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ArribaAbajo- IX -

Era verdad que D. Pedro se sentía inflamado de un cariño sincero hacia el joven Calpena, afecto absolutamente desinteresado, pues no se arrimaba a su amigo con intenciones de parasitismo, viéndole en camino de doradas grandezas, sino que anhelaba guiarle por los senderos peligrosos que probablemente   —93→   se abrirían ante él; aconsejarle, dirigirle, evitarle todos los escollos, para que gozase libre y desembarazadamente de los bienes que el cielo le deparaba.

No tardó Utrilla en rematar algunas, si no todas las piezas de ropa de que había tomado medidas. Dos pantalones, dos chalecos y una levita fueron entregados a los tres días de la prueba, y la terminación de lo demás se anunció para la semana próxima. Empezó por fin D. Fernando a ponerse guapo y elegante, lo que con tal ropa, y los aditamentos de corbata, calzado, peluquería, etc., era cosa muy fácil en un joven a quien dotó la Naturaleza de airosa figura, hermoso rostro y modales finísimos a nativitate. Hillo le contemplaba embobado, viendo en él un perfecto tipo de raza aristocrática. El propio Duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, no le aventajara, ni los agregados de la Embajada inglesa.

Desde que tuvo ropa fue incitado por su amigo a frecuentar los teatros. Hillo no le acompañaba por causa de su ministerio sacerdotal. Fea cosa era ir a los Toros; pero más disculpable para un clérigo que el teatro, por celebrarse las corridas en pleno día y no ser preciso en ellas descubrirse la cabeza, exponiendo a la befa popular la ungida corona. Con todo, buenas ganas tenía de colarse una noche en la cazuela, disfrazado, para ver en el patio a Fernandito, y sorprender el efecto que causaba en la concurrencia. Contentábase con verle vestirse y acicalarse, y   —94→   poner en sus manos el sombrero y bastón cuando salía. Aunque el niño volviese tarde, D. Pedro no se acostaba hasta que le veía entrar, y allí eran sus preguntas: «Qué tal, hijo, ¿te has divertido mucho? ¿Has dado golpe? Apuesto a que todos los lentes, y esos anteojos que llaman gemelos, se han dirigido a tu gallarda persona».

En el Príncipe daban Norma, cantada por la Sra. Oreiro de Lema y el Sr. Unanúe. En la Cruz, La joven Reina Cristina de Suecia, traducida del francés. Así de las obras como de la ejecución, pedía el clérigo a su amigo noticias prolijas, y el chico se las daba, advirtiendo la absoluta ignorancia teatral del buen señor, que no había visto nunca más pieza que El mágico de Astrakán, allá en Zamora, siendo él una criatura.

Menudeaba Calpena sus asistencias al Príncipe y viéndole tan aficionado, decía D. Pedro: «¡Cómo se conoce que nos salen novias a docenas!... La suerte es que este chico se pasa de prudente y avisado, y no le atrapará ninguna de esas culebronas que...».

Dígase, para explicar la confusión que seguía presidiendo los destinos de D. Fernando Calpena, que a fines de Septiembre nadie había ido a recoger el misterioso encargo traído de Olorón; que una tarde llegó carta anónima, no llevada por Edipo, sino por persona desconocida que la dejó en la puerta, y que algunas noches, al volver Fernando del teatro, creía que le seguían dos personas buscándole las vueltas y espiándole   —95→   los pasos. La carta no traída dinero: estaba escrita por mano nada premiosa, menudito el trazo, la gramática bastante correcta, y sólo contenía lacónicas advertencias y admoniciones cariñosas: «Mira, niño: los guantes amarillos son de más distinción que los blancos... También te digo que no es del mejor tono aplaudir en el teatro tan estrepitosamente, sobre todo a medianos artistas... Por más que tú creas otra cosa, a juzgar por tu entusiasmo, la Ridaura no hace nada de particular en su parte de Adalgisa... Oye, niño: que vayas a misa al Carmen Descalzo, a las nueve en punto, y procura no estar en la iglesia tan distraído. A la iglesia no se va a mirar a las muchachas, sino a rezar con devoción... -P. D. Cuando se te acabe el dinero, te pones en misa la corbata escocesa, usando la negra para anunciar que lo has recibido».

«Observaciones son estas -decía Hillo radiante de satisfacción- atinadísimas. Mi leal opinión es que no debes ponerte la corbata escocesa sino cuando tengas verdadera necesidad de nuevas remesas de metálico. No hay que abusar, hijo».

La gran sorpresa cayó, como chispa del cielo, una tarde, al volver Méndez de su oficina. Traía un pliego de oficio dirigido a Calpena, y al ponerlo en sus manos, le dijo: «Esta comunicación fue entregada al portero mayor para que indagara las señas. Corrió entre nosotros de mano en mano, hasta que vi el nombre... ¡Qué casualidad! '¡Pero si   —96→   le tengo en mi casa!'. Ábralo usted pronto, que, si no me engaño, es nombramiento».

Calpena se quedó frío de estupor. D. Pedro, como el que sueña despierto, exclamó: «¡Credencial! Será cuando menos de Administrador de Tercias Reales, o de Colector del Noveno y Medias Annatas».

Abierto el pliego, resultó contener un nombramiento de Oficial de la Secretaría de Hacienda, con doce mil reales: firmaba Mendizábal. Un tanto desconcertó a Hillo el ver que la nueva dádiva, parabólicamente arrojada por la mano oculta sobre aquel venturoso mortal, no correspondía, con ser grande, a las hipérboles que soñara la desbocada fantasía del clérigo. Pero reflexionando en ello, no tardó en conformarse y dijo: «Para hacer boca no está mal. Pocos serán los que empiecen así. Papilla de doce mil reales no se da ni a los hijos de los Ministros. Y aquí estoy yo, pretendiendo hace catorce años una triste cátedra con seis mil, sin que hasta la presente... Pero no importa... Con que, hijo, alégrate y toca las castañuelas, que por lo que veo, el mundo es tuyo. Oye: que no pasen dos días sin ir a tomar posesión y a darle las gracias al señor de Mendizábal».

Ni contento ni triste, sino fluctuando entre sus sombrías inquietudes y el gozo retozón de su vanidad halagada, Calpena contestó que no pondría los pies en el Ministerio sin dar antes un paso que su decoro exigía y su ardiente curiosidad reclamaba. Empleó la mañana siguiente en la diligencia de   —97→   buscar al llamado Edipo, lo que no le fue difícil recorriendo oficinas y retenes policiacos; pero el tal no le dio ninguna luz. No era más que un simple intromedario: llevaba los mensajes sin conocimiento de su procedencia; le llegaban de segunda mano, o sea por órdenes de su inmediato jefe, el Sr. D. Manuel de Azara. Sin pérdida de tiempo echose D. Fernando a buscar a este; solicitó audiencia, que le fue concedida, después de largos plantones, al anochecer del día siguiente, y encontrose frente a un hombre extraordinariamente calvo y con el bigote teñido, que le escuchó benévolo y un tanto malicioso; pero sin dar lumbres. Aseguró que de la credencial no tenía la menor noticia, y que de la remesa de encarguitos, así como de la preparación de aposento, no podía revelar cosa alguna por habérsele impuesto reserva bajo pérdida de destino... «Y francamente -dijo al terminar-, no hay más remedio que defender la plaza como se pueda, mayormente cuando a uno le tienen entre ojos por ser criado a los pechos de D. Tadeo Ignacio Gil... Gracias que Olózaga me considera y está contento de mí... En una palabra, caballerito, no me pregunte usted nada, porque no he de responderle. Precisamente el señor Subdelegado me estima, como he dicho, porque no hay quien me iguale en el don de silencio. Y si me permite usted darle un consejo, le diré que aprenda cosa tan fácil, poniéndose a ello, como es el callar. Lo difícil, señor mío, es   —98→   callarse cuando a uno le pegan; pero callarse cuando le miman y regalan... ¡qué cosa más fácil! Créame a mí: déjese llevar, déjese querer...».

No muy satisfecho, aunque resignado con la cómoda filosofía del polizonte, se volvió a su casa D. Fernando, y antes de poder contar a Hillo la reciente entrevista, recibieron ambos una nueva sorpresa: carta del misterioso corresponsal, que decía:

«Tontín, aunque Mendizábal recuerda al jovenzuelo que le sirvió de amanuense en el hotel Meurice, en París, no le hables de tal cosa cuando le veas, que le verás. No le pidas audiencia para darle las gracias: él te llamará. Adúlale un poquito, que le gusta, y si trabajases algún día en su despacho particular, no te muestres cansado, aunque te tenga diez o doce horas con la pluma en la mano, que le entusiasman los incansables, como él.

»No faltes el sábado, en el Príncipe, al estreno de Los hijos de Eduardo, traducido de Delavigne por el tuerto Bretón. Dicen que es cosa buena. Y si repiten el Don Álvaro, de Angelito Saavedra, no dejes de ir a verlo. Ya sé que el viernes pasado estuviste en el cuarto de Florencio Romea, donde conociste a Ventura de la Vega. Ándate con tiento en frecuentar cuartos de cómicos: fácilmente pasarás de los cuartos de ellos a los de ellas... y esto no me gusta.

»Con perdón del Sr. Utrilla, la levita verde no te ha quedado bien. Hace unas arruguitas   —99→   en la espalda, que no aumentarán la fama del primer sastre de Madrid. Que te la vea puesta, y mándasela después para que te la arregle. De paso te encargas un surtout color barquillo, y que te lo hagan pronto, que las noches ya refrescan; pero no tanto que te pidan capa... Los mejores guantes son los de Dubosc, y las mejores camisas las de Fernández, calle del Príncipe. El reloj que tienes, regalo de tu padrino, está pidiendo sucesor. Además de que es feísimo, se atrasa que es un gusto, y así llegas tarde a todas partes. Ya veremos de darle jubilación. Pero no lo vendas ni lo des a nadie: guárdalo siempre como recuerdo de cuando D. Narciso te tiraba de las orejas por no saber los latinajos.

»Bobillo, no te entretengas más de una hora en el Café Nuevo, y mira con quién te juntas, y a qué tertulias te arrimas. Cuidadito con Larra, que tiene más talento que pesa; pero es mordaz y malicioso. Si vuelves al Parnasillo, busca la amistad de Roca de Togores, de Juanito Pezuela y de Donoso Cortés... Con Espronceda y otros tan arrebatados, buenos días y buenas noches, y nada de intimidades... Suscríbete a La Abeja, lee El Español, y hazle la cruz a El Eco del Comercio.

»Adiós. El domingo, a misa de once, en las Niñas de Leganés».

Suspiró Calpena al acabar la lectura, y D. Pedro, echando lumbre por los ojos, dijo: «Ya no me queda duda de que es una dama. ¡Y qué cariñosa ternura, qué purísimo y entrañable afecto!...».

  —100→  

-Lo que yo creo -observó el joven- es que vivo espiado dentro y fuera de casa, pues la desconocida persona que me escribe sabe todos mis pasos, observa las arrugas de mi ropa, y se entera de cuándo se me atrasa el reloj.

-¿Y qué te importa, tontín? ¿Qué mayor dicha para un joven honesto que tener quien así cariñosamente le vigile, designándole los buenos caminos y apartándole de los atajos peligrosos? Ahora no hay que pensar sino en presentarte en el Ministerio, tomar posesión y ponerte al habla con el grande hombre, con ese gaditano londonense, negociante antes que político, a quien yo tenía entre ojos; pero me va gustando, ya me va gustando. Al darte la credencial demuestra que no es rana... Ya ha olido el hombre que tú vas para personaje; que cuando tengas la edad serás Procurador, Prócer o lo que te dé la real gana, y el muy tuno quiere atraerte con tiempo, llevarte a su lado, hacerte de su partido...

Meditabundo, Calpena no siguió a D. Pedro en sus apreciaciones optimistas. Casi toda la noche la pasó en vela, asaltado de una fiebre inquisitiva, revolviendo en su mente los claros recuerdos de su niñez, busca por allí, husmea por allá, evocando memorias de rostros, frases o reticencias de D. Narciso, o de alguien de su familia; mas en ningún repliegue del pasado vislumbró hilo que le guiara por aquel laberinto en cuyo seno misterioso se ocultaba la verdad. Tampoco   —101→   Hillo durmió aquella noche con el dulce sueño que su pura conciencia ordinariamente le permitía. Viva excitación cerebral le tuvo en vela, y allí era el lanzarse a un desenfrenado juego de acertijos, admitiendo y desechando hipótesis. «Esto no lo hace más que una madre -se decía-. Y que esa madre es persona de alta posición, no puede menos de admitirse. Bien claro está: riquezas hay; nobleza también. No me falta más que el nombre para llegar a la completa solución del enigma. Luego viene el otro problema: el papá. Por San Dionisio Areopagita, esta sí que es gorda. ¡Dios mío, el padre...! No sé por qué me ha dado en la nariz tufo de sangre real... Sí, sí. Tiene mi Fernandito en toda su persona un sello de majestad, de grandeza de estirpe, que no deja ninguna duda, no señor... Por la fisonomía, nada saco en limpio... Como narigudo, no lo es; ni tiene el labio inferior echado para afuera... Por tanto, no parece...».

Dormido al fin, soñó con las más estrafalarias anagnórisis que es posible imaginar, y al amanecer despertó sobresaltado con una idea, que en su cerebro como ladrón furtivamente se introdujo, hallándose en ese estado neblinoso que separa el dormir del velar. «Ya, ya lo acerté -dijo a media voz incorporándose en la cama-. Es... de Napoleón y de... No será difícil descubrir una Duquesa o Marquesa que...».

Media hora después, camino del Carmen Descalzo, donde celebraba, volvía en sí de   —102→   aquella aberración, razonando de este modo: «No... porque, bien mirado, no tiene el tipo de los Bonapartes... digo, me parece a mí. Yo no he visto a ningún Bonaparte, como no sea en estampa, porque a Napoleón I, por más que corrimos tras él los muchachos, el día siguiente de la batalla de Astorga, no alcanzamos a verle... no vimos más que un bulto... el bulto de un jinete, a lo lejos, por el camino de Otero... Al Rey Botellas tampoco le eché la vista encima... Sólo por las pinturas se hace uno cargo de la fisonomía de aquellos señores... No, no, esto es un delirio. Ni aun quitándole el bigote al niño, y engordándole mentalmente, encontraríamos el aire de familia... ¡Qué demonio!... esperemos, y Dios lo dirá».




ArribaAbajo- X -

Uno de los primeros días de Octubre, a los veinte próximamente de su llegada a la Corte, inauguró Calpena su vida burocrática, presentando su credencial en la Secretaría de Hacienda (plazuela de Ministerios), y tomando posesión de su destino. Tocole de jefe de Sección o Mesa, un D. Eduardo Oliván e Iznardi (no tenía nada que ver con D. Alejandro Oliván, entonces redactor de La Abeja, ni con D. Ángel Iznardi, redactor de El   —103→   Eco del Comercio). Hechura de D. Luis López Ballesteros, respetado por Cea Bermúdez, y por Toreno, bien agarrado en todos los Gabinetes por sus excelentes relaciones, era un señor bueno como el pan, sencillo como una codorniz, afable, angosto de cerebro, y tan ancho de conciencia burocrática, que en ella cabía, y aun sobraba conciencia, la libertad anchurosísima de sus subordinados. Su llaneza patriarcal parecía olvidar las jerarquías, alternando amigable y democráticamente con los inferiores en la tarea deliciosa de leer El Español, El Eco y La Abeja, fumar cigarrillos, repetir y comentar todo lo que en Madrid se hablaba de política y literatura, echando de vez en cuando una plumada a los expedientes, por vía de distracción, y sin suspender la grata tertulia. Cada cual salía y entraba en aquella bendita oficina a la hora que mejor le cuadraba. Eran cinco los funcionarios, con Calpena seis, repartidos en tres mesas, con la del jefe cuatro, de distinta hechura y edad, si bien todas representaban una antigüedad venerable. Dígase que la tinta era excelente, hecha en la casa; las plumas de ave; los tinteros de cobre, y que sobre las bayetas verdes y los mugrientos hules se extendían los negros polvos de secar, formando en algunos sitios verdaderos arenales. Inauguraba el bueno de Oliván su trabajo cortando plumas, en lo que ponía exquisito cuidado y habilidad, pues su gala era esto y la rúbrica que echaba en las firmas, no menos rasgueada y pintoresca que   —104→   la de un escribano. Mientras duraba el corte hablaba con los madrugadores, o sea los que recalaban por allí de diez y media a once; les refería incidentes o sucedidos de su familia, gracias y travesuras de sus niños; les oía contar algo de Teatro y Toros, alguna mujeril aventura, y así se pasaba el tiempo hasta las doce, hora en que le traían a Don Eduardo su almuerzo. Sobre las bayetas arenosas extendía una servilleta, y se comía su tortilla de patatas y su chuletita de ternera. Salían y entraban los mozos de café con servicios para el jefe y algunos subalternos, y en tanto, el que no tomaba café, hacía caricaturas; otro escribía versos, y el de la última mesa las cartas a su novia. Luego se trabajaba un poquito, mientras uno leía en voz alta El Español, para que los demás se enterasen. El jefe solía pasarse a la Sección próxima, donde había otro jefe que veía largo en política, y anunciaba con seguro vaticinio todo lo que iba a pasar. Más tarde descansaban, fumando un cigarrillo. D. Eduardo recibía cortésmente a las personas que acudían al despacho de algún asunto, y para hacerles ver la actividad que allí se desplegaba, les ponía ante los ojos rimeros de papeles que debían pasar pronto a la Sección correspondiente, y otros rimeros de papeles que acababan de llegar, después de lo cual les prometía no detener los expedientes más que el tiempo necesario para el concienzudo examen de los mismos. Luego se limpiaba el sudor de la calva, y contaba a sus subalternos   —105→   lo que el otro jefe de Sección le había dicho: que todo iba muy bien; que la quinta de cien mil hombres daría un resultado maravilloso, y que no había duda de que Istúriz y Galiano apoyarían incondicionalmente al Sr. Mendizábal en el Estamento próximo. No se podían dar las mismas seguridades de López y Caballero, y Toreno y Martínez de la Rosa no saldrían de su pasito moderado. Había, pues, situación Mendizábal para un rato, y se verían realizadas las reformas que el grande hombre había prometido en su famosa exposición a la Reina. Pero la noticia culminante era que la Milicia urbana se reorganizaría, tomando el nombre sonoro y magnífico de Guardia Nacional. «Todo será a estilo de Francia -concluía D. Eduardo-; y lo mejor es que a los milicianos de Madrid y su provincia se nos da carácter de ejército regular, formando con nosotros una división mandada por un Jefe superior, y bajo la inspección de un General... Por eso ha dicho San Miguel que seremos el ángel custodio de las instituciones».

No siempre hablaba de lo mismo, aunque era muy dado a la repetición de conceptos, vicio que los retóricos llaman batología. «¿No saben? Se suprimen las cartas de seguridad, esa rémora, señores, para la gente honrada que tiene que viajar de un punto a otro. Yo soy partidario de que se corten abusos. Los que han viajado por el extranjero nos dicen que estamos en el siglo XV, y francamente, yo quiero pertenecer a mi siglo... Seamos todos   —106→   de nuestro siglo, entrando por el aro de las grandes reformas... Otra de las buenas noticias es que se suprimen las pruebas de nobleza para ingresar en los establecimientos científicos, ora civiles, ora militares... Realmente, semejante ranciedad era un resabio de la Edad Media. Ábrase la enseñanza para todo el mundo y dese al mérito ancho campo. ¡Abajo la Edad Media!... Créanlo ustedes, en este particular estoy de acuerdo con Caballero y los de El Eco; nada más que en este particular, pues opino, como él, que la demo... cracia, así se dice, la democracia exige que el pueblo se ilustre. Yo soy partidario de la ilustración del pueblo, como soy partidario de que el pueblo sea moral, y de que los empleados trabajen... Mi sistema es: pocos empleados, pocos, pero bien pagados».

Dichas estas cosas, y otras de igual transcendencia y filosofía, el jefe bromeaba un poco con sus subordinados: con éste por si la novia le daba calabazas; con aquél por si era alabardero en los teatros; con el otro por si le sudaban tanto las manos, que toda la arenilla se le quedaba pegada en ellas, y obligaba a la casa a frecuentes reposiciones de aquel material. Luego les recomendaba benévola y paternalmente que no dejasen el papelorio esparcido sobre las mesas, y él mismo daba el ejemplo recogiendo legajos y metiéndolos en una alacena donde tenía botellas vacías o medio llenas, el Diccionario geográfico de Miñano, confundidos sus tomos   —107→   con los de novelas y viajes, entre estos el de Enrique Walson al país de las Monas. «Yo soy partidario -decía-, de que haya orden en las oficinas, para que el trabajo se haga como Dios manda, y cada cual encuentre lo que necesita para el pronto despacho de los asuntos...». Con esto se aproximaba la hora feliz de poner punto en las faenas del día: los sombreros parecían alegrarse en lo alto de las perchas, viendo próximo el instante de que sus dueños lo cogieran para echarse a la calle. «Vaya, ya es hora, ciudadanos -decía D. Eduardo, atusándose los mechones laterales, y cubriéndose con pausa y solemnidad, como si su calva fuese una cosa sagrada que reclamaba el respeto de la protección sombreril-. Me parece que hemos trabajado bastante. Hasta mañana».

Si la tarde era plácida, se iban de paseo, y si lloviznaba o hacía frío, al café, donde con charla sabrosa de literatura, de política o de cosas mundanas, reducían a polvo el tiempo hasta la hora de cenar. Que Calpena se aburría en la oficina, no hay para qué decirlo. Desde su iniciación burocrática no había hecho más que extender algunos oficios y copiar dos o tres estados de recaudaciones. El jefe le consideraba, presumiendo en él una superioridad aún no bien manifiesta, pero que lo sería pronto; y los compañeros le mostraron afecto y fraternidad, más admirados que envidiosos de su buena ropa. Ya era cosa corriente en las oficinas ver entrar niños bonitos, con sueldos desmesurados, y que no   —108→   iban más que a cobrar y a distraerse un rato; hijos o sobrinos de personajes, que de este modo arrimaban una o más bocas de la familia a las1 ubres del presupuesto. Los empleados, que lo eran por oficio y medio de vivir, se habían acostumbrado a la irrupción de señoritos, y alternaban gozosos con ellos, esperando hacer amistades que en su día valieran para el ascenso, o para la reposición en caso de cesantía. En la Sección de Calpena todos los funcionarios eran de peor pelaje que él: alguno pasaba de los cincuenta años y sólo disfrutaba ocho mil reales, vestía ropa vuelta del revés y apenas paseaba, por no romper botas; otros conservaban aún trajes provincianos, estirándolos cuanto podían, y no faltaba quien vistiese regularmente por el sistema económico de no pagar al sastre. Sobre todos descollaba Calpena, no sólo por su elegancia y buena figura, sino por su saber de cosas extranjeras, y su rumbosa generosidad en el pago de cafés y refrescos después de la oficina. Con uno de sus colegas, extremeño, envejecido prematuramente y seco como un esparto, habitante en una casa de huéspedes de ínfima categoría, parroquiano fósil de diferentes cafés, hizo amistades, seducido por la sabrosa erudición que ostentaba en cosas y personas de Madrid. Muchas tardes iba con él al Nuevo, y se le pasaban mansamente las horas oyéndole contar anécdotas que parecían mentira siendo verdades, y embustes que resultaban perfecto simulacro de la verdad. Por Serrano   —109→   (que así se llamaba) supo Calpena que su jefe, D. Eduardo Oliván, era un hombre desgraciadísimo en su vida doméstica, aunque no conocía, o aparentaba no conocer su propia desgracia. La paz que en su hogar reinaba era la proyección de su mansedumbre, virtud con la cual adquirido había una triste celebridad. Ponderó Serrano la seductora hermosura de la mujer del jefe, y algo dijo también de su familia, muy conocida en Madrid. Se la veía muy a menudo en teatros y paseos, fingiendo una posición que no tenía, alternando con personas cuya riqueza consistía en bienes raíces, o en rentas que estaban a la vista de todo el mundo. Las de aquella buena señora eran un tanto enigmáticas. «Si quiere usted más detalles, pídaselos al hoy General en Jefe del ejercito del Norte, D. Luis Fernández de Córdoba. Los sucesores de este son de menor categoría militar y civil. El último que ha caído en las redes de nuestra jefa es ese capitán de artillería... Escosura, Patricio de la Escosura... ¿No le conoce usted? De seguro que sí. En el Príncipe le tiene usted todas las noches. Es el que retrató Bretón en el D. Martín de la Marcela».

-No sabía que los tres amantes de Marcela fueran retratos.

-Bien se ve que no está usted aún familiarizado con nuestra sociedad... Pues el Don Amadeo es Pezuela, y el D. Agapito el chico de Clemencín.



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ArribaAbajo- XI -

-Una de estas noches, amigo Serrano -dijo D. Fernando-, va usted a venir conmigo al Príncipe, para que me diga los nombres de todas las señoras que veamos en los palcos. En el tiempo que llevo aquí, he hecho algunas amistades, pocas; hace unas noches me llevaron al cuarto de Florencio Romea; en el teatro he conocido a Ventura de la Vega y a Mesonero Romanos. El señor a quien debo este conocimiento me le presentó días pasados en la calle de Alcalá mi compañero de casa D. Nicomedes Iglesias. ¿Le trata usted?

-¿Cómo no?... Iglesias... hombre de mucho talento, de gran porvenir...

-Pues me presentó a ese... ¿cómo se llama? Alonso... Juan Bautista Alonso, con quien me encontré después una noche en la segunda fila de lunetas, y charlamos algo de literatura. Por él he conocido a Vega, he hablado con Larra, y he saludado a Espronceda en el café Nuevo y en el Parnasillo...

-Alonso es poeta y un buen periodista... chico que vale. Será ministro... ¿Y no ha querido catequizarle a usted para la sociedad Los Numantinos?

-A mí no... Ni yo gusto de meterme en esas cosas, ni la vida política me seduce.

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-A mí... sí... pero no puedo consagrarme a ella, por...

Acometido de una tos violentísima, parecía que se ahogaba. Amoratado y convulso, faltábale poco para echar los bofes y escupir el alma. «Con esta maldita tos -dijo cuando se fue sosegando, y se limpiaba de babas, mocos y lágrimas el encendido rostro-, ¿cómo quiere usted que sea uno político y orador?... Mi naturaleza es émula de mi bolsillo en el agotamiento, en la extenuación... No me forjo ilusiones de vivir el año que viene: estoy tísico pasado».

Trató de consolarle Calpena, con más lástima que convencimiento, porque en verdad la flaqueza y el color cadavérico de su amigo invitaban a entonar el responso. No espantado de la muerte, o echándoselas de valiente, hablaba Serrano de su próximo fin con entereza estoica un poquito afectada. Era moda entonces morirse en la flor de la edad, tomando posturas de fúnebre elegancia. Habíamos convenido en que seríamos más bellos cuanto más demacrados, y entre las distintas vanidades de aquel tiempo no era la más floja la de un fallecimiento poético, seguido de inhumación al pie de un ciprés de verdinegro y puntiagudo ramaje. «Estos pobres huesos -prosiguió Serrano- están pidiendo la mortaja. Le diré a usted, en confianza, que es de tanto sufrir y de tanto gozar... Mi vida, si yo la contara, sería la más interesante de las novelas. Mis años, por el mucho y precipitado vivir, parecen   —112→   siglos... ¡Y que llegue uno al borde de la tumba con ocho mil reales!... En fin, doblemos la hoja triste... ¿Me decía usted que desea ir conmigo al teatro para que le dé a conocer a todo el personal masculino y femenino que veamos en palcos y butacas? No podía usted encontrar, ni buscándola con candil, persona más para el caso, porque como de algún tiempo acá no tengo nada que hacer (en la oficina ya ve lo que trabajamos), me dedico a conocer de visu a todo el mundo y a la averiguación de vidas ajenas... Soy un Plutarco para esto de las vidas, y las hago también paralelas. Sabrá usted los nombres y las historias, amigo mío, que aquí no hay nadie que no tenga su historia... y las hay de oro. ¡Con decirle a usted que la de nuestro esclarecido jefe es de las más inocentes...!».

-¡Caramba!

-¿Y lo duda? ¿De qué dehesa viene usted?

-¿Dónde hay más historias, en las clases altas o en las medias?

-En todas; pero las de las altas son más bonitas, más profundamente depravadas. Yo las conozco al dedillo, y en pocas noches le daré la instrucción suficiente para que no pase por cándido el día que se introduzca en la sociedad.

-¿Pero no se exime nadie, galán ni dama, del oprobio de esas historias? ¡Por Dios, Serrano...!

-Nadie... Todo el mundo tiene historia. Por lo común no hay persona bien vestida   —113→   que no lleve consigo su misterio: este misterio es algo que no debe saberse, y, sin embargo, se sabe, porque fíjese usted... Nada es aquí tan público como las cosas secretas... En fin, por tener todo el mundo historia, hasta usted la tiene, usted, querido Calpena, que acaba de llegar a Madrid; y antes de dar los primeros pasos en las tablas del teatro social, ya nos indica que trae buen papel en la comedia.

-¡Yo! -exclamó Calpena palideciendo-. ¡Pobre de mí! ¡Si no soy nadie!

-Los que empiezan no siendo nada, suelen acabar siéndolo todo.

-Bueno. Pues si alrededor mío hay una historia y usted la sabe, amigo Serrano, ¿tendría inconveniente en contármela?

-Inconveniente, ninguno... pero la tos... ya ve... no puedo hablar... me ahogo...

Aguardó Calpena a que el golpe de tos se calmase, y cuando hubo pasado, aún tuvo que esperar más tiempo, porque el infeliz tísico se quedó un rato sin respiración, los ojos inyectados, la frente sudorosa, las manos trémulas...

-Pues sí... esta maldita tos no me deja vivir... Si yo no tosiera, sería orador, créame usted... Pues no hay que tomar a mala parte esto de las historias. ¡Tan joven y ya protagonista! Si he de ser franco, no puedo aún decir a usted cosas concretas...

-¿Pues no asegura que lo sabe todo?

-Todo no. Es muy pronto todavía, y aún son pocas las personas que se han fijado en   —114→   el joven Calpena... Lo que yo he oído no es ofensivo para usted, ni mucho menos.

-Sea lo que quiera, debo saberlo.

-La tos otra vez... Me ahogo...

-¡Demonio! ¿Por qué no toma usted pastillas? Yo se las traeré de la botica más próxima.

-No... gracias... Es inútil. Las he tomado de todas clases, sin sentir el menor alivio.

-Ya pasa... ya puede hablar.

-La verdad, amigo mío, a usted se le tiene en estudio. Sólo he oído formular preguntas, aventurar alguna hipótesis... Conjeturas, presunciones... qué será, qué no será...

-¿Nada más que eso? Pues soy, respecto a mí, el primero de los curiosos investigadores, y yo pregunto también: «¿quién soy?... Calpena ¿quién eres?».

-¿Pero usted no lo sabe?...

Comprendiendo que había ido demasiado lejos en la expresión de sus dudas, D. Fernando se enmendó diciendo: «Sé quién soy; pero en la vida de todo hombre, por clara que aparezca, hay siempre incógnitas que resolver».

-¿De modo que no sabe usted todo lo que le concierne?

-Hombre, todo, todo precisamente, no.

-Pero sí sabrá quién le recomendó para la plaza que hoy ocupa en el Ministerio.

-Juro a usted que lo ignoro.

-Las recomendaciones toman en este país giros muy extraños, y ofrecen a veces concomitancias increíbles. A mí, para que me   —115→   dieran la plaza mísera que tengo, me recomendó la persona más opuesta a mis ideas, D. Antonio Zarco del Valle, a quien interesé por el ama de cría de uno de sus niños. Por un empleado del personal he sabido que en el libro donde constan los padrinos de cada empleado, figura usted como hechura y ahijado del propio Mendizábal, lo que nadie extrañará, porque bien podría el Ministro ser amigo, deudo de su familia de usted.

-No lo es. Ese señor no tiene ningún motivo para interesarse por mí.

-En tal caso habrá recibido cartas expresivas de personas a quienes no puede negar un favor de esta clase. Por indiscreción de un amigo de la secretaría particular, puedo... no afirmar, ¡cuidado!, sino sospechar... con vehementes indicios de acierto...

Sobresaltado y ansioso, aguardaba el otro la terminación del concepto. Un amago de tos determinó pausa expectante, que a Calpena le pareció un siglo. Por dicha, no fue más que amago, y Serrano pudo decir claramente: «Si se empeña usted en oírme lo que sabe... ¡vaya si lo sabe!... le diré que debe su plaza a la Duquesa de Berry...».

Pausa... Sólo se oía el áspero ronquido que salía del pecho de Serrano. El estupor de Calpena acabó por resolverse en una risa nerviosa, que lo mismo podía ser de regocijo que de burla.

«¡La Duquesa de Berry!... ¿Está usted loco? ¿La esposa del Príncipe asesinado a la salida de la Ópera, hijo de Carlos X...?».

  —116→  

-Justo... Carolina de Nápoles, hermana de nuestra Reina Gobernadora Doña María Cristina.

-¿Y esa señora es la que figura como...?

-No figura en el libro de recomendaciones; pero por referencias, por indicios de secretaría, sé yo...

-¡Locura, delirio! -exclamó Calpena levantándose, como hombre que quiere poner fin por la ausencia a una conversación enfadosa.

-Si usted me probara eso... -indicó Fernando, fingiendo indiferencia.

-¿Prueba?... ¡Oh!... Me remito al gran demostrador de verdades, el tiempo...

-Pero ¿cómo es posible...? ¿Qué tiene que ver mi humilde persona con esa princesa...?

Serrano alzó los hombros, quiso decir algo; pero, ahogándose, no hizo más que balbucir: «No puedo. La tos, la tos...».




ArribaAbajo- XII -

La placentera holganza en que vivían los individuos de la sección o mesa de que era jefe el Sr. D. Eduardo Oliván e Iznardi tuvo su término, que si no hay mal que cien años dure, tampoco los bienes suelen ser duraderos, y el motivo de tan brusca alteración,   —117→   que produjo enorme desquiciamiento en la anecdótica parsimonia del jefe, no fue otro que el haberse manifestado en aquella esfera administrativa el impulso de actividad que imprimió Mendizábal a los asuntos de su Ministerio, cuando se desembarazó de las graves cuestiones políticas a que en los primeros días tuvo que atender. Desempeñando interinamente, además de la cartera de Hacienda, con la Presidencia, las de Guerra, Marina y Estado, hubo de promiscuar en el despacho de mil negocios diferentes. Por milagro de Dios no se volvió loco el bueno de D. Juan Álvarez, que materia ofrecía cualquiera de aquellas oficinas para trastornar el seso del más pintado en tiempos tan revueltos. Confiado ya en dominar la espantosa anarquía de las Juntas que convertían el Reino en una inmensa jaula de locos; seguro ya del éxito de la quinta de cien mil hombres, arriesgado acto de Gobierno que revelaba iniciativa poderosa y voluntad de acero, se metió en su casa propia, Hacienda, y empezó a remover y sacudir, con mano de atleta, las mohosas inercias de la administración heredada de Fernando VII. ¡Lástima que no lo hiciera con más pulso, para que las ruinas y los escombros no embarazaran la obra nueva! Construía con el hacha... Aunque no carecía de habilidad, no pudo evitar el cortarse las manos con la herramienta que tan presuroso manejaba.

Pues, señor... obligado el pobre D. Eduardo a andar de coronilla, no sabía lo que le   —118→   pasaba, ni a qué santo encomendarse. En toda su vida burocrática, que con intercadencias databa de los tiempos de Ballesteros, no había visto desencadenarse sobre aquella plácida esfera un ciclón tan duro. No hacía más que ir de una mesa a otra, limpiarse con fuertes restregones el sudor de la calva, dar resoplidos, subirse el pantalón, que con tantas ansiedades se le caía. Y una mañana, medio loco ya, o loco entero, gritaba en medio de la oficina: «Pero este buen señor nos trata como si fuéramos dependientes de comercio. La dignidad del funcionario público no consiente estos excesos de trabajo, pues ni tiempo le dejan a uno para almorzar, ni para dar un mero paseo, ni para encender un mero cigarrillo... Cinco intendencias me ha señalado hoy para el envío de circulares con las instrucciones reservadas y las nuevas tarifas. Pues para despachar esto, excelentísimo señor, necesito aumento de personal, necesito catorce oficiales y ocho auxiliares, y aun así, no podríamos concluirlo dentro de las horas reglamentarias, que son de diez a cuatro... Sería justo además que al exceso de ocupación correspondiera doble paga mientras durase este ajetreo. Soy partidario de que a los empleados se les remunere bien, pues de otro modo la buena administración no es más que un mito, un verdadero mito».

Y aquella misma tarde, en el colmo ya del mal humor, que expresaba alargando los morros, entró en la Sección próxima, diciendo:   —119→   «Pido al señor Ministro aumento de personal, ¿y qué hace? Nada: que aún le parece mucho lo que tengo, y me pide dos chicos que escriban bien y sepan llevar correspondencia. Estamos lucidos, como hay Dios... Ea, Sr. Calpena, pase usted a la secretaría particular del señor Ministro; y usted, Serrano... Pero no... aguardaremos a ver si se contenta con uno... quédese usted... Esto es insufrible. Yo digo que envidio a los presidiarios...».

Pasó Calpena a donde se le mandaba, y fue introducido en una habitación pequeña con luces al patio medianero, en la cual había dos mesas y un solo empleado, viejo, que escribía con la cara tocando al papel. Un estrecho pasillo comunicaba la tal pieza con el despacho del Ministro. Allí esperó órdenes. Alzó el viejo la cabeza, y levantándose las antiparras a la frente, le miró, hizo un saludo monosilábico, volvió a bajar los vidrios, y dejó nuevamente caer sobre el papel su rostro. Creeríase que no escribía con la pluma, sino con la nariz... Sonó la campanilla. Levantose el vejete de un brinco, murmurando: «Su Excelencia llama». Viéndole desaparecer por el pasillo, advirtió Calpena que cojeaba. Un instante después volvió con varias cartas en la mano, y dijo lacónicamente a su compañero: «Que pase usted».

Grande fue la emoción del joven al atravesar el pasillo, al levantar la cortina y ver el hueco de la estancia... a Mendizábal no le veía. Quedose en la puerta hasta oír la palabra   —120→   adelante, dicha con enérgica entonación. Estaba el grande hombre sentado, y se inclinaba para sacar papeles de la gaveta más baja de su mesa ministerial. Al incorporarse, presentó a la admiración y al respeto de Calpena su hermoso busto, el rostro grave de correctísimas facciones, el rizado cabello, las patillas tan bien encajadas en los cuellos blancos, y estos en el lioso tafetán de la negra corbata reluciente, las altas solapas de la levita, y por fin, al ponerse en pie, esta en toda su longitud, ceñida y al propio tiempo holgada.

Calpena permaneció inmóvil y mudo, estatua de la cortedad respetuosa. Mendizábal le miró... En la extrañísima situación de espíritu en que el buen chico se encontraba hubo de creer que su jefe le miraba con picardía. Pero es casi seguro que era pura aprensión; al menos, así lo creyó después. Contra lo que pensaba, ni le preguntó el Ministro su nombre, sin duda porque lo sabía, ni sostuvo con él diálogo de introducción. Entre personaje tan elevado y un pobre subalterno de ínfima categoría, no podían mediar más palabras que las naturales entre el señor y el criado que le sirve. Estas fueron corteses, ceñidas al asunto, y sin fraseología ociosa: «Tiene usted hermosa letra, y buen criterio para contestar por sí mismo las cartas, con una simple indicación mía».

El joven se inclinó. Cuando D. Juan de Dios avanzó hacia él, ostentando la gallardía total de su persona, su alta estatura, Calpena,   —121→   que ya había admirado el busto, admiró también el pantalón, de corte perfecto, como de sastrería londonense, y el pie pequeño, calzado con zapato bajo sujeto en el empeine con un lazo de cintas negras.

«Contésteme usted, por de pronto -prosiguió Su Excelencia-, estas tres cartas. La más urgente y delicada es...».

No encontrando la que llamó delicada y urgente, la buscó en la mesa, después en el bolsillo interior de la levita, y como allí no pareciera, manifestó disgusto. «Está bueno. Pues me la he dejado en casa... Pero no importa. Escríbame usted la contestación, que es sencillísima... del tenor siguiente: 'Serenísima Señora Duquesa de Berry. Señora: Tengo el gusto de manifestar a Vuestra Alteza que obediente a sus ruegos... que son órdenes para mí...'. Ya usted comprende... una fórmula de gran respeto... 'que obediente... y tal... me he apresurado a complacer, y tal, a Vuestra Alteza Serenísima en la petición con que se ha dignado honrarme... y tal...'. Nada más... Ah, sí... 'Debo manifestar a Vuestra Alteza Serenísima que el joven...'. No, nada de joven... 'Que la persona... y tal, que se digna recomendarme es...'. No, no... 'He tomado informes, y puedo asegurar a Vuestra Alteza que el sujeto, etcétera... es digno de la protección de persona tan elevada...'. Así, poco más o menos. Vea usted cómo sale del paso. Puede tomar nota».

-No necesito tomar nota. Recuerdo perfectamente   —122→   las indicaciones de Vuecencia.

-Mejor. Así me gustan a mí los hombres, vivos de memoria... Pues escríbame la carta al momento y tráigamela para firmarla.

Hizo Calpena la reverencia, se fue a su oficina y mesa, y tanteando la difícil materia epistolar en un borrador, escribió la carta, esmerándose en los trazos de su hermosa letra, y la llevó al Ministro. Este había pasado al salón próximo, donde tenía como unas veinte visitas, y mientras Calpena esperaba, entró también su compañero, el viejo de las antiparras, que por primera vez le dirigió la palabra en forma afectuosa. «Ahora tiene para rato -dijo, refiriéndose al Ministro-. Le traen loco con esto de las elecciones. Para cada puesto del Estamento hay setenta candidatos...».

-Ya, ya...

-¿Y usted, Sr. Calpena, se presenta para Procurador?

-¡Yo! ¡Procurador yo! -exclamó Fernando con asombro, casi con miedo.

-¿No? Pues yo no lo he inventado. En la casa se ha dicho... y hasta me parece que oí nombrar la provincia...

-Creo que está usted equivocado...

-Podrá ser... ¡Pero cuando lo dicen por algo será! Vea el Sr. Calpena como de mí no se dice nada.

-¿Qué sueldo tiene usted?

-¿Yo? Diez mil, y para eso llevo veintidós años en el ramo. He pasado por catorce intendencias, he sufrido siete cesantías, y   —123→   todas las trifulcas que hemos tenido aquí desde el año 14 me han cogido de medio a medio. En una me dejaron cojo los liberales, en otra me abrieron la cabeza los realistas, en esta me apalearon los exaltados, en aquella me despojaron los apostólicos de todo cuanto tenía. Vive uno por casualidad en esta tierra, y, sin embargo, la quiere uno... pues, como se quiere a una mala madre... Yo soy gaditano, o lo que es lo mismo, de Chiclana, y por tener algún parentesco lejano con los Méndez y amistad con los Bertrán de Lis, no me ve usted pidiendo limosna. Soy muy corto. Aquí sólo hacen carrera los parlanchines, y yo, aunque andaluz, me callo muy buenas cosas y no tengo el despotrique que ahora se usa. Sea usted bullanguero, piense como un topo y charle como una cotorra, y verá cómo se le abren todos los caminos... Lo mejor es que siempre será lo mismo, y no veo yo mejores días para la España. Este grande hombre, que ha venido como el Mesías, trae mucha sal en la mollera, y el firme propósito de hacer aquí una regeneración... vamos, para que nos envidien todas las naciones. Pues verá usted cómo no hace nada. ¿Por qué? Porque no le dejan... Ya le están armando la zancadilla. Crea usted que antes que tenga tiempo de cumplir lo que ha ofrecido, se le meriendan... Ya empiezan a decir si en Palacio gusta o no gusta. Y es la de siempre: Palacio...

En este punto entró Mendizábal acompañado   —124→   de un sujeto con quien hablaba vivamente y en tono áspero.

«Esto no puede ser... Yo he dicho a todos los Subdelegados que dejen votar libremente, y que no intervengan en las elecciones. Claro es que siempre tiene el Gobierno la influencia moral. Pero en Cádiz no puedo hacer nada. Galiano y el amigo Istúriz son los que manejan el tinglado de la elección. Por cierto que Istúriz quiere traer algunos que no conoce nadie. ¿Quién es ese Luis González?».

-Es un chico muy despierto, buen periodista, orador fogoso. No creo que salga por esta vez.

-Pues si en Cádiz no logra usted meter a su patrocinado, intente algo en Sevilla. Pero tampoco podrá ser. Ya tengo noticia de los candidatos probables... No les conozco. Hablan con gran encomio de un tal Cortina... Y ese Pacheco, ¿quién es?

-Un escritor notabilísimo: le tengo en mi periódico.

-Bueno, bueno. Tráiganme gente de mérito, segura en sus principios, y que no se asuste de la libertad... Pues decía que procure usted entenderse con los sevillanos. Yo no puedo hacer nada, amigo mío, absolutamente nada.

-Mi patrocinado es aquel joven que usted mismo ha elogiado con tanta justicia, por su actividad, por su inteligencia, en la Secretaría de Marina.

-Montes de Oca, sí... excelente sujeto.   —125→   Tendría yo mucho gusto en traerle al Estamento... Pero no soy yo quien elige: es el Pueblo. Vea usted a los gaditanos; entiéndase con Istúriz, que, por lo visto, no se para en barras, y...

Una mirada que dirigió el Ministro a los dos empleados de su secretaría particular bastó para que estos se retirasen.

«¿Quién es ése...?» preguntó Calpena a su compañero, a lo largo del pasillo.

-Este es Borrego... Andrés Borrego, el que escribe El Español. Dejemos a estos compadres que manipulen a su gusto las nuevas Cortes, y aguardemos aquí, charlando, a que D. Juan nos llame. Como le decía a usted... ya le están minando el terreno a mi paisano; y aunque vale mucho, no le salvarán su talento y buena intención, y si le salvaran, creería yo en lo que no creo: en mi propio nombre.

-¿Cómo se llama usted?

-Me llamo Milagro -dijo el vejete sonriendo-, José del Milagro. Ya ve usted si es alegórico mi apellido, pues verdaderamente no hay mayor prodigio que vivir un hombre entre tantas desventuras, cesante cuando no perseguido, y andando para atrás en mi carrera como los cangrejos, pues yo empecé a servir con el Sr. Urquijo y el Sr. Cabarrús... Vengo de Carlos IV, pasando por Pepe Botellas... y en los tres llamados años, llegué a tener catorce mil, gracias al Sr. Garelly. A la muerte del Rey, conseguí por el señor Seoane esta placita... Y usted dirá que el mayor   —126→   milagro mío es mantener, con tan poco sueldo, mujer, suegra y cinco criaturas... Hay Providencia. Yo me defiendo con las traducciones; traduciendo a destajo, visto y calzo a la familia. Y ha de saber usted que entre tantos males, Dios me ha dado una hija que es un ángel. Diez y seis años cumplirá el 14 de Noviembre. Rafaela se llama: me la sacó de pila mi amigo Rafael del Riego, hallándose de guarnición en la Isla. Pues la he enseñado el francés, y me ayuda. Como me estoy quedando ciego del mucho trabajar, ella sola, solita, se ha traducido más de la mitad del Buffon... A más de esto, tengo el recurso de llevar la correspondencia en algunas casas de comercio, y principalmente en la de doña Jacoba...

Este nombre hirió con súbito rayo la mente de Calpena, y pidiendo más explicaciones, oyó de boca de Milagro las siguientes: «Doña Jacoba Zahón, que compra y vende piedras preciosas... Calle de Milaneses... Yo le escribo las cartas y le pongo sus cuentas en orden...».

Campanillazo. Su Excelencia llamaba, y acudieron ambos presurosos. Pidió las cartas escritas; sonrió; leyó detenidamente la de la Duquesa de Berry, y sin mirar a Calpena, le dijo: «Está muy bien». Después, abrumado de quehaceres, y no sabiendo a cuál acudir primero, dio estas atropelladas órdenes: «Usted, Milagro, ponga una carta a Alcalá Galiano, citándole para esta noche aquí... Y otra, lo mismo, a Saavedra (D. Ángel). Usted,   —127→   Calpena, escriba una a la Duquesa de Almodóvar, diciéndole que no puedo ir a comer, y tráiganmelas para firmar... ¡Ah!, espere usted: otra a Sir George Williers, Embajador de Inglaterra: Que mis ocupaciones no me permitieron ir anoche a casa de Van-Halen, como le prometí; que si tiene esta noche libre, se venga por aquí a las once... Usted, Milagro, en una carta breve, cíteme a Olózaga para las doce, y también a... No, no, nadie más».

En aquel momento anunció el portero: «El Sr. D. Fernando Muñoz...».

-Que pase inmediatamente...

Retiráronse los secretarios, y por el pasillo cuchicheaban: «Muñoz... es la primera vez que viene aquí... Muñoz... el marido del Ama...».




ArribaAbajo- XIII -

Al quedarse solo, Mendizábal escribió una carta de cuatro pliegos a Córdoba, General en Jefe del ejército del Norte. Con nerviosa mano, sin cuidarse de la estructura gramatical, trazaba los conceptos, en algunos puntos ampulosos, pedestres en otros, fiel imagen de su pensamiento, que empezaba a ser desordenado y vacilante por el cansancio de la tremenda lucha. Anhelaba mostrarse   —128→   amigo del que en su mano tenía la mayor fuerza existente en España, estar en su gracia, pues tomado el pulso al país y a la raza, si mucho temía D. Juan del paisanaje de levita y chaqueta, más temía de la tropa... Aunque aplicar quiso toda su atención a la escritura, no lo lograba: el pensamiento se dividía, fluctuaba, y dejando a la pluma formular con incorrecta sintaxis los conceptos epistolares, se escabullía por otros espacios. Trajo el ministro a su imaginación la historia de los últimos años, desde el 14, y veía las trifulcas, los sangrientos y bárbaros motines, las sediciones militares, siniestro brazo de la idea disolvente, ya se llamase liberal, ya realista... Con estas imágenes se confundía en su mente otra, que como un espectro familiar de continuo se le presentaba. Era su promesa de terminar la guerra civil en seis meses. ¡Lucido quedaría si no la cumplía; si el ejército cristino, reforzado pronto con los cien mil hombres de la quinta, no lograba sofocar la facción y restablecer la anhelada paz! Su ensueño era Córdoba, el caudillo denodado y caballeresco, y en medio de aquel trajín electoral, anuncio de las trapisondas parlamentarias y políticas que habían de sobrevenir con la apertura de los Estamentos, volvía D. Juan Álvarez sus inquietos ojos al Norte, mirando a lo que era su temor y su esperanza. Si el General no le ayudaba, su empresa de salvación nacional fallaría sin remedio. Y para que Córdoba coadyuvase a la gran obra,   —129→   era preciso que venciera, o por lo menos que con rudos achuchones quebrantase a los carlistas; y para esto era indispensable enviarle recursos en hombres y dinero. La carta, en su difuso estilo, plagada de noticias de acá y de allá, de referencias diplomáticas y de rumores de intrigas, vino a parar en positivas promesas. «Dentro de quince días le mandaré a usted millón y medio. El mes próximo podré mandarle otro tanto, y si puedo más, más». Hablábale de remesas de vestuario y calzado, de arreglo de hospitales. Exponía también planes estratégicos que a él se le ocurrían. «Respetando su iniciativa, le diré que si usted lograra ocupar el Baztán con quince mil hombres, podría atacar a los facciosos por retaguardia... Eso usted verá...».

Concluía ofreciendo remesarle nueve millones antes de tres meses, y manifestaba viva intranquilidad por la lentitud de las operaciones. Aplicando a todo su febril genio de travesura y arbitrismo, habría querido que Córdoba moviese en tres días su grande ejército, que desalojase a los carlistas de sus formidables posiciones, que los arrollase, que los deshiciese, dispersando a unos, matando a los más, y cogiendo prisionero a Don Carlos con toda su trashumante Corte. ¡Qué hermoso sería esto, y con cuánto desahogo podría dedicarse entonces el Presidente a la reforma del país, que era su ilusión, su sueño!... Pero ¡ay!, al llegar a este punto, cruelísima duda le asaltaba. Si Córdoba obtenía   —130→   una victoria rápida y decisiva, cortándole de una vez a la hidra todas sus patas y aplastándole la cabeza, Córdoba y no otro había de emprender y realizar la salvación de la infeliz patria. Buen tonto sería, juzgando el caso con el criterio genuinamente español, si siendo él el vencedor guerrero, dejaba a otro la gloria de la campaña política. Lógico era, no obstante, que el militar allanara el camino, y que el civil marchase por él desembarazadamente hacia la victoria política y social. Pero aunque poco ducho aún en artes de gobierno, D. Juan de Dios conocía la historia, más por lo que había visto que por lo que había leído, y no ignoraba que, en nuestra tierra de garbanzos y pronunciamientos, el guerrero victorioso es el único salvador posible en todos los órdenes.

Terminada la carta, vagó su mente en aquel meditar triste. ¿Quién salva, quién no salva? ¿Sería un error suyo gravísimo haberse creído capaz de fundar una nación grande y rica sobre las ruinas de las facciones deshechas y de las banderías sojuzgadas? De Londres había salido con esta ilusión; con ella entró en Madrid. Sus entrevistas con la Reina Gobernadora la confirmaron. El entusiasmo patriótico, la fe en sí mismo y en la eficacia de sus manejos se avivaron cuando Su Majestad le encargó del teje-maneje gubernamental. Ya tenía la máquina en su mano. Ya era dueño de sus iniciativas. ¿No podría desarrollar libremente sus ideas, aplicar su voluntad potente a la grande obra?

  —131→  

Las cosas, y más que las cosas las personas, enfriaron su entusiasmo al mes de gobierno. Cierto que le ayudaba la opinión vocinglera; pero las principales figuras políticas no hacían nada en su favor. Los adictos de fila pedían destinos y actas, y esperaban que el jefe lo diera todo hecho. Los contrarios aparentaban una calma prudente, tras de la cual D. Juan de Dios creía sentir el sordo roer de las conspiraciones. Aún no había perdido la confianza en sí mismo; seguía creyendo en su papel providencial; pero ya le anunciaba el corazón que la empresa no era coser y cantar, y que tendría que tragar mucha quina antes de rematarla dignamente.

Conferenció con Galiano, a la hora convenida, sobre asuntos electorales; con Saavedra, sobre la probable benevolencia de los moderados Toreno y Martínez de la Rosa; con Olózaga, para ver de que las sociedades secretas hiciesen entender a las Juntas que había llegado la hora de poner fin a la bullanga, pues en Palacio comenzaban los infalibles síntomas de desconfianza y miedo. De esto le había hablado aquella misma tarde D. Fernando Muñoz, dándole una prueba de verdadero aprecio. Y, francamente, no había que esperar ninguna ventaja política, mientras no se diese a toda la gente de allá, real o morganática, una plácida confianza y un sueño tranquilo. Con Williers habló de asuntos diplomáticos y de eso que tiempo ha viene siendo la constante pesadilla de los pueblos débiles: la actitud de Inglaterra. Mendizábal   —132→   era muy afecto al leopardo, y esperaba un apoyo más positivo que el de la prometida legión. El astuto representante de la Gran Bretaña repitió a nuestro Ministro sus recomendaciones de siempre: refrenar la anarquía, no temer la libertad practicada dentro de las leyes, poner en funciones regulares el Parlamento, acudir a la guerra con toda clase de recursos, y trazar las grandes líneas del porvenir efectuando la venta inmediata de toda la propiedad territorial de las Órdenes religiosas.

Cerca de la una, Mendizábal se quedó solo; mas no se resolvió a retirarse a su casa, porque el aposento ministerial le retenía, le agasajaba; temía dejarse allí las ideas si se iba, y con sus ideas la ilusión risueña y querida de salvar al país y hacerlo dichoso. No menos de media hora estuvo paseándose de un ángulo a otro, a la luz ya mortecina de los quinqués, entre los retratos de personas reales o de eminencias políticas: la Reina Amelia, clorótica y triste; Fernando, sanguíneo y echando a borbotones la perfidia por sus ojos de fuego, el sarcasmo por su belfo labio... más allá, personajes de peluca que habían gobernado la Hacienda y la Marina: Patiño, Ensenada; en un ángulo Riperdá, con su risa ladina; en otro Macanaz, con su hermosa cabeza poblada de ricitos.

Cansado de pasearse, Mendizábal sacó de su pupitre varios papeles, cartas que aún no había leído, de esas cuyo escaso interés se adivina por el sobrescrito, y que se dejan sin   —133→   abrir por no desperdigar la atención; otras de letra bien conocida, que, positivamente, no eran de asuntos ministeriales, más bien pretensiones ridículas, jaquecas, extravagancias, anónimos quizás, llenos de injurias repugnantes, o denunciando algún proyecto terrorífico de las logias masónicas.

Era hombre D. Juan que a lo mejor transportaba toda su atención de lo grave a lo menudo, como espíritu aventurero, que gozara en suponer la existencia de cosas grandes, escondidas de un modo carnavalesco detrás de cualquier insignificancia. Su imaginación le llevaba a la puerilidad. Creía fácilmente en las posibles emergencias de sucesos importantísimos, efecto enorme engendrado por la menor cantidad posible de causa. No estaba exento su espíritu de superstición: esperaba bienes repentinos, no anunciados por la lógica; temía desventuras abrumadoras, caídas como el rayo, sin el antecedente natural de errores determinantes.

En aquella hora de calma y soledad, aplicando a los objetos secundarios más bien la curiosidad que la atención, fijose primero D. Juan en una cuenta de zapatero; después pasó la vista por un plan en que anónimo arbitrista ofrecía saldar toda la Deuda de España con una simple combinación de cifras; leyó en seguida una carta procedente de Londres, escrita en español de colegio inglés. En la primera carilla, una mano trémula había trazado quejas melancólicas, reproches agridulces; en la segunda, se lamentaba   —134→   de un olvido semejante, de abandono; en la tercera, formulaba con indecisa escritura una protesta de firme constancia a prueba de desdenes, y en la última, pedía dinero. En la postdata suplicaba se le mandase inmediatamente orden contra la casa Tal... Esta epístola y los documentos anteriores fueron a parar, en pedazos, a la cesta de los papeles inútiles. Cogió luego otra carta, cuyo sobrescrito era un puro adefesio, y abierta, leyó con no poca dificultad: «Señor D. Juan excelentísimo: Por encargo de la señora Doña Jacoba Zahón, que permanece enferma en cama, le digo cómo la ropa de la niña importa mil setecientos y veinte y dos reales efectivos, que hará el favor de remitir a la mayor brevedad, para atender a las urgencias. Pues ha de saber que se debe lo del maestro de piano y baile viceversa, con lo demás que había pendiente del coste del mes pasado inclusive, y son por junto naturalmente trescientos y doce reales netos, con lo de medicinas trescientos ochenta y ocho. Doña Jacoba espera le suministre pronto la suma total de los expresados líquidos reales de vellón, como débitos naturales, y me encarga conjuntamente le diga que le besa las manos, y que tendrá el honor de visitarle en cuanto se alivie de sus reumas achacosos. Dios guarde a usted, excelentísimo, años muchos, y mande a su servidor, que lo es -Cayetano Lopresti».

Suspirando fuerte, señal inequívoca de lo desagradable del asunto, cogió la pizarrita   —135→   en que anotar solía las obligaciones perentorias del día siguiente, ya fuesen políticas, ya del orden familiar y privado. Media pizarra estaba escrita ya con diversos recordatorios de varia importancia: «circular intendencias... ver Argüelles, proyecto electoral... recuento de frailes... relaciones de monjas... escribir Duque de Broglie...». Con mano enérgica, fruncido el ceño, apuntó debajo: «Asunto Negretti... Din. jor. (que quería decir: mandar dinero a la jorobada)».

Guardó unos pasteles en las gavetas; recogió otros, metiéndoselos en el bolsillo; tiró de la campanilla. El sonido lejano de esta produjo la aparición de un portero que surgió de entre los pliegues de la cortina. «Mi capa... el coche» dijo Su Excelencia dando pataditas en la alfombra, que aún era de verano. Se le habían enfriado los pies, calzados con zapatito mujeril.

Y con esto se fue Mendizábal a su casa de la calle de San Miguel. Durmió mal. Volteaba el cuerpo entre las sábanas, y en su cerebro enardecido por el trabajo se torcían las ideas y se enlazaban como queriendo formar una trenza: «Ley electoral... ¡Pobre Negretti!... La guerra... ¡Pero esa niña, esa fastidiosa niña... esa guerra, esa maldita guerra!...».



  —136→  

ArribaAbajo- XIV -

También el bueno de Calpena durmió mal, a causa de los sobresaltos de su amor propio, que aquella noche, al volver de la oficina, había sufrido nuevos golpes. La última carta de la mano oculta revelaba un espionaje fastidiosísimo. Era en verdad humillante no poder dar paso alguno de que no tuviera conocimiento la persona que le protegía. Cierto que agradecía la protección; pero habríala estimado más, si no significara para él la pérdida de toda la libertad. Al día siguiente, el anónimo corresponsal mostró detallado conocimiento de cuanto al señorito le había ocurrido en la oficina: le reprendió por la compañía del tísico Serrano; le incitaba a frecuentar menos los cafés y más la sociedad, pues en aquellos adquiriría hábito de grosería y desparpajo, y aprendería en ésta la finura y distinción de un perfecto caballero.

«Hijo mío -decíale D. Pedro, resueltamente conforme con las opiniones de la incógnita-, no te importe esa vigilancia, que puede ser algo molesta, pero que sin duda te apartará de muchos peligros. Frecuenta la sociedad, pues ya tienes relaciones que te introduzcan en casas decentes, donde hallarás   —137→   exquisito trato, buen comer y placeres honestos. En fin, te conviene mejorar el terreno. Es la única manera de irnos librando de este maldito romanticismo que pretende volvernos locos. No desobedezcas a quien quiere llevarte a la regularidad, a la buena escuela de tu padrino D. Narciso».

-Pues le diré a usted con franqueza, mi querido Hillo: la falta de libertad que me resulta de esta subordinación cargantísima a un poder misterioso, a un poder benéfico, lo reconozco, pero enteramente inquisitorial, a estilo veneciano, produce en mí un vivo anhelo de evadirme de tan enojosa tutela. No sabe usted cuánto deseo hacer algo que resulte ignorado por mi anónimo gobernante. ¿Por ventura, el servicio de policía que ha organizado para vigilarme ha de ser tan perfecto que no pueda yo burlarlo, siquiera para probar la habilidad con que lo burlo? En la oficina hay ojos que me observan; aquí, en casa, no digamos; en la calle, en el café, en los teatros, en las casas que visito, ya sabe usted lo que pasa. No respiro sin que allí lo sepan. Pues yo quisiera respirar a mis anchas, y decir: «te fastidias, que no lo sabes».

En el curso de Octubre fue introducido el venturoso mancebo por Mesonero Romanos en casa del médico Rivas, padre de tres niñas preciosas, muy saladas: Marianita, Mariquita y Juanita, conocidas en el mundo poético por Laura, Silvia y Rosaura, con que las designaban sus novios o pretendientes (en   —138→   aquel tiempo se solían llaman amantes), que eran poetas de lo más granadito entonces. Las chicas, eso sí, descollaban por su picante belleza, así como por su ingenio; una de ellas también versificaba, otra pintaba, y las tres hacían en el canto y baile angélicos primores.

Recibido en palmitas fue Calpena en la casa del ilustre médico, y a la segunda noche echó de ver que la mayor de las niñas le gustaba extraordinariamente. A la noche tercera hubo de entender que era correspondido: a las miradas flamígeras siguió el tiroteo de florecillas verbales, y alguna breve y ardorosa promesa. Al fin de la semana, ya corría de sala en sala la opinión de que eran novios. Pero ¡ay!, el domingo recibió Calpena la carta anónima con el siguiente réspice: «Niño, me desagradan lo que no puedes figurarte tus revoloteos con la chica mayor del cirujano Rivas. Simple, ¿en qué estás pensando? ¿Sabes que haces un papel ridículo? Si estás ciego, caiga de tus ojos la venda. No digo que Silvia y sus hermanas no sean honestas: lo son. Pero ya en el nido de sus tiernos corazones ha batido sus alitas otro amor...».

-¡Oh, qué figura tan linda! En el nido de sus tiernos... Adelante. Sigue leyendo.

Y Calpena, dándose a los demonios, continuaba la lectura: «Las tres tienen sus adoradores. Mesonero es el zagal de la tercera pastorcita, la linda Rosaura. En los altares de la segunda, Silvia bella, quema el incienso   —139→   de su inspiración socarrona Bretón de los Herreros. Y, por último, escucha y tiembla... Ventura de la Vega, tu amigo, ese que te recita sus versos en el café para que convides a toda la partida, es el dichoso amante de Laura; la misma noche que os cantó la niña el aria de Elisabeth, del maestro Caraffa, quedó concertado entre Ventura y los padres encender pronto la antorcha de Himeneo... Con que ya ves...».

-¡Qué elegancia de estilo: encender la antorcha!...

Concluía la carta con observaciones de otro orden, y la noticia de que ya se habían dado los pasos para redimirle de la quinta de cien mil hombres, mediante el pago de cuatro mil reales. En la del siguiente día se le ordenaba que no volviese a la tertulia del cirujano; que no pensara más en la bella Laura, y que procurase meter la cabeza, pues relaciones iba ganando para ello, en casas de más categoría, en los dorados salones aristocráticos. «Mira, tontín: Roca de Togores, que es un chico muy introducido, puede llevarte a casa de Campo-Alange, y el almibarado Clemencín (llamémosle D. Agapito) a casa de Castro-Terreño».

-Ya ves -decía Hillo cayéndosele la baba- con qué seguro dedo te marca tus altos destinos. Pero, tontín, digo yo ahora, ¿cómo has podido figurarte que te íbamos a permitir entroncar con la hija de un cirujano? ¡D. Fernando Calpena unido en desigual coyunda con una simple Laura, sin más títulos   —140→   que los ovillejos que le endilgan poetas chirles!... No, hijo, tú no puedes encender la antorcha sino con damas de otro cuño; y aunque pienso que no habrá en Madrid las hijas de duques o archiduques que te corresponden, sigue por de pronto el consejo que te da quien darlo puede, y mete la cabeza en las áureas viviendas de los Abrantes y Veraguas, de los Oñates y Medinacelis.

Refunfuñando, Fernandito concluía por someterse a todo, y a fines de Octubre le introdujo un amigo (no se sabe fijamente si fue Ros de Olano o Miguel de los Santos Álvarez) en las casas de Almodóvar y de Campo-Alange. En la primera de estas mansiones conoció a una beldad fría y correcta, hija de un aristócrata, que era al propio tiempo general poco afortunado, la cual cautivaba a cuantos la veían, no sólo por su marmórea belleza, exenta, eso sí, de toda gracia, sino por su ingenio. Educada en Francia, se traía lecturas varias y admiración muy redicha por Chateaubriand, De Jouy y otros coetáneos, siendo también algo versada en Racine, Marmontel y Madama Genlis.

Con ella platicaba Calpena: notaba este que su conversación y figura eran del agrado de la marmórea, de lo cual vino que él también se sintiese cautivado por la linda estatua, y aun que se lo hiciese comprender en delicadas perífrasis. La oculta mano escribió: «Bien, bien, caballerito: ese es el camino. Recomiendo, no obstante, moderación, pausa, fino pulso, y no lanzarse con demasiados   —141→   ímpetus por un terreno que, a tus inexpertos ojos, parecerá llano, y no lo es. En él hay asperezas y obstáculos enormes, que tú no ves, pobre niño. Habrás notado que nuestra sociedad es la más democrática del mundo, y que en las casas más linajudas no se niega el pase a ninguna persona bien vestida. Para recibirle y agasajarle, a nadie se le pregunta quién es, ni de dónde viene, ni a dónde va. Yo creo que tanta franqueza no conduce a nada bueno. Por más que sólo sea aparente, esa igualdad significa que nuestra aristocracia pierde el sentido de su misión y no sabe conservar el orgullo castizo, el cual sería un baluarte contra las confusiones que se anuncian, y que traerán un desquiciamiento social. Perdona mi pedantería».

-¡Por San Cucufate!, no es pedantería -exclamó D. Pedro palmoteando-, sino profundísima filosofía de la historia. Sigue.

-«Esa igualdad es un mal síntoma, y nada más por ahora; una forma de cortesía tolerante... En el fondo, en los hechos, no hay tal igualdad. Por eso, al notar muchos que te aproximas a la marmórea, empiezan a preguntar: ese Calpena, ¿quién es? ¿De dónde ha salido ese barbilindo?... Y ya verás, ya verás cómo empiezan pronto los desdenes, las envidias... Para que nada de esto ocurriese y tus caminos fuesen llanos, sería preciso que en aquella misma esfera hubiese personas que evidentemente te protegieran, que respondiendo de ti, dijesen a quien deben decirlo:   —142→   ese pobrete es digno de la niña, y cuando sea preciso demostrarlo se demostrará. Si ahora te digo que la estatua erudita, lectora de Chateaubriand y aun de Destut-Tracy, heredará tres millones y medio, no lo hago porque veas en la riqueza un incentivo a tu inclinación, no Ese Don Nadie no busca un enlace de conveniencia, ni necesita los millones ajenos, porque es de los que, por su gran mérito, pueden permitirse la libertad de ser pobres».

-¡María Santísima, qué frase!... Adelante.

-«De ser pobres... Te hablo de la presunta riqueza de la niña de mármol, para que sepas que tu marcha por ese camino ha de ser muy disputada. Pero no te acobardes. Sobre que tú no sabes si tendrás aún medios de apedrear con doblones a los que ahora hablan de tu nulidad y pobreza, sigue adelante, y no veas en la preciosa damisela más que su educación cristiana, la hidalguía de su familia y de su nombre, su honestidad, su talento instruidito, sus condiciones, en fin, de grandísimo precio, y las virtudes y méritos de sus padres, pues aunque el pobre General nunca ha sabido mandar cuatro soldados, eso no quita para que sea excelente persona, muy atenta a sus intereses; y en cuanto a su madre, bien sabes que no hay en Madrid quien la aventaje en nobleza y virtudes... No escribo más. Me duele la cabeza. ¿Pero qué importa si el espíritu está gozoso?».

  —143→  

Mucho dio que pensar a Calpena el contenido de esta carta, y tanto se entusiasmó Don Pedro oyéndola leer, que casi casi se le saltaron las lágrimas. «¿Ves, ves -le dijo- cómo yo tenía razón? Y que ha de ser una mujer de inaudito mérito esa marmórea chica. ¡Vaya que leer a Destut-Tracy!... ¡Y qué guapa será!... Hombre de Dios, un día iremos de paseo al Prado, a ver si la encontramos para que me la enseñes. Ya me figuro su belleza, su dignidad, su mirar grave, como de la diosa Minerva, su andar majestuoso. Bien, hijo, bien. Ese es el camino, ése... Y ya sabes, dejaré de ser tu amigo y mentor... si... Ya sabes mi tema: hay que rematar la suerte».

En tanto, Calpena continuaba prestando su servicio de secretario particular del primer Ministro, muy a gusto de este, al parecer, pues cada día le fiaba epístolas de mayor delicadeza, aun aquellas que contenían algún secretillo político, o en que desahogaba en la confianza de un buen amigo el recelo que en él iban despertando las dificultades de su magna empresa.

Por aquellos días ya no iba Fernandito a los cafés, y esquivaba todo lo posible la sociedad del tísico Serrano, cuyo pesimismo había llegado a serle odioso. Dos veces fueron juntos al teatro. Dábale Serrano los nombres de todas las personas que en palcos y butacas veían, sin que de esto pudiese sacar ninguna luz el aburrido joven. Y como a cada nombre que el tísico decía agregaba comentarios   —144→   injuriosos, pues para él no había mujer honrada, ni madre que no vendiese a sus hijas, ni esposa que no imitara la conducta aleve de la señora de Oliván, Calpena no quiso más tal compañía, ni aquella erudición tan mentirosa como terrible.

Con Milagro, su compañero de secretaría, sí que hizo buenas migas Calpena, y en los cortos ratos libres platicaban de política o literatura contemporánea, que el viejo conocía medianamente, o bien de cosas familiares y domésticas. Todo franqueza y espontaneidad comunicativa, Milagro contaba los refunfuños y genialidades de su mujer, las bataholas de sus chiquillos menores, y las gracias habilidosas de sus dos niñas. «Es ridículo -decía- que a una persona como usted, introducida en la mejor sociedad, le invite yo a venir a pasar un rato en mi humilde casa, donde todo es pobreza... también alegría, eso sí... Pero yo creo que habría de gustarle oír tocar el arpa a mi hija María Luisa, discípula de Fagoaga, gran discípula, para que usted lo sepa... y el instrumento es de lo mejor que ha fabricado D. Tiburcio Martín, plazuela de Matute... Ni le desagradaría a usted echar un parrafito con mi hija segunda, Rafaela, que sabe francés y me ayuda a traducir Mujeres célebres. Lee todo lo que cae en sus manos, y ahora está agarrada noche y día a la Corina de Madama Stäel... Y en casa puede usted ver a una notabilidad, un chico poeta de mi pueblo, Chiclana, que aunque soldado de la última quinta,   —145→   hace versos como los ángeles; sólo que es tan corto de genio y tan para poco, que cuesta Dios y ayuda hacerle leer lo que escribe. Se llama Antonio Gutiérrez, y ha compuesto un dramita que titula El Trovador o cosa así, y en casa nos ha parecido tan bueno, que yo mismo se lo he llevado a Guzmán para que lo lea, a ver si a él o a Carlos Latorre les da la ventolera de representarlo. Otro chicarrón va por allí, Pepe Díaz, que también hipa por la poesía y el teatro. No les falta más que apoyo, protección, y aquí, ya se sabe, no la hay más que para los necios enfatuados. Yo les digo: «Hijos míos, no os acobardéis, que a falta de otros protectores, aquí me tenéis a mí... ¡Milagro será que no os saque adelante Milagro!... je, je...».

Cortés y agradecido Calpena, declaró que con mucho gusto aceptaría la invitación, visitándole una de las noches que tuviera libres. Al mismo tiempo recordó el conocimiento de Milagro con Doña Jacoba Zahón, añadiendo que para esta señora había traído de Francia un encargo que aún se hallaba en su poder. Por voluntad expresa del remitente, no lo entregaría más que a la misma persona a quien venía destinado, y esta debía presentarse a recogerlo.

«Seguramente -dijo Milagro- es una caja de pedrerías... ¿Por qué se asombra usted? La Zahón comercia en diamantes y perlas. La casa es muy conocida: Zahón y Negretti, calle de Milaneses. Hoy, por muerte de Zahón, se ha quedado al frente la viuda,   —146→   para quien algunas noches trabajo, escribiéndole la correspondencia y poniéndole las cuentas en orden».

-No puede ser caja de piedras preciosas lo que traje y aún conservo -observó Calpena-, pues no habían de tardar tanto en recoger cosa de valor grande. ¿Acaso comercia esa señora en pedrería falsa?

-No, señor... Todo lo que compra y vende es de la mejor ley. Si no ha pasado Doña Jacoba a recoger su encargo, será porque ha estado enferma, o porque no tiene noticia exacta de la persona que lo ha traído.

-Debe de tenerla, porque al día siguiente de mi llegada, escribí a Olorón dando cuenta de mi domicilio. Por cierto que me dijeron que esa señora es jorobada.

-Cargadita de espaldas... Yo le hablaré del caso, y nos iremos a su casa si ella no puede salir. Verá usted una mujer lista y estrafalaria, genio desigual, mañas de urraca, agudezas de lince, toda uñas, toda desconfianza...

-Pues yo había creído que el paquete que traigo es de cartas o papeles políticos. Dígame usted... aquí en confianza, ¿esa señora conspira?

-¡Conspirar la Zahón...! -dijo Milagro perplejo-. No..., que yo sepa, no... ¡Conspirar...! Para la Zahón no hay más política que ganar dinero, engañar a quien puede, y despojar a los infelices que caen en sus garras.

-Ello será como usted lo dice; pero yo   —147→   puedo asegurarle que un compañero mío de hospedaje, que anda en las logias de la casa de Tepa, supo, a los pocos días de mi llegada a Madrid, que yo había traído ese encargo, y tanto él como sus amigos López y Caballero creían, y así me lo dijeron, que el paquete era de papeles políticos y venía destinado al eterno conspirador D. Eugenio Aviraneta.

-Observe usted, amigo Calpena, que los patriotas, de tanto andar al obscuro en logias y sublimes talleres soterráneos, ven visiones, y como la policía de aquí vive también palpando tinieblas, entre unos y otros le arman a usted unos enredos que le vuelven loco. El año del fusilamiento de Torrijos vine yo de Sevilla a Madrid en galera, y no acelerada, con mi familia, pasando los mayores trabajos que usted puede imaginar. Diéronme allí un encargo para la señora de D. Vicente González Arnao, el amigo de Moratín, la cual era muy obesa y padecía de estreñimiento. Por esto comprenderá usted que el encargo era una lavativa, gran pieza, modelo recién enviado de Inglaterra. Pues no puede usted figurarse la que se armó con el dichoso instrumento, en cuanto me lo descubrieron los de la policía. No le digo a usted más sino que me costó la broma cuatro meses de cárcel, y mi mujer y mis hijos no se murieron de hambre porque les recogió un pariente de Bertrán de Lis...

-¿Y la señora de Arnao...?

-Reventó... naturalmente... Su muerte   —148→   debió ser un nuevo cargo para la Superintendencia de Policía, como verdadero asesinato... político.

Campanillazo... Acudió Milagro presuroso al llamamiento del señor Ministro.




ArribaAbajo- XV -

A los pocos momentos de quedarse solo Calpena en el despacho, entró Iglesias por la puerta interior, que comunicaba con la Secretaría. «En nombrando al ruin de Roma... No hace diez minutos, querido Nicomedes, que le recordábamos a usted».

-No sería para hablar mal.

-De ningún modo. Al contrario...

-Hace un siglo que no nos vemos, amigo Calpena. Ayer y hoy no he comido en casa. Tenemos usted y yo las horas encontradas, y lo siento, porque en estas circunstancias me conviene verle a usted con frecuencia. Por eso he venido.

-Estoy a sus órdenes.

-Ya sé -dijo Nicomedes dejando sobre la mesa su sombrero, que era de última moda, cilíndrico, enorme, un soberbio tubo de chimenea con alas planas-, ya sé que el Presidente le quiere a usted mucho... Eso se llama caer de pie. Usted es de los que se lo encuentran todo hecho. Bien haya quien tiene   —149→   el padre alcalde... Pues yo, contando con su amabilidad, venía...

-Siéntese el buen Iglesias, y dígame en qué puedo servirle.

Sentose Nicomedes, y pasándose la mano por las melenas, que eran largas y copudas, parecía inquieto, caviloso, extenuado por el insomnio y las ansiedades de la ambición.

«Quisiera que el simpático Calpena, sin faltar lo más mínimo a la reserva que le impone su cargo en la Secretaría particular... ¡cuidado, que no trato de poner a prueba su discreción...!, pues quisiera que usted me dijese si ha escrito a D. Juan Álvarez en favor mío...».

-¿Quién? Supongo que será recomendación para las elecciones.

-Justo. Pues se comprometió a escribir al Presidente, recomendándome con toda eficacia, imponiéndome más bien, quien menos puede usted figurarse.

-¿Caballero, Trueba y Cossío?

-Esos son amigos míos, y bastante tienen con manipular su elección, el uno en Cuenca, el otro en Santander. A mí me habían prometido incluirme en la candidatura de Murcia. Quiroga me aseguró que allí me votarían hasta las piedras. Luego resulta que no las piedras, sino los electores, votan a Escalante. Al fin, me refugié en Villafranca del Bierzo, donde tengo algunos elementos.

-Por ese lado, Argüelles influye, también D. Martín...

-No cuento con esos... Ofreció apoyarme...   —150→   vuelvo a decirlo, quien menos puede sospechar... En este juego de la política, los extremos se tocan. Pues me apadrina D. Francisco Martínez de la Rosa, es decir, prometió hacerlo... en virtud de concesiones mutuas que acordamos en Tepa, interviniendo por los moderados Ramón Narváez; por nosotros, mi amigo Palarea.

-Ya... comprendo... Y usted quiere saber si Martínez de la Rosa ha escrito... Lo ignoro: si algo supiera se lo diría, pues en ello no veo deslealtad. Por mi mano no ha pasado carta de D. Francisco; y si D. Juan la ha recibido, habrala contestado por sí propio.

-¿Y su compañero de usted, ese viejo cegato...?

-No sé nada. Es hombre muy reservado.

-Bueno: desde ayer sospecho que esos malditos anilleros nos engañan. Siempre han sido lo mismo. Cuando están fuera del poder, nos buscan, nos agasajan, se arriman a la exaltación... Otra cosa: ¿No recuerda usted si entre las recomendaciones de candidatos, que hace diariamente este buen señor a Don Martín de los Heros, ha ido mi nombre?

-Tampoco lo recuerdo.

-Voy creyendo que Heros me engaña también. No puede esperarse otra cosa de quien no tiene iniciativa ni criterio para nada. Tanto a él como a Becerra les trata este señor como a criados.

-Pues mire usted -indicó Calpena esforzándose en hacer memoria-, yo tengo idea de haber visto el nombre de usted en alguna   —151→   de las cartas que me ha dado D. Juan para contestarlas...

-A ver si recuerda, hombre, a ver si recuerda... -dijo Iglesias aproximando su silla para poder hablar en voz más queda-. ¿Sería en una carta de D. Fernando Muñoz?...

-¿El marido de la Reina? No... D. Fernando estuvo aquí una noche, y habló con el Presidente, lo que no tiene nada de particular, y por eso puedo decirlo.

-¿Y no ha pasado por aquí una carta de D. Juan Muñoz, Padre jesuita, hermano de D. Fernando? Me consta que le suplicó se interesase en favor mío la persona que le salvó la vida en el colegio de San Isidro el día del degüello, en Julio de 1834.

-Tampoco he visto carta alguna de ese señor jesuita.

-Pues no dudo que su hermano habrá dicho algo a Mendizábal. Sepa usted que en Palacio, de tiempo en tiempo, echan una mirada a la exaltación, y nos halagan para que no extrememos la guerra. Decididamente hemos vuelto la espalda al señor Dracón, que no nos sirve para nada. Ya sabe usted que en el actual momento histórico Doña Carlota y su hermana están a matar.

-No sabía... La verdad, me fijo poco en intrigas palatinas. Creo que mucho de lo que se cuenta es falso, embustes fraguados a gusto del que los pone en circulación.

-Lo que digo es el Evangelio. Están a matar... Nosotros hemos abandonado a la Carlota, y apoyando por el momento a Cristina,   —152→   trabajamos en el extranjero para evitar la protección que dan a D. Carlos los legitimistas y vendeanos. Mendizábal hace la misma política: no me dirá usted que no escribe cartas a la hermana de estas señoras, Carolina, Duquesa de Berry.

-Nada sé, amigo mío -declaró Calpena, comprendiendo al fin que debía refugiarse en la discreción, y evitar revelaciones inconvenientes.

-Pues bien: decidido a minar la tierra para ocupar el lugar que me corresponde en el Estamento, y viéndome abandonado por algunos amigos, vendido por otros, por ninguno apoyado resueltamente, he pegado un brinco horroroso, solicitando el apoyo de un legitimista francés de gran empuje, para que recabe de la Duquesa de Berry una expresiva recomendación...

-Y ese legitimista es el señor Conde de la Pommeraye, ayudante que fue del Duque de Angulema. Ha escrito a Mendizábal; pero no hace referencia a la de Berry, y se limita a dar las gracias por el reconocimiento que se le ha hecho de varias cruces concedidas el año 23, asunto que quedó suspenso por error, o por olvido de ciertos trámites...

-Me consta que a la de Berry debe el de la Pommeraye que le hayan reconocido dos cruces pensionadas. Lo sé: es amigo de mi familia. Mi tío Andrés le salvó la vida en el ataque y toma de Pasajes... Por lo visto, usted no puede o no quiere darme ninguna luz. Cada día me afirmo más en la idea de que   —153→   todos me abandonan, de que nadie se interesa por mí... ¡Y esto le pasa al hombre que ha consagrado toda su inteligencia, su vida toda, a la idea revolucionaria, a la redención de este pueblo... ¡Mátese usted, reviéntese, padezca hambres y persecuciones por la regeneración de un país, por ennoblecerle, por desasnarle, por sacarle de las uñas de la feroz tiranía... y cuando cree recibir el premio de su servicio, cuando usted humildemente dice a ese país: «Dame tu representación, dame tus poderes, pues quiero desgañitarme en tu defensa», vese usted desatendido, menospreciado, tratado como un loco... ¡Oh, esto no puede ser, esto clama al cielo!

Dio un porrazo en la mesa el iracundo Nicomedes, y se levantó, irguiéndose con fiera majestad y sacudiendo la melena. Quiso calmarle D. Fernando con frases de esperanza: «No desmaye usted tan pronto. Si no es ahora, otra vez será».

-Lo mismo me dijeron en las primeras Cortes del Estatuto... No, no he nacido yo para vestir imágenes... ni aun la imagen de la Libertad. No, ya no espero nada... La culpa tiene quien se desvive por sus ideas, olvidando que ha nacido en la tierra de la ingratitud... Créame usted, los carlistas lo entienden. Van tras de su objeto espada en mano; persiguen la realidad a sangre y fuego. Esos no se andan con remilgos, ni fían su éxito a las amistades, ni a los hinchados discursos, ni a recomendaciones impertinentes. ¡Hierro, y nada más que hierro!... Mientras   —154→   nosotros no hagamos lo mismo, no iremos a ninguna parte.

Y cogiendo el enorme sombrero con tanta violencia, que a punto estuvo de romperle el ala (¡lástima grande, pues lo había comprado aquel día!), se lo encasquetó sobre la melena, diciendo: «Yo le aseguro a usted, querido Fernando, que me la pagan... ¡vaya si me la pagan!...».

Despidiéndole en la puerta, tuvo Calpena una idea feliz: «¿Por qué no se decide usted a hablar con el propio Mendizábal? El llanto sobre el difunto. Pídale usted audiencia ahora mismo».

-Ya hemos hablado... Me recibirá muy atento. A buenas palabras no le gana nadie. Pero todo se queda en agua de cerrajas... Déjele usted... déjele. Fracasará por no rodearse de los verdaderos patriotas... Morirá a manos de los santones... ¡Que muera, que se hunda!...

En aquel punto entró Milagro con un puñado de cartas, y preguntándole Calpena si el Presidente estaba solo, dijo que en aquel momento acababan de entrar D. Agustín Argüelles y D. Ramón de Calatrava.

«Ahí tiene a todo el santonismo -dijo Iglesias con sarcasmo-. Vienen a tomarle medida del féretro... y a cortarle los pies bonitos para que quepa... Es muy grandón D. Juan Álvarez Mendizábal... Pero quizás lo que le sobra no es por abajo, sino por arriba... Señores, conservarse».

No pudieron entretenerse los dos amigos   —155→   en conversaciones, porque al punto se enfrascaron en el trabajo, que no era flojo aquel día. Milagro dio a su compañero algunas cartas, indicándole el sentido de la contestación, y al instante humilló su flácido rostro, paseando la punta de la nariz sobre el papel, al propio tiempo que la pluma. Contestó Calpena varias cartas de pura cortesía, de esas que no dicen nada y formulan vagas promesas, con arreglo al patrón usual en las secretarías familiares de los señores Ministros. Toda la tarde se la pasó el de Hacienda en conciliábulos con prohombres, en firmar asuntos importantísimos de Deuda, de Aduanas, algunos nombramientos, y en repasar el proyecto de discurso que había de leer la Reina en la próxima apertura de los Estamentos. A última hora llamó a Milagro. Dejando a un lado la política y apartando de sí todo el papelorio que delante tenía, se dispuso a despachar un asunto privado, que sin duda le causaba inquietud y fastidio, a juzgar por el tono con que dijo a su escribiente: «Otra vez esa pejiguera. Oiga, señor Milagro: mañana me hará usted el mismo favor del mes pasado».

-A las órdenes de Vuecencia.

-Nada: que esa maldita jorobada, que Dios confunda, ha vuelto a pedirme dinero. Y no tengo más remedio que mandárselo, aunque voy pensando que hay en esto mucho de socaliña... ¡Pobre Negretti! Como usted la conoce y trabaja en su casa, me hará el obsequio de llevarle esta cantidad que me   —156→   pide... Vea usted qué letra y qué estilo... Cuide de hacerle firmar el recibo en la misma forma de la otra vez... «He recibido del Sr. Tal... testamentario del Sr. Negretti... la cantidad de tal, importe de alimentos y demás de...».

-Descuide Vuecencia...

-Es un asunto que me desagrada, y en la posición que ahora ocupo, francamente, no me convienen estos tratos, aunque, bien mirada, la cosa es sencillísima, y nada tiene de particular... Usted, como buen gaditano, conocería al pobre Negretti.

-Sí, señor... Tratante en pedrerías y en metales preciosos. Si no recuerdo mal, era corso.

-No: hijo de padre corso. Oiría usted contar que en uno de sus viajes a Inglaterra conoció a la Montefiori. ¿Sabe usted quién era? Una mujer de historia, muy guapa, francesa o italiana, no lo sé a punto fijo, ni creo que lo supo nadie.

-Algo me contaron...

-A lo tonto, a lo tonto, empezando por galanteos de esos que allí, como en París, son la aventura de un día, o de una semana, sin consecuencias, Negretti se enamoró perdidamente de aquella prójima... Y a tanto llegó la ceguera del hombre, que se casó con ella. Crea usted que el día que me lo dijo, por poco le mato. De nada valieron los consejos, las exhortaciones de sus buenos amigos. Jenaro sentía el vértigo, y se arrojó a la sima.

  —157→  

-Ya, ya recuerdo la historia... Su mujer murió.

-Asesinada, al salir de un baile en Vauxhall, un sitio que hay en Londres, a donde concurre todo el mujerío... ya me entiende usted...

-Comprendo... mujeres guapas... pues... Esa señora dejó una niña.

-Que recogió Negretti, poniéndola en casa de los Montefioris de Halton Garden, una calle de Londres donde está todo el comercio de pedrería. A la muerte de Jenaro, la niña, por disposición testamentaria de este, fue puesta al cuidado del Montefiori de Mallorca, y luego de Zahón y Negretti.

-Y ha quedado al fin bajo el poder de Doña Jacoba, donde ahora se halla. La conozco, señor.

-¿Qué tal es la chica? No la he visto desde que tenía tres años.

-Señor -respondió Milagro dando un suspiro-, Aurorita es preciosa...

-Sale a su madre, que era una divinidad -dijo el gran Mendizábal. Y se le encandilaron los ojos cuando repitió-: Es preciosa la niña...

-Pero muy revoltosa, señor... el carácter más desconcertado que Vuecencia puede imaginar.

-Tiene a quien salir... Pues bien, Negretti dejó en mi poder todo su dinero... No crea usted, pasa de un millón de reales lo que tenía, y con su fortuna me dejó el encargo de atender a la chiquilla durante su menor   —158→   edad... Ello es enojoso, mayormente hallándose la joven en poder de los Zahones, de quienes tengo malas noticias.

-Puedo asegurar a Vuecencia que la niña de Negretti está muy mal educada y tiene los demonios en el cuerpo; pero merece vivir en mejor compañía, y yo sé que no ha de faltar quien la cuide, con el emolumento que percibe la urraca de Doña Jacoba.

-Autorizado estoy -indicó D. Juan Álvarez, distrayéndose ya de aquel asunto y empezando a pensar en cosas de más importancia-, para confiarla a otras personas de la familia; y si averiguar pudiera dónde ha ido a parar Ildefonso Negretti, que se estableció en Bayona, también en joyería, allá por el año 26, de seguro... En fin, señor Milagro, quedamos en que llevará usted a esa señora... Vea la nota, y aquí tiene el dinero... Cuidado con el recibo en regla... Y pueden ustedes retirarse... Yo me voy también, que hoy ha sido día de prueba.




ArribaAbajo- XVI -

Acompañado de su amigo y mentor D. Pedro Hillo, fue Calpena a las últimas funciones de Toros, y a la apertura de los Estamentos, que se efectuó a mitad de Noviembre con la solemnidad de costumbre, asistiendo   —159→   la Reina Gobernadora. En la Plaza admiraron la pericia del afamado matador Francisco Montes, y el arrojo y gallardía de D. Rafael Pérez de Guzmán, oficial del Ejército, de la noble casa de Villamanrique, que había cambiado los laureles militares por las palmas toreras, y la espada por el estoque. Tomó la alternativa en Madrid en Junio del 31, y desde entonces fue la más grande notabilidad del arte en aquella década, después del maestro Montes. Con estos compartía el favor del público Roque Miranda, muy inferior a Montes y a D. Rafael en la suerte de matar, pero gran banderillero, capaz de poner pares en los cuernos de la luna.

Ya se comprende que con la compañía de Hillo en el fiero espectáculo aprendió Calpena, no sólo los terminachos, sino las reglas del toreo, adquiriendo el placer de la lidia. Algunas tardes convidó también a Milagro, grande y antiguo aficionado, sólo que la cortedad de su vista no le permitía enterarse bien de lo que pasaba. Hiciéronse amigos Hillo y D. José, y su amistad se consolidaba, lo mismo por la comunidad de afición que por la diferencia de criterio en el juicio de las suertes. Si coincidiendo, simpatizaban, disputando como energúmenos simpatizaban y se querían más. Entre los dos sentábase Calpena en el tendido, y a menudo tenía que intervenir para aplacar sus bulliciosos ardores de controversia. Era Hillo devotísimo adepto de la escuela rondeña, y el otro de la sevillana; enaltecía el clérigo el arte propiamente   —160→   dicho, la destreza en el engaño, la burla ingeniosa del peligro, la distinción, la postura, la gallardía de la figura toreril delante de la fiera; encomiaba Milagro el valor, la brutal acometividad sin remilgos, mirando más a la eficacia de la suerte que al afán de pintarla y hacer arrumacos. Eran, pues, el uno clásico, romántico el otro. Disputaba Milagro por temperamento bullanguero y por llevar la contraria. Hillo, firme en el dogma rondeño, lo sostenía con seriedad, digna de una tesis escolástica. Tan pronto se arrancaba Milagro a sostener que D. Rafael era un chambón, que debía su boga a ser de la Grandeza, como le defendía resueltamente por su coraje ciego y sin arte. Consideraba a Montes por paisano, pues ambos eran de Chiclana; pero a lo mejor se complacía en llamarle gandul o figurero.

«Pero usted, señor alma de cántaro -le decía Hillo sin poder contener su enojo-, ¿se ha enterado de lo que ha hecho ese tío en el segundo toro? Sin duda tiene usted telarañas en los ojos cuando no ha visto ese sublime arte del engaño, cuando no ha visto con qué salero se lo pasó a la fiera por delante de la cara para componerla, para quitarle los resabios adquiridos durante la lidia, para igualarle... ¿O es que usted no sabe lo que es igualar al toro?... ¿Sabe acaso distinguir los pases? Para usted es lo mismo el natural que el redondo, el cambiado y el de pecho».

-Lo que le digo a zumercé -afirmó Milagro al concluir la lidia del tercero-, es que   —161→   este pase de pecho de D. Rafael no lo hace mejor el Verbo Divino.

-¡Pero si ha sido una gran patochada! ¡Usted no lo entiende! ¡Si no estaba perfilado D. Rafael cuando se le vino el toro encima, y en vez de adelantar el brazo de la muleta hacia el terreno de afuera en la rectitud del toro, lo que hizo fue...!

-Usted sí que no lo entiende. D. Rafael no movió los pies...

-¡Pero si parecía un bailarín!

-Le digo a usted que no. Me han salido los dientes viendo matar toros. D. Rafael se estuvo quieto hasta que llegó la res a jurisdicción.

-¡Pero si no llegó a jurisdicción...! ¡Por San Cornelio, que no!... Y el animal no tomó el engaño; y D. Rafael, con más coraje que conocimiento, en vez de darle salida por la derecha, se la dio por la izquierda, y no supo empaparle. Total, que cuando la res dio el hachazo...

-No hubo tal hachazo.

-Le digo a usted que sí...

-Pues, hijo, si Su Reverencia entiende de decir misa como de toros, lucida está la santa Iglesia.

-Quien no entiende una palotada sois vos.

-Paz, paz -les decía Calpena-. No se peleen por un golletazo de más o de menos. Tan difícil es matar bien un toro como gobernar a un país. Tanto mérito tiene el que se pone entre los cuernos de una fiera, como el que se cuadra ante las astas de una nación   —162→   querenciosa. No disputemos, y aplaudamos a todos.

Salían tan amigos, y hablando de política, el clérigo y el funcionario confundían sus respectivos criterios en un escepticismo zumbón. Fueron también, como se ha dicho, a la apertura de las Cortes, en el Estamento de Procuradores, que tenía por alojamiento provisional la iglesia de Clérigos menores, (Carrera de San Jerónimo), convertida en redondel parlamentario. Aunque el día no era apacible, la multitud se agolpaba en las calles por ver a la Reina y su Corte, y por admirar el lujo de corceles empenachados, los lacayos y cocheros a la Federica, las carrozas de concha y marfil, y todo el elegante barroquismo que constituye el ceremonial palatino de calle. La hermosura de la Reina, su gracia y gentileza eran tales, que ante la realidad se achicaban las hipérboles que a su paso se oían. Vestía de negro. Su peinado de tres potencias, con la real diadema y el velo blanco que graciosamente le caía sobre los hombros; la pedrería que al cuello y entre los graciosos moños de su pelo ostentaba; la majestad de su rostro; la sonrisa hechicera con que agraciaba al pueblo dirigiendo sus miradas a un lado y otro, formaban un conjunto que difícilmente olvidaba el que una vez tenía la suerte de verlo. Contaba poco más de veintiocho años, y ya su nombre había fatigado a la Historia, por las circunstancias de su casamiento, de su corta vida matrimonial, de su viudez prematura,   —163→   que puso en sus manos las riendas de una nación desbocada. Del bien y del mal que hizo se hablará en mejor ocasión. Por ahora se dice tan sólo que aquel día de Noviembre, camino de la ceremoniosa apertura, estaba guapísima. Era, sin disputa, la más salada de las reinas. Su venida fue un feliz suceso para España, y su belleza el resorte político a que debieron sus principales éxitos la Libertad y la Monarquía. Su gracia sonriente enloqueció a los españoles; muchos patriotas furibundos, a quienes las malas artes de Fernando habían hecho irreconciliables, desarrugaron el ceño. Antes de tener enemigos encarnizados, tuvo partidarios frenéticos. Difícilmente se encontrará en la Historia una Reina a la cual se hayan dedicado más versos: verdad que no todos los que se arrojaban a su paso para alfombrarle el camino eran inspirados. Lo que llamamos ángel teníalo Cristina en mayor grado que otras prendas eminentes de la realeza, y todos hallaban en ella un hechizo singular, un don sugestivo que encadenaba los ánimos. Por eso Quintana, afectando la confusión lírica, le decía:


«¿Quién te dio ese poder?... ¿De quién hubiste
La magia celestial?».



Y otro no menos famoso poeta, la saludaba de este modo:


   «¡Cuán hermosa! ¡Sus ojos celestiales
Cuán apacibles miran!
—164→
Ved en su frente pura
La majestad grabada y la dulzura;
Mirad en su mejilla
La rosa del pudor encantadora.
Al Consorte Real, que en ella adora
No menos la virtud que la hermosura,
Ved ¡cuán tierno sonríe
Su labio de coral!...».



Y fue tal la prodigalidad de epítetos dulzones, angélica, divina, divinal, dulce, amorosa, celeste, etc., que la lengua se nos hizo empalagosa, y de ahí vino que por devolverle su tonicidad y fuerza la amargaran demasiado los románticos con sus acíbares, adelfas y cicutas.

En otro orden hubo de manifestarse el mismo fenómeno de reacción. Es indudable que muchos se fueron al campo realista, no tanto por convencimiento, como porque estaban hastiados y apestados de tanta angélica Isabel, de tanta celestial Cristina; protestaban de la virilidad contra el feminismo.

Las tres serían cuando entraba la Reina en el Estamento, y si en el tránsito por las calles y Puerta del Sol los vivas no cesaban, ni las encantadoras sonrisas de la dama hermosísima, en la casa parlamentaria los aplausos y vítores fueron delirantes. Aclamando a la Gobernadora, se rendía tributo a la hermosura y a la ley, a la vida nueva, a la esperanza de un porvenir dichoso. El símbolo era tan bello, que encendía el fuego de la fe con más eficacia que las ideas. No es extraño, pues, que el historiador, o más   —165→   bien el filósofo de la Historia, se preguntara: «¿Hasta qué punto y en qué medida influyó en la suerte de España el dulce mirar de aquella Reina?». Y un faccioso del orden civil, aficionado a las grandes síntesis, consolaba a D. Carlos, años adelante, en las soledades de Bourges: «No hay que culpar a nadie, señor, pues así lo ha dispuesto el que hace las criaturas. Todo habría pasado de distinta manera, si la augusta cuñada de Vuestra Majestad hubiera sido bizca».

Nuestro amigo Calpena, colocado entre los suyos D. Pedro Hillo y D. José del Milagro, vio desde una tribuna a la hermosa Reina, y la oyó leer el discurso. Era la primera vez que la veía, y maravillado de tanta majestad y gentileza, sus ojos no se saciaban de contemplarla. Milagro, renegando de su menguada vista, no hacía más que preguntar a Hillo: «¿Y dónde está Argüelles?... ¿Y Saavedra?... ¿Y los primerizos Pacheco y Donoso Cortés?». Poco fuerte en el conocimiento de personas, Hillo las iba señalando a capricho, y a Pita Pizarro le llamaba Conde de las Navas, y a D. Antonio González le confundía con D. José Landero y Corchado.

«Ahí tiene usted al Sr. D. Juan Álvarez y Méndez, tan orgulloso que parece el czar de Moscovia... -dijo D. Pedro cuando ya se retiraba Su Majestad-. Con su pelito rizado y su fraque de última moda, es el más guapo de los que se sientan en el banco negro.

-Ya, ya le veo -manifestó Milagro, que no veía nada-. Está arrogantísimo mi jefe...   —166→   Ese, ese es el que os ha de poner a todos las peras a cuarto. Ya veréis cómo las gasta.

-Me parece a mí -dijo Hillo-, que trae buenos planes; pero no el trasteo que se necesita para ejecutarlos.

-Trasteo le sobra.

-Le falta mano izquierda.

-¡Qué ha de faltarle, hombre!

-No sabe manejar el engaño. Hay aquí ganado de mucho sentido, voluntarioso, que hace por los Ministros, y no para hasta que los engancha. ¡Pobre D. Juan!... Él ha venido por palmas, y le van a dar...

-¿Qué...?, ¿qué le van a dar?... -dijo Milagro, empezando a amoscarse.

-Nada, hombre: no se sulfure. De toros entiende usted poco; pero de este tinglado ni una patata.

-Quien no lo entiende es Su Señoría. Me han salido los dientes viendo Cortes...

-¿En dónde, alma de Dios?

-En Cádiz... en San Felipe Neri.

-Ese santo no es de mi devoción.

-De la mía sí. En mi iglesia adoramos a los patriotas y abominamos de la clerigalla.

-Paz, caballeros -dijo Calpena con gracia-. No me riñan aquí o a los dos les mando a la calle.

-Es broma.

-Jugamos, nos divertimos.

En esto salían ya de la tribuna, y empezaba el penoso descenso entre un gentío bullicioso, mareante, compuesto en su mayoría de señoras charlatanas y fastidiosas,   —167→   a quienes todo el espacio de pasillos y escaleras les parecía poco para sus faldamentas, chales y cintajos. Cerca ya de la salida, tropezaron con Edipo, el polizonte, y Calpena, que ya estaba familiarizado con su presencia en calles, cafés y teatros, le dijo, permitiéndose tutearle: «Sí, aquí estoy... No me escapo, hombre... Puedes apuntar, por si no lo sabes, que esta mañana estuve con Iglesias en el café de Solís, y que hablamos de la inmortalidad del cangrejo y de la absoluta impertinencia de los empleados de la policía».

-No voy contra usted, Sr. D. Fernandito -replicó el corchete risueño y humilde-. Viva usted mil años, para que proteja a los pobres el día que venga alguna tremolina.

-¡Lo que es a ti...! ¿A que no me aciertas dónde estuve hoy cuando salí del café de Solís?

-En la corbatería de Aguayo.

-¿Y antes de ir al café?

-En la peluquería de Cortina.

-Maldito seas, y quiera Dios que te pase lo que al Rey de teatro que te ha dado su nombre.

-Era un Rey que padecía de la vista.

-Ciego te vea yo... Bueno. Pues si me aciertas a dónde iré esta tarde, te regalo una docena de puros.

-¿De veras? Pues ya puede ir por ellos. Tráigamelos escogidos, de la fábrica de Sevilla, de a tres cuartos pieza.

-Antes adivíneme lo que haré esta tarde.

  —168→  

-No necesito adivinarlo, porque lo sé, y usted no.

-¿Y cómo es eso de ignorar a dónde voy, teniendo el propósito de ir a una parte?

-Muy sencillo. Puede que usted tenga la intención de emplear la tarde en picos pardos, y puede que haya hablado de eso con Iglesias, que es muy aficionado a las madamas. Pero aunque el Sr. D. Fernando tenga esos planes, no irá a donde piensa, sino a donde yo sé.

-Explícame eso, Edipo maldito, o aquí perece un Rey de Tebas.

-Pues... esta mañana, mientras el señor andaba de ceca en meca... fue a buscarle a su casa, tres veces, D. Carlos Maturana. Me le encontré en la calle de Peligros, y me ha dicho que tiene precisión de cazarle a usted hoy, y que le cazará, aunque sea con perros.

-¿A mí?... ¡Maturana! Sí, sí, es el pariente de mis amigos de Olorón, a quien me recomendaron. No le he visto aún, porque estaba ausente de Madrid cuando yo llegué.

-Ayer regresó de sus viajes por Italia y Suiza. Traerá relojes y abanicos... En fin, no sé... El motivo de buscarle con tanta prisa es porque usted trajo un encargo para la Zahón.

-El cual aún está en mi poder, porque esa señora, que me han dicho es muy cargada de espaldas, no ha ido a recogerlo.

-Pero va de orden suya el Sr. Maturana, no sólo por el gusto de verle a usted, sino por   —169→   llevarle a la calle de Milaneses, donde le espera con la cajita Doña Jacoba, que no puede salir. Y como el encarguito será de valor, no tiene el Sr. D. Fernando más remedio que hacer la entrega por sí mismo, y fastidiarse, y echar la tarde a perros.

-Eso no... Con entregar la caja, pedir recibo, tomarlo...

-Puede que le entretengan a usted más de lo que piensa las joyas que hay en la casa.

-No soy aficionado...

-Eso se verá... cuando lo vea... Hay brillantes, perlas, corales, de los que pintan los poetas...

Y sin decir más, dio dos palmadas a Don Fernando, despidiéndose con palabras de premura: «Con Dios... Hago falta dentro... Mucha gente, y alguna no de lo mejor».

Reuniose Calpena con sus amigos, que en la puerta hablaban con dos sargentos de la Guardia Real, conocidos de Milagro, y se fueron hacia la calle de Alcalá, rumbo al Caballero de Gracia.