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ArribaAbajo- XVI -

La promesa


En los siguientes días no pasó nada; mas vino uno en el cual ocurrió un hecho asombroso, capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artífice sublime en cuyas manos el cuchillo del cirujano era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la Naturaleza. Intrépido y sereno, había entrado con su ciencia y su experiencia en el maravilloso recinto cuya construcción es compendio y abreviado resumen de la inmensa arquitectura del Universo. Era preciso hacer frente a los más grandes misterios de la vida, interrogarlos y explorar las causas que impedían a los ojos de un hombre el conocimiento de la realidad visible.

Para esto había que trabajar con ánimo resuelto, rompiendo uno de los más delicados organismos, la córnea; apoderarse del cristalino   —192→   y echarlo fuera, respetando la hialoides y tratando con la mayor consideración al humor vítreo; ensanchar por medio de un corte las dimensiones de la pupila, y examinar por inducción o por medio de la catóptrica el estado de la cámara posterior.

Pocas palabras siguieron a esta atrevida expedición por el interior de un mundo microscópico, empresa no menos colosal que la medida de las distancias de los astros en las infinitas magnitudes del espacio. Mudos y espantados estaban los individuos de la familia que el caso presenciaban. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada concreto, sus palabras eran:

-Contractibilidad de la pupila... retina sensible... algo de estado pigmentario... nervios llenos de vida.

Pero el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba?

-A su tiempo se sabrá -dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje-. Paciencia.

Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como   —193→   otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada.

El paciente fue incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle.

Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando allí hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. La señorita, después de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda la familia, solía pasear un poco con ella. Un día quiso Florentina que Marianela le enseñara su casa, y bajaron a la morada de Centeno, cuyo interior causó no poco disgusto y repugnancia a la señorita, mayormente cuando vio las cestas que a la huérfana servían de cama.

-Pronto ha de venir la Nela a vivir conmigo -dijo Florentina, saliendo a toda prisa de aquella caverna-, y entonces tendrá una cama como la mía y vestirá y comerá lo mismo que yo.

Absorta se quedó al oír estas palabras la señora de Centeno, así como la Mariuca y la   —194→   Pepina, y no les ocurrió sino que a la miserable huérfana abandonada le había salido algún padre rey o príncipe, como se contaba en los cuentos y romances.

Cuando estuvieron solas Florentina dijo a María:

-Ruégale a Dios de día y de noche que conceda a mi querido primo ese don que nosotros poseemos y de que él ha carecido. ¡En qué ansiedad tan grande vivimos! Con su vista vendrán mil felicidades y se remediarán muchos males. Yo he hecho a la Virgen una promesa sagrada: he prometido que si da la vista a mi primo he de recoger al pobre más pobre que encuentre, dándole todo lo necesario para que pueda olvidar completamente su pobreza, haciéndole enteramente igual a mí por las comodidades y el bienestar de la vida. Para esto no basta vestir a una persona, ni sentarla delante de una mesa donde haya sopa y carne. Es preciso ofrecerle también aquella limosna que vale más que todos los mendrugos y que todos los trapos imaginables, y es la consideración, la dignidad, el nombre. Yo daré a mi pobre estas cosas, infundiéndole el respeto y la estimación de sí mismo. Ya he escogido a mi pobre, María; mi pobre eres tú. Con todas las voces de mi alma le he dicho a la Santísima Virgen que si   —195→   devuelve la vista a mi primo, haré de ti una hermana: serás en mi casa lo mismo que soy yo, serás mi hermana.

Diciendo esto la Virgen estrechó con amor entre sus brazos la cabeza de la Nela y diole un beso en la frente.

Es absolutamente imposible describir los sentimientos de la vagabunda en aquella culminante hora de su vida. Un horror instintivo la alejaba de la casa de Aldeacorba, horror con el cual se confundía la imagen de la señorita de Penáguilas, como las figuras que se nos presentan en una pesadilla; y al mismo tiempo sentía nacer en su alma admiración y simpatía considerables hacia aquella misma persona... A veces creía con pueril inocencia que era la Virgen María en esencia y presencia. De tal modo comprendía su bondad que creía estar viendo, como el interior de un hermoso paraíso abierto, el alma de Florentina, llena de pureza, de amor, de bondades, de pensamientos discretos y consoladores. La Nela tenía la rectitud suficiente para adoptar y asimilarse al punto la idea de que no podría aborrecer a su improvisada hermana. ¿Cómo aborrecerla, si se sentía impulsada espontáneamente a amarla con todas las energías de su corazón? La aversión, la repulsión eran como un sedimento que al fin de   —196→   la lucha debía quedar en el fondo para descomponerse al cabo y desaparecer, sirviendo sus elementos para alimentar la admiración y el respeto hacia la misma amiga bienhechora. Pero si desaparecía la aversión, no así el sentimiento que la había causado, el cual, no pudiendo florecer por sí ni manifestarse solo, con el exclusivismo avasallador que es condición propia de tales afectos, prodújole un aplanamiento moral que trajo consigo la más amarga tristeza. En casa de Centeno observaron que la Nela no comía, que parecía más parada que de costumbre, que permanecía en silencio y sin movimiento como una estatua larguísimos ratos, que hacía mucho tiempo que no cantaba de noche ni de día. Su incapacidad para todo había llegado a ser absoluta, y habiéndola mandado Tanasio por tabaco a la Primera de Socartes, sentose en el camino y allí se estuvo todo el día.

Una mañana, cuando habían pasado ocho días después de la operación, fue a casa del ingeniero jefe, y Sofía le dijo:

-¡Albricias, Nela! ¿No sabes las noticias que corren? Hoy han levantado la venda a Pablo... Dicen que ve algo, que ya tiene vista... Ulises, el jefe de taller, lo acaba de decir... Teodoro no ha venido aún, pero Carlos ha ido allá; pronto sabremos si es verdad.

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Quedose la Nela al oír esto más muerta que viva, y cruzando las manos exclamó así:

-¡Bendita sea la Virgen Santísima, que es quien lo ha hecho!... Ella, ella sola es quien lo ha hecho.

-¿Te alegras?... Ya lo creo: ahora la señorita Florentina cumplirá su promesa -dijo Sofía en tono de mofa-. Mil enhorabuenas a la señora doña Nela... Ahí tienes tú como cuando menos se piensa se acuerda Dios de los pobres. Esto es como una lotería... ¡qué premio gordo, Nelilla!... Y puede que no seas agradecida... no, no lo serás... No he conocido a ningún pobre que tenga agradecimiento. Son soberbios, y mientras más se les da, más quieren... Ya es cosa hecha que Pablo se casará con su prima: es buena pareja; los dos son guapos chicos; y ella no parece tonta... y tiene una cara preciosa, ¡qué lástima de cara y de cuerpo con aquellos vestidos tan horribles!... No, no, si necesito vestirme, no me traigan acá a la modista de Santa Irene de Campó.

Esto decía cuando entró Carlos. Su rostro resplandecía de júbilo.

-¡Triunfo completo! -gritó desde la puerta-. Después de Dios, mi hermano Teodoro.

-¿Es cierto?...

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-Como la luz del día... Yo no lo creí... ¡Pero qué triunfo Sofía! ¡Qué triunfo! No hay para mí gozo mayor que ser hermano de mi hermano... Es el rey de los hombres... Si es lo que digo: después de Dios, Teodoro.



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ArribaAbajo- XVII -

Fugitiva y meditabunda


La estupenda y gratísima nueva corrió por todo Socartes. No se hablaba de otra cosa en los hornos, en los talleres, en las máquinas de lavar, en el plano inclinado, en lo profundo de las excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. Añadíanse interesantes comentarios: que en Aldeacorba se creyó por un momento que don Francisco Penáguilas había perdido la razón; que D. Manuel Penáguilas pensaba celebrar el regocijado suceso dando un banquete a todos cuantos trabajaban en las minas, y finalmente, que D. Teodoro era digno de que todos los ciegos habidos y por haber le pusieran en las niñas de sus ojos.

La Nela no se atrevía a ir a la casa de Aldeacorba. Una secreta fuerza poderosa la alejaba de ella. Anduvo vagando todo el día   —200→   por los alrededores de la mina, contemplando desde lejos la casa de Penáguilas, que le parecía transformada. En su alma se juntaba a un gozo extraordinario una como vergüenza de sí misma; a la exaltación de un afecto noble la insoportable comezón, digámoslo así, del amor propio más susceptible.

Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento con la divinidad. Las nubes del cielo y las flores de la tierra hacían en su espíritu efecto igual al que hacen en otros la pompa de los altares, la elocuencia de los oradores cristianos y las lecturas de sutiles conceptos místicos. En la soledad del campo pensaba ella y decía mentalmente mil cosas, sin sospechar que eran oraciones.

Mirando a Aldeacorba, decía:

-No volveré más allá... Ya acabó todo para mí... Ahora, ¿de qué sirvo yo?

En su rudeza pudo observar que el conflicto en que estaba su alma provenía de no poder aborrecer a nadie. Por el contrario, érale forzoso amar a todos, al amigo y al enemigo,   —201→   y así como los abrojos se trocaban en flores bajo la mano milagrosa de una mártir cristiana, la Nela veía que sus celos y su despecho se convertían graciosamente en admiración y gratitud. Lo que no sufría metamorfosis era aquella pasioncilla que antes llamamos vergüenza de sí misma, y que la impulsaba a eliminar su persona de todo lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo en Aldeacorba. Era aquello como un aspecto singular del mismo sentimiento que en los seres educados y civilizados se llama amor propio, por más que en ella revistiera los caracteres del desprecio de sí misma; pero la filiación de aquel sentimiento con el que tan grande parte tiene en las acciones del hombre culto, se reconocía en que estaba basado como éste en la dignidad más puntillosa. Si Marianela usara ciertas voces habría dicho:

-Mi dignidad no me permite aceptar el atroz desaire que voy a recibir. Puesto que Dios quiere que sufra esta humillación, sea; pero no he de asistir a mi destronamiento. Dios bendiga a la que por ley natural va a ocupar mi puesto; pero no tengo valor para sentarla yo misma en él.

No pudiendo expresarse así, su rudeza expresaba la misma idea de este otro modo:

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-No vuelvo más a Aldeacorba... No consentiré que me vea... Huiré con Celipín, o me iré con mi madre. Ahora yo no sirvo para nada.

Pero mientras esto decía, parecíale muy desconsolador renunciar al divino amparo de aquella celestial Virgen que se le había aparecido en lo más negro de su vida extendiendo su manto para abrigarla. ¡Ver realizado lo que tantas veces había visto en sueños palpitando de gozo, y tener que renunciar a ello!... ¡Sentirse llamada por una voz cariñosa, que le ofrecía amor fraternal, hermosa vivienda, consideración, nombre, bienestar, y no poder acudir a este llamamiento, inundada de gozo, de esperanza, de gratitud!... ¡Rechazar la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradación y miseria para hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarquía de los animales domésticos a la de los seres más respetados y queridos!...

-¡Ay! -exclamó clavándose los dedos como garras en el pecho-. No puedo, no puedo... Por nada del mundo me presentaré en Aldeacorba. ¡Virgen de mi alma, ampárame... Madre mía, ven por mí!...

Al anochecer marchó a su casa. Por el camino encontró a Celipín con un palito en la mano y en la punta del palo la gorra.

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-Nelilla -le dijo el chico- ¿no es verdad que así se pone el Sr. D. Teodoro? Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me miré en el agua. ¡Córcholis!, me quedé pasmado, porque me vi con la mesma figura que D. Teodoro Golfín... Cualquier día de esta semanita nos vamos a ser médicos y hombres de provecho... Ya tengo juntado lo que quería. Verás como nadie se ríe del señor Celipín.

Tres días más estuvo la Nela fugitiva, vagando por los alrededores de las minas, siguiendo el curso del río por sus escabrosas riberas o internándose en el sosegado apartamiento del bosque de Saldeoro. Las noches pasábalas entre sus cestas sin dormir. Una noche dijo tímidamente a su compañero de vivienda:

-¿Cuándo, Celipín?

Y Celipín contestó con la gravedad de un expedicionario formal:

-Mañana.

Los dos aventureros levantáronse al rayar el día y cada cual fue por su lado: Celipín a su trabajo, la Nela a llevar un recado que le dio Señana para la criada del ingeniero. Al volver encontró dentro de la casa a la señorita Florentina que la esperaba. Quedose María al verla sobrecogida y temerosa, porque   —204→   adivinó con su instintiva perspicacia, o más bien con lo que el vulgo llama corazonada, el objeto de aquella visita.

-Nela, querida hermana -dijo la señorita con elocuente cariño-. ¿Qué conducta es la tuya?... ¿Por qué no has parecido por allá en todos estos días?... Ven, Pablo desea verte... ¿No sabes que ya puede decir «quiero ver tal cosa»? ¿No sabes que ya mi primo no es ciego?

-Ya lo sé -dijo Nela, tomando la mano que la señorita le ofrecía y cubriéndola de besos.

-Vamos allá, vamos al momento. No hace más que preguntar por la señora Nela. Hoy es preciso que estés allí cuando D. Teodoro le levante la venda... Es la cuarta vez... El día de la primera prueba... ¡qué día!, cuando comprendimos que mi primo había nacido a la luz, casi nos morimos de gozo. La primera15 cara que vio fue la mía... Vamos.

María soltó la mano de la Virgen Santísima.

-¿Te has olvidado de mi promesa sagrada -añadió ésta- o creías que era broma? ¡Ay!, todo me parece poco para demostrar a la Madre de Dios el gran favor que nos ha hecho... Yo quisiera que en estos días nadie estuviera triste en todo lo que abarca el Universo;   —205→   quisiera poder repartir mi alegría, echándola a todos lados, como echan los labradores el grano cuando siembran; quisiera poder entrar en todas las habitaciones miserables y decir: «ya se acabaron vuestras penas; aquí traigo yo remedio para todos». Esto no es posible, esto sólo puede hacerlo Dios. Ya que mis fuerzas no pueden igualar a mi voluntad, hagamos bien lo poco que podemos hacer... y se acabaron las palabras, Nela. Ahora despídete de esta choza, di adiós a todas las cosas que han acompañado a tu miseria y a tu soledad. También se tiene cariño a la miseria, hija.

Marianela no dijo adiós a nada, y como en la casa no estaba a la sazón ninguno de sus simpáticos habitantes, no fue preciso detenerse por ellos. Florentina salió llevando de la mano a la que sus nobles sentimientos y su cristiano fervor habían puesto a su lado en el orden de la familia, y la Nela se dejaba llevar sintiéndose incapaz de oponer resistencia. Pensaba ella que una fuerza sobrenatural le tiraba de la mano y que iba fatal y necesariamente conducida, como las almas que los brazos de un ángel trasportan al cielo.

Aquel día tomaron el camino de Hinojales, que es el mismo donde la vagabunda vio a   —206→   Florentina por primera vez. Al entrar en la calleja la señorita dijo a su amiga:

-¿Por qué no has ido a casa? Mi tío decía que tienes modestia y una delicadeza natural que es lástima no haya sido cultivada. ¿Tu delicadeza te impedía venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios habías ganado? No hay más sino que tiene razón mi tío... ¡Cómo estaba aquel día el pobre señor!... decía que ya no le importaba nada morirse... ¿Ves tú?, todavía tengo los ojos encarnados de tanto llorar. Es que anoche mi tío, mi padre y yo no dormimos; estuvimos formando proyectos de familia y haciendo castillos en el aire toda la noche... ¿Por qué callas?, ¿por qué no dices nada?... ¿No estás tú también alegre como yo?

La Nela miró a la señorita, oponiendo débil resistencia a la dulce mano que la conducía.

-Sigue... ¿qué tienes? Me miras de un modo particular, Nela.

Así era, en efecto; los ojos de la abandonada, vagando con extravío de uno en otro objeto, tenían al fijarse en la Virgen Santísima el resplandor del espanto.

-¿Por qué tiembla tu mano? -preguntó la señorita-, ¿estás enferma? Te has puesto más pálida que una muerta y das diente con   —207→   diente. Si estás enferma yo te curaré, yo misma. Desde hoy tienes quien se interese por ti y te mime y te haga cariños... No seré yo sola, pues Pablo te estima... me lo ha dicho. Los dos te querremos mucho, porque él y yo seremos como uno solo... Desea verte. Figúrate si tendrá curiosidad quien nunca ha visto... pero no creas... como tiene tanto entendimiento y una imaginación que, según parece, le ha anticipado ciertas ideas que no poseen comúnmente los ciegos, desde el primer instante supo distinguir las cosas feas de las bonitas. Un pedazo de lacre encarnado le agradó mucho y un pedazo de carbón le pareció horrible. Admiró la hermosura del cielo y se estremeció con repugnancia al ver una rana. Todo lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio: todo lo que es feo le causa horror y se pone a temblar como cuando tenemos mucho miedo. Yo no debí parecerle mal, porque exclamó al verme: «¡Ay, prima mía, qué hermosa eres! ¡Bendito sea Dios que me ha dado esta luz con que ahora te siento!»

La Nela tiró suavemente de la mano de Florentina y soltola después, cayendo al suelo como un cuerpo que pierde súbitamente la vida. Inclinose sobre ella la señorita, y con cariñosa voz le dijo:

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-¿Qué tienes?... ¿Por qué me miras así?

Clavaba la huérfana sus ojos con terrible fijeza en el rostro de la Virgen Santísima; pero no brillaban, no, con expresión de rencor, sino con una como congoja suplicante, a la manera de la postrer mirada del moribundo que con los ojos pide misericordia a la imagen de Dios, creyéndola Dios mismo.

-Señora -murmuró la Nela- yo no la aborrezco a usted, no... no la aborrezco... Al contrario, la quiero mucho, la adoro.

Diciéndolo, tomó el borde del vestido de Florentina, y llevándolo a sus secos labios lo besó ardientemente.

-¿Y quién puede creer que me aborreces? -dijo la de Penáguilas llena de confusión-. Ya sé que me quieres. Pero me das miedo... levántate.

-Yo la quiero a usted mucho, la adoro -repitió Marianela besando los pies de la señorita- pero no puedo, no puedo...

-¿Qué no puedes?... Levántate, por amor de Dios.

Florentina extendió sus brazos para levantarla; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela levatose de un salto, y poniéndose rápidamente a bastante distancia, exclamó bañada en lágrimas:

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-No puedo, señorita mía, no puedo.

-¿Qué?... ¡por Dios y la Virgen!... ¿qué te pasa?

-No puedo ir allá.

Y señaló la casa de Aldeacorba, cuyo tejado se veía a lo lejos entre los árboles.

-¿Por qué?

-La Virgen Santísima lo sabe -replicó la Nela con cierta decisión-. Que la Virgen Santísima la bendiga a usted.

Haciendo una cruz con los dedos se los besó. Juraba. Florentina dio un paso hacia ella. María comprendiendo aquel movimiento de cariño, corrió velozmente hacia la señorita, y apoyando su cabeza en el seno de ella, murmuró entre gemidos:

-¡Por Dios!... ¡déme usted un abrazo!

Florentina la abrazó tiernamente. Entonces, apartándose con un movimiento, o mejor dicho, con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o niña salvaje subió a un matorral cercano. La yerba parecía que se apartaba para darle paso.

-Nela, hermana mía -gritó con angustia Florentina.

-Adiós, niña de mis ojos -dijo la Nela mirándola por última vez.

Y desapareció entre el ramaje. Florentina   —210→   sintió el ruido de la yerba, atendiendo a él como atiende el cazador a los pasos de la presa que se le escapa; después todo quedó en silencio y no se oía sino el sordo monólogo de la naturaleza campestre en mitad del día, un rumor que parece el susurro de nuestras propias ideas al extenderse irradiando por lo que nos rodea. Florentina estaba absorta, paralizada, muda, afligidísima, como el que ve desvanecerse la más risueña ilusión de su vida. No sabía qué pensar de aquel suceso, ni su bondad inmensa, que incapacitaba frecuentemente su discernimiento, podía explicárselo.

Largo rato después hallábase en el mismo sitio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas y los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acertó a pasar Teodoro Golfín, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fue el asombro del doctor al ver a la señorita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que lejos de mermar su belleza, la acrecentaba.

-¿Qué tiene la niña? -exclamó con interés muy vivo-. ¿Qué es eso, Florentina?

-Una cosa terrible, Sr. D. Teodoro -replicó la señorita de Penáguilas, secando sus lágrimas-. Estoy pensando, estoy considerando qué cosas tan malas hay en el mundo.

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-¿Y cuáles son esas cosas malas, señorita?... Donde está usted, ¿puede haber alguna?

-Cosas perversas; pero entre todas hay una que es la más perversa de todas.

-¿Cuál?

-La ingratitud, Sr. Golfín.

Y mirando tras de la cerca de zarzas y helechos dijo:

-Por allí se ha escapado.

Subió a lo más elevado del terreno para alcanzar a ver más lejos.

-No la distingo por ninguna parte.

-Ni yo -exclamó riendo el médico-. El señor D. Manuel me ha dicho que se dedica usted a la caza de mariposas. Efectivamente esas pícaras son muy ingratas al no dejarse coger por usted.

-No es eso... Contaré a usted si va hacia Aldeacorba.

-No voy, sino que vengo, preciosa señorita; pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volveré con mucho gusto. Volvamos a Aldeacorba: ya soy todo oídos.



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ArribaAbajo- XVIII -

La Nela se decide a partir


La Nela estuvo vagando sola todo el día, y por la noche rondó la casa de Aldeacorba, acercándose a ella todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando sentía rumor de pasos alejábase prontamente como un ladrón. Bajó a la hondonada de la Terrible, cuyo pavoroso aspecto de cráter le agradaba en aquella ocasión, y después de discurrir por el fondo contemplando los gigantes de piedra que en su recinto se elevaban como personajes congregados en un circo, trepó a uno de ellos para descubrir las luces de Aldeacorba. Allí estaban, brillando en el borde de la mina, sobre la oscuridad del cielo y de la tierra. Después de mirarlas como si nunca en su vida hubiera visto luces, salió de la Terrible y subió hacia la Trascava. Antes de llegar a ella sintió pasos, detúvose, y al poco   —214→   rato vio que por el sendero adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín. Traía un pequeño lío pendiente de un palo puesto al hombro, y su marcha como su ademán demostraban firme resolución de no parar hasta medir con sus piernas toda la anchura de la tierra.

-Celipe... ¿a dónde vas? -le preguntó la Nela, deteniéndole.

-Nela... ¿tú por estos barrios?... Creíamos que estabas en casa de la señorita Florentina, comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas y bebiendo limonada con azucarillos. ¿Qué haces aquí?

-¿Y tú, a dónde vas?

-¿Ahora salimos con eso? ¿Para qué me lo preguntas si lo sabes? -replicó el chico, requiriendo el palo y el lío-. Bien sabes que voy a aprender mucho y a ganar dinero... ¿No te dije que esta noche?... pues aquí me tienes, más contento que unas Pascuas, aunque algo triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar... Mira, Nela, la Virgen Santísima nos ha favorecido esta noche, porque padre y madre empezaron a roncar más pronto que otras veces, y yo, que ya tenía hecho el lío, me subí al ventanillo, y por el ventanillo me eché fuera... ¿Vienes tú o no vienes?

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-Yo también voy -dijo la Nela con un movimiento repentino, asiendo el brazo del intrépido viajero.

-Tomaremos el tren, y en el tren iremos hasta donde podamos -dijo Celipín con generoso entusiasmo-. Y después pediremos limosna hasta llegar a los Madriles del Rey de España; y una vez que estemos en los Madriles del Rey de España, tú te pondrás a servir en una casa de marqueses y condeses y yo en otra, y así mientras yo estudie tú podrás aprender muchas finuras. ¡Córcholis!, de todo lo que yo vaya aprendiendo te iré enseñando a ti un poquillo, un poquillo nada más, porque las mujeres no necesitan tantas sabidurías como nosotros los señores médicos.

Antes de que Celipín acabara de hablar, los dos se habían puesto en camino, andando tan a prisa cual si estuvieran viendo ya las torres de los Madriles del Rey de España.

-Salgámonos del sendero -dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento práctico- porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza.

Pero la Nela soltó la mano de su compañero de aventuras, y sentándose en una piedra, murmuró tristemente:

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-Yo no voy.

-Nela... ¡qué tonta eres! Tú no tienes como yo un corazón del tamaño de esas peñas de la Terrible -dijo Celipín con fanfarronería-. ¡Recórcholis!, ¿a qué tienes miedo? ¿Por qué no vienes?

-Yo... ¿para qué?

-¿No sabes que dijo D. Teodoro que los que nos criamos aquí nos volvemos piedras?... Yo no quiero ser una piedra, yo no.

-Yo... ¿para qué voy? -dijo la Nela con amargo desconsuelo-. Para ti es tiempo, para mí es tarde.

La Nela dejó caer la cabeza sobre su pecho y por largo rato permaneció insensible a la seductora verbosidad del futuro Hipócrates. Al ver que iba a franquear el lindero de aquella tierra donde había vivido y donde dormía su madre el eterno sueño, se sintió arrancada de su suelo natural. La hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una especie de parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él, la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían florecido en su alma en presencia de aquellas   —217→   mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos árboles frondosos, de aquellas peñas rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas raíces morales, cuya violenta tirantez, al ser arrancadas, producíala vivísimo dolor.

-Yo no me voy -repitió.

Y Celipín hablaba, hablaba, cual si ya, subiendo milagrosamente hasta el pináculo de su carrera, perteneciese a todas las Academias creadas y por crear.

-¿Entonces vuelves a casa? -preguntole al ver que su elocuencia era tan inútil como la de aquellos centros oficiales del saber.

-No.

-¿Vas a la casa de Aldeacorba?

-Tampoco.

-Entonces ¿te vas al pueblo de la señorita Florentina?

-No, tampoco.

-Pues entonces ¡córcholis, recórcholis!, ¿a dónde vas?

La Nela no contestó nada: seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los pedazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que se acababa de caer y romperse.

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-Pues entonces, Nela -dijo Celipín, fatigado de sus largos discursos- yo te dejo y me voy, porque pueden descubrirme... ¿Quieres que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta noche?

-No, Celipín, no quiero nada... Vete, tú serás hombre de provecho... Pórtate bien y no te olvides de Socartes, ni de tus padres.

El viajero sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían ganas de llorar; mas sofocando aquella emoción importuna, dijo:

-¿Cómo me he de olvidar a Socartes?... Pues no faltaba más... No me olvidaré de mis padres ni de ti, que me has ayudado a esto... Adiós, Nelilla... Siento pasos.

Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuán templada estaba su alma para afrontar los peligros del mundo; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque era un perro el que venía.

-Es Choto -dijo Nela temblando.

-Agur -murmuró Celipín, poniéndose en marcha.

Desapareció entre las sombras de la noche.

La geología había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.

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La Nela sintió escalofríos al verse acariciada por Choto. El generoso animal, después de saltar alrededor de ella, gruñendo con tanta expresión que faltaba muy poco para que sus gruñidos fuesen palabras, echó a correr con velocidad suma hacia Aldeacorba. Creeríase que corría tras una pieza de caza; pero al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba.

A la misma hora Teodoro Golfín salía de la casa de Penáguilas. Llegose a él Choto y le dijo atropelladamente no sabemos qué. Era como una brusca interpelación pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento. Golfín, que sabía muchas lenguas, era poco fuerte en la canina, y no hizo caso. Pero Choto dio unas cuarenta vueltas en torno de él, soltando de su espumante boca, unos al modo de insultos que después parecían voces cariñosas y después amenazas. Teodoro se detuvo entonces prestando atención al cuadrúpedo. Viendo Choto que se había hecho entender un poco, echó a correr en dirección contraria a la que llevaba Golfin. Este le siguió murmurando: -Pues vamos allá.

Choto regresó corriendo como para cerciorarse de que era seguido, y después volvió a   —220→   alejarse. Como a cien metros de Aldeacorba Golfín creyó sentir una voz humana, que dijo:

-¿Qué quieres, Choto?

Al punto sospechó que era la Nela quien hablaba. Detuvo el paso, prestó atención colocándose a la sombra de una haya, y no tardó en descubrir una figura que, apartándose de la pared de piedra, andaba despacio. La sombra de las zarzas no permitía descubrirla bien. Despacito siguiola a bastante distancia, apartándose de la senda y andando sobre el césped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conociola perfectamente cuando entró en terreno claro, donde no oscurecían el suelo árboles ni zarzas.

La Nela avanzó después más rápidamente. Al fin corría. Golfín corrió también. Después de un rato de esta desigual marcha, la Nela se sentó en una piedra. A sus pies se abría el cóncavo hueco de la Trascava, sombrío y espantoso en la oscuridad de la noche. Golfín esperó y con paso muy quedo acercose más. Choto estaba frente a la Nela, echado sobre los cuartos traseros, derechas las patas delanteras, y mirándola como una esfinge. La Nela miraba hacia abajo... De pronto empezó a descender rápidamente, más bien resbalando que corriendo. Como un león se abalanzó Teodoro   —221→   a la sima, gritando con voz de gigante:

-¡Nela! ¡Nela!

Miró y no vio nada en la negra boca. Oía, sí, los gruñidos de Choto que corría por la vertiente en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un líquido tragado por la espantosa sima. Trató de bajar Teodoro y dio algunos pasos cautelosamente. Volvió a gritar, y una voz le contestó desde abajo: -Señor...

-Sube al momento.

No recibió contestación.

-¡Que subas!

Al poco rato dibujose la figura de la vagabunda en lo más hondo que se podía ver del horrible embudo. Choto, después de husmear el tragadero de la Trascava, subía describiendo las mismas espirales. La Nela subía también, pero muy despacio. Detúvose, y entonces se oyó su voz que decía débilmente: -¿Señor?...

-Que subas te digo... ¿Qué haces ahí?

La Nela subió otro poco.

-Sube pronto... tengo que decirte una cosa.

-¿Una cosa?...

-Una cosa, sí; una cosa tengo que decirte.

La Nela subió y Teodoro no se creyó triunfante hasta que pudo asir fuertemente su mano para llevarla consigo.



  —222→  

ArribaAbajo- XIX -

Domesticación


Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz, sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al de la mujer-niña, como hombre que lleva un chico a la escuela. En cierto paraje del camino donde había tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas que parecían huesos de gigantescos animales, el doctor se sentó, y poniendo delante de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuentas de travesuras graves, tomole ambas manos y seriamente le dijo:

-¿Qué ibas a hacer allí?

-¿Yo... dónde?

-Allí. Bien comprendes lo que quiero decirte.   —223→   Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre.

-Yo no tengo padre -replicó la Nela con ligero acento de rebeldía.

-Es verdad; pero figúrate que lo soy yo, y responde. ¿Qué ibas a hacer allí?

-Allí está mi madre -le fue respondido de una manera hosca.

-Tu madre ha muerto. ¿Tú no sabes que los que se han muerto están en el otro mundo o no están en ninguna parte?

-Está allí -afirmó la Nela con aplomo, volviendo tristemente los ojos al punto indicado.

-Y tú pensabas ir con ella, ¿no es eso?, es decir, que pensabas quitarte la vida.

-Sí, señor; eso mismo.

-¿Y tú no sabes que tu madre cometió un gran crimen al darse la muerte y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿A ti no te han enseñado esto?

-No me acuerdo de si me han enseñado tal cosa. Si yo me quiero matar ¿quién me lo puede impedir?

-Pero tú misma, sin auxilio de nadie, ¿no comprendes que a Dios no puede agradar que nos quitemos la vida?... ¡Pobre criatura abandonada a tus sentimientos naturales sin   —224→   instrucción, ni religión, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te guíe!... ¿Qué ideas tienes de Dios, de la otra vida, del morir?... ¿De dónde has sacado que tu madre está allí?... ¿A unos cuantos huesos sin vida, llamas tu madre?... ¿Crees que ella sigue viviendo, pensando y amándote dentro de esa caverna? ¿Nadie te ha dicho que las almas una vez que sueltan su cuerpo jamás vuelven a él? ¿Ignoras que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran más que polvo, descomposición y miseria?... ¿Cómo te figuras tú a Dios? ¿Como un señor muy serio que está allá arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en lugar suyo pongamos espíritus, duendes y fantasmas que nosotros mismos hacemos?... Tu amo, que es tan discreto, ¿no te ha dicho jamás estas cosas?

-Sí me las ha dicho; pero como ya no me las ha de decir...

-Pero como ya no te las ha de decir ¿atentas a tu vida? Dime, tonta, arrojándote a ese agujero ¿qué bien pensabas tú alcanzar?, ¿pensabas estar mejor?

-Sí, señor.

-¿Cómo?

-No sintiendo nada de lo que ahora siento,   —225→   sino otras cosas mejores, y juntándome con mi madre.

-Veo que eres más tonta que hecha de encargo -dijo Golfín riendo-. Ahora vas a ser franca conmigo. ¿Tú me quieres mal?

-No, señor, yo no quiero mal a nadie, y menos a usted que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo.

-Bien: pero eso no basta: yo no sólo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en mí, y me confíes tus cosillas. A ti te pasan cosillas muy curiosas, picarona, y todas me las vas a decir, todas. Verás como no te pesa; verás como soy un buen confesor.

La Nela sonrió con tristeza. Después bajó la cabeza, y doblándose sus piernas, cayó de rodillas.

-No, tonta, así estás mal. Siéntate junto a mí; ven acá -dijo Golfín cariñosamente sentándola a su lado-. Se me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. ¿No es verdad? ¡Y no hallabas ninguna! Efectivamente estás demasiado sola en el mundo... Vamos a ver, Nela, dime ante todo, ¿por qué... pon mucha atención... por qué se te puso en la cabeza quitarte la vida?

La Nela no contestó nada.

  —226→  

-Yo te conocí gozosa y al parecer satisfecha de la vida, hace algunos días. ¿Por qué de la noche a la mañana te has vuelto loca?...

-Quería ir con mi madre -repuso la Nela, después de vacilar un instante-. No quería vivir más. Yo no sirvo para nada. ¿De qué sirvo yo? ¿No vale más que me muera? Si Dios no quiere que me muera, me moriré yo misma por mi misma voluntad.

-Esa idea de que no sirves para nada es causa de grandes desgracias para ti, ¡infeliz criatura! ¡Maldito sea el que te la inculcó o los que te la inculcaron, porque son muchos!... Todos son igualmente responsables del abandono, de la soledad y de la ignorancia en que has vivido. ¡Que no sirves para nada! ¡Sabe Dios lo que hubieras sido tú en otras manos! Eres una personilla delicada, muy delicada, quizás de inmenso valor; pero ¡qué demonio!, pon un arpa en manos toscas... ¿qué harán?, romperla... Porque tu constitución débil no te permita romper piedra y arrastrar tierra como esas bestias en forma humana que se llaman Mariuca y Pepina, ¿se ha de afirmar que no sirves para nada? ¿Acaso hemos nacido para trabajar como los animales?... ¿No tendrás tú inteligencia, no tendrás tú sensibilidad, no tendrás mil dotes preciosas que nadie ha sabido   —227→   cultivar? No: tú sirves para algo, aún podrás servir para mucho si encuentras una mano hábil que te sepa manejar.

La Nela, profundamente impresionada con estas palabras, que entendió por intuición, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golfín. Asombro y reconocimiento llenaban su alma.

-Pero en ti no hay un misterio solo -añadió el león negro-. Ahora se te ha presentado la ocasión más preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti una amiga y una hermana; no conozco un ejemplo de virtud y de bondad como las suyas... ¿y tú qué has hecho?... huir de ella como una salvaje... ¿Es esto ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos?

-No, no, no -replicó la Nela con aflicción- yo no soy ingrata. Yo adoro a la señorita Florentina... Me parece que no es de carne y hueso como nosotros y que no merezco ni siquiera mirarla...

-Pues, hija, eso podrá ser verdad, pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ingrata, muy ingrata.

-No, no soy ingrata -exclamó la Nela, ahogada por los sollozos-. Bien me lo temía   —228→   yo... sí, me lo temía... yo sospechaba que me creerían ingrata, y esto es lo único que me ponía triste cuando me iba a matar... Como soy tan bruta, no supe pedir perdón a la señorita por mi fuga, ni supe explicarle nada...

-Yo te reconciliaré con la señorita... yo, si tú no quieres verla más, me encargo de decirle y de probarle que no eres ingrata. Ahora descúbreme tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperación. Por grande que sea el abandono en que una criatura viva, por grande que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando hay un motivo muy poderoso para aborrecerla.

-Sí, señor, eso mismo pienso yo.

-¿Y tú la aborreces?...

Nela estuvo callada un momento. Después cruzando los brazos, dijo con vehemencia:

-No, señor, yo no la aborrezco, sino que la deseo.

-¡A buena parte ibas a buscarla!

-Yo creo que después que uno se muere tiene todo lo que aquí no puede conseguir... Si no, ¿por qué nos está llamando la muerte a todas horas? Yo tengo sueños, y soñando veo felices y contentos a todos los que se han muerto.

-¿Tú crees en lo que sueñas?

  —229→  

-Sí, señor. Y miro los árboles y las peñas que estoy acostumbrada a ver desde que nací, y en su cara...

-¡Hola, hola!... ¿también los árboles y las peñas tienen cara?...

-Sí, señor... Para mí todas las cosas hermosas ven y hablan... Por eso cuando todas me han dicho: «ven con nosotras; muérete y vivirás sin pena»...

¡Qué lástima de fantasía! -murmuró Golfín-. Alma enteramente pagana.

Y luego añadió en voz alta:

-Si deseas la vida, ¿por qué no aceptaste lo que Florentina te ofrecía? Vuelvo al mismo tema.

-Porque... porque... porque la señorita Florentina no me ofrecía sino la muerte -dijo la Nela con energía.

-¡Qué mal juzgas su caridad! Hay seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y miserable, a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. Tú te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la Naturaleza, y prefieres esta libertad grosera a los afectos más dulces de una familia. ¿Has sido tú feliz en esta vida?

-Empezaba a serlo...

-¿Y cuándo dejaste de serlo?

  —230→  

Después de larga pausa, la Nela contestó:

-Cuando usted vino.

-¡Yo!... ¿Qué males he traído?

-Ninguno: no ha traído sino grandes bienes.

-Yo he devuelto la vista a tu amo -dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la Nela-. ¿No me agradeces esto?

-Mucho, sí, señor; mucho -replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas.

Golfín sin dejar de observarla, ni perder el más ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer-niña, habló así:

-Tu amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene vista, no ha hecho más que preguntar por la Nela. Se conoce que para él todo el Universo está ocupado por una sola persona, la Nela; que la luz que se le ha permitido gozar no sirve para nada, si no sirve para ver a la Nela.

-¡Para ver a la Nela!, ¡pues no verá a la Nela!... ¡la Nela no se dejará ver! -exclamó ella con brío.

-¿Y por qué?

-Porque es muy fea... Se puede querer a   —231→   la hija de la Canela cuando se tienen los ojos cerrados; pero cuando se abren los ojos y se ve a la señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela.

-Quién sabe...

-No puede ser... No puede ser -afirmó la vagabunda con la mayor energía.

-Eso es un capricho tuyo... No puedes decir si agradas o no a tu amo mientras no lo pruebes. Yo te llevaré a la casa...

-¡No quiero, que no quiero!, gritó ella levantándose de un salto, y poniéndose frente a Teodoro, que se quedó absorto al ver su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos negros, señales ambas cosas de un carácter decidido.

-Tranquilízate, ven acá -le dijo con dulzura-. Hablaremos... Es verdad que no eres muy bonita... pero no es propio de una joven discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer.

Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto como lo estaba en su tema, pronunció solemnemente esta sentencia:

-No debe haber cosas feas... Ninguna cosa fea debe vivir.

-Pues mira, hijita, si todos los feos tuviéramos la obligación de quitarnos de en medio,   —232→   ¡cuán despoblado se quedaría el mundo! ¡Pobre y desgraciada tontuela! Esa idea que me has dicho no es nueva. Tuviéronla personas que vivieron hace siglos, personas de fantasía como tú, que vivían en la Naturaleza como tú, y que como tú carecían de cierta luz que a ti te falta por tu ignorancia y abandono, y a ellas porque aún esa luz no había venido al mundo... Es preciso que te cures de esa manía; es preciso que te hagas cargo de que hay una porción de dones más estimables que el de la hermosura, dones del alma que ni son ajados por el tiempo, ni están sujetos al capricho de los ojos. Búscalos en tu alma y los encontrarás. No te pasará lo que con tu hermosura, que por mucho que en el espejo la busques, jamás la hallarás. Busca aquellos dones preciosos, cultívalos, y cuando los veas bien grandes y florecidos, no temas; ese afán que sientes se calmará. Entonces te sobrepondrás fácilmente a la situación desairada en que te ves, y elevándote tendrás una hermosura que no admirarán quizás los ojos, pero que a ti misma te servirá de recreo y orgullo.

Estas sensatas palabras o no fueron entendidas o no fueron aceptadas por la Nela, que, ocultándose otra vez junto a Golfín, le miraba atentamente. Sus ojos pequeñitos, que a los   —233→   más hermosos ganaban en elocuencia, parecían decir: -¿Pero a qué viene todas esas sabidurías, señor pedante?

-Aquí -continuó Golfín, gozando extremadamente con aquel asunto, y dándole a pesar suyo un tono de tesis psicológica- hay una cuestión principal y es...

La Nela le había adivinado y se cubrió el rostro con las manos.

-No tiene nada de extraño; al contrario, es muy natural lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, imaginativo; has llevado con tu amo la vida libre y poética de la Naturaleza siempre juntos, en inocente intimidad. Él es discreto hasta no más, y guapo como una estatua... Parece la belleza ciega hecha para recreo de los que tienen vista. Además su bondad y la grandeza de su corazón cautivan y enamoran. No es extraño que te haya cautivado a ti, que eres niña casi mujer, o una mujer que parece niña. ¿Le quieres mucho, le quieres más que a todas las cosas de este mundo?...

-Sí, sí, señor -repuso la chicuela sollozando.

-¿No puedes soportar la idea de que te deje de querer?

-No, no, señor.

  —234→  

-Él te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho juramentos...

-¡Oh!, sí, sí, señor. Me dijo que yo sería su compañera por toda la vida, y yo lo creí...

-¿Por qué no ha de ser verdad?...

-Me dijo que no podría vivir sin mí, y que aunque tuviera vista me querría mucho siempre. Yo estaba contenta, y mi fealdad, mi pequeñez y mi facha ridícula no me importaban, porque él no podía verme, y allá en sus tinieblas me tenía por bonita... Pero después...

-Después... -murmuró Golfín traspasado de compasión-. Ya veo que yo tengo la culpa de todo.

-La culpa no... porque usted ha hecho una buena obra. Usted es muy bueno... Es un bien que él haya sanado de sus ojos... Yo me digo a mí misma que es un bien... pero después de esto, yo debo quitarme de en medio... porque él verá a la señorita Florentina y la comparará conmigo... y la señorita Florentina es como los ángeles, y yo... compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol... ¿Para qué sirvo yo? Yo soñé que no debía haber nacido, ¿para qué nací?... ¡Dios se equivocó!, hízome una cara fea, un cuerpecillo chico y un corazón muy grande, ¿de qué me sirve este corazón muy grande? De tormento   —235→   nada más. ¡Ay!, si yo no le sujetara, él se empeñaría en aborrecer mucho; pero el aborrecimiento no me gusta, yo no sé aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi corazón para que no me atormente más.

-Te atormenta con los celos, con el sentimiento de verte humillada. ¡Ay! Nela, tu soledad es grande. No puede salvarte ni el saber que no posees, ni la familia que te falta, ni el trabajo que desconoces. Dime, la protección de la señorita Florentina ¿qué sentimientos ha despertado en ti?...

-¡Miedo!... ¡vergüenza! -exclamó la Nela con temor, abriendo mucho sus ojuelos-. ¡Vivir con ellos, viéndoles a todas horas... porque se casarán, el corazón me ha dicho que se casarán; yo he soñado que se casarán!...

-Pero Florentina es muy buena, te amaría mucho...

-Yo la quiero también; pero no en Aldeacorba -dijo la de la Canela con exaltación y desvarío-. Ha venido a quitarme lo que es mío... porque era mío, sí, señor... Florentina es como la Virgen María... yo le rezaría, sí, señor, le rezaría; pero no quiero que me quite lo que es mío... y me lo quitará, ya me lo ha quitado... ¿A dónde voy yo ahora, qué soy, ni   —236→   de qué valgo? Todo lo perdí, todo, y quiero irme con mi madre.

La Nela dio algunos pasos; pero Golfín, como fiera que echa la zarpa, la detuvo fuertemente por la muñeca. Haciendo esto observó el agitado pulso de la vagabunda.

-Ven acá -le dijo-. Desde este momento, que quieras que no, te hago mi esclava. Eres mía y no has de hacer sino lo que yo te mande. ¡Pobre criatura, formada de sensibilidad ardiente, de imaginación viva, de candidez y de superstición, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno; pero desvirtuada por el estado salvaje en que has vivido, por el abandono y la falta de instrucción, pues careces hasta de la más elemental! ¡En qué donosa sociedad vivimos, que se olvida hasta este punto de sus deberes y deja perder de este modo un ser preciosísimo!... Ven acá, que no has de separar de mí; te tomo, te cazo, esa es la palabra, te cazo con trampa en medio de los bosques, fierecita silvestre, y voy a ensayar en ti un sistema de educación... Veremos si sé tallar este hermoso diamante... ¡Ah!, ¡cuántas cosas ignoras! Yo te descubriré un nuevo mundo en tu alma, te haré ver mil asombrosas maravillas que hasta ahora no has conocido, aunque de todas ellas has de tener   —237→   tú una idea confusa, una idea vaga. ¿No sientes en tu pobre alma?... ¿cómo te lo diré?, el brotecillo, el pimpollo de una virtud que es la más preciosa y la madre de todas, la humildad, una virtud por la cual gozamos extraordinariamente ¡mira tú qué cosa tan rara!, al vernos inferiores a los demás? Gozamos, sí, al ver que otros están por encima de nosotros. ¿No sientes también la abnegación, por la cual nos complacemos en sacrificarnos por los demás y hacernos pequeñitos para que los demás sean grandes? Tú aprenderás esto, aprenderás a poner tu fealdad a los pies de la hermosura, a contemplar con serenidad y alegría los triunfos ajenos, a cargar de cadenas ese gran corazón tuyo, sometiéndolo por completo, para que jamás vuelva a sentir envidia ni despecho, para que ame a todos por igual, poniendo por encima de todos a los que te han causado daño.

«Entonces serás lo que debes ser por tu natural condición y por las cualidades que posees desde el nacer. ¡Infeliz!, has nacido en medio de una sociedad cristiana, y ni siquiera eres cristiana; vive tu alma en aquel estado de naturalismo poético, sí, esa es la palabra y te la digo aunque no la entiendas... en aquel estado en que vivieron pueblos de que apenas   —238→   queda memoria. Los sentidos y las pasiones te gobiernan, y la forma es uno de tus dioses más queridos. Para ti han pasado en vano diez y ocho siglos consagrados a la sublimación del espíritu. Y esta sociedad egoísta que ha permitido tal abandono, ¿qué nombre merece? Te ha dejado crecer en la soledad de unas minas, sin enseñarte una letra, sin hacerte conocer las conquistas más preciosas de la inteligencia, las verdades más elementales que hoy gobiernan al mundo; ni siquiera te ha llevado a una de esas escuelas de primeras letras, donde no se aprende casi nada; ni siquiera te ha dado la imperfectísima instrucción religiosa de que ella se envanece. Apenas has visto una iglesia más que para presenciar ceremonias que no te han explicado; apenas sabes recitar una oración que no entiendes; no sabes nada del mundo, ni de Dios, ni del alma... Pero todo lo sabrás; tú serás otra, dejarás de ser la Nela, yo te lo prometo, para ser una señorita de mérito, una mujer de bien.»

No puede afirmarse que la Nela entendiera el anterior discurso, pronunciado por Golfín con tal vehemencia y brío que olvidó un instante la persona con quien hablaba. Pero la vagabunda sentía una fascinación extraña, y las ideas de aquel hombre penetraban dulcemente   —239→   en su alma hallando fácil asiento en ella. Parece que se efectuaba sobre la tosca muchacha el potente y fatal dominio que la inteligencia superior ejerce sobre la inferior. Triste y silenciosa recostó su cabeza sobre el hombro de Teodoro.

-Vamos allá -dijo este súbitamente.

La Nela tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su pulso; pero lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmose más en ella, repitiendo:

-Vamos, vamos; aquí hace frío.

Tomó de la mano a la Nela. El dominio que sobre ella ejercía era ya tan grande, que la muchacha se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después la Nela se detuvo y cayó de rodillas.

-¡Oh!, señor -exclamó con espanto- no me lleve usted.

Estaba pálida y descompuesta con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró del brazo. El cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. Era preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.

Hace días -dijo Golfín- que en este mismo sitio te llevé sobre mis hombros porque   —240→   no podías andar. Esta noche será lo mismo.

Y la levantó en sus brazos. La ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. Iba decadente, roja y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. Al llegar a la casa de Aldeacorba Golfín sintió que su carga se hacía menos pesada. La Nela erguía su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación; pero callaba.

Entró. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina.

Hallábase esta sola, alumbrada por una luz que ya agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de orar devota y recogidamente. Alarmose al ver entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió el asombro, observando la carga que Golfín sobre sus robustos hombros traía.

La sorpresa no permitió a la señorita de Penáguilas usar de la palabra cuando Teodoro, depositando cuidadosamente su carga sobre un sofá, le dijo:

-Aquí la traigo... ¿qué tal?, ¿soy buen cazador de mariposas?



  —241→  

ArribaAbajo- XX -

El nuevo mundo


Retrocedamos algunos días.

Cuando Teodoro Golfín levantó por primera vez el vendaje de Pablo Penáguilas, este dio un grito de espanto. Sus movimientos todos eran de retroceso. Extendía las manos como para apoyarse en un punto y retroceder mejor. El espacio iluminado era para él como un inmenso abismo en el cual se suponía próximo a caer. El instinto de conservación obligábale a cerrar los ojos. Excitado por Teodoro, por su padre y los demás de la casa, que sentían la ansiedad más honda, miró de nuevo; pero el temor no disminuía. Las imágenes entraban, digámoslo así, en su cerebro violenta y atropelladamente con una especie de brusca embestida, de tal modo que él creía chocar contra los objetos. Las montañas lejanas se le figuraban hallarse al alcance de su   —242→   mano, y los objetos y personas que le rodeaban los veía cual si rápidamente cayeran sobre sus ojos.

Teodoro Golfín observaba estos fenómenos con la más viva curiosidad, porque era aquél el segundo caso de curación de ceguera congénita que había presenciado. Los demás no se atrevían a manifestar alegría; de tal modo les confundía y pasmaba la perturbada inauguración de las funciones ópticas en el afortunado paciente. Pablo experimentaba una alegría delirante. Sus nervios y su fantasía hallábanse horriblemente excitados, por lo cual Teodoro juzgó prudente obligarle al reposo. Sonriendo le dijo:

-Por ahora ha visto usted bastante. No se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es este un nacimiento en que hay también mucho dolor.

Más tarde el joven mostró deseos tan vehementes de volver a ejercer su nueva facultad preciosa, que Teodoro consintió en abrirle un resquicio del mundo visible.

-Mi interior -dijo Pablo, explicando su impresión primera- está inundado de hermosura, de una hermosura que antes no conocía. ¿Qué cosas fueron las que entraron en   —243→   mí llenándome de terror? La idea del tamaño, que yo no concebía sino de una manera imperfecta, se me presentó clara y terrible, como si me arrojaran desde las cimas más altas a los abismos más profundos. Todo esto es bello y grandioso, aunque me hace estremecer. Quiero ver repetidas esas sensaciones sublimes. Aquella extensión de hermosura que contemplé me ha dejado anonadado: era una cosa serena y majestuosamente inclinada hacia mí como para recibirme. Yo veía el Universo entero corriendo hacia mí y estaba sobrecogido y temeroso... El cielo era un gran vacío atento, no lo expreso bien... era el aspecto de una cosa extraordinariamente dotada de expresión. Todo aquel conjunto de cielo y montañas me observaba y hacia mí corría... pero todo era frío y severo en su gran majestad. Enséñenme una cosa delicada y cariñosa... la Nela, ¿en dónde está la Nela?

Al decir esto, Golfín, descubriendo nuevamente sus ojos a la luz y auxiliándoles con anteojos hábilmente graduados, le ponía en comunicación con la belleza visible.

-¡Oh! Dios mío... ¿esto que veo es la Nela? -exclamó Pablo con entusiasta admiración.

-Es tu prima Florentina.

  —244→  

-¡Ah! -dijo el joven lleno de confusión-. Es mi prima... Yo no tenía idea de una hermosura semejante... Bendito sea el sentido que permite gozar de esta luz divina. Prima mía, eres como una música deliciosa, eso que veo me parece la expresión más clara de la armonía... ¿Y la Nela dónde está?

-Tiempo tendrás de verla -dijo D. Francisco lleno de gozo-. Sosiégate ahora.

-¡Florentina, Florentina! -repitió el ciego con desvarío-. ¿Qué tienes en esa cara que parece la misma idea de Dios puesta en carnes? Estás en medio de una cosa que debe de ser el sol. De tu cara salen unos como rayos... al fin puedo tener idea de cómo son los ángeles... y tu cuerpo, tus manos, tus cabellos vibran mostrándome ideas preciosísimas... ¿qué es esto?

-Principia a hacerse cargo de los colores -murmuró Golfín-. Quizás vea los objetos rodeados con los colores del iris. Aún no posee bien la adaptación a las distancias.

-Te veo dentro de mis propios ojos -añadió Pablo-. Te fundes con todo lo que pienso, y tu persona visible es para mí como un recuerdo. ¿Un recuerdo de qué? Yo no he visto nada hasta ahora... ¿Habré vivido antes de esta vida? No lo sé; pero yo tenía noticias de esos   —245→   tus ojos. Y tú, padre, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo. Eres tú... se me representa contigo el amor que te tengo... ¿Pues y mi tío?... Ambos os parecéis mucho... ¿En dónde está el bendito Golfín?

-Aquí... en la presencia de su enfermo -dijo Teodoro presentándose-. Aquí estoy más feo que Picio... Como usted no ha visto aún leones ni perros de Terranova, no tendrá idea de mi belleza... Dicen que me parezco a aquellos nobles animales.

-Todos son buenas personas -dijo Pablo con gran candor-; pero mi prima a todos les lleva inmensa ventaja... ¿Y la Nela?, por Dios, ¿no traen a la Nela?

Dijéronle que su lazarillo no parecía por la casa, ni podían ellos ocuparse en buscarla16, lo que le causó grandísima pena. Procuraron calmarle, y como era de temer un acceso de fiebre, le acostaron, incitándole a dormir. Al día siguiente era grande su postración, pero de todo triunfó su naturaleza enérgica. Pidió que le enseñaran un vaso de agua y al verlo dijo:

-Parece que estoy bebiendo el agua sólo con verla.

Del mismo modo se expresó con respecto a otros objetos, los cuales hacían viva impresión   —246→   en su fantasía. Golfín después de tratar de remediar la aberración de esfericidad por medio de lentes, que fue probando uno tras otro, principió a ejercitarle en la distinción y combinación de los colores; pero el vigoroso entendimiento del joven propendía siempre a distinguir la fealdad de la hermosura. Distinguía estas dos ideas en absoluto, sin que influyera nada en él ni la idea de utilidad, ni aun la de bondad. Pareciole encantadora una mariposa que extraviada entró en su cuarto. Un tintero le parecía horrible, a pesar de que su tío le demostró con ingeniosos argumentos, que servía para poner la tinta de escribir... la tinta de escribir. Entre una estampa del Crucificado y otra de Galatea navegando sobre una concha con escolta de tritones y ninfas, prefirió esta última, lo que hizo mal efecto en Florentina, que prometió enseñarle a poner las cosas sagradas cien codos por encima de las profanas. Observaba las caras con la más viva atención, y la maravillosa concordancia de los accidentes faciales con el lenguaje le pasmaba en extremo. Viendo a las criadas y a otras mujeres de Aldeacorba, manifestó el más vivo desagrado, porque eran o feas o insignificantes; y es que la hermosura de su prima convertía en adefesios a todas las demás mujeres.   —247→   A pesar de esto, deseaba verlas a todas. Su curiosidad era una fiebre intensa que de ningún modo podía calmarse. Cada vez era mayor su desconsuelo por no ver a la Nela; pero en tanto rogaba a Florentina que no dejase de acompañarle un momento.

El tercer día le dijo Golfín:

-Ya se ha enterado usted de gran parte de las maravillas del mundo visible. Ahora es preciso que vea su propia persona.

Trajeron un espejo y Pablo se miró en él.

-Este soy yo... -dijo con loca admiración-. Trabajo me cuesta el creerlo... ¿Y cómo estoy dentro de esta agua dura y quieta? ¡Qué cosa tan admirable es el vidrio! Parece mentira que los hombres hayan hecho esta atmósfera de piedra... Por vida mía que no soy feo... ¿no es verdad, prima? ¿Y tú, cuando te miras aquí, sales tan guapa como eres? No puede ser. Mírate en el cielo trasparente y allí verás tu imagen. Creerás que ves a los ángeles cuando te veas a ti misma.

A solas con Florentina, y cuando esta le prodigaba a prima noche las atenciones y cuidados que exige un enfermo, Pablo le decía:

-Prima mía, mi padre me ha leído aquel pasaje de nuestra historia, cuando un hombre llamado Cristóbal Colón descubrió el Mundo   —248→   Nuevo, jamás visto por hombre alguno de Europa. Aquel navegante abrió los ojos del mundo conocido para que viera otro más hermoso. No puedo figurármelo a él sino como a un Teodoro Golfín, y a la Europa como a un gran ciego para quien la América y sus maravillas fueron la luz. Yo también he descubierto un Nuevo Mundo. Tú eres mi América, tú eres aquella primera isla hermosa donde puso su pie el navegante. Faltole ver el continente con sus inmensos bosques y ríos. A mí también me quedará por ver quizás lo más hermoso...

Después cayó en profunda meditación, y al cabo de ella preguntó:

-¿En dónde está la Nela?

-No sé qué le pasa a esa pobre muchacha -dijo Florentina-. No quiere verte sin duda.

-Es vergonzosa y muy modesta -replicó Pablo-. Teme molestar a los de casa. Florentina, en confianza te diré que la quiero mucho. Tú la querrás mucho también. Deseo ardientemente ver a esa buena compañera y amiga mía.

-Yo misma iré a buscarla mañana.

-Sí, sí... pero no estés mucho tiempo fuera. Cuando no te veo, estoy muy solo... Me he acostumbrado a verte, y estos tres días me   —249→   parecen siglos de felicidad... No me robes ni un minuto. Decíame anoche mi padre que después de verte a ti no debo tener curiosidad de ver a mujer ninguna.

-¡Qué tontería! -dijo la señorita ruborizándose-. Hay otras mucho más guapas que yo...

-No, no, todos dicen que no -afirmó Pablo con vehemencia, y dirigía su cara vendada hacia la primita, como si al través de tantos obstáculos quisiera verla aún-. Antes me decían eso y yo no lo quería creer; pero después que tengo conciencia del mundo visible y de la belleza real, lo creo, sí, lo creo. Eres un tipo perfecto de hermosura; no hay más allá, no puede haberlo... Dame tu mano. El primo estrechó ardientemente entre sus manos la de la señorita.

-Ahora me río yo -añadió él- de mi ridícula vanidad de ciego, de mi necio empeño de apreciar sin vista el aspecto de las cosas... Creo que toda la vida me durará el asombro que me produjo la realidad... ¡La realidad! El que no la posee es un idiota... Florentina, yo era un idiota.

-No, primo; siempre fuiste y eres muy discreto... Pero no excites ahora tu imaginación... Pronto será hora de dormir. D. Teodoro   —250→   ha mandado que no se te dé conversación a esta hora, porque te desvelas... Si no te callas me voy.

-¿Es ya de noche?

-Sí, es de noche.

-Pues sea de noche o de día, yo quiero hablar -afirmó Pablo, inquieto en su lecho, sobre el cual reposaba vestido y muy excitado-. Con una condición me callo, y es que no te vayas de mi lado y de tiempo en tiempo des una palmada en la cama, para saber yo que estás ahí.

-Bueno, así lo haré, y ahí va la primer fe de vida -dijo Florentina, dando una palmada en la cama.

-Cuando te siento reír, parece que respiro un ambiente fresco y perfumado, y todos mis sentidos antiguos se ponen a reproducirme tu persona de distintos modos. El recuerdo de tu imagen subsiste en mí de tal manera que vendado te estoy viendo lo mismo.

-¿Vuelve la charla?... Que llamo a D. Teodoro -dijo la señorita jovialmente.

-No... estate quieta. Si no puedo callar... si callara, todo lo que pienso, todo lo que siento y lo que veo aquí dentro de mi cerebro me atormentaría17 más... ¡Y quieres tú que duerma!... ¡Dormir! Si te tengo aquí dentro,   —251→   Florentina, dándome vueltas en el cerebro y volviéndome loco... Padezco y gozo lo que no se puede decir, porque no hay palabras para decirlo. Toda la noche la paso hablando contigo y con la Nela... ¡la pobre Nela!, tengo curiosidad de verla, una curiosidad muy grande.

-Yo misma iré a buscarla mañana... Vaya, se acabó la conversación. Calladito, o me marcho.

-Quédate... Hablaré conmigo mismo... Ahora voy a repetir las cosas que te dije anoche, cuando hablábamos solos los dos... voy a recordar lo que tú me dijiste...

-¿Yo?

-Es decir, las cosas que yo me figuraba oír de tu boca... Silencio, señorita de Penáguilas... yo me entiendo solo con mi imaginación.

Al día siguiente cuando Florentina se presentó delante de su primo, le dijo:

-Traía a Mariquilla y se me escapó. ¡Qué ingratitud!

-¿Y no la has buscado?

-¿Dónde?... ¡Huyó de mí! Esta tarde saldré otra vez y la buscaré hasta que la encuentre.

-No, no salgas -dijo Pablo vivamente-. Ella parecerá, ella vendrá sola.

-Parece loca.

  —252→  

-¿Sabe que tengo vista?

-Yo misma se lo he dicho. Pero sin duda ha perdido el juicio. Dice que yo soy la Santísima Virgen y me besa el vestido.

-Es que le produces a ella el mismo efecto que a todos. La Nela es tan buena... ¡Pobre muchacha! Es preciso protegerla, Florentina, protegerla, ¿no te parece?

-Es una ingrata -dijo Florentina con tristeza.

-¡Ah!, no lo creas. La Nela no puede ser ingrata. Es muy buena... yo la aprecio mucho... Es preciso que me la busquen y me la traigan aquí.

-Yo iré.

-No, no, tú no -dijo prontamente Pablo, tomando la mano de su prima-. La obligación de usted, señorita sin juicio, es acompañarme. Si no viene pronto el señor Golfín a levantarme la venda y ponerme los vidrios, yo me la levantaré solo. Desde ayer no te veo, y esto no se puede sufrir, no, no se puede sufrir... ¿Ha venido D. Teodoro?

-Abajo está con tu padre y el mío. Pronto subirá. Ten paciencia; pareces un chiquillo de escuela.

Pablo se incorporó con desvarío.

-¡Luz, luz!... Es una iniquidad que le tengan   —253→   a uno tanto tiempo a oscuras. Así no se puede vivir... yo me muero. Necesito mi pan de cada día, necesito la función de mis ojos... Hoy no te he visto, prima, y estoy loco por verte. Tengo una sed rabiosa de verte. ¡Viva la realidad!... Bendito sea Dios que te crió, mujer hechicera, compendio de todas las bellezas... Pero si después de criar la hermosura, no hubiera criado Dios los corazones, ¡cuán tonta sería su obra!... ¡Luz, luz!

Subió Teodoro y le abrió las puertas de la realidad, inundando de gozo su alma. Después pasó el día tranquilo, hablando de cosas diversas. Hasta la noche no volvió a fijar la atención en un punto de su vida, que parecía alejarse y disminuir y borrarse, como las naves que en un día sereno se pierden en el horizonte. Como quien recuerda un hecho muy antiguo, Pablo dijo:

-¿No ha parecido la Nela?

Díjole Florentina que no, y hablaron de otra cosa.

Aquella noche sintió Pablo a deshora ruido de voces en la casa. Creyó oír la voz de Teodoro Golfín, la de Florentina y la de su padre. Después se durmió tranquilamente, siguiendo durante su sueño atormentado por las imágenes de todo lo que había visto y por   —254→   los fantasmas de lo que él mismo se imaginaba. Su sueño, que principió dulce y tranquilo, fue después agitado y angustioso, porque en el profundo seno de su alma, como en una caverna recién iluminada, luchaban las hermosuras y fealdades del mundo plástico, despertando pasiones, enterrando recuerdos y trastornando su alma toda. Al día siguiente, según promesa de Golfín, le permitirían levantarse y andar por la casa.