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Los hombres de pro


José María de Pereda


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de OO.CC., Madrid, Impta. de Manuel Tello, 1888, t. I y cotejada con la edición crítica de Noël Valis (OO.CC., Santander, Tantín, 1990, t. III, pp. 132-283).]


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Advertencia

La siguiente novela ha formado parte, hasta ahora, de un libro titulado Bocetos al temple. Personas cuyos dictámenes son leyes para mí, pretenden que Los hombres de pro deben establecerse de cuenta propia y correr solos las aventuras que les depare la suerte. Por eso aparecen aquí dando nombre a este primer tomo de mis Obras completas, en cuya impresión no se seguirá el mismo orden en que fueron saliendo a luz por vez primera, sino el más conveniente a mis propósitos, que en nada perjudican al escaso interés que puedan merecer al público mis libros.

Siguiendo los consejos de las mencionadas personas, no será la alteración hecha en los Bocetos al temple la única que se observe durante el curso de esta publicación. Parece ser que ha llegado la oportunidad (y no quiero desaprovecharla) de que se completen mutuamente algunos tomos de mis cuadros sueltos, adquiriendo, por ejemplo, el de Escenas montañesas, lo que indebidamente posee el de Esbozos y rasguños, y desprendiéndose, en cambio, de lo que, con muy justos títulos, le reclama éste su hermano menor.

Ignoro si con todos estos cambalaches y trastrueques falto a alguna ley que debe respetarse. Varios ejemplos, que recuerdo, me dicen que no; uno sólo, pero de mucha calidad, afirma que ni las erratas de la primera edición de un libro deben desaparecer de las sucesivas, por respeto a los lectores que le poseen, o le han adquirido o conocido con ellas.

Mientras se ventila esta cuestión de derecho y se llega a formar jurisprudencia sobre el caso, entiendo yo que no debe estar prohibido en la propiedad literaria lo que es lícito y hasta recomendable en las rústicas y urbanas. Ahora, si se me dice que eso de propiedad literaria es, en España, música celestial, porque los libros son aquí primi capientis, y todo el mundo, menos su autor, puede hacer de ellos mangas y capirotes... ya es otra cosa.

Por de pronto, y aceptando la responsabilidad que me alcance por el atrevimiento, a mi parecer me agarro... y lo dicho, dicho.

J. M. DE PEREDA.

Febrero de 1884.






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Capítulo I

Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicírculo, a lo cual se llamaba plaza, y en el punto más alto de ella una iglesia a la moda del día, es decir, ruinosa a partes, y a partes arruinada ya, eralo que componía años hace, y seguirá componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia.

En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día.

Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante.

Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simón Cerojo, que había logrado interesar el corazón de una moza de un pueblo inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una herencia que le cayó de repente un año antes de que Simón la pretendiera.

Era Juana, que así se llamaba la moza, más que regularmente vana por naturaleza, a la cual debía algunos favores, no muchos en verdad; pero desde los cuatro mil de la herencia, fue cosa de no podérsela aguantar. Parecíale gentezuela de poco más o menos toda la que la rodeaba en su pueblo, y se prometió solemnemente morir soltera si no se presentaba por allí un pretendiente que, a la cualidad de buen mozo, reuniese un poco de educación, algo de mundo y cierto aquel a la usanza del día.

Simón Cerojo, que acababa de recibir su licencia de soldado; que sabía un poco de pluma y había corrido media España con su regimiento, de cuyo coronel fue asistente cinco años, y era, además, un mocetón fresco y rollizo, se creyó con todas las condiciones exigidas por la vanidosa muchacha; y se atrevió a pretenderla, no sin llevar encima, por memorial y a mayor abundamiento, en su primera visita, un reloj de cinco duros y alguna de la ropa que, como prenda «de una buena estimación y una fina amistad», le había regalado su coronel al despedirle. Aceptó Juana la pretensión de buen grado, y se celebró en su día la boda, con la posible solemnidad; y como Simón, huérfano de padres años hacía, y sin pizca de parentela en el mundo, poseía, por herencia, en su pueblo, una casuca con su poco de balcón a la plaza, trasladóse a ella el flamante matrimonio.

Como Simón manejaba la brocha casi tan bien como la pluma y la azuela, dando un pellizco al caudal de su mujer, blanqueó la fachada principal; pintó de verde el balcón y las ventanas y una cruz del mismo color sobre cada hueco; puso por veleta en el tejado, después de retejarle convenientemente, un guardia civil de madera, apuntando con su fusil (obra admirable y admirada, que él mismo talló), y arregló el cuarto del portal, que hasta entonces había estado sirviendo de cubil. Colocó en él, según lo previamente pactado y convenido con su mujer, un mostrador y una estantería que improvisó con cuatro tablones viejos, e invirtió el resto de la herencia en aceite, aguardiente de caña, hormillas, hilo negro, cordones de justillo y otras baratijas por el estilo. Distribuyóse todo convenientemente entre el mostrador y la anaquelería; sentóse Juana detrás del primero, muy grave y emperejilada; colocó Simón sobre la puerta principal, y mirando a la plaza, un letrero verde en campo rojo, que decía:

Abacería de San Quintín

en memoria del regimiento en que él había servido, y quedó abierto al público aquel establecimiento, tan necesario en un pueblo que hasta entonces había tenido que surtirse en la villa, a dos leguas de distancia, de los artículos más indispensables.

Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo; de pie, y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos. Así al principio; y luego, con bastante más sencillo ceremonial, fueron los de la tienda recaudando poco a poco las roñosas economías de aquellos campesinos, a cambio de sus bebidas y chucherías, no cobrando siempre al contado, pero cuidando, en las fías, de sacar hasta los intereses al vencer los plazos.

Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño... si bien se nublaba un tantico los días festivos, por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color. Mas eran éstas ligeras nubecillas que trataba de disipar el señor cura con algunas pláticas oportunas desde el altar mayor, aunque sin conseguirlo; pero que jamás (sea dicho en honor de aquellas buenas gentes) dieron que hacer cosa alguna al juzgado de primera instancia.

Ya irá comprendiendo el lector por qué al decir que todos los vecinos del consabido pueblo comían el pan amasado con el sudor de su rostro, exceptuamos a Simón Cerojo.

Es de advertir que éste era la persona más notable del pueblo, no solamente por su condición de comerciante, de hombre de pluma y de campanudo consejo, sino por estar agarrado a buenas aldabas, o séase por privar con gente de mucha soflama.

En efecto, ya se ha dicho que Simón fue durante cinco años asistente de su coronel, y que le despidió colmándole de atenciones, y, al decir del licenciado, de pruebas «de una buena estimación y una fina amistad». Pues sépase ahora, y es la verdad, que a pesar de haber sido ascendido a general en menos de dos años, por no sé qué ni cuántos pronunciamientos, el tal señor coronel no se desdeñaba de responder muy atento a las cartas en que Simón le enviaba la enhorabuena, ni le escaseaba las ofertas de hacer algo por él cuando fuese necesario; ofertas que cumplió en dos ocasiones en las cuales el ex-asistente le puso a prueba, no muy dura por cierto, en beneficio de dos convecinos suyos que se creyeron atropellados por la Administración de Hacienda.

-Y ¿cómo Simón -se nos preguntará-, estaba al tanto de esos ascensos y de esas evoluciones de su antiguo jefe, viviendo en aquel humildísimo rincón?

Para responder a esta pregunta, hay que poner de manifiesto algo que Simón no mostraba a sus convecinos; y como yo había de denunciárselo al lector más tarde o más temprano, lo haré en este momento, y eso tendremos adelantado.

Había en la naturaleza de Simón algo refractario a lo imposible. Para él, dentro de lo humano, todos los hombres eran capaces de todo; y si cuando le tocó la suerte de soldado alguno le hubiera dicho en broma -«adiós, mi general», él, encogiéndose de hombros, de seguro habría contestado muy serio para sus adentros-: «¡Quién sabe?...»

No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de ellos. De este modo, al tomar su licencia en Madrid, salió hacia su pueblo sin penas ni alegrías; y al mirar a la corte desde lejos, envióle una despedida que tanto podía significar «adiós para siempre», como «hasta la vista».

Sentía, sin embargo, dentro de sí mismo, aunque muy poco pronunciada, una afición especial: la política; y el temor de perderla de vista, era lo único que le hacía poco placentero el recuerdo de su pueblo. No necesito decir que la política que amaba Simón era la callejera, la política de las noticias. Ésta le embelesaba tanto, que haciendo una calaverada, como él decía, invirtió una parte de la rumbosa gratificación que le hizo el coronel al despedirle, en la suscrición de un periódico noticiero y baratito que no le faltó un solo día después de llegar a su casa. He aquí por qué estaba al tanto de los ascensos de su coronel.

Era Simón de voz sonora, reposado en el hablar, de palabra rebuscada y frase difícil; pobre de imaginación, por ende, y no muy sutil de entendimiento; muy aficionado a perorar, y liberal de conveniencia, si es que tenía alguna opinión política. Y digo de conveniencia, porque en sus expansiones con el coronel solía decirle: -«Me gustan los liberales porque con ellos hablan todos y de todo cuanto les da la gana. No estoy yo, como los otros, porque sólo hablen de ciertas cosas los que lo entienden.»

Instalado Simón en su pueblo, como sabemos, se guardó muy bien de ocuparse en otra cosa que en su familia y su negocio. Pero ¿le tomó tanto cariño a este último, que estuviese resuelto a seguir explotándole mientras a ello se prestase? No por cierto. Antes al contrario; a medida que se iba haciendo independiente iba mirando con menos apego los reducidos horizontes de la aldea. No se acentuaba en él una ambición determinada; pero más que nunca se creía capaz de todo, en teniendo alas con qué volar. Pero todavía no le atormentaba la prisa; y esto lo atribuyó a que tenía que ocuparse en contener la que devoraba incesantemente a su mujer, que volaba en ambiciones mucho más alto que él. Simón, cuando menos, tenía la habilidad o el privilegio ingénito de saber disimular. Juana, por el contrario, se había hecho insufrible. Despachaba detrás del mostrador con más humos que un ministro en su poltrona, recibiendo a sus parroquianos con un hocico y unos dengues como una señorona de horca y cuchillo. Indignábale la osadía de los muchachos que, a veces y por curiosear, asomaban la cabeza dentro del establecimiento, y prohibía severamente a su hija, niña de tres años, jugar con sus contemporáneas, por no haber entre ellas ninguna de su parigual.

Un día dijo a su marido, que estaba meditabundo, sentado junto a ella detrás del mostrador:

-Simón, la verdad es que esto se va poniendo cada vez más inaguantable.

-¿Eh? -respondió Simón, un tanto azorado, como si le hubieran descubierto un secreto.

-Quiero decir que tú y yo estamos siendo los cerineos de todo el pueblo, y que el oficio no tiene nada de divertido.

-Pues no te entiendo, Juana -repuso Simón, disimulando el placer con que entraba a discutir aquel punto.

-Digo que esta casa es el paño de lágrimas de toda esa gentuza. Que un vecino no tiene que comer; pues aquí a empeñar la manta o el jergón. Que otro necesita un par de pesetas; aquí a vender el grano. Que otro quiere un empeño para allá arriba; aquí a buscar la carta tuya. Que a una le pega el marido una paliza; aquí al vuelo a llorar la lástima. Que me echo yo un refajo nuevo; aquí en seguida a saber lo que me costó, y en qué tienda de la villa le compré... Que el medio cuarterón de aceite, que los dos cuartos de hilo, que la moneda roñosa, que la fía... Vamos, Simón, que esto es un laberinto que acaba conmigo.

-¿Y nada más? -díjola Simón con mucha flema.

-¿Y te parece poco?

-Pues ven acá, mal pecao, y dime: sin ese cuarterón de aceite, y esos dos cuartos de hilo, y ese grano comprado a lance, y el empeño de la manta, y el servir a todo el que se presenta, si se puede y vale la pena, ¿qué sería de nuestros intereses? Acuérdate que cuando nos establecimos, apenas había en casa cuatro mil reales mal contados. ¿Te dejarías hoy ahorcar por treinta mil?

-Cierto es eso, Simón; y no me quejo yo de la fortuna.

-Pues ¿de qué te quejas entonces?

-Quiero decirte que sin tanto trabajo como el que aquí tenemos, podíamos hacer más... pinto el caso, en otra parte.

-¡Conque en otra parte!... Y ¿cómo? ¿Se te figura a ti que estos cuatro cachivaches que uno tiene en casa van a producir más en otro lado, donde haya que pagar la tienda y hasta el agua que uno beba?

-Claro que no. Pero decía yo que si con esto que ya tenemos y, pinto el caso, un estanco que te sacara el general... en la villa...

-Aguárdate un poco -dijo Simón, fascinado de repente con la indicación de su mujer. -No había dado yo en lo del estanco.

-Y de ese modo -continuó Juana, explotando aquella favorable actitud de su marido-, podríamos enseñar algo a la niña para el día de mañana, si la suerte quiere favorecerla con un buen acomodo... Porque aquí, ya ves tú que nada bueno puede aprender.

-¡Que estamos conformes, mujer!... Pero...

Y Simón se rascaba la cabeza y fruncía la boca.

En esto entró el señor cura, venerable viejecito, a comprar dos cuartos de hilo negro para recoserse la sotana.

-Más a tiempo no podía usted llegar, señor don Justo, -le dijo Simón.

-Pues ¿qué ocurre? -preguntó el cura.

-Algo muy serio para nosotros, -respondió Simón ingenuamente.

-Que no le importa un rábano a nadie de fuera de esta casa, -saltó Juana con acento brusco, temiendo que la intrusión de un tercero pudiera torcer la marcha de aquel asunto que tan a su gusto caminaba.

-Pues quedaos con Dios, -dijo el señor cura, que ya conocía el humor de Juana, disponiéndose a salir de la tienda.

-Poco a poco, señor don Justo, y usted perdone -dijo Simón deteniéndole-; que para estas ocasiones son los consejos de los hombres de saber.

-Pues aconséjate de tu mujer -repuso el cura-, que parece no necesitar consejos de nadie.

-Mi mujer, que quiera que no, tomará el que usted le dé, -añadió Simón mirando con firmeza a Juana.

Hizo ésta un gesto de desagrado, y continuó su marido:

-Es el caso, señor cura, que quisiéramos trasladarnos a la villa con la tienda y algo más que pudiéramos añadirla.

-Si ese es vuestro gusto -dijo el cura-, ¿quién os lo ha de impedir?

-No se trata de eso, sino del temor que yo tengo de que cambiemos, como el topo, y usted perdone la comparanza, los ojos por el rabo.

-Pues si temes eso ¿por qué te quieres mover de aquí?

-Es que, por otra parte, parece que nos conviene ir a la villa.

-Pues entonces, id benditos de Dios.

-No me explico bien, señor don Justo.

-Pues explícate mejor.

-Voy a hacerlo sin rodeos. A usted ¿qué le parece? ¿Nos conviene o no nos conviene salir de aquí?

-Antes de responder a esa pregunta, necesito que tú me respondas a otra.

-A cuantas usted quiera, señor cura.

-Pregunto, pues: ¿es sólo el deseo de acrecentar vuestras ganancias, extendiendo el comercio y la parroquia, lo que os mueve a abandonar este pacífico rincón, o hay en vosotros alguna otra ambición de distinto género?

Al sentir esta estocada al pecho, Simón miró a Juana, Juana miró a Simón; y el señor cura, mirando al uno y a la otra, adivinó lo que, al cabo de un rato y después de sonreír y vacilar mucho, contestó Simón en estas palabras:

-Ya veo, don Justo, que para usted no hay secretos ni disculpas. La verdad es que tenemos una niña que no puede educarse aquí como nosotros quisiéramos. Por otra parte, Juana, como no ha nacido en este pueblo, no le tiene gran ley que digamos... Además de que también yo tengo acá en mis adentros cierto escarabajeo que... en fin, señor cura, ya sabe usted que la paloma no vuela a su gusto en el palomar.

-No te hacía yo pájaro de tan alto vuelo, Simón, don Justo con sorna.

-Es un decir, señor cura -añadió Simón algo confuso. -Por lo demás esto es todo lo que tenía que decirle a usted. Conque hágame el favor de darme su parecer sin reparos ni miramientos.

-Pues sin miramientos ni reparos voy a dártele desde el fondo de mi corazón, en vista de lo que me dices... Y de lo que te callas, y, sobre todo, de que me le pides:

Lleváis aquí cuatro o cinco años de establecidos, y en este tiempo habéis hecho una fortuna que os permite ser las personas más independientes del pueblo. Todos en él os necesitan, casi todos os respetan, y muchos os envidian. Dejar esto, que es seguro y positivo, por la esperanza ilusoria de otra cosa mejor, téngolo por verdadera temeridad, a más de insigne ingratitud. Dados vuestros antecedentes, vuestra procedencia, vuestra educación, concededme, y no os ofendáis por ello, que lo probable, lo racional, lo seguro, es que no hagáis en parte alguna papel más digno y más airoso que el que hacéis aquí. Y en cuanto a la educación de vuestra hija... ¿qué he de deciros? Yo tengo para mí que el mejor colegio para una niña es una buena madre; especialmente cuando la niña, como la vuestra, se ha envuelto en toscos pañales, y no conoce otras grandezas que las que Dios ha impreso en sus obras. -Tal es mi parecer, en substancia; y si aún os parece largo, os le condensaré en dos axiomas que, no por ser vulgarísimos, dejan de ser muy dignos de que meditéis sobre ellos.


La piedra movediza no cría moho.


Más vale ser cabeza de ratón, que cola de león.

Pensativo dejó al matrimonio el desengañado parecer de don Justo; pero todavía se atrevió Simón a hacerle este pequeño reparo:

-En todo caso, señor cura, siempre nos quedará el recurso, si nos pinta mal fuera de esta casa, de volvernos a ella con los trastos.

-¡Por supuesto! -dijo con ironía don Justo-. Al salir de aquí dejáis a la fortuna clavada detrás de la puerta, hasta que volváis a decirla que os ampare. ¡Como si no hubiera otros que se aprovecharán de ella en cuanto vosotros la abandonéis! ¡Inocentes!

Volvió a mirar Simón a su mujer, como preguntándola: -«¿qué te parece de esto?»; pero con tal mirada y tal semblante le contestó Juana, que, no pudiendo aquél resistirla sereno, volvió sus ojos al señor cura, y le dijo, por decir algo:

-Lo pensaremos, señor don Justo.

-Y haréis bien, -replicó éste.

Y como había leído muy claro en la última mirada de Juana a su marido, comprendiendo que estaba allí de más, concluyó con estas palabras:

-Conque, hijos míos: dicho lo dicho, me largo a mis quehaceres; pero conste que no me he mezclado en vuestros asuntos hasta que lo habéis solicitado, y no dudéis que aquí o donde quiera que la fortuna os coloque, no han de faltaros mis pobres oraciones ni mis deseos de que Dios, autor y dispensador de toda felicidad, os la dé tan cumplida como duradera.

-¡Amén! -dijo Juana en un arranque de despecho, mientras salía de la tienda el santo varón.

Simón se quedó pensativo.

Iba, de fijo, a promoverse un altercado entre la mujer que estaba dominada por el demonio de la impaciencia, y el marido que no lo estaba tanto, cuando entró la niña llorando en la tienda.

-¿Qué tienes, hija del alma? -le preguntó Juana entre iracunda y alarmada.

-Te me peló... Titina... la del Toco... Hi, hiii...

-¿Qué te pegó Cristina la del Cojo, hija mía? -dijo Juana, único intérprete capaz de traducir al castellano aquellas palabras, dichas por la media lengua de la inocente-. ¿Y por qué te pegó, ángel de Dios?

-Hi... hiii... Polque telía tugal tomigo, y yo... hi, hiii... no telía tugal ton ella, y... y... y la llamé piojosa.

-¡Hiciste bien en llamárselo, hija mía! ¿Quién es ella para ponerse a jugar contigo?-exclamó, en un sincero arranque de soberbia, la mujer de Simón- Y si después de esto no saca tu padre al suyo los ojos o el dinero que le debe, te digo que no tendrá sangre ni vergüenza. ¡Miserables! ¡Tras de que si no fuera por uno, se morirían de hambre!... ¡Y todavía hemos de andar aquí en contemplaciones, pedriques y gazmoñerías para hacer lo que nos dé la gana de nuestra hacienda! ¡Ah, si yo tuviera los calzones!...

Disponíase a responder Simón a Juana desde la puerta, contra la cual estaba recostado, mirando a la calle, cuando salió, botando, de hacia la cocina, un perrazo de áspero y sucio pelaje, con una morcilla chorreando caldo entre los dientes. Iba a enfilar la puerta como una exhalación; pero viéndola ocupada por el amo, saltó sobre el mostrador, sin duda para que le sirviera de trampolín; y derribando y haciendo añicos media docena de vasos y una botella, cruzó el espacio como un cohete; pasó, sin tocar, sobre la cabeza de Simón; cayó en la calle, sin soltar la morcilla, por supuesto, y desapareció en la calleja inmediata.

-¡El perro del sacristán! -gritó Simón al verle, disponiéndose a coger una tranca.

Pero todo fue inútil: la aparición del animal, el desastre del mostrador, el salto sobre Simón y el desaparecer en la plaza, fue obra de un solo instante.

Juana alcanzaba el cielo con las manos al contemplar el destrozo causado por el perro ladrón.

-¡Y esto es de todos los días! -gritaba fuera de sí.

-Yo te aseguro -gruñía Simón-, que he de hacer pagar caro a su amo este estropicio.

-¡Sí -decía Juana-, como la media libra de tocino que te robó de entre las manos el otro día ese mismo demonio de animal! ¡Como el pollo que me sacó de la tartera antes de ayer el gato del enterrador! ¡Como el grano que se zamparon ayer en el desván las gallinas del vecino!¡Como tantas otras cosas que se nos van por arte del demonio!

Y como todo lo convertía al punto en substancia aquella impetuosa mujer,

-¡Cuando te digo -concluyó-, que no se puede vivir en este pueblo! ¡que nos han de dejar en él sin camisa y sin salud!

-La verdad es -refunfuñó Simón-, que se le acaba a uno la paciencia para bregar con esta gente.

-Eso te estoy predicando yo todos los días, y no me haces maldito el caso.

-Más de lo que a ti se te figura.

-Poco se te conoce.

-Porque me gusta más hablar a tiempo que hablar mucho.

-Pues ¿a qué esperas, alma de hielo?

-A que me saque el general el estanco en la villa, que voy a pedirle hoy mismo.

-¡Acabaras con dos mil demonios! -exclamó Juana en un desahogo de insensata alegría.

-Las cosas, mujer, han de seguir su marcha natural -dijo Simón con acento solemne y reposado, como si hubiera consignado una gran sentencia-. Te seguro -añadió en tono aún más campanudo-, que esto del perro me ha llegado al alma, y que me pesa en ella mucho más que las palabras del señor cura.

No hay que reírse de esta ocurrencia de Simón, que a razones deigual peso suelen agarrarse ciertas pasiones para triunfar del corazón humano, cuando éste desea ser vencido.

. . . . . . . . . . . .

Algunos días después vio el vecindario dos carros enrabados a la puerta de la abacería; luego vio cargar en uno de ellos las aceiteras, los barriles, los cacharros, las chucherías de la tienda, ¡hasta los estantes y el mostrador!; vio en seguida cómo en el otro carro se colocaron los colchones, las camas desarmadas, la batería de cocina... todo el ajuar de la casa deSimón; cómo se acomodaron en un hueco dejado al efecto sobre los colchones, Juana y su niña después de haberse restregado la primera los zapatos contra el suelo repetidísimas veces, mirando al mismo tiempo a todas partes, cual si quisiera, con alarde tan necio, dar a entender que hasta el polvo de aquel suelo la ofendía; vio la gente también, cómo, después de sacar hasta la escoba, cerró Simón la puerta y se guardó la llave en el bolsillo; y luego ponerse en movimiento los carros, a loscuales seguía Simón, saludando con gravedad a cuantas personas le despedían desde lejos con un movimiento de cabeza; no vio una sola vez asomar la de Juana fuera del toldo bajo el cual iba; y vio, por último, que los dos carros, y Simón que marchaba siempre junto a ellos, después de atravesar la plaza, tomaron el camino de la villa y en él desaparecieron.




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Capítulo II

Esta villa era como todas o la mayor parte de las villas de España:un mal remedo de ciudad, sin dejar de ser aldea; o mejor, todo lo malo de la aldea y de la ciudad, sin tener nada de lo bueno de ellas. No tenía de la aldea la holgura, ni la independencia, ni el horizonte, ni el aire puro, ni el sol esplendoroso, ni los aromas, ni el plácido aislamiento; pero sí sus miserias, sus vecindades, su escasez de recursos, su soledad, su desamparo, su pequeñez. No tenía de la ciudad los monumentos, los espectáculos, la policía, la provisión de todo, la cultura, las comodidades; pero sí sus etiquetas, sus necesidades, sus estrecheces, su esclavitud, sus pestilencias. Regía allí la ley de razas, sino por colores, por posiciones o categorías, y se guardaban las distancias hasta en la casa de Dios, único punto de la tierra en que es un hecho la decantada igualdad social, menos cuando se trata de esos ridículos términos medios entre la confusión de las grandes poblaciones y la tranquila sencillez de la vida campestre.

Remedo de aquella presuntuosa sociedad era el pueblo mismo. Lleno de tiendas de gran fachada, no se vendía en ellas lo más indispensable para la vida que allí hacía la gente encopetada; gruñían y se revolcaban los cerdos en las calles mal empedradas; pastaban las aves de corral en las grietas de las aceras y en los rincones de la plaza; y en el campo inmediato, mitad jardín y huerta, mitad de labranza, ni esponjaban las flores, ni maduraba la fruta, ni el trigo espigaba, ni el heno crecía.

Por todo este conjunto desentonado y angustioso, habían trocado Simón y Juana su pintada casita de aldea, su hermoso horizonte y sus floridos linderos, cuatro años antes del momento en que el lector y yo entramos en la villa de que se trata.

Corría el mes de mayo a la sazón, y el follaje, los pájaros, las flores y el céfiro que los columpiaba, llenaban toda la campiña. De todos estos primores de la naturaleza, sólo alcanzaba a la villa tal cual penacho de mortecinas flores, que algunos frutales raquíticos dejaban ver sobre los mohosos lomos de ésta y la otra tapia, aun en las calles más céntricas, como anuncio burlesco de una fruta que no había de llegar a la madurez.

Tenía aquel pueblo también, como todos los pueblos, como todos los hombres, su especialidad, su fatalidad invencible, su anankée insuperable, como diría Víctor Hugo. Este anankée era un regato; el cual regato nacía en un cerro vecino; y dejando morirse de sed durante el verano a la pobre campiña que atravesaba, tenía la desvergüenza de inundar varias veces cada invierno, y merced a las aguas que le prestaban las lluvias y las destilaciones del cerro, la parte más baja de la villa a cuya proximidad pasaba. -Aquel regato, los desmanes de aquel regato, el partido que podía sacarse de aquel regato encauzado convenientemente, eran la pesadilla y el tema sempiternos de todos los municipios de la villa y de sus más reposadas deliberaciones.

La cuestión del regato reaparecía nueva y palpitante de interés entre el vecindario a cada Congreso que se constituía en Madrid, a cada municipio que se elegía en la villa, a cada gobernador que se cambiaba en la capital de la provincia. Y dicho se está con esto que la tal cuestión apenas se olvidaba un momento.

¡Y era de oír cómo se hablaba entre aquellas gentes de canalizar, de fecundizar, de obras de fábrica, del curso del río, de empalizadas, murallones y otras magnitudes por el estilo, ni más ni menos que si trataran de dar nuevo cauce al Amazonas, o de poner un dique a los furores del Atlántico; cuando, en rigor, todo estaba reducido a retorcer el cauce del regato, junto a la villa, en un trayecto de cuarenta varas, de dos de anchura por otras tantas de profundidad.

Ésta era la necesidad más apremiante; y era otra, bastante urgente, la de abrir algunos canales de riego, por los cuales se distribuyera convenientemente el caudal del arroyo en invierno, a fin de que empapase toda la campiña por igual, de modo que en verano conservara alguna frescura, ya que en tan calorosa estación todo canal era inútil, puesto que se secaba el regato hasta su origen, y no corrían por su cauce otras cosas que las nubes de polvo que levantaba el viento, las lagartijas y las cucarachas.

Cabalmente el día en que nosotros entramos en la villa con esta narración, había en las Casas consistoriales reunión de contribuyentes para tratar de este perdurable asunto, con motivo de haber ido a las Cortes un diputado natural de un pueblo inmediato, al cual representante iba a encomendarse la tarea, no floja, de conseguir del Gobierno la protección tantas veces intentada en vano por el vecindario de la villa.

Estaba el salón de bote en bote, como decirse suele; pero figurando en los bancos de preferencia, inmediatos a la comisión, el señorío, o sea la gente de levita, aunque allí la gastaban casi todos.

Abierta la sesión, y después de leída la exposición de razones que se elevaba a la consideración del Gobierno, dijo el presidente:

-Creo, señores, que en esto todos estaremos conformes. Que las crecidas del río perjudican a la población, y que el canalizarle aprovecharía a la campiña, no puede negarlo nadie.

-Conformes, -dijeron todos.

-Medios que se proponen para llevar a cabo esta empresa -continuó el presidente-: Que pague el Gobierno la mitad de los gastos presupuestados, y la otra mitad el pueblo.

-Conformes; contestó la concurrencia.

-Recursos con que cuenta el pueblo para pagar su parte, y cuya aprobación solicita -añadió el presidente hojeando la instancia en borrador, que estaba sobre la mesa-. Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río... Señores -dijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto-: La comisión ha tenido presente al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce; los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y las esculturas, sacados oportunamente a remate. Se me dirá por algunos que en esa capilla se dice la primera misa en los días festivos, por lo cual es, hasta cierto punto, una necesidad para el vecindario la conservación de ese pequeño templo; pero, señores, lo cierto es también que esa necesidad es puramente moral, al paso que la otra se toca y se palpa, y afecta a la hacienda y hasta a la vida de muchos de nosotros; de nosotros, señores, que somos muy liberales... Digo, por tales os tengo... (Voces estrepitosas: ¡Sí, sí!) Pues bueno; si, como liberales que somos, no nos pagamos de ciertas preocupaciones añejas..., (Voces: ¡No, no!) ¿a qué desechar ese recurso, cuando con él podemos remediar en gran parte la calamidad que nos aflige cuatro, cinco y seis veces cada invierno, y, en sentido inverso, todo el verano? (Muchas voces: ¡Abajo la capilla de San Roque! ¡Abajo los curas!) ¡No tanto, señores, no tanto!: con la capilla hay bastante por ahora. (Bravos frenéticos en la sala.) Ábrese discusión sobre este asunto.

Momentos de silencio, durante los cuales pudo creerse que todos estaban conformes con la opinión del presidente, o que nadie se atrevía a manifestar otra distinta.

Creyendo lo primero, iba a dar la comisión por aprobada la base, cuando se levantó un pobre cura, viejo ya, y achacoso como viejo, que había obtenido voz, pero no voto, en el salón, por una especial merced de los congregados, a protestar contra las palabras del presidente. Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar. Esto lo demostró como dos y dos son cuatro. Segundo: que aun en el caso de ser ciertos los risueños cálculos del presidente, la fe de un pueblo católico, las santas tradiciones, las exigencias del culto divino, el respeto al derecho de los demás y a la ley común, exigían que no se procediese tan de ligero en un asunto tan grave, siquiera porque no se dijese por algún malicioso que se obedecía a un resabio de partido más bien que al rigor de una apremiante necesidad.

Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.

Por segunda vez iba a darse por terminado el asunto, cuando pidió la palabra un hombre joven, rechoncho, de escasa frente, pero de mucha cara, abultado de pecho, ancho de espaldas, muy atusado de pelo y crespo de bigote, grueso de manos y amanerado en el vestir. Aquel hombre era Simón Cerojo, que tenía ya toda la gordura y todo el lustre, y aun todo el traje, propios de un tratante de caldos, que va en próspera fortuna, pero que no ha llegado todavía a la mitad de su carrera.

-Señores -dijo Simón después de carraspear mucho y de atusarse el pelo no poco-: Yo, el más incompetente y el más... Y el más ineto (Risas hacia los bancos de la comisión); y el más ineto, digo, de los presentes que aquí estamos, me levanto a terciar en este debate, ya que nadie ha querido hacerlo después que usó de la palabra el dino señor cura. (Risas y jujeos a su lado.) Sí, señores, dinísimo (Risas generales)... ¡dinísimo digo, y circunspeuto añado! (Carcajadas.) Pero voy al caso. Dice el señor presidente que el interés moral no es quién contra el interés material y del momento. No diré que no tenga razón el señor presidente; pero tampoco diré que la tenga. (Más jujeos.) Me explicaré, señores; que, por lo visto, -aquí todos son erúditos y saben latinidades. (Risas de levita y aplausos de chaquetón.) Que es respetable la necesidad de echar el río por otra parte, y respetable la cantidad que valga la ermita después de derribada, y respetables los materiales que proporcione para la obra: concedido. Pero se dice: «no es respetable el interés moral». Yo no diré que lo sea; ¡pero las aparencias tan siquiera, señores; las aparencias! (Risotadas acá y allá.)

Reírvos lo que queráis, si eso vos engorda, que yo por ello no he de ser ni menos contingente (Asombro)... ni menos liberal. (Sensación.) Decía, señores, que debemos salvar las aparencias, ya que no pueda salvarse la ermita de San Roque. Yo soy cristiano, tan cristiano como el que más (Rumores)... Sí, señores, tan cristiano como el que más; pero más liberal que el primero que se presente. (Estrepitosos aplausos.) Y claro está que mi conciencia no se asusta porque haiga una iglesia, más o menos... ¡porque yo no soy de esos fariseos que especulan con la religión! (Frenéticos aplausos)... ¡Ni tampoco de esos otros que no quieren nada con ella! (Rumores.) Me gusta vivir bien, y ser tolerante con todos. Por eso soy buen cristiano (Murmullos)... ¡buen católico! (Risas)... ¡y buen liberal! (Aplausos.-El orador se limpia la cara con el pañuelo, y pide un vaso de agua con anisete, que no le sirven.) Repito que si el derribo de la capilla es tan necesario como se dice, que se lleve a efecto; pero que no se desoigan las palabras del señor cura, que, al cabo, todavía hay muchas almas que le escuchan. ¡Cómo yo había de oponerme a ningún proyecto de interés general? Que caiga la ermita, si está de Dios que ha de caer; pero que caiga con el respeto debido a los que se oponen a ello. Esto es lo que quería yo decir... porque yo soy muy contingente, muy tolerante y muy liberal. He dicho. (Aplausos, risotadas y murmullos. El orador recibe las felicitaciones de algunos colegas; vuelve a limpiarse el sudor con el pañuelo, y escupe pegajoso varias veces en medio de la sala.)

No habiendo quién quisiera ilustrar más el asunto, púsose a votación, y fue aceptado casi por unanimidad lo propuesto por la comisión.

Y continuó el presidente:

-Segundo medio de arbitrar recursos: «Se autoriza al municipio para imponer a los artículos de beber y arder un recargo de seis por ciento.»

-Eso no, ¡voto al demonio! -dijo Simón Cerojo, poniéndose de pie sobre el banco y echando espumarajos de ira por la boca, contra su mesura, su tolerancia y su contingencia acostumbradas.

-¡Lo mismo digo! -gritaron otras muchas voces alrededor de Simón-. ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión!

-¡Orden! -gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa.

-¡Afuera la canalla! -vociferaban los señores propietarios, encarándose con la masa tabernera.

-¡Abajo los tiranos! -gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala-. ¡Viva el pueblo que trabaja!

-¡Viva el duque de la Victoria! -gritó un zapatero.

-¡Orrrden!!!

-¡Abajo los de arriba!

-¡A la calle los de abajo!

-¡Orrrrrrdeeennn!

Y nadie se entiende allí, porque todos gritan y se revuelven y manotean, armándose un tumulto tan espantoso, que me río yo de los que se promueven cada día en el «templo de nuestra Representación nacional.»

Al cabo de media hora, y sin duda por cansancio, se calma la tempestad.

-Es digno de observación, señores -dijo entonces el presidente-, lo que acaba de pasar aquí. Un hombre que, según él mismo nos ha dicho, es todo tolerancia, todo moderación y todo contingencia (Risas), es cabalmente quién ha amotinado el salón en cuanto ha visto que se tocaba al pelo, no más, de sus intereses particularísimos. (Simón Cerojo pide la palabra para una alusión personal.) ¡Así es, señores, el patriotismo de algunos hombres! y no digo más.

-Señores dipu... digo circunstantes: cumple a mi hombría de bien, a mi lealtad y a mi... contingencia (Risas) dejar bien claro este punto. Yo no me he rebelado contra la base que se ha leído, sólo por lo que toca a mis intereses, sino por lo que no toca a los de los demás. (Murmullos.) Me explicaré. Se trata de hacer una obra que beneficie los terrenos que hoy cruza el río, y se propone que la paguemos, en su mayor parte, los que tratamos en artículos de beber y arder... precisamente los que no tenemos media libra de tierra en la campiña. Contra esto me rebelo, porque no es justo. Pero tampoco es nuevo en este pueblo ese modo de proceder; y por lo mismo que no es nuevo y ya estoy cansado de arrimar el hombro para que otros suban a lo alto, es por lo que me rebelo con más empeño. (Aplausos hacia abajo. Murmullos hacia arriba.) Yo soy muy liberal, pero no consiento que nadie me pise y me atropelle; y también muy tolerante, pero no a costa de mis intereses, que son el pan, y el sustento y la... contingencia intelectual... (Jujeos) de mi familia. Yo pagaré la parte que me corresponda para echar el río por otro lado, de modo que no toque a la villa, que al cabo, y bien sabe Dios por qué, en ella vivo; pero el que quiera buenas tierras y bien regadas, que lo sude de su bolsillo. (Aplausos entre los caldistas.)

-El señor Cerojo -dijo con retintín un personaje muy soplado, de la sección de propietarios-, y los demás taberneros que le rodean, no son muy partidarios de que se aleje el río, o mejor dicho, el agua que lleva, de sus establecimientos. No me extraña.

-Oiga usté, sió pendón -respondió un caldista, asaz mugriento y desengañado-; ¿piensa usté que, aunque pobres, vivimos aquí de estafar a inocentes, como hace algún señorón que yo me sé?

-¡Al orden, señores! -gritó el presidente deseando torcer el sesgo peligroso que tomaba el debate.

-Yo no sé cómo piensan en esto mis colegas -objetó Simón, afectando desdén hacia las palabras del propietario-; pero sé cómo pienso yo, y por eso he dicho lo que dije; y ahora añado que siempre somos la carne de pescuezo en este pueblo, los pobres artistas; que lo bueno, lo cómodo y lo de lustre, allá se lo reparten los manates. Entonces no se cuenta con nosotros ni para un triste saludo de cortesía, porque lo tienen a menos; pero cuando se trata de sacar dinero... (Protestas de arriba) se nos busca y se nos mima. (Aplausos abajo.) Y esto es insufrible, inominioso para nosotros; y yo reniego ya hasta del día en que puse los pies en la geografía de este pueblo.

-¡Señor Cerojo, señor Cerojo! -gritó el presidente sin poderse contener por más tiempo-; esas palabras son indignas de este sitio y de esta concurrencia, y yo espero que usted las retirará espontáneamente.

-Yo no tengo nada que retirar, más que a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.

-No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.

-Es que a esos señores no se les ha pedido nada.

-Eso es lo que usted no sabe... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «... y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)

-¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente! -vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.

-Orrrdeeen, señores! -gritó el presidente.

-¡Justicia era mejor! -le contestaron muchas voces.

-¡Catalana hay que hacerla en este pueblo! -añadieron otras.

-¡Orrrrdeeeen!

-¡Afuera esa gentuza! -gritaron otra vez los propietarios.

-¡Abajo la comisión!

-¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!

-¡Vivan los pobres honrados!

-¡Viva el duque de la Victoria! -volvió a gritar el zapatero.

-¡Orrrdeeen!

-¡Canalla!

-¡Ladrones!

Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.

-Señores -dice-: Por la centésima vez en mi vida, presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.

Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el remate de aquella sesión.




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Capítulo III

Mientras tales cosas pasaban en las Casas consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la alameda grande.

Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni tropiezos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.

Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre unas y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos pies; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido, había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.

He observado muchas veces que las niñas de corta edad son muy exigentes en la elección de amigas, por lo cual difícilmente se familiarizan con las que no sean de su categoría social, o de otra más alta, si es posible. Los niños son todo lo contrario: parece que tienen a gala asociarse para sus juegos y empresas, a todo lo más perdido y desarrapado que encuentran en la calle.

La niña rezagada de nuestra historia seguía siempre, y aunque de lejos, las evoluciones de las que corrían, y frecuentemente, al encontrarse con alguna de ellas, corría también como si se forjara la ilusión de que la perseguían al escondite, o la disputaban el sitio a las cuatro esquinas.

Y como estas libertades se las había permitido varias veces, en una de ellas la niña con quien tropezó se detuvo jadeante; y echándose atrás los rizos con ambas manos, exclamó en el tono más desdeñoso que pudo:

-¡Qué plaga de moco, hija!... ¡Cómo se agarra!

-Eso es de familia, -dijo otra que se paró a su lado.

-Pues vamos a decirla una fresca -añadió otra-; a ver si se va.

-¡Si yo creo que hasta debe tener miseria, mujer! -apuntó una delgadita como un mimbre, que oscilaba mucho al andar, y se chupaba un dedo en cuanto se paraba- ¡Cómo se arrasca!

-Oye, tú -dijo al oído de la anterior, abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas, una pequeñuela, muy nerviosa y asombradiza- ¡Si traerá la navaja!

-¿Qué navaja? -preguntó la delgadita, no muy segura de su valor.

-Una muy grandona que tenía en la mano el otro día, a la puerta de su casa.

-¿Y qué nos haría con ella, tú?...

-¡Madre de Dios!... Como estamos aquí solas y en medio de este bosque...

-¿Quieres que nos vayamos a casa?

-¡Para ella estaba! -dijo con desenvoltura una mayorzuela que había oído estas observaciones-. ¡Miedosas, más que miedosas!...

-¡Pues juega tú con ella si no!

-¡Como no juegue yo con ese pendón! Primero iba y se lo decía a mi papá.

-¿Vamos a buscar el perro que tenemos nosotros en la huerta, y a hinchársele aquí mismo? -propuso la miedosa.

-¿Y si la come toda?

-Que se la coma. Mi papá es alcalde...

-Sí; pero eso lo castiga Dios... y puede que nos caiga algo malo.

-Pues ¿qué hacemos si no?

-Vámonos a aquel rincón, a ver si se queda aquí sola y después se marcha.

Y esto dicho, las vanidosillas fueron desfilando lentamente y mirando hacia atrás con el rabillo del ojo; llegaron a un ángulo de la alameda, y allí se acurrucaron en el suelo, formando estrecho y apretado círculo.

A todo esto, la pobre desdeñada niña, que había estado observando a las otras durante su breve diálogo, mirando de reojo y mordiéndose las uñas, cuando las vio sentadas se dirigió hacia ellas paso a paso, con la cabeza gacha; y al estar a media vara de las desdeñosas, se dejó caer al suelo lentamente y se puso a deshojar las florecillas del césped, sin arrancarlas, flechando ojeadas de través de vez en cuando al grupo, y sorbiendo muy recio el aire con las narices.

-¡Hija, qué peste de chica! -exclamó impaciente la mayorzuela al verla a su lado otra vez-. ¡Ni aunque fuera de engrudo!

-¡Así ella se pega! -observó la más cachazuda.

-¡Si el otro día la vi yo limpiarse las narices con la enagua! -dijo muy admirada la delgadita, sonándose las suyas con los dedos.

-¿Vamos a arañarla? -propuso la nerviosa, crispando los dedos.

-Eso no es de tono, hija -respondió la mayor-. Mejor es otra cosa, ahora que me acuerdo.

-¿Qué cosa es?

-Darla mate, para que rabie de envidia.

-Pues empieza tú.

-Verás qué pronto. Amigas de Dios -continuó muy recio, de modo que lo oyera la intrusa-; mi papá vino de las Indias el año pasado... y trajo cinco fragatas cargadas de onzas... y un negrito para que le sirviera el chocolate... y es tan rico, que se cartea con el rey de las Indias... y a mí me da dos reales cada vez que es su santo... y yo lo echo en lo que me da la gana..., y tengo tres muñecas de resorte, y un muestrario de botones que le regaló a mamá para mí una modista que quitó la tienda... y tengo dos marmotas de lana para ir al colegio en el invierno... porque yo voy al colegio, y no a la escuela de zurri-burri, como algunas infelices... que yo conozco... y puede que no estén muy lejos de aquí. Yo voy a cumplir siete años; y cuando los cumpla, me dará mamá una pechera de imitación, que ella ya no pone, para hacer unos encajes a la muñeca grande; y un señor que viene a casa, me da dos cuartos todos los domingos; y si yo quisiera, me regalaría una almohadilla de coser, con su llave de oro y su dedal de plata... y... y..., (Ahora tú), -dijo a la nerviosa, que la seguía por la derecha; la cual, después de estremecerse y de mirar con ojos espantados a la solitaria niña, continuó:

-Pues mi papá es alcalde de toda la villa, y tiene tres casas como tres palacios, y un primo en la corte del rey; y mi mama tiene una doncella que es hija de condes, y siete vestidos para cada hora que da el reló, y una cadena así, así, así de larga, que le costó un millón a papá cuando estuvo en París de Francia. Y cuando yo sea grande, me comprarán tres vestidos cada mes, y un reló con diamantes y botas a la emperatriz. Yo voy también al colegio con ésta; y en mi casa se come principio todos los días, y los domingos se toma café; y mi papá tiene un perro en la huerta que muerde a las tarascas pegotonas.

-Yo soy hija de juez -dijo la que seguía a la nerviosilla-; y siendo hija de juez, a mi papá le sirven cuatro alguaciles, de levita, y le llaman usía; y además le pagan una onza cada día todos los españoles; y cuando va a Madrid, vive en los palacios del rey; y la otra noche me dijo en la mesa que si le tocaba la lotería me iba a comprar una caja de música. Y mi mamá compra los garbanzos por mayor: ayer compró tres libras; y por Navidad nos regalan pavos los señores que van a casa porque tienen pleitos; y yo tengo muchos vestidos, más de tres, y dos pares de botas, con las que tengo puestas y otro par que me harán para San Pedro, si le cae a papá la lotería; y mi papá es tan poderoso, que manda a la cárcel a todo el que quiere, ú le manda ahorcar, como ya lo ha hecho otras veces; y si yo le dijera que metiera en la cárcel a una pegotona que yo sé, en seguida la metía.

-Pues en mi casa -continuó la delgadita, dejando de chuparse el dedo-, todo es un puro merengue. Mi mamá no come más que pastelillos; mi papá, bizcochos; y yo, jalea; y mi hermana Carmen, suspiros. No queremos puchero, porque no es de tono; y por eso a las muchachas les damos hojaldre. Y mi papá recibe todos los años, de renta, más de doce sacos de harina, quince arrobas de manteca y dos cajas de azúcar de La Habana... Porque mi papá es indiano, y trae todas las noches mucho dinero a casa, cuando viene de la tertulia, adonde va también el juez, el papá de ésta; y si no comieran tanta inmundicia algunas niñas zanguangas que yo sé, no estarían tan pringosas, y tendrían mejor educación.

-Toda mi casta -dijo la más seria y conceptuosa-, viene de reyes; y en mi casa las camas son de oro y las ropas de seda de la India; y si mi papá gana el pleito que le defiende el papá de ésta, ensanchará la huerta en más de otro tanto... Y como soy tan fina por principios, cuando me apesta una niña ordinaria, se lo digo; y al sol.

-Pu... pu... pues yo -concluyó la sexta, que era bastante tartamuda-, ta... ta... ta... tamién...

Oír esto y soltar la carcajada la niña, hasta entonces taciturna y desdeñada, fue una misma cosa.

-¡Y se chancea! -exclamaron admiradas las otras.

-¡Ta... ta... ta! -repetía entre carcajada y carcajada la burlona.

-¡El demonio de la!...

-¡El diantre de!...

-¡Miren si!... ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!

-Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta... ta... ta...»

-Ahora mismo voy a decírselo a mi papá, -exclamó la que nos dijo ser hija del juez.

-Y dile de paso que pague los doscientos reales que debe a mi padre, -replicó con desgarro la amenazada.

-¡Ay, qué atrevida!

-Déjate, que yo traeré al perro, -dijo la nerviosa.

-¡Fachenda traerás tú! y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el ayuntamiento.

-¡Ay, qué bribona!

-¡Chismosas!

-¡Pegotona, aceitera!

-¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!

-¡Aldeana! ¡Tarasca!

-¡Golosas! ¡Relambidas!

-¡Ta... ta... ta... tab... tabernera! -logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.

-¡Tar... tar... tartajosa! -la contestó, remedándola, la otra.

En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:

-¡Aquí, chucho, aquí!... ¡Éntrala, éntrala!...

-¡A ella, chucho, a ella, que aquí está! -gritaron a coro sus amigas.

La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones; y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dio a correr desesperadamente, buscando la entrada de la villa por un atajo.

-¡A ella, chucho! -seguían gritando las otras-. ¡Cómela, cómela!

Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole piedras, con una de las cuales la descalabraron al fin.

-¡Qué me matan! -gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.

Pero cuando, al retirarlas, las vio manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro, que por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.




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Capítulo IV

Esquina a la plaza y a una de las calles que desembocaban en ella, había una casa más pequeña que cuantas la seguían en la fila. Debajo del balcón del único piso que tenía, y sobre la puerta principal, se leía, en un largo tablero coronado con las armas de España, lo siguiente:

ESTANCO NACIONAL
ESTABLECIMIENTO DE SAN QUINTÍN
LÍQUIDOS Y OTROS COMESTIBLES

Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espaciosa, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de fósforos, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas mesas simétricamente colocadas fuera del mostrador; en tal cual barrica o hinchado pellejo que se vislumbraban entre la oscuridad del fondo.. y en otros mil detalles propios de semejantes establecimientos, los cuales conoce el discreto lector tan bien como yo.

Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fue favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido. Para convencerse de ello bastaba echar una mirada a su establecimiento, en una sola de cuyas secciones había más capital empleado que el que representaba toda la antigua abacería... y permítaseme una corta digresión a este propósito.

Merced al estanco que obtuvo Simón sin dificultad, a los ahorros que trajo de la aldea y al crédito, aunque muy limitado, que no tardó en abrírsele en algunos depósitos al por mayor, en el primer año de establecido en la villa duplicó su capital. En el segundo se dedicó, por extraordinario, a hacer ligeros préstamos, bien garantidos, a un interés variable, según las personas y las circunstancias: entre una peseta por duro a la semana, si el menesteroso era jugador de afición bien puesta, y treinta por ciento al año, si era artista establecido convenientemente. Esta nueva industria le permitió ensanchar un tanto sus negocios principales; con tan buena mano, que al concluir los dos años de su estancia en la villa, se encontró con un capitalito de más de seis mil duros, libre y desempeñado. Entonces se hizo caldista de veras; es decir, no se anduvo con parvidades de aceite, vino y aguardiente, sino que surtió de estos artículos su establecimiento, por mayor; lo cual le permitió hacer préstamos más en grande, más a menudo y en condiciones de mayor atractivo. -Resultado de éstas y otras combinaciones: que el día en que nos hallamos con Simón en las Casas consistoriales, y con Juana en su establecimiento, eran dueños de la casa que éste ocupaba, de lo que la tienda contenía, y de un respetable sobrante en continuo movimiento; todo lo cual representaba un valor de unos miles de duros.

Por este lado, pues, los asuntos de Simón y de Juana habían marchado viento en popa. No así los demás; es decir, aquellos que se relacionaban íntimamente con la vanidad de Juana, y las no más cortas, aunque más disimuladas aspiraciones de Simón.

Todos los esfuerzos de la primera, todas sus meditaciones, todos sus desvelos y todas sus consultas al espejo antes de darse a luz en los sitios más públicos de la villa, hecha un brazo de mar y cargada de relumbrones, no lograron colocarla en jerarquía más alta que la correspondiente al nombre de la tabernera, con el cual se la designó desde el primer día en que se hizo notar por sus humos estrafalarios. Aunque poco avisada, no desconoció que este descalabro la alejaba para siempre, en aquel centro, de la altura que había querido trepar de un salto. El primer efecto de una presentación, jamás se olvida en la sociedad, máxime cuando ésta es reducida y presuntuosa.

Bien penetrada de esta verdad, Juana la sintió en su alma, como un toro siente en el morrillo el primer par de banderillas; hízose más áspera y brutal que de costumbre, y se prometió arrollar cuanto hallara por delante, creyendo demostrar así, mejor que con dulzura y sencillez, que era tan digna como la más encopetada de ocupar el puesto que no se le concedía.

Con esto consiguió adquirir en la villa cierta celebridad que acabó de exasperarla. Un solo ejemplo dará la medida de la altura a que había llegado la insensatez de Juana. Menudeaban allí los bailes y las recepciones entonadas, a maravilla; y, naturalmente, nadie se acordaba de invitar a la tabernera. Pues estas desatenciones sacaban de quicio a Juana-Yo bien conozco, decía, que no estoy todavía al corriente de esas ceremonias, y me guardaría mucho de concurrir a ellas; pero la voluntad es lo que se agradece. ¿Por qué no se tiene para mí un mal recado de atención, por lo mismo que soy forastera? ¿Se le caería la venera a algunas de esas fachendosas por acordarse de mí, que soy más rica que muchas de ellas? ¡Pues no parece sino que todas son marquesas! ¡Y el marido de la una vende paño de Munilla y sogas de esparto, y el de la otra peca-Juana y engüento de soldado, y me debe a mí hasta la sal con que sazona lo poco que come!... Pues vinos y jabón vende mi marido. ¿Qué más da lo uno que lo otro?

Saturada también de estas máximas su hija, apenas comenzó a concurrir al entonado colegio en que quiso darle educación su madre, hubo que retirarla de él. Era ya la niña medio montuna por naturaleza, y con las predicaciones de Juana llegó a hacerse indomesticable.

En los cuchicheos, en las sonrisas, hasta en los juegos más inocentes de sus compañeras, veía burlas y desprecios; y en esta creencia, las ponía a todas como ropa de pascua; se pegaba con algunas, y concluía por volver, a su casa, todos los días, llorando soñados agravios hasta de sus maestras. De este modo la niña se hizo tan antipática a sus condiscípulas, como su madre a cuantos se la aproximaban. Por eso la retiraron del colegio y la enviaron a la escuela pública, donde, según el parecer de Juana, no la enseñaban tanto, pero se la miraba con el respeto debido.

Más de tres años de martirio llevaba la mujer de Simón al encontrarnos con ella de nuevo. No porque se fijase en que en la villa se hacía con ella lo que ella había hecho con los demás en la aldea; ni porque suspirara por volver a recuperar su pequeño trono abandonado; no, en fin, porque le atormentasen la memoria los atinados consejos del anciano señor cura, sino porque deseaba un campo más ancho en qué explayarse; otro mundo más revuelto en qué campar por lo que se era y no por lo que se había sido. Y un día y otro día predicaba a su marido la conveniencia de establecerse en grande en la capital de la provincia, donde, según ella, ni los ricos eran vanos ni los pobres envidiosos.

Oíala Simón sin soltar prenda, y aun haciendo como que no la oía; pero la verdad es que en el fondo de su corazón detestaba de la villa tanto como su mujer.

Simón no podía perdonar a aquella gente el que se le tratase como a persona de poco más o menos, «en los momentos más críticos para la vida de los pueblos, y, por consiguiente, para la de los ciudadanos», como él decía en más de un monólogo que no llegó a oír su mujer. Se pagaba muy poco de que no se acordasen de él para invitarle a un baile particular, o a una tertulia de más o menos tono; pero que nunca hubiera para su nombre un hueco en las candidaturas de concejales; que no se le agregase jamás a una comisión de respeto que había de representar ciertos intereses del pueblo en el gobierno de la provincia, o en Madrid, o ante el municipio mismo de la villa; que no se buscase, ni aun se tolerase de buena gana, su opinión en tal cual corrillo formado en la plaza por personas de importancia, en que no entraba él sino a fuerza de brazo, como quien dice, o poco menos; que se le tuviera, en fin, por un tabernerillo de tres al cuarto, cosa era que le hacía perder su serenidad habitual, y le ponía a pique de echarlo todo a trece, aunque no lo vendiera, y largarse a otro terreno menos ocasionado a esas «miserias de aldea». Pero Simón, que no era tan insensato como su mujer, guardaba estos sentimientos en el fondo del pecho, y, entre tanto, iba ocupándose en adquirir alas con qué volar.-Por eso se le veía atender con tanta asiduidad a su taberna y a su estanco... y a sus préstamos garantidos. Odiando tanto como Juana aquella sociedad inaguantable, sólo trataba de redondear lo preciso para darle un adiós de despedida y caer en medio de otra mejor; pero de tal modo, que no lastimasen en lo más mínimo su importancia de actualidad las reliquias del pasado. Estaba convencido de que, sin una precaución por el estilo, en todas partes serían él y su mujer los taberneros de marras, por grandes que fueran sus caudales. Se ve, pues, que, en el fondo de la cuestión, estaban perfectamente de acuerdo Juana y su marido.

Y dejando esto bien consignado, porque importa, volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.




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Capítulo V

Así que la niña descalabrada en la alameda notó la presencia del perro entre sus implacables ofensoras, por los ladridos del uno y por los gritos de las otras, contuvo su llanto, y, con íntima complacencia, se volvió para presenciar los destrozos que el enfurecido animal parecía estar haciendo en las ropas y pellejo de aquellas mal aconsejadas criaturas. Fuera aquél el perro del alcalde o dejara de serlo, era lo cierto que a todas las trataba por igual, y que de todas la estaba vengando a ella cumplidamente... Pero, ¿no era posible que después de concluir con las seis desventuradas niñas la emprendiese con la séptima, por lo mismo que a nadie conocía ni en remilgos se paraba?

Esta consideración tan cuerda, que asaltó de pronto la mente de la pobre chica, hízola retroceder; y menudeando los pasos cuanto pudo, y tornando a recordar su herida y a llorar, por ende, llegó a la villa y no paró de correr hasta el estanco que conocemos, en el cual entró momentos después que nosotros, y al mismo tiempo que llegaba también, aunque por distinto sendero, Simón Cerojo, demudado el semblante y apretando los puños de ira. Tanta, que ni siquiera reparó en la niña que, por haberse limpiado las lágrimas con las manos después de oprimirse con ellas la cabeza, tenía la cara manchada de sangre. Pero Juana sí; y al punto arrojó la obra en que se ocupaba, saltó por encima del mostrador sobrecogida de espanto; y tomando a la niña en sus brazos,

-¡Hija mía! -gritó- ¿Qué sangre es esa?

Entonces se fijó Simón en la niña; y olvidando por un momento sus disgustos, corrió también hacia ella.

-¿Te has caído? -la preguntó con cariñoso anhelo- ¿Te han pegado? ¿Por qué sangras?... ¡Habla, hija mía, por Dios!...

La niña, después de sollozar un rato, refirió, punto por punto, cuanto la había ocurrido.

-¡Conque la hija del juez, y la del indianete, y la del alcalde -exclamó Simón en seguida, con rencoroso acento-, son las que más te han injuriado, porque tenían a menos jugar contigo!... ¡Las hijas de esos personajes que me adulan y me soban cuando necesitan un par de duros para comer aquel día, o media docena de onzas para apuntarlas a una carta, o pagar una trampa que podría ponerlos en vergüenza... si alguna les queda!... ¡Pero yo les juro que, por poca que ella sea, he de sacársela a la cara... Y a algunos más también!

Juana, maldiciendo a su vez de todos y de todo, comenzó a lavar con agua fresca la herida de su hija, que, por cierto, era insignificante.

Y, tranquilo ya sobre este punto, Simón refirió a su mujer cuanto había ocurrido en la junta que acababa de celebrarse en la casa de Ayuntamiento, recargando un poquillo los colores a fin de que resultase más justificado su enojo, y de más efecto sus discursos, que repitió al pie de la letra.

-¿Y qué piensas hacer después de tanto desengaño como vas sufriendo, y de tanto disgusto como vamos llevando de estos niquitrefes de levita? -preguntó Juana, que no desperdiciaba ocasión de hablar de su pleito.

-¿Qué pienso hacer? -dijo Simón con su poquito de rescoldo- Lo que estoy pensando tres años hace, desde que conocí que en esta recua siempre había de tocarme ir a la cola; lo que hubiera hecho entonces a tener el remedio entre las manos, como le tengo hoy: sacar a más de cuatro fachendosos a la vergüenza pública, y largarme en seguida con la música a otra parte.

Juana vio el cielo abierto.

-¡Lo mismo que yo te he dicho tantas veces! -exclamó, retozándole la alegría en el semblante- ¿Qué necesidad tenemos nosotros de sufrir lo que aquí estamos sufriendo? Con lo que ya conocemos este trato, ¿cuánto no podríamos ganar estableciéndole en la ciudad?

-¡No, Juana, no!... ¡Basta de taberna! Si con ella entráramos en la ciudad, taberneros seríamos hasta el fin de los siglos. Y si con ser taberneros, aunque ricos, nos conformáramos, yo no saldría de esta villa donde he ganado en cuatro años una riqueza, y podría ganarla mayor en pocos más. Pero hay una noble ambición que manda en ti y en mí con mayor fuerza que los tres ochavos de una buena ganancia; y esa ambición está reñida con las manos manchadas de vino tinto, y con las ropas que huelen a anisado. Así, pues, ya que las alas me lo permiten, saldremos de aquí volando por alto, para que en la ciudad se vea cómo caemos, pero no de dónde venimos. Este es el modo; que, según yo llevo observado, desde nada a bastante están los ascos y los reparos; desde bastante para arriba, ya todos somos iguales, y todo nos está bien... Nosotros tenemos lo bastante; ¿quién será capaz de probar que no tenemos hasta de sobra? -No sé lo que diría a esto el cura de mi pueblo; pero llevo corrido ya mucho mundo y tratados muchos hombres, y a mi experiencia me agarro.

Lo que Simón ignoraba con respecto al señor cura, lo sabemos nosotros. Cuando alguno de sus feligreses le decía:

-¿Sabe usted, don Justo, que Simón se va saliendo con la suya?... ¿que ya es hombre rico?

-No lo dudo -contestaba el santo varón- Pero ¿le dan más importancia?... ¿es más feliz que aquí? Este es el problema.




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Capítulo VI

Para volver a encontrar al protagonista de esta verídica historia, no nos bastaría ya la luz del candil de su taberna. Tal se ha borrado la huella de sus pasos en los quince años que van corridos (y perdonen ustedes el modo de señalar) desde que le oíamos hablar lo que fielmente consta al final del capítulo anterior.

Pero es el caso que tenemos que hallarle; y como podría llevar muy a mal que lo intentáramos indagando aquí y allá por los pelos y señales de su vida pasada, lo cual, por otra parte, no nos conduciría al fin que nos proponemos, ya que, por especial privilegio que gozo, me es posible dar con él a la primera tentativa, véngase el lector conmigo para acabar más pronto y evitar un mal rato a nuestro personaje.

Estamos en la ciudad, en una de sus calles principales y frente a un portal no muy limpio, pero sí muy espacioso; subimos el primer tramo de la ancha escalera que de él arranca; atravesamos, sin detenernos, la puerta del entresuelo, en la cual se lee, sobre bruñida chapa metálica, el siguiente letrero: SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES; prescindimos de cuanto se halla a nuestro paso al entrar en un salón largo y estrecho; cruzámosle en toda su extensión, y nos detenemos a la puerta de un gabinete. Allí hay un alto escritorio de caoba, sobrecargado de libros y papeles; algunas banquetas de gutapercha, dos mapas, un barómetro, un aguamanil y pocas cosas más por el estilo. Adjunta al escritorio hay una butaca; y embutido en ella, un hombre como de cincuenta años de edad, frescote, de cara ancha y risueña, con recortadas patillas grises; gorro de terciopelo azul, lujosa bata, blanca pechera y leve corbata de raso negro sobre holgadas y relucientes tirillas. Ese hombre, lector amigo, absorto a la sazón en el examen de algunos papeles llenos de números de varios colores, es, para ti y para mí... (pero ¡cuidado con que se lo cuentes a nadie!) Simón Cerojo; para la sociedad en que vive, el señor don Simón de los Peñascales, y para la plaza mercantil en que figura en primera línea, SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES. Aquella carpeta y aquel gabinete, son su despacho; y esas personas que trabajan silenciosas en modestos atriles en el salón en que estamos, los dependientes de su casa.

Pero aún hay más. Cuando don Simón suspende, dos veces al día, sus tareas, sube al primer piso; y atravesando alfombradas estancias, alfombradas, así como suena, entra en un gabinete lujosamente amueblado también, y allí se cambia la bata por un elegante traje de calle; se quita el gorro de la cabeza, en la cual ocasión puede vérsela coronada por una calva nada aristocrática por cierto, y se pone el grave, reluciente sombrero de copa. Antes de salir a la calle pasa a otro gabinete frontero al suyo, con la aparatosa sala por medio; y allí encuentra, ordinariamente solas, y rara vez con visitas, a una señora tan gruesa como él, dura de semblante, y rica aunque charramente vestida, y a una joven como de veintidós años, ancha de hombros y caderas; bien destacada de pecho; de ojos y cabellos negros como el azabache; de blancos dientes y moreno cutis; bien proporcionada y airosa de talle, y vestida con todo el rigor de la moda... una buena moza en toda la extensión de la palabra. Estas dos señoras son la esposa y la hija, respectivamente, de don Simón; dícelas éste «adiós» desde la puerta, si están solas, o saluda cumplidamente a las personas que las acompañan, y sale en busca de sus amigos para dar el acostumbrado paseo. -Si no se trata de salir a la calle, sino simplemente de almorzar o de comer, usa el mismo ceremonial; pero sin quitarse la bata ni el gorro; y cuando una doncella avisa que está la sopa sobre la mesa, pasa la familia al elegante comedor, y allí se hace servir una bien sazonada comida; después de la cual, echa don Simón una hora de siesta sobre la cama; descabeza el sueño su señora en una butaca, y medita, o lee o mira por los cristales a la calle la repolluda muchacha.

Y en este tono todo lo demás inherente a la vida doméstica y social de esta respetabilísima familia.

. . . . . . . . . . . .

Amigo lector, me cargan las digresiones; pero hay casos en que no puede prescindirse de ellas, y éste es uno de esos casos. Tú serías el primero en negar la verosimilitud de esta última transformación del abacero de marras; y yo quiero que no se dude de la realidad de mis personajes; sobre todo, cuando escribo historia pura. Conque ármate de paciencia, y escucha, que yo procuraré ser breve y hasta entretenido.




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Capítulo VII

Firme en sus manifestados propósitos de abandonar la villa tan pronto como le fuera posible, Simón Cerojo, desde el día en que le oímos hablar de ello con su mujer, se consagró exclusivamente a realizar, pero con mucho pulso, sus existencias y créditos; indispensable tarea que le ocupó algunos meses.

Cuando tuvo su caudal entero en el bolsillo, como quien dice, y después de haber sacado a la vergüenza pública a algunos de sus deudores que más le habían atormentado el amor propio; después, repito, de haber puesto en evidencia ante la villa entera los apuros de unos y las perpetuas trampas de otros, dejando, de este modo, encendida una guerra civil entre muchas de aquellas encopetadas familias, tomó de su caudal una pequeña parte, y se dijo: -Esto (el caudal) para las alas; y esto (el pico) para pintarlas. En seguida se metió con su familia y con su tesoro en la diligencia, y se largó a Madrid; buena escuela, como él decía, para tomar aire y tono que lucir después en la ciudad.

Ya en la corte, puso a su hija en un buen colegio, con promesa de no sacarla de él mientras no estuviera completamente instruida en cuanto podía saber la señorita más encopetada; y con este fin, pagó rumbosamente, por adelantado, las estancias de un año, y prometió hacer lo mismo en los sucesivos.

Libre de este cuidado, consagróse a recorrer con Juana paseos, teatros y toda clase de espectáculos, estudiando aquí las exigencias de la moda, y allá la manera de lucirlas. Pero su entretenimiento favorito era el Congreso; y ya con su mujer, ya solo, rara era la sesión que él no presenciara desde la tribuna pública. -No se habrá olvidado que Simón era muy dado a la política y a la elocuencia-Por eso buscaba allí una buena escuela en que nutrir sus inclinaciones; no precisamente porque esperase utilizarla algún día desde aquellos lujosos escaños, como padre de la patria, sino porque un buen decir le juzgaba él indispensable para entrar con desembarazo en el terreno al cual pensaba trasplantarse en breve.

Y como si la suerte se complaciera en allanarle todos los caminos que emprendía, dale la corazonada de jugar un billete a la lotería, y le cae, como quien nada dice, más de medio millón.

Este golpe inesperado le puso a pique de desbaratar sus maduros proyectos, excitándole a darse por satisfecho de los mimos de la suerte, y a quedarse a vivir de sus rentas en Madrid. Pero como en Simón había algo ingénito que le obligaba a caminar siempre, aunque sin fijarse en el punto de parada, desechó la tentación fundándose en que Madrid era demasiado grande para que nadie reparara en un hombre como él; y él quería, por más que no lo intentara en una forma concreta, descollar un poquillo siquiera sobre el común de las gentes que le rodearan.

Lo único que hizo, que no había pensado hacer al salir de la villa, fue permanecer en Madrid cuatro meses en lugar de uno, y adquirir esos tres grados más de civilización que lucir en la ciudad.

Cuando tanto él como su mujer creyeron bastante borrados en sus personas los rastros de la taberna, tomó Simón letras sobre la capital de su provincia; y, bien provistos de ropa los baúles, salió con Juana de Madrid dejando muy recomendada a la niña en el colegio.

Su única pena al abandonar la corte fue el no haber podido encontrar en ella a su general que, sin duda, se hubiera alegrado al conocer la rápida transformación ocurrida últimamente en la fortuna del humilde asistente; pero Su Excelencia había andado aquella vez más torpe que de costumbre en el pronunciamiento que fraguaba para adquirir honradamente el segundo entorchado; sorprendióle el Gobierno, y le desterró a Filipinas, pocos días antes de llegar Simón a Madrid.

Calculen ustedes el efecto que causaría en una plaza mercantil de segundo orden la aparición de un hombre que se anuncia con letras de cambio, a cargo de las principales casas de comercio, por valor de ochenta mil duros, pagaderos a toca-teja. Excitada vivamente la pública curiosidad, hablóse largamente del suceso, suponiéndose, no sin fundamento racional, que persona que tales recursos traía a la mano, mucho más debía tener en reserva. Hubo quien, puesto ya el caso en el terreno de las indagaciones, aseguró haber oído algo muy parecido a lo que el lector y yo sabemos de la historia de nuestro personaje; pero como los nombres de uno y de otro no coincidían exactamente, y había quien aseguraba muy formal que el recién llegado era un rico negociante de Madrid que había trasladado su residencia, calló la murmuración y tomósele de buena gana, a pesar de ciertos resabios de mal género que de vez en cuando le asomaban, y sobre todo a su mujer, por un señor de importancia, muy rumboso además de muy atento... Y esto sí que era la verdad pura.

Veamos ahora por qué no coincidían los nombres del Simón de la ciudad y los del Simón de la aldea.

Observó éste, viviendo en la villa, que cuando su apellido Cerojo (sinónimo de ciruelo en el país) se pronunciaba recio en ciertas solemnidades, causaba en el público un efecto desgraciadísimo; y queriendo evitar en lo sucesivo los inconvenientes a que esta circunstancia pudiera dar lugar, resolvióse, al salir de la villa, a firmar en adelante con otro apellido que, sin dejar de ser de su familia, fuera menos vulgar que el primero de los de su padre. Tarea harto difícil, en verdad; pues al pasar revista, de memoria, a toda su ascendencia por ambas líneas, se encontró con que ésta parecía formada en un bosque virgen, según eran sus antepasados Carrascas, Bardales, Cajigos y Abedules. Al cabo, entre lo más remoto de su progenie, halló ciertos Peñascales que le convinieron, pues sobre salirse este apellido de la rutina forestal de los demás, amén de ser muy sonoro, tenía sus ribetes de empingorotado. Pero no era cosa de prescindir totalmente del que había usado hasta entonces, por más de una razón que tuvo presente. Así es que, en sus propósitos de conciliarlo todo, resolvióse a adoptar en adelante, para todo documento de carácter particular y privado, la firma a secas de Simón de los Peñascales; y para los que tuvieran relación con su vida pública, es decir, para nombre de guerra, el más aparatoso de Simón C. de los Peñascales.

Como el ya Don Simón no conocía bien al pormenor el carácter de la plaza mercantil en que se había establecido, dedicóse el primer año, y mientras la estudiaba a fondo, a descuentos ventajosos y préstamos sobre fincas; negocios que le proporcionaron cómodas y pingües utilidades. Al siguiente, ya se matriculó como comerciante capitalista. Al tercero, botó dos barcos a la mar. Al cuarto, todo lo anterior, más dos magníficas casas en construcción en lo mejorcito de la ciudad. Al quinto, era su firma una de las más respetables de la plaza, y de las más respetadas fuera de ella.

Entonces le avisaron de Madrid que su hija estaba al corriente de cuantas materias de utilidad y adorno podían enseñarse a una joven de la buena sociedad; y fue con su señora a recogerla. Mas en lugar de volver directamente a casa, hicieron los tres un rodeo por París; y con la disculpa de que el padre deseaba resarcir a su hija de la larga reclusión en que la había tenido, estuvo la madre un invierno entero perfeccionando su civilización en la capital de Francia; escuela que no desaprovechó el marido para tomar nuevas tinturas de hombre del día.

De retorno de este viaje es cuando, verdaderamente, se ve darse a luz a la familia de don Simón. Éste, muy afecto siempre a estudiar en el libro de su experiencia, recordando lo ocurrido en la villa con las intemperancias de su mujer, trató de que, en lo posible, no se reprodujera en la ciudad. Y digo en lo posible, porque demasiado conocía el ex-tabernero que, a pesar de todas las podaderas de la civilización, Doña Juana había de soltar las bellotas en cuanto se la sacudiera un poco. Proponíase don Simón sacar partido del caudal de nociones de cultura que indudablemente traería su hija del colegio, para dar a sus salones y a su señora cierta entonación que doña Juana no podía prestarles, y tener siempre en la joven una especie de tribunal de consulta para los casos de apuro.

Quiero decir que hasta la vuelta de París de toda la familia, no se estableció ésta a la altura de sus recursos, ni don Simón consintió a su mujer que abriese sus salones, ni adquiriese otras visitas que las más indispensables. Por supuesto que, así y todo, por debajo de los damascos de la gran dama asomó más de una vez el mandil de la tabernera. Pero ¿qué se le había de hacer? En cambio, se declaró aquella casa, desde entonces, el centro de la buena sociedad del pueblo; y a doña Juana se le caía la baba de placer con las atenciones de que era objeto: sinceras unas, es verdad, por tratarse de gentes no mucho más avisadas que ella, e hijas otras de la diabólica intención de dar pábulo a las majaderías de la encumbrada lugareña; pero refinadas todas, porque, al cabo, en aquella casa se bailaba mucho y se cenaba bien, lo cual en ninguna parte se desdeña en estos tiempos.

Felizmente Julieta (no sé si he dicho antes de ahora que así se llamaba la niña) era sumamente precoz en su desarrollo físico, y no atrasada en el intelectual; de modo que su madre tuvo en ella, no sólo un auxiliar activo, sino un prudente consejero para hacer los honores de su casa desde el momento en que ésta se hizo, como se ha indicado, el centro del buen tono de la ciudad.

Y así fueron corriendo los años. Don Simón, acrecentando en cada uno prodigiosamente su caudal, sin duda por aquello de que «dinero llama dinero»; doña Juana, sudando placer y vanidades por todos los poros de su cuerpo, y Julieta transformándose en una arrogante moza, desesperación de imberbes, codiciada de talludos y obsequiada de todos.

En esta época floreciente es cuando el carácter de don Simón hace crisis; o mejor, cuando don Simón entra en carácter.

Ya no es el hombre que ama las situaciones eminentemente liberales, «porque en ellas cada uno puede hablar de cuanto le acomode, aunque no lo entienda»; al contrario, es apasionado defensor de los gobiernos de orden, que sin negar al tiempo las libertades que le corresponden, sostengan a cada uno en su esfera, y no alimenten, en ciertas clases, insensatas ambiciones. Odia toda suerte de tiranías; y por lo mismo, no dejándose imponer de sus braceros y empleados, después de regatearles cuarto a cuarto sus jornales, les paga religiosamente lo convenido. También es filántropo; y si no se le ve pródigo con los pobres que llegan a su puerta, no es por falta de buen deseo, ni por sobra de tacañería, sino porque no quiere alimentar vicios ni fomentar la vagancia. Cree en el progreso moral de los pueblos; pero bajo la dirección paternal de los gobiernos, y con el esfuerzo... de los años. En cuanto al progreso material, le protege rumbosamente, pero alrededor de su casa, como, en su concepto, debe hacer todo ciudadano, a fin de que el progreso llegue a sentirse y a palparse en todas partes. -Ha comprado muchas tierras en su aldea, y las ha distribuido entre sus antiguos convecinos... a renta; pero dispensando a éstos en favor de no embargarles la manta de la cama, cuando, por bien probada necesidad, dejan de pagarle... un año: al segundo ya varía de conducta, si el abuso se repite; y esto, únicamente por respeto a su derecho, no porque necesite para nada las míseras economías de aquellos pobres campesinos. No ha reformado con una mala teja su antigua casita de la plaza, ni ha vuelto a poner en ésta los pies; y se comprende en un hombre de sus circunstancias: muerto el señor cura, don Justo, ¿qué otra persona quedaba allí con quien pudiera entenderse él?

Por lo demás, continúa siendo el hombre dado a las grandes frases y al aplomo en el decir; y no ha enriquecido su erudición ni reformado su ortografía; pero aquélla no la necesita en la vida que trae, ni ésta le es indispensable, dictando, como dicta, hasta su correspondencia particular. Y en cuanto a sus peroraciones frecuentes, ¡vayan ustedes a conocer que aquellas palabras culminantes de su oratoria, que son su delicia, las escribe con q!

Lejos de perjudicarle esto en su importancia, todo el mundo se la concede para todo; así es que, al creer lo que afirma la opinión pública, don Simón es una gran persona; es decir, prudente en el consejo, elocuente en emitirle, rico de hacienda, honra del comercio, provecho de la ciudad, benemérito patricio, y cuanto ustedes quieran. Añádese a esto que sonríe muy poco, y que jamás se ríe; que se afeita todos los días, y gasta una ropa muy fina y muy holgada; muy destacados el pecho, los cuellos y los puños de su camisa, y muy abarquilladas las alas del sombrero; añádanse, digo, estas gravísimas circunstancias, y se comprenderá mejor por qué don Simón ha llegado a ser, en la región que habita, el hombre indispensable; indispensable en las juntas, indispensable en las comisiones de dentro y fuera, e indispensable en el Municipio, que ya no sabe qué hacerse si él no le preside.

Don Simón, pues, es ya todo UN HOMBRE DE PRO; y para que nada le falte, hasta tiene la conciencia de su importancia.

Y la tiene, no porque se lo dicen los que le inciensan, sino porque una vez, viéndose tan alto, dio en mirar a su alrededor; y observó que así en la plaza como fuera de la plaza, los hombres que daban vida a los pueblos modernos e imprimían carácter a la época, ni eran de más noble estirpe, ni más sabios ni más ricos ni tenían mejor ortografía que él. Entonces, penetrado de la grandeza de su alta jerarquía, perdió hasta aquellos pocos arranques que le quedaban de expansiva franqueza, y se hizo solemne y ceremonioso aun en los actos más triviales de su vida.

Y aquí enlaza, lector amigo, el asunto de que tratábamos en el capítulo anterior; es decir, concluye la digresión y continúa la historia.




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Capítulo VIII

Había en aquella ciudad, como hay en casi todas, un centro o círculo o casino para esparcimiento del espíritu de ciertas personas que pasaban la vida bregando por enderezar la varia suerte de los negocios de lucro; y había entre los socios muchos que, no gustando del juego, aunque lícito, ni de otras recreaciones toleradas en el establecimiento, formaban una camarilla sui géneris, especie de senado moderador de la ebullición que reinaba constantemente en gabinetes y pasillos; el cual senado, auctoritate propria, se instalaba siempre en el salón principal. Componíanle los hombres más serios de la banca, del foro y de la propiedad urbana; y con decir que eran muy serios, dicho queda, conforme al rigorismo de la moderna bourgeoisie, hasta qué punto era entre ellos poco menos que un pecado mortal la risa franca y desenvuelta. Pero no así la sonrisa, que la conocían y la usaban, aunque sobriamente, en todos sus caracteres y expresiones. Porque es de advertir también que aquellos señores no aceptaban más que el justo medio de todas las cosas.

Con esto creo excusado decir que en política eran todos «hombres desapasionados, de orden y de progreso racional», implacables enemigos de toda afirmación absoluta, o, según su lenguaje, «de toda exageración». De esto se desprende, a su vez, que esa misma política sólo la aceptaban como un motivo más de conversación en sus expansiones amistosas. Y para que la tarea les fuera aún más fácil, tomaban por base de sus disertaciones los ingeniosos conceptos de cierto periódico, al cual habían subordinado ciegamente su criterio. El tal periódico no asentaba jamas un principio sin un pero; no mostraba un color que no pudiera confundirse con otro a la más leve interposición de una frase artificiosa, que nunca faltaba a la mano. Pasaba por reaccionario entre los liberales, y entre los reaccionarios por liberal; no había situación política bastante buena para él mientras imperasen sus ideas, ni bastante mala cuando no imperaban. Era su estilo ampuloso, sonoro, claro en la apariencia, turbio en el fondo, meloso siempre y seductor por estudio; y saltaban a la vista, en el momento de fijarla en sus columnas, las palabras orden, progreso, paz, religión y patria... era, en substancia, la representación escrita del espíritu yerto de la época en que se daba a luz; pero hasta el punto de dudarse si procedía de tal padre, o, al contrario, si era él quien había formado ese espíritu; quien alimentaba y nutría el alma de esa nueva raza, verdadera plaga del siglo que corre; raza sin convicciones, sin fe, sin entusiasmo; que llama orden a todo cuanto le garantiza una tranquila digestión, y progreso a cuanto redunda en aumento de su caudal; que entiende por patria su hogar doméstico, y por sociedad, un conjunto de ciudadanos matriculados para vender y comprar, tranquilamente, fardos de algodón, harinas de Castilla o papel del Estado; raza que transige con todo, menos con que se suba un cuarto la libra de pan.

A esta raza pertenecían los hombres de la citada camarilla, en la cual se daba siempre a don Simón la butaca de preferencia, no tanto por la importancia mercantil de éste, cuanto porque nadie leía mejor que él, con voz más recia y sonora, ni con mejor sentido, los artículos de fondo del periódico, todas las noches, a los congregados.

Pero vamos al caso. -Aquellos hombres que habían visto, sin alarmarse, durante muchos años, cómo cundían y se propagaban ciertas tendencias niveladoras, y cómo se iba rebajando poco a poco el carácter nacional, y corrompiendo aquel conjunto de cualidades que un día hicieron del tipo español «el modelo proverbial de los caballeros»; aquellos hombres, digo, que habían visto todo esto y mucho más, sin temblar por el día siguiente, observaron una vez que las predicaciones, que las tolerancias, que las concesiones, que toda aquella política de ancha base que encomiaban a destajo y en la cual creían sin conocerla, estaba dando ya sus frutos naturales y lógicos; que aquellas muchedumbres por las que nada habían hecho ellos nunca, y de las que jamás se habían acordado sino para explotar su trabajo a cambio de un mezquino pedazo de pan, se alzaban imponentes, en virtud de las alas que les prestara una libertad mal entendida; que aquella canalla, como ellos llamaban a la multitud desheredada cuando ésta era dócil, se aprestaba, con la tea en la mano, a imponerse al mundo entero y a transformar, en un instante dado, el modo de ser de la familia y de la sociedad.

¡Y allí fue el temblar de la voz y el crujir de los dientes!... Porque temieron por sus casas, por sus campos, por sus fábricas, por sus tesoros; es decir, su Dios, su patria, su alma.

-¡Pero es preciso defenderse! -exclamaron, resueltos a hacer una hombrada.

Y ¡poder del egoísmo! Aun en aquella triste situación, pensaron, ante todo, en sacar la sardina con la mano del gato.

Nada diré del temple del arma que eligieron para tan ruda batalla. El lector va a conocerla, y dirá de ella lo que mejor le parezca. Yo, mero historiador, a los hechos me atengo, y ésos voy a referirle.

Abríase, a la sazón, una campaña electoral para padres de la patria; y, según los sujetos de quienes vamos tratando, nada más eficaz contra la tormenta que les amenazaba, que enviar al Parlamento «hombres de orden, de progreso racional, enemigos implacables de toda exageración» y ricos e independientes, por contera.

Pero, concretándose a aquella localidad, ¿quién, entre todos ellos, era bastante rico, bastante abnegado, bastante generoso, y aun bastante elocuente, para aceptar tamaño compromiso con buen éxito, y abandonar, sin partírsele el alma, la dirección de los propios negocios y las comodidades de su casa?

Ni siquiera se puso en tela de juicio: don Simón, y nadie más que él.

Una noche se le hizo la proposición en plena tertulia; y, francamente, no podía habérsele hecho otra que más le halagara. Quizá se anticipaban sus amigos a un deseo que le embriagaba el alma mucho tiempo hacía. No se olvide que don Simón se creyó siempre capaz de todo; y téngase presente que cuando llegó a la posición social en que ahora le hallamos, los límites de sus aspiraciones se perdieron de vista. Por lo demás, que en el fondo de su conciencia se creía agudo, elocuente, sutil y travieso, ya lo sabemos. ¿Cómo dudar que fue el primero en comprender que nadie era más digno de ejercer el cargo que quería confiársele? Pero se guardó muy bien de darlo a conocer.

Al contrario, hízose el pequeño y el indigno, y hasta pidió toda aquella noche para reflexionar.

Cuando volvió a su casa, llamó a su mujer y le dijo solemnemente:

-Juana: la patria reclama mi cooperación, y necesito hacer por ella el sacrificio de prestársela.

-¿Qué patria te reclama... qué?... -preguntó la oronda señora, dudando si la palabrita se comía o se sembraba.

-Que el país desea que yo le represente en las Cortes, -añadió don Simón con parsimonia.

-¿Y qué es eso?

-Pues bien claro está, mujer. Se trata de que yo sea diputado por esta provincia.

Carácholes! -gritó fuera de sí la gran dama, olvidándose en aquel instante de todos los miramientos que la esclavizaban desde que era rica.

Frunció el entrecejo el marido al oír aquella interjección espontánea en boca de su mujer, y dijo a ésta severamente:

-Te advierto que esa palabra no es del mejor gusto para dicha por una señora de tus... contingencias.

-Déjate ahora de eso, que ya se arreglará -repuso doña Juana con un desdén admirable-. Y dime: si llegas a ser diputado, ¿te sentarás en aquellos bancos de terciopelo que veíamos desde la trebuna?

-Es claro.

-¿Y te llamarán de Usía?

-Naturalmente.

-¿Y te codearás con los ministros?

-Es de razón.

-¿Y viviremos en Madrid?

-Regularmente.

-¿Y nos publicarán en los papeles?

-Puede que sí.

-¿Y casaremos a Julieta con un embajador?

-No te diré que no, si a mano viene.

-¡Ajaá! Y con eso espantaremos de una vez tanto moscón como nos zumba aquí alreguedor de las talegas de tu hija.

-Ese será uno de los motivos que más me animen a llevaros conmigo.

-Pues mira, Simón: por si se vuelve atrás y no te ves en otra, coge a ese país por la palabra.

Y como don Simón opinaba lo mismo que su mujer, no durmió aquella noche, contando las horas que faltaban hasta la en que pudiera presentarse al país para decirle que aceptaba su proposición... «por no desairarle».

Amaneció al cabo; y como los instantes son preciosos en tales ocasiones, nuestro personaje no esperó a la noche para ver a sus amigos. Buscólos en sus casas acto continuo; citáronse para mediodía en la del candidato, y en ella se discutieron ampliamente los preliminares de la batalla.

Para darla con mejor éxito, se eligió un distrito rural; designóse a cada uno el puesto que le correspondía, conforme a sus relaciones en aquellos pueblos, o a sus influencias, y se disolvió el cónclave, a fin de poner en práctica, sin pérdida de un solo momento, el discutido plan.




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Capítulo IX

Los trabajos preliminares fueron un aluvión de cartas que inundó el distrito. Para todos hubo: para el que debía, para el que deseaba y para el que valía, y a cada cual se le hablaba en el tono conveniente.

Las que escribió don Simón, menos relacionado que sus auxiliares con la gente del distrito, venían a decir, salvas ciertas contingencias y otras pequeñeces de estilo, lo siguiente:

«Muy estimado amigo y señor mío: Las aflictivas circunstancias por que atraviesa la nación, obligan a los hombres independientes y de recta voluntad a hacer grandes sacrificios. En tal concepto, y cediendo además a las exigencias de mis amigos y de otras muchas personas de saber y de arraigo, me he decidido a presentarme candidato independiente para diputado a Cortes por esa circunscripción, en las próximas elecciones; y como usted es uno de los hombres que más legítima influencia ejerce en ella, a usted acudo en demanda de su cooperación, en la esperanza de que me la prestará cumplida; por lo cual le anticipa las gracias y se ofrece nuevamente de usted afectísimo amigo y seguro servidor Q. B. S. M.

SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»

Las respuestas más placenteras que obtuvieron éstas y otras cartas, fueron como la siguiente:

«Muy señor mío y amigo de toda mi consideración y respeto: Grande ha sido mi complacencia y la de mis amigos al tener conocimiento, por su grata del tantos de los corrientes, de que usted se presentaba candidato por este distrito; y desde luego puede contar con nuestra escasa importancia. Pero debo advertirle, para su gobierno, que ya se le han anticipado a usted otras influencias que pesan mucho entre esa gente, por lo cual temo que el éxito de nuestra batalla no sea tan cumplido como deseara.

De todas maneras, y por aquello de que «al ojo del amo engorda el caballo», será muy conveniente que usted se decida, sin pérdida de un momento, a recorrer el distrito. A este fin, y para cuanto le ocurra, me ofrezco de usted, como siempre, afectísimo amigo y seguro servidor Q. B. S. M.

CELSO LÉPERO.»

Hecho el primer estudio del terreno por medio de éstos y otros datos parecidos y no más lisonjeros; oído el dictamen del centro electoral, y corridos los indispensables propios con las necesarias cartas e instrucciones, arregló don Simón la maleta; rellenó todos sus huecos con cigarros del estanco; vistióse un traje coquetón de camino, hecho ad hoc; adornó las manos con sus sortijas más voluminosas; echó sobre el pescuezo la cadena más larga, más gorda y más relumbrante de cuantas tenía; y cabalgando en un rocín de mal pelo, pero de mucha resistencia, partió de la ciudad al amanecer de un día, quince antes del en que había de dar comienzo las elecciones.

Llegó al primer pueblo del distrito, y allí le esperaban, a la puerta de un viejo mesón, a cuyos postres y rejas estaban atados otros tantos caballejos enjaezados a la usanza del país, hasta seis agentes electorales de nota. Recibiéronle los seis sombrero en mano; alargó don Simón la suya a cada uno, con el aditamento de afectuosa sonrisa; y abriéndole después ancha y respetuosa calle, obligáronle a pasar, delante, al comedor, donde había una mesa preparada para docena y media de convidados, y hasta doce nuevos personajes envueltos en burdas capas, que, al ver entrar al candidato, se levantaron y se descubrieron. Estos doce eran los edecanes, como si dijéramos, de los otros seis, que bien pudieran llamarse el estado mayor del aspirante a diputado.

Olía el salón aquel punto peor que una caballeriza; pues de esencia de ella, de aguardiente, de tabaco de hoja común, y de otras no más suaves ni voluptuosas, se componía el ambiente que allí se mascaba; pero de ámbar y ambrosía le pareció a don Simón, juzgándose ya electo con el esfuerzo de aquellos auxiliares, todos famosos en el país por sus gloriosas campañas electorales.

Diose al candidato, por aclamación, la presidencia de la mesa, y sentáronsele a cada lado tres de su estado mayor y seis de los subalternos. Cumplido este requisito, y dichas las indispensables agudezas, y hechos los acostumbrados restregones de manos, sirvió una Maritornes, en abismo de sopera, media arroba de fideos; vertióse negro y abundante mosto en los vasos al efecto; circuló el cucharón de estaño de plato en plato; y entre sorbos, resoplidos, eructos y taconazos, diose comienzo a la discusión del punto que allí reunía a tan insignes ciudadanos.

Según las noticias traídas por los doce encapotados que conocían el distrito como la palma de la mano, y acababan de recorrerle todo, cumpliendo previas y acertadas instrucciones de los seis jefes, presentes también, la batalla iba a ser muy reñida, y ofrecía un éxito muy dudoso.

Tres eran los candidatos que habían de luchar. Uno ministerial, otro de oposición radical, y otro, don Simón, indefinido, independiente. El primero, aunque desconocido en el país y sin arraigo en ninguna parte, era el más temible, porque con la tenaza del Gobierno tenía cogidos por los cabezones a casi todos los ayuntamientos. El de oposición se llevaba las grandes masas inconscientes; y en cuanto a don Simón, no contaba en aquel instante más que con lo que le rodeaba; pero, así y todo, bien sabía él que no era el más desamparado de los tres. Había sonrisas a su lado que valían media elección, y gestos y caras y, sobre todo, antecedentes, que, cuando menos, le garantizaban una lucha a muerte y una derrota gloriosa.

Hízosele saber, como dato muy importante, que el candidato de oposición daba, a cada elector que le votara, media libra de pan y un trago de vino. Del ministerial nada se sabía, porque corría la elección por cuenta de los ayuntamientos, al decir de la fama. Era, pues, necesario, para ganarse simpatías y prosélitos, hacer por los electores un poquito más que el más rumboso de los candidatos; y como don Simón era rico, y en ciertas ocasiones no se paraba en barras, autorizó a sus agentes para que hiciesen saber en el distrito que él daba a sus votantes lo mismo que el candidato de oposición, más dos docenas de castañas, y, en caso de apuro, un cigarro de a dos cuartos.

Estas larguezas, en opinión de sus auxiliares, podían facilitar algo más el triunfo. Pero si, en último caso, la batalla ofrecía ciertas dificultades, ¿no era don Simón candidato independiente? ¿No podía, sin mengua de su dignidad, declararse, in extremis, adicto y obtener de este modo los auxilios del poder, que se los daría con preferencia al otro candidato, simple aventurero político?

En éstas y otras, y devorados por los comensales, amén de los pucheros bien atacados, dos docenas de pollos en salsa, media arroba de carne estofada y una calderada de arroz con leche, repartió entre ellos don Simón un mazo de puros del estanco; encargó a cada uno de los doce subalternos el mayor esmero en el cumplimiento de la comisión que se les había dado; los favoreció con un afectuoso apretón de manos; pagó la comida a los diez y ocho, y los piensos de otros tantos caballos, más algunas herraduras que hubo que poner a tres o cuatro de los últimos; y seguido de la consabida media docena de personajes que formaban su estado mayor, bajó al corral. Allí montaron los siete, y partieron a trote menudito, entre las sombreradas de los que quedaban en el mesón a la afanosa curiosidad del vecindario, que había acudido en masa a las inmediaciones de la venta para conocer al candidato, de cuya riqueza se contaban maravillas en el pueblo.

Allí empezaba para don Simón, si no lo más difícil, lo más penoso de la campaña electoral.




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Capítulo X

Según lo acordado en la mesa, en ciertos pueblos del tránsito no había necesidad de apearse, pues no ofrecían la menor dificultad; a lo sumo, detenerse un momento a saludar, por una atención que sería muy agradecida, a tal cual influyente. Pero, en cambio, había que echar el resto en aquellas localidades dudosas o adictas al enemigo.

Y con estos propósitos, caminando en ala los siete donde el terreno lo permitía, o en hilera si el sendero no daba más de sí, pero ocupando siempre don Simón el puesto de preferencia, ensanchábasele el pecho al pobre hombre a impulsos de su vanidad, creyendo de buena fe que todas aquellas deferencias con él guardadas eran hijas de una adhesión espontánea y desinteresada a su persona. ¡Y estaba cansado de oír hablar de ciertos caciques de aldea, perpetuos muñidores electorales, para quienes es una fiesta acompañar candidatos, y comer acá y cenar allá, y desayunarse en el otro lado con ellos y a sus expensas, y frecuentemente un negocio cada elección después de cada paseo! Pues de todo esto se olvidaba don Simón al verse rodeado de tanto caballero.

Dirigía la cabalgata uno de los seis caciques, hombre enjuto, moreno, largo de nariz y penetrante de mirada; casi imberbe, aunque ya picaba en viejo; poco hablador, pero al caso, y desconfiado hasta de su sombra. Conocía, uno a uno y con sus méritos, vicios, resabios y necesidades, a todos los electores del distrito, y, por consiguiente, el modo de interesarlos o de reducirlos. Esta circunstancia era la que más fuerza y realce le daba como muñidor incomparable e irresistible. Era, además, alcalde perpetuo de su pueblo, y consejero nato de media docena de municipios limítrofes, y estaba muy bien relacionado con gentonas de Madrid que le debían favores semejantes al que estaba dispensando a don Simón. Llamábase don Celso Lépero, y era el autor de la carta que dejamos reproducida más atrás.

Los otros cinco auxiliares eran por el estilo; pero no tan famosos ni tan fuertes, aunque lo eran mucho, como don Celso.

Y volvamos a la historia.

Al pasar cerca de un pueblecillo, después de tres horas de marcha continua, dijo Lépero a don Simón:

-Aunque a esta gente la conceptúo nuestra por completo, será muy conveniente que se detenga usted un instante a saludar al que la maneja a su gusto. El tal Mayorazgo, que así se le llama, es hombre algo bruto; pero muy pagado de que le mimen y le soben. Al despedirse, déle usted un cigarro; no de los que nos ha repartido en la mesa, sino de los que lleva usted en la petaca para su uso particular.

Sin fijarse don Simón en la indirecta de don Celso, púsose a sus órdenes; dejaron todos la senda que llevaban, y se encaminaron hacia la casa del Mayorazgo, que estaba en lo más escondido del pueblo. Salió a abrirles la puerta del corral un muchacho muy sucio, que se asustó al ver tanto caballero; y entre limpiarse los mocos con una mano y rascarse las nalgas con la otra, les dijo de mala gana que su padre estaba en el cierro.

Dióles las señas de éste como pudo; y los expedicionarios tuvieron que desandar parte de lo andado, trepar por un escarpado, y subir a la meseta de una montaña, donde hallaron al Mayorazgo presidiendo la roturación de un gran terreno que acababa de adquirir en aquellas alturas. Era hombre joven todavía, y de rostro desengañado. No mostró gran curiosidad al verse acometido por el pequeño escuadrón. Limitóse a contestar fríamente al caluroso saludo que le dirigió don Celso en nombre de los demás, y especialmente de don Simón, a quien presentó al impávido, diciendo:

-El señor es nuestro candidato, don Simón de los Peñascales; persona ilustrada, con treinta mil duros de renta y mucho talento. Viene exprofeso a dar a usted las gracias por el apoyo que ha de prestarle en las elecciones, mientras tiene ocasión de pagarle su atención de otra manera.

-Para servir a usted, -dijo lacónicamente el Mayorazgo, mirando hacia el presentado.

-Muy señor mío -respondió don Simón descubriéndose la cabeza y tendiendo su diestra al del cierro- ¿Está usted bueno?

-Yo bien, gracias a Dios -dijo el Mayorazgo sin hacer un gesto.

-¿Usted fuma? -le preguntó el candidato sacando la petaca.

-Algunas veces, si el tabaco es bueno, -respondió el otro.

-Pues ahí va uno de la Vuelta de Abajo.

-Se estima, -refunfuñó el obsequiado mordiéndole la punta.

-Y ¿qué tal andamos por acá? -preguntóle el candidato, deseando arrancar siquiera un gesto de interés a aquel pedazo de bárbaro.

-Pues... allá veremos, -contestó éste, gastando media caja de fósforos en encender el puro al aire libre.

-Eso no hay que preguntarlo, don Simón -observó Lépero-, que de cuenta del señor corre dejar a usted satisfecho.

-Pues en ese caso -respuso don Simón comprendiendo a don Celso-, y toda vez que nos falta mucho que andar hoy todavía, ya que he tenido el gusto de conocer al señor, sólo me resta ofrecerme a sus órdenes para cuanto desee, ahora y siempre.

-Lo mismo digo, -murmuró el Mayorazgo, tocando apenas con una mano la que le tendió don Simón, y volviendo a mirar a sus cavadores.

Cuando la cabalgata se alejó de allí, don Simón no pudo menos de decir a don Celso, con desencanto:

-Si éste es de los que me apoyan en el distrito, ¿cómo serán los que me combaten? ¿Qué puedo prometerme de los dudosos?

-No haga usted caso de palabras ni de semblantes, señor don Simón -respondió don Celso-. Ese hombre, como usted le ve, donde pone la intención mete la cabeza. Esté usted seguro de que en este ayuntamiento han de votarle a usted hasta los difuntos. ¡Algo más duro de pelar es el otro mozo que vamos a visitar enseguida, en ese pueblo que se ve a la derecha! Es hombre que no da nunca el brazo a torcer, ni se decide hasta el último momento... Y a propósito, ¿tiene usted alguna buena recomendación para la Audiencia del territorio?

-Absolutamente ninguna.

-¿No conoce usted a nadie que conozca a alguno de los magistrados?

-Le digo a usted que no.

-¿Ni siquiera a un mal portero?

-Aguarde usted... ¡Pero quiá!

-Siga usted, siga usted...

-Calle usted, hombre, ¡qué majadería! -Recordaba ahora que estando paseando, tres meses hace, con un amigo, llegó a saludarle un forastero; y al separarse éste de nosotros, supe que era un primo tercero de la cuñada de un amigo del regente.

-Pues tenemos cuanto nos hace falta.

-¿Para qué, don Celso?

-Ya lo verá usted. Ahora tenga presente que la persona que vamos a saludar es muy arisca y muy agarrada; pero que se lleva a las urnas a todos los electores del ayuntamiento, y a algunos más.

-¿Y de qué procede esa influencia? -preguntó don Simón con curiosidad.

-De que el sujeto ese vende vino y tabaco; razón por la que no hay un vecino que no le deba algo; como no le hay del Mayorazgo que no se lo deba a éste por razón de arrendamiento o de préstamos... o de otra cosa peor. Así se ejercen en los pueblos las grandes influencias, y con ese criterio se hacen siempre las elecciones, como usted irá viendo poco a poco. Pero vamos al caso. Como nuestro hombre es avaro, conviene que se quite usted los guantes para que brillen bien las sortijas, y que se desabroche las solapas para que relumbre la cadena.

Don Simón comenzó a obedecer como un recluta y luego dijo:

-¿Y cree usted que será conveniente que yo pronuncie algún discursito?

-¿Trae usted alguno bien estudiado?

-¡Hombre! estudiado precisamente... -repuso don Simón un tanto resentido- Pero creo que no me saldría del todo mal.

-Pues si es bueno, diga usted poco.

-¿Y el cigarro?

-También de los de la petaca; que para malos, ya los tiene él, como estanquero.

En éstas y otras, y después de trasponer un breñal casi inaccesible, y de vadear un río y de saltar tres estacadas, llegó la comitiva a la primera casa del pueblo que se buscaba; la cual casa mostraba lo que era, más bien por el ramo que ostentaba sobre la puerta, que por el rótulo ilegible que se había trazado con almazarrón y alguna escoba, en un lienzo de la fachada.

-Aquí es, -dijo don Celso.

Al mismo tiempo apareció a la puerta de la taberna, y la tapó casi toda, un hombre, especie de tonel de grasa, en forma, tamaño y aseo.

Hundía los brazos hasta los codos en los enormes bolsillos de sus mugrientos pantalones, y asomaban entre sus gruesos amoratados labios, las húmedas y requemadas hebras de una punta de cigarro, que destilaba, por la barbilla abajo, un regato de negruzca saliva, y, en tanto, fijaba el tal, con expresión estúpida, sus ojuelos verdes en los recién llegados.

-Ese es nuestro hombre;-dijo don Celso por lo bajo a don Simón.

Y mientras éste se echaba las solapas hacia atrás y destacaba cuanto podía sus dedos cuajados de anillos, don Celso, apeándose, abrazó al tabernero, que apenas se movió del sitio en que estaba, ni sacó las manos de los bolsillos. Echaron pie a tierra también los otros cinco de la comitiva; y cuando lo hubo hecho don Simón, tomóle don Celso de la mano, y dijo, mostrándosele al hombre gordo de la puerta:

-El señor es el candidato a quien votan todas las personas decentes del distrito. Se llama don Simón de los Peñascales; es de arraigo, como a usted le gustan los hombres; tiene treinta mil duros de renta, y además mucho talento.

-¡Ya, ya! -gruñó, por toda respuesta, el tabernero.

-El señor-dijo don Celso, señalando a éste y hablando con don Simón-, es don Zambombo, como le llamamos los que nos honramos con su amistad íntima, o don Jeromo Cuarterola, como le llaman en el pueblo y fuera de él cuantos le conocen y le quieren, porque se lo merece; y por eso le sirven a ojos cerrados... En fin, que el señor es el jefe electoral de toda esta comarca.

-¡Ya, ya! -volvió a gruñir el tabernero.

-Muy señor mío y mi dueño;-díjole don Simón, doblándose, descubriéndose y tendiéndole una mano; atenciones a las cuales correspondió Cuarterola tocando apenas el ala de su grasiento sombrero hongo con la extremidad del índice de su diestra, que sacó perezosamente del bolsillo, volviendo a hundirla en él enseguida.

-Nosotros -añadió don Celso, atropellando la humanidad de don Zambombo-, tenemos que hablar despacio, y nos colamos como Pedro por su casa. Conque, venga la mejor habitación y el mejor vino, y síganme todos, caballeros.

Siguiéronle, en efecto, los aludidos, después de amarrar afuera, como mejor pudieron, las cabalgaduras; y, precedidos de Cuarterola, instaláronse ante una mesa larga, estrecha y sucia, que se sostenía mal en el interior de la taberna, cerca del mostrador, sobre el cual no había más que una vasera de hoja de lata con cuatro jarros de arcilla; una aceitera, capaz de media arroba; un pedazo de yeso para apuntar; dos vasos para aguardiente y una botella de cristal conteniendo vino tinto. Detrás del mostrador se alzaba penosamente un mal estante con media docena de mazos de cigarros, envueltos en papel de estraza; algunos libritos de fumar y un paquete de cerillas.

Mientras los recién llegados se sentaban en los duros y estrechos bancos anejos a la mesa, don Zambombo entró en la bodega, de la que salió al cabo de un cuarto de hora con un gran jarro de vino blanco en una mano, y en la otra un vaso de vidrio sucio.

-Aquí hay que hacer un esfuerzo, don Simón -dijo Lépero mientras el tabernero volvía-. Es preciso, aunque sea con repugnancia, beber, y beber de largo.

-Pero, hombre -respondió don Simón asustado-, ¡si yo no pruebo jamás el vino!

-Es que nunca ha sido usted candidato.

-En fin, haremos un esfuerzo;-exclamó éste con heroica resignación.

Llegó al cabo don Zambombo, y puso lentamente sobre la mesa el jarro y el vaso. Enseguida volvió a meter las manos en los bolsillos, y se colocó de pie a un lado de la mesa, haciendo descansar su panza sobre el tablero.

Entre tanto, don Celso escanció el primer vaso de vino y se le presentó al candidato, que, cerrando los ojos, se le bebió sin resollar. El segundo fue para el tabernero, a quien dijo, mientras éste apuraba el líquido, mitad por el gaznate y mitad entre cuero y camisa:

-Señor don Jeromo, el mundo está perdido; los tunantes se nos suben a las barbas, y los hombres de bien andamos por los suelos. Es preciso que la cosa cambie, ¡y cambiará! Para conseguirlo, contamos con usted.

-¡Ya, ya! -gruñó por vez tercera don Zambombo.

-En efecto, señor de Cuarterola -dijo don Simón enredando con su larga y gruesa cadena de reloj de modo que se vieran a un tiempo ésta y los anillos de sus dedos-; la sociedad se desquicia si pronto no se le busca el remedio. Los pueblos gimen agobiados por los impuestos más insoportables; la familia está amenazada de un cataclismo, porque las leyes se hacen y se interpretan por gentes sin arraigo, sin moralidad y sin... contingencia. Es preciso, pues, llevar al Parlamento hombres de recta voluntad, de posición; hombres verdaderamente... ¿cómo lo diré más claro?... hombres, en fin... contingentes; que no vayan allí a hacer su propio negocio, sino la felicidad de los pueblos... Ahora bien; para que un hombre de estas condiciones eche sobre sí carga tan pesada, no basta la abnegación más patriótica; se necesita también el concurso de los demás hombres que como él piensan. Yo, señor don Jeromo, no he tenido inconveniente en sacrificar al bien de mi país la tranquilidad de mi hogar, y hasta el lucro de mis negocios particulares; pero será estéril mi abnegación, si los hombres influyentes, de arraigo, de convicciones sólidas y saludables, de contingencia, en fin, como usted, me niegan su apoyo en estos instantes supremos. -He dicho.

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritó a coro su estado mayor.

-¡Ya, ya! -gruñó por cuarta vez el tabernero, sacando una mano del bolsillo para rascarse el cogote sin quitarse el sombrero.

-¡Esto es hablar como un libro, don Jeromo! -exclamó Lépero- ¡Que vaya este hombre a las Cortes; que vayan muchos como él, y España se pone camisa limpia!

-¡Ya, ya!... Pero... -murmuró Cuarterola.

-Pero... qué, ¡hombre de Dios! ¿Acabará usted de romper a hablar? -le dijo Lépero ya exasperado.

-Vamos a ver qué tiene que objetar el bueno de don Jeromo, -añadió don Simón afablemente.

-Pues digo -repuso el tabernero perezosamente y con voz aguardentosa-, que todo lo que usted dice está muy bien dicho...

-En tal caso...

-Sólo que -continuó don Zambombo-, es lo mismo que me han dicho todos los candidatos que me han pedido el voto.

-Sin embargo, -replicó don Simón algo resentido.

-Y luego que han sido diputados -concluyó Cuarterola-, si te he visto no me acuerdo.

-Pues precisamente porque eso que usted dice es cierto, los hombres de mi carácter y de mi posición nos lanzamos esta vez a la lucha, resueltos a que sea una verdad el sistema representativo.

-¡Ya, ya! -volvió a gruñir Cuarterola.

-Conque, amigo don Jerorno -saltó aquí don Celso, persuadido de que toda preparación era ociosa con aquel bárbaro-; estamos al cabo de la calle y nos hemos entendido. Me consta que a usted, de buena o de mala gana, le siguen a las urnas todo el vecindario y algunos votantes más.

-¡Ya, ya!...

-Díganos usted cuántas candidaturas impresas necesita, para que se las enviemos oportunamente; y no se hable más del asunto.

-¡Ya, ya!...

-Y, antes que se me olvide: ¿cómo va el pleito?

-¿El pleito?... ¡Ya, ya!

-¿Está en segunda instancia?

-¡Ya, ya!... Ya va para tiempo.

-Pues, ¿en qué consiste la parada?

-A la vista está... Soy pobre, no tengo arrimos...

-¡Y me habían asegurado a mí que se le había ofrecido a usted la absolución libre, a cambio de sus votos para el candidato del Gobierno!...

-¡Ya, ya!... Ofrecer, bien ofrecen; pero...

-¿Pero qué?

-Que yo quiero cobrar adelantado, y ellos no quieren pagar hasta el día siguiente.

-Justo, para dejarle a usted en blanco, después de haberlos servido... ¡si anda ahora una pillería!... -concluyó Lépero, fingiendo cierta indignación, como si quisiera conmover al tabernero.

-Y ¿qué pleito es ese? -preguntó don Simón.

-¡Una verdadera infamia! -le respondió Lépero guiñándole el ojo-. Un supuesto contrabando, por el cual han formado causa a este pobre hombre, y le están arruinando miserablemente.

-¡Eso digo yo! -suspiró don Zambombo, oscilando de un hombro a otro su monstruosa cabeza.

-Pues, amigo mío -dijo don Celso-, jamás hallará usted mejor ocasión que ésta para salir airoso en su empeño. Cabalmente tiene usted delante al mejor amigo del regente de la Audiencia.

Al oír esto, don Zambombo abrió los ojos cuanto se lo permitía la carne de los párpados, y clavó la mirada en don Simón.

Éste se quedó como quien ve visiones. Y no era extraño.

-Pero, don Celso -dijo, sin poderse contener-: ¿cómo es eso?...

-En efecto -repuso Lépero atajándolo-; no es al mismo regente a quien usted conoce, sino a la persona que más le domina.

-Repare usted, don Celso...

-Nada, nada, amigo don Jeromo -continuó Lépero desentendiéndose de los escrúpulos del candidato... -Y advierta usted que esto no va como favor ni mucho menos. Es usted un amigo a quien aprecio muchos años hace, y esto nos basta al señor don Simón y a mí para prestarle de buena gana este ligerísimo servicio. Conque traiga usted papel y tintero, que vamos a escribir una carta que puede ser la fortuna de usted.

Como nada perdía en ello el tabernero, movióse perezosamente para complacer a don Celso.

Entre tanto, dijo éste a don Simón:

-Tiene usted que poner dos letras a aquella persona que saludó a su amigo de usted tres meses hace, y que es pariente de la cuñada de un amigo del regente.

-¡Pero don Celso!...

-¡Pero don Simón!...

-¡Si ni siquiera sé como se llama!

-¡Diablo!

-¡Ni dónde reside!

-¡Demonio!... Pero no importa. Antes al contrario, es mejor así.

-¡Cómo que no importa!

-Lo dicho. Escriba usted a Juan Pérez o a Luis Fernández, y háblele como si realmente existiera.

-¡Don Celso!... Y ¿he de firmar yo una superchería semejante?

-Y ¿por qué no? Sobre que la carta no ha de salir de la administración adonde vaya a parar... ¡Pregunte usted en Madrid o en Barcelona por un Juan Pérez, sin más señas! El asunto es engatusar a este bodoque.

-¡Pero eso es indigno de una persona seria como yo!

-¡Ay, ay, ay! -exclamó con sorna don Celso-. ¿Esas tenemos? ¿Con escrúpulos de monja nos venimos? Pues cuente usted desde ahora con que le han de ocurrir en el distrito doscientos lances por el estilo; y si usted está resuelto a hacerles ascos a todos, ya puede volverse a su casa en la seguridad de no sentarse en los bancos del Congreso.

-La verdad es que ser diputado a ese precio...

-¿Pues a qué precio cree usted que son diputados los demás?

Terciaron en la porfía, auxiliando a don Celso, sus cinco camaradas; y al cabo lograron reducir a don Simón, en el instante en que ponía Cuarterola sobre la mesa un tintero de cuerno con pluma de ave, y medio pliego de papel con lamparones de aceite.

Entregóselo todo a don Simón que, a regañadientes, tuvo que escribir lo que sigue, dictado muy recio por don Celso, no tanto para que lo oyera bien Cuarterola, cuanto para llenar una exigencia del candidato, que de este modo creía echar menos responsabilidad sobre su conciencia.

«Señor don Pedro Gutiérrez.

Madrid.

Mi queridísimo amigo y pariente: como sé que también lo eres del señor regente de la Audiencia de este territorio, y que es raro el paso que da en el cumplimiento de sus altos deberes sin oír tu dictamen, espero que le recomiendes con todo empeño la pronta y favorable resolución del pleito que pende ante aquélla, contra don Jeromo Cuarterola, de esta vecindad, y persona de todo mi aprecio, sobre un supuesto contrabando.

Te anticipo las gracias, y espero que esta vez, como otras muchas, valga, en cuanto deseo, la recomendación de tu afectísimo amigo y pariente,

SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»

-¡Esto es infame! -dijo Simón por lo bajo, al cerrar la carta.

-Pero muy conveniente, -le contestó don Celso echando polvos en el sobrescrito.

Enseguida se la puso en la mano al tabernero, que se quedó mirándola, como distraído, y dándole vueltas.

-Repito -le dijo don Celso un tanto quemado con aquella actitud-, que esta carta no es un favor que queremos vender a usted... La hemos escrito porque... porque nos ha dado la gana; y nosotros somos así.

-¡Ya, ya!... Pero...

-Pero ¿qué?...

-Que sin sello no correrá... me parece a mí.

-Verdad es -dijo don Celso riéndose- Me olvidaba de que esto es también estanco donde se venden los sellos de franqueo. Traiga usted uno por nuestra cuenta.

Obedeció Cuarterola. Volvió con el sello; pególe a la carta Lépero, y al devolvérsela al tabernero, le dijo:

-Ahora, veamos cuánto se le debe a usted por todo.

Quedóse el botarga mordiendo la carta por un pico y murmurando:

-Dos del papel, y cuatro y medio del sello... siete... siete... y por la tinta... Por la tinta, nada. Y luego, el vino: dos azumbres a siete...

Pero enredándose en estos líos muchas veces, fue al mostrador; llenóle con la tiza de números como la palma de la mano; los borró dos veces con saliva y la manga del chaquetón; escribiólos de nuevo, y al fin volvió a la mesa diciendo en seco:

-Tres pesetas, con la estaca.

La estaca era, lector, el estar los caballos amarrados afuera, aunque sin haber roído un mal grano, ni haber hecho un céntimo de gasto ni de desperfecto.

Echó don Simón un duro sobre la mesa.

-Quédese usted con la vuelta, -dijo don Celso, que mandaba hasta en los deseos del candidato.

Guardó el avaro la moneda; pero no dijo una palabra.

-Conque, en resumen, don Jeromo -concluyó Lépero, poniéndose de pie, en lo que le imitaron los demás de la partida-: quedamos en que, en igualdad de circunstancias, preferirá usted nuestra candidatura a las otras dos, y en que probablemente la votará usted con toda su gente.

-¡Ya, ya! -respondió con su muletilla de costumbre el tabernero.

-¡Si usted tuviera la bondad de ser un poco más franco! -se atrevió a decirle don Simón.

-¡Pssée! -refunfuñó don Zambombo-. ¡Como tampoco ustedes lo son!...

-¡Cómo que no?

-Es la verdad. Y si no, a verlo vamos. Yo me comprometo a votarle a usted con todos mis amigos.

-Muchas gracias, señor don Jeromo.

-Con tal de que usted se comprometa a otra cosa.

-Nada más justo, señor de Cuarterola. ¿Ve usted cómo al cabo nos vamos entendiendo?

-Ahora lo veremos. Lo que yo quiero es que se haga, en todo este año, una carretera desde esta misma puerta al camino real, que no va muy lejos de aquí.

-Nada más justo, señor don Jeromo; y desde luego me comprometo, si llego a ser diputado, a hacer cuanto pueda por conseguirlo... y lo conseguiré, de seguro.

-¿Lo ve usted? Pues esto me van diciendo todos los diputados que me han pedido el voto de diez años a esta parte.

-¡Ya! Promesas vanas.

-Como las de usted.

-¡Hágame usted más favor, señor mío; que yo soy una persona de formalidad!

-Que el día en que sea diputado tendrá cien mil cosas en qué ocuparse, más formales que este pobre camino.

-Cuando yo doy una palabra...

-Mire usted, señor don Simón; el camino costará, según presupuesto que se ha hecho, sobre tres mil duros. Deposite usted esa cantidad donde mejor le parezca y con condición de que se ha de emplear en esa obra, y yo le doy a usted la votación de todo el ayuntamiento... y algo más.

-Eso es desconfiar de mí; y sobre todo, yo no puedo pagar tan cara mi elección.

-¿No me ha dicho usted que está seguro de que el camino se hará si yo le voto?

-Si llego a ser diputado.

-Que es lo mismo, según yo voy observando. Pues bueno. El día en que el Gobierno, o la provincia... o el demonio, haga el camino, recoge usted su depósito... y en paz.

-Se pensará, señor don Jeromo, se pensará, -dijo don Celso cortando aquel diálogo con el cual se iba amoscando algo el inexperto don Simón, y con el fin de no desahuciar por completo al tabernero.

-Pues aquí estoy siempre a sus órdenes -concluyó éste-, con la condición que he dicho. Si conviene, bueno; y si no, tan amigos como siempre.

-Esa es la fija; y hasta la primera, -contestó don Celso montando a caballo.

-Quede usted con Dios, buen hombre, -añadió el candidato, montando también, abrochándose las solapas y poniéndose los guantes, señal de que nada se prometía ya del brillo de sus alhajas, para mover el ánimo de aquel pedazo de bruto, con costras de taimado... y de sebo.

Cabalgaron también los otros cinco auxiliares; y bajando callejones, y resbalando sobre lastras, y vadeando regatos, salieron a una senda que se llamaba camino real, por el que continuaron su marcha a oscuras; porque es de advertir que había anochecido una hora antes, y además caía una lluvia menudita que enfriaba hasta los huesos.



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