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Los equilibristas

Daniel Moyano





Antes hablaban mientras esperaban que cayesen los higos; pero en los últimos días del verano, y con los últimos higos, casi callaban. Estaban sentados en el suelo, cambiando apenas de posición, cuando algún hueso dolía, y ya no levantaban la cabeza para mirarlos, negros, entre las hojas: ahora miraban a veces el suelo, a veces hacia adelante, para seguir con la vista, brevemente, el paso distante de algún camión. Antes, muchas veces, decían si corre viento es seguro que ese higo cae, mirando el brevísimo tallo que unía la fruta a la rama; o se mojaban un dedo y lo alzaban para ver si había un poco de brisa que más tarde aumentara e hiciera caer los higos vacilantes. Entonces los higos estaban más blandos y había que estar muy atento al término de la madurez, al instante preciso en que la fruta se desprendía del tallo para caer y evitar con las manos que golpeara contra el suelo, porque reventaba, se llenaba de tierra y quedaba reducido a nada, como si toda su pulpa hubiese ido desapareciendo en el aire a medida que caía. Antes, en otros tiempos, tenían que estar con las cabezas erguidas mirando fijamente la fruta que parecía a punto de caer, y tomarla en el aire en el instante preciso. Muchas veces habían perdido hermosos ejemplares por estar mirando fijamente un higo y no advertir que otro caía detrás de ellos y se rompía. Pero fue hermoso más tarde aprender a superar gradualmente ese problema, a fuerza de concentración y espera, así como aprender a distinguir entre un higo lleno y la bolsita negra y vacía que dejaban los pájaros después de comer toda la pulpa. Ahora que no hablaban y esperaban simplemente y sin mirar, porque ya lo sabían todo, los higos habían llegado a un punto tal de madurez que la caída no podría dañarlos. Eran casi pasas, con toda su dulzura concentrada. Entonces, antes, era agradable la espera. Podían hablar venciendo paso a paso las dificultades para comer los higos que cayesen, y cada palabra era una forma de aproximación hacia el instante deseado. La aventura comenzó una mañana, cuando encontraron el piso de la vereda negro de higos. Algunos reventados, otros pisados por la gente, había, sin embargo, muchos para comer. Y pensaron que si en una noche cayeron higos como para cubrir la vereda, las caídas debían producirse en lapsos más o menos breves. Pero al día siguiente, cuando tuvieron que esperar a que los higos cayesen uno por uno, y comerlos uno por uno, dividiéndolos cuidadosamente en partes iguales para no tener que decir la mitad más grande para mí, las sucesivas esperas parecieron intolerables, salvo en un par de ocasiones, cuando no habían terminado de comer uno y estaba cayendo otro. Hacia el final de una tarde, uno de ellos le dijo a su compañero que no valía la pena esperar tanto, que los higos demoraban mucho, que la vereda llena se debía sin duda a un viento muy fuerte, y el otro reflexionó un momento y le dijo que contara los higos que habían comido. ¿Viste que hemos comido muchos? Casi como una vereda llena. Lo que pasa es que caen de a uno por vez y así parece que no cayeran nunca.

Antes hablaban porque todos los problemas de la caída de los higos estaban por resolverse, porque iban descubriendo poco a poco las sutilezas del mecanismo; pero ahora todo estaba previsto y aprendido y solamente había que quedarse al lado de la tapia para no sufrir tanto el sol y esperar que los higos cayesen en tiempos más o menos previstos. Ahora se trataba simplemente de comer. Incluso sabían cómo podía ser la planta del otro lado de la tapia, donde estaban las ramas más opulentas. Las que asomaban sobre la tapia, bien altas, apenas cargaban unos pocos frutos en relación con los que sin duda había adentro. También todo eso había sido hablado y evaluado antes, cuando cada higo, además de comida, era un presentimiento.

Ahora callaban y no miraban hacia lo alto. Estaban apoyados contra la tapia y miraban el suelo, con los ojos casi cerrados por el sueño. Únicamente velaban los oídos, adiestrados para el levísimo ruido que hacían los higos al caer. Cuando alzaban la vista para verificar simplemente lo que había anticipado el oído, como el paso de alguno de los pocos vehículos que había en el pueblo, los ojos se detenían un instante en las paredes blancas, en el empedrado desierto de las calles, como si esos y no la higuera fuesen los motivos de más interés; se detenían un instante antes de cerrarse, y quizás la cabeza se alzase un poco hacia arriba y ellos echasen una rápida ojeada a las ramas más altas, cuyas sinuosidades conocían perfectamente y guardaban en la memoria. Ahora sabían que era inútil mirar nada y se entregaban enteramente no a la espera de la caída de los higos, sino de la llegada de la brisa, transmitida antes a los oídos que a la piel por el estremecimiento de las ramas más débiles.

Únicamente el ruido de la caída de un higo alteraba físicamente la situación aparentemente invariable. Producida la caída, ambos abrían los ojos y se miraban aprobando el convenio tácito de que esta vez le tocaba al otro levantarlo. Entonces uno de ellos se levantaba pesadamente, como un animal cuyas extremidades no le permitiesen un desplazamiento rápido, alzaba la fruta, la limpiaba un poco en la manga de la camisa y trataba de cortarla, con los dientes, en dos partes exactamente iguales.

Pero la higuera aquella era en realidad una etapa, aunque pareciera interminable, de otras búsquedas. Ellos salían a la siesta a buscar algo: higos o cualquier otra cosa distinta de ellos y de todo lo que los rodeaba en cada una de las horas de cada uno de sus días y de sus viviendas rituales. Andaban horas por las calles del pueblo, ni hombres ni niños, con las manos en los bolsillos y sin hablar, a la espera de que apareciera algo, de que alguien los tuviese en cuenta, los nombrase o los llamase para algo.

El circo que llegó durante un entonces pareció importante, aunque no pudieron ver ninguna función. Aquel día, cuando estaban armándolo mientras el carro de la propaganda anunciaba revelaciones de misterios, juegos imposibles y animales exóticos, ellos abandonaron la higuera, sacaron las manos de sus bolsillos como si fuesen a cavar en el suelo para clavar los altísimos palos del circo, pero nadie los llamó, nadie aceptó la ayuda que hubiesen ofrecido. Hacia la caída de la tarde, cuando el circo estuvo armado y ya nada había que ver por fuera, volvieron silbando por las calles humedecidas, saltando sobre el chorro de agua del camión regador municipal, y se fueron a esperar la caída de los higos. Había varios en el suelo. ¿Viste que caen muchos? Cuando estamos aquí parece que no cayeran nunca.

Era mejor volver a los higos. El circo y las calles y las muchachas y los camiones y las montañas y las ciudades distantes parecían cosas muy importantes que algún día podrían poseer, cosas que permanecían sin que tuvieran que caer, pero también como detenidas en el aire, como vedadas para siempre. Los higos, en cambio, caían de vez en cuando, y habrían caído casi sin interrupción si ellos no hubiesen estado esperando pacientemente la caída. No solamente habían caído entonces, todos los higos, sino también las hojas y las lluvias y la escarcha, y habían vuelto a brotar y todo lo pasado parecía no haber existido nunca. Incluso aquel entonces desapareció, porque ahora estaba en otro entonces, en la repetición de los ciclos de la tierra repetitiva, nada más que un poco más adultos y en la misma vereda de tierra esperando otra vez la caída de la fruta.

Pero no había otro entonces, o por lo menos no lo advertían. No había pasado ningún invierno ni había caído ninguna lluvia, porque ellos estaban otra vez contra la parad esperando el ruido de los higos al caer. El tiempo no termina nunca, es siempre el mismo, ni siquiera pasa, estuvo por decir uno de ellos; pero, además de parecerle una idea extravagante, pensó que si decía algo, quizás en ese preciso momento cayese un higo y su propia voz le impidiese oír el ruido que a través del oído aguzado llegaba al fondo de los ojos cerrados por la modorra de la siesta.

Justamente estaba pensando eso, cuando oyó el ruido casi a sus espaldas. Después abrió los ojos y vio que su compañero, caminando encogido, sin alzarse sobre los pies, como un pato, se arrastraba hasta el extremo de la vereda donde había caído la fruta. Lo vio y se acordó de los sapos que había visto quedarse quietos esperando la aproximación de los insectos. Comieron la mitad cada uno y volvieron a su posición habitual, él en cuclillas en medio de la vereda, mirando hacia la pared, el otro recostado contra ésta.

Después pasó un tiempo larguísimo, como si en vez de avanzar retrocediera hacia el invierno, y vieron que las hojas estaban inmóviles. Ya no se mojaban los dedos para alzarlos y saber si corría alguna brisa. Era otra repetición que no valía la pena. La inmovilidad de las hojas, apenas atisbadas, bastaba para saber que la espera debía continuar.

Más tarde oyeron la propaganda del circo, que había vuelto o que había estado dormido en el mismo lugar durante todo ese tiempo que en vez de pasar se había anticipado a ellos, y con un gesto se dijeron que no valía la pena ir a ver a los hombres que clavaban los postes para alzar la inmensa lona del techo.

Se quedaron allí, inmóviles, esperando que cesase la estridencia de la música del carro de la propaganda para que sus oídos pudiesen percibir otra vez el ruido de la fruta. El estrépito alteró unos momentos, pero sin modificarla, la tranquila y en modo alguno angustiada expectación de sus oídos. Cuando el carro se alejó y el ruido desapareció en los extremos del arroyo distante, el tiempo, que parecía formar parte de ellos, recobró su apariencia cotidiana en la superficie intacta de las tapias, las verjas y el empedrado de la calle. Al rato, un nuevo ruido apenas perceptible reveló la caída de otro higo. Pero ni siquiera abrieron los ojos: sabían muy bien que era el ruido más leve de la cáscara inútil de los higos vaciados por los pájaros.





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