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ArribaAbajoEl Ariel de Rodó una metamorfosis

Mario A. Silva García


En el centenario del Ariel de Rodó, quisiera ocuparme de su desarrollo y significación. Comencemos por el origen hebreo del nombre que fue ari-el. Viene de ami: león y de arah: arder. También el significado era fuego de Dios. Su sentido va cambiando en el A. Testamento y adquiriendo una condición humana, como se observa en Esdras 8,16 y en Números 26, 17, donde se habla de Aroz, la familia de los aroditas, de Areli, de los arelistas. Pasa luego a ser un guerrero muy veloz y los egipcios lo llamaron a'rar: Héroe.

Sin entrar en detalles, indicaré su relación con el fuego al cual se le atribuye la combustión y se le llega a considerar el altar de Dios y poco a poco se le va admitiendo su parentesco con el aire.

Entre estos planteos y el Ariel de Rodó hay una profunda metamorfosis, donde el factor principal fue Shakespeare en la Tempestad. Cuando es liberado por Próspero, se lo despoja de lo corpóreo y de sus servidumbres y se lo identifica con la Aurora, aquella que los griegos llamaban Eos Rhodaktyles, la de los dedos rosados. Esperamos su llegada y lamentamos su partida, pero ese momento terrible en que parece abandonarnos para siempre llegará y no sabemos si volveremos a verla. Entonces, como Keats en A mis hermanos, VIII: «mirando la brillante carrera de las nubecillas navegando, lamenta que el día se haya eclipsado tan pronto, como el escurrirse de la lágrima de un ángel, que cae a través del éter silenciosamente». Ariel nos abandona y no sabemos si alguna vez lo volveremos a ver o, más exactamente, a vivir en su mundo, el mundo de la levedad. Cuando nos deja, nos envuelve una soledad sin fin como cuando alguien se va y sabemos que no podemos acompañarlo.

Pero el Ariel de Rodó no aborda esos enigmas o más bien esos misterios... Diría sí que es una figura que se incluye dentro de la corriente espiritualista y, por momentos, parece despreciar lo corpóreo, con la misma vehemencia de los antiguos, para quienes el Soma (cuerpo) era el Sema (cárcel) del alma. El ansia de Ariel es la de ser libre y gradualmente lo va logrando. Se sumerge y se eleva en el aire, elemento que le es afín y al cual siente que pertenece. El ala, tal vez, sea de la familia de las nubes, de las estrellas y por tanto de todo el ambiente hacia el cual se dirige. Pero la suya no es una despedida definitiva, sino que, como las golondrinas, vuela haciendo una ronda y así muchos poetas se han preguntado si volverán, si serán las mismas, si son capaces de superar lo irresistible del tiempo. ¿Y quién soy yo para investigar su identidad y para creer en el siniestro pájaro que tuvo el atrevimiento de posarse sobre el busto de Palas y contestar a toda pregunta con el cruel ¡Nunca más!? Todo el mundo conoce a qué hombre y a qué poeta me refiero. ¿No es la negación de todo retorno? Sin embargo, la memoria, el recuerdo, el volver a traer algo al corazón (re-cordis), es una actitud de sabiduría. Es obvia la importancia de la memoria, especialmente en Platón, que presupone una existencia anterior por la cual conocer es recordar. Eso da lugar a un tipo especial de idealismo. El tema aparece en Pico della Mirandola, que refiriéndose a la Esfinge nos dice que las cosas divinas deben ocultarse tras el velo del enigma y el embozo de la poesía. Como las palabras adoptan significados distintos y a veces aparentemente contrapuestos también las figuras simbólicas se comportaban de esa manera. (Cf. Mario Praz, Mnemosyne).

Rousseau se complacía en evocar, en arder momentos agradables de su juventud en Confesiones. Guyau nos afirma que toda alma es una especie de melodía que se trata de oír nuevamente y Rodó, al observar a los jóvenes, piensa en esa dicha de ser jóvenes, en pertenecer a ese momento que Renan decía descubre un horizonte que es la vida y que se enlaza y posibilita la esperanza. Este término, esperanza, genera dificultades. Hay un Espoi, que se caracteriza por esperanzas en plural y finalmente, La esperanza, que supone un futuro dichoso. A eso se refiere Rodó en El que vendrá: «Esperamos, no sabemos a quién. Nos llaman, no sabemos a quién. Nos llaman y no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido». (Op. Cit.) Podríamos agregar con Lansberg, que «la esperanza es el de mi pasar mismo, futuro en el que me cumpliré yo mismo». Todo esto se da cuando pasa la infancia y se toma conciencia del tiempo como tránsito. Se logra la entrada en el mundo. Se pasa del orden vital al del espíritu, como un espejo interior. Se empieza a trasmutar el soñar, el pensar, el admirar. Nos damos cuenta de en qué distancia estamos de la realidad. Y como vivimos en el tiempo, la memoria posee un material que aflora, pero a la vez vivimos hacia adelante. Lo que pasé y lo que no pasaré no pueden juntarse. El fui, el soy, el será, se presentan separados. Los sueños, los procesos imaginativos tienden a empujamos hacia atrás, a recorrer el tiempo pasado, como hojeando un álbum antiguo. Y aparece así un estado muy hondo: la nostalgia. En 1688 se escribió la Dissertatio medica De Nostalgia. Heimwehe:

deseo volver a casa, allí donde estaba (o creemos que estaba) nuestro pasado, que no volverá. La expresión, que fue obra de Hofer, significa: dolor (algia) y nost, a lo que fue nuestro. Y Rilke la explicita bellamente:


Tal es la nostalgia, habitar sobre las olas
Y no tener jamás asilo en el tiempo.
Y así son los deseos; diálogo en voz baja
de la hora cotidiana con la eternidad.



Muchos poetas han lamentado su juventud perdida o desperdiciada. Darío, Machado. Y cuando los leí, supe del dolor desde mi primera infancia y en cuanto a la juventud me pregunto también si fue juventud la mía. Poetas como Verlaine, Lamartine, V. Hugo, también nos confían que de todo lo que fue íntimamente nuestro casi nada sigue con vida y se transformó en un montón de cenizas, extinguidas y heladas, un conjunto de recuerdos que se dispersa en el viento.

Rodó parece, a veces, sentir su triste final desde mucho tiempo antes y para contrarrestar toda esta tristeza apela al texto de Renan, en Recuerdos de Infancia y Juventud. Confieso que los leí en ese tránsito y lo que más me impresionó fue el comienzo, que se refiere a la leyenda extendida en Bretaña de un pueblo supuesto de Is, que en una época desconocida, había sido tragado por el mar. Los pescadores aseguran que, en los días de tempestad, se ve en el hueco de las olas, la cumbre del campanario de las iglesias que modelaban el himno del día. Renán agrega, «a menudo yo tengo en el fondo del corazón una ciudad de Is... A veces me detengo para prestar oído a sus temblantes vibraciones que me parecen venir de profundidades infinitas, como voces de otro mundo».

Después de leer a Renan, renuncié a seguir la búsqueda del tiempo perdido y me siento más cercano a aquél que de Proust.

Ya vimos cómo en Ariel de Rodó se aviva el espiritualismo idealista. Revive a Platón, porque se trata de buscar el tesoro de Ideas que están en nuestro interior, producto de un mundo superior de ideas. Somos ricos, ricos por nacimiento. No hay que esperar la senectud, la alegría y el entusiasmo de la juventud: ya están en el ser humano. Estudios posteriores han puesto en duda la creencia de esto en los griegos y, en una de sus primeras obras, El origen de la tragedia, refiriéndose al espíritu, a la pulsión, al espíritu dionisiaco, Nietzsche, se preguntaba si el deseo de belleza, siempre creciente de fiestas, jolgorios, no está hecho de tristeza, de miseria, de melancolía y de dolor.

No sabemos si Rodó cree que el Cristianismo era una doctrina de juventud inmarcesible, sin corrupción, y parece desconfiar del enlace entre la democracia y el arte, esa alta vida del espíritu... Para él hay una oposición, o al menos una discordancia entre la democracia y el arte, porque las doctrinas democráticas han nivelado todo y todo es igual. Pero la democracia significa el desconocimiento de las desigualdades legítimas, aquellas que tenemos innatamente: inteligencia, gusto, creación, etc. Pero Rodó no se obstina en este punto de vista y en el mismo Ariel afirma que «sin el brazo que nivela y construye, no tendría paz, al que sirve de apoyo a la noble frente que piensa» (Ariel, 108).

Atendamos ahora a una afirmación: «Consagrad una parte de nuestra alma al porvenir desconocido». Implica un grave peligro y la historia nos lo enseñó porque hubo reformas que deformaron. Admito que Ariel sea la razón y el sentimiento superior, pero me pregunto cuál será su poder. ¿Podremos acercamos a ese Mundo Feliz de Huxley? En el que, según lo plantea N. Berdiaeff en el prólogo, «Las utopías aparecen mucho más realizables que lo que se creía antes. Y nosotros nos encontramos actualmente ante una cuestión muy angustiante. ¿Cómo evitar su realización definitiva?...» G. Marcel tiene una visión totalmente opuesta y, en Los hombres contra lo humano, intenta otorgarle un lugar considerable a un fenómeno general de acostumbramiento a lo monstruoso. El libro es inmediato a la guerra última, al horror de los campos de concentración. Allí señala las técnicas de envilecimiento, un conjunto de procedimientos deliberadamente puestos en acción para atacar y destruir, en los individuos pertenecientes a una categoría determinada, el respeto que puedan tener de sí mismos, y transformarlos poco a poco en un desperdicio y obligado a desesperar, intelectual y vitalmente. Sin llegar a esos extremos, no podrá hablarse de un Mundo Feliz si no aparece aquella fuerza de la cual depende la vida, que es su sustento, su alma misma, La Esperanza. Ella es la aurora eterna, y así llegamos a la metamorfosis, donde hay un modelo que es Ariel, que, de León furioso, se transformó en la levedad misma, en la pureza de espíritu.

La referencia será a La Tempestad, donde junto a personajes que pudieron ser reales, hay otros que son grandes símbolos. Obviamente me refiero a Ariel, a Calibán y en cierto grado a Próspero, dedicado a la sabiduría oculta y el gran autor, dedicado al misterio de la poesía.

En una gruta está Próspero que adormece a Miranda cuando va a tomar el poder del encantamiento. Próspero había perdido a su hija. Al escuchar los lamentos de Miranda, resuelve provocar una tempestad y, cuando Miranda se duerme, aparece Ariel, que será el instrumento de esta otra tempestad y del incendio. Emerge, entonces, el recuerdo de la promesa que Próspero había hecho a Ariel: su libertad. Esto requiere una explicación. Este había sufrido el encierro que la bruja Sycorae le había impuesto, encerrándolo en un pino durante doce años, hasta que la bruja murió. En esa isla además de Ariel había un «pequeño monstruo, horrible, hijo de la bruja: Calibán». Próspero abrió el pino y le permitió a Ariel salir de él y lo transforma en ninfa del mar, no percibible para todos. Calibán entra formulando deseos malignos.

Se ha discutido mucho sobre el nombre de Calibán. Para algunos sería una alteración de Caribe, población americana a la cual se atribuían todos los defectos físicos y morales. Los antropólogos como W. Arens han demostrado, de un modo que estimo contundente, que el canibalismo, como sinónimo de antropofagia es un mito. (El mito del canibalismo. Antropología y Antropofagia, Ed. Siglo XXI).

Especulando sobre la pareja mencionada: Ariel-Calibán, creo que esconde otra dualidad: la de cuerpo y alma, o carne y espíritu y también tenemos el equívoco entre salvaje y silvestre. En Shakespeare, en El cuento de invierno (Acto IV, Esc. 3) Polixenos dice: «[...] la naturaleza no ha sido superada jamás sino siempre por ella misma. Ese arte que según voz perfecciona la Naturaleza, ya es un arte que la Naturaleza ha creado. Así veis, dulce doncella, que unimos el injerto al tallo más gentil al esquema más salvaje (wild-est) y hacemos reproducir de la corteza más común un brote de la más noble especie. El arte que corrige así la Naturaleza o más bien que la transforma, es siempre la naturaleza».

También en La Tempestad se habla de una nueva naturaleza y de una transmutación del arte de la naturaleza semejante al humano. Lo ideal comienza a imponerse.

Calibán aparece como el ser primitivo; Miranda y Fernando son seres completos. El primero está relacionada con los elementos inferiores: tierra, agua, y Ariel, a los superiores: fuego y aire. Su pertenencia a un estrato superior y la consecuencia de esa música de Ariel piden clemencia para el rey y sus compañeros. Entonces lo define a Ariel «Tú no eras más que aire, tienes la sensación, el sentimiento, de tus aflicciones ¿Y yo no he de compartirlas, siendo uno de su especie, yo, que me apasiono tan vivamente como ellos no he de compadecerme como tú?» (Acto V, Escena única).

Me atrevo a afirmar que Rodó conoció algo del pensamiento de Hegel (tal vez a través de Rosenkranz). Pero no puedo afirmar que aquellos idealistas impregnados de romanticismo desde Shelley a Hegel influyeron en él. Señalaré un pasaje inicial de este último en la Fenomenología del espíritu. El autor critica a quienes no conciben la diversidad de los sistemas filosóficos, como el desarrollo progresivo de la verdad, sino que ven la contradicción en esta diversidad. El pimpollo (die Knope) desaparece en la eclosión de la floración (Blitte) y se podrá decir que el capullo es refutado (negado) por la flor y esto con la aparición del fruto (Frucht). La flor es calificada como una falsa existencia de la planta y el fruto se introduce como su verdad. Estas formas no son solo distintas, sino que también una refuta a la otra porque son mutuamente incompatibles. (Phänomenologie des Geistes, Pág. 12, Ed. Frommann, Stuttgart, 1932).

Vemos que en Shakespeare se produce la liberación de lo vital a lo humano y de ahí al espíritu que es Ariel. Es una metamorfosis que Calibán no puede lograr.

En Manfredo de Byron, uno de los espíritus que se presentaron junto con las Erinnias se dirige a Manfredo y le echa en cara su condición mortal. Ariel es para Rodó una transformación de la arcilla humana, es la razón y el sentimiento superior. Así lo expresa Rodó: «lo mismo sobre los héroes del pensamiento y del ensueño, que sobre los de la acción y el sacrificio; lo mismo sobre Platón en el promontorio de Sünium, que sobre San Francisco en la soledad de Monte Albernia. Todas ellas almas que han extralimitado las cimas naturales de la humanidad». (Pág. 121)

Respecto a aquello que llamamos alma, espíritu, hay una caracterización muy compleja. Hemos comenzado con los hebreos y ahora preguntemos: ¿qué significa nacer y morir? Los hebreos hablaban de nephesh, el término aparece próximo a vida, incluso vitalidad y de ahí provenía su proximidad con la respiración, a lo que se agrega Ruach y Basar (la carne). En dicha concepción, el aliento, el respirar era un signo de alma, de vitalidad. Si pasamos a la mitología griega encontramos que Juno, nombre de la gran diosa, es el aspecto femenino de genius, el espíritu generador del hombre. Y en referencia a esto se destaca el valor de la cabeza: allí estaban situadas el alma y la vida. En la Kabbalah, la suprema deidad es concebida como una cabeza, que contiene el líquido de la vida, Ariek y Aupin, el vasto semblante. Ese culto a la cabeza lo encontramos en diferentes pueblos y costumbres cuyo origen solemos olvidar.

En determinado pasaje Rodó nos dice: «Invoco a Ariel como a mi numen». ¿Qué era numen? ¿Qué sentido tiene numinoso? R. Otto en su libro sobre Lo sagrado, lo incluye y lo define así: «Yo hablo de una categoría numinosa como una categoría especial e igualmente de un estado de alma numinoso que se manifiesta cuando esta categoría se aplica; es decir: cada vez que un objeto ha sido concebido como numinoso (Pág. 22). No puede ser excitado, despertado como todo lo que procede del espíritu». Tiene que ser espontáneo.

Se ha escrito poco sobre Ariel. Después de Shakespeare, con un cierto orden cronológico: Milton y El Paraíso Perdido. Allí aparece un ser Uriel (fuego de Dios), lo cual lo aproxima al sentido originario de Ariel. De él dice Milton (III y IV) que es regente del sol, dotado de una visión muy poderosa y advierte la hipocresía de que Satán hace uso, en sus intentos por encontrar el ser humano. Y el ojo de Uriel lo había seguido en la ruta que aquel había tomado. Desciende a un lugar, donde, entre pilares de rocas, estaba sentado el arcángel Gabriel y lo informa de lo que había descubierto. Gabriel le promete a Uriel que buscará eso desconocido, que se ha aventurado fuera del abismo. Entonces, Uriel retornó sobre ese rayo luminoso, cuyo extremo, ahora elevado lo llevó hasta el sol del cual había descendido. Gabriel pide a Uriel que custodie las fronteras del Paraíso y llama también a Ithuriel y Zephon.

También encontramos un pasaje en el Fausto II, y Rilke le consagró un bellísimo poema en sus últimas obras (El Espíritu Ariel en Späte Gedichte).

Confieso que la representación de Ariel como pintura o una escultura es inadecuada. Acaso la música podría haber logrado algo porque Ariel es espíritu puro y no tiene forma. Es un símbolo de la vida ascensional, un eterno ir y seguir yendo. Escapa a nuestra comprensión porque nuestros intentos son débiles y pronto caemos. Y aun así, nos alegramos de la pequeña altura que logramos. El intento estuvo. Pudimos dirigir la mirada hacia lo alto. Debo ahora dejar la palabra al Maestro:

«Ariel es para la naturaleza, el excelso coronamiento de su obra, que hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la llamarada del espíritu».






ArribaAbajoLa idea de igualdad en Ariel

Héctor Gros Espiell



I

Ariel es un libro político. Es un libro político por cuanto dos de sus principales ejes temáticos son de necesaria y honda naturaleza política: el concepto de Democracia y la relación cultural, histórica e internacional entre la América Latina y la América Sajona. No son éstos dos temas independientes y separados. Constituyen, por el contrario, dos aspectos de la unidad, del paralelismo, de la política interna con la política internacional.

Sin la comprensión, en efecto, de la concepción de Rodó de la Democracia61, (expuesta principal, aunque no únicamente en Ariel), y de su idea de la igualdad, es imposible entender su pensamiento general y su criterio sobre las relaciones entre las dos Américas, la nuestra y la otra.

Asimismo, naturalmente, sin determinar su criterio sobre lo que es y significa la verdadera igualdad, no se puede llegar a la correcta conceptualización de la Democracia en la que Rodó pensaba.

Por ello, sin la consideración del carácter político de Ariel, aun conceptuándolo como no agonal, no se comprenden ni su naturaleza ni su contenido. Rodó fue un pensador político y por eso, con razón, las antologías del pensamiento político latinoamericano lo incluyen como una referencia necesaria62.

Sin perjuicio del estudio de la significación literaria de Ariel, de su estilo, de su ubicación histórica, de su sentido filosófico, del género a que pertenece, del carácter del mensaje a la juventud que contiene y de su idea -real o ficticia- de lo que eran la América Latina y los Estados Unidos en el 900 es necesario ahondar en el pensamiento político de Rodó, sobre la igualdad y la Democracia, expuesto en Ariel.




II

El mito anti Ariel que llegó a sostener que Rodó tenía una ideología antidemocrática63, se fundó en un supuesto totalmente erróneo y en una interpretación falaz, parcial y discriminada del texto de Ariel. Aunque esté superado64, es necesario precisar desde ya que la idea de la Democracia en Rodó es la de una Democracia en cierta forma selectiva, incompatible con la masificación65, nutrida de una concepción ética, que debe reconocer las superioridades y los valores fundados en el intelecto, el trabajo, la voluntad y la virtud, que repudia un utilitarismo elemental y «la vulgaridad entronizada y odiosa», pero que no olvida la solidaridad humana y la justicia social66.

Esta idea de la Democracia, propia de Rodó, sin duda influida parcialmente por las ideas de Taine y de Renán, se aleja de ellas y matiza la crítica del sistema democrático hechas luego de la derrota de Francia en la guerra de 1870, por estos dos grandes maestros suyos67. Los mejores comentaristas de Rodó han señalado esta honda diferencia entre él y Renán y Taine68. Asimismo no hay que olvidar que algunos elementos del pensamiento rodoniano al respecto, parecen tener en cuenta ideas humanitaristas y sociales de alguien que, como Anatole France69, se sitúa en las antípodas de aquellos dos grandes exponentes del pensamiento conservador francés de fines del siglo XIX.

La igualdad juega un papel esencial para la conceptualización de la Democracia. Por eso es imprescindible analizar «el principio» de la igualdad en la apreciación general de la ideología política de Rodó.




III

Cuando Rodó publicó Ariel, en 1900, regía en el Uruguay la Constitución de 1830, que en su artículo 132 decía:

«Los hombres son iguales ante la ley, sea preceptiva, penal o tuitiva, no reconociéndose otra distinción entre ellos que la de los talentos o virtudes».



Sin entrar a la exégesis de esta norma, -ni a la cuestión de si la palabra «hombres» era sinónimo de seres humanos y, en consecuencia, si comprendía a las mujeres, o si utilizaba el vocablo «hombres» como seres de sexo masculino y por tanto las excluía70, y si se refería además del principio de igualdad ante la Ley71, a la aceptación de posibles distinciones fundadas en los talentos y virtudes, no puede olvidarse que Rodó se formó intelectualmente en una sociedad en la cual regía esta norma y en la que, además, la Constitución prohibía «la fundación de mayorazgos y toda clase de vinculaciones», disponía que ninguna autoridad de la República podía «conceder título alguno de nobleza, honores o distinciones hereditarias» (art. 133) y estatuía que «en el territorio de la República, nadie nacerá ya esclavo» (art. 131).

Aunque Rodó no pretendió fundar su pensamiento en los textos constitucionales uruguayos, ya que Ariel es una reflexión política de carácter general, basada en una concepción doctrinaria sobre la Democracia y sus elementos constitutivos, no es menos cierto que la influencia de la sociedad en la que vivió y del Derecho y de la realidad de esa sociedad, no podían dejar de influir en sus ideas y en sus sentimientos.




IV

La igualdad material y la igualdad jurídica -de la que es un aspecto la igualdad ante la ley, siendo conceptos diferentes-, se relacionan y se condicionan recíprocamente.

La igualdad jurídica, si bien implica la aplicación igualitaria de la ley sin ninguna forma de discriminación, no supone que no se pueda legislar para grupos o sectores sociales, racionalmente existentes, para tratarlos de una manera singular, en función de la justicia y con un objetivo igualitario final.

La igualdad jurídica, para ser real, y no una triste y trágica ironía72, implica un cierto grado -mínimo pero necesario y tolerablemente justo- de igualdad material. Y, a su vez, la aproximación a la siempre relativa y deseable igualdad material, exige, para ser justa y democrática, el reconocimiento y la aplicación efectiva de la igualdad jurídica73.

Pero además, la igualdad en sentido material, o por lo menos la negación de las más aberrantes manifestaciones de desigualdad material, es decir, de pobreza y de injusticia, requiere «que el Estado asegure a quien lo necesite la protección de determinados bienes jurídicos indispensables para el desarrollo de la persona humana y para el efectivo goce de los restantes derechos fundamentales»74.

La igualdad jurídica -y también la igualdad material- necesita de la libertad. Sin libertad no puede concebirse la existencia de la igualdad y sin igualdad jurídica la realización de la libertad no es posible75.

La idea correcta de la aplicación del principio de igualdad -igualdad cuyo concepto es paralelo a la idea de justicia76- lleva, además, a concluir que se deben «reparar a través de la ley las desigualdades innatas»77.

Es más, es preciso que el Derecho actúe con la prioridad de remover los obstáculos que impiden o dificultan la realización de la igualdad. Esta idea, tradicional en la mejor doctrina jurídica moderna, ha encontrado expresión normativa en el Derecho Comparado actual, como por ejemplo, en el artículo 3 de la Constitución de la República Italiana de 1947 y en el artículo 9.2 de la Constitución Española de 1978.

Justino Jiménez de Aréchaga, comentando la Constitución uruguaya, ha dicho, con razón, al respecto:

«Lo que la norma exige es que hombres iguales, en circunstancias iguales, reciban un tratamiento igual. De tal manera, el principio de la igualdad o de la igual protección ante las leyes, se nos aparece como susceptible de una definición semejante a la que se da de la justicia retributiva».

«Pero el sistema democrático de gobierno y la filosofía política sobre la cual reposa el sistema democrático, no impiden el reconocimiento de ciertas desigualdades de segundo grado, entre los hombres. Más: la filosofía democrática exige que el Estado reconozca la existencia de ciertas desigualdades y busque restablecer la igualdad efectiva entre los individuos mediante un tratamiento desigual»78.



No me extenderé, naturalmente, sobre este tema, objeto de la filosofía y de la política, desde los orígenes de la reflexión ética79, pero no puedo olvidar la afirmación esencial de Artigas, que ya en 1815 decía en el artículo 6 del «Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados»:

«Que los más infelices serán los más privilegiados».



Además hay que destacar que la igualdad biológica de todos los individuos -que no supone la inexistencia de diferencias físicas, intelectuales, psicológicas o genéticas-, y el reconocimiento consiguiente de la igualdad jurídica, debe existir respecto de todos los seres humanos, sin exclusiones y discriminaciones. Por eso tal igualdad biológica, siendo consustancial con la personalidad humana como los demás derechos, también innatos, podría ser calificada como «igualdad natural».




V

¿Cómo encara Rodó, en Ariel, la cuestión de la igualdad y su relación con la Democracia?

En un párrafo magistral de Ariel, precisó y resumió su idea de la igualdad.

Dijo así:

«El verdadero, el digno concepto de la igualdad reposa sobre el pensamiento de que todos los seres racionales están dotados por naturaleza de facultades capaces de un desenvolvimiento noble. El deber del Estado consiste en colocar a todos los miembros de la sociedad en indistintas condiciones de tender a su perfeccionamiento. El deber del Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, dondequiera que existan. De tal manera, más allá de esta igualdad inicial, toda desigualdad estará justificada, porque será la sanción de las misteriosas elecciones o del esfuerzo meritorio de la voluntad. Cuando se concibe de este modo, la igualdad democrática, lejos de oponerse a la selección de las costumbres y de las ideas es el más eficaz instrumento, es el ambiente providencial de la cultura».



Para interpretar adecuadamente este aspecto del pensamiento rodoniano sobre la igualdad, hay que situarlo en el marco de las ideas que lo determinan y condicionan.

Primero: Su concepto de la democracia.

Rodó era un liberal80, con una ideología basada en la «tolerancia». Comprendía las críticas que se hacían entonces, sobre todo por Renán y Taine, a la Democracia. Pero no las compartía totalmente. Una lectura atenta de Ariel permite comprobar que luego de citarlos, limita y condiciona sus afirmaciones.

Su pensamiento político, de tal modo, nutrido de admiración por estos dos maestros, no se confunde con el de ellos.

Rodó se afilia a una cierta Democracia y no a una Democracia desnaturalizada, inconciliable con su idea del Hombre y de la Cultura. Y cree en la Democracia concebida por él, que supone «la educación de la Democracia y su reforma», para asegurar la conciliación de «su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de selección». Cree en esta Democracia, cuyo espíritu «es esencial para nuestra civilización, como un principio de vida contra el cual sería inútil rebelarse».

Pocas líneas después del párrafo sobre la igualdad que hemos citado, Rodó agregó estos conceptos que resumen claramente su idea de Democracia. Dice así:

«Racionalmente concebida, la democracia admite siempre un imprescindible elemento aristocrático, que consiste en establecer la superioridad de los mejores asegurándola sobre el consentimiento libre de los asociados. Ella consagra, como las aristocracias, la distinción de calidad, pero la resuelve a favor de las calidades realmente superiores -las de la virtud, el carácter, el espíritu-, y sin pretender inmovilizarlos en clases constituidas aparte de las otras, que mantengan a su favor el privilegio execrable de la casta, renueva sin cesar su aristocracia dirigente en las fuentes vivas del pueblo y la hace aceptar por la justicia y el amor».81,  82 y 83



Segundo: Su repudio -que es la consecuencia de la totalidad de su pensamiento político- al «igualitarismo», a «la ferocidad igualitaria», que poco tiene que ver con la verdadera igualdad, racionalmente concebida.

Este igualitarismo fue el resultado de la «falsa concepción de la igualdad», que surgió «de los delirios de la Revolución» y que condujo, a la desnaturalización de la Democracia, al culto de «lo utilitario y lo vulgar», y de «la igualdad en lo mediocre como norma de proporción social».

El igualitarismo constituye, dicho con una terminología distinta a la utilizada por Rodó, la negación de la igualdad, porque supone algo muy distinto a la afirmación de que todos los hombres nacen jurídicamente iguales, en virtud de la propia dignidad consustancial con su ser, de todas las personas humanas. El igualitarismo es algo absolutamente diferente al principio de la igualdad ante la ley. El igualitarismo implica la negación de la posibilidad de distinciones lícitas basadas en «los talentos o las virtudes», para usar las palabras del artículo 132 de la Constitución de 1830, que Rodó no cita, pero que se fundaba en una concepción filosófica y política concorde con la suya.

El párrafo de Ariel antes transcripto sobre «el verdadero, el digno concepto de la igualdad», supone afirmar que «todos los hombres nacen libres e iguales en derechos». Esta es la idea tradicional, sostenida en el artículo 1 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Pero este texto agrega que los hombres «permanecen»demeurent»), que algunos textos en español traducen como «viven» -y no solo nacen- libres e iguales en derechos.

¿Está la idea de Rodó sobre la igualdad inicial en contradicción con este criterio de la permanencia de la igualdad?

No. No existe contradicción alguna. La igualdad inicial que Rodó afirma, para que partiendo de ella puedan desarrollarse las legítimas diferencias nacidas del esfuerzo, del trabajo, de la voluntad y de la virtud, no significa, en modo alguno, sostener que en el decurso de la vida humana desaparezca el principio fundamental de la igualdad. Esta igualdad implica aceptar y comprender que luego del igual punto de partida, -todos los seres humanos seguirán siendo iguales ante la ley, que no es lo mismo que decir que tienen todos los mismos derechos-, que no puede haber discriminaciones entre ellos, pese a las diferencias resultantes de la voluntad, del trabajo, de los talentos y de las virtudes y que siempre tendrán igual aptitud para hacer valer sus derechos y para exigir del Estado un tratamiento justo.

Es interesante señalar que mientras la Declaración Francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 dice que los hombres nacen y permanecen (o viven) libres e iguales en derechos, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 en su artículo 1 dispone: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos ...».

Se eliminó así en la Declaración Universal, ciento cincuenta y nueve años después de la de 1879, la afirmación de que los hombres, no solo nacen, sino que también «permanecen» («demeurent») libres e iguales en derechos.

El cambio es significativo. Sin perjuicio de estimar que el pensamiento de Rodó sobre la igualdad inicial, no contradecía el artículo 1 de la Declaración francesa del 89, puede sostenerse que el cambio introducido en 1948 respondió a un razonamiento análogo al que hemos desarrollado precedentemente y a un imperativo lógico y correcto de precisión conceptual.

De todos modos es de justicia destacar que el pensamiento de Rodó en esta materia -aunque casi seguramente no conocido por los redactores de la Declaración Universal- se impuso y se recogió, cuarenta y ocho años después de publicado Ariel, en el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.




VI

Hecha esta presentación de la idea de Rodó sobre lo que la igualdad debe ser y cómo ha de ser racionalmente concebida, se requiere recordar lo que Rodó no dijo de la igualdad, para luego especificar la relación de su idea de la igualdad con las otras formas de la igualdad que la Ciencia Política y el Derecho han intentado describir, para situar y hacer comprensible el complejo y polémico, muchas veces ambivalente y difícil de captar, concepto de igualdad.

Ariel, aunque es un libro político -aunque no de política agonal fue escrito por una persona que, como Rodó, si bien tuvo una vida política y parlamentaria, no se sintió un político y tuvo un gran desencanto y una honda frustración política84. Ariel es un libro político, pero no es un libro de Derecho Constitucional. No fue escrito por un jurista, sino que fue el resultado de la reflexión político-filosófica de un pensador, en cierta forma de un filósofo, de un literato y de un pedagogo, inspirado e impactado por la realidad cultural, social y política que lo rodeaba.

Por eso no puede encontrarse en Ariel, ni puede pretender encontrarse, un análisis de la totalidad de los problemas jurídicos que resultan de la disección del concepto de igualdad.

No se halla, así, expuesta la distinción entre igualdad material e igualdad jurídica, -la igualdad ante la ley-, ni una reflexión sobre la necesaria tensión entre un cierto grado de igualdad material y la igualdad jurídica, para que esta pueda existir realmente.

No hay tampoco un enfoque expreso relativo al deber del Estado de crear condiciones que promuevan la eliminación de las formas más aberrantes de desigualdad material, aunque hay en Ariel algunos atisbos de una inicial consideración del asunto.

No se encara, en Ariel, asimismo, el análisis del concepto de igualdad ante la ley, más específico y preciso que el de igualdad jurídica. La igualdad jurídica no significa sostener que todos los seres humanos tienen iguales derechos, sino que todos tienen aptitud, sin ninguna exclusión o discriminación, para ser titulares de derechos y obligaciones y que deben ser tratados igualitariamente en la defensa, protección y garantía de estos derechos y deberes.

De igual modo nada se dice respecto de la posibilidad de legislar para grupos o sectores, tratándolos de una manera desigual en relación con otros, si esta desigualdad resulta de la existencia real y diferenciada de estos grupos, si el tratamiento es racional y se hace en función de la justicia y del bien común. Consecuencia de esta posibilidad de tratamiento desigual es la pertenencia eventual -que no viola el principio de la igualdad- de compensar las desigualdades, especialmente económicas y sociales, con un tratamiento distinto, en función de la promoción de un resultado final basado en la justicia.

No se halla explícitamente desarrollada en Ariel la cuestión de la relación de los conceptos de igualdad y justicia, asunto cada día de mayor interés en el Derecho y en la Política.

No debe buscarse tampoco una presentación expresa de la necesaria relación de la igualdad con la libertad, aunque la libertad democrática está evocada brevemente en Ariel. Francisco Rubio Llorente ha podido decir en fecha reciente, con razón, que «en la relación entre la libertad y la igualdad, se resume la idea de Justicia»85.

Una observación, necesaria aunque obvia, es que Rodó sólo se refirió a la igualdad relativa a los individuos, a los seres humanos en la Democracia, es decir, en el marco del espacio y al sistema político en el que el hombre vive, que es el Estado.

No trata, no podía tratar, el principio de la igualdad jurídica, -la «igualdad soberana»-, de los Estados.

Aunque algunos elementos de la idea de la igualdad entre los seres humanos pueden encontrarse en lo que es el contenido del principio de la igualdad entre los Estados, es evidente que la idea esencial en Rodó, de la igualdad inicial -la igualdad en el punto de partida y la posible y relativa desigualdad de hecho final, fruto del azar, del trabajo, de la voluntad, de la conducta y de las diferencias físicas e intelectuales-, no puede encontrar cabida en el campo del Derecho Internacional entre los Estados.

En cambio, la igualdad ante la ley, protegida con respecto a los seres humanos por el Derecho Internacional actual, de los Derechos Humanos, sea universal86 o regional87, y su consecuencia, la proscripción ineludible de la discriminación en todos los órdenes, tiene muchos puntos de contacto y de paralelismo, con la concepción de la igualdad de las personas humanas ante el Derecho Interno.

Esta enumeración de lo que no se encuentra en Ariel con respecto a la igualdad, no está dirigida a sostener que exista omisión o carencia. Ariel no es un tratado sobre el principio de la igualdad, ni su objetivo consiste en hacer una disección jurídico-política del concepto. Su finalidad es otra: la de constituir una reflexión sobre la idea de igualdad en relación con la Democracia, para evitar la degeneración de la Democracia, salvar la verdadera igualdad e impedir el triunfo de una masificación igualitarista y vulgar, destructora de la cultura y de las superioridades del intelecto, de las virtudes y de la voluntad.

Y esto Rodó lo logró perfectamente en Ariel.




VII

¿Qué relación tiene la idea rodoniana de la igualdad, con los criterios antes enunciados sobre la igualdad, jurídica y políticamente concebida, en todos sus elementos constitutivos?

Si bien no hay en Ariel una distinción expresa, entre la igualdad material y la igualdad jurídica, el concepto diferencial está implícito y se puede encontrar en el párrafo que hemos transcripto.

La preocupación por la situación social y la pobreza -que es una manifestación de la desigualdad material-, no fue ajena a Rodó88. Por lo demás, su insistencia sobre el deber del Estado de «colocar a todos los miembros de la sociedad en 'indistintas'», es decir, en iguales, «condiciones de tender a su perfeccionamiento», demuestra que él consideraba que una política dirigida a crear condiciones de racional, aunque relativa, igualdad material, en el punto de partida, era absolutamente necesario. Este igualitario punto de partida, que podría calificarse como «igualdad natural», es ineludible y necesario en el pensamiento de Rodó. La igualdad inicial, que puede considerarse desde cierto punto de vista como el fundamento de la «posibilidad de un desarrollo igualitario», no implica -no puede implicar, en los hechos y en la realidad- un igual punto de llegada.

El concepto jurídico de igualdad ante la ley, tan afinado en el Uruguay por la doctrina posterior a Rodó, no se encuentra descripto en Ariel. Pero es evidente que este concepto está implícito en la idea de igualdad que él sustenta, criterio que se insinúa en algunos pasajes de Ariel.

El tratamiento desigual a personas o grupos, en función de la promoción de la igualdad, especialmente de la material, no está analizado por Rodó. Era un tema ajeno al objeto que el autor buscaba al describir la igualdad racionalmente democrática, con la que él soñaba. Aunque se trata de un tema fundamental, que la doctrina política enseñó desde Aristóteles y que tuvo una expresión en Artigas, y en los fundamentos de cierta legislación uruguaya de principios de siglo89, no tenía lugar en el criterio con que se encaraba la idea de igualdad en Ariel.

De igual modo, no era necesario para los fines que tenía Ariel, ahondar en la relación entre igualdad y justicia, tema también trascendental del pensamiento político desde Aristóteles. Pero no hay que olvidar, sin embargo, que «el instinto de justicia» para usar una expresión que Rodó utilizó en Ariel, no es ajeno al enfoque general de los temas encarados en este libro.




VIII

¿Qué valor tuvo, y qué valor tiene hoy, la concepción de la igualdad que Rodó impone en Ariel?

Tuvo una importancia indudable y posee una viva y actual trascendencia. Sin ser, porque no pretendía ser, un análisis integral del principio de igualdad, el desarrollo de ciertos aspectos de la igualdad democrática que se encuentra en Ariel, posee una validez y una vigencia que, a cien años de la aparición de este libro, deben ser destacadas.

Hoy el problema de las necesarias condiciones materiales de base para que la igualdad jurídica, y en especial la igualdad ante la ley, pueda ser una realidad, es un tema de especial relevancia. Existía, también, naturalmente, en 1900, pero no se hacía pública la denuncia de su gravedad determinante, con la fuerza con que se la expone actualmente.

Hoy el tema de la compensación de las desigualdades económicas, sociales y humanas, por medios de medidas correctivas emanadas de la legislación, ha tomado un desarrollo que no se vislumbraba en el 900.

Hoy el tema de la justicia como expresión natural de la igualdad, a través de la equidad, es una cuestión que ha adquirido nueva fuerza, en un mundo tan desigual, tan injusto y tan empobrecido, aunque en distintas formas, como el que contempló Rodó.

Pero, pese a todo esto, y en cierta forma por todo esto, su idea de la igualdad ha de ser comprendida, aplaudida y aplicada en lo pertinente, rescatándola del relativo olvido en que ha vivido entre nosotros.




IX

Los problemas de la Democracia y la Igualdad, que Rodó encaró en Ariel, siguen hoy vigentes y su solución integral está, pese a los progresos realizados, tan lejana como entonces.

Sin duda sobre la cuestión de las condiciones materiales necesarias para que los Derechos Humanos y la Democracia sean una verdadera realidad, con referencia al tema de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así como con respecto a las imprescindibles compensaciones jurídicas para equilibrar las desigualdades económicas, sociales, culturales y humanas, existe hoy un planteamiento diferente y una conciencia más profunda y, en cierta forma, distinta a la que existía en 1900. Pero, en cambio, el tema de los errores en la conceptualización de la igualdad, su confusión con un igualitarismo elemental, con el olvido de las jerarquías intelectuales y éticas y la cuestión de la necesidad de una Democracia que acate las superioridades morales, espirituales e intelectuales, está hoy tan vigente como ayer y es tan grave como lo era en los comienzos del siglo XX.

Por esto el Rodó que escribió Ariel debe ser leído hoy con el mismo interés y provecho que ayer, pero con conciencia de que nuestro pensamiento se sitúa en un marco formado por realidades materiales, ideológicas y políticas que no coinciden totalmente con las que existían en el 900.






ArribaAbajoSobre liberalismo y jacobinismo de Rodó

Helena Costábile


Lo que va a leerse es un análisis de Liberalismo y jacobinismo escrito en 1971 y publicado en Rodó, pensador y estilista90.

Las reflexiones de Rodó que entonces me parecieron profundas y atendibles han cobrado nuevo interés porque la filosofía contemporánea, desde otros contextos de ideas, testimonia como constante la afirmación ética, y algunas de sus tendencias -de manera especial el llamado comunitarismo91- revalorizan lo que entonces nos pareció la idea madre de Liberalismo y jacobinismo: la dimensión axiológica de lo social. Mientras Rodó concebía la sociedad en este aspecto como unitaria y homogénea, hoy sabemos que es heterogénea y multicultural, y, en ese sentido, la debilidad principal del ensayo rodoniano sigue en pie: como ya lo señalara coetáneamente Nin Frías, hay una tendencia impropia a la generalización en organismos históricos cerrados. Empero, lo perecible de Liberalismo y jacobinismo pasa más por la interpretación histórica que por la filosofía política en sí misma.

Liberalismo y jacobinismo continúa con perfecta coherencia la prédica de Ariel. El núcleo conceptual es en uno y en otro la reivindicación de una esfera ideal de la existencia colectiva; en Ariel en relación con el futuro, en Liberalismo y jacobinismo referida al pasado.

Liberalismo y jacobinismo tuvo su origen en una serie de polémicos artículos periodísticos en los que la mente filosófica de Rodó, conecta cuestiones culturales, políticas e históricas, dando muestras de poderosa dialéctica.

En 1906 el Dr. Eugenio Lagarmilla presentó una moción en la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública para que se ordenara el retiro de los crucifijos de los hospitales del Estado. La medida fue aprobada y Rodó la objetó en una carta publicada en La Razón el 5 de julio del mismo año. Señala allí que ese acto no era expresión de liberalismo sino de jacobinismo, en razón de su «franca intolerancia y estrecha incomprensión moral e histórica, absolutamente inconciliable con la idea de elevada equidad y de amplitud generosa que va en toda legítima acepción de liberalismo»92.

El 14 de julio el Dr. Pedro Díaz en una conferencia dictada en el «Centro Liberal» defendió a la Comisión de Caridad frente al ataque de Rodó; este escribe entonces una serie de contrarréplicas a Díaz en el mismo diario La Razón, con fechas 4, 5, 7, 8, 11, 12, 13 y 14 de setiembre de 1906. En el mismo año Rodó publica un volumen al que tituló Liberalismo y jacobinismo, que contiene la carta inicial, las 8 contrarréplicas y una carta a Scafarelli sobre el sentimiento religioso.

La clave de Liberalismo y jacobinismo es la intuición de los estratos de vida y de significación en la existencia social. La esfera ideal no está pluralmente dispersa en las conciencias individuales sino que tiene una realidad social y viene de una raíz espiritual común, a través de la «raza».

Buscando la función de la idea «raza» en el esquema de pensamiento de Rodó, advertimos que ella constituye el punto de encuentro y condensación de sus ideas de necesidad de idealidad a nivel colectivo y de continuidad histórica sin saltos abruptos.

La «raza» expresa en Rodó la idea de un organismo social-histórico espiritual. Analizaremos esta noción desde dos puntos de vista: en cuanto a su esquema abstracto y en cuanto a su sustancia concreta hispanoamericana.

Como queda dicho, subyace en la mención de la «raza»: la necesidad de idealidad; el sentido social de la existencia humana, la conciencia de que los individuos se ganan o pierden en los ambientes históricos colectivos; la adhesión a un ritmo de cambio sin cortes y con arraigo en el pasado.

Para entender Liberalismo y jacobinismo se debe tener en cuenta que Rodó comienza estableciendo un acuerdo con la perspectiva liberal y es clara su actitud de rechazo del dogmatismo clerical. Aplaude las anteriores medidas de la Comisión de Caridad que tendían a emancipar la asistencia de los enfermos de toda vinculación religiosa, salvaguardando de esta forma la libertad de conciencia contra toda imposición que la menoscabara.

Cuando Rodó pide que se reinstalen los crucifijos en los hospitales no está abogando por la existencia de un culto y una fe obligatorios. El crucifijo no es para él símbolo religioso sino el homenaje debido a la grandeza humana de Cristo, en las casas de caridad, que son la proyección de su espíritu y de su prédica.

Este texto nos da el núcleo de la posición de Rodó: «Si de garantizar la libertad se trata, impídase en buena hora que se imponga ni sugiera al enfermo la adoración o el culto de esa imagen, prohíbase que se asocie a ella ningún obligado rito religioso, ninguna forzosa exterioridad de veneración siquiera; esto será justo y plausible, esto significará respetar la inmunidad de las conciencias, esto será liberalismo de buena ley y digno del sentimiento del derecho de todos. Pero pretender que la conciencia pueda sentirse lastimada porque no quiten de la pared de la sala donde se le asiste, una sencilla imagen del reformador moral por cuya enseñanza y cuyo ejemplo -convertidos en la más íntima esencia de una civilización- logra él al cabo de los siglos, la medicina y la piedad: ¿quién podría legitimar esto sin estar ofuscado por la más suspicaz de las intolerancias?»93

Rodó entiende que el mensaje cristiano considerado en su aspecto moral forma parte de una civilización a la que pertenecemos y de cuyo ámbito de significados y valores nos nutrimos.

El crucifijo resulta entonces el testimonio de un enraizamiento en determinados valores de convivencia, en determinada forma de modelar la existencia humana, que Rodó cree de fundamental importancia preservar y reafirmar.

La tolerancia legítima y necesaria a las conciencias individuales no puede significar la neutralidad de la sociedad en cuanto a valores y reconocimiento de méritos.

Dice Rodó: «Fácil es comprender que si el respeto a la opinión ajena hubiera de entenderse de tal modo, toda sanción glorificadora de la virtud, del heroísmo, del genio, habría de refugiarse en el sigilo y las sombras de las cosas prohibidas»94.

Esto nos revela la concepción rodoniana de la naturaleza del cuerpo social: este no es un juego axiológicamente vacío de acciones y reacciones entre los hombres, sino un sustrato vivo de ideales, de motivaciones, de contenido significativo no coactivo, sino de inspiración, de plurales aperturas de camino.

El tema guía de Liberalismo y jacobinismo es el de la esencia de nuestra civilización: «[...] la civilización de cuyo patrimonio y espíritu vivimos: la civilización que, tomando sus moldes últimos y persistentes en los pueblos de la Europa Occidental, tiene por fundamentos inconcusos la obra griega y romana, por una parte; la revolución religiosa en que culminó el cometido histórico del pueblo hebreo, por la otra»95.

Rodó señala que la civilización cristiana mantiene «la enseña capitana del mundo». Queda en evidencia el porqué de su preocupación por el retiro de los crucifijos. Ve en ello un acto de desarraigo, de directo atentado contra los cimientos de nuestro ser histórico.

Para Rodó el homenaje público a un valor no es un acto de intolerancia hacia las conciencias individuales que puedan no compartirlo sino a la inversa. La intolerancia está en los que quieren aniquilar este reconocimiento.

Esta posición deja al descubierto la idea rodoniana de la promoción social de la libertad individual, que no es un alejamiento equidistante de todos los valores, sino que resulta perfectamente compatible (y aun más: es favorecida) con la siembra ejemplar de actitudes, con la educación en determinados principios.

Esta reivindicación moral del cristianismo integra lo que Emilio Oribe ha llamado la «paideia» rodoniana, la idea de lo humano que debe inspirar la educación, los contenidos valorativos que «desde lo hondo de las generaciones muertas iluminan la marcha de las que viven, como otros tantos faros de inextinguible idealidad»96.

Rodó no creía en el espontáneo advenir de la libertad: es preciso educarla. Y esta educación para la libertad es entendida como una entrega nutricia de las grandes creaciones culturales, persiguiendo el desarrollo del criterio personal independiente.

La amplitud comprensiva que determine con libertad aspectos positivos y negativos de una doctrina o una figura histórica, es signo indudable de libre pensamiento. No lo son, en cambio, los odios y fanatismos que reprimen la reflexión: «sí sugestionados son la mayor parte de los que llevan cirios en las procesiones, sugestionados son la mayor parte de los que se burlan de ellos desde el balcón o la esquina».

La libertad implica desenvolvimientos concéntricos donde se insertan «la armonía de todos los derechos, la tolerancia con todas las ideas, el respeto de todos los merecimientos históricos, la sanción de todas las superioridades legítimas»97. Es libertad enriquecida y potenciada que solo excluye las actitudes de intolerancia.

La visión de lo social en Rodó está fecundada por la captación de la naturaleza humana y su desarrollo. En cuanto a la relación entre la conciencia individual y la conciencia histórico-social, Rodó establece la legítima preeminencia de esta en cuanto organismo espiritual que crea el ambiente de valores en los cuales la libertad individual se alimenta y toma sentido. Cabe citar a este propósito la idea hegeliana de que el hombre necesita vivir en una comunidad que nutra el sentido de su vida.

Otro de los aspectos fundamentales de Liberalismo y jacobinismo es el penetrante examen de los modos de pensamiento y reacción del alma jacobina.

Un índice de jacobinismo es el abstraccionismo desprendido de lo humano: «Por lo mismo que sigue una regularidad geométrica en el terreno de la abstracción y de la fórmula, conduce fatalmente a los más absurdos extremos y a las más irritantes injusticias, cuando se la transporta a la esfera real y palpitante de los sentimientos y los actos humanos»98.

El jacobino carece de sentido humano de la realidad, intenta subordinar el campo infinitamente complejo de los sentimientos individuales y sociales a los procedimientos de la lógica. Este intelectualismo vaciado de valores se une y redobla con el odio al pasado: «La funesta pasión de impiedad histórica que conduce a no mirar en las tradiciones y creencias en que fructificó el espíritu de otras edades, más que el límite, el error, la negación, y no lo afirmativo, lo perdurable, lo fecundo»99.

La raíz de estas actitudes está en el absolutismo dogmático de su concepto de la verdad, que lo vuelve intolerante porque es incapaz de situarse en otra alma distinta u opuesta a la suya, una señalada estrechez de espíritu que le impide comprender otra cosa que lo suyo. El jacobino es la exageración fanática del Agenor de la parábola «Los seis peregrinos».

Esta intolerancia teórica, cuando pasa a la acción, se revela en forma de «atropello inicuo», «excesos brutales». Su necesario correlato en el plano moral es el maniqueísmo, la bipartición estricta de la realidad entre la propia posición que es el bien, y el resto que es el mal. Es la carencia total de la más mínima sospecha relativista sobre los alcances de la propia capacidad de verdad.

En el apéndice de la primera edición de este libro, Rodó incluye una carta a Scafarelli acerca del «sentimiento religioso y la crítica». En ella establece sus distancias con respecto a toda dogmática que impida el libre vuelo del pensamiento, pero al mismo tiempo valora la profundidad espiritual de la fe. Rodó legitima una forma de religiosidad sin dogmas, de vivo sentimiento de la trascendencia; pero es duro crítico de toda religión que aherroje el alma en credos y cultos inmutables, que se introduzca en las luchas del mundo en defensa de intereses materiales y pretenda imponer su dominio reprimiendo las conciencias.

Es preciso distinguir el cristianismo como religión y la significación moral y cultural del cristianismo; la reivindicación que hace Rodó es en este segundo aspecto. En cuanto al primero se reserva su propia respuesta al «formidable enigma».




ArribaAbajoAspectos de una relectura de Ariel en su centenario

Juan Francisco Costa



Razón y método de un predicador

Volver a leer y pensar Ariel desde este fin de siglo no puede dejar de ser una experiencia de relativa ajenidad y extrañeza: incitante, sin embargo, tentadora y repleta de virtualidades exquisitas que, como una solemne obertura, atrae e impone reverente distancia al mismo tiempo. Con ello aludimos no solo, una pauta de su estilo -consustancial al alma de Rodó como después veremos-, sino también a la situación de esencial ambigüedad -de admiración o rechazo-, en que la posteridad lo ha ido situando; cuando no, a estas alturas, en un ominoso olvido, en la desapacible intemperie de la desatención y la indiferencia. Y de un modo más decisivo todavía, aludimos al pasaje de estos cien años que pocas certidumbres ha dejado y que permite no obstante probar, en su juiciosa relectura, la perduración y vigencia de verdades -como archipiélagos de moralidad y belleza-, que sobreviven indemnes al naufragio.

Si nos proponemos, entonces, ese camino de búsqueda participativa y contemporánea de la lectura de Ariel, proyectada hacia un horizonte incondicionado de experiencia y de sentido, que se articule en la intertextualidad de dos momentos culturales tan distantes y cercanos, interactivos y comunicados, recíprocamente abiertos, habilitamos una dialéctica validante de posibles significados. Hallábase Rodó en lo que Real de Azúa define como un «interludio en el que las necesidades de 'significado' del mundo y de la existencia, los requerimientos de 'propósito' y de 'sentido' de la propia acción individual ya no eran -en un área cultural que se había secularizado drásticamente- atendidas por ninguna religión histórica, esto por lo menos para las multitudes juveniles inmersas en las corrientes de una cultura orgullosamente moderna»100. Dicho interludio estaba marcado, además, por la insuficiencia ideológica y vital de la actitud positivista que Rodó padeció de una manera sofocante y por la falta de movilización y de respuesta de las ideologías omnicomprensivas. Estas ansias esenciales, esta sed inextinguible, cobran su expresión prologal en El que vendrá y tendrán su respuesta orgánica y doctrinariamente más explayada en Ariel. Aquí halla curso esa visión del valor y la belleza que vale como filosofía preliminar del mundo, aún con resabios naturalistas, como bien lo han visto Helena Costábile de Amorin y María del Rosario Fernández Alonso101, y comporta un sentimiento fundamental de espiritualización del mundo, que postula la vida del hombre como sagrada milicia, la juventud como «la fuerza bendita» de renovación y de cambio de la que cada uno es responsable, y la invocación de una razón depurada de intelectualismo, concebida como emergencia superior y rectora, principio de armonía del alma y de las cosas. Podríamos, aun a cuenta del tributo que Rodó pagaba a la concepción positivista de su época102, tender ciertos vasos comunicantes entre el vacío axial del que nacía Ariel y la consiguiente postulación de una razón que encarna en la experiencia vital, de una idealidad que afirma la significación sustantiva de la vida, dirigida a una constante trascendentalización y este otro vacío axial de nuestro fin de siglo, que nos enfrenta a parecidos torcedores de voluntad y de espíritu, pero más definitivamente desquiciado. Estas afinidades de experiencia iluminan, con luz retrospectiva a la vez que en prospectiva visión, algunos de los contenidos fundamentales de la lección de Próspero y hacen posible reivindicar esa dimensión sagrada de las cosas que Rodó parece avizorar, trasuntada en la percepción del mundo como unidad vasta y fundamental, en la que el hombre halla el anclaje definitivo y la suprema razón de su ser y de su hacer. Con unción devota habla Rodó de los grandes temas de la existencia, en un estilo elaborado y armonioso, en el que fondo y forma alcanzan legítima reciprocidad y cumplimiento. Son estos mismos atributos de sereno armonismo, de idealidad más o menos difusa -y sin objeto preciso, como se le ha cuestionado-, de espíritu conciliador de diversos contrarios, de pulcritud y abonado esteticismo, los que califican al «arielismo» y le han merecido críticas acerbas, aun diatribas y anatematizaciones. Y, sin embargo, ellos perduran como surgentes tónicos y fermentales de un mundo desacralizado y masificante en el que se ha desvanecido la vivencia de la historia como pathos, se ha trivializado la muerte, se ha subvertido la cadena de los medios y los fines, y nunca como antes -después de la caída de los mitos de este siglo-, el hombre se enfrenta a la experiencia del vacío y el absurdo.

Reafirma, por ejemplo, Rodó, la «eterna virtualidad de la Vida» en relación a la función renovadora de la juventud en las sociedades; y con «optimismo heroico», como lo define Roberto Ibáñez, resalta la idea «de la posibilidad de llegar a un término mejor por el desenvolvimiento de la vida, apresurado y orientado mediante el esfuerzo de los hombres»103. Y si el mayor interés de Rodó apunta, como bien ha señalado Real de Azúa104, a la refracción intensa de sus ideas en el medio latinomericano durante un buen tercio de siglo, con cuánta mayor razón deberán valorarse el sentido profético de su magisterio y la consistencia de vastos alcances de su cosmovisión, que impregnan de sentido la urdidumbre de la vida contemporánea. Si bien los términos del mensaje se mantienen en los amplios márgenes de una genérica exhortación para la acción y para la vida, una lectura actual no podrá dejar de evaluar la inderogable positividad de su temple, el sentido heroico de su tesón, las sutiles y subyacentes vías que nos insertan como seres enteros y verdaderos en la integridad del cosmos. Y, más aún, si habida cuenta del elitismo del mensaje, del alcance reducido de los medios intelectuales y universitarios a los que se dirigía, y la filiación intelectual y europeísta de su aparato ideatorio, pensamos contrarius sensus en su indesmentible contenido fermental y apelamos a caminos de penetración más vicarios e inadvertidos que hoy estén operando sutilmente, a inevitables procesos de ósmosis cultural y permeabilidad de sentido, menos visibles pero igualmente eficaces, en una transposición de claves de comprensión y valor que la infranqueable referencia a ciertas balizas ideológicas impone. En esa línea cabe preguntarse si la apelación fuertemente sostenida a la voluntad y a la fe como resortes más decisivos de la acción, y su remisión a aquel substrato ontológico en que se halla firmemente arraigada como razón última de toda voluntad y de toda vida, no sigue teniendo, más aún, no cobra hoy una virtualidad poderosa de pensamiento, y no nos imanta con un halo de calidad misional y profética.

Si con Heidegger el hombre y el ser habían perdido sus caracteres metafísicos y el estatuto ontológico que los contraponía como sujeto objeto; si con el avance de la técnica se verifica la decisiva crisis del Humanismo, y el hombre ha dejado de ser subjectum, la posmodernidad por boca de sus principales teóricos ha decretado el fin de los grandes relatos legitimantes. Para Lyotard, por ejemplo, vivimos sumergidos en un pluralismo heteromorfo, y las reglas son, en consecuencia, heterogéneas; para Vattimo, la reivindicación de un sujeto débil es un término correlativo a la carencia de fundamento (Grund) del pensamiento; hay que someter a una cura de adelgazamiento al sujeto, vivir hasta el extremo la experiencia de la necesidad del error el vagabundeo incierto y la estetización general de la vida como alternativa. Desembocamos en la multiplicación de los horizontes de sentido (Vattimo), en donde el fin de la unidad de la historia y el fin de la ética se dan la mano y, si hay un cierto todo vale histórico-cultural, quedamos sometidos a lo que hay y se nos impone. Es la expresión extrema de lo anunciado por Nietzche: la historia despojada de un sentido trascendente cae en la evolución anónima, vacío y absurdo que crecen indefinidamente.

El discurso de Próspero se nos impone, entonces, por sobre todo desde esta perspectiva, como el descubrimiento y la validación de sentidos promisorios para la vida y el hacer del hombre: como justificación trascendental aunque en último término irreferible de nuestro estar en el mundo; como una búsqueda y postulación de inteligibilidad del devenir universal con sus coeficientes legitimantes de valor, ético y estético. En medio de esta pérdida general del sentido y del naufragio de toda ética comunicativa o dialógica universal, hay que dotar a la persona -como reclamaba Benjamin-, de sentido crítico, de orientación moral y de visión patética de la historia. Y más allá de la validación de un principio puramente formal de la comunicación y de los discursos de una utopía ilustrada105 reivindicado por Habermas, debemos recuperar un sentido de solidaridad dialogante que nos involucre a todos en una dimensión compasiva, que nos haga responsables ante el sufrimiento y la injusticia de la historia. Y viviendo en referencia a las cuestiones últimas del porqué y el para qué, en el dinamismo de esa tensión que nos constituye, inscrita en nuestra misma estructura ontológica, que lleva a abrirse al mundo y a intentar trascenderlo.

No puede sustraerse una lectura actual de Ariel a esta verdadera chance de vida y de valor que su lección postulaba en un plano de sutil filantropía, en una tesitura radicalmente axiológica; a la atrayente sugestión de aquella «lontananza ideal» que justifica el existir y lo destina.




La necesaria introspección. Sobre la parábola de «El rey hospitalario»

La parábola de «El rey hospitalario», lejos, entonces, de proponernos el apartamiento ocioso del mundo, se nos plantea como una vindicación de los hontanares del alma, reafirmación y afianzamiento del protagonismo del sujeto en el hacer colectivo; no inmersión ciega en el espíritu multitudinario, ni la anonimia del hombre masificado; por el contrario, necesaria y habitual remisión a las fuentes interiores -«dentro de ti está el secreto», dirá en otro pasaje de Motivos de Proteo- reasunción de todo el ser en devenir incesante, alimentado de los más íntimos veneros. Poníanos en guardia Rodó, contra las formas más aleatorias de la contingencia, que falsifican nuestro ser en el mundo y nuestro verdadero encuentro con los otros. Tal como se verifica hoy, en el sujeto náufrago del sentido, convertido -como lo denuncia Baudrillard- en partícula absorbida por el agujero negro en que lo social se precipita, víctima del poder inercial de lo neutro106.

Preveníanos Rodó de todos los peligros de alienación a cuyos máximos extremos estamos sometidos cien años después; a cuantos modos de falsificación nos expone la cultura contemporánea, escamoteando en nosotros el yo verdadero, aquel que podríamos y querríamos ser, sustituyéndolo por una infinidad de yoes ficticios a cuenta y riesgo de toda razón y todo quicio. Como si hubiese adivinado tales extremos aun dentro de contextos muy amplios de contenido, sin las consiguientes premisas y acotaciones ideológicas que Rodó no podía tener en cuenta, por imposición de ese difuso ontologismo del ideal que profesaba, quiso precavernos de los riesgos de una errancia inútil, del extremo infamante del «hombre sin atributos», sin conciencia de sí ni fundamento. Debe el hombre, para Rodó, incorporarse al fundamento de lo real; y en la medida en que participe de esta condición fundante, reasumir su más alta dignidad y la calidad de su ser más auténtico. En consecuencia, la cesión de sí mismo es la más grave de todas las hipotecas que sobre nosotros hiciéramos pender. Por eso, los tres verbos que constituyen los centros gravitantes del actuar humano son: pensar, soñar y admirar. Ellos ordenan y centralizan el universo interior del hombre, conectándolo con la jerarquía del mundo y, pasando por el rasero del «deber ser», lo ponen en sintonía con «el plan ignorado» en cuyo cumplimiento se corrobora la epopeya de Ariel.

Pensar, piedra angular de la conciencia reflexiva, cogito, pero no como término correlativo del objeto en el sentido cartesiano, función de la evidencia de la idea clara y distinta; sino, más bien, como autoconciencia, fuente de todo el desarrollo ideatorio del hombre; tampoco correlativo del ser metafísico caracterizado en términos de objetividad, porque el inmanentismo de su pensamiento no se lo permitía; sino pensar como el acto supremo de participación en el todo, por el que el mundo cobra conciencia de sí, concepción de un Dios «in fieri», como lo expone en «Mi retablo de Navidad» de El mirador de Próspero, «de un Dios identificado con el desenvolvimiento de la especie y de la conciencia humana, generado estrictamente en el curso de la aventura del hombre en el mundo, en el proceso de una humanización que accede, sin salto cualitativo, a devenir unidificación»107.

Pensar es compromiso irrenunciable con el ser, participación suprema de la humana criatura en la totalidad en devenir del Universo. Para Rodó el hombre no es ni mendigo ni superhombre; no se pierde a sí mismo en la demanda de ser, ante un ser que lo trasciende, ni conoce ese horizonte último y devastado del sujeto que sólo encuentra en sí mismo la garantía de su existencia en libertad; pero una libertad obnubilante y enfrentada a un mundo sin enigma, deificación del hombre, infierno de soledad que Nietzsche anticipaba. En Rodó, en cambio, el hombre se cumple en un proceso que podría inscribirse en la categoría de «un ir de la vida más allá de sí misma», en la intuición de Simmel, a la «que la trascendencia le es inmanente». «Con la conciencia más alta de cada momento, que nos rebasa a nosotros mismos -dice Simmel-, somos lo absoluto por encima de nuestra relatividad. Pero como la marcha ulterior de este proceso vuelve a relativizar este absoluto, la trascendencia de la vida se muestra como la verdadera absolutidad, en la que se suprime la antítesis entre lo absoluto y lo relativo»108.

Soñar, segundo huésped de la celda del rey de la parábola, verdadera forma de potenciación del hombre, suplemento imprescindible y arcano de su ser. Ensanchamiento del pensar hacia un más allá de la conciencia reflexiva, trascendentalización del logos, sagrada proyección que se abre a las impredecibles formas de lo otro y acoge lo inconmensurable. Tal vez remisión o vía de retorno a nuestro ancestral arraigo, exploración de misteriosas huellas dactilares, tónica y vivencia de un enigma que permeabiliza los confines, dándole hondura y potenciación a la vida. Verdadera poesía cotidiana que volatiliza ciertas arduas certidumbres de la vigilia, abocándonos a los torcedores de la duda, la interrogación y el destino. Puede ser el futuro y el origen, confluencia de todos los caminos, recuperación y memoria, posible sentido, aún no inteligible de todo acontecer. Es, en la acepción de Rodó, sobre todo el soñar despiertos, una de las dimensiones de la fenomenología del soñar; el proyectarnos más allá de todo límite y fijismo, la corroboración de la libertad de la persona como acción libre y creadora; de la que, no obstante, el otro sueño es figura y paradigma, porque es prenda de la infinitud, rebasamiento de los márgenes de la razón positiva hacia el espacio incondicionado de otras comarcas.

Admirar, por último, es estar abiertos a lo que reconocemos por encima de nosotros y dejarnos aleccionar por ello. Nada más hermoso que aquella extraña alianza de humildad y grandeza que conocían los griegos y que nos transmite de la manera más palmaria el discurso de Néstor en el canto 1 de La Ilíada, según el cual, hay que aprender de aquellos seres que contemplamos como más grandes que nosotros, sin desdoro de la propia dignidad. Admirar implica, entonces, un sentimiento de humildad permanente, que nos hace abiertos y receptivos a valores que nos trascienden y contribuyen a nuestro propio crecimiento y plenitud.

«La verdadera admiración -escribe Jean Lacroix- no destruye la personalidad, que ella despliega; no mata la libertad, a la que exalta. Lejos de sacrificarse a un solo modelo, ella conserva la capacidad de comparar y de escoger, de juzgar. La posibilidad de rehusamiento subsiste siempre. Los dones que recibe pueden ser renovados ya que son libremente consentidos. Hay una admiración que nace de la plenitud o, más exactamente, de la tendencia del ser a alcanzar su plenitud. En este caso, la admiración por el modelo es la realización de lo que hay de mejor en uno mismo». [...] «Admirar es conocer y amar a la vez» 109.



La admiración nos abre a mayores magnitudes, potenciando nuestras más secretas posibilidades; nos hace dóciles a lo que está por afuera y por encima de nosotros. Dice Gabriel Marcel: «No veo que en nuestro tiempo sea plenamente reconocido el alcance altamente espiritual y aun metafísico de la admiración». «La admiración está ligada al hecho de que algo se revela en nosotros. Las ideas de admiración y revelación son, en realidad, correlativas. Mediante ellas yo reconozco un cierto absoluto» [...] «Nada es probablemente más característico de una cierta degradación contemporánea que la propensión a juzgar como sospechoso todo tipo de superioridad, en cuanto se lo reconoce como tal»110.

De este modo se articula la vida interior del hombre y se afianza su patria espiritual, según la moral expuesta por Rodó en la parábola del rey hospitalario. Pensar, soñar, admirar, forman el triduo de la más alta sabiduría, con cuyo cumplimiento colaboramos a la espiritualización del mundo y nos elevamos a nosotros mismos. Se verifica así para Rodó, la identificación de la razón con la experiencia vital, sin la cual solo quedaríamos abocados a una lógica muerta y mutilante que agostaría las fuentes de la vida. Por eso la prédica de Próspero remite fundamentalmente el pensamiento idealizador a la acción del hombre, sin cuya alianza, la acción no sería más que abyecta servidumbre; y el ámbito de esa idealización -como el del capullo al gusano- ha de ser el interior del hombre, a cuyo abrigo se gestan las más elevadas concepciones; cumplen su metamorfosis las criaturas más encumbradas del espíritu y cobra la persona esa infinitud que es piedra miliar de su condición:

«Una vez más: el principio fundamental de vuestro desenvolvimiento, vuestro lema en la vida, debe ser mantener la integridad de vuestra condición humana. Ninguna función particular debe prevalecer jamás sobre esa finalidad suprema». [...] «[...] pensad al mismo tiempo en que la más fácil y frecuente de las mutilaciones es, en el carácter actual de las sociedades humanas, la que obliga al alma a privarse de ese género de vida interior, donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles que, a la intemperie de la realidad, quema el aliento de la pasión impura y el interés utilitario proscribe: ¡la vida de que son parte la meditación desinteresada, la contemplación ideal, el ocio antiguo, la impenetrable estancia de mi cuento!»111








El sentimiento religioso de Rodó: la experiencia del misterio

«El misterio no es una muralla contra la que la razón se estrella, sino un océano en el que la inteligencia se hunde».



Gustave Thibon                


Se insinúa así en Ariel aquel sentimiento que hallará después ancho cauce en la obra de Rodó y que podríamos calificar de religioso en su sentido de máxima latitud.

«Todo problema propuesto al pensamiento humano por la Duda; toda sincera reconvención que sobre Dios o la Naturaleza se fulmine, del seno del desaliento y el dolor, tienen derecho a que les dejemos llegar a nuestra conciencia y a que los afrontemos. Nuestra fuerza de corazón ha de probarse aceptando el reto de la Esfinge, y no esquivando su interrogación formidable...»112


Religiosidad que nace de la percepción de un fondo último e irrebasable de lo humano, que lo enfrenta a la tabla rasa del pensamiento positivista. Inconcebible es para Rodó, la experiencia de la vida, si no involucra este íntimo estremecimiento, original inconformismo con la superficie engañosa de las cosas. Sin la confrontación a los torcedores últimos del existir; sin la intuición de un orden cósmico que nos involucra en forma decisiva a esa «estupenda unidad del todo» que preside siempre sus planteos. En las citadas reflexiones sobre el dolor de la primera parte de Ariel hay como un denodado espíritu de estirpe estoica que témplase como el acero en la fragua del sufrimiento y del misterio. Surge así la visión de Rodó como una fuerte incitación a la inteligibilidad de un sentido, aunque este no sea plenamente discernible ni cuantificable, porque es, precisamente, potencialidad absoluta, virtualidad anchurosa de lo incognoscible. Amplio margen de alusividad de los signos entre los que nos movemos, que apuntan hacia la inconmensurabilidad del ser.

Se da hoy en día, por el contrario, una funcionalización técnica del lenguaje reductora del sentido: los nombres de las cosas solo indican cómo funcionan. Esta petrificación del significado implica un sometimiento a los hechos inmediatos, que impide la lógica de la protesta, como sostenía Marcuse, y la posibilidad de alumbrar un tipo de pensamiento trascendente: es el triunfo del pensamiento positivo y unidimensional. Como señala Fernández del Riesgo: «Se cumple lo anunciado por Max Weber: el predominio de una lógica de la dominación racional. Una racionalidad tecnológico-instrumental que cosifica y empobrece al sujeto humano. Una racionalidad que acaba elevando a rango máximo el principio de la eficacia sin cuestionarse, ni fundamentarse críticamente, los fines. Por lo tanto, la hegemonía de una razón instrumental al servicio del interés técnico, denunciada por los autores de la Escuela de Franckfort, y que no nos garantiza una auténtica liberación del hombre. Como nos recuerda Paul Ricoeur, el desarrollo de la racionalidad científica ha ido parejo a un retroceso en las cuestiones del por qué y el para qué, del sentido total y la felicidad humana. La razón instrumental que pregona el desarrollo científico y tecnológico, desentendiéndose de las cuestiones últimas del sentido y de los valores, acaba legitimando el orden social de la tecnocracia»113.

Evaluamos la lección de Próspero, desde esta perspectiva, como indicadora de una aptitud para la percepción y la eventualidad del misterio, que sofocaba el positivismo imperante entonces, y que hoy resulta sacrificado en los altares de la ciencia y de la técnica o emerge en las formas más edulcoradas de la new age y en la pérdida de sentido trascendente del mundo, por imperio de una razón instrumental y masificadora. De ahí deriva, entonces, toda la crítica al utilitarismo como positivismo práctico, que se plantea como uno de los temas centrales en la oración de Próspero.

Había que señalar, como lo hizo Rodó, esa necesidad de eventual recogimiento, esa «meditación desinteresada» que nos salve de la «deformidad y el empequeñecimiento» que proceden de la «pasión impura y el interés utilitario». Incitación y llamado tanto y más válidos ahora que entonces, cuando se ha perdido la conciencia de nuestra universalidad y el crecimiento armónico de nosotros mismos, fundados en un sentimiento estético, en la intuición de que todo adquiere concierto y armonía y nos prepara para ese «universal amor de las almas»; sentir así el deber «estéticamente como una armonía».

En el ensayo sobre el libro Idola Fori del colombiano Carlos Arturo Torres, que integra El mirador de Próspero, Rodó destaca como «otro de los rasgos fisonómicos del pensamiento hispanoamericano [...] la vigorosa manifestación del sentido idealista de la vida: la frecuente presencia en lo que se piensa y escribe, de fines espirituales; el interés consagrado a la faz no material ni utilitaria de la civilización»114. Este neoidealismo que reivindicaba Rodó supone una moral de renovación que se relaciona con la evolución creadora de Bergson. Puesto que vivimos transformándonos, para Rodó es un deber vigilar, dirigir y orientar nuestra propia transformación, sin olvidar nunca la persistencia indefinida de la educación. En este nuevo sentido idealista de la vida, se dejan de lado en parte los intereses materiales y utilitarios traídos a un primer plano de importancia por el positivismo y se presienten fines más desinteresados y espirituales. Aquí demuestra Rodó cabal conciencia de la situación en que se desarrolló y quedó confinado el estrecho horizonte mental del positivismo, cuando, al no ser acompañado por el idealismo, pretendió avasallar «el misterio del mundo y la esfinge de la conciencia» rebajando así el sentido de lo humano. Rodó realiza aquí uno de los análisis más lúcidos y tempranos que se han hecho sobre la crisis del positivismo y su estrechez de miras. No tenemos que tomar a Rodó, ni aun en este estudio, como filósofo sistemático, pero su filosofía se infiere de las esporádicas y señeras referencias a un estilo y a un contenido de pensamiento que, huelga decir, se ha infiltrado en las estructuras de pensamiento y de funciones del mundo de hoy, ya sea como un sistema explícito y metodológicamente fundamentado, ya sea como una modalidad infusa en nuestras prácticas de vida, lo que acaso es peor; porque esta última expresión no admite casi réplica o impugnación, pues ha impregnado los mecanismos más sutiles y escondidos de la existencia. Y en este sentido, analiza Rodó del positivismo el espíritu cientista especialísimamente en la dirección del evolucionismo de Spencer:

«El positivismo del siglo XIX tuvo esa multiforme y sistemática reencarnación; así como en el orden de la ciencia condujo a corroborar y extender el método experimental y en la literatura y arte llevó al realismo naturalista, así, en lo que respecta a la realidad política y social, tendió a entronizar el criterio utilitario, la subordinación de todo propósito y actividad al único o supremo objetivo del interés común».

[...] «necesario es reconocer que aquella revolución de las ideas fue, por lo general, entre nosotros, tan pobremente interpretada en la doctrina como bastardeada en la práctica».

[...] «Fue éste un empirismo utilitarista de muy bajo vuelo y de muy mezquina capacidad...»

[...] «Por lo que se refiere al conocimiento, se cifraba en una concepción supersticiosa de la ciencia empírica, como potestad infalible e inmutable, dominadora del misterio del mundo y de la esfinge de la conciencia, y con virtud para lograr todo bien y dicha a los hombres»115.


En América, el positivismo fue un empirismo utilitario que, en lo que se relaciona con el conocimiento, cree que la ciencia empírica puede conocerlo todo. En lo que se refiere a la acción y al gobierno de la vida de cada uno, esta se dirige pura y exclusivamente en función de intereses materiales, y estos intereses son lo práctico y lo útil. Lo que está sosteniendo Rodó es que lo útil y lo práctico no han de ser desdeñables, siempre y cuando se los subordine a un fin superior que ha de cohonestar todos nuestros propósitos y subrogar las propensiones más valiosas y los mayores desvelos de la vida. El neoidealismo de Rodó no desconoce las prerrogativas de lo real; en lugar del idealismo dogmático que da una preeminencia absoluta a la razón abstracta, Rodó le da importancia a una razón identificada con la experiencia vital. Según Ardao, cuando se habla aquí de «idea», debemos interpretar más bien un «ideal», en el sentido de que este existe como valor, que apunta a lo real aspirando a trascenderlo. Rodó expresa cómo la conciencia de su tiempo, descreída del positivismo y en una luminosa necesidad de creer, desemboca en el neoidealismo. Se reconoce el aspecto favorable de la doctrina positivista, en cuanto esta se orienta hacia la valoración de lo concreto, de lo real y de la ciencia, con «su potente sentido de relatividad; la justa consideración de las realidades terrenas: la vigilancia e insistencia del espíritu crítico; la desconfianza para las afirmaciones absolutas...» Pero su neoidealismo toma punto de partida en la realidad para sublimarla y, en lugar del dominio de la razón abstracta, propia del idealismo anterior, se rige por una razón identificada con la experiencia vital. Procura Rodó llenar así con el neoidealismo, el vacío que padece como consecuencia de las insalvables limitaciones del positivismo, que no es más una visión científica del mundo, una concepción mecanicista de la existencia humana, una evasiva filosófica. Por eso redime al positivismo de Renán «su lontananza idealista y religiosa», por eso se evoca «la reconstrucción metafísica» de Bergson y «el renovado contacto con las viejas e inexhaustas fuentes de idealidad de la cultura clásica y cristiana». Lejos, entonces, de suscribir la sentencia de Manuel Claps respecto a que en lo filosófico el pensamiento de Rodó está agotado116, así como lo sostenido por muchos otros de sus enterradores, creemos que Rodó se adelanta a su época en algunas de sus intuiciones fundamentales. La aparente frialdad parnasiana de su prosa se encuentra, sin embargo, transida del estremecimiento de la vida, y no es más que la expresión parcialmente radiante y victoriosa del consecuente esfuerzo por superar paso a paso las provisionalidades y los desencantos de su estar en el mundo. El estilo es la expresión de una batalla silenciosa, como lo expresa en «La gesta de la forma», que busca reparar heridas, consumar incompletudes, imprimirle permanencia a lo mudable:

«La lucha del estilo es una epopeya que tiene por campo de acción nuestra naturaleza íntima, las más hondas profundidades de nuestro ser»117.


Su estilo es la expresión del incontenible combate que sostuvo con la desesperación y la duda, con el fondo de incurable congoja que subtiende toda vida. Esta íntima congoja, de profundas raíces existenciales, es lo que no se ha querido ver por algunos de sus negadores, como el trasunto de un alma combatida por fuerzas que constituyen el drama mismo de la espiritualidad contemporánea: amenazado por los contrarios vientos de una oscura irracionalidad por un lado y de una racionalidad restrictiva y empobrecedora por el otro. La difícil ecuación de su yo y el mundo no podían ser resueltas por una razón divorciada de la vida. Se vive en la precariedad de lo mudable, porque la vida como la personalidad es cambio, y toda mutabilidad es amenaza, pero es también el precio incalculable de nuestra propia conquista interior, de nuestro insellable cumplimiento espiritual. La vida del espíritu es acto y, en consecuencia, asunción de nuestra originaria libertad, e impulso incoercible hacia el ser que adviene en nosotros. Muy lejos de ser la de Rodó una serenidad olímpica, es la emergencia, en todo caso dolorosa, de una verdad existencial y estremecida. En tal sentido, se acerca su actitud en la búsqueda del conocimiento, a las posiciones del existencialismo y del personalismo de este siglo: las esencias deben ser concebidas, según lo expresa Jean Lacroix, como aproximaciones a una existencia que no puede aprehenderse totalmente nunca. «El conocimiento filosófico no podría ser, pues, ni pura intuición ni pura construcción, sino, siguiendo una profunda fórmula de Vialatoux, una especie de reflexión progresivamente intuitiva. La intuición es el ideal de toda comprensión: Videre est habere. Pero es un ideal inaccesible. El conocimiento humano es militante y dialéctico, es decir, conceptual. Es aproximado: lo que significa que nuestras construcciones se esfuerzan en encerrar cada vez más una realidad que no podemos nunca poseer integralmente. Y nosotros llamamos propiamente reflexión a esta forma de conocimiento en la cual la intuición no está separada, sino que es inmanente al proceso discursivo...» [...] «En el hombre, el conocimiento de sí es conciencia de sí. Ahora bien, la conciencia no es más que el sentimiento de una cierta distancia de uno mismo a sí mismo, a la vez que el esfuerzo para aproximarse a sí. No es plena posesión del ser por él mismo, sino conquista progresiva, creación continua»118. Nuestro pensamiento no es una esencia, no es un ser subsistente en sí, sino que hay en él una tendencia radical a trascender. Esta marcha de aprehensión de lo real por la mediación de lo verdadero conduce, en la concepción de Lacroix, a la noción de sistema abierto. Una conciencia de la magnitud y la complejidad de lo real, signada por la inquietud constante y la apertura a un horizonte de posibilidades infinitas, es lo que acerca a Rodó a tal concepción; sin haber formulado una filosofía, su resistencia a todo espíritu sistemático, su cabal sentido del misterio, que convierte al sistema en irremediablemente insuficiente; pero a la vez una resistencia a caer en el intuicionismo irracionalista, todo lo cual -como ha sido suficientemente anotado por Ardao-, lo acerca también a Vaz Ferreira: «Notable resulta la afinidad que, bajo distintos aspectos, se descubre entre los espíritus de estos dióscuros de nuestro incipiente humanismo. Se revela ante todo en las dos ideas básicas de la ética intelectual de ambos: la idea de libertad y la idea de tolerancia»119. Y permítasenos volver otra vez a uno de los conceptos medulares de Lacroix, que abona la vigencia ética y la fermentalidad de esta posición de Rodó, convergente en esto con el maestro de la Lógica viva y Fermentario; «Es, pues, dice Lacroix, la impotencia en que se encuentra el hombre para alcanzar toda la realidad e igualar su conocimiento al existir -aun a su propio existir- la que origina la variedad, no solamente legítima sino necesaria, de los sistemas. La infinita diversidad de vistas fragmentarias es el sustituto indispensable de una visión intuitiva y global que sólo podría realizar un espíritu infinito. La variedad de los sistemas intelectuales es el homenaje que los espíritus finitos rinden a la inaccesible unidad, a la infinita simplicidad de la Intuición ideal»120.

De ahí que toda la lección de Rodó sea una apología de la búsqueda común, en el mancomunado afán de los espíritus abiertos, en el amoroso culto de la projimidad esencial a lo humano, por lo tanto en una ética de la libertad y la esperanza, simbolizadas por Gorgias en su despedida a los discípulos, o en la búsqueda afanada de Hylas, el joven argonauta cautivo de amor y extraviado para siempre, pero motivo y causa del incesante ritual de la búsqueda, que es el símbolo definitivo de la inquietud humana, aliciente y sostén de toda existencia espiritual:

«Exista el Hylas perdido a quien buscar en el campo de cada humano espíritu; viva Hylas para cada uno de nosotros. Pongamos que él no haya de parecer jamás; ¿qué importa, si el solo afán de buscarle es ya sazón y estímulo con que se mantiene el halago de la vida? Un supremo objeto para los movimientos de nuestra voluntad; una singular preferencia en el centro de nuestro corazón; una idea soberana en la cúspide de nuestro pensamiento ...»121.


De ahí también la convicción de la consustancial insuficiencia y limitación de esta vida, que le imprime a Rodó ese «estado de melancolía» declarado por él mismo. «El único ideal realizable en la vida es el de aspirar a embellecer, ennoblecer y poetizar este gran desengaño que es el fondo inevitable de toda existencia», dirá en los «Bosquejos». Es decir, que íntimamente alienta -no sabemos si la esperanza, aunque sí la duda- de que el bien y la consumación están en otra parte. Así deja abierta Rodó esa instancia trascendente de su agnosticismo, que es prenda posible de su inserción en la intemporalidad , si no promesa o garantía; el crédito de que se existe «para algo», de que estamos abocados al Ser como horizonte de posibilidades; y este es el suplemento indispensable, la compensación suprema de todas las falibilidades y las insuficiencias de la vida. Conmovedora fidelidad a un orden que nos trasciende y al que Rodó se siente subordinado sin comprenderlo; consecuencia última a una inquietud que nos mantiene alertas, vigilantes, dirigidos siempre a un horizonte que rebasa a la razón pero integrando, no obstante, las adquisiciones que esta va realizando; inquietud fundamental que afianza al espíritu como espíritu, que hace que nos descubramos como espíritu, pero que es también flecha que nos mantiene heridos y en vilo sobre nuestra contingencia. Definitiva afirmación del valor y el sentido de la vida, aunque más no sea entre tinieblas. Nos rodea «una película de realidad comunicable con nosotros. ¿Quién sabe qué extraños ojos están abiertos sobre nosotros en la sombra?», como ante esas impávidas estrellas de la última página de Ariel, que nos miran ante la ignorancia de la muchedumbre. «El silencio es lo divino», dirá Rodó, pero «el más noble atributo del ser racional es no conformarse ante el misterio infinito». Eso, nada menos, es lo que el positivismo quería abatir.




La radicalidad ética de su legado : universalidad y filantropía

Restituye así Rodó un ethos que, desde nuestra actual perspectiva cobra alcances removedores en su involucramiento de lo social y lo político, y en la reflexión que formula de sus propios criterios; porque, aun manteniéndose en esa esfera de lo absolutamente ideal desde la que habla Próspero y en la que opera Ariel, tiene efectos totalizadores y lleva a una severa y tantas veces malentendida crítica al utilitarismo encarnado en la sociedad norteamericana.

Tiene el planteamiento de Rodó en Ariel graves implicancias filosóficas y antropológicas: si una vez Platón expulsó de su ciudad ideal a los poetas, Rodó consagra una dimensión restitutiva de lo poético -como intuición primera, visión mítica de lo humano- y la implicancia social, comportamental de la concepción socrático-platónica. Ya se ha visto cómo aquella aprehensión totalizante y mítica -en el sentido pitagórico-, se cumple para Rodó en una visión unificante del ser; pero, por otro lado, esta intuición se conjuga con la otra actitud, que podríamos llamar una «razón práctica», la de la exigencia de vivir «a lo hombre» inscrita en esa esfera de la acción en que se constituye desde Aristóteles la filosofía, y que llega en Platón, a través de Sócrates, a la función «práctica» de la filosofía, a ejercicio vital122.

«[...] valdrán siempre, para la educación de la humanidad, la gracia del ideal antiguo, la moral armoniosa de Platón, el movimiento pulcro y elegante con que la mano de Atenas tomó, para llevarle a los labios, la copa de la vida»123.



Y ello se vincula en ideal consorcio con la suprema caridad del cristianismo:

«La perfección de la moralidad humana consistiría en infiltrar el espíritu de la caridad en los moldes de la elegancia griega»124.



Involucra así el armonismo de Rodó, todas las dimensiones personalizantes del ethos, en orden a descubrir y asumir por parte de cada uno el sentido de la vida y desarrollar las máximas potencialidades. Ello implica evaluar los vastos alcances que tiene hoy su mensaje para la función educativa: desde la objetividad ética, todo proceso educativo verdadero deberá ayudar a que cada uno se asuma como persona moral, a respetar la alteridad esencial del otro y su vinculación solidaria; y a asumir plenamente la complejidad de la vida social y su compromiso ético legítimo y realizante.

La crítica acerba de Rodó al utilitarismo norteamericano tiene hoy más vigencia que nunca cuando asistimos al ejercicio de prácticas educativas que mutilan al hombre preparándolo como fuerza de trabajo para el mercado, en la línea observada por Claus Offe, en el sentido de que la referencia a la forma mercadería aparece de manera cada vez más nítida en el capitalismo avanzado125. Y, en consecuencia, la funcionalización del hombre y la discriminación de la economía de mercado, generadora de fuertes asimetrías y marginación social, desmiente en forma categórica las propuestas de equidad dirigidas desde el poder con su coeficiente de «inclusividad» para el aparato educativo institucionalizado. Por eso no es excluyente en el espíritu de Ariel la prédica del ocio noble y el ideal desinteresado, de una consideración de la utilidad como parte integral de las virtudes. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles plantea el tema del bien humano considerando la práctica en vista de sus fines. Y a cierta altura afirma que la virtud es, por lo general, lo bello y elogiable. Pero lo bello en Aristóteles mantiene un significado ético y social, lo que fue traducido al latín como honestum, lo honroso, lo que merece reconocimiento social. Esto, empero, debe conciliarse con la verdadera valoración de la utilidad como consecuencia para el ser colectivo; allí donde el individuo se constituye como persona en la apertura a los otros, en un ethos dialogante y solidario. Desde este punto de vista, el hombre, cada hombre comparece ante los otros en una situación simultánea de deudor y menesteroso: responsable de lo que agrega o menoscaba la humanidad de su prójimo, al mismo tiempo que desde su radical indigencia, necesitado de los otros para trascenderse y personalizarse; esta condición de relevante utilidad de la virtud, procede en sentido último, de la condición menesterosa de la criatura humana126. Ahora bien, aquella proyección social de la virtud del hombre no puede concebirse a priori como universal. El tema central de la filosofía moral se plantea en la cuestión de cuáles sean los presupuestos cognitivos y motivacionales que habiliten la universalización de un imperativo categórico ante el prójimo, el reconocimiento de mi personalización en referencia a mi responsabilidad frente al otro. La contracara del «¿acaso soy yo guardián de mi hermano?», de Caín. La historia del pensamiento moderno ha sido la progresiva autosuficiencia del hombre hasta el superhombre de Nietzsche, que tiene como réplica la muerte Dios. Y el hombre enfrenta entonces a la nada. George Bataille ha visto con lucidez esta condición autodestructiva del camino seguido por el hombre hacia su soberanía como desarrollo de las propias fuerzas en el ejercicio de una libertad incondicionada. Cuáles sean las condicionantes sociales para generar o recuperar esa dimensión ética de la alteridad personalizante que es constitutiva de la verdadera libertad que me hace «guardián de mi hermano», es la gran cuestión de la filosofía moral. Ante la fragmentación de los discursos de la razón, ante el colapso de las visiones y los sistemas centralizados y la crisis en la confianza respecto a una ética universalista que el optimismo dieciochesco pregonaba, tenemos que generar condiciones para una cultura de la proximidad, para un delicado y amoroso sentido del prójimo; bregar por un ethos del diálogo en que la persona sea valorada como un fin y no como un medio para el cumplimiento de determinada función.

Faltaba, es cierto, en Rodó, la referencia a esos condicionamientos ideológicos más explícitos, a limitaciones de sociedad y cultura que pueden poner en riesgo la paridad de bondad y belleza que postulaba. Pero sigue siendo válida, no obstante, la apelación a una actitud y a un ámbito de honestidad y sinceridad en el que atentos a nuestra circunstancia, fieles y consecuentes al compromiso con la experiencia que nos concierne, vivamos unidos a esa esfera ideal de valores que nos hace cohacedores de la aventura universal, partícipes del ser en su perpetuo devenir, ejerciendo la propia libertad y coadyuvando a la de los otros. Abiertos y consagrados a un diálogo -como en la Despedida de Gorgias-, en el que la verdad se irá revelando indefinidamente, como la promesa más validante de la vida. El grado de humildad y apertura en el que participemos será la prenda de autenticidad de nuestra filantropía y del crecimiento en la fidelidad a esa misma verdad que en nosotros se va abriendo camino; en ese proceso, nuestra fidelidad será trasunto de la trascendencia y ello se cumplirá en el consorcio del bien y la belleza. Porque el cumplirse de esa misión es por sí mismo vitualidad de vida y concierto que coadyuva a la espiritualización del universo.