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ArribaAbajoFuentes del «Discurso»

No es fácil establecer las fuentes directas. Joaquín Arce39 recoge la opinión de Demerson, según el cual Rousseau y Saint-Lamber, (discípulo de Helvetius), fueron las principales fuentes de la poesía de Meléndez y que Voltaire fue el inspirador de sus críticas de la sociedad y de las instituciones. A continuación manifiesta la dificultad para identificar las distintas fuentes concretas: «En un autor setecentista, ávido de lecturas del momento [...] es obvio que se sustente sobre un sustrato ideológico que está en la raíz de la cultura ilustrada. El hallazgo, pues de ecos y actitudes afines puede ser desviante si se establece conexión inmediata con lo que no es más que una participación en un acervo de ideas común» 40. Corremos el riesgo de presentar como fuentes directas lo que sólo es sustrato ideológico lockiano: todo el Discurso huele al «sabio» y admirado Locke.

El discípulo y amigo, Manuel José Quintana, nos da algunas pistas sobre algunas influencias ideológicas francesas del pensamiento de Meléndez, las cuales intentaremos rastrear en el Discurso:

«Los principios de su filosofía eran la humanidad, la beneficencia, la tolerancia; él pertenecía a esa clase de hombres respetables que esperan del adelantamiento de la razón la mejora de la especie humana, y no desconfían de que llegue una época en que la civilización, o lo que es lo mismo, el imperio del entendimiento extendido por la tierra dé a los hombres aquel grado de perfección y felicidad que es compatible con sus facultades y con la limitación de la existencia de cada individuo. Pensaba en este punto como Turgot, como Jovellanos, como Condorcet, y como tantos otros que no han desesperado jamás del género humano. Sus versos filosóficos lo manifiestan, y con sus talentos y trabajos procuró ayudar por su parte cuanto pudo a esta grande obra»41.



En la línea de lo apuntado por Arce, nos encontramos con serios problemas en nuestro rastreo del posible influjo de Anne Robert Jacques Turgot (1727-1781) y Jean Antoine Nicolas Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794) en Meléndez: ambos, considerados como ilustrados «standard», fueron amigos y hay un gran parecido entre sus pensamientos. Además no aparece ningún libro de los dos en el catálogo de la Biblioteca de Meléndez, cuya situación en noviembre de 1782 ha sido descrita por Demerson42, a pesar de estar llena de obras de los principales enciclopedistas43. Para más complicación, el magistrado extremeño pudo extraer algunos pensamientos de los dos ilustrados anteriores o de su amigo Jovellanos, también admirador de Turgot y de Condorcet44.


El iusnaturalismo racionalista y humanista de Meléndez

En los diez años que van desde su ingreso en la Universidad de Salamanca (8 de noviembre de 1772) hasta su licenciatura en derecho, (septiembre de 1782), o su doctorado, (marzo de 1783), Meléndez adquirió una profunda formación jurídica en el marco del Derecho natural europeo y del humanismo filantrópico de los filósofos enciclopedistas. Basta una ojeada a su biblioteca45.

El pensamiento jurídico de Meléndez coincidía plenamente con el de la Económica Aragonesa, la cual había inaugurado el 18 de diciembre de 1785 dos magníficas e ilustradas cátedras, auspiciadas por el director Arias Mon, con la oposición de la rancia Universidad zaragozana: la de Filosofía Moral y la de Derecho Natural. El enfrentamiento se manifestaba en los libros de texto adoptados46.

Lo cierto es que el Discurso rezuma iusnaturalismo: Dios aparece como el «Hacedor Supremo» que inspiró el «pacto social»: «El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo...» (p. 137). En el marco del «gran sistema de la naturaleza» siente el hombre la necesidad de asociarse y de establecer las leyes (p. 137). Las leyes positivas deberían asentarse en la Naturaleza y se lamenta: «ningún legislador estudia dignamente a su nación para asentarla en el grado que en la escala social le señaló la naturaleza» (p. 138); es decir, el estudio de la naturaleza humana, la ley natural, es la regla universal de justicia y la fuente segura de progreso. Siguiendo a Cicerón, el antiguo catedrático numerario de Latín piensa que es en el gran libro de la naturaleza donde los legisladores debían medir la justicia de sus leyes: «Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus leyes eternas todo el universo...» (p. 140). Las leyes naturales son principios generales de los que se deducen, utilizando sólo la razón, los preceptos del Derecho positivo: el «orden legal (se establecerá) sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezará un sistema de obrar inalterable» (p. 136). Generalizando, la ley natural es el fundamento de la sociedad civil.

Meléndez diferencia claramente el Derecho (relaciones externas del individuo con la Sociedad) y la Moral (la intimidad de cada individuo): «Que no toda acción mala es luego delincuente...» (p. 139). Acepta la teoría de la naturaleza social del hombre (la «sociabilitas») de Samuel PUFENDORF: «La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro...» (p. 137).

Donde más se refleja el iusnaturalismo de Meléndez es en la atención que presta, dentro del corto espacio del Discurso, al «contrato social», pilar básico de su sistema jurídico. Veremos que sigue fundamentalmente a Rousseau y a Locke.

Las referencias al Derecho privado son generalizantes y van dirigidas a criticar el confusionismo normativo que sólo consigue abrumar al ciudadano. Hallamos, pues, la vertiente del iusnaturalismo humanitarista que procura elevar la condición de la persona humana individual, seriamente subyugada por la hipertrofia legal y la mezcla de jurisdicciones.

Quizá sea en el campo del Derecho penal donde aparece más claro el iusnaturalismo racionalista de Meléndez, pues exalta a la persona, denuncia los abusos penitenciarios y suaviza el castigo, en conexión directa con el humanismo de Voltaire y con el «Huminismo» de Beccaria.

Fruto de la concepción iusnaturalista de Meléndez es su manifiesto deseo de superar el sistema legislativo de la «recopilación», respetuoso con el Derecho antiguo, e implantar el nuevo sistema de «código», como veremos más adelante.

Meléndez reconoce que quiere impregnar la nueva Audiencia, y por lo tanto su Discurso, de los ideales del Siglo XVIII, es decir, admite claramente el influjo del iusnaturalismo y del racionalismo de la Filosofía de las «luces» en el Derecho:

«Mas nosotros que fundamos este ilustre Senado a fines del siglo XVIII, en que las luces y el saber se han multiplicado y propagado tanto que casi nada dejan que desear; en que la filosofía, aplicada por la sana política a las leyes, ha dado a la jurisprudencia un nuevo aspecto; en que el ruidoso edificio de los preyudicios y el error cae y se desmorona por todas partes; en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos; en que a impulsos de la sabiduría y el patriotismo [...]; en que las ciencias económicas [...]; nosotros, que en este tiempo venturoso, entre estas luces saludables, con tan largos, tan copiosos auxilios, entre estos principios y opiniones erigimos este Senado, debemos nivelarlo con el siglo...»


(pp. 135-136).                


Veremos que varios filósofos ilustrados y racionalistas son las fuentes principales de este Discurso, destacando Voltaire; Rousseau, sobretodo a través del «Contrato Social» (1762); Montesquieu con «L'Esprit des lois» (1748-1750); Beccaria, por medio de su tratado «Dei Delitti e delle Pene» (1764), y la presencia, cierta pero difusa, del «Segundo tratado sobre el Gobierno civil» de Locke (1690). En resumen, mucho pensamiento humanista de la Enciclopedia.




Las fuentes inglesas: Locke

Locke es el único filósofo citado en el Discurso y con el epíteto de «el sabio» (p. 139). Meléndez, como todos los ilustrados franceses, admira y asume el racionalismo, el iusnaturalismo y el empirismo del británico. Por sus Diarios, sabemos que Jovellanos a fines de 1790 estaba interesado en la lectura de Locke y Smith47.

La influencia inglesa, capitaneada por Locke, durante el siglo XVIII, se registra sobre todo en la prosa filosófica, económica y científica, siendo un factor decisivo en el viraje cultural que experimenta España en ese siglo. Cadalso, Jovellanos y Meléndez sabían el inglés y, por diversos medios, tenemos documentadas las lecturas o peticiones de libros de filósofos, economistas e historiadores ingleses. Meléndez, en carta a Jovellanos de 1776 le dice que está aprendiendo la lengua inglesa y que «Al Ensayo sobre el entendimiento humano debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir»48. Por eso adopta el método de la observación de su filosofía sensacionalista: «Cada cual vendrá ahora con el caudal de noticias y útiles desengaños adquiridos por su ilustrada observación». (pp. 134-135).

En estas circunstancias es lógico que encontremos el influjo directo de Locke en el Meléndez de 1791, aunque, en algunos pasajes, le pudo llegar a través de los enciclopedistas. De Locke49 acepta las causas de la sociabilidad: «el deseo común y poderoso de la felicidad [...] el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria y las grandes ventajas de las fuerzas parciales unidas [...] y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias» (p. 137).

De Locke parece ser también el pensamiento de que los objetivos esenciales de la ley son fijar «los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano» (p. 138), es decir, la teoría lockiana de los derechos individuales naturales.




Rousseau


La teoría del pacto social y del origen de la ley de Meléndez: una mezcla Rousseau y del empirismo inglés

Sabido es que Rousseau50, como otros muchos iusnaturalistas, distingue, en la evolución del hombre, un primer estado de naturaleza y un segundo, en sociedad civil o política, en el que los hombres, usando la razón ya desarrollada, deben establecer leyes, si quieren subsistir, para regular sus relaciones, empezando por establecer un «pacto social». En consecuencia, la finalidad última de toda legislación sabia es la felicidad del hombre. Meléndez nos resume todo el proceso de formación de la sociedad y el papel de la ley en forma de prosopopeya:

«La necesidad estableció las leyes cuando los hombres se unieron por la primera vez, deponiendo en el común su dañosa independencia, y formando entre sí, a ejemplo de las pequeñas y dispersas, estas grandes familias derramadas sobre la haz de la tierra de tiempo inmemorial. La sociabilidad, este impulso del corazón humano hacia sus semejantes, constante, irresistible, que nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercará y unirá mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en el gran sistema de la naturaleza para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones. El deseo común y poderoso de la felicidad que encendiera en los humanos pechos el Hacedor Supremo, el sentimiento íntimo de su poquedad y miseria, y las grandes ventajas de las fuerzas parciales reunidas, les clamaban, en fin, por otra parte para completar esta dichosa unión, y disfrutar en ella de la seguridad y bienandanza que en vano buscarían en sus cabañas solitarias. Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado, la desfiguró en su raíz haciéndose el centro de ella, y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, alzó un tirano odioso en cada hombre, que no aspiró a otra cosa que a doblar sus iguales a su injusta voluntad, sacrificados a sus antojos o a sus desmedidos deseos.

Entonces habló la ley por la primera vez alzándose como señora sobre todos; y señalando a cada uno con el acuerdo más prudente el lugar que debiera llenar en el cuerpo social, intimándole en él sus derechos y obligaciones, les dijo con imperiosa voz: -"Tú mantendrás este lugar: mi brazo te protegerá; y al que asaltare tu inocencia, castigaré severa con una pena igual a su delincuente trasgresión: la ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos, y con ellos apagaré en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava". Por desgracia no siempre usó la ley de este sencillo término, de este sagrado y purísimo lenguaje; y obra del hombre y sus escasas luces no siempre señaló con el dedo de la incorruptible justicia los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano»


(pp. 137-138).                


Ya hemos aludido a la «sociabilitas» de Pufendorf. Demerson destaca la presencia de Rousseau en este pasaje: «Y siguiendo los pasos de Rousseau, el poeta explica cómo se formó el «pacto social» y cómo el amor propio y la ambición originaron la tiranía» 51. Observamos la huella de Rousseau, matizada con aportaciones de Hobbes, de Locke y de Hume, en las siguientes consideraciones:

a) La idea de «pacto social», era asumida por todos los autores la Ilustración aunque, según Arroyal, «apenas es entendido por dos del mismo modo»52. Las leyes nacen como consecuencia de un «pacto social». Por tanto, el origen del poder se encuentra en el pacto social, sin renunciar los individuos a todos sus derechos ni convertir al soberano en omnipotente, sino que conservan unos derechos que consideran inalienables. Este contractualismo, base del Derecho público melendeciano, es esencialmente optimista, aunque presenta la originalidad de ciertas ráfagas de pesimismo, que atribuimos tanto a su contacto de penalista con las miserias humanas del delincuente, durante su estancia zaragozana, como a un posible origen inglés (Hobbes, de quien no figuraba ningún libro en la Biblioteca de 1782). Las afirmaciones: «Pero bien pronto el amor propio, conducido por un entendimiento ciego o deslumbrado la desfiguró (la unión, seguridad y bienandanza surgidas del pacto social) [...] y encendiendo el corazón en ambiciosas pretensiones, alzó un tirano odioso en cada hombre, que no aspiró a otra cosa que a doblar sus iguales a su injusta voluntad, sacrificados a sus antojos o a sus desmedidos deseos» (p. 137); o «Es propio del hombre y cuanto él hace, degenerar y corromperse» (p. 137); o «Qué molesto, qué amargo para el Magistrado estudioso que [...] no saca otro fruto de sus largas vigilias que el fastidioso y triste desengaño de palpar más y más la maldad y corrupción del hombre» (p. 134), que nos acercarían al autor del Leviathan, son rechazadas radicalmente por Meléndez en cuanto que reconoce unos derechos naturales por los que merece la pena vivir y de los que, por supuesto, el ciudadano no hace dejación absoluta en el Poder del Soberano y del Estado:

«Entre tanto jamás se aparte de nuestro corazón, viva y respire con nosotros lo infinito que valen a los ojos de la razón y la ley, la vida, el honor, la libertad del ciudadano; y que para conservar mejor estos preciosos dones, con que te enriqueciera su Hacedor, vino y dobló gustoso la cerviz a la imperiosa sociedad, mas sin por esto abandonar del todo ni cederle sin reserva sus imprescindibles derechos...»


(p. 139).                


El eco de Locke es evidente al describir el paso del «estado de naturaleza» al «estado civil», abandonando el «estado de guerra», para acogerse a la ley protectora sin renunciar a los «preciosos dones» de «la vida, el honor y la libertad del ciudadano»53. Diseño de pacto social heredado por Condorcet, con quien coincide Meléndez: se pacta para el goce completo de los derechos del hombre.

b) Poco roussoniana y enciclopedista es la valoración de la pasión. Si para Meléndez la ley surge para apagar «en los corazones el fatal veneno de la pasión que los deprava», sabido es que para Rousseau (Libro IV del Emile: «es empresa tan vana como ridícula querer destruir las pasiones») y para Diderot es ridículo pretender destruirlas, y que para Voltaire y Turgot las pasiones son «principio de acción y, consecuentemente, de progreso» 54. Como Locke piensa Meléndez que el estado de sociedad, regido por la ley civil, es mejor que el estado «pasional» de la naturaleza.

c) Meléndez considera la sociabilidad anterior a la misma razón («nace con nosotros, se anticipa a la misma razón, y nos sigue y encierra en el sepulcro, nos acercará y unirá mutuamente, no de otra suerte que los cuerpos gravitan y se atraen en el gran sistema de la naturaleza para formar concordes este todo admirable en permanente sucesión, que nos confunde y asombra por su perfección e inmensas relaciones», p. 137), y tan introducida en el ser humano como la ley de la gravedad de Newton. Un poco sorprendente es esta comparación en la que directamente alude a la teoría de los movimientos de las ideas de Hume55. A pesar del contexto netamente roussoniano, pueden surgirnos algunas dudas sobre si, en los orígenes del hombre, fue la soledad («deponiendo en el común su dañosa independencia», p. 137), defendida por Rousseau (la vida solitaria fue el verdadero estado primero del hombre) o si fue la sociabilidad basada en la inmutabilidad de la naturaleza humana (el zoon politikon de Aristóteles, sostenido por Voltaire, Pufendorf y Locke).

Meléndez se aparta del materialismo de Hobbes y de Helvetius para quienes la sociabilidad no es innata, sino efecto de la necesidad y del interés, cuyas teorías del egoísmo como principio de actuación social parece criticar Meléndez («amor propio, conducido por un entendimiento ciego o desalumbrado») 56. Por el contrario, sigue el pensamiento mayoritario de la Ilustración y piensa como Montesquieu, Voltaire, Turgot y Condorcet que la moral y la justicia tienen leyes eternas, «encendidas en los humanos pechos por el Hacedor Supremo» (p. 137) como instintos esenciales.




El Estado del «buen salvaje»

Meléndez alude al estado del «buen salvaje» de Rousseau y recoge bastante fielmente sus ideas de que al transformarse la independencia natural en libertad civil y la posesión en propiedad, objeto fundamental del Contrato Social, se deriva la corrupción de las costumbres:

«Parece que aquella suma sabiduría que gobierna con sus eternas leyes todo el universo, y en su primer estado acaso destinaba al hombre a gozar en común en el seno feliz de la paz y la inocencia de los largos y copiosos dones de que le había cercado con mano profusa y liberal, indignado con él al verle atesorar para un oscuro porvenir, separándose así de sus intenciones bienhechoras, le quiere hacer comprar al precio más subido la temeraria trasgresión de sus altísimos decretos por las incomodidades y amarguras a que le condena en todas partes con la fatal propiedad»


(p. 140).                


Bella fábula en la que Batilo nos presenta las sucesivas etapas de la evolución social: agricultura - desigualdad - pasiones - corrupción - amarguras de la humanidad. Evidentemente en el «primer estado» melendeciano hay más «buen salvaje» roussoniano que «hombre natural» de Locke (para quien la propiedad es anterior al pacto que funda la sociedad civil), pues se presenta en una etapa donde todavía no se había establecido la propiedad.

La inocencia, campesina, fue una cualidad muy apreciada por Batilo, como antítesis de la corrupción, ciudadana. El Magistrado «debe ser inocente como la ley que representa» (p. 131). El espíritu bucólico roussoniano de Meléndez nos presenta de una manera bastante atractiva al inculto clero y nobleza extremeños porque «viven apartados de la metrópoli [...] sin puertos ni ciudades de grande población, donde uniéndose los hombres se corrompen y se instruyen, perfeccionan sus artes y sus vicios...» (p. 133). Es la idea roussoniana, constante en la poesía de Batilo, de asociar campo con virtud y la ciudad con vicio y corrupción.

El Estado de felicidad se convierte en mar de lágrimas debido al derecho de la propiedad («la fatal propiedad», p. 140) y su pésima regulación legal.

Más adelante Meléndez presenta la acumulación de riquezas como una fuente de degradación humana y se pregunta: «¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular las riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban?» (p. 141)






Montesquieu

Tienen origen en Montesquieu57: a) El efecto conformador de la legislación: «Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio, y sus ejecutores tienen con ellas en su mano su felicidad o su ruina» (p. 132). b) La defensa de la adaptabilidad de las leyes a cada pueblo: «Cada pueblo [...] debe ser legislador de sí propio, y dictarse las leyes que deben gobernarle. Pero nunca ha sido así [...] y siguiendo siempre los caminos trillados, los códigos criminales se han copiado a porfía unos a otros». (p. 138). Fijándose en España, Meléndez afirma: «... en la parte criminal nos falta [...] un código verdaderamente español y patriota, acomodado en todo a nuestro genio, a nuestro suelo, a la religión, a los usos, a la cultura y civilización en que nos vemos» (p. 139). Meléndez se deja llevar por la corriente mayoritaria de los juristas ilustrados capitaneada por el Barón bordelés. c) La adaptabilidad a los tiempos: «Resoluciones de jurisconsultos Romanos [...] leyes del siglo XIII, del XIV [...] sabías y acertadas entonces para nuestros padres, sencillos cuando poco cultos, pero insuficientes o dañosas a nuevos vicios y necesidades nuevas» (p. 138). Esta idea habla sido defendida por Locke quien deseaba que las leyes se adaptasen al carácter individual de cada pueblo y a sus circunstancias históricas. d) Montesquieu daba gran importancia a la «moderación» y a la «prudencia» en el ejercicio de los cargos públicos: «La idea de la moderación debe ser la idea del legislador»58 para evitar la corrupción y la decadencia. Meléndez aconseja constantemente a los nuevos magistrados la prudencia, que mezclada con el humanitarismo, bien pudo haber leído también en Voltaire: es, necesario «usar en todas partes de una prudencia consumada para asegurar el acierto» (p. 134). Más adelante: «Condúzcannos en ellas (en nuestras delicadas operaciones) la indulgente humanidad y la circunspecta moderación» (p. 135). Le da tanta importancia que la perfección de la nueva Audiencia será «fruto de la prudencia consumada» (p. 135). «¿Dónde está el fruto, dónde, de nuestra prudente sabiduría?» (p. 136).


El delicado tema de la «soberanía»

Parecería que Meléndez acepta la idea de la soberanía del pueblo, consecuencia del pacto social, y que la soberanía aparecería vinculada a la nación tanto como al rey en estas tres frases: las leyes son «el resultado de la voluntad pública59, anunciado a sus pueblos por la boca de nuestros augustos Soberanos» (p. 139); «Nosotros (los jueces) que hemos contraído con la Nación y el Soberano otros nuevos y más sagrados vínculos» (p. 131); «Cada pueblo [...] debe ser legislador de sí propio, y dictarse las leyes que deben gobernarle» (p. 138), las cuales lo acercarían al Estado liberal de Derecho y al radicalismo de Rousseau y de León de Arroyal60. Pero es un espejismo, pues si rastreamos las alusiones a la Monarquía que aparecen en el «Discurso», sólo hallamos el más puro Despotismo ilustrado: el rey vela por la felicidad espiritual y material de los súbditos sin que se conceda participación a estos en el gobierno. La institución a la que se atribuye el ejercicio exclusivo del poder, de crear leyes, es la monarquía, a la que el dulce Batilo está muy agradecido en esta época por sus rápidos ascensos en la carrera judicial, y a cuyo gobierno hemos visto adular en algunas cartas. Es el vago liberalismo del Despotismo ilustrado, cuyo principio fundamental es que la soberanía reside en el monarca y no en la nación. Coincide con Jovellanos61. El Rey parece no estar sometido a las leyes. Ni una sola vez aparecen palabras como «Cortes» o «Parlamento» en el Discurso.

El Rey en el Discurso aparece dibujado de la manera más tópica: es «piadoso y bueno», lleno de «altas virtudes» que ve las necesidades del pueblo; que recoge «sus fervorosos ruegos» y que «derramará bienes sobre sus amados españoles» (p. 129). El Rey, sin ningún límite a su poder absoluto, «acuerda con el ilustrado Ministro, en quien depositó la suma de los negocios de justicia, la fausta erección de nuestra nueva Audiencia» (p. 130). Los Magistrados juran «entre sus manos los más santos y difíciles deberes» (p. 130); «los ministros son escogidos por la solicitud y paternal amor del Sr. D. Carlos IV» (p. 131); «el reinado feliz de los Borbones» (p. 132); «Cosas mayores nos encomendó, y espera de nosotros la sabiduría del augusto Carlos IV» (p. 133); «expongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas...» (p. 140). En la exhortación final «el buen rey que nos gobierna [...] Carlos y Luisa, los augustos monarcas de Castilla, os han encomendado la ilustre provincia que venís a gobernar; que os envían a ella como ángeles de paz y de felicidad [...] con la ternura de verdaderos padres» (p. 145). No dudamos de la sinceridad de Meléndez, ya que cierta adulación era corriente en los escritores ilustrados, por ejemplo Voltaire o J. P. Forner62. La imagen del Rey como padre era la oficial en la Economía Aragonesa, pues Normante escribió en 1785: «La economía pública mira al Estado como una grande familia que necesita de que trabajen todos los que quieran subsistir»63. Más adelante al hablar de la Real Hacienda dice: «Miramos a los mismos Soberanos como a Cabezas del Cuerpo político, sin la cual perecería este muy presto; o como a Padres de la grande familia de su Nación»64.

Otro síntoma de la mansedumbre de Meléndez ante el poder es la adulación de los ministros65 y su tibieza al proponer reformas de leyes, es decir, pedir normas que realmente afectasen al sistema social, que fuesen algo más que «los acuerdos» convertidos en «resoluciones generales que vivificasen las provincias; que resonasen continuamente como propuestas y consultas de saludables mejoras en el actual sistema de administración pública» (p. 143). Nos describe magníficamente el desbarajuste en la legislación y en la jurisprudencia: «la criminal (llena) de fatales errores y de falsos principios» (p. 137); la civil de «volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas» (p. 140). Sin embargo, no hay ninguna crítica a las Cortes, a los Consejos o a los legisladores que las auspiciaron. Cuando concreta alguna, aunque sea la que instauró la tortura, es para disculparla, por su origen no español: «mal traído (el tormento) a nuestras sabias Partidas de las leyes del imperio» (p. 137). A la hora de proponer soluciones enumera múltiples reformas que podrían tomar los magistrados en sus «acuerdos», pero cuando los fallos son de la misma ley, Batilo es enteramente dócil y se limita a sugerir: «Clamemos [...] clamemos y representémonos confiados que ni los paternales oídos del augusto Carlos se negarán a la justicia de nuestras prudentes reflexiones, ni su recto corazón al zelo que nos mueva» (p. 143).

Meléndez es un hombre de orden. A lo largo del Discurso nos transmite la idea de un tremendo desorden en los campos económico y jurídico en los que debe entrar imperiosamente la Razón. El problema es conjugar el libre juego de los intereses particulares con el interés general en esos dos importantísimos campos.

El vocablo «orden» aparece 13 veces en los siguientes contextos del Discurso: La variedad de jurisdicciones, magistrados y competencias inútiles «embarazan el orden público con sus formalidades» (p. 141); «la decisión del pleito más pequeño influye necesariamente en el orden social» (p. 136); «tratémoslos (los expedientes judiciales) como eslabones de esta admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos» (p. 143); el orden como virtud del magistrado (p. 131); Las fórmulas judiciales deberían «mantener el orden» (p. 142); «el importante punto del orden y distribución de la justicia» (p. 134); una de las misiones del tribunal será «establecer la justicia y el orden legal...» (p. 135). Todos los «ordenes» citados son variantes del «orden social», el cual, a su vez, está ligado con la «armonía psicológica de intereses» de Turgot, y es parte importantísima del «orden natural», definido por Quesnay66. Meléndez cree que el desorden socioeconómico de Extremadura es la causa de «que a cada paso hayamos visto con íntimo dolor conculcada la majestad de las leyes, y trastornado el orden judicial» (p. 134).

Los primeros gobiernos de Carlos IV y, consecuentemente, los censores y demás funcionarios, tuvieron especial cuidado en no tratar los «derechos de la soberanía» y en evitar cualquier disputa sobre las formas de gobierno, pues creían que las palabras «igualdad y libertad», especialmente temidas, inquietaban los ánimos y agudizaban las pasiones del pueblo, poco preparado para pensar y mucho para sentir. Veamos qué empleo da el Meléndez de 1791, magistrado satisfecho y muy agradecido a Floridablanca, a estas dos palabras.




La libertad en Meléndez

El vocablo «libertad» aparece diez veces en el Discurso. Era una palabra perseguida políticamente y el mismo Meléndez, como Alcalde del crimen y Socio de la Aragonesa, estuvo relacionado, en octubre de 1790, con la censura de ciertos géneros importados de Francia por la maestra costurera de la Económica Aragonesa, Josefina Valle, por llevar inscrito el lema «vive la liverté»67. Aunque el Extremeño pudo tomar el concepto de cualquiera de los múltiples autores ilustrados, por los adjetivos que le aplica, nos da la impresión que lo tomó directamente del moderado e innovador Montesquieu, el cual, lo mismo que Voltaire, admiraban profundamente las libertades de los ingleses y a su filósofo Locke, en especial su modo sabio y útil de usar la libertad: «abracemos con sabia libertad las novedades útiles...» (p. 136).

Si Meléndez dice «La ley [...] no siempre señaló [...] los límites de su seguridad y libertad a cada ciudadano» (p. 138) y también «las leyes [...] deciden de nuestra suerte y libertad» (p. 138), Montesquieu había dicho: «La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten»68; en ambos autores la libertad es el resultado de una buena organización, por las leyes, del Estado (Montesquieu) o del «cuerpo social» (Meléndez); la libertad no es un principio, sino la consecuencia de un buen ordenamiento jurídico (gran innovación de Montesquieu).

Condorcet distingue tres especies de libertad: natural, civil y política69. Parece claro que Meléndez define la libertad civil, garantizada por la ley, de una manera muy similar a Condorcet («No estar obligado a obedecer más que a las 1eyes»), y un poco alejado de la libertad natural del artículo 4 de la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen: «libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a otro». Meléndez se preocupa esencialmente de la libertad civil que afecta a las personas y a sus garantías (la ley no puede legitimar ningún acto contrario a la libertad personal que es inalienable. Debe condenar todo abuso de autoridad y debe implantar un régimen económico y penitenciario humanitarios). Se desentiende de la libertad política y del derecho de soberanía.

Para el extremeño la libertad es un «precioso don» (p. 139), un «imprescriptible derecho» (p. 139): «Jamás se aparte de nuestro corazón [...] lo infinito que valen, a los ojos de la razón y de la ley [...] la vida, el honor y la libertad del ciudadano» (p. 139). Uno de los motivos para cambiar la ley es «si no respetase cual debe la libertad del ciudadano...» (p. 139). En la exhortación final vuelve a ligar los conceptos de «libertad» y «ley», al aconsejar a los alcaldes del crimen: «respetad mucho su libertad (la de los pobres presos), puesto que la ley olvida al inocente» (p. 144).




La igualdad en Meléndez

La palabra «igualdad» es citada cuatro veces: «Nosotros empezamos a dispensar con inalterable igualdad a estos pueblos la santa Justicia...» (p. 133-134); «favorecer o dar por tierra a un sólo privilegio, vuelve todo un pueblo a la justa igualdad, o lo divide en bancos enemigos» (p. 136); «¿Por qué las leyes, si deben conspirar a mantenernos todo lo posible en la primera igualdad y su inocencia, han de acumular riquezas en pocos, para con ellas corromperlos y degradarlos, envileciendo a par a los que se las roban?» (p. 141); «Y tú, Ministro único [...] centinela incorruptible entre el pueblo y el Soberano para mantener en igualdad sus mutuos derechos y obligaciones» (p. 144). Se trata de asegurar la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos en la Administración de justicia: «Esta (la Ley) y el Magistrado deben ser iguales e impasibles» (p. 139).

Meléndez parece ir más allá de la igualdad formal que Rousseau y todos los intelectuales ilustrados basaban en el pacto social, para convertirla en el «primer bien del hombre civilizado»70 de Condorcet o en la «piedra de toque de las leyes» de Arroyal71. Con Rousseau ataca la desigualdad institucional por ser injusta cuando establece privilegios. Nos llama la atención el duro ataque de Meléndez a la desigualdad de «riquezas en pocos» (p. 141). En el binomio igualdad-libertad, en lo referente a la propiedad, el filantrópico Batilo se muestra poco liberal. Como Rousseau y Condorcet cree que la propiedad es un derecho con límites, fijados por la ley y garantizados por el poder público. Sin igualdad no hay «Santa Justicia», ni paz (divide al pueblo en «bancos enemigos») (p. 136).






«La fraternidad» de Voltaire en el «Discurso» de Meléndez

En el Discurso hay un entusiasta sentimiento de fraternidad, de solidaridad y simpatía con el dolor humano y una preocupación fervorosa en favor de las víctimas sacrificadas a la injusticia, que recuerdan el tono de las ruidosas campañas de Voltaire en favor de los perjudicados por errores judiciales. En ambos el mismo ideal: humanizar las leyes y dar alma a la Justicia corrigiendo la severidad de las penas, la barbarie de la tortura, la arbitrariedad de los jueces y la crueldad de los procedimientos. La misma defensa apasionada de los inocentes y oprimidos, llamados «Extremadura» en el Discurso melendeciano. Son las ideas de libertad e igualdad aplicadas al derecho penal.

El humanitarismo volteriano pudo llegar al Discurso de Meléndez por vía de la lectura de muchos filósofos enciclopedistas, encontrados en su biblioteca. Sin olvidar a Beccaria y la coyuntura de elaborarse el proyecto de Código penal por la Asamblea Nacional francesa en la primera mitad de 1791 y el entusiasmo que los revolucionarios franceses sintieron por Voltaire, que culminó en el apoteósico traslado de sus cenizas al Panteón el 22 de julio de 1791.

Sorprendentemente en el inventario de la Biblioteca de Meléndez no figura Voltaire. Pero en ella hay libros, muy recientes, de juristas humanitaristas firmes partidarios suyos, como el abogado Jean-Pierre Brissot de Warville72, autor del Discurso sobre los medios de suavizar el rigor de las leyes penales en Francia, sin perjuicio para la seguridad pública, o del fervoroso discípulo, Antoine-Josept-Michel Servan73, «abogado general de Grenoble», quizá el más grande colaborador de Voltaire en la propaganda de la renovación de la Justicia penal.

Pensamos que el Meléndez de 1791, el cual había acentuado su crítica social desde 1782, sentía atracción por ciertos temas jurídico-sociales de inspiración volteriana. Intentenlos ver las semejanzas entre el Discurso y Voltaire:

a) Ambos basan la Moral y la Justicia en la ley natural, aunque cambian y se transforman según el tiempo y el espacio en que vive el hombre. Dice Voltaire: «La ley natural es el instinto que nos hace conocer la justicia»; y en otro lugar «La moral siempre es una y la misma porque proviene de Dios [...] No hay más que una moral»74. Meléndez afirma: «La justicia y las leyes es verdad que son unas, y que hablan dondequiera el mismo lenguaje incorruptible y puro: pero la versión de ese idioma y, su acertada aplicación, la ha de hacer siempre el hombre, que es en todas partes, sin advertirlo, esclavo desgraciado de sus opiniones, de la edad en que vive...» (p. 135). El extremeño recoge la desconfianza volteriana hacia los intérpretes de las leyes: las iniquidades de la Justicia vienen de la mala jurisprudencia de las leyes.

b)Ambos contrastan la imperfección de los códigos y dan gran importancia a los mismos. Sin embargo, la diferencia del talante reformista es radical, pues si Voltaire clamaba que la única manera de tener buenas leyes era quemar las antiguas y redactarlas de nuevo75, Meléndez, por el contrario, sugiere: «Expongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones» (p. 140).

c) Muy volterianas son las exclamaciones de Meléndez referidas al conflicto entre los preceptos legales y el supremo interés de la justicia: «¡Justicia de los hombres poco sabia! ¡Qué de cosas tienes que hacer para ser justa!» (p. 141). Voltaire había sentenciado: «El primer deber del magistrado consiste en ser justo antes de ser un buen legista»76.

d) Meléndez parece compartir el mismo espíritu de lucha que había mostrado Voltaire en su cruzada contra las iniquidades del antiguo procedimiento judicial: «Oidores [...] Armaos de constancia y noble firmeza para combatir errores y lidiar continuo contra el poder y la opinión: la santa justicia y vuestra generosa conciencia os sostendrán en vuestros dignos pasos, y las generaciones venideras os colmarán de bendiciones» (p. 144). Notamos una diferencia importante. El francés se apoyó en la opinión pública para cambiar la legislación penal y la calificaba de «juez de todos los jueces». El extremeño desconfía. Todo un síntoma que califica el distinto desarrollo de dos sociedades: la ilustrada francesa que estaba pidiendo la soberanía nacional y la española anticuada y tradicionalista. La desconfianza del Extremeño no encierra desprecio hacia el pueblo, sino que es la propia del Despotismo ilustrado, ya que hemos visto como desea que los magistrados pongan al servicio del «publico» sus talentos, su tiempo y hasta sus vidas (p. 130).

Voltaire fue, ante todo, un luchador contra los errores de la Justicia. Sin duda, fue el principal «escritor público» en denunciarlos. Podemos pensar, también por el estilo, que el patriarca de Ferney era el referente de estas palabras de Meléndez dirigidas a los nuevos magistrados, si no se dedicasen entusiasmados a su trabajo:

«En medio de tanta luz como nos ilumina, ¿no acertáis a ver los errores que todos reconocen? Los escritores públicos los han denunciado al tribunal de la razón, que los juzga y proscribe en todas partes; ¿y vosotros lo ignoráis? Ella los persigue y ahuyenta, ¿y los acogéis vosotros? Aquellos mismos, que se ven obligados por una triste fatalidad a sujetarse a ellos, lloran amargamente en secreto tan dura esclavitud, ¿y vosotros, a quien la suerte libró de su dominio, volvisteis preocupados a doblarles la cerviz? ¿¿Tan mal los conocéis? ¿Tanto los idolatráis?»


(p. 136).                



La tolerancia en el «Discurso»

En 1762 Voltaire escribió su famoso Tratado sobre la tolerancia. Es un canto a la clemencia y a la compasión para las víctimas del fanatismo y de la opresión. Más tarde, en el capítulo 1 del «Comentario» sobre el libro de Beccaria resume: «En donde falta la caridad la ley es siempre cruel»77.

Estos sentimientos de tolerancia, humanidad y prudencia son muy claros a lo largo de todo el texto melendeciano, en especial la parte final del Discurso cuando exhorta a los magistrados, incrementados por el amor del autor a su tierra y a sus paisanos, a los que presenta como «gentes ignorantes que ni aun aciertan a ver los precipicios para poderlos evitar» (p. 134). A esa cosecha voleriana atribuimos esta exhortación, impregnada de caridad y compasión, dirigida por Meléndez a sus compañeros magistrados:

«Pero no, Señores, no nos dejemos seducir de un zelo desmedido, ni por el ambicioso deseo de una soñada perfección nos embaracemos en nuestras delicadas operaciones; condúzcannos en ellas la indulgente humanidad y la circunspecta moderación, ni seamos injustos buscando la justicia. Disimulemos de buena gana cuanto con ella fuere compatible: hagámonos cargo del estado infeliz que han tenido los pueblos que habemos visitado; de que muchas de sus faltas, por abultadas que se ofrezcan, son sin embargo efectos necesarios de su antigua constitución y el olvido en que han yacido [...] seamos nosotros hoy aun más indulgentes y mirados, y escarmentemos por ahora con un saludable rigor lo que ya no puede disimularse, las faltas generales, las transgresiones manifiestas y de bulto más criminal»


(p. 135).                







El beccarismo de Meléndez

Parece aceptado por los historiadores que el rotundo éxito del librito del milanés fue posible gracias al ambiente generado por los filósofos, en especial por Voltaire, quien, cuando Beccaria era totalmente desconocido, había resuelto con igual criterio importantes cuestiones de legislación penal, como los abusos e iniquidades de las leyes y jueces, la indefensión de los reos y la brutalidad de las sanciones. Gran parte del Discurso es una brillante exposición del mundo jurídico de Meléndez, en el que observamos la influencia predominante del célebre tratado de Cesare Beccaria, como fuente principal del mismo. A su vez el italiano es sinopsis de los principales juristas europeos, como Voltaire, Montesquieu y Rousseau, por lo que, a veces, no es fácil saber si Meléndez se inspiró directamente en ellos o indirectamente a través del milanés.

El contacto de Meléndez y Jovellanos con el tratado «Dei Delitti e delle Pene» (Livorno 1764) debió ser madrugador, directo y prolongado, porque ambos dominaban la lengua italiana, y porque El Delincuente honrado (1773), que refleja las tesis de Beccaria, fue publicado por Jovellanos en 1774, el mismo año en que aparece la traducción anónima del célebre tratado del penalista milanés, (prohibida por la Inquisición en 1777). Diez años más tarde, el extremeño continuaba defendiéndolo fervientemente en el marco de las discusiones académicas78 de la Universidad de Salamanca, tomando como pretexto el Discurso sobre las penas, contraído a las leyes penales de España para facilitar su reforma (1782) del Alcalde del crimen, Manuel de Lardizábal, tradicionalmente considerado como «El Beccaria español»79.

En Zaragoza había gran admiración por el «Illuminismo» italiano, en especial por el grupo de Milán, del que Beccaria era figura importante, como catedrático de Economía política desde 1768. Por ejemplo, la Aragonesa le había encargado, en 1789, a la socio doña Josefa Amar y Borbón la traducción del: «Discurso sobre el problema de si corresponde a los párrocos y curas de las aldeas el instruir a los labradores en los buenos elementos de la economía campestre [...] traducido del italiano, por encargo de la Real Sociedad Aragonesa de Amigos del País, por doña Josefa Amar y Borbón, socia de mérito de la misma», Zaragoza, Blas Miedes, 1789, 99 pp., cuyo autores Francisco Griselini, Secretario de la Sociedad Patriótica de Milán. Sin olvidar a los napolitanos y su Filangieri80.

Francisco Tomás y Valiente81 resume en un decálogo los principios en los que se basa el Derecho penal de Beccaria. Nosotros nos hemos entretenido en comprobar cómo el Discurso que analizamos los encierra prácticamente todos. El reformador italiano tuvo un profundo influjo en la concepción jurídica del poeta extremeño.

1º) Principio de racionalidad frente al de autoridad y la tradición. Ya hemos visto que Meléndez critica el anquilosamiento de la autoridad científica de la Universidad (p. 131). Más adelante aconseja: «Cerremos, pues los oídos al importuno clamor de la costumbre y la torpe desidia, bien halladas siempre con los usos antiguos; obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía» (p. 136). Claramente Meléndez es partidario del «osez penser par vous même» de Voltaire, de descartar la autoridad de los antiguos y de someter la tradición al contraste de la razón individual y de la experimentación científica.

El Racionalismo jurídico tiene base científica: «Las ciencias positivas, las abstractas, las artes han logrado elevarse y [...] sacudir el yugo de la autoridad y la costumbre...» (p. 138). Como seguidor fiel del iusnaturalismo racionalista desearía que los juristas copiasen el razonamiento axiomático y la metodología de las ciencias que «han logrado elevarse» para conseguir formular un conjunto de principios universales de los que poder extraer las reglas jurídicas válidas. La ley, fruto de la razón, es valorada positivamente y contrapuesta a lo negativo de la costumbre.

2º) Principio de legalidad (nulla poena, nullum crimen sine lege). Todos los ilustrados sostenían la tesis de que la seguridad sólo es posible mediante el respeto y sometimiento a la ley, que es la traducción de la voluntad general y, por eso mismo, de la justicia. Por eso el despotismo más odioso es el de los jueces que abusan ilegítimamente de su poder. Meléndez, a pesar de su profesión, recela abiertamente del poder judicial como muchos ilustrados.

Beccaria había dicho: «Un desorden que nace de la rigurosa observancia de la letra de una ley penal no puede comparase con los desórdenes que nacen de la interpretación»82. Meléndez afirma: «... el Tribunal (de Cáceres) establecerá la justicia y el orden legal sobre principios sólidos, inmutables, luminosos, y empezará un sistema de obrar inalterable en que hable la ley sola, y nunca el ciego arbitrio ni la voz privada del juez» (p. 136). Meléndez es, pues, partidario de limitar el principio del arbitrio judicial que podía, según las circunstancias atenuantes o agravantes, elevar o disminuir considerablemente la pena legal ordinaria. Existe recelo («mi triste desconfianza», p. 134) de Batilo contra el arbitrio de los jueces: «dominados del feo interés o una torpe pasión y transformados de padres en tiranos...» (p. 129); «En unas villas donde los Corregidores han podido ser déspotas...» (p. 134). Recelo que coincide con Voltaire cuando afirma que son necesarias leyes fijas para lo criminal y para lo civil, tanto para los ciudadanos como para los magistrados, que nada debe haber arbitrario cuando se trata del honor y de la vida83. Condorcet también recela del poder judicial, «un arma peligrosa de la que es fácil abusar»84. Meléndez adopta el método de la interpretación rígida del Derecho, pues confiaba plenamente en la plenitud del ordenamiento jurídico de las «luces». Como Condorcet, Beccaria y Voltaire desconfiaba tanto del subjetivismo de los jueces que prefería aplicar literalmente la ley, aunque no fuese totalmente justa.

El principio de legalidad es básico para Meléndez, influido por Montesquieu y por Condorcet (para evitar la tiranía sostiene la formulación clara de las leyes y de los delitos): «Las leyes deciden siempre de la suerte de los pueblos, los forman, los modifican y rigen a su arbitrio» (p. 132).

Más adelante, al tratar de las partes del Código civil, se pregunta Meléndez: «¿Por qué no habrán de reducirse ya [...] a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos...» (p. 140). De Voltaire, quien sentenció que todas las leyes deben ser claras, uniformes y exactas y que interpretarlas es casi siempre corromperlas, procede la durísima crítica melendeciana sobre los jurisconsultos: «Donde quiera que volvamos los ojos, alumbrados de la antorcha segura de la filosofía, no hallamos sino continuos tropiezos y peligros, casos en lugar de principios, raciocinios falsos autorizados como dogmas legales, opiniones particulares erigidas malamente en leyes, doctores y pragmáticos en continua contradicción...» (p. 140). Beccaria había escrito: «Cuanto mayor sea el número de los que entiendan y tengan entre las manos el sagrado Código de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos»85. También veremos que el de Ribera del Fresno juzga despectivamente a los profesionales del derecho, porque hacían de la Justicia «un vergonzoso tráfico» (p. 142).

Respecto a la Audiencia cacereña: «Este Senado debemos nivelarlo en el siglo y fundarlo de necesidad sobre su alta sabiduría y sus dogmas de legislación» (p. 135).

3º) La justicia penal y el proceso acusatorio deben ser públicos, eliminando la tortura judicial, en favor de pruebas claras y racionales. Meléndez afirma que la ley y los Magistrados «se degradan torpemente buscando el delito por caminos torcidos: que la sorda delación envilece las almas, y quiebra y despedaza la unión social en su misma raíz» (p. 139). Invita a clamar contra la ley si «exige imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros para llevarle por ella al cadalso [...] si la viésemos arrastrarle con su mano bárbara al potro y los cordeles, y arrancarle entre el grito de dolor más acerbo y las congojas de la muerte una confesión inútil [...] si la viésemos misteriosa y sombría en sus pasos y sumarios...» (p. 139). Curiosamente Beccaria también califica la tortura y la confesión, obtenida con ella, de «inútil»86. Suspira el extremeño:

«¡Ah! Si nuestras gloriosas vigilias hiciesen con el tiempo menos dura la condición del delincuente en sus prisiones [...] si abreviasen o simplificasen las pruebas de su defensa o su condenación [...] si lograsen desterrar, ahuyentar para siempre [...] esa práctica dolorosa, inútil, indecente, ese horrible tormento proscrito a de todas las naciones, indigno de la honradez española [...] si arrancasen un solo inocente del suplicio...»

(p. 137).                


Pocas veces se ha calificado a la tortura con epítetos tan acertados, aunque poca es la originalidad de Meléndez, pues, en esta época, eran más numerosos los que pretendían desterrar la tortura (Jovellanos, Manuel de Lardizábal, J. Sempere y Guarinos, Alfonso María de Acevedo, J. P. Forner, etc.) que los que la defendían (Fernando de Zevallos y Pedro de Castro).

4º) Principio de la igualdad de la ley: los ciudadanos son iguales ante la ley penal y las penas deben ser las mismas para todos. Los magistrados deben «ser tan iguales e impasibles como estas mismas leyes» (p. 131). «Esta (la ley) y el Magistrado deben ser iguales e impasibles» (p. 139), donde parece claro el eco del Artículo 6º de la Declaración de Derechos del Hombre (1789): «La ley debe ser la misma para todos». Beccaria postula que «Las penas [...] deben ser las mismas para el primero que para el último ciudadano»87.

5º) El criterio para medir la gravedad de un delito es el daño social, y no el moral, que produce. Meléndez dice: «Que no toda acción es mala es luego delincuente...» (p. 139), abandonando el tradicional criterio de la malicia moral, según el cual se identificaban los criterios de pecado y delito: «El hombre en no turbando el orden público con sus acciones o palabras no está en ellas sujeto a la inspección severa de la ley» (p. 139)88. Esta afirmación tiene su base filosófica en la idea roussoniana de que el poder público no limitará la libertad de los particulares más que en la estricta medida necesaria para la salvaguardia de la libertad de todos. Beccaria había resumido la cuestión diciendo: «Yo no trato más que delitos que emanan de la naturaleza humana y del pacto social, y no de los pecados...»89.

6º) Moderación de las penas, pues, no por ser más crueles son más eficaces. Hemos visto el posible influjo volteriano al pedir a los jueces: «... la indulgente humanidad y la circunspecta moderación...» (p. 135).

Sigue en la línea de Beccaria, según el cual: «Deben, por tanto, ser elegidas aquellas penas y aquel método de infringirlas que produzcan la impresión más eficaz sobre los ánimos de los hombres, y la menos atormentadora sobre el cuerpo del reo»90.

Al final, Meléndez le da a los alcaldes del crimen este consejo, en el más puro humanitarismo volteriano: «... y nunca, nunca os olvidéis al juzgar sus criminales extravíos, de que son hermanos vuestros, de que son infelices, de que acaso una fatalidad desgraciada los hizo delincuentes» (p. 144).

7º) La pena debe servir más para disuadir a posibles futuros delincuentes que para castigar al condenado presente. No lo encontramos formulado, pero se deduce del contexto en el que se defiende al delincuente como hombre y se imputa a la sociedad gran parte de culpa en cada uno de los actos delictivos. Propugna la derogación de la ley «si la viésemos [...] ensangrentarse acaso con el delincuente que castiga y endurece el corazón en vez de escarmentarle» (p. 139). Beccaria escribió: «A medida que los suplicios llegan a ser más crueles, los ánimos humanos [...] se encallecen»91. Entre las reformas concretas, el utilitarista Meléndez propone: «casas de corrección» para convertir a los «delincuentes [...] en ciudadanos útiles» (p. 143).

8º) La pena de muerte debe ser suprimida casi por completo. En un acto tan solemne y oficial no procedía que Meléndez se pronunciase sobre un tema tan político, utópico y revolucionario. Sin duda estaba de acuerdo con este principio, dentro del contexto de supresión de la tortura y humanización de la legislación criminal de todo el Discurso.

9º) Principio de proporcionalidad. La desproporción entre el delito y la pena, que constituyó el problema primordial de la Escuela Clásica del Derecho Penal, fue motivo de especial preocupación para Voltaire, quien lo trató en varias obras, algunas anteriores a Beccaria92.

La ley surgió para poner en su lugar a los perturbadores del pacto social. Meléndez pone en su boca: «Castigaré severa con una pena igual a su delincuente transgresión: la ofensa pública será la medida de mis crudos escarmientos...» (p. 138). Es el viejo principio conocido por la escolástica española: poena commesurari debet delicto, que casi nunca fue aplicado favorablemente al reo por la equiparación entre pecado y delito. Más adelante enuncia claramente el principio: «Toda pena superior en sus golpes a la ofensa es una tiranía, y no dictada por la necesidad de un atentado: que para producir sus saludables frutos debe ser siempre pronta y análoga al delito» (p. 139). Meléndez parece, incluso, más benigno que Beccaria, pues para éste «Para que una pena consiga su efecto basta con que el mal de la pena exceda al bien que nace del delito [...] Todo lo demás es superfluo y, por tanto, tiránico»93. Meléndez critica: «Delitos graves habrá habido escandalosamente autorizados o disimulados, mientras que otras faltas livianas se hayan acriminado con encono y furor» (p. 134). También incluye este principio entre sus anhelos: «¡Ah si nuestras gloriosas vigilias [...] hiciesen más pronto, más igual, más análogo el castigo con la ofensa...» (p. 137).

10) Es preferible y más justo prevenir el delito por medios disuasivos, no punitivos, que castigar al delincuente. Beccaria se hizo la pregunta «¿Queréis prevenir los delitos?» Dio varias soluciones, entre ellas: «Haced que las leyes favorezcan menos a las clases de hombres que a los hombres mismos [...] Finalmente, el más seguro, pero más difícil, medio de prevenir los delitos es perfeccionar la educación»94. Quizá sea la principal razón de la vinculación que Meléndez hace entre Audiencia y reformismo. Alguna vez habla de «los delitos de la ociosidad y la ignorancia» (p. 131)

Meléndez insiste en este principio, pues su aceptación por los Magistrados significaría su implicación en las más variadas reformas defendidas por la Ilustración. Es necesario considerar las circunstancias sociales y culturales:

«En un país dividido entre infelices jornaleros y hacendados poderosos [...] condenar un delito sin considerar el germen oculto que acaso tiene en la misma sociedad las causas necesarias que lo produjeron, y los medios políticos de extirparlas en su raíz, pueden ser multiplicarlo en vez de destruirlo»


(pp. 134-136).                


En la espinosa polémica de la etiología del delito, Meléndez parece inclinarse por las causas exógenas o sociales, quizá por influjo de Voltaire y de Rousseau: si el hombre no nació malo, y si «la ambición y el resto de las pasiones no brotan espontáneamente en el corazón de los niños, sino que somos nosotros quienes las llevamos a su corazón»95, la educación es el medio preventivo más eficaz contra el delito y para modificar la conducta humana.

En este principio ve la diferencia principal entre el derecho de la Ilustración, que tiene en cuenta «las ciencias que hoy conocemos, la legislación, el derecho público, la moral, la economía civil...» (p. 131), y el anterior que se limitaba a distribuir la justicia privada «... sin indagar sus causas (las de los delitos) ni buscarles en la política un remedio seguro para en adelante precaverlos». (p. 131). Además de en los principios generales, sigue a Beccaria en ciertas medidas concretas, que veremos al estudiar las reformas de la ley penal.




Las fuentes reconocidas por Quintana: Turgot, Condorcet y otros


La idea de «progreso» de Turgot y Meléndez

Hay mucho del espíritu de Turgot en el Discurso: la misma defensa del humanitarismo, de la tolerancia y de la bondad; la misma conmoción ante la miseria y la injusticia.

Meléndez y Turgot son individualistas que piden la libertad de industria y de comercio. Consecuentemente, el francés, siendo ministro, suprimió las organizaciones de tipo gremial para conseguir la libertad de empresa en enero de 1775. Defienden la instrucción del pueblo y la mejora de vida del campesino, que Turgot pudo ejecutar mediante la revisión del catastro y quitando algunos impuestos a los arrendatarios. Ambos fueron atacados por los estamentos privilegiados: el francés por los parlamentos y por la Iglesia, el extremeño por los antijansenistas y por la Inquisición.

A lo largo del presente estudio hemos ido anotando diversas coincidencias entre ambos ilustrados, v. g.ª, la defensa del trabajo libre; el mismo concepto de orden social o de la propiedad.




Condorcet y Meléndez

Ya hemos aludido a las semejanzas de ambos en conceptos básicos como la seguridad y libertad de las personas, la seguridad en las propiedades, la idea de igualdad, y en la definición de la ley. Ahora nos fijaremos en dos teorías básicas de Condorcet: el progreso y la educación como motor esencial del mismo.


La razón como guía de la Humanidad

Según Meléndez el progreso sólo es factible cuando la razón guía al hombre y éste abandona «el ruidoso edificio de los preyudicios y el error» (p. 135).

Ambos creyeron en la razón como guía del hombre y en el progreso como método para perfeccionar la Humanidad. Condorcet en el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del género humano enuncia la teoría de un perfeccionamiento indefinido de la humanidad, guiada por la Razón. Meléndez también, optimistamente, se reafirma en los postulados básicos del siglo de las luces: la instrucción y la ley son los factores de cambio y de progreso «Obremos y mejoremos, y sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía ¿Qué no podremos hacer con tan ilustres guías en todas las partes de la jurisprudencia, y qué de reformas promover y llevar a feliz término en bien de la humanidad y nuestra patria?» (p. 137). Meléndez ve con ilusión las reformas que estaba propiciando la Ilustración borbónica: «la ilustración a su impulso (el de Fernando VI y Carlos III) crece por todas partes, propagada con mayor rapidez, y son a su sombra mejor oídas las reformas útiles» (p. 132).




La idea de progreso

Tanto Condorcet y Turgot como Meléndez fueron muy aficionados a la economía política y a los estudios históricos y constataron que la Historia es un proceso incesante del hombre hacia la libertad, la igualdad, la razón y la justicia, lo cual se traduce en una conducta cívica caracterizada por: a) luchar contra los prejuicios morales y sociales establecidos, muchos con origen clerical, b) favorecer de los sectores sociales marginados, c) enfrentarse a la injusticia y a la intolerancia.

Los tres detienen ardorosamente a los oprimidos en el marco de una concepción filosófica de valores en la que la idea de progreso simboliza la transformación del medio económico social de la sociedad estamental, profundamente injusta.

Para Condorcet, lo mismo que para su maestro Voltaire, el progreso supone oponer las luces de la razón humana y el progreso científico a las supersticiones y prejuicios del oscurantismo y adoptar una actitud crítica con respecto a la rutina, a la costumbre, a las verdades establecidas y a la religión. Meléndez es firme partidario de este método: «Cerremos pues los oídos al importuno clamor de la costumbre [...] sean nuestras maestras y sabias consejeras la razón y la filosofía.» (p. 136). Meléndez considera la costumbre como un obstáculo al progreso en las dos ocasiones en que aparece esta palabra, ligada a los conceptos peyorativos de «desidia» (p. 136) y de «yugo» (p. 138).

El Meléndez de 1791 continúa teniendo excesiva fe en la razón y en la creencia de que el orden racional podrá sustituir al orden feudal. Piensa que el mismo procedimiento, ya aplicado en otras disciplinas, puede servir de modelo para el progreso en el ámbito jurídico y social, puesto que las ciencias se prestan sus fundamentos unas a otras:

«El tiempo también que todo lo desfigura, y un espíritu equivocado de dañosa imitación, han influido no poco en todas las naciones para la imperfección del tesoro sagrado de sus leyes. Las ciencias positivas, las abstractas, las artes más difíciles han logrado elevarse por concepciones y experiencias tan atrevidas como nuevas a una esfera tan alta, que apenas el ingenio alcanza a contemplarlas; pero sacudieron el yugo de la autoridad y la costumbre, y osaron trabajar sobre sí propias para aumentar así sus ricos fondos, y llegar a la perfección en que las vemos»


(p. 138).                


Recoge una idea básica de Voltaire: el progreso se reduce al estudio del triunfo progresivo de las leyes eternas de la naturaleza y de la razón de los hombres sobre las costumbres reprobables, los prejuicios nocivos y la ignorancia. El extremeño ve factible conseguir en la época presente el ideal del progreso sobre la base de las «luces»: «nosotros que en este tiempo venturoso, entre estas luces saludables, con tan largos, tan copiosos auxilios, entre estos principios y opiniones erigimos este Senado, debemos nivelarlo con el siglo» (p. 136).

Para Meléndez, igual que para Condorcet y Voltaire, el progreso es presente («este tiempo venturoso» p. 136) y sobre todo futuro, la aproximación gradual de la humanidad a los ideales de la razón y de la civilización, y no pasado que, lejos de ser una edad de oro, está ligado a calificativos peyorativos: «vicios de su ancianidad» (p. 131), «siglos de error» (p. 135). Contrapone el «siglo XVIII, en que las luces y el saber se han multiplicado [...] en que la humanidad y la razón han recobrado sus olvidados derechos» (p. 135) al pasado: «la dañosa vinculación de la tierra [...] es una institución digna sólo de los siglos de horror y sangre en que fue hallada» (p. 141), al que compara con «el ruidoso edificio de los preyudicios y el error, que cae y se desmorona por todas partes» (p. 135). Contrapone la futura Audiencia de Cáceres con las viejas Audiencias:

«La perfección estará reservada al Tribunal que establecemos, obra de las luces de nuestros días, y fruto de la prudencia consumada. Él, Señores, puede ser un modelo de administración pública en toda la Nación, una escuela práctica de la jurisprudencia más pura, un semillero de mejoras útiles, un verdadero santuario de la justicia y de las leyes, y empezar sus útiles tareas con un orden y exactitud en que nada se disimule, en que todo tenga y se suceda en su debido lugar. A los demás su misma ancianidad, y tal vez las opiniones y usos de los siglos de error en que fueron creados, les han hecho recibir ciertas máximas acaso dañosas y dignas de censura, pero que ya les son como naturales»


(p. 135).                


Como Voltaire, Chastellux y Condorcet piensa que la civilización progresa optimistamente y que guiada por las «luces» conseguirá la perfección. Sobre el poder de las leyes y sobre la necesidad de que el legislador se apoye en la razón para diseñar un orden racional, universal y eternamente válido, se había ocupado Chastellux, de cuya obra principal De la félicité publique, poseía Meléndez un ejemplar96.

La idea de progreso de Meléndez, en el Discurso, peca de un excesivo racionalismo e idealismo y sólo se vuelve realista al examinar el presente de los resultados desoladores obtenidos en la encuesta y «visita» que, ordenadas por Campomanes, los magistrados han realizado a los pueblos extremeños. Han comprobado los obstáculos que encontrará el progreso. El progreso melendeciano quizá acusa la utopía de los ideales de la tolerancia y de la paz de ilustrados como el pacifista abate Saint-Pierre, cuya significativa obra: Rêves d'un homme de bien qui peuvent être réalisés, (París, 1775, 1 vol., 14 reales) había leído el extremeño.




Las alusiones históricas

Ese concepto negativo del pasado se manifiesta en las alusiones a la Historia y a las costumbres: «Las Universidades [...] con los vicios de su ancianidad, adictas religiosamente a las leyes Romanas...» (p. 131). Respecto a los Reyes españoles advertimos una antítesis al juzgar negativamente a los Austrias, el pasado, y laudatoriamente al «reinado feliz de los Borbones» (p. 132), el presente. La historia para Extremadura, «hasta aquí en el imperio español una provincia tan ilustre y rica como olvidada» (p. 132), le ha sido muy poco provechosa: «es hoy [...] la que menos goza de los riquísimos frutos del sudor y la sangre de sus inmortales hijos» (p. 133), a pesar de que sus «hijos se han señalado siempre en cuanto han emprendido de grande y de difícil» y de «las famosas conquistas de sus Pizarros y Corteses» (p. 133).

Al juzgar la Historia del Derecho critica el anacronismo de los Códigos y sólo salva a Licurgo: «Nunca legislador, sino el profundo y original Licurgo, conoció bien sus fuerzas y sus luces para entregarse a ellas y no mendigarlas de otra parte [...] Roma pidió sus leyes a Grecia, ésta las recibió de Egipto y este, acaso, las tomó de Creta.» (p. 138). En fin, la misma evolución histórica del Derecho es un proceso degenerador: «Nuestros padres rudos y sencillos [...] la buena fe les sirvió de abogado, y el juez era más bien un árbitro pacífico en sus poco reñidas diferencias [...] La sociedad se fue perfeccionando; y, creciendo con la avaricia y la riqueza los intereses encontrados, el artificio y el fraude se retiraron a los contratos...» (p. 142).

Resumiendo, sólo a partir de los Borbones, el presente (obsérvese el tiempo en los verbos), hay progreso, pues «A la voz creadora del Sr. Felipe V las ciencias abandonadas vuelven a renacer en el suelo español [...] Síguenle el pacífico Fernando y sus piadoso y justo hermano: la ilustración a su impulso crece por todas partes...» (p. 132). Pocas ideas reformistas se pueden extraer de la Historia.

Ni la más mínima referencia al gran acontecimiento histórico de la Revolución Francesa que desde hacía casi dos años sacudía a Francia: no era pertinente que el magistrado de lo penal transgrediese las sucesivas órdenes que pretendían silenciarlo, culminadas con la muy reciente gubernamental del 24 de febrero de 1791 por la que se cerraban todas las publicaciones periódicas menos las oficiales. Sabido es que Meléndez guardó el más completo silencio sobre la Revolución Francesa a lo largo de toda su producción literaria.




La educación y las ciencias, motor de progreso

Según Condorcet, la instrucción obligatoria y gratuita es el arma infalible para la mejora social y política y para el progreso moral: «La Naturaleza enlaza, mediante una cadena indisoluble, la verdad, la felicidad y la virtud»97. El mal moral procede de la ignorancia, de los prejuicios y del fanatismo. La instrucción se convierte en protagonista de la evolución, del progreso en libertad, en justicia y en igualdad, y proporciona un clima de auténtica seguridad. La instrucción es el factor desencadenante del progreso humano, que rompe el círculo vicioso de la pobreza y de la ignorancia: «El verdadero enemigo del género humano es el error» y conocer la verdad es la «única fuente de felicidad pública» 98.

Muy parecido es el pensamiento de Meléndez, quien, al comparar el atraso español con los avances de las naciones vecinas europeas, liga los conceptos de progreso y educación: «...la juventud lloraba su educación desatendida; multiplicábanse los delitos de la ociosidad y la ignorancia; y el genio español parecía condenado por una fatalidad inevitable a ser esclavo desgraciado de las naciones extranjeras, que despertando antes, y corriendo con ardor por el inmenso espacio de las ciencias, habían adelantado en conocimientos útiles, y con ellos en industria y prosperidad.» (pp. 131-132). El espíritu científico es la base del progreso. Meléndez lo constata no sólo en el extranjero, sino también en Extremadura, cuyo atraso es debido a que sus clases dirigentes (nobles y clero) no salieron «a ilustrarse, ni ejercitar su razón en el país inmenso de las ciencias [...] sin deseos vivos que satisfacer por medio de la instrucción, y sin colegios ni estudios públicos, donde recibirla dignamente...» (p. 133) .

Meléndez es terminante al fijar el papel decisivo de la enseñanza como motor de progreso: «la moral y la filosofía, las luces económicas, las ciencias del hombre público [...] debemos tenerlas a la vista y consultarlas sin cesar; y si algo hemos de hacer de grande y de glorioso por Extremadura, de ellas solas hemos de recibirlo» (p. 132). Batilo está muy lejos de Rousseau y de su «hombre de la naturaleza»99, pero muy cerca de Jovellanos: «Las fuentes de la prosperidad social son muchas, pero todas nacen de un mismo origen y este origen es la instrucción pública»100. Meléndez da suma importancia a la instrucción, como la Economía Aragonesa, en nombre de la cual Normante había escrito en la «Proposición Educación»:

«El entusiasmo de algunos les ha hecho proponer a nuestro siglo que se podría lograr mejor el objeto de la felicidad en un estado inculto, que llaman "de la naturaleza", que con las leyes de la Educación y con las demás sugestiones; pero procuraremos manifestar que es absurdo este systema, y que no solamente repugna a las verdaderas ideas de la humanidad y de la Política superior...»101.


Batilo no sólo era un teórico de la idea de progreso, sino que la vida como «fuego regenerador» y como «saludable agitación» que se manifestaba hasta en los más mínimos actos del auténtico ilustrado:

«Nada ha debido desestimar nuestra atención, nada pasar por alto, nada mirar con desdeñoso orgullo. De objetos al parecer pequeños nacen a veces las mayores utilidades; nada que puede hacer la felicidad de un solo hombre es pequeño; nada lo es en las artes del gobierno; nada lo es que puede ser perpetuo, y un solo pueblo puesto una vez en movimiento, dirigido bien y encaminado hacia sus verdaderos intereses, es en una provincia como un fuego regenerador que se propaga por los demás, y los anima y pone en saludable agitación»


(pp. 133-134).                


Resumiendo: el hombre progresará si se conduce por la razón y no por los prejuicios. El progreso es el resultado de combinar positivamente la instrucción con la legislación, con la igualdad y con la libertad.






Posible influjo de Pedro Fernández Navarrete

Todo el discurso tiene como referente humano al labrador extremeño. Hallamos bastante común el espíritu reivindicativo en favor del campesino entre Pedro Fernández de Navarrete y el Discurso. Consultada la biblioteca melendeciana de 1782 aparece con el número 27 su principal obra: Conservación de Monarquías y discursos políticos sobre la gran consulta que el Consejo hizo a Don Felipe III, Madrid, 1626, 1 vol. folio, valorada en 31 reales. Nos consta que este autor era admirado en la Económica Aragonesa, pues Normante en «Las Advertencias» a su ensayo «Espíritu del señor Melón» (1786) lo considera un gran «escritor económico-político»102.

Nos ha sorprendido el parecido de lo que en 1626 escribió Fz. Navarrete con algunas ideas del discurso melendeciano, por ejemplo, al hablar de los grandes perjuicios de la dilación de los pleitos:

«Una de las cosas, que en mayor trabajo tiene puestos a los labradores [...] es la inmortalidad de los pleitos, en que por la malicia y calumnia de los denunciadores y escribanos, que (como queda dicho asesta siempre su artillería103 contra los pobres) consumen el tiempo y las haciendas: y así sería de grande utilidad hallar medios conque los pleitos tuviesen más breve expediente [...] Con tantas opiniones encontradas se embrolla y entrampa la justicia de los que la tienen, acabándose la vida de los litigantes, y consumiendo sus haciendas en sutilezas de letrados, con que jamás se pone fin a los pleitos, hallándose los jueces embarazados con tantas informaciones cargadas de alegaciones de infinitos autores [...] Porque no sirven más que de lazos contra los miserables, y aun de engaño para los jueces no muy doctos [...] Y éste daño cae de ordinario en gravamen de los labradores, como gente menos poderosa a la defensa»104.



Todas esas afirmaciones las subscribe Meléndez, sobre todo en la segunda parte de la «Confirmatio» dedicada al análisis de las leyes civiles105.






A modo de resumen sobre las fuentes del Discurso

Recapitulando, nos encontramos ante un discurso impregnado de la filosofía optimista de la Ilustración. Son muestras frases como: «En medio de tanta luz como nos ilumina [...] los escritores públicos los han denunciado (los errores) al tribunal de la razón, que los juzga y proscribe en todas partes» (p. 136) «¡Qué de reformas promover y llevar a feliz término en bien de la humanidad y de nuestra patria...!» (p. 137); «Cuántas bendiciones nos preparan en ellas (en las reformas) las almas sensibles y los amigos del género humano!» (p. 137). «La admirable cadena del orden social, en que está librada y se vincula la felicidad de los pueblos» (p. 143).