Amar a Faustine es pensarse muerto, invisible, juguete de una manipulación:

Todavía puedo preguntarme: ¿Que debo pensar? Ciertamente es una mujer detestable. ¿Pero, qué está buscando? Tal vez juegue conmigo y con el barbudo: pero también es posible que el barbudo no sea más que un instrumento para jugar conmigo. Hacerlo sufrir no le importa. Quizá Morel no sea más que un énfasis de su prescindencia de mí, y un signo de que esta llega a su punto máximo y a su fin.

Pero, si no... Ya hace tanto tiempo que no me ve... Creo que voy a matarla o enloquecer si continúa. Por momentos pienso que la insalubridad extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible. Sería una ventaja: podría raptar a Faustine sin ningún peligro.


(La invención de Morel, p. 58)                


El deso de Faustine hace posible pensarse totalmente afuera, hasta invisible, y volverlo una ventaja. Perseguido por sus enemigos en la «realidad» de su peripecia y en las imágenes proyectadas que convierten a los acompañantes de Faustine en rivales, el protagonista tiende un problemático puente hacia el lector en la forma de referencias a una conversación hipotética, una suerte de «informe» que pretende aclarar dudas y fijar un pacto con analogías al que ya había aparecido en la obra más temprana, Plan de evasión.

Invisible ahora, el lector, en este ejercicio en el cual contempla a este protagonista contemplando a Faustine y tratando de explicar acontecimientos cuyo carácter repetitivo abre enigmas similares a los de «Té para dos» y «Valencia»:

Tengo un dato que puede servir a los lectores de este informe para conocer la fecha de la segunda aparición de intrusos: las dos lunas y los dos soles que se vieron al día siguiente. Podría tratarse de una aparición local; sin embargo me parece más probable que sea un fenómeno de espejismo, hecho con luna o sol [...] No los registro por atribuirles valor de poesía o de curiosidad, sino para que mis lectores que reciben diarios y tienen cumpleaños, daten estas páginas.


(p. 78)                


Amistad con el lector. Situación opuesta a la de Faustine con respecto al narrador. ¿Pero, es ésta efectivamente una ayuda al lector? ¿Es, en otras palabras, ésta la pareja perfecta detrás de la imposible, la relación entre narrador y lector? El lector no puede fechar las páginas; el exceso de información es un juego que tiende a reproducir el exceso de detalles que apabullan al narrador. Las referencias directas al diálogo con un lector hipotético delinean la imagen de otro personaje, doble del narrador, que se enfrenta al texto con las mismas dificultades con que éste se implica en su aventura. La aventura da La invención de Morel es curiosa ya que en ella el protagonista participa como testigo. Su peripecia consiste en ver, tratar de dar sentido a lo observado, averiguar cuál es la máquina cuyos efectos se le presentan. El informe que leemos es el propósito de su aventura y, en ese sentido, su texto es un intento de construir una máquina reproductora de las imágenes que él ve ya reproducidas: «Sería pérfido suponer -si un día llegaran a faltar las imágenes- que yo las he destruido. Al contrario, mi proposito es salvarlas con este informe» (p. 121); «un hombre solitario no puede hacer máquinas ni fijar visiones, salvo en la forma trunca de describirlas o dibujarlas para otros, más afortunados» (p. 121). La actualidad de las imágenes de La invención de Morel está ineluctablemente perdida. Sólo las copias sobreviven con la indicación de la fisura que las separa nítidamente de los originales: el hallazgo de la nitidez de la separación es la aventura del narrador, productor, a sua vez, de esa otra máquina: su informe.

La invención de Morel es una novela violenta; el funcionamiento de su máquina de representación desdice la existencia de los referentes que le sirven de apoyo; su articulación con lo visual consiste en la negación de la actualidad de sus imágenes; así, sus referencias gráficas y narrativas son virtuales y sirven para construir una máquina que al nombrarlas, las destruye.

Otra pareja se constituye en esta celebración oblicua del estar separado pero unido por la virtualidad de un vínculo: la del lector y narrador paralizados en una lógica repetitiva e insatisfactoria. Faustino flota, así, con otros nombres, inalcanzable y muda en perpetuo ofrecimiento de lo mismo, en multiplicadas caras, sexos, escenas de representación.




La calle, aceptación del lugar común

El recato, la vergüenza del acercamiento a Faustine y la prolija negativa a utilizar el lugar común se desvanecen en obras posteriores de Bioy Casares donde, por el contrario, hay una suerte de internarse en el temido clisé, en el barrio, la fruición de la frase hecha. El cambio de lenguaje hacia lo coloquial es también una transformación de la manera en que se conciben los elementos de la pareja y sus entretejidos.

Dormir al sol3 nos entrega, como La invención de Morel, la posibilidad de un cambio en los personajes, una metamorfosis que preserve una parte del original que permita reconocerlo como tal.

La novela se divide en dos partes, una que ocupa casi todo el libro, redactada por Lucio Bordenave, y otra por Felix Ramos. En Felix Ramos, el lector encuentra una suerte de mellizo, ya que es para él que Bordenave escribe intentando persuadirlo de las características de su aventura. Al presentarse como redactor de la última parte, Ramos otorga existencia al relato de Bordenave porque se refiere a la recepción del texto. Su testimonio es el de un lector que puede opinar sobre Bordenave mejor que el lector que está «afuera» porque lo conoce y participa del círculo de ficción que le da existencia. Goza, además, del privilegio de haber sido tomado como punto de partida de la cadena que inicia Bordenave al contar su aventura. Y también cierra la cadena, ya que el juego entre él y Bordenave es un modelo reducido de lo implícito en la lectura de cualquier novela. Así, autor y lector han sido transfigurados en Bordenave y Ramos; Bordenave es un autor desconfiable que escribe desde un presunto manicomio y Ramos un crítico de su texto que padece de la inevitable complicidad que implica estar relacionado con su productor.

La obsesión de Bordenave es amorosa. Quiere saber qué es lo que ama de Diana, su esposa, si el cuerpo o el alma. Su visión de Diana es fragmentaria y detallada: «Yo me muero por su forma y su tamaño, por su piel rosada, por su pelo rubio, por sus manos finas, por su olor, y sobre todo, por sus ojos incomparables» (p. 17). Si Diana no es ella en unidad indisoluble, se abre la posibilidad de que sus partes sean integradas a un sistema de organización distinto. La novela expande precisamente esta imagen. Un sanatorio Frenopático donde se practican operaciones que intercambian partes físicas y almas con el uso de perros es el espacio donde las intervenciones sirven para caricaturizar la imagen inicial por medio de la amplificación de sus consecuencias. Los cuerpos y las almas son separables luego de cuidadoso y científico análisis. El problema es saber si el resultado de la operación devuelve el mismo objeto que entró al sanatorio, si hay una continuidad entre ellos y sus nombres que permita reconocerlos.

Además, Diana tiene dos dobles: su hermana María y una perra que posee el alma que le sacaron en el Frenopático. Ambas se le parecen y se confunden con ella al mismo tiempo que parecen diferenciarse. Su hermana tiene otro color de pelo pero el relato de Bordenave acentúa que, si no fuera por este detalle, él las confundiría; la perra tiene su alma y hay momentos de la narración en los cuales Bordenave sugiere que es esto lo que ama.

Diana tiene al alma sana de otra; es una paciente curada que sale de un sanatorio, Bordenave la describe alternativamente como habiendo superado una enfermedad o como otra. Diana es ella en la medida en que tiene el mismo cuerpo y responde al mismo nombre; la perra es ella en la medida en que es su alma y Adriana María es también ella ya que ambas son casi iguales de cuerpo. Según los criterios del Frenopático, Bordenave tiene la mente alterada y su información nos llega por una narración dirigida a su antiguo enemigo, Félix Ramos. Bordenave hace un giro paranoico al final:

Tuve una corazonada por demás ingrata: la señora que hablaba con Samaniego era mi señora. El doctor le decía que para favorecerme no iba a perjudicarla. Como en una pesadilla Diana estaba en contra de mí.


(p. 213)                


De Diana podría ser, entonces, la culpa. ¿Es el cambio, así, una ilusión? ¿Está traicionándolo? Unas contradicciones en que incurre Ramos -cuya propia internación en el Frenopático sugiere que acaso también haya salido convertido en otro- intensifican la inseguridad de la posición de Bordenave:

Ante todo, me parece raro que Bordenave se dirija a mí; al fin y al cabo estamos distanciados. También me parece raro que Bordenave me trate de usted; al fin y al cabo nos conocemos desde la infancia.


(p. 226)                


El testimonio de Felix Ramos está viciado, es un testigo-actor; su ultima frase -«Todo el asunto me pareció, amén de confuso, amenazador. Resolví, pues, olvidarlo por un tiempo» (p. 229)- señala una unión entre Ramos y Bordenave al abrir la posibilidad de una averiguación más detallada por parte de Ramos, similar a la que Bordenave hiciera con respecto a Diana con el resultado de caer nuevamente en las manos del Frenopático. Bordenave dirige su historia a un enemigo que es su doble y que, al leerla, la transcribe traduciendo el destino de Bordenave en el propio. Los trasplantes de cuerpos y almas prestan su lógica al juego menos explícito entre Bordenave y Ramos. El discurso de la novela es la maquinaria de cambios del Frenopático; el título de la obra privilegia unas palabras de un médico:

Imagino un perro, durmiendo al sol, en una balsa que navega lentamente aguas abajo, por un río ancho y tranquilo.

-¿Y entonces?

-Entonces -contestó- imagino que soy ese perro y me duermo.


(p. 211)                


Dormir es sustituir un sujeto por otro, un reconocimiento que es, a la vez, autodestrucción. La hipótesis de intercambios de cuerpos y almas tiende a cuestionar el carácter de aquello que permanece a pesar de las idas y vueltas. En los juegos de la novela Bordenave y Ramos se confunden, las Dianas se multiplican y el desarrollo de un argumento es sustituido por una trama que relativiza todo progreso en el texto.

Obra que tiende a presentarse sus propias condiciones de representación, como La invención de Morel, Dormir al sol logra sus efectos de extrañeza, de lo fantástico, en un lenguaje cotidiano, muy alejado de la austeridad del de La invención de Morel. La anhelada pareja que Bordenave desea formar con Diana es, sin embargo, tan imposible como la del protagonista de La invención de Morel con Faustine.

Más vulgar, neurótica, con maneras de barrio y rodeada de personajes modestos, diametralmente distintos de aquellos que en La invención de Morel se llaman «héroes del snobismo o habitantes de un manicomio abandonado», Diana es también cifra de algo inalcanzable. La ambición de poseerla pone en peligro la identidad, descompone al deseo en partes (cuerpo, alma) cuya armonía resulta irrecuperable. Como la Diana mitológica, su conocimiento, el saber acerca de ella, despedaza -en una evocación domesticada y porteña- a quien quiere contemplarla. Esta pareja casada reescribe en un tono familiar y paródico aquellos alejamientos que la pareja imposible de La invención de Morel ofrece en una clave silenciosa.




La huida

En La invención de Morel se conjetura que lo que hace falta es hablarle a la mujer desde arriba para evitar el ridículo y acaso llegar a tenerla; en Dormir al sol hay que espiarla, operarla y, aun desde el matrimonio reconocer que permanecerá elusiva; La aventura de un fotógrafo en La Plata4 entreteje peligros previstos y placeres posibles a través de un desfile de personajes femeninos.

Esta vez son ellas quienes desean a un hombre, el protagonista de la novela, quien va a La Plata para cumplir con un encargo de fotografías. Durante su primer caminata por la ciudad se encuentra con una familia que se le aparece como un grupo listo para la fotografía. Su relación posterior con sus miembros refuerza este sentimiento de lo colectivo y del distanciamiento de la cámara. En la pensión en la cual se hospeda el fotógrafo Carmen, la dueña, no permite la entrada de mujeres; su amigo define la situación como positiva:

-¿Qué pasa? Te noto, no sé cómo explicarme, apagado, triste.

No digas que la perorata de la patrona te amargó.

-Por la entrada prohibida a las mujeres. ¿Te digo lo que pienso? Para gente como vos y yo es una ventaja. La mujer cargosa que nunca falta no te molesta. Uno entra en la pensión y está a salvo. Afuera disponemos de la Organización Mascardi.

No quedó otro remedio que preguntar qué era eso. Mascardi explicó que él conocía a unos estudiantes que tenían un departamento. En La Plata, en los departamentos de estudiantes vivían hasta cinco o seis. Como regla general, una vez por semana, los visitaba una mujer.

[...]

Mascardi agregó que tampoco faltan mujeres que por la noche se ofrecen desde la vereda, «a grito pelado» como dicen los estudiantes chilenos.

Mirándolo inexpresivamente Almanza comentó:

-La verdad que te has vuelto mujeriego.


(p. 29)                


Almanza, el fotógrafo, reacciona con falta de entusiasmo tanto con respecto al fulgor de posibles placeres sexuales como ante el resguardo que le ofrece la pensión, en parte porque acaba de haber dado sangre al padre de la familia que encontró en la calle en un episodio con visos de vampirismo y manipulación. Las mujeres de La aventura de un fotógrafo en La Plata se ofrecen al fotógrafo tanto en imagen como en inmediatez de contacto. La desagradable dueña de la pensión desea al fotógrafo y lo espía para saber qué está haciendo, las mujeres de la familia que encontró en la calle también le regalan abiertamente sus atenciones y sus cuerpos con una celeridad sin transiciones. El fotógrafo no comparte ese deseo por el contacto corporal con la misma intensidad; sus relaciones son concebidas a través del lente de la cámara:

Pensó que Julia, en su llanto, no hacía muñecas y que le gustaría fotografiar esa cara tan linda, empapada en lágrimas. Le dijo que en muy linda. Julia contestó:

-Entonces besáme.


(p. 109)                


Julia le pide que la bese; la dueña de la pensión lo besa después de que él viene a hacerle un retrato mientras él piensa qué horrible será el resultado de su fotografía. Tanto la hipótesis de la mujer bella que produce una buena foto (Julia) como la de la fea con papada y pliegues debajo de los ojos (la dueña de la pensión, p. 125) quieren pasar de la fotografía a las relaciones sexuales. Almanza transcurre por estos deseos y estos romances con el distanciamiento de un turista. Su aventura con sugeridos peligros de muerte, de conspiraciones por parte de la familia Lombardo lo relaciona con mujeres que son el opuesto de Faustine. Habladoras, físicamente agresivas, vulgares o meramente simples, feas o corrientemente lindas, esas mujeres están, también, sin embargo, separadas por la distancia de una representación. No se trata aquí de la máquina de Morel ni de las ambiguas operaciones del Frenopático sino de la cámara que el personaje mismo interpone entre él y sus modelos.

La cámara es una suerte de escudo que lo separa de su acaecer y lo convierte en un agente de representación; a salvo de los excesos emotivos de las mujeres, retratándolas no desde arriba como quería hablar el protagonista de La invención de Morel sino simplemente, desde afuera, la aventura de Almanza termina con la sugerencia de un peligro apenas fundado y una escena que, a pesar de su valor de clisé sentimental, sólo está ahí para marcar la distancia que rige la relación entre los personajes. Julia, con quien ha vivido un romance se va sin que se hayan dicho nada que les permita atesorar, conservar la relación que han tenido:

Anunciaron la salida para Balcarce, Tandil y Azul.

-Mejor que subas.

Obedeció. Golpeando el vidrio, porque no conseguía abrir la ventanilla, empezó a gritarle:

-Quería decirte...

Julia se tapaba la cara, para que no la viera llorar y le decía algo, que no oyó.


(p. 223)                


El lector, también como una cámara, percibe esta escena con las rememoraciones de la película Casablanca y de tantas otras separaciones, relaciones fallidas, encuadrada, filtrada la carga afectiva para dar lugar a una corriente humorística. Separados por el vidrio, arrastrando en esa barrera las numerosas referencias a ventanas, cristales, caleidoscopios, vitrales, los personajes se refractan y muestran como verdadera esa separación, esas palabras no escuchadas, el silencio que finalmente define la cháchara que los ha unido. Cada uno de ellos con otra historia de esta historia. Las mujeres pidiendo el beso al fotógrafo que lo da pero piensa en el encuadre; cada uno ajeno y, sin embargo, atado al otro por la ilusión de que de algún modo se franqueará la distancia.

En un cuento de Bioy Casares titulado «El héroe de las mujeres» dos personajes tratan de recordar una película y se preguntan por el final:

-¿Con quién se fue la estrella? -preguntó Laura.

-¿Con quién se va a ir? -replicó don Nicolás-. Con el héroe.

-El héroe de las mujeres -observo Laura- no siempre es el héroe de los hombres.

-Una gran verdad; pero no olvide, señora, que en las películas el héroe es uno solo5.


(p. 161)                


Las mujeres del héroe son muchas pero todas de algún modo iguales detrás de la diferencia: irritantes, delicadas, vulgares, mudas, estentóreas, aristocráticas, conventilleras, participan de un distanciamiento radical, de una representación que las sostiene en vilo para declararlas ajenas, intrusas, otras. Acaso esa asimetría, ese frágil acercarse a través del vidrio sin llegar sea lo que nombraba Cortázar en su admiración e incapacidad de emulación de Bioy Casares.







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