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ArribaAbajo- XVII -

Exactísimos eran los informes de Edipo, y cuando llegó D. Fernando a su casa, díjole la chica de la patrona, al abrirle la puerta, que un señor que había estado tres veces por   —170→   la mañana, le aguardaba sentadito en la sala, al parecer dispuesto a no moverse de allí mientras no lograra su objeto. Minutos después hallábase Calpena frente a un sujeto como de sesenta años, acartonado y pequeñito, que llevaba muy bien su edad; mejor afeitado que vestido, pues su levita era de las contemporáneas de la paz de Basilea; el pelo entrecano y nada corto, con ricitos en las sienes, y un mechón largo cayendo hacia el cogote, como si aún no se hubiese acostumbrado a prescindir del coleto; los ojos reforzados con antiparras de cristales azules montados en plata; el perfil volteriano, el habla cascada y lenta.

«¿Con que es usted...? Bien, hijo, bien. Pues me escribió mi sobrino Felipe; pero hasta ayer no he llegado de mis correrías por el extranjero... Aquí me tiene el Sr. D. Fernando a su disposición. La verdad, poco puede hacer por usted este pobre viejo, pues desde que salí de Palacio... ya sabe usted que era yo primer diamantista de Su Majestad... llevo una vida... Sentémonos, si usted quiere... Pues perdí aquella plaza, después de treinta años de honrados servicios... y no he tenido más remedio que buscar en el comercio un modesto pasar... Ello fue... no sé si estará usted enterado... por malquerencia de esa farolona de la Carlota... la mujer del Don Francisco... otro que tal... En fin, más vale no hablar... Y usted, ¿qué me cuenta? ¿Qué tal le va por Madrid? ¿Ha conseguido que le coloquen? Ay, señor mío, esto está perdido   —171→   con tantas libertades, y la dichosa Pragmática Sanción, que fue la manzana de la discordia... Al Rey le mataron a disgustos, puede usted creerlo... Y a mí... toda la inquina que me tomaron fue por la amistad que me tenía el Príncipe de la Paz primero, y después el señor Duque de Alagón... No sé si sabrá usted que D. Pedro Labrador me llevó consigo al Congreso de Viena; sí señor... Pero estas son historias marchitas, y usted es joven, vive en lo presente, y le aburrirá esta manía que tenemos los viejos de revolver la hoja seca del pasado... En fin, vamos al asunto».

-Ello es que yo -dijo Calpena un tanto impaciente por despachar pronto- no he podido entregar...

-Ha hecho usted perfectamente. Encargos de cierta naturaleza no deben entregarse sino en la propia mano de la persona a quien van dirigidos. La mayor parte del contenido de la cajita que confió a usted Aline es para mí; el resto, para Jacoba. Esta se halla enferma con un dolor tan fuerte en la cadera, que no puede moverse.

-Iré yo a su casa, si a usted le parece bien.

-Tan bien me parece, que traigo esta comisión, con la cual mato dos pájaros de un tiro. Cumplo con Felipe, ofreciendo a usted mis servicios, y cumplo con Jacoba, llevándole el encargo, y el portador y todo, para que llegue más seguro.

Deseando abreviar, Calpena sacó la cajita,   —172→   y propuso al Sr. de Maturana marchar sin pérdida de tiempo. No deseaba otra cosa el antiguo diamantista, y se echaron a la calle, no sin que en el portal recomendase D. Carlos a su acompañante que tuviera mucho cuidado con lo que llevaba, pues Madrid estaba infestado de rateros, y al menor descuido le dejarían con las manos limpias. Procuró Calpena tranquilizarle, y asegurando bien el bulto bajo el brazo derecho, avivó el paso. Poco hablaron por el camino, y en cinco minutos se plantaron en la calle de Milaneses. «Amiguito, vaya un paso que tiene usted -dijo el vejete, fatigadísimo, al entrar en el portal-. Ya se ve... un paso de veinticinco años. Subamos ahora despacito, que por aquí no hay peligro y no vamos a apagar ningún fuego. Esta maldita escalera no tiene pasamanos, y usted me ha de permitir que le coja del brazo. Pásmese usted. En esta casa...».

Se paró en el rellano, donde apenas cabían los dos. La escalera, que arrancaba casi en la misma puerta de la calle, ascendía obscura, desigual, angulosa, como los senderos de la traición, y sus escalones patizambos ofrecían al confiado pie celadas espantosas.

«En esta casa... no, en la de al lado, trabajamos juntos, cosa de un mes, Leandro Moratín y yo. Y enfrente, en el que entonces era número 14 de la manzana 71, tuve yo el gusto de cobrar el primer dinero que gané en mi vida. Fue por unas arracadas que hicimos para la infanta doña María Josefa, el año 90... Ea, cinco escalones más y llegamos».

  —173→  

Tiró Maturana de la campanilla, y al poco rato rechinó la tapa de la mirilla con cruz de hierro. Vio Calpena unos ojos; el viejo no dijo más que «yo», después de lo cual empezó a sonar un claqueteo de cerrojos, al que siguieron vueltas de una llave, luego roce de cadenas, el caer de una barra, y aun después de todo este estruendo carcelario la puerta tardó un ratito en abrirse. ¿Era un hombre el que abría, era una mujer? Fernando no se enteró, porque si el aspecto podía pasar por varonil en la penumbra del pasillo, femenina era la voz que dijo: «D. Carlos, no le esperaba tan pronto. La señora duerme, y yo estaba en la cocina echándome unas piezas a la chaqueta... Pasen, pasen. ¿Despierto a Doña Jacoba?».

-No, déjala que descanse. Aguardaremos. ¿Y Aurorita, qué hace?

Replicó el mancebo (pues hombre era por la facha, aunque la voz de tiple lo contrario declarase), que la tal Aurorita había salido de paseo con la señora y niñas de Milagro, y con otras cuyo nombre no recordaba, hermanas de un sargento de la Guardia Real; y en tanto, abría la puerta de la sala, que más bien era tienda, por las dos mesas, con trazas de mostradores, que en ella había, y los armarios de forma pesada y robusta, cerrados con fuertes herrajes, guardando con avaricia sigilosa tesoros o secretos. Dos o tres sillones de vaqueta, de un uso secular, claveteados y lustrosos, y un par de sillas, eran los únicos muebles que en tan extraña   —174→   sala brindaban comodidad al visitante. Acomodose Maturana en un sillón, y Calpena en una silla, dejando al fin sobre la mesa su enojosa carga, y aguardaron silenciosos, hasta que el diamantista, sacando su tabaquera de concha, tomó un polvito, después de ofrecer al joven, que hubo de excusarse graciosamente. La conversación se reanudó en el mismo punto en que había quedado al subir la escalera. «La buena señora -dijo Maturana oliendo el rapé con la mayor finura y encandilando los ojuelos-, se empeñó en que todo había de ser zafiros... y mi padre y mis tíos estuvieron tres meses y medio buscándolos de gran tamaño... Y que escaseaban en aquel tiempo los zafiros y se pagaban bien, como ahora las esmeraldas».

-Escasean las esmeraldas... ya -dijo Calpena, sólo porque la cortesía le obligaba a decir algo.

-Se han pagado en los últimos años a doce y catorce duros quilate, las de buen tamaño... ya ve usted. Algo bajaron de precio cuando D. Pedro de Portugal vendió su soberbia colección, en los apuros de la Regencia en la Islas Terceras... Y a propósito... Este recuerdo de D. Pedro y Doña María de la Gloria (que por cierto ha recuperado parte de las esmeraldas y aguamarinas de la Corona de Portugal); este recuerdo, digo, me trae a la memoria al Sr. de Mendizábal... ¿Es cierto que usted...? Si es impertinente mi pregunta, no digo nada.

-Hable usted.

  —175→  

-Es que... me habían asegurado que es usted el ídolo del señor Ministro; el niño mimado, vamos...

Apresurábase D. Fernando a desmentir tan absurda especie, que no por primera vez oía, y cuyo origen atribuyó a las hablillas y murmuraciones oficinescas, cuando sintieron ruido y voces en las habitaciones inmediatas. Maturana se acercó a la puerta, y entreabriéndola, dijo: «¿Qué es eso, Lopresti? ¿Se levanta la señora?». Y la voz de tiple contestó desde dentro: «Allá va...». Momentos después, entraba en la sala Doña Jacoba Zahón, apoyada por la izquierda en el fámulo, por la derecha en un grueso bastón, y con difícil paso, marcado por lamentos y suspiros, llegó hasta soltar sobre un sillón la dolorosa carga de su cuerpo. Antes de saludar a Calpena, despidió al de la voz aguda con expresiones displicentes de ama de casa que gasta mal genio: «Entretente ahora con tus costuras, y olvídate de tus obligaciones, como ayer, que nos diste de cenar a las nueve de la noche... ¡Ah, si yo recobrara mi salud y pudiera estar en todo, cómo te haría andar derecho!... Anda... holgazán, lávame los pañuelos... A las seis, el vinito con la medicina...».

Volvió después su rostro hacia Calpena, y le saludó con graciosa sonrisa, mostrando al joven su senil y enfermiza hermosura, que enormemente contrastaba con su desgraciado cuerpo. Ofrecía su cabeza un exactísimo parecido con la de María Antonieta; mas por el color exangüe y la extremada delgadez   —176→   del interesante rostro era la cabeza de la infeliz Reina después de cortada, tal como nos la ha transmitido la auténtica mascarilla de cera existente en un célebre Museo. D. Fernando sintió frío al contemplar aquel rostro tan fino y transparente, de un perfil distinguidísimo, apagados los ojos, lívido el labio, mostrando una dentadura en buena conservación. El cabello era gris, y para que resultara mayor la terrible semejanza con la decapitada Reina, se sujetaba dentro de una escofieta blanca. El cuerpo no debiera llamarse feo, sino monstruoso: cada hombro a diferente altura, corvo el espinazo. Se envolvía en una cachemira muy usada, bajo la cual aparecían la falda de estameña obscura, y los zapatos de paño, holgadísimos, pertenecientes sin duda a su difunto esposo. A la cara correspondían las manos, también de cera, finísimas, bien marcadas las falanges bajo una piel sedosa, las uñas no muy cortas, pero limpias: lucía en sus dedos una sortija negra, con un hermosísimo ópalo de fuego de gran tamaño.

«Usted me dispensará, Sr. Calpena -dijo con voz dulce, musical, que casi daba tonos de italiano al español correctísimo que hablaba-, que haya tardado tanto en avisarle... Que hoy, que mañana... Pero la carta de Aline llegó cuando yo me hallaba en lo peor del ataque. Esta maldita ciática me tenía en un grito. Y el año pasado las paletillas... después todo el esqueleto... Ay, si le dijeran a usted, Sr. de Calpena, que yo he   —177→   sido una mujer esbeltísima, se echaría a reír... Vea usted los estragos del reuma en estos pobres huesos... Pues sí, Aline me decía... Y ayer el amigo Maturana, al llegar de su viaje, me decía... En fin, que celebro infinito ver a usted en mi casa, y le agradezco la atención de traerme por su propia mano la caja».

Por iniciativa de Maturana, se procedió a la apertura del paquete, rompiendo los hilos que sujetaban el papel que lo envolvía. En tanto Jacoba continuaba: «Por el amigo Milagro he tenido noticias de usted, y sé que está en gran predicamento con el Sr. de Mendizábal... No, no lo niegue. Ya sé que es usted la misma modestia... Pues el señor D. Juan, en la posición que hoy ocupa, no se acordará de mí. ¡Cuántas veces le vi en mi tienda, calle de la Verónica, esquina a la de la Carne, donde estuvimos tres años antes de pasar a la calle Ancha! Era entonces un muchachón de lo más alborotado que puede usted imaginarse, un busca-ruidos, un métome en todo; ayudaba a los patriotas levantiscos que armaban un tumulto a cada triquitraque. Bien me acuerdo, bien. Juanito Álvarez hizo la contrata de víveres el año 23, cuando tuvimos allí prisionero al Rey. ¡El Rey! ¡Ah!... me parece que le estoy viendo, con su traje de mahón, asomado a los balcones de la Aduana, mirando al mar con un anteojo muy largo, en espera de barcos franceses o ingleses que vinieran a liberarle... Mendizábal empezaba entonces sus negocios en gran escala,   —178→   y, si no recuerdo mal, algo traficó en pedrería con Londres y Amsterdam. Por si había conspirado o no había conspirado, le condenaron a muerte, y salió de Cádiz escapado para no volver más... Ya, ya se acordará él de los Zahones, y de los refresquitos de sangría que le hacíamos en casa, cuando volvía de Rota con Jenaro Negretti. En Rota tenían ambos sus novias, las de Urtus, dos hermanas lindísimas. La una murió de calenturas, y la otra casó con un hermano de este, Cayetano Lopresti, maltés, que está en mi servicio desde el año 25... ¡Cómo se pasa el tiempo! ¡Ay, D. Carlos!, ¿qué me dice usted de este correr de los años? El 23, cuando fue a Cádiz con la Corte, usaba usted todavía coleta, y los chicos de la calle le hacían burla... ¿se acuerda?».

Más atento a lo que iba sacando del cajoncillo que a las tristes remembranzas de su amiga, Maturana no contestó. Fijose también Doña Jacoba en lo que el viejo ponía con religioso respeto sobre la mesa, y alargó su mano para cogerlo y examinarlo.

«Ya... -dijo-, las peinas que tanto ponderaba Aline... El carey es finísimo; los diamantes valen poco... Andanada de veinticinco. Viene bien para completarle a la de Castrojeriz las arracadas que quiere tomar, rostrillo y cinturón para la Virgen de Valvanera».

-¿Tiene bastante ya? -preguntó maquinalmente Maturana, mirando con lente un joyel montado en plata.

  —179→  

-Tiene... ¡Oh, sí!... con lo que le vendió la Concha Rodríguez y este, habrá bastante.

-Si no... Yo he traído como unos veinte diamantes de desecho... muy propios para Vírgenes y Niños Jesús... Vea usted, Jacoba, vea qué hallazgo...

-¿Qué?... ¿qué es eso?

-Esto es un joyel de los que se usaban en los peinados Pompadour, convertido en alfiler de pecho con poco arte: conozco esta prenda como a mis propios dedos. No me equivoco, no: es la misma. Esmeralda hialina del Perú, superior, con cerco de brillantes en plata. Catorce brillantes, dos de ellos de bajo color, y otro con pelo... Es la misma joya, la que perteneció, con otras del propio estilo, a la Vallabriga, la esposa del Infante D. Luis... Todo se vendió en París el año 8; luego hubo algún descabalo, porque Montefiori cedió en Metz los pendientes de este mismo juego... Juraría que este joyel lo compró el corredor de Aline en Alsacia: los judíos alsacianos poseían mucha piedra procedente de España, no sólo de la Grandeza, sino de la de Godoy y Pepita Tudó.

-Es muy lindo... Lástima no tener las otras piezas -dijo la Zahón, examinándolo sin lente, con ojo muy perito-. Esto viene para usted. Para mí ha de haber un saquito con varias piedras sueltas: venturinas, turquesas, algunos brillantes...

-Aquí lo tiene usted -indicó Maturana, vaciando el saquito en la palma de su mano-. ¡Caramba, qué hermoso brillante!... Talla   —180→   de Amsterdam, sesenta y cuatro facetas... Vea usted qué tabla y qué culata... Este otro amarillea un poco. No daría yo por el quilate de este ni tampoco cincuenta duros... Las turquesas me gustan, y si usted quiere me quedo con ellas. Tengo yo dos hermanas de estas, tan hermanas, que no dudo en asegurar que proceden de Venecia, como las mías, y que pertenecieron a una dama italiana, no me acuerdo el nombre, de la cual se dijo si tuvo o no tuvo que ver con Massena... Estas rosas valen poco... Todo es género corriente recogido en el Bearnés y Languedoc...

Pasando de la mano del viejo a la de doña Jacoba, esta lo examinó fríamente, diciendo: «El brillante bueno no tendrá menos de cinco quilates y tres cuartos».

-Lo tomará la de Gravelinas, que ya reúne seis iguales, con el último que yo le vendí.

-No quiero nada con la Duquesa, que aún me debe la mitad del collar de perlas. Lo reservo para un parroquiano que sabe apreciar el artículo, y es caprichoso, espléndido...

-Ya sé quién es. Mucho ojo, amiga Jacoba. No cuente usted con las esplendideces de los que tienen su fortuna en América, en negros y caña de azúcar. A lo mejor, saldrán estos señores exaltados con la supresión de la esclavitud, y la plumada de un ministrillo dejará en cueros a más de cuatro que apalean las onzas... Y usted, Sr. Calpena, ¿se aburre viéndonos examinar estas baratijas?

-¡Oh!... es muy bonito -dijo Fernando-;   —181→   ¡pero cuántos años de revolver piedras entre los dedos para llegar a adquirir esa práctica, ese conocimiento...!

-La costumbre... -indicó la Zahón-. Desde muy niña ando yo en este comercio... y créalo usted, si dejara de ver piedras y de sobarlas y de jugar con ellas, me moriría de fastidio. Ya mis dedos las conocen solos, y casi no necesito mirarlas para saber lo que valen.

-Yo también, desde que me destetaron, Sr. D. Fernando, o poco después, manejo estos pedazos de vidrio.

-Para mí, lo parecen.

-Y lo son: vidrio fabricado por la Naturaleza en el horno de los siglos... ¡Ah!... ¡oh!, atención. Aquí viene lo bueno.

Al decir esto, sacaba un objeto estrecho, largo como de una cuarta, envuelto en finísimas túnicas de papel de seda. Era un abanico, obra estupenda del arte francés del siglo pasado. Desplegando cuidadosamente el varillaje de calado nácar, obra de mágicos cinceles, y el país pintado en cabritilla, ideal escena de marquesas pastoreando en jardín de amor, entre sátiros, pierrotes y caballeros con pelliza, Maturana lo mostró abierto, sutilmente cogido por el clavillo de oro, a los asombrados ojos de Doña Jacoba y Calpena, quienes se maravillaron de obra tan bella y sutil.

«Esta es una de las piezas más admirables que existen en el mundo, en el ramo de abaniquería -dijo el diamantista, ronco de   —182→   entusiasmo y del gozo que le producía el arrobamiento de los dos espectadores-. Fíjense en esas varillas, que parecen hechura de los ángeles, y no tienen el menor desperfecto; fíjense en la pintura, en esas caras, en los ropajes y en el paisaje del fondo... observen las ovejitas, que no parece sino que oye uno sus balidos... Pues si notable es esta pieza por su arte, no lo es menos por su historia, que voy a contar».

Envolvió de nuevo el abanico en sus fundas finísimas de papel, y poniéndolo sobre la mesa, protegido por su mano izquierda, se lanzó con vuelo atrevido a los espacios de la Historia.




ArribaAbajo- XVIII -

«Hiciéronlo Lancret y Lefebvre para la Reina María Leczinska, por encargo de Su Majestad Luis XV, y naturalmente, apenas concluido, Madame de Pompadour se dio sus mañas para apropiárselo. En el zócalo de la columnita que habrán ustedes visto en el país, a la derecha, pusieron los artistas la divisa de la cortesana, que dice: virtus in arduis. A la muerte de esta señora, pasó el abanico por sucesivas ventas a la Marquesa de Maurepas, y luego se nos pierde en el laberinto de la Revolución francesa,   —183→   hasta que reaparece en Coblentza, donde lo compra un mercader italiano y lo lleva a Nápoles. Qué vueltas dio por los aires de mano en mano hasta venir a las del Príncipe de la Paz en 1805, yo no lo sé, ni creo que nadie lo pueda averiguar. Lo que afirmo es que lo usó Su Majestad la Reina María Luisa. El año 8, por Marzo, hallándose la Real Familia en Aranjuez, se perdió uno de los diamantes del clavillo, y por conducto del señor Príncipe de la Paz, vino el abanico a mis manos para la reparación consiguiente. Entonces ¡ay!, lo vi por primera vez, y quedé prendado de su mérito. A los pocos días de tenerlo en mi taller, lo entregué compuesto a Su Alteza; mas la Providencia no favoreció al pobre abanico, pues antes de que el Príncipe pudiera devolverlo a la Reina, sobrevinieron los terribles sucesos del día de San José. A Godoy por poco le matan. Los amotinados saquearon el Palacio y pegaron fuego a los muebles... ¡qué dolor! Era de temer que el precioso objeto fuese a parar a manos viles, a personas ignorantes que desconociesen su valor... Pues no, señor. A fin del mismo año de 1808 reaparece en poder del mariscal Soult, hombre inteligente, soldado artista, que lo estima como merece, y se lo regala a Napoleón en Enero del año siguiente. Enviado a Josefina con otros obsequios, esta lo regala a su hija Hortensia, Reina de Holanda, que lo lució en una ceremonia, a la cual dicen que fue a regañadientes: el bodorrio del Emperador con la   —184→   Archiduquesa de Austria. Después de Waterloo, todo fue peripecias y saltos terribles para el señor abanico, que tuvo en poco tiempo distintos dueños. Primero, un anticuario holandés, que lo vende a la princesa Stolbey, fallecida en Baviera el año 20; segundo, el príncipe Carlos de Baviera, emparentado con Eugenio Beauharnais; tercero, otro anticuario, de Nancy, que lo lleva a París, lo hace restaurar, y consigue venderlo a precio exorbitante a un desconocido, que obsequia con él a Mademoiselle Mars en una representación de no sé qué tragedia... No sé si sabrán ustedes que la célebre actriz es muy aficionada a los brillantes, y tenía colección de ellos por valor de ochocientos mil francos; no sé si sabrán también que el año 27 le hicieron un robo de alhajas, valor de trescientos mil francos. ¡Pues no ha metido poca bulla ese proceso, que creo no ha terminado todavía! Parecieron los ladrones; pero las piedras no. Pues bien: deseando esa señora reponer los brillantes que le quitaron y no disponiendo de dinero suficiente, hizo varios cambalaches con Bertín y con los hermanos Rosenthal, sucesores del famoso Bœhmer, y en uno de estos cambalaches sale otra vez al mercado el famoso abaniquito. Desde entonces puse yo en él los cinco sentidos, deseoso de comprarlo: ha pasado por manos de diversos marchantes; fue a tomar aires por Alemania y Suecia; en cuatro años ha pertenecido a un Poniatowsky, a una gran Duquesa de Hesse y a un coleccionista   —185→   que vive en la Selva Negra, el cual murió el año pasado, y su heredero, que era el santísimo Hospital de Tréveris, hizo almoneda de todo. Vuelve mi abanico volando al mercado, y en Lyón se posa en casa de mi amigo Jobard. Trato de cazarle allí, y Jobard, que es de los que persiguen gangas, me toma a mí por un inocente y quiere explotarme. Finjo desistir del empeño, y me marcho tras de otros asuntos; pero sabiendo de buena tinta que el marchante lionés se tambalea, doy el encargo al amigo Montefiori, de Burdeos, para que esté a la mira y aproveche la ocasión... La ocasión llegó, y hace tres meses fue adquirida, por cuenta mía, la famosa prenda por la mitad de lo que le costó al adorador de Mademoiselle Mars...

-De lo que usted nos ha contado, por cierto muy bien -dijo Calpena, que había oído con deleite-, se saca la consecuencia de que hay objetos inanimados, cuya historia es más interesante que la de muchas personas.

-Eso, admitiendo que sean verdad todas esas traídas y llevadas del abanico -observó la Zahón, escéptica, desdeñosa, pues no le gustaba que su colega supiese más que ella en tales materias-. No se fíe, D. Fernando, que este Maturana le compone su historia a cada pieza que vende, forma especial suya de hacer el artículo.

-En esto -dijo Maturana riendo-, me ganaba su marido de usted, Jacoba. Recuerdo que tuvo una pareja de diamantes, que había sido del Tamerlán, después de Antonio   —186→   Pérez, y últimamente de Godoy... Ya se sabe: todas las joyas de precio que han salido a la venta del año 8 acá, se le han colgado al pobre D. Manuel.

-Pues ese abanico -afirmó la Zahón displicente y maligna, entornando los ojos- no se vende en España, tal como están hoy las cosas, aunque lo adornen con más historias que tiene el Cid.

-Este abanico -replicó Maturana, acariciando la joya-, lo vendo yo en España, y al precio que me dé la gana, señora Doña Jacoba, aunque usted no quiera... ¿Cree usted que voy a ofrecérselo a esos pelagatos del Estatuto, o a las señoras de los patriotas, que apenas tienen para poner un cocido?

-Pues a la Grandeza la verá usted completamente acoquinada con estas revoluciones y estas guerras malditas. ¿Dinero? Poco hay, o es que no quieren gastarlo. ¿Gusto? Ya sabe usted que aquí no privan más que las apariencias baratas... Vaya, D. Carlos, no ande con misterios, y díganos que piensa encajarle su abanico a la Reina Gobernadora.

-¡Oh!, no hay otra mujer en el mundo -observó Calpena con entusiasmo- que sea digna de tal joya.

-Eso sí... Sabe apreciar lo bueno. Pero yo pongo mi cabeza a que si D. Carlos le propone el abanico, ofrecerá por él una miseria.

-Su Majestad es artista, y además espléndida, generosa...

-¡A quién se lo cuenta!... ¡Ay, ay! Lo fue, sí, señor -dijo la Zahón amargando el concepto   —187→   con quejidos-. Lo fue... ¡Dios me favorezca, ay!... pero desde que ha empezado a soltar hijos, se ha vuelto muy roñosa.

-¡Si no ha tenido más que uno!

-Y lo que ha de venir... ¡ay! Está ya de cinco meses, ¡ay!... Dos años de casada lleva por lo secreto, según dicen, y al paso que va, no habrá bastantes rentas para el familión que nos traerá esa señora... ¡Y ese Don Carlos, bobalicón, todavía piensa que le va a comprar... ese juguete!

-Este juguete, y cuanto yo quiera -afirmó el diamantista con seguridad burlona, casi insolente-, me lo comprará la Reina, y me lo pagará como a mí me convenga.

-Ciertamente -dijo Fernando-. La Reina está obligada a proteger las artes... y es su deber formar colecciones, que luego pasan a los Museos.

Era la Zahón envidiosa, y su egoísmo comercial no toleraba que otro del gremio, aun siendo amigo suyo, hiciese mejor negocio que ella. La seguridad que mostró Maturana de vender en Palacio con ventajas grandes, la sacó de quicio; exacerbados sus dolores por la emulación mercantil, empezó a dar chillidos, y entre ellos iba soltando estas palabras:

«No, no... no puede ser... Maturana loco... Reina no compra, Reina guarda dinero».

-Si María Cristina guarda el dinero -afirmó Maturana frío y cruel, pues cuando se proponía humillar a su rival no conocía la compasión-, lo sacará de las arcas para dármelo   —188→   a mí... Su Majestad me comprará todos los objetos y joyas de mérito que yo le lleve, y a usted no le comprará nada... a usted nada... a mí todo.

-Bruto... majadero y vanidoso... ¡Ay, me muero!... Este dolor para usted... para usted debiera ser.

-Gracias... no me conviene el artículo.

-¡Vaya con D. Carlos!... Ahora sale con que tiene vara alta en Palacio... con que le ha caído en gracia a la Reina... ¡Ja, ja!... ¡Ay, ay!... Me río llorando, ¡ay de mí! ¡Bien por el nuevo favorito!

-Favorito soy... en mi ramo, se entiende. Y la Reina Gobernadora me favorece, porque me necesita...

-¡Le necesita!... Buenos estamos. ¿Cree usted que la Señora piensa encargarle arreglos y composturas? ¡Si la moda reinante es volver a lo antiguo!

-La Reina no me ha llamado para ninguna chapuza.

-¿Luego Su Majestad le ha llamado a usted? -preguntó Calpena, mientras Doña Jacoba, estupefacta, no sabía qué decir.

-Sí, señor, he tenido esa honra. ¿No llamó a Mendizábal para arreglar la Hacienda y salvar el país? Pues a mí, que en mi ramo soy tanto o más que Mendizábal en el suyo, me llama también la Corona... para fines no menos altos.

-¿Y qué tiene que ver nuestro ramo, la joyería, con nada de lo que está pasando en España?

  —189→  

-¿Qué tiene que ver...? Llega un momento, en las peripecias de un reinado, en que el arte del diamantista puede auxiliar poderosamente a la Monarquía.

-¡Ay, ay!... Este hombre quiere volvernos locos... D. Fernando, no le haga usted caso... Se burla de mí, y quiere ponerme peor haciéndome reír.

-Ríase usted o llore todo lo que quiera.

-No lloro, no, ni me río -indicó la Zahón altanera y burlona-. Estoy indignada por la falta de respeto con que habla usted de la Reina. ¡Pues no dice que le ha llamado!

-Seis veces han llegado a mi casa criados palaciegos preguntando cuándo venía del extranjero el Sr. Maturana... y el Intendente ha estado a verme hoy... No, si no he de decir para qué me quiere Su Majestad. A su tiempo se sabrá.

-Ya... Es que quiere encargar una corona morga... nática, o como se diga, para el Muñoz -dijo la Zahón venenosa, echando por los ojos toda su envidia, mezclada con su agudo sufrimiento-. Me voy a poner muy mala... Ya lo estoy. Este hombre me irrita... Me cuenta cosas que no me importan... Me ahogo... ¡Lopresti... condenado Lopresti... que me muero!... ¡La taza de vino, los polvos, esos polvos... Lopresti!

Entró al fin el fámulo, avisado por los gritos de su ama, y le dio a beber una pócima de vino y caldo, en la cual vertió el contenido de una papeleta de farmacia.

«¡Qué amargo está!... ¡No lo has revuelto,   —190→   condenado! -dijo la señora bebiendo a sorbos-. Ahora te traes una luz: ya no se ve... ¿Y ha sacado las perlas que vienen para mí, D. Carlos?».

-Aquí están... Que traigan luz. Quiero verlas.

Traída la luz, examinó Maturana las perlas, y debió encontrarlas excelentes, porque al punto formuló esta proposición:

«Al precio que usted sabe, Jacoba, me quedo con ellas... Vaya, para que usted no chille, en esta partida llego hasta los cuarenta y dos por quilate».

-Para usted estaban.

-Tiene usted mucho género, Jacoba, género superior, y no sé cómo va a salir de él.

-Mejor... Ea, no empiece a camelarme, que no las cedo.

-¿A ningún precio?

-A ningún precio. Quiero reunir más.

-Y va de historias... Estas perlas que le manda a usted Aline, parécenme... no puedo asegurarlo... pero me da en la nariz que son las de la Princesa de Beira. Tantas ganas tiene la buena señora de ser reina, que vende sus perlas para comprar pólvora y cartuchos.

-Podrá ser... A usted le llaman las reinas que gobiernan, y a mí quizá me llamen... y me necesiten... las destronadas.

Dijo esto la Zahón sólo con el objeto de poner en confusión a su amigo y desorientarle. Seguía D. Carlos la broma, sin conseguir sofocar con su donaire el humorismo   —191→   maleante de la vieja, cuando esta saltó de improviso con un recurso que a las mientes le vino en lo mejor de su charla, y era recurso de ley, fundado en algo verídico, ignorado del astuto D. Carlos.

«Amigo Maturana, no le he dicho lo mejor: me ha escrito Mendizábal... ¡Vaya una cara que pone usted!... Sí, señor, me carteo con el Ministro. Y si no lo cree, aquí está su secretario particular, que no me dejará por mentirosa...».

-No sé... -balbució Calpena-. Sin duda es cierto... Creo haber oído algo al amigo Milagro.

-A Su Excelencia le da por las botonaduras llamativas -dijo Maturana mirando fijamente a su colega, no sin malicia-. Pero ya caigo: si el Ministro se cartea con usted, será porque quiere consultarla sobre ese plan de vender los bienes de los frailes.

Y volviéndose hacia Calpena, le preguntó: «Joven, ¿y será cierto que vende también las alhajas de los santos, y la plata y oro de las catedrales?... Porque con tal medida, si a ella se resuelve, sí que podría sacar de apuros a la Tesorería».

-No he oído nada de eso -replicó D. Fernando-. Parece que se venderán todos los bienes raíces del Clero, y además las campanas.

-Que son los bienes aéreos... ¡Buena se va a armar! ¡Será sonada! Créame usted, Jacoba: si no trasladamos nuestro negocio al extranjero, estamos perdidos.

  —192→  

-Yo no: con el arreglo que nos hará ese señor Ministro, verá usted prosperar la nación. Usted no es partidario de Mendizábal.

-Yo creo que vale... sí vale. Pero fracasará.

-Dios quiera que no... Voy a entrar en negociaciones con él para un asunto... Y el Sr. Calpena, que, según nos dijeron, es el amigo íntimo del gran Ministro, ¿me hará el favor de interceder por mí?

-¿Negocitos con Mendizábal? -murmuró D. Carlos.

-Señor mío, si a usted le necesitan las reinas, a mí me necesitan los Ministros, que en realidad son los que gobiernan... Sr. Calpena, usted es muy amable, y tomará mi asunto con interés.

Excusose el joven con finura y modestia, alegando que no tenía amistad con el Ministro, ni podía permitirse recomendarle asuntos de ninguna clase; mas no se dio por convencida la Zahón, y elogiando la delicadeza del joven, y echándole mucho incienso dijo: «Es natural que usted se exprese de ese modo. Pero yo sé que D. Juan Álvarez le quiere a usted mucho y le protege, y le hará procurador... Los motivos de esta protección quizás usted mismo no los sepa... Yo tampoco; la verdad, no sé nada: sólo sé que... En fin, Aline me ha dicho que es usted un joven de gran mérito... No hay que ruborizarse... Por todas esas razones, y otras que callo, yo quisiera, Sr. D. Fernando, que esta noche cenara usted con nosotros...».

  —193→  

Antes que el invitado pudiese formular sus excusas, se metió por medio D. Carlos, diciendo muy gozoso: «Aceptará, ya lo creo, y yo también. Quiero decir, que si el señor cena con ustedes, me convido...».

-Lo siento mucho -dijo Calpena-. Otra noche, señora mía, tendré mucho gusto... Esta noche no puedo... créame usted que no puedo.

-Ya se ve... Es verdadero sacrificio sentarse a nuestra pobre mesa, acostumbrado usted a los convites de las grandes casas.

-No nos tratarán mal aquí, Sr. D. Fernando -dijo D. Carlos-; y si Lopresti tuviera tiempo de poner esta noche el pescado en tomatada maltesa...

-Hay tiempo... ¡Lopresti!

Repetía sus excusas D. Fernando, cuando llamaron a la puerta. El maltés acudió. Eran campanillazos, golpes repetidos, dados al parecer con el puño de un bastón, y luego voces femeninas, la del sirviente y la de otra persona, riñendo, disputando. «Es ese torbellino -dijo Doña Jacoba-. Aura, hija mía, ¿por qué alborotas? Mira que hay visita... pasa... ven».



  —194→  

ArribaAbajo- XIX -

En el mismo instante vio D. Fernando, en el hueco de la puerta, una mujer, una joven, que más que persona humana le pareció divinidad bajada del cielo. ¿La había visto antes alguna vez? Creía que sí, creía que no. ¿Y cómo había vivido tanto tiempo sin verla? ¿Y qué habría sido de él, si por torpeza de su destino no la hubiese visto cuando la veía? Esto pensaba en la perplejidad casi estúpida de que fue acometido su espíritu ante aquella visión celeste. La que respondía por Aura se quedó también suspensa, y pensaba que no veía por primera vez al sujeto, cuyo nombre pronunció la Zahón presentándole.

«Vete adentro: deja la mantilla; deja la sombrilla con que has apaleado al pobre Lopresti, y vuélvete acá... -le dijo la señora-. No hagas la de otras veces, que tengo que ir a buscarte. Ya ves que no puedo moverme».

Fuese la joven, y tal era su turbación, que ni acertó a saludar con una ligera inclinación de cabeza a la persona que acababa de serle presentada. «¡Qué estúpida soy -se decía, corriendo hacia su cuarto-, y qué grosera y qué desmañada! No he sabido saludarle... Verdad que él no me saludó tampoco,   —195→   y se quedó como un santirulico que está en oración... ¿Cómo ha dicho Jacoba que se llama? Pues ya no me acuerdo... Yo le conozco... No, no le he visto nunca: no hay más sino que yo sabía que le vería pronto... ¡Y ahora qué vergüenza me da de volver!... No vuelvo... ¡Pero si tardo, y el hombre se cansa, y se va, y no vuelve más, y no le encuentro en ninguna parte...!».

En tanto Calpena, mal repuesto de su trastorno, apenas podía enterarse de lo que Maturana y la Zahón le decían. Miraba para dentro de sí: en su mente había quedado impresa la imagen fugitiva... ¡Qué ojos, qué boca, qué talle! Quería recordar pormenores; cómo eran estas o aquellas facciones, y no podía. La imagen se borraba con el análisis; llegó un instante en que sólo quedaba de ella una vaguedad, un rastro, algo como una herida, o como una sombra que doliera. Pero de improviso volvió a presentarse ante los turbados ojos de Calpena, no precedida de ningún rumor de pasos ni de voz alguna. Entró como fantasma, trayendo consigo una luz ideal, y para mayor asombro y arrobamiento de D. Fernando, se presentaba risueña, mostrando unos dientes dignos de morder un cachete al Padre Eterno. Así lo pensó Calpena, que también se sonrió al verla, y salió como a recibirla, brindándole un asiento...

«No me siento; gracias» -dijo Aura, y pasó... Fue a recoger algo al otro lado de la pieza. Cuando regresaba con una cestilla de   —196→   labores, recibió de lleno el galán todo el brillo, toda la expresión, toda la intensísima divinidad de los ojos negros de la damisela. El infeliz no dijo nada, miró a la mesa, y cogiendo la silla que cerca tenía, dio un golpecito en el suelo, diciendo o pensando así: «¡Qué rayo de Dios!... Tempestad, locura... Si esta mujer no me quiere, me mato... vaya si me mato. No puedo vivir».

-Aura -dijo Doña Jacoba dándole un manojo de llaves-. Saca de aquel armario la cajita de perlas, y dásela a D. Carlos para que me haga el apartado...

Y mientras Aura traía las perlas, Calpena se decía: «Esto es sueño. Tal mujer no existe. Es la que traigo en mi imaginación desde qué sé yo cuándo... Lo que ahora me pasa es como el morir, como el nacer. No sé si muero o nazco... ¡Vaya una mano! Si me diera una bofetada, vería yo a Dios en su trono... ¡Y qué cuerpo, qué flexibilidad, qué gallardía! Ese traje que antes me pareció verde, ahora es azul, obscurito como un cielo sin luna, y esas motitas son como estrellas, que en los pliegues se esconden, se apagan... El espacio entre el borde del vestido y el suelo parece, cuando anda, un espacio que ríe, una boca que habla... No sé... estoy loco... Si la jorobada no repite su invitación, me convido yo mismo. Si me apalean para que me vaya, no me voy».

-Oye, mujer -dijo Doña Jacoba poniendo las perlas sobre un tablero con bordes y forrado de bayeta, previamente colocado ante   —197→   sí por D. Carlos-, ¿cómo es que no subieron tus amigas las de Milagro?

-Me dejaron en la puerta. Era tarde, y como las de Fonsagrada tenían prisa...

-¿Iban con ellas los dos chicos de la Guardia Real?

-Sí... y también tenían prisa. Les han mandado recogerse temprano en el cuartel. Parece que hay run-run de revolución.

-Todos los días dicen lo mismo, y nunca pasa nada. ¿No sabes, Aura? He invitado a cenar a este Sr. Calpena, y no quiere, digo, no puede... Convéncele tú.

-¿Y qué caso ha de hacer de mí? -dijo Aura queriendo mirarle y sin poder levantar los ojos-. Estará invitado en otra parte... comprometido en casas ricas...

-Si mil compromisos tuviera -manifestó Calpena haciendo por tragarse el nudo que tenía en la garganta-, los dejaría todos por la satisfacción, por el honor, por el placer de pasar algunas horas en tan amable compañía.

-Gracias -dijo Aura, echándole toda la mirada y clavándosela con ímpetu, hasta con ensañamiento.

Y la voz de Aura al decir gracias, o al decir otra cosa cualquiera, se le metía a Fernando dentro del sentido como una lanceta, y le inoculaba un goce inefable, una turbación honda, ganas de dar gritos y de tirarse al suelo... «¿En qué consistirá -pensaba-, que me parece que la he conocido toda mi vida? Si me equivoco respecto a esta mujer; si no   —198→   es la que yo soñé, la que ha venido al mundo para mí, que me parta un rayo, o que me asesinen esta noche al volver de una esquina. ¡Esta mujer para otro! No puede ser... Quien me lo diga miente... y si yo lo dudara o lo temiera, estaría loco».

Mientras doña Jacoba daba órdenes a Lopresti, Aura y Fernando cambiaron palabras insignificantes, sentados uno frente a otro, en el lado de la mesa o mostrador opuesto al que ocupaba D. Carlos. Entre este y la pareja estaba la luz, con enorme pantalla verde.

«¿También usted, señorita, entiende de pedrerías, y sabe distinguir los brillantes legítimos de los falsos?».

-No sé nada... Para mí como si fueran cuentas de vidrio. No entiendo nada de esto. Y usted, ¿sabe...?

-Yo no... -dijo Calpena sintiendo un impulso violentísimo de manifestarse-. No sé más sino que... No crea usted que voy a llamarla piedra preciosa, diamante, perla o cosa tal... Eso es no decir nada. Lo que digo... Digo que cuando la vi a usted entrar... creí que no era usted persona de este mundo.

-¿Pues de qué mundo?

-Del otro, del Cielo...

-¿Pero usted cree que si yo hubiera estado en el Cielo iba a dejarme caer aquí? ¡Qué tontería!

-No haga usted caso -dijo la Zahón-. Esta niña es una revoltosa sin juicio. Ya es tiempo de que vaya sentando la cabeza.

-Soy muy mal criada -afirmó Aura con   —199→   graciosa ingenuidad, sin el menor dejo de falsa modestia-. Vamos, que no tengo educación... No he tenido quien me eduque ni quien me enseñe nada... Y ahora trato de educarme yo misma; pero, la verdad, no sé por dónde empezar.

-¡Qué deliciosa modestia!

-¡Modesta yo! No, señor: ya verá usted cómo no lo soy. Algún mérito me parece a mí que tengo, y como lo sé, lo digo.

-La sinceridad es la primera de las virtudes -afirmó Calpena fascinado por los ojos negros de Aura, que no podían ser contemplados de cerca. La ardiente admiración del joven veía en ellos tan pronto una inmensidad de dulzura que atraía, como una inmensidad de peligro que rechazaba. Dulzura o peligro, el hombre sentía un irresistible impulso de comérselos, de apropiarse toda su luz, toda su pasión. ¡Y qué perfecta armonía entre los ojos y lo demás del rostro, en el cual sólo se veían perfecciones! El color era moreno suave, blancura encendida más bien, como si en sus mejillas se reflejasen llamaradas lejanas... La frente dominaba tan hermoso conjunto con su pureza de alabastro caldeado.

«Déjeme usted que admire -dijo Calpena en tono y actitud de devoción- esas cejas divinas, esas pestañas que hablan y esos labios que miran... No sé lo que digo».

-Diga usted de una vez que soy muy bella... ¿Por qué no se ha de decir lo que es verdad? Ya ve usted cómo no conozco la modestia.   —200→   El ser bonita no tiene ningún mérito, porque así ha nacido una...

-Aura, por Dios, no tontees... -indicó Doña Jacoba levantándose con gran esfuerzo-. Voy a ver qué hace ese pelmazo.

-¿Quieres que vaya contigo?

-No, hija: quédate aquí acompañando a estos señores... Puedo andar sola.

Ponía D. Carlos toda su atención en las perlas que examinaba cuidadosamente, y luego las distribuía entres grupos. Aura y Fernando se creían solos.

«¿Qué? -dijo ella viendo al galán suspenso y como asustado-; ¿se enfada usted porque yo misma me alabo y digo que soy hermosa?».

-No; la sinceridad... Todo en usted es extraordinario, inaudito, sin igual.

-No me haga usted caso. Soy muy mal educada... La buena educación pide que cuando una se siente discreta diga: «soy tonta», y que cuando somos bonitas, sostengamos que no valemos nada.

-No es eso buena educación: es gazmoñería, y falsa humildad, máscara de la soberbia.

-A mí me han hecho creer que la verdadera finura consiste en rebajarse y elogiar a los demás.

-¿Aunque no se sienta el elogio?

-¡Ah!, no: eso sí que no puedo hacerlo yo. Por nada del mundo le diría yo a usted, por ejemplo, que me agrada, si no lo sintiera.

-Luego usted me dice que no le soy desagradable.

  —201→  

-Yo no pensaba decírselo... Si lo he dicho sin querer, dicho se queda.

Se le encendieron las mejillas, y después de una pausa, en que Fernando, absorto, no sabía qué expresar, rectificó la joven su atrevido concepto: «La culpa tiene usted por hacerme caso y darme conversación. Se me escapan las tonterías cuando menos lo pienso. Bien dice Jacoba que no tengo vergüenza...».

-Eso no es verdad.

-Quiero decir que soy muy descarada... Y no sabe usted los disgustos que he tenido en Madrid por esta mala costumbre mía de decir todo lo que siento. Mis amigas me critican, y algunas se han negado a salir de paseo conmigo. Otras, en cuanto me han oído hablar dos veces, se han resistido a recibirme en su casa. Vamos, que me tienen por una salvaje, y lo soy, aunque lo disimulo vistiéndome, ya usted ve, como las mujeres civilizadas... Eso lo sabe una sin que se lo enseñen... Pero... mire usted qué cosas tan raras me pasan a mí: esta noche es la primera vez que siento pena de ser como soy. Al decirle lo que le dije, ¡me subió un calor a la cara...! Me figuré que usted se enfadaba conmigo, que me iba a querer mal por mi desvergüenza...

-No, no, eso no. Es sinceridad, y yo la admiro y la aplaudo... ¿Pero por qué no hemos de ser todos así? ¿Qué educación es esta que nos impone la mentira en todos los actos?

-Pues ahora me confunde usted más -dijo Aura con una ingenuidad y una sencillez   —202→   que acabaron de enloquecer a Calpena-. Porque yo empezaba a querer educarme procurando hacerme la vergonzosa, y usted sale ahora diciéndome que cuanto más desvergonzada mejor.

-No, cuanto más sincera... Lo que usted debe hacer es no empeñarse en cosa tan difícil como la educación por sí misma. No acertaría usted. Lo mejor es que confíe ese cuidado a otra persona: a mí, por ejemplo.

-¿Pero cómo me va usted a educar, si no está siempre conmigo?

-¡Oh!... eso se arreglaría de un modo muy fácil...

-¿Cómo?

-Estando...

-¿Siempre conmigo? Pues le juro a usted que no me disgustaría. En decir esto no veo yo que haya maldad.

-Ninguna...

Al llegar a este punto, miráronse los dos largo rato sin pronunciar palabra. ¿Les estorbaba el viejo diamantista, aunque sólo en presencia corporal, por tener todo su espíritu aplicado al examen y selección de perlas? Calpena, perdidamente enamorado de aquella mujer con súbito incendio pavoroso, pensaba en el singular caso, en la inaudita sorpresa que le ofrecía su destino. Era en verdad estupendo que siendo él un misterio vivo, y encontrándose en el mundo, en su florida edad, rodeado de sombras, le saliese al paso, en aquella ocasión suprema de su amor primero (el cual, por la fuerza con   —203→   que venía, debía de ser único), un enigma tan extraño como el suyo propio. «Ya sospechaba yo -se dijo- la existencia de esta mujer tan hechicera y seductora; ya me anunciaba el corazón que en nuestras sociedades puede encontrarse un ser tan bello, tan ingenuo, en toda la hermosura libre y silvestre de quien no ha pasado por los absurdos tamices de la educación corriente. Esta mujer superior, este admirable pedazo de la Divinidad, aunque sin pulimento, para mí estaba guardada; para mí, que he venido al mundo en algún torbellino de las pasiones humanas, y tengo por ley de mi destino la misión ¿por qué no ha de ser misión?, de venir a chocar con otro misterio como el mío, con otro enigma, y fundirnos misterio con misterio, y...». De buena gana habría roto el silencio soltándole estas preguntas, expresión de la ansiedad de un amor investigador, receloso, policiaco: «¿Quién eres tú?... ¿De dónde has salido tú?... ¿Quiénes son tus padres?... ¿Por qué estás en esta casa?».

El silencio fue interrumpido por Maturana, que, mostrando entre sus dedos una gruesa y hermosa perla, se volvió a los que ya es forzoso llamar amantes, y en tono grave les dijo: «¡Qué hermosura, qué redondez, qué oriente!... ¡Y que este prodigio de la Naturaleza haya salido de los profundos abismos de la mar!... ¡Y que esto sea, como dicen, una enfermedad de la ostra... un tumor, según otros, producto de la baba con que el pobre animal se cura de los golpes que le dan los   —204→   crustáceos! ¡Y cosa de tanto valor no es, en su origen, más que una baba!... ¡Misterios de la vida, del tiempo!...».




ArribaAbajo- XX -

No se manifestaba en la mesa la sordidez de Jacoba Zahón, como vulgarmente creían vecinos chismosos, y amigos desconocedores de las interioridades de la casa. Del trato comercial procedía su fama de avaricia, y cuanto se dijese en este terreno era poco, pues no ha venido al mundo persona que con más cruel ahínco defendiera el ochavo. Los del gremio la temían; gimieron siempre los parroquianos entre sus uñas rapaces; en tratándose de negocio pingüe, no reparaba en medios, ni había para ella compañerismo, ni delicadeza, ni caridad. Reproducíanse en ella todas las cualidades de su marido, Bartolomé Zahón, a quien llegó a sobrepujar en la frialdad de cálculo, en la codicia desmedida y en la dureza de las condiciones de venta o empeño, aprovechando siempre, sin miramiento alguno, las ocasiones ventajosas. No perdonaba; hacía cumplir los contratos, implacable sacerdotisa de la letra, y al propio tiempo los cumplía fielmente por su parte. Jamás la cogió nadie en renuncio legal; jamás tuvo que ver con la justicia humana.   —205→   Vivía, pues, dentro de la estricta honradez social, del respeto de las leyes y costumbres. No tomó nunca nada que en rigor de derecho no fuera suyo, ni dio a nadie parte mínima de su legal pertenencia. Con tal modo de ser, se fue labrando su fama de miseria, fundadísima en todo, menos en los cuentos que corrían acerca de la mala vida que se daba. Como en su casa entraban pocas personas, y las amistades y relaciones no pasaban de un círculo estrecho, pocos sabían que la mesa de Jacoba no era escasa, que a veces era espléndida, y que si ocurría tener que obsequiar a alguien, lo hacía con decente abundancia y hasta con ostentación. Así queda explicado que la cena de aquella célebre noche fuera excelente, y que Calpena la encontrase muy superior a lo que había imaginado. Añádase que Lopresti era un hábil cocinero, que guisaba a la italiana y a la francesa, y poseía el secreto de algunos platos sabrosísimos a estilo de La Valette y de Cagliari.

Por milagro de Dios, Jacoba se sintió, después de anochecer, muy mejorada de los horrendos dolores que le habían retorcido el cuerpo, y gozosa, renqueando de aquí para allí con el apoyo de su bastón, iba del comedor a la cocina, o al revés; sacaba de los armarios una mantelería riquísima (que había ido a parar allí sabe Dios cómo); exhumaba vajilla fina, alguna hermosa pieza de plata repujada, y en fin, lo disponía todo para lucimiento de su casa y satisfacción de su   —206→   amor propio. Digase también que Jacoba Zahón, fuera de los asuntos mercantiles, era bastante agradable, de mucho mundo, conocedora de los usos que constituyen la etiqueta, de hablar ameno y correctísimo. Pero estas cualidades, junto al mostrador, trocábanse en una ferocidad egoísta que ponía los pelos de punta al infeliz que trataba con ella. En esto seguía las tradiciones de su familia: no hacía más que manifestarse en toda la plenitud de su ser, heredado de otros seres, consecuente con lo que los Zahones llevaron siempre en la masa de la sangre. Malta en tiempos remotos; después Mallorca, Gibraltar, Sevilla, y desde mediados del siglo pasado, Cádiz, Córdoba y Madrid, fueron campo donde esta planta Zahónica creció con varia lozanía. Algunos se enriquecieron; otros trabajaron con mediano fruto, y los últimos tuvieron no pocos reveses, que remedió el tino económico de Bartolomé Zahón, y las dotes rapaces de su mujer. En la época en que encontramos a esta señora, toda estevadita, patizamba, y hecha una calamidad, la casa no era más que sucursal de la establecida recientemente en Córdoba por Laureano Zahón, hijo único de Doña Jacoba y su heredero. En Córdoba se había montado un taller, y allí se acumulaba la pedrería más usual conforme a las exigencias de una industria y comercio bastante activos. En Madrid sólo quedaba la compra y venta, la red tendida para recoger gangas, todo el género vagabundo que siempre fluctúa en grandes   —207→   poblaciones; quedaban también valiosos préstamos con prenda, que Doña Jacoba sabía hacer como nadie, a cencerros tapados, sin pagar contribución de prestamista.

Por causa de los achaques de su madre, el Zahón de Córdoba tiraba a suprimir completamente la casa de Madrid, llevándose todo allá, y así lo había convenido con Doña Jacoba; pero dificultaba la traslación la plaga de bandidos y ladrones que había por entonces en Sierra Morena, sin que justicia, ni policía, ni aun el ejército pudiesen con ellos. El envío de alhajas se hacía muy lentamente, aprovechando coyunturas favorables que no se presentaban todos los días. Además, Doña Jacoba, por ley de inercia, lo dificultaba también. El hábito de traficar, de allegar dinero, podía más que todos los planos dictados por la razón: sin darse cuenta de ello, dilataba las remesas, y cuando se proponía no hacer más negocios, se le entraban por la puerta gangas increíbles... En fin, que la codicia y la costumbre daban un carácter de sólida petrificación al establecimiento de la calle de Milaneses.

De las relaciones de la Zahón con Maturana conviene dar alguna noticia. Ya se ha visto que era D. Carlos el primer perito y tasador de pedrerías que por aquel tiempo había en España. Criado en los talleres del gran Martínez, y trabajando de continuo para Palacio y la Grandeza, su práctica era al fin tan notoria como había sido su habilidad. Sus viajes frecuentes le afinaron el gusto;   —208→   el trato mercantil y el roce social hicieron de él un hombre en quien la urbanidad no desmerecía de la inteligencia. Exonerado de su cargo de diamantista de Palacio, a la vuelta del Rey, sin otro motivo aparente que la protección que le dispensara el Príncipe de la Paz, hubo de lanzarse al comercio con buena suerte: del 15 al 35 habla reunido un buen capital. No tenía taller, ni tienda, ni le hacían falta para nada, pues procuraba colocar prontamente el género, y remitía sus dineros a París, a la casa del Sr. Aguado, Marqués de las Marismas, de su absoluta confianza.

En tiempos bastante lejanos, cuando a Jacoba no le habían salido las corcovas que agobiaban su cuerpo y afligían su existencia, y cuando Maturana, aunque de cuerpo chico, era un hombre de alientos, no exento de gracia, corrieron voces de si se entendía o no se entendía con la mujer de Bartolomé Zahón; pero todo ello fue malicia, malquerencia de compañeros envidiosos. Siempre entró D. Carlos en casa de sus amigos con la mayor limpieza de intenciones, y si allí permanecía largo tiempo, era por menesteres periciales y mercantiles. Vivía el diamantista honradamente con su mujer, que nunca salió de Madrid, y tenía dos hijas, casada la una con un teniente de la Guardia, y otra con un capitán de lanceros.

Mirábale siempre Jacoba como un buen amigo, con quien se asociaba en cualquier negocio que uno solo no pudiera emprender.   —209→   La opinión de Maturana en asuntos de pedrería era para ella cosa sagrada, y la confianza entre los dos, comercialmente hablando, no se alteró jamás. Verdad que Jacoba, como hembra envidiosa, de un egoísmo implacable, no podía ocultar su rabia cuando Maturana hacía un buen negocio en que ella no llevara parte, y le contradecía, le hostilizaba por todos los medios, vengándose de su suerte con burlas y recriminaciones. Pero esto no estorbaba para la confianza, que era incondicional, absoluta. La Zahón le entregaba sin ningún recelo sus llaves; y él, en justa correspondencia de esta fe ciega, le dejaba en depósito, cuando se iba al extranjero, cosas de grandísimo valor. En suma, socios alguna vez, rivales otras, amigos siempre.

Sentáronse a la mesa las dos damas y sus dos invitados a punto de las nueve. Todo estaba muy bien dispuesto, aunque con un poquito de precipitación. Pudo admirar Calpena piezas hermosísimas de porcelana y de plata antigua; todo era heterogéneo, revelando, más que la casa del rico, la del comerciante o el coleccionista. Uno de los candelabros de dos velas con guardabrisas, era evidentemente de iglesia, y había servido en mejores días para alumbrar el Santísimo; el otro de estrado de casa grande; y por este estilo variaban las formas y abolengo de cuanto allí se ostentaba. De lo que cenaron, nada había que decir, como no fuera para elogiarlo sin reservas. Todo era bueno, con tendencias a la condimentación italiana, y   —210→   revelaba la mano culinaria del atiplado maltés. La mujer, vecina del tercero, que servía, hízolo con destreza, y Jacoba no tuvo que reprenderla más que dos veces... por no perder la costumbre.

Obtenida venia de sus huéspedes para no cambiar de vestido, la Zahón ostentaba en la cabecera de la mesa su cara austriaca, su escofieta, sus jorobas y los trapos con que las envolvía. A su derecha se sentaba Don Fernando, a su izquierda Maturana, Aura enfrente. No apartaba los ojos, y menos el pensamiento, de la hermosa doncella el enamorado Calpena, y pudo observar que en el comer no revelaba salvajismo ni desconocimiento de los hábitos sociales, sino todo lo contrario: «Ella será salvaje en sus afectos, de inteligencia inculta; pero en sociedad sabe lo suficiente para dar relieve a sus extraordinarias gracias naturales... ¡Qué mujer, Dios mío! ¿Pero de dónde ha salido este sol que viene a alumbrar mi vida?... Ahora veo cuanto hay en el Universo... antes creía ver, y no veía nada».

Entabló Maturana la conversación hablando de perlas. «Ya le dejo a usted los tres apartados, a saber: primera calidad, en elencos y avemarías; segunda calidad, en aljófares, timpanías y berruecos, y, por último, género muerto. Otro día que venga yo a buena hora pesaremos todo lo selecto, formando igualdades. En el primer apartado tiene usted un par de perlas de perfecta redondez y oriente superior, que juntas no pesan menos   —211→   de 27 quilates. Sé quién daría por ellas 350 duros. Las muertas, si usted quiere, me las llevaré a París, donde conozco un platero que ha descubierto la manera de devolverles la irisación por una alquimia secreta, en la cual entran, según dicen, 83 drogas. Entre las avemarías de segunda, veo una tandita de iguales, lindísimas, que, si no estoy equivocado, son las del medio collar que le cedió a usted Negretti, el papá de Aurorita».

De esto tomó pie D. Fernando para llevar la conversación a la familia de Aura, anhelando explorar aquel interesante mundo desconocido. Algo descubrió de lo que deseaba, y otras cosas quedaron en el misterio. Con mucha gracia describió la joven algunos pasajes de su infancia; y respecto a su nacionalidad, que fue motivo en la mesa de grandes controversias, dijo lo siguiente: «Verá usted, D. Fernando, el surtido de sangres que llevo en mis venas. Mi padre era hijo de un corso y de una española, la cual, mi abuela, era hija de portugués, y catalana. ¿Qué tal? Pues voy ahora con mi madre. Verá usted qué lío. Mi madre era hija de un francés y de una griega, y no había nacido en ningún país, sino en medio de la mar, viniendo sus padres de Salónica, donde tenían comercio de oro y plata. Yo nací en un pueblo cerca de Londres, que lo llaman Rochester, y a los tres años me llevaron a Mallorca. De niña hablaba inglés; pero luego se me olvidó, y sólo recuerdo algunas palabras. De Mallorca pasé a La Valette, en Malta, donde hablé italiano, y   —212→   volví a saber un, poquito de inglés. A los diez años, vuelta a Mallorca, después a Cádiz, y de Cádiz a Madrid, donde me parece que estoy ahora, aunque no lo aseguro: tengo mis dudas de que esté yo ahora donde ustedes me ven... si es que me ven, que también lo dudo...

-No le haga usted caso, señor Calpena -indicó la Zahón benévola-. Todo el día la tiene usted pensando y diciendo estas extravagancias. Es un genio inflamado, y tan desigual, que si le da por reír y alegrarse, nos atruena la casa con sus gorjeos; y si le da por las tristezas y por lo fúnebre, nos pone a todos con el corazón en un puño. Trabaja como nadie, y hace mil primores cuando le da la ventolera; y cuando se pone a ser holgazana, no hay quien la aventaje. No es constante más que en dos cosas: limpieza, así de su persona como de cuanto cae bajo su mano, y caridad. No deje usted en su poder cosa de valor, porque, de seguro, se la da al primero que se la pide... hablo de cosas metálicas o comestibles, ¿me entiende usted?

-Sí, señora: entiendo perfectamente.

-Oiga usted más: rarísima vez coge en su mano un libro aunque aquí no faltan... La hemos puesto maestro de piano y canto, y de baile. ¿Querrá usted creer que toca lindamente y que baila con toda la gracia de Dios?

-Lo creeré si nos da esta noche una muestra de sus habilidades, en el piano y canto sobre todo, pues la danza es más bien para lucida en sociedad.

  —213→  

-¿Y si no, no lo cree? Pues no toco -dijo Aura-. Tiene que creerlo antes. En estas cosas en necesaria la fe.

-Bueno, pues la tengo... Sin oírla cantar, ya estoy proclamando que se deja usted tamañita a la Todi.

-Eso es burla. No tanto, señor mío. Pero no vaya a creer que salgo ahora con modestias ridículas. Sepa usted que canto muy bien. Digo, muy bien no; me quedo en el bien a secas. Ni me quito ni me pongo nada... Pero no cantaré esta noche... digo, sí cantaré, con tal que D. Carlos me prometa no dormirse.

-Lo prometo... -dijo Maturana-, sin responder, hija mía, sin responder de nada.

-Yo emprendería la completa educación de Aura -dijo Jacoba, que no sabía cómo llegar al asunto que era su objeto principal aquella noche- si me dieran medios suficientes para ello. Y no es que la niña carezca de patrimonio, pues lo tiene sobrado: sólo que está en manos que lo escatiman, que lo tasan en demasía, como si desconfiaran de mí... Sr. D. Fernando, yo espero de usted un favor muy señalado. Me consta su amistad con nuestro gran Ministro, el Sr. Mendizábal; sé que Su Excelencia...

-Señora, ya dije... -interrumpió D. Fernando lleno de confusión-. El señor Ministro me trata como a todos sus subordinados, con cortesía... y nada más.

-A un lado las modestias, caballerito -añadió la diamantista-, y no me salga usted   —214→   con negativas, que sólo sirven para demostrarnos su delicadeza... Pues sí señor: espero de usted una prueba de amistad hacia mí y de interés por Aura. ¿No adivina lo que quiero? Que usted me ponga en comunicación con su jefe, y si es posible, y quiere extremar el favor, que antes de llevarme a la audiencia, le hable de mí, pues me figuro que el Sr. Mendizábal tiene de esta servidora una idea equivocada. Sin duda le han llevado algún cuento... En fin, yo quiero ver a Su Excelencia, deseo hablarle, y que usted tome mi empeño como cosa propia...

Interesado en el asunto, por tratarse de la mujer que le fascinaba, Calpena quiso saber más, y descubrir qué relación podía existir entre la hermosa hija de Negretti, nieta de tan distintos abuelos, y el gran Mendizábal, relación cuyo simple anuncio le sorprendía y anonadaba. ¿Qué era, Santo Dios? Sólo por tirarle de la lengua a la Zahón y adquirir mayor conocimiento, cedió en aquel punto de sus supuestas confianzas con el Ministro, y ni afirmaba ni negaba, dando a entender que favorecería las pretensiones de la jorobada, siempre que se le diese alguna explicación de ellas. Por este medio sutil pudo averiguar que D. Juan Álvarez era testamentario de Jenaro Negretti y depositario de su fortuna, con algo más de lo que referido queda.

No se paraba en barras la codiciosa diamantista, y desde que Mendizábal vino a España y se puso a ministro, acarició la idea   —215→   de que debía transferirle a ella las facultades que le otorgaba el testamento de Negretti. ¡Cosa más natural! Pues ¿cómo podía administrar holgadamente los bienes de la niña, un hombre abrumado de quehaceres políticos, con tantas cosas dentro de la cabeza? ¡Que la Hacienda, que el empréstito, que las juntas, que el Estatuto, que los frailes...! Imposible atender a todo, Señor. De su peso se caía que debía entenderse con la Zahón, y pedirle por favor que se encargarse de la tutela y gobierno de bienes de Aurora Negretti, pues algo habría en el testamento que tal abrogación consintiera. No se le apartaba del magín esta temeraria idea, y si el horrible acceso reumático que en aquellos meses sufría no la imposibilitara totalmente, ya se habría presentado a D. Juan de Dios, a fin de proponerle lo que para él era un alivio y para ella una carga muy de su gusto. Bien clara está la razón de que, suponiendo al Don Fernando cordialmente ligado a Su Excelencia, le recibiera con finuras y agasajos, y echara la casa por la ventana en aquel desusado convite.

En los postres sirvieron curaçao, que era quizás la única pasión o debilidad del viejo Maturana. Aquel dulce licor le hacía desmentir muy de tarde en tarde sus hábitos de formalidad y grave continencia. Siempre que allí comía o cenaba, Jacoba, por hacerle rabiar, aseguraba no tener curaçao; por fin, después de mucho trasteo, hacía traer la bebida y le daba un poquito, cuatro lágrimas,   —216→   y así se divertía con él, vengándose de alguna trastadilla que en los negocios le había jugado. Pero aquella noche, antes de que la señora empezase el sainete, le convidó Aura, y sacando del aparador la botella, le sirvió cuanto él quiso, y después a Fernando. Mientras D. Carlos paladeaba con embeleso los primeros sorbitos y Jacoba le afeaba su vicio con afectado enojo, Calpena charló brevemente con Aura, cuando esta a su asiento volvía. Doña Jacoba no reparaba en ello, o se hacía la distraída, que también pudo ser, y Maturana se halló bien pronto bajo la influencia embelesadora del rico néctar.

«¿Y qué?, ¿canta usted o no?».

-No... me temo que D. Carlos no se duerma si canto. Pero si usted se empeña en ello...

-Deseo que usted cante... Si hablando es su voz tan divina, ¿qué será...?

-¿Cantando? Pues más divina todavía... Bueno; pero conste que, si usted me manda cantar, hace una gran tontería.

-¿Qué está usted diciendo?

-Que hay otra cosa mejor que el canto mío.

-¿Qué...?, ¡por Dios!

-Hablar... que hablemos.

-Chist... silencio.



  —217→  

ArribaAbajo- XXI -

Entró en aquel punto Milagro, que venía sin más objeto que hacer asientos de facturas atrasadas, y se asombró no poco de ver aquel aparato de festín, y a Calpena en la mesa. Pero como en aquella casa todo era raro, y pasaban las cosas en contra de lo usual y corriente, se guardó su sorpresa y no dijo nada. Pareció que a Fernando contrariaba la importuna visita de su compañero de oficina; pero Aura, más lista que la pólvora, se apresuró a tranquilizarle, diciéndole: «Este infeliz es lo mismo que nadie, y además, también se pirra por el curaçao. Le ofreceré una copita, ¿sí?».

En esto propuso la señora pasar a la sala, y allá se fueron todos con la botella por delante. Poseídos Aura y Calpena de una audacia loca, cuyo móvil psicológico no se explicaban ni había para qué, se arrimaron al extremo de uno de los mostradores, en el sitio menos alumbrado por la lámpara, y a la mayor distancia posible de los bebedores de curaçao. Doña Jacoba hizo plantar su sillón junto a estos, sin perder de vista a la juventud, con quien desde su asiento a ratos hablaba, y ordenó a Lopresti que pusiese luz en el gabinete próximo, y velas en el piano,   —218→   abriendo de par en par la comunicación de esta pieza, la única bonita de la casa, con la sala o tienda. Milagro y Maturana rompieron, con los primeros tragos, a hablar de política, metiendo en ella su cucharada la Zahón, con ardientes alabanzas del primer Ministro, salvador del desdichado Reino, remedio de todos nuestros males. Y conforme aumentaban las ingestiones de bebida, la imaginación de Maturana se lanzaba intrépida al simbolismo: «Reina Cristina es la Peregrina entre las perlas, y Méndez el Gran Mogol entre los diamantes. Carlos V es el diamante falso, el strass... tras, tras... Jacoba el Ojo de Gato, tallado en cabujón... y tú, Milagro, eres la Montaña de Luz... sólo que todavía no te han tallado, hijo... estás en bruto...».

Con sólo probar el delicioso licor, se le quitaban al buen Milagro diez años de vida; y a medida que iba apurando el vasito, presentaba síntomas diversos de exaltación cerebral. Al tercer trago le atacaba infaliblemente una sensibilidad lacrimosa, con recuerdos tiernísimos de su familia e invocaciones a la santa pobreza, a la caridad sublime, a los más altos y puros ideales. Hacia el cuarto o quinto sorbo se le iniciaba la tendencia a expresarse en forma poética, reverdeciendo las aficiones de su edad juvenil, en la cual más le gustaba hacer versos que comer, y era un adepto fidelísimo de la retórica que entonces se gastaba. «¡Ah! -decía con trémula voz, mirando al vaso-: ¡la   —219→   Reina... angélica Cristina, pía matrona!... Desde que vino de Parténope, vimos abierto el Empíreo los buenos españoles... Cuando contemplo este doméstico regocijo... ¡ah!, viene a mi mente la imagen de mis pobres niños, de mi dulce esposa, alma virtud... ¿Qué será de vosotros, oh dulces exuviæ, el día en que fiera Parca me corte el hilo?... Mendizábal tonante, aplaca el furor de Mavorte... La oliva sucede al laurel... somos felices... Vuelve el reino de Ceres prolífica... Comeréis, hijos míos, blancos panes y bizcochos duros...».

Doña Jacoba, sin catarlo, era atacada de somnolencia, que procuraba vencer. En tanto, recogía cuidadosa la caja de las perlas, acomodando en ella los paquetitos que contenían las divisiones hechas por Maturana. Esto no le estorbaba para dirigir a la gallarda pareja estas insinuaciones: «Sr. Calpena, cuéntenos usted algo de política... Aura, ¿por qué no cantas?».

Aprovechaban ellos las distracciones y cabezadas de la señora para entregarse con efusión al ardiente coloquio que enlazaba sus almas, en cláusulas cortas, balbucientes: «¿Me había usted visto alguna vez?».

-No, no... La impresión de usted en mi espíritu es antigua, eso sí... Cuando la vi entrar por esa puerta, creí recobrar algo que se me había perdido...

-¡Qué cosa más rara!... Esta noche, cuando subía yo la escalera, sentí miedo, alegría   —220→   y qué sé yo qué... No podía respirar... por poco me caigo.

-¿Y por qué pegaba usted a Lopresti?

-Es juego. Suelo darle así, con la sombrilla. A él le gusta, y conozco yo que está de mal humor cuando no le pego. Es un perro fiel, y me quiere con delirio. Esta tarde, al entrar, me dijo: «La está esperando a usted un caballero muy guapo, de parte de su tío el Sr. Mendizábal». Ya ve usted cuánto desatino. Me eché a reír... y le casqué más fuerte que otros días. ¿Oye usted? Jacoba me dice que cante... ¿Qué debo hacer?

-Obedecerla, creo yo.

-Lo que agrade a usted haré, y nada más. ¡Qué extraño es lo que me pasa! Hasta esta noche me ha costado siempre mucho trabajo someterme a la voluntad de los demás. He sido voluntariosa, díscola, rebelde... Pues ahora creo que si alguien me pegase, me alegraría, y mi mayor gusto sería obedecer, ser mandada.

-¿Y si yo me tomase la libertad de decirle: «Aura, haga usted esto; Aura, sería yo muy feliz si usted...»?

-¿Si yo qué...? Había de mandarme cosas buenas, las que ahora me parecen buenas... Y también, también yo mandaría un poquito, que es muy grato para una mujer verse obedecida. Obediencia y mandato, pienso yo que deben ir juntos.

-Servidumbre y tiranía en una sola persona, en dos quiero decir -indicó Calpena enteramente trastornado-. El amor nos hace   —221→   dueños y esclavos de la persona amada... Aura, esta noche, después que yo me retire... y mañana, mañana, ¿se acordará usted de mí?

-Se lo diré cuando vuelva.

-Según eso, ¿he de volver?...

Al llegar aquí sintió Calpena que se ponía tonto. A su primera audacia sucedió una timidez aplanante, y no encontraba fórmula adecuada para la expresión de sus afectos. Pero de súbito, en la tremenda revolución de su alma, vino el golpe de osadía, y poco faltó para que diese un grito, dejando salir, sin ningún recato ni miramiento, las llamaradas que le abrasaban. Con su mirar frío le contuvo la Zahón... Poco después le hizo Aura una pregunta insignificante: «¿Cómo es su segundo apellido?». Y él replicó: «Igual que el primero... Aura, nos conviene que usted cante un poquito, y es de todo punto indispensable que, cuando usted pase al gabinete ese del piano, pase yo también y estos se queden aquí».

Pronto lo arregló Aura dirigiéndose a la próxima estancia y ordenando a Fernando, desde la puerta, que tuviese la bondad de volverle la hoja, pues no daba pie con bola sin mirar al papel... Y ya están allá; ya desliza Aura sus lindísimos dedos sobre las teclas; él a su lado, sin entender la escritura musical, hace como que atiende al papel, mira embelesado a la divina cantora, y más embelesado aún, o transportado al séptimo cielo, la oye. Canta ella el aria de Semíramis,   —222→   Bel raggio lusinghier, y después una canzoneta napolitana.

Duda Calpena si vive o muere, si duerme o vela. La voz de Aura le penetra en el sentido como un himno de deidades lejanas, desconocidas, apenas visibles en su envoltura de blancos cendales. A ratos siente como un súbito rayo que le hiere, que le destroza, que le arrojaría exánime al suelo, si un poderoso estímulo de su voluntad no le contuviera. Desea que calle Aura; desea cogerla y llevársela consigo en aquel mismo instante, como el hecho más natural del mundo. A su timidez sucede una arrogancia que nada respeta, una prepotencia que todo lo allana. Se siente capaz de saltar por encima de los obstáculos más imponentes, y de atravesar con su hermosa conquista por entre las multitudes, que a sus ojos se empequeñecen ya, y sólo se compone de figurillas despreciables, microscópicas... Aura sola es toda la vida, Aura toda la ley, Aura el Universo físico y moral, Aura cuanto existe de Dios abajo.

En uno de los que podríamos llamar entreactos, el ardoroso galán, revolviendo papeles de música, como para escoger, le dijo: «Aura, cuando entraste esta noche y nos vimos, ¿no comprendiste que te adoraba?». Acalorada por la turbación que al rostro en centellas le subía, Aura se abanicó con una pieza de música. No se hizo cargo el joven de que la había tuteado, y ella, sin parar mientes en la forma familiar usada por primera   —223→   vez, pasó maquinalmente sus dedos por las teclas. «El piano me responde por ti, Aura -prosiguió D. Fernando-; el piano me dice que tú también me quieres, que no me dejarás morir de desesperación... Un instante ha bastado para hacerme pasar de una vida a otra vida, de la vida muerta a la vida viva... Si es verdad esto que pienso, no necesitas decírmelo. Me lo confirmarás callando...».

-Si callo, y tú lo dices todo... verá Jacoba que... que tú me quieres, que me estás enamorando; y si hemos de hacerle creer que yo no te quiero, porque así nos convenga... mejor será, tontín, que hable, y que me ría ¿sí?... como hacen las muchachas que coquetean...

-Conviene que cantes otro poquito... Dos palabras antes del canto: Hagamos de nuestros corazones un mundo aparte, sólo para nosotros...

-Mundo aparte... -murmuró Aura con firme acento, arrojando sobre los ojos de su amante toda la luz y el fuego de los suyos-. En un momento hago yo toditos los mundos que quiera.

-Aura, no hables más o me muero... -dijo Calpena casi delirante, violentándose para no gritar-, y si no me muero, te arrebato ahora mismo de esta casa y te llevo a la mía... Canta por Dios, canta un poquito.

-Y tú te callas... Después hablaremos.

-Un momento... ¿Dónde, cómo?

-Luego te lo diré... Silencio ahora.

Mientras cantaba con sublime expresión   —224→   un trozo de la Medea de Cherubini, Jacoba y sus dos amigos, en la otra estancia, hablaban con elogio del joven Calpena. Propiamente, la Zahón lo decía todo, y ellos, bajo la influencia del dulce elixir que alegraba sus gastados cerebros, apoyaban con fáciles exclamaciones y con expansivos movimientos de cabeza las palabras de la diamantista. Maturana se había encerrado en los monosílabos; Milagro, por el contrario, se lanzaba a la verbosidad más desenvuelta; Doña Jacoba tuvo que cogerle por un brazo, obligándole a recobrar su asiento a contestar formalmente a lo que tres o cuatro veces le había preguntado sin obtener respuesta. «No vuelvo a admitirle a usted en mi casa -le dijo- si no me contesta con claridad. A ver: si usted lo sabe, me lo tiene que decir... No valen misterios conmigo».

-Señora mía -respondió D. José plantándose la mano abierta sobre el pecho-. Por el nombre que llevo, nombre ilustre si los hay; por la salud de mis hijos, por el amor purísimo de mi esposa, digo y juro que este mozo gallardo es hijo del mismísimo D. Juan Álvarez Mendizábal, mi augusto jefe.

-Me lo figuraba -dijo Doña Jacoba con mirada resplandeciente-. Pero me falta saber otra cosa... ¿Y la madre?... ¿quién es la madre?

-¡La madre!... ¡la madre!... -murmuró Milagro como en grande confusión, pasándose la mano por el cráneo.

-Sí, hombre... ¿quién es la madre?

  —225→  

-¡La mamá!... ¡Ah!, ya recuerdo... Con el maldito néctar se le va a uno la memoria... Pues la madre... silencio, que no nos oiga nadie... es... ¡una reina!

-¡Una reina! -exclamó D. Carlos con espantados ojos.

-Chitón... Es un secreto... Y créanme a mí... peligran las cabezas de los insensatos que lo divulguen... -dijo Milagro puesto en pie, aplicando su dedo índice a los morros alargados-. ¡Una reina!... Chist... Aunque me amenacen de muerte, no saldrá de mi humilde labio el nombre del Reino en que reside la señora reina que...




ArribaAbajo- XXII -

Todos los biógrafos del insigne Milagro están acordes en afirmar que al salir este de casa de la Zahón para dirigirse con inseguro paso a la suya, quitose el sombrero y con él se abanicó, ávido de frescura y de bañar en aire limpio sus sienes abrasadas, su cráneo sudoroso. Y añaden que con el aire y el ejercicio se le aclararon de tal modo las entendederas, que al atravesar la plazuela de Provincia, camino de la Concepción Jerónima, donde vivía, empezó a sentir en su conciencia la garrafal tontería que a propósito del señorito Calpena se había dejado   —226→   decir, bajo la acción tóxica del nunca bastante maldecido curaçao... «¿Pero he dicho yo esa barbaridad, Señor? -pensaba, parándose y mirando al cielo-. ¿Lo habré soñado?... No, no; lo he dicho... aún me parece que estoy oyendo cuando solté el trueno gordo, cuando afirmé que Mendizábal... ¡Jesús!... y nada menos que una reina... Vamos, que me daría una tremenda bofetada en castigo de tanta necedad, de tanta estupidez... ¡Una reina... Mendizábal!... ¡Válgame Jesús bendito! ¡Que un hombre formal como tú, oh Milagro, haya repetido, dándolo por cosa verídica, esos ridículos dicharachos con que se mata el tiempo en las oficinas!... Pues digo, si el señor Ministro se entera de que yo... ¡Válgame mi santo Patriarca...!». Al pensar esto, se le erizaron sobre el cráneo los escasos cabellos que poseía... Consternado, intentó volver a la calle de Milaneses para desdecirse de todos aquellos embustes que no eran más que cháchara insubstancial de gente ociosa y frívola; pero no se determinó a desandar el camino, juzgando muy oportunamente que peor era meneallo. Siguió, pues, hacia su vivienda, haciendo propósito de rectificar serenamente, en noches sucesivas, los groseros dislates de aquella noche, y se recogió taciturno, caviloso. Su mujer le sintió desvelado, dando suspiros y pronunciando monosílabos con que a sí propio se ponía de oro y azul. ¡Infeliz Milagro!

Embebidos en su amorosa charla, los   —227→   amantes no repararon en la salida de D. José, que les dijo «¡adiós!» desde la puerta del gabinete; ni se cuidaban de ser vistos u oídos por Doña Jacoba, que hablando permanecía con el diamantista, entre cabezadas. Habían alzado, sin darse de ello cuenta, una valla anchísima entre su pasión y el mundo, y nada temían; la pasión crecía por momentos, como una enfermedad fulminante, y a las pocas horas de iniciada, ya no cabía dentro de la reducida esfera del secreto: se salía, se ensanchaba, quería ser patente a los ojos extraños, o por lo menos no temía ser lo bastante poderosa en sí para afrontar la opinión y cuantos obstáculos esta le ofreciera. Mejor que el narrador lo expresaban ellos mismos: «Antes de verte, antes de esta noche bonita -decía Aura-, yo, sin saber por qué, tenía la seguridad de que no estaba sola en el mundo. Cuando te vi, se me quitó de encima del alma el peso terrible de mi soledad». Y él: «¡De ayer a hoy, qué abismo! Ayer iba tras de tu sombra; hoy te poseo... Había de llegar, puesto que hay Dios, este divino abrazo de nuestras almas». Y por aquí seguían, en un vértigo de fogoso idealismo, locos, ávidos de amplificar cada concepto con otro más apasionado y sutil.

Viendo que Maturana se ponía en pie, Calpena hizo lo mismo, y dijo a su amante, consternado: «Horror de los horrores. D. Carlos se despide. También yo tendré que retirarme...».

  —228→  

-Mañana volveremos a vemos... lo más temprano posible.

-¡Mañana!, es muy lejano eso...

La mujer, en lances de pasión, posee más iniciativa y más arbitrios que el hombre. En voz muy baja propuso Aura algo que Calpena oyó con alegría. Cuchichearon... Despidiéronse luego en alta voz. Al poco rato, Doña Jacoba le daba al Sr. D. Fernando la venia para retirarse, y con afectuosos apretones de manos le ofrecía su casa, y le rogaba que viniese a honrarla con toda la frecuencia que le permitieran sus obligaciones al lado del señor Ministro. Juntos salieron el joven y Maturana; separáronse en la esquina de la calle de Santiago; vivía el diamantista en una de las casitas del Patrimonio, plaza de la Armería, junto a la casa de Pajes.

Consta en las monografías del buen Maturana que en el trayecto hasta su domicilio se agarró más de una vez a las paredes para no medir el suelo; y algún biógrafo añade que hubo de subir a gatas la corta escalera de su casa, y que se acostó al instante, muy arrepentido de sus recientes abusivas relaciones con el curaçao. «No está bien, no está bien -decía, desnudándose al revés, quitándose las botas antes que el sombrero, y las medias antes que la corbata-. Un artífice, un tasador no debe... no, señor... Es muy expuesto...». Felizmente, era en él añeja costumbre no aceptar invitación o cena o merienda cuando llevaba en su cartera piedras de valor. Aquella noche no llevaba nada.   —229→   Tardó en dormirse, y daba vueltas en su abrasado cerebro a las ideas sugeridas por Milagro: «¡Vaya con D. Juan Álvarez!... No hay grande hombre que no tenga sus enredos... Ya, ya se ve claro por qué arrambla todos los bienes del clero, que no es flojo botín. Naturalmente, ese dineral lo quiere para sí. Parece tonto, y pide para las ánimas... ¡Tremendas hormigas nos trae Dios acá! Bueno, hombre, bueno: cójase usted media España, y constituya un reino para el niño, para ese hijo de reina... Y ya veo a dónde va a parar con eso de coger todas las campanas de las iglesias y monasterios. Hará un palacio de bronce, todo de bronce, en el que las pisadas de los que entran y salen suenen como campanadas... ¡Ji, ji!... ¡Qué extraño!... el palacio del sonido... tin, tan... Otra: lo mejor sería que afanase las innumerables alhajas de las Santísimas Vírgenes y toda la plata y oro de las reverendas catedrales, echándolo al mercado... ¡Por Belcebú, qué negocio, qué pujas!... No quiero pensarlo. De Londres, de Amsterdam y de Francfort vendrá la nube de marchantes... Mucho ojo, Maturana... ¡Por San Carojulián bendito, no te descuides!... Y tiene que venir, tiene que sacarse a subasta. Porque todo, digo yo, no ha de ser para el niño...».

El niño, el hijo de la reina, se paseaba en la inmediata calle de Santiago. Aura le había dicho: «Mi habitación corresponde al último de los tres balcones por la otra calle. Cuando Jacoba duerma, me asomaré». El hombre   —230→   hacía su centinela entre las esquinas del Bonetillo y de Mesón de Paños, temeroso de perder, si se alejaba, el sublime momento en que su amada en el balcón apareciese. La noche era obscura; dieron las doce en el reloj de Palacio; no se veía por allí más gente que las pocas mujeres que entraban por el Bonetillo y se deslizaban calle abajo, y algún hombre que en la misma dirección iba, o hacia las tabernas de la plaza de Herradores. El sereno se hacía presente por la luz de su farolillo, allá junto a los altos muros de San Felipe Neri.

Media hora pasó Calpena en gran ansiedad, recelando que Doña Jacoba, enterada del propósito de los amantes, lo estorbase encerrando a la dama o conminándola con algún castigo. Paseo arriba, paseo abajo, sin quitar ojo del balcón, pensaba en aquella su mudanza súbita, tan semejante a la explosión de un volcán. Toda su vida era nueva; todas sus ideas habían cambiado, dispersándose las de ayer y entrando con empuje dominante las de hoy. Ningún sentimiento de los de ayer, refiérase a la política, a los amigos, a la sociedad, en él persistía. De aquel espacio luminoso, donde flotaba la ideal imagen de Aura, venían nuevos conceptos de todas las cosas. Impaciente por la tardanza de ella, ni por un momento pensó que pudiera burlarle: tenía confianza absoluta en su firmeza y lealtad. Tampoco le amargó la sospecha de que Aura hubiese conocido el amor antes de conocerle a él. Era   —231→   mujer nueva, como la esposa de Adán. Dios les había criado destinándoles el uno al otro, y no estaba en el orden del universo que hubiesen precedido al feliz hallazgo otros encuentros, ni aun siquiera fortuitos y sin importancia. Tal era su ardor ciego y entusiasta, tal su fe en aquella felicísima obra de integración, dispuesta por el destino de ambos.

Al fin... oyó ruido en el balcón, y apareciose en él una forma blanca. Era principal el cuarto, y la distancia entre el balcón y la calle como de cuatro varas. Arrimose el galán a la pared, y Aura echaba medio cuerpo fuera del antepecho, doblándose como un junco, para que el espacio entre las enamoradas voces fuese lo más corto posible. Explicó primero su tardanza, motivada por lo que Jacoba tardara en dormirse, a causa de sus dolores, siendo preciso darle friegas y ponerle bayetas calientes. Ya parecía dormida, y Lopresti, fiel esclavo, quedaba encargado de la centinela, para avisar en caso de que la enferma remusgara. Recayó luego la conversación en un punto interesantísimo: «¿Tú quién eres? Conozco en ti al hombre que quiero, y me basta. Pero deseo saber quién eres para los demás. Lo mismo me da que seas noble, que seas plebeyo, que seas mucho, que no seas nada, pues siendo para mí el único, me basta... ¿Te enteras bien de lo que te pregunto?».

-Sí, vida y gloria mía... Yo no soy nadie. Ignoro quiénes son mis padres. Vivo de   —232→   la protección misteriosa de una persona desconocida, por quien estoy en Madrid, por quien disfruto ese destinillo, y no sé más. ¿Verdad que es raro?

Contó en seguida concisamente su vida toda: su crianza en Vera, lo del padrino, la estancia en París, la traslación a Madrid y todo lo demás que ya se sabe, poniendo en su relato tal sinceridad y sencillez, que Aura se embelesaba oyéndole; y si no estuviera enamorada hasta la médula, es de creer que sólo con aquella historia tan poética y linda se prendaría locamente del pobre desheredado. Refirió ella que no había conocido a su padre ni a su madre: habíanla criado parientes egoístas que jamás la demostraron vivo afecto. Creíase sola en el mundo, hasta que Dios le deparó el compañero de su existencia, su salvador, su única familia. ¡Qué hermosura ser los dos solos en sí, reconocerse en medio de los espacios de la vida, como pajarito y pajarita que se encuentran en la espesura de la selva, y, saludándose con sus piquitos, se unen para siempre! No faltaba sino que se declararan libres, sin más obligaciones que las que cada uno para con el otro había contraído, por vía de unión divina, como si Dios les echara un lazo y les dijera lo que dicen los curas cuando casan. De pronto, Aura tuvo una idea, y la expresó al instante con infantil candidez: «¿No sabes?... Como aún no hemos tenido tiempo de decirnos todas las cosas, no te has enterado de que yo soy rica. Sí, hijo, sí. ¿Pensabas que   —233→   éramos nosotros unos pobrecitos, dejados de la mano de Dios? Mi padre, Jenaro Negretti, dejó mucho dinero. Lo tiene guardado el Sr. de Mendizábal, que es quien le da a Jacoba para mis gastos... Con que ya ves. No hay que apurarse... Estamos en grande, y seremos los reyes del mundo».

-Pues yo -dijo el amante con tristeza- soy pobre: nada tengo; pero no me faltan alientos, ni tampoco, creo yo, disposiciones para trabajar... También te digo una cosa, Aura: bien podría suceder que de la noche a la mañana recibiera yo, como caída del cielo, una fortuna grande... Se han dado casos: yo he leído de algunos casos...

-Pues si sale lo que esperas, ¡oh Dios mío, cuánta felicidad!... Eso sería lo más lindo del mundo. Resultaríamos en posesión de unos dinerales que no nos harían maldita falta... Si quieres que te diga la verdad, a mí no me hace dichosa el dinero, ni creo que sirvan las riquezas más que para disgustos. Con poseerte a ti me basta; y si mañana viniera el señor Mendizábal y me dijera: «niña, no tienes ni un maravedí», yo me quedaría tan fresca. ¿Y tú?

-Pienso como tú piensas, y siento todo lo que tú sientes... Quien nos ha puesto hoy el uno junto al otro, se cuidaría de darnos lo necesario, si por nuestra parte no lo tuviéramos. Es hermosísimo, sí, lanzarse a la vida sin más alas que las inmensas del amor. Somos jóvenes, nos adoramos... Esto es la suma dicha. ¡Qué bueno es Dios!, ¡y la Naturaleza   —234→   qué hermosa!, ¡y nosotros, qué bien hicimos en nacer!... Si tú o yo nos hubiéramos quedado por allá, ¡qué insigne tontería habríamos hecho!

-Es verdad; porque no naciendo, ¿cómo podría yo quererte con toda mi alma?

-Oye otra cosa, vida mía... Si te parece, nos casaremos pronto, muy pronto.

-Sí, sí -dijo Aura con tan vivo movimiento de inclinación, que pareció querer arrojarse a la calle-. ¿Cuándo?

-Pronto. Mañana...

-¿Mañana?... ¿Y hoy por qué no?... ¡Pero qué tonta soy! Eso no puede determinarse así en días, en horas. Tengamos paciencia y formalidad. Lo que acabo de decir es muy desvergonzado. ¿Me lo perdonas?

-Pues si el hoy te parece demasiado presuroso, diré: ahora mismo.

-Quita allá, hombre... ¿Acaso el casarse es cosa de un soplo? No, niño mío, no seas tan arrebatado. Ten juicio. Pues apenas hay que preparar cosas: ropa, papeles, y, ante todo, casa.

-¡Casa! Tenemos el mundo por nuestro... Dime -añadió el galán, casi loco ya, señalando hacia la bóveda celeste-, ¿te gusta ese techo?

-Es precioso... Pero ahora, desde que te quiero, todo me parece cielo, y la obscuridad claridad, y la noche tan bonita como el día, casi más, y Jacoba me parece amable, y todas las personas muy buenas... Pero tengamos calma, y esperemos.

  —235→  

-Sí, esperemos. ¿Qué nos importa retrasar la felicidad, si la tenemos segura, si es nuestra ya?

Asaltado de una idea triste, cosa natural en aquella irradiación de ventura, Calpena no vaciló en expresarla: «Dime, amor mío, si Jacoba, que me parece persona egoísta... no sé en qué me fundo; pero me lo parece...».

-Y lo es: tú tienes mucho talento y todo lo aciertas. Sigue.

-Pues si Jacoba, y lo mismo podría decir de otro cualquier pariente tuyo, se opusiese, por móviles de interés, a que nosotros nos amáramos: no, no, a eso no pueden oponerse... quiero decir, que se opongan a que nos casemos...

-Eso no puede ser... porque nosotros saltaríamos por encima de todas sus artimañas, y pisoteándoles nos juntaríamos y nos casaríamos, ¿sí?

-Pero suponte tú que contra toda nuestra buena voluntad y contra las energías de nuestra pasión, lograran separarnos, imposibilitarnos materialmente de...

-No, no puede ser, no será -dijo la enamorada con expresión de voluntad tenacísima-. ¡Pues si Jacoba fuera tan mala que...! No, no quiero pensarlo.

-¿Qué harías?

Aura se irguió, y apretando en su nervioso puño, con fuerza de mujer furiosa, el hierro del balcón, dijo: «¡La mataría!».

-No, no tendrías que tomarte ese trabajo,   —236→   mi bien, mi vida, mi encanto, porque antes la habría matado yo.

-Y luego iríamos juntos al presidio, ¿sí?

-No pensemos en eso, que no ha de suceder. Yo digo: ¡qué más querrá Jacoba...!

-Claro: ¡qué más querrá ella! No te creas, Jacoba es buena, siempre que no la arrastra a la maldad la infame codicia. Por un brillante de buenas aguas, o por una docena de turquesas de roca vieja, sería capaz de sacrificar a su padre.

A todas estas se les iba pasando la noche. Las primeras claridades del alba trajeron a la calle alguna gente de los mercados próximos, y el sereno pasó varias veces, dirigiendo a Calpena miradas recelosas. Aquí y allá sonaban porrazos; los gallos del comercio de aves en la calle de la Caza cantaban anunciando el día. Sobre esto llamó Calpena la atención de Aura, indicándole con pena que ya era hora de retirarse.

«¿Qué prisa todavía?... Esos pobres gallos enjaulados están tan aburridos por la falta de libertad, que anuncian la aurora antes de tiempo».

-Ya es de día... ¿No lo ves?

-¿Y qué? Mejor. Así podremos vernos las caras.

De improviso se abrió una de las puertas del piso bajo de la casa, y Calpena se vio sorprendido por un mozo, soñoliento, que salía con una escoba. Luego se abrieron dos puertas más: una cacharrería y un despacho de huevos. Imposible seguir más tiempo allí.   —237→   Los hados fieros ordenaban la suspensión del coloquio dulcísimo, y que los amantes guardasen la ley del recato ante el público, pues cada cosa tiene su ocasión y lugar propios. ¡Bonita idea tendría de la señorita de Negretti el vecindario de Milaneses si la veía colgada al balcón, al amanecer de Dios, picoteando con su novio! Antes que ella comprendió él la inconveniencia de prolongar la alborada de amor, y así se lo dijo. Convenidos el cómo y cuándo de verse en el curso del día, Calpena se arrancó con esfuerzo del celestial muro. El día se recreaba iluminando con sus primeras claridades la ideal belleza de Aura, quien no se apartó del balcón hasta que hubo recibido el último saludo de D. Fernando. Se fue y volvió el galán como unas tres o cuatro veces, jugando al escondite en la esquina de la calle Mayor, hasta que al fin, siendo preciso poner término al juego... se arrancó de veras.




ArribaAbajo- XXIII -

Más que inquieto, lleno de zozobra por la desusada tardanza de Fernandito, le esperó levantado su amigo D. Pedro, y al verle entrar, conoció por su rostro encendido, por el febril centelleo de su mirada, que algo muy grave le había ocurrido aquella noche. Interrogole   —238→   dulcemente, y no obtuvo respuesta categórica.

«Luego me lo contarás -dijo Hillo-, que ya es hora de que me vaya a decir mi misa. Me has tenido toda la noche en vela. Como no es tu costumbre trasnochar, me alarmé. ¿Has estado en alguna logia? ¿Se trata de algún mal paso, de algún lance?... Pero no quiero molestarte ahora. No me cuentes nada, y descansa, pobrecito, que estarás muerto de sueño. Yo me voy al Carmen... Duerme todo el día si quieres, y a la tardecita me contarás...».

Se fue D. Pedro a celebrar, y al regreso de la iglesia, Calpena dormía. Acercose a su lecho el presbítero, y le vio dormidito como un ángel, con ese leve sonreír que indica un venturoso sueño. A la hora de comer quiso Doña Cayetana despertarle; pero se opuso Hillo diciendo: «No, no, pobre hijo; dejarle que duerma: sabe Dios lo molido y ajetreado que estará ese bendito cuerpo. Guárdesele la comida». Salió después a una diligencia que le entretuvo dos horas, y al volver a casa díjole Delfinita que D. Fernando había comido presuroso y sin enterarse de lo que metía por la boca; que no respondía a lo que se le preguntaba, como si se hubiese dejado en otra parte el pensamiento y la palabra. Y lo más singular fue que, sin probar el postre, que era miel de la Alcarria y queso de Villalón, había cogido el sombrero y echádose a la calle con tanta prisa como si le llamaran a apagar un fuego. ¡Cosa más   —239→   rara! Indudablemente ocurrían sucesos inauditos. ¿Sería, por fin, la estupenda anagnórisis que Hillo por momentos esperaba? Entregándose a sutiles cavilaciones y al trabajo de adivinar, esperó el clérigo la vuelta de su amigo; pero tuvo el acierto de esperarle sentado, porque Calpena no entró en casa hasta la mañana del siguiente día.

Ya no pudo Hillo aguantar más los ardientes picores de la curiosidad, y tomando una actitud serena, le dijo: «Hoy sí que no te me escapas sin contármelo todo». Calpena, confuso, no sabía por dónde empezar. Hillo cortó la solemne pausa diciendo ¡Habla!, con el acento con que esta palabra se pronuncia en las tragedias de secano.

«Pues... nada».

-¿Cómo nada? ¿Es acaso alguna intriga política?

-No señor.

-Pues yo sé que en el Ministerio no se vela... Vamos, será cuestión de amoríos...

-Tampoco; porque los amoríos son cosa frívola y pasajera, y esto no.

-Amor entonces -dijo Hillo con benevolencia, y terminó la expresión de su idea con una nota humorística-: ¿Con que amor tenemos? Bueno: con tal que sea clásico...

-¿Y qué entiende usted por amor clásico?

-El que se contiene dentro de los límites de la conveniencia y de la regularidad; el que no es motivo de escándalo, sino ejemplo de buenas costumbres; el que no es furor insano, sino afecto plácido y limpio; el que tiene   —240→   por norte la familia y por cebo una relación casta, con el consentimiento de los padres...

-Yo no tengo padres.

-Di que no los conoces. Mientras te llega la anagnórisis, tu padre soy yo: yo miro por ti, y te guío en el camino de la vida.

-Me temo, querido Hillo, que después del paso que he dado, tenga yo que arreglármelas solo para seguir andando... En fin, puesto que usted habla de amor clásico, diré a usted que el mío, como águila a quien quisieran encerrar dentro de un huevo de paloma, ha roto los moldes, ha roto el viejo y podrido cascarón del clasicismo.

-No te conozco -dijo D. Pedro con sobresalto-. ¿Eres tú el joven Calpena?

-No señor... El joven Calpena que usted conoció, se ha transformado radicalmente en días, en horas. Cuando menos uno lo piensa, sobreviene la crisis capital de la vida...

-Hombre, eso es gravísimo. ¿Y quién es ella? ¿Acaso la niña que llamamos marmórea?... ¿Dices que no? ¿Pues de quién se trata? ¿No puedo saberlo? Sea quien fuere podré darte una opinión franca, un buen consejo.

-Me hallo en una situación tal, que toda opinión que no sea la mía me hará el efecto de una enemistad irreconciliable; y en cuanto a los consejos, debe usted esperar a que yo se los pida.

-Arrogantillo estás. Por lo que dices, voy entendiendo que tus amores son de esos   —241→   que llaman, que llaman... no sé... esta clase de bregas son para mí desconocidas. Pero ello debe de ser cosa vergonzosa, una pasión de estas que nos ha traído el romanticismo, y que suelen acabar con descabello de media humanidad.

Interrumpió el diálogo la llegada de una carta. Era de la mano oculta, que no había escrito en toda la semana. A Fernando le dio un vuelco el corazón, y barruntando que el contenido de la epístola heriría su vidriosa sensibilidad, rogó al clérigo que la leyese. Él oiría, procurando enterarse, pues su espíritu, en aquellos días de ansias y delirio, no acudía fácilmente al reclamo de la realidad próxima. Después de suspirar fuerte, D. Pedro leyó:

«¿Con que tenemos al niño enamorado? Ya me esperaba yo ese sarampión, que rara vez falla a los veintidós años. Paciencia, y pues no hay más remedio que pasarlo, no lo combatamos, y pónganse los medios para que brote bien... Tontín, se te tolera esa pasioncilla juvenil, que es el paso de la adolescencia a la madurez de la vida. Los hombres conceptúan eso necesario, inevitable; tales turbonadas, dicen, son necesarias, hasta convenientes. Sea: con pena lo admito, y te suplico que acabes cuanto antes, no sea que la enfermedad se meta demasiado en lo hondo. No tengo tranquilidad hasta que sepa el radical fin de esa novelesca aventurilla, y no dudes que he de saberlo, como supe lo del banquete que te dio la Zahón, como tengo   —242→   noticias del desenfado con que te pones a pelar la pava con la chiquilla de Negretti. También sé que es muy linda. No te acusaré de mal gusto, no; y como te tengo por hombre perspicaz y conocedor del género, presumo que en tus largos plantones al pie del balcón habrás tenido tiempo de comprender que la niña es diamante falso. ¡Ah, tontín!, la pedrería fina es muy escasa, y no se encuentra en la primera cena a que nos convidan...».

Al llegar a esto, Calpena no pudo contener el dolor, la ira que estas apreciaciones le produjeron, y estalló diciendo: «Eso es sencillamente infame... Dígalo quien lo dijere, es inicuo, ultrajante. No debo hacer caso de la opinión de persona anónima, que no puede sentir la verdad, como la siento yo... Y juro que no habrá voluntad que me tuerza, ni razón humana que me persuada de que esto no es para mí el supremo bien, el único bien posible».

-Espérate un poquito y déjame acabar. Sigo: «Como para estas aventurillas, que mejor será llamar calaveradas, se necesita dinero, te mandaré mañana seis onzas. Más, mucho más recibirás; pero entiende que este dinerito no debe servir para prolongar la enfermedad, sino para ponerle término... Y no te digo más por hoy».

«¡No puedo, no puedo -exclamó Calpena dando vueltas por la habitación como un loco- sufrir por más tiempo esta tutela anónima!... Y estas burlas, este desconocimiento   —243→   de la verdad, me lastiman, me hieren más que si me asestaran cien puñaladas... ¡Oh, cuánto diera yo por conocer a la persona que me escribe, y poder decirle lo que siento...! No, no dudo que esa persona se interesa por mí, que me ama. También la quiero yo sin conocerla. Pues bien: yo la convencería... ¿Cómo no había de convencerla, si yo lo estoy firmemente, si llevo dentro de mi alma, no sólo todo el amor, sino toda la lógica del mundo?...».

-Hijo mío -le dijo Hillo con expresivo afecto-, lo que la señora incógnita te escribe es el puro Evangelio. Considera tú ese amor como una aventurilla pasajera... cosas de muchachos, ejercicio vital... y... dale ya puntillazo...

Le miró Calpena, plantándose ante él desdeñoso, altanero, y con grave entereza contestó:

«Soy un hombre; tengo un alma que es mía, una inteligencia que me pertenece, y con ellas siento y juzgo lo que me incumbe. Ni de usted ni de esa desconocida persona admito lecciones, ni soy un niño para recibirlas en esa forma. Quien nunca ha tenido familia, bien puede declararse independiente como lo hago yo ahora. La soledad en que he vivido me ha enseñado a gobernarme por mí mismo. Soy libre, Sr. D. Pedro; a nadie me someto. Los que me protegen por motivos que aún están rodeados de obscuridad, que den la cara, y entonces hablaremos. Si conseguimos entendemos, bien, y si no, lo mismo.   —244→   No altero mis propósitos, no me someto, no me rindo».

Sin dejar de admirar esta noble gallardía, trató Hillo de reducirle a la obediencia ciega de la deidad velada, pues así también solía llamarla, no sabiendo qué nombre darle, y el primer argumento que empleó fue que le convenía dicha sumisión para no comprometer su brillante porvenir.

Echándose a reír, le contestó D. Fernando que él no contaba con más porvenir que el que por sí mismo se labrase, pues todo lo demás era fantasmagorías y sueños; y en último caso, que no sacrificaría a ninguna consideración, ni a interés alguno por grande que fuese, la pasión que colmaba todos los anhelos de su existencia. Y como Don Pedro insistiese en que la aventura no merecía nombre de pasión seria, y que debía ponerle punto final, replicole el joven con flema: «No puede ser, mi querido Hillo. En esto he querido aplicarme fielmente el precepto fundamental de su filosofía práctica... Para que no diga usted que fracaso como todos los españoles que emprenden algo, me propongo rematar la suerte».

-¡Ah!, pillo... ¿De modo que te casas...?

-Tal creo... Esto no es aventura... para que vaya usted enterándose.

-Estás perdido, perdido sin remedio... Un joven llamado a... qué sé yo... llamado a grandes destinos... ¡Por Dios, Fernandito de mi vida, mira bien lo que haces!... Y a mí que me parecían poco para ti todas las duquesas   —245→   y princesas que andan por esas cortes.

-Yo soy pueblo, pueblo nací y pueblo me encuentro ahora. ¡Ay!, amigo Hillo, me acuerdo de mi cuna. Era de mimbres, y estaba rota y medio deshecha. Yo ensanchaba los agujeros con mis manecitas, y me echaba fuera para jugar con un perro y dos cabras que había en la pobrísima estancia donde me criaron... ¡Y ahora me habla usted de duquesas y princesas! A usted le ciega, o más bien le enloquece su bondad... Yo no soy lo que era. He dado un gran vuelco: mis ideas son otras. No tengo ya más que una ambición, y a satisfacerla se encaminan todas las potencias de mi alma. Me crió aquel bendito en la templanza, en la regularidad, en el justo medio de todas las cosas. Pues ya no quiero justo medio; ya me solicitan las situaciones extremadas... Quiero exceso de vida, energías poderosas, mucho gozar o mucho sufrir, luchar, hacer cara a los grandes desastres si vienen, hartarme de felicidad si Dios me la depara. No quiero andar por caminos trazados, ni que me cuenten los pasos que doy, ni que me lleven con andadores, ni que me muevan con hilitos, como si fuera yo figura de titiritero. No, no: de un salto me he echado fuera del retablo, y entro en el mundo yo solo. El mundo es grande. Un sentimiento, grande también, llevo yo conmigo. ¿Hay espacio? Sí. ¿Tengo yo alas? Sí. Pues a volar.

Y cogiendo el sombrero, se fue a la calle, sin añadir una palabra, dejando a su excelente   —246→   amigo todo confuso y turulato, con las manos en la cabeza, desahogando con patéticas exclamaciones la turbación de su espíritu: «¡Señor, devuelve el seso a este noble chico, digno de mejor suerte... le he tomado tanto cariño, que sus asuntos me interesan más que los propios!... ¡Señor, descúbreme el misterio de Calpena; dame a conocer la mascarita esa que le protege y le dirige! Que yo la descubra, para llegarme a esa divina tutora y decirle que se declare, que se quite la careta, único medio de que nuestro Fernandito entre en razón. Tutora he dicho, pero mejor será decir madre... En su estilo se ve la delicadeza, la gracia, y un cariño intensísimo. Es madre, y además dama ilustre. Su estilo lo revela, esa discreción de alto tono, esa exquisita habilidad para ocultarse... ¡Dios mío, santo Apóstol bendito mi patrono, santa Virgen, y vosotros, santos, santos todos de la Corte Celestial, despejadme esa incógnita, pues creo que entre ella y yo, puestos al habla, salvaríamos a este alucinado chico de la perdición, de la ignominia, de la muerte!».

Su generoso anhelo sugirió al buen presbítero una idea, un plan, y propósito firmísimo de empezar a realizarlo aquella misma tarde. «Voy a minar la tierra para desvelar a esa velada. Dios me abrirá camino; Dios iluminará las obscuridades que encontraré en los comienzos de mi trabajo. A esta investigación consagraré mi tiempo, pues ya no me importa que me den ni que me quiten   —247→   la cátedra que me corresponde... Y ahora digo yo: ¿por dónde empiezo?... A ver, Pedro, discurre un poco, afina la suerte... Por de pronto, si a ese loquinario le da la ventolera de desdeñar las cartas de su protectora, yo las recogeré cuando vengan, las leeré y las tendré bien guardaditas hasta que a él se le caiga de los ojos la venda. Y si envía dinero, como anuncia, yo lo guardaré también para írselo dando conforme a sus necesidades, que ahora presumo han de ser muchas... Esto lo primero; después...».

Dándose un golpe en la frente, lanzó una exclamación de alegría: «Eureka, ya sé cuál es el primer paso que tengo que dar: ir a la casa de esa mozuela de quien se ha enamorado, y verla y hablar con su familia, para lo cual me valdré o del compañero de oficina de Calpena, Sr. Milagro, o del Sr. Maturana, el diamantista que vino a buscarle y se le llevó, con la cajita de Olorón bajo el brazo, en aquel aciago día... Perfectamente: ya tengo mi base de operaciones... Luego trataré de averiguar por qué medios, por qué espionaje pasan a conocimiento de la velada todos los actos de Fernandito, cuantos pasos da en este Madrid tan grande. Pondreme, pues, en relación con los acechadores o centinelas que tiene esa señora. Sepa ella que yo quiero ser también su misterioso vigía, y que ninguno habrá más diligente ni más desinteresado que yo... Procuraré además el trato y conocimiento de todos los amigos de Calpena: ese empleado tísico, ese Larra, ese   —248→   Ros de Olano, ese Pezuela, ese Veguita... Ellos quizás me den alguna luz... Y si pudiera colarme en los dorados palacios donde el señorito fue introducido no hace mucho, también me colaría... sí señor... dispuesto estoy a todo, hasta a disfrazarme... Sí, sí, Sr. D. Fernando Calpena: usted no se ríe de mí; usted no se emancipa, no, mientras esté aquí su viejo amigo, este pobre clérigo, que beberá los vientos por evitar que un mozo de tales prendas, que evidentemente lleva sangre de reyes... ¡lo dicho, dicho!... sangre de reyes, caiga en los abismos del amor enfermizo y de la calentura romántica».




ArribaAbajo- XXIV -

No constan los días que empleó el buen Hillo en su investigación preliminar; sólo se sabe que no fueron pocos, y que al cabo de una semana conocía algo y aun algos de la familia Zahón, y había hablado largamente con Milagro y Maturana, los cuales, lejos de aclarar el enigma principal, lo que hicieron fue añadirle nuevas obscuridades... Sin desmayar ni un punto en sus tareas policiacas, trató de hacer cantar a Méndez; mas toda tentativa cerca del estirado patrón resultó inútil, bien porque nada de lo substancial sabía, bien porque quisiera echárselas   —249→   de discreto, contraviniendo el tradicional tipo de los pupileros y fondistas. Cuando se veía el hombre muy estrechado por la apremiante argumentación de D. Pedro, no se le ocurría más que remitirle a Edipo y al Sr. de Azara. Salía D. Pedro al ojeo del polizonte, conseguía echarle la zarpa, le interrogaba, y el feo Edipo le decía: «Sr. de Hillo, estoy muy a gusto en mi colocación y no quiero perderla. Tengo seis criaturas, que son, vamos al decir, seis candados que cierran mi boca. Si por contestar a sus preguntas me dejan cesante, no será usted quien me coloque. Con que déjeme en paz y llame a otra puerta». Y D. Manuel de Azara, hombre más avinagrado y de mejores despachaderas que Dios ha echado al mundo, le recibía, después de plantones de tres horas, para decirle que se metiera en sus asuntos y dejara los ajenos. Ni un indicio, ni una ráfaga de luz, ni un vocablo indiscreto.

Acudió después mi hombre al tísico Serrano, que llenándole la cabeza de mentiras y encaminándole por una pista falsa, le hizo perder el tiempo y la paciencia; y tantea aquí, tantea allá, se refugió en la amistad y en los grandes conocimientos sociales de su compañero de casa, Nicomedes Iglesias. Si al principio pareció que el politicastro tomaba el asunto con interés, pronto dejó de hacerlo; tan sorbido le tenían el seso los negocios políticos, el interés de las sesiones y el periodiquillo que había fundado en unión de su amigote reciente, Luis González o Luis   —250→   Brabo, que de ambos modos respondía, en el cual papelejo apoyaban al grupito de oposición parlamentaria que formaron en Procuradores Caballero, López y el Conde de las Navas. Si el hombre no estaba demente, le faltaba poco; su cortante lengua no desmayaba un instante durante el día, ni su enconada pluma por la noche. Competía con él en acrimonia y acometividad el tal Brabo, andaluz, delgadito, aguileño, más vivo que la pólvora, cortado para la política del ruido y para soliviantar con gracia a las multitudes. Meses después, Brabo escribía en papeles moderados; Iglesias extremaba sus ideas revolucionarias en los del bando liberal; su consecuencia, que era una forma de su orgullo, le valía persecuciones y desdenes. Pero en Diciembre del 35 todavía se le contaba entre los hombres de porvenir, aunque su irritación por no haber entrado en el Estamento le creaba enemigos, alejándole de la meta de su ambición.

Mientras Hillo con tan poca fortuna emprendía la reconquista de Calpena, este se transformaba, haciéndose huraño, apartándose de sus primeras amistades para contraer otras nuevas con personas bien distintas de los literatos del Parnasillo y de los concurrentes a tertulias de tono. Abandonó en absoluto la sociedad elegante, y no volvió a parecer por la casa aristocrática, donde se entristecían por su ausencia las bellezas más o menos marmóreas. Cultivaba la amistad de los oficiales de la Guardia y de Infantería,   —251→   yernos de Maturana, y conoció a los de Fonsagrada, la familia que más trato tenía con la Zahón. Algunas tardes paseaba con el soldadito chiclanero y poeta, amigo de Milagro, Antonio García, autor imberbe de un drama caballeresco que tenían en su poder los cómicos del Príncipe.

Contra lo que Fernando temía, Doña Jacoba no se opuso a sus amores con Aura; casi los alentaba y protegía, pero encerrándolos dentro de la esfera de castas relaciones con buen fin, y sometiendo la fogosa pasión de ambos amantes a las reglas caseras que para tales casos se usan, y que en aquel tiempo eran de una simplicidad enfadosa. Hacía esto la Zahón, más que por sentimiento, por cálculo, mirando a su propio interés antes que al de la joven puesta a su custodia. Era ante todo traficante, se había criado en el compra y vende; todas sus canas, que eran muchas, y las jorobas que en su esqueleto se formaban, le habían salido en el continuo y anheloso estudio de la ganancia fácil. Por lo demás, su moral era tan ancha como las mangas del vestido que el reuma le obligaba a usar, y sus creencias religiosas, tibias como las aguas con que se lavaba. La moral de los contratos de cosas, interpretada a su manera, érale muy conocida y familiar; la otra, la tocante al honor y al recato, sólo existía en su conciencia con formas desleídas.

Sujetó, pues, a los amantes a un régimen de apariencias estrictamente morales, prohibiendo en absoluto las entrevistas de calle y   —252→   balcón, y permitiéndoles hablarse a horas fijas en su casa y en su presencia. Con esto cumplía, y sentaba sobre bases decorosas su bien planeado negocio. Muy mal sabían a Fernando y a su dama esta reglamentación de colegio y este régimen de insulso noviazgo, aplicado a una pasión tan flamígera; pero lo soportaban en espera de los arranques de su albedrío, planeando también algo, que muy calladito tenían, y desquitándose por el pronto con el carteo constante y clandestino de que era mediador el cuitado Lopresti. Con los Fonsagradas se les permitía salir alguna vez de paseo, bien vigiladitos, no pudiendo campar libremente ni a la ida ni a la vuelta, ni extraviarse en las arboledas de la Florida, ni jugar a la gallina ciega. Estaba, pues, Calpena hecho un novio clásico, contra lo que su temperamento y sus altas ideas le dictaban; pero se sometía o afectaba someterse, con la esperanza de que no había de durar mucho la insípida comedia. Por aquellos días iba al Ministerio nada más que el tiempo preciso para no caer en falta, y a veces dejaba de asistir pretextando enfermedades. Rara vez le llamaba ya el Ministro a su despacho para encargarle contestaciones de cartas. Hacíalo siempre dando las instrucciones a Milagro, el cual repartía la tarea y vigilaba la de su compañero, llevándolo todo a la firma.

Hacia el 20 de Diciembre, poco antes de la célebre discusión del voto de confianza, en días en que Mendizábal estaba gozoso, como   —253→   hombre que vislumbra el éxito y ve próxima la realización de sus ideas, llamó a Milagro y le hizo sentar frente a sí en la mesa de su despacho. Habíale tomado afición por la donosa vaguedad que sabía emplear en la redacción de cartas de pura fórmula, en que no se dice nada, y por el estilo cortesano y elegante en que envolvía el perdone usted por Dios, receta contra los pedigüeños de gollerías.

«Ante todo -dijo Mendizábal con aquella presteza nerviosa que ponía en su trabajo-, póngame usted ahora mismo, pero ahora mismo, una carta a D. Martín, diciéndole que detenga el nombramiento de Catedrático de Retórica de un clérigo que se D. Pedro Hillo, en favor del cual le escribimos no sé cuándo...».

-Anteayer.

-Me había recomendado a este sujeto Musso y Valiente, si no recuerdo mal.

-Sí, señor; y antes D. Manuel José Quintana...

-Y creo que también Juan Nicasio Gallego... en fin, medio mundo. Tanto me han mareado, que me decidí a recomendarle a Heros. Pero después he sabido algo que me pone en guardia... Francamente, yo hago todo el bien que puedo; pero en este puesto, y rodeado de dificultades, no creo estar en el caso de favorecer a mis enemigos. Dígame, ¿conoce usted a ese Hillo?

-Sí, señor: vive con mi compañero de oficina, Calpena, y hemos ido juntos al café y   —254→   a los Toros. Es muy entendido en tauromaquia.

-¡Qué atrocidad!... cura, torero y retórico... No he visto jamás una ensalada semejante... Ello es que ese sujeto ha dado en perseguirme... Aquí viene todos los días a pedirme audiencia. Como ahora no estoy para perder el tiempo, no se la he concedido. Pero el hombre ha dado en acecharme cuando entro en mi casa y cuando salgo. Todas las mañanas tira de la campanilla tres o cuatro veces. En la escalera, hoy, bajando yo con Cano Manuel y con Olózaga, me le encontré... Demudado, la voz temblona, me habló... La verdad, no me enteré bien de lo que dijo... Que no quería hablarme de la cátedra... que se había hecho campeón de una causa de moralidad, de justicia... que era preciso descorrer el velo... Esto del velo lo repitió no sé cuántas veces... En fin, me dio lástima. Paréceme que el tal presbítero no tiene la cabeza buena. Yo me zafé como pude, y luego me dijo Olózaga: «¿Sabe usted, D. Juan, que este pajarraco de sotana es de los que hacen correr por ahí historias denigrantes en que mezclan, sin ningún miramiento y quizás con aviesa intención, el nombre de usted?... -¿Qué me cuenta, Salustiano? ¡Mi nombre...! -Sí, señor: quieren minarle a usted el terreno, echando a volar especies absurdas, actos o relaciones de la vida privada».

Al oír esto, palideció el buen Milagro, y contestando a su jefe con un monosílabo que   —255→   expresaba tanta sorpresa como indignación, hizo solemne voto mental de no volver a probar el curaçao en lo que le quedara de vida.

«No es la primera vez -continuó Su Excelencia- que llegan a mí rumores de esta naturaleza, unos verdaderos, referentes a los hechos y casos que no tienen nada de ignominiosos, otros absurdos y sin ningún fundamento, y otros van derechos contra mi reputación, contra mi prestigio. Nada de esto me sorprende ni me arredra: sé que en mi posición, y entre españoles, no puedo esperar más que una guerra en la cual se emplean todas las armas, sin desdeñar las más viles. Con que ya sabe usted: lo primero me escribe esa carta. Que detenga el nombramiento para la cátedra de Alcalá. Ese Sr. Hillo tiene todas las trazas de un perturbado».

-No creo tal, señor -dijo Milagro-. Quizás oiría el Sr. Hillo algún disparate de esos que hace correr la gente mal intencionada, y el pobre señor lo habrá repetido... Y también puede ser que soltara la especie hallándose en ese estado de atontamiento que produce el... la...

-Pero qué... ¿es bebedor?

-No sé... creo que... Una noche, estando varios amigos en el café con Maturana, el diamantista, este pidió curaçao y quiso que yo le acompañara; pero como no pruebo nunca ninguna clase de bebida, me resistí, dándole las gracias. Hillo bebió y se puso perdido. Salió diciendo cada desatino... ¡Pero después,   —256→   cuando el aire de la calle le serenó, se desdijo de todo, y hasta lloraba el pobre recordando las borricadas que habían salido de su boca! No es mal hombre: el Sr. Olózaga me dispense; que si algo contra la respetabilidad de Vuecencia ha dicho ese clérigo, no ha sido con mala idea...

-Bueno -dijo Mendizábal, cuya atención, queriendo abarcar mucho de una vez, se detenía poco en un asunto-. Escríbame usted la carta a Argüelles, incluyendo esta minuta de los principales puntos de Hacienda que debe tener presentes al defender el voto de confianza. Luego carta citando a Istúriz y a D. Antonio González, para que nos pongamos de acuerdo sobre el orden y método de discusión...

Despedido el secretario familiar, entraron los que iban a la firma, y Su Excelencia trabajó con ellos el resto de la tarde. Dos días después empezó en el Estatuto la gran tremolina parlamentaria del voto de confianza, en que Mendizábal, blasonando de atrevido gobernante, pidió a los Estamentos poder y autoridad para disponer de las rentas públicas, con el desembarazo que exigían las críticas circunstancias por que atravesaba la Nación.

Ya en aquellos debates empezó a torcerse la buena estrella del reformador, que hasta entonces no había visto más que satisfacciones, bienandanzas y popularidad. Los patriotas extremaron su oposición; los llamados moderados llenaban sus discursos de   —257→   reticencias maliciosas, chispazos que levantaban llamaradas y humareda en la opinión neutral; y los amigos de Mendizábal, que hasta entonces le habían defendido con ardor, empezaban a sentir ese frío triste, que es síntoma de ver con malos ojos el bien ajeno. Algunos continuaban apoyándole, porque estaban ligados por la gratitud; otros hacían de ésta tabla rasa, y empezaban a mostrarse temerosos de que D. Juan de Dios realizase lo que había ofrecido. Entre políticos, el fracaso de los grandes halaga a los pequeños. La masa total no se entusiasma con el éxito si este lo representa un hombre. La vulgaridad colectiva tiende siempre a conservar el nivel.

Empezaron, pues, las inquietudes, las comezones, las ganitas de jarana, y la curiosidad sabrosa de ver al jefe embarullado y sin saber por dónde salir. Claro que los más votaban como carneros; pero otros se hicieron los bobos, afectando escrúpulos de rigidez constitucional. A estos llamaban santones.




ArribaAbajo- XXV -

Aburrido y desalentado, vio D. Pedro Hillo entrar el año 36, a quien, desde el primer día de su Enero, diputó tan calamitoso y funesto como su antecesor el maldito 35, que   —258→   todo se pasó en guerras, disturbios y trapisondas. Nada había podido adelantar en la noble misión que se había impuesto, y el problema que desentrañar quería presentábasele cada día más obscuro y embrollado. Para colmo de amargura, Calpena no le refería cosa alguna de su vida y planes; apenas pasaba con él breves ratos a las horas de comida y cena, y luego a sumergirse volvía en la tenebrosa cisterna del vicio y la deshonra, pues no otra cosa significaba para D. Pedro la casa de la Zahón. Para mayor desdicha, tuvo el buen presbítero el disgusto de saber, por un amigo de lo Interior, que hallándose extendido su nombramiento para la cátedra, Don Martín de los Heros le había dado carpetazo por indicación del Presidente del Consejo. Esto le llevó a una tristeza profunda, y no veía más que ocultos enemigos y persecuciones misteriosas... ¡Misterio por todas partes, romanticismo y sombras espectrales! Lo único que alegraba su espíritu era las cartas de la incógnita que, autorizado por Calpena, leía y guardaba. En todas ellas latía la tristeza y el intenso cariño de quien las redactaba. Véase un ejemplo: «Aunque diariamente recibo pruebas del olvido en que me tienes, no puedo acostumbrarme a tu desobediencia. Te mandé que fueras a la misa de once en el Carmen, y no fuiste ni a esa ni a ninguna, pasándote toda la mañana en casa de la diamantista. Te encargué la asistencia al Estamento para que oyeras y gozaras la discusión del voto de confianza, y   —259→   tampoco pareciste por allí. Ni en el Casón de los Próceres se te ha visto tampoco, por más que te recomiendo concurrir a menudo, para que habitúes el oído a las buenas formas oratorias, para que tomes gusto a la política seria y veas de cerca a los hombres eminentes que han de gobernarnos ahora y después, los cuales serán malos, si quieres, pero con ellos tenemos que apencar, porque no hay otros».

»Te veo adquiriendo hábitos groseros: te has hecho huraño, desagradecido, siempre devorado por insana inquietud, presuroso en todas partes; te veo encenagado en una pasión loca, impropia de toda persona regular; no haces caso de nada, no miras a tu porvenir, no correspondes a la ternura de quien por ti se interesa y quiere dirigirte, sin que mueva tu voluntad el considerar lo que esta protección reservada cuesta y supone, ni las amarguras y sufrimientos que hay bajo de ella».

Al terminar este pasaje, tuvo Hillo que suspender la lectura para limpiarse los lagrimones que por sus mejillas resbalaban. Luego siguió leyendo: «Y no paran aquí los estragos de tu devaneo amoroso, pues no sólo te muestras ingrato conmigo, sino con ese buen sacerdote, tu compañero de casa, que tanto interés demuestra por ti. Le desdeñas, evitas su compañía porque quiere apartarte, como yo, del despeñadero a que corres. Has delegado en él la lectura de mis cartas y la custodia de tu dinero, prueba   —260→   de confianza que me agradaría si no significara indolencia y criminal olvido de tus obligaciones. El pobre Sr. de Hillo, por salvarte y correr tras de tus errores, ganoso de corregirlos, ha dado un mal paso. De los males que se le ocasionen eres tú responsable. Verdad que en su generoso afán, incurrió el cleriguito en la tontería de pretender descubrirme y desenmascararme, y esto forzosamente había de producirle algún desavío, porque nosotras las esfinges solemos dar un zarpazo al que intenta descifrar el enigma que encerramos. Buscando indicios aquí y allá, interrogando a gentes diversas, el Sr. D. Pedro ha oído enormes disparates, y cometido después la grave indiscreción de repetirlos. Algunas de las absurdas hablillas que tu amigo recogió en los cafés o en medio de la calle, afectaban al señor Presidente del Consejo, y eran escandalosa infracción del respeto que se debe a la vida privada. Alguien se enteró de ello, y fue con el cuento al Sr. D. Juan de Dios (a quien solemos llamar Juan y Medio por su gigantesca estatura), y he aquí que el grande hombre se amosca, demostrando cierta pequeñez de espíritu, pues lo que de él dijo nuestro capellán no merecía más que olvido y menosprecio: tan necia y ridícula era la invención. ¡Pobre Hillo! Acordado ya su nombramiento para la cátedra que pretende, el Sr. Mendizábal ordenó que se anulara. Paréceme este rigor poco digno de un hombre que se nos ha venido acá con la pretensión de traernos el   —261→   reinado de la libertad, de la justicia y del orden social, y así pienso decírselo. Perdóneme el Sr. D. Juan y Medio; pero me parece que ha obrado como un santón cualquiera, de esos que ahora le están armando la zancadilla. El motivo de estas pequeñeces es que el grande hombre considera la popularidad como el principal fundamento de su fuerza, y le saca de quicio todo lo que puede mermar o poner en peligro ese fantástico y vano poder. ¡Qué error! Fíjate en esto para que vayas aprendiendo. La fuerza la da el buen gobernar, el cumplimiento de lo que se ha ofrecido, la energía, la rectitud; de todo esto sale al fin el aura popular. Pero pretender el calor de la opinión cuando no se hace nada, o se hacen las cosas a medias, es grande ceguedad. De este mal mueren todos nuestros políticos... La confianza en un prestigio ilusorio perderá a este buen señor, que podría indudablemente regenerar el país si se cuidara menos de aspirar el incienso que le echan sus aduladores y paniaguados. Buenas ideas trae, grandiosos planes ha concebido; pero difícilmente logrará realizarlos, porque, como dice tu amigo, no sabrá rematar la suerte».

Sonriendo pensativo, guardó la carta Don Pedro en la gaveta donde metódicamente las iba poniendo, para dar cuenta a Calpena como secretario fiel. Desconcertado por su fracaso, permaneció unos días en situación expectante, soñando con inesperadas sorpresas de la Providencia Divina, hasta que llegó   —262→   otra carta de la incógnita, con la particularidad de que no iba dirigida a Fernando, sino a él, al propio D. Pedro Hillo, presbítero. Con vivísima emoción se encerró en su cuarto, recatando el papel cual tímido enamorado que recibe la primera esquela de la niña que adora, y leyó lo siguiente: «Sr. de Hillo: Me dirijo a usted como al único leal amigo del descarriado Fernando, para suplicarle con efusión del alma que, mientras yo trato de cortar el vuelo de esa criatura por los espacios tempestuosos del romanticismo, intente usted poner estorbos a su temeraria iniciativa, y desbaratar sus planes, aunque para ello tenga que valerse de las artes del disimulo, y poner en juego resortes que, si bien algo violentos, no son ilícitos tratándose de tan generoso y noble fin. Indudablemente, Fernandito y su desatinada novia traman alguna travesura, que me temo sea de gravísimas consecuencias. Sé que ese insensato ha comprado armas: dos pistolas, espada, navajas grandísimas. Me permito encargar a usted que si el chico ha llevado las armas a su casa, procure quitárselas sin miramiento alguno, y esconderlas donde no las pueda recobrar; le recomiendo además que le prive de dinero, dejándole sólo lo más preciso. Todo lo que enviaré estos días, en la forma acostumbrada, hágame el favor de recogerlo sin darle de ello noticia, y resérvelo para los gastos que ocasionen las diligencias que hará usted, conforme yo le vaya indicando, a medida que   —263→   reciba más noticias de lo que traman esos pillos.

»Igualmente le invito, afrontando las objeciones que ha de hacerme su delicadeza, a emplear en sus atenciones propias la parte que estime conveniente del dinero de Fernando. No me venga usted con remilgos. Le nombro capellán, o si se quiere, ayo de ese inexperto joven, y es muy justo que perciba los emolumentos que de ley le corresponden. Déjese usted de cátedras y de más correrías por los Ministerios pretendiendo una plaza que ya no le hace falta para nada. Me figuro que sus posibles se van agotando con tan ineficaz y largo pretender, y espero que sin reparo alguno acepte usted lo que con todo el respeto debido le ofrezco. ¿Qué sería de usted si no aceptara? ¿De qué vivirá si, como es muy probable, no le dan la dichosa cátedra? Usted no es hombre capaz de hacer el parásito; usted no se humillará a postulaciones impropias de su severa dignidad. ¿Qué remedio tiene mi buen cleriguito más que dejarse querer, y admitir lo que nunca será proporcionado al gran servicio que prestará a ese pobre niño? Además, ni tiene usted carácter para instruir muchachos, ni podrá nunca acomodar su condición amable a tan ingrata tarea. Si me promete no enfadarse, le diré una cosa: no está mi señor D. Pedro muy versado en letras humanas, y apenas conserva en la memoria unas cuantas reglas de retórica anticuada y fiambre, y ejemplos sueltos de prosa y poesía,   —264→   que ya están mandados recoger. ¿Ni cómo podía ser de otro modo, si usted no coge un libro a ninguna hora del día, y no hace más que hablar de política y toreo, y bromear con Nicomedes? El baúl de libros que trajo de Zamora, lo tiene usted lleno de polvo y telarañas. No ha sacado usted más que un par de cuadernos del Almacén de frutos literarios, de Burgos, y el primer tomo (A B) del Diccionario de Autoridades... pero no lo sacó para leerlo, sino para recalzar el colchón de su cama que se le hundía por los pies... Quedamos en que no más retórica, no más echar los bofes detrás de una cátedra que desempeñará mejor otro cualquiera. Desde hoy se consagra usted a Fernando, a salvarle del deshonor, a traerle al camino de la honestidad, de la obediencia a los superiores. Es usted, con menos humanidades, pero no con menor abnegación y cariño, el sucesor del benditísimo párroco de Vera, D. Narciso Vidaurre. No me replique, Sr. Hillo, ni me ponga esa cara compungida. Cállese usted y obedezca».

Mediano rato estuvo D. Pedro sobrecogido de la fuerte emoción, que hubo de manifestarse en lágrimas y suspiros. Estimando la confianza que en él ponía la divina incógnita, más que la oferta de recursos materiales, decidió aceptar oficialmente el cargo que ya por su voluntad oficiosa desempeñaba, y consideró que rechazar el estipendio sería insigne ingratitud y gazmoñería. Era una salvación milagrosa, pues ya se le acababan   —265→   a toda prisa los dineros, sin que de ninguna parte pudieran venirle rentas ni gajes, como no fuesen los de la misa que diariamente celebraba. Precisamente había pensado días antes que si no malbarataba todos sus libros, no tendría con qué pagar la casa.

Contento y animoso, sintiendo duplicado el interés por Fernandito y el respeto y admiración de la oculta deidad, dedicó toda su energía a desempeñar la misión que aquella con suprema autoridad le había conferido. Registrado el cuarto de Calpena, no encontraron armas. Recelando que las tuviera en la cómoda guardadas con llave, pensó en proveerse de ganzúa para sustraerlas, pues la incógnita le había mandado que no se parase en pelillos. Pero en esto llegó nueva carta, que decía:

«No busque más las armas, señor presbítero, porque las tiene en casa de un amigote con quien ahora intima mucho: Patricio de la Escosura, el artillerito ese a quien suponen, y debemos creerlo, la última mosca cogida en las redes de esa araña de la Oliván. Escosura y otro joven llamado Miguel de los Santos (no me acuerdo del apellido), son ahora los inseparables de Fernando: me figuro que este último le acompañará alguna vez a casa de la Zahón. Según mis noticias, es un truhán de primera, que de todo saca partido para divertirse. Vive en la calle de la Gorguera. Suele andar con uno de los chicos de Madrazo, Perico, a quien apenas apunta el bozo, pero que ya es poeta y prosista. Todos   —266→   estos niños y otros se traen unas ideas sentimentales que creo yo harán más estragos que los devaneos fúnebres, incendiarios y sanguinolentos del romanticismo. Busque a ese Miguelito de los Santos y hágase su amigo.

»Y vamos a lo principal. Esté usted preparado para un viaje, ¡oh pacientísimo señor D. Pedro!, y perdone que le haga andar de coronilla. Dentro de unos días, quizás mañana o pasado, será Fernando trasladado a una Intendencia de provincia, probablemente a Cádiz o Barcelona, lejos, lejos. Se le destina a las nuevas oficinas que se crean para la redención de censos y la venta de bienes del clero. No creo que se rebele contra las órdenes del Ministro, negándose a salir. Si así lo hiciera, será preciso recurrir a otros medios. Pero no es probable que llegue a tanto su rebeldía... Oiga usted lo que tiene que hacer. En cuanto él reciba su nuevo nombramiento, que irá acompañado de una orden para salir en posta, usted le incita a no dilatar la partida, le dispone coche, se brinda a acompañarle, le dice que volverán pronto; pero la vuelta de ustedes será la del humo; y una vez allá, trínquemele bien. Si logramos apartarle de su infierno siquiera cuatro o cinco meses, estamos salvados, mi buen amigo y coadjutor.

»Otra cosa tengo que advertirle. Debe usted, desde que disponga el viaje, abandonar el traje eclesiástico y vestirse de corto. Hasta creo que le sentará bien la ropa de hombre,   —267→   digo, de paisano... tampoco es esto; vamos, de seglar. Como los vientos que hoy corren en España no son muy favorables a las personas eclesiásticas, por la guerra que estas hacen al Gobierno, unos con las armas en la mano, otros con sermones y escritos virulentos, no le conviene a nuestro cleriguito echarse con sotana y balandrán por esos mundos. Tenga presente que dentro de quince días, lo más, saldrá el decreto en que se ordena limpiar a los frailes el comedero, y ya verá usted la tremolina que se arma... Con que cuidado: fíjese bien en lo que me permito indicarle, y procure cumplirlo, sin nuevos intentos de descubrirme, porque si llega a mis oídos el mascarita te conozco, no hemos hecho nada. Yo me quedo donde estoy; Fernando, en su laberinto de perdición, y usted en su páramo de cazador de cátedras. Adiós».