Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XXVI -

Jurando in mente hacer todo lo que le mandaba la que tenía ya por autoridad suprema y tirana indiscutible, se fue Hillo al Estamento de Procuradores, donde le había citado Iglesias para presentarle a D. Agustín Argüelles. Habían concertado destruir, por mediación del que llamaban Divino, la mala   —268→   impresión de Mendizábal con respecto a Don Pedro, haciéndole ver que ni era loco ni había sido difamador de Su Excelencia, pues si bien dijo en cierta desgraciada ocasión cuatro palabrejas inconvenientes, hízolo con el noble fin de condenarlas. Menos le importaba la cátedra, con importarle mucho, que la opinión que el señor Ministro formase de él; y hasta que no lograse rectificar aquel temerario juicio, no tenía tranquilidad. Mas desde el momento en que aceptaba el cargo que la divinidad incógnita le había conferido, ya la suspirada cátedra y los Ministros que la concedían, y todo el Gobierno, y lo que Mendizábal pensara de clérigos locos o calumniadores, le importaba un bledo. Iba, pues, con ánimo de decir a Iglesias: «Amigo mío, no haga usted nada, ni se tome el trabajo de presentarme a estos señores, pues renuncio a la mano de doña Leonor, y es muy probable que me vaya a mi pueblo, a cavar».

En los pasillos del Estamento había tanta gente, que le fue muy difícil cazar a Nicomedes. La sesión era interesantísima: se discutía el voto de confianza. Anduvo de aquí para allá, saludando a los que encontró conocidos, y uno de estos le dijo que Iglesias estaba en la tribuna oyendo hablar a Toreno. Hablaría después Mendizábal, y se procedería inmediatamente a la votación. Arrimose Hillo a una de las puertas laterales, donde había una gran masa de intrusos aplicando la oreja al rumor oratorio, y oyó algunas palabras del Conde, pocas y desvanecidas   —269→   por la distancia. El local era malísimo: el salón de sesiones una iglesia secularizada. Para formar los pasillos circundantes se habían derribado tabiques de la sacristía, aprovechando con fáciles chapuzas la parte de capillas y salas interiores que destruyó el incendio de 1823. Buscó Hillo mejor sitio de escucha por otro lado, y al fin, agazapándose en un rincón de lo que fue camarín de la Virgen, y que caía detrás de la Presidencia, pudo ver y oír algo. Por entre una crestería de cabezas distinguió a lo lejos la del Sr. Mendizábal y parte de su busto. Acababa de levantarse, y hablaba premioso, mirando, ya al pupitre, ya a los señores de enfrente. Por su gigantesca estatura descollaba D. Juan entre aquel cúmulo de hombres chicos y medianos. A su corpulencia no correspondía su voz, parda y cavernosa, ni menos su oratoria, que en las cuestiones de Hacienda era muy árida, y en las políticas elevábase tan sólo por la energía que le prestaba su convicción y los tonos dulces que le daba la sinceridad. Estirando mucho el pescuezo por entre brazos y cabezas de curiosos que bloqueaban la puerta, pudo pescar Hillo alguna que otra frase: «...Pues habiendo tenido la suerte de negociar un empréstito para una nación vecina a 74 por 100, cuando Don Miguel...». Y después: «Se ha dicho aquí si el Gobierno, en virtud del artículo 3.º...». Siguió un concepto ininteligible, y luego: «Pero, señores, un Gobierno que no quiere apelar a poner una contribución extraordinaria,   —270→   ¿cómo es posible que...?». Retirose Don Pedro aburridísimo, viendo que nada en limpio sacaba, y esperó paseándose, leyendo la orden del día puesta en una tablilla, o los partes de la guerra, que siempre decían lo mismo. Por fin, comenzada la votación, los parroquianos de tribunas descendían a los salones bajos y pasillos. Los Procuradores, conforme votaban, iban apareciendo por las puertas del salón de sesiones, y el tumulto crecía, la atmósfera era espesa y cálida, y el ruido bastante a marear la cabeza más firme.

Apareciósele Nicomedes, sofocadísimo, echando lumbre por los ojos, entre un pelotón de periodistas, y desde lejos le intimó en esta forma: «¡Eh, clérigo... en qué mal día viene! Imposible hacer nada hoy. Ya ve su merced el jaleo que hay aquí». En pocas palabras le informó D. Pedro de que no venía más que a retirar todo lo actuado, y a manifestar a su amigo que ya no quería más recomendaciones ni molestar a nadie. Sin hacer caso de lo que decía el presbítero, prorrumpió Iglesias en ruidosas exclamaciones, a las que siguieron cláusulas narrativas, en pintoresco y familiar lenguaje: «¡Válgame Dios, qué discurso nos ha largado el camello! Lo que me hace más gracia es el tonillo sentencioso que toma para decir las mayores simplezas».

Apretose el corrillo alrededor de Iglesias (metiéndose en él D. Pedro con empuje de codos), y uno de los jovenzuelos más avispados que en el cotarro bullían, se echó a reír diciendo:   —271→   «¿Pero ustedes le oyeron los latines con que hoy nos ha obsequiado?... Mutatas mutandas... Es divino este señor».

-Él no sabrá de citas históricas, como dijo ayer... pero lo que es gramática...

-Esto del voto de confianza -manifestó con saña Nicomedes- resulta lo que digo en mi artículo de esta mañana: un cubilete de charlatán.

-Como que todo esto no es más que un tapujo de los agios y embrollos que este D. Juan y Medio se trae.

-Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno -dijo uno de los presentes, mozo espigadillo, de grandísimos ojos negros, que relampagueaban en su rostro expresivo, con una seriedad que por ser tan seria resultaba extraordinariamente burlona.

-Eso mismo digo yo -indicó Hillo tímidamente-. Bueno, bueno, superior.

-Mi queridísimo amigo Miguel Álvarez -dijo Iglesias, presentándole.

Diéronse las manos, y D. Pedro se mostró muy afectuoso, pues aquel encuentro y presentación colmaban sus deseos, y se permitió decir al joven Álvarez que ya le conocía de nombre por sus galanas poesías, por sus artículos y discursos...

«Discursos no -replicó el otro con gravedad socarrona-, porque todavía no los he pronunciado. Los tengo, sí, aquí en mi mente, y no los cambio por los de Cicerón. Pero todavía están inéditos, Padre... Yo también tenía vivos deseos de conocerle a usted   —272→   personalmente... que de fama ¿quién no le conoce? Mi amigo Fernando Calpena me ha hablado mucho de usted... Sé que es un profundo humanista, y que distrae sus ocios en la afición taurina... Yo soy amantísimo de los Toros».

-Lo que tú eres, bien lo veo -dijo Hillo para su sotana-: un guasón de primera.

Y siguieron charlando, mientras Iglesias, con hueca voz ponderativa, encomiaba el discurso pronunciado en la primera parte de la sesión por D. Agustín Argüelles, a quien se seguía llamando el Divino, si bien no aplicaban todos este lisonjero mote en sentido recto. «¡Señores, vaya un discurso el de Don Agustín! Es de los mejores, de los más elocuentes que ha pronunciado en su larga vida parlamentaria. Si el camello hablara así, ¿quién le aguantaba?».

Y deteniendo a un joven espigado, pulcro, bien afeitadito, vestido con esmero y elegancia, que de un cercano grupo se desprendía, le dijo: «Querido Juan, ven acá. ¿Qué te ha parecido el discurso de la divinidad?».

-Verdadera divinidad tutelar es D. Agustín para ese buen señor. ¿Qué sería de Mendizábal sin esta defensa, sin este escudo, sin esta protección?

-Sería lo que la yedra, cuando muere el tronco del olmo a que se agarra -dijo uno de los que se adherían a Iglesias-. A ver, Sr. D. Juan Donoso, usted que lo entiende, ¿qué opinión ha formado del discurso de Don Agustín?

  —273→  

-Admirable como forma -declaró con aire de suficiencia el que llamaban Donoso, joven extremeño que iba para notabilidad literaria y política-, poco sólido como aparato dialéctico. Me recuerda la oración Pro lege manilia. Fáltale la primera condición de toda pieza oratoria, el convencimiento. Se ve que no cree en la leyenda de este buen señor, ni en sus planes, ni ve nada dentro del artificio del voto de confianza. Le defiende porque no es decoroso despedirle cuando hace tan poco tiempo que nos le han traído con tanta parambomba. Para mí esto es claro. El generoso D. Agustín, empleando excesivamente la argumentación extra causam, ha sabido cubrir con la púrpura de su elocuencia esta olla vacía...

Alejose llamado desde el cercano grupo, y dejó el puesto a otro de los amigos de Iglesias, al inquieto y vivaracho González, el cual, antes de que le preguntaran, se metió en el corrillo diciendo: «Caballeros, para mí, este buen D. Agustín chochea...».

Prodújose después de esto un silencio repentino, porque apareció el propio Argüelles, viniendo del salón hacia la sala donde despachaban y recibían los Ministros (que era parte del refectorio del transformado convento; en la otra parte se reunían las juntas de comisiones). Pero acosado por los felicitantes y aduladores, el buen señor no podía dar un paso. «Bien, D. Agustín, sublime... Como siempre, el Demóstenes español». Y él, con bondades y modestias, de esas que se   —274→   usan en la política, desplegando todo aquel sonreír dulce y un poquito clerical, que caracterizaba su rostro austero, respondía: «He salido del paso como he podido... No tenía más remedio que defender el voto de confianza, que es un resorte político y parlamentario muy recomendable en ocasiones como la presente... No sé de qué se maravillan estos señores moderados; si en el Parlamento inglés estamos viendo todos los días esta clase de concesiones amplias a la iniciativa gubernamental... Creo haber puesto la cuestión en su verdadero terreno... Ya se le habrá pasado el susto al pobre Mendizábal...».

-Sr. D. Agustín -le dijo Iglesias con toda la franqueza compatible con el respeto-, es usted el hombre de más abnegación que existe en el mundo. Yo creí que ciertas virtudes eran incompatibles con la política; pero ya veo que no, ya veo que no.

-¿Por qué dice usted eso? -preguntó el Patriarca de la libertad, más risueño que sorprendido-. He cumplido con mi deber... Están ustedes soñando si creen...

-No les ha parecido ésta buena ocasión para derribar el falso ídolo.

-Aquí no somos idólatras, amigo Iglesias: aquí no hay más que hombres de buena voluntad que trabajan por la libertad y el bien del país, cada cual según lo que puede y sabe...

Y acosado por la turba de felicitantes, siguió de grupo en grupo, perdiéndose entre el gentío. Trueba y Cossío, secretario de la Cámara,   —275→   pasó saludando risueño; mas no quiso dar su opinión. En un grupo de ministeriales, de los empedernidos, claveteados de optimismo, decían: «Argüelles, haciendo equilibrios; Toreno velado, avieso, dejando traslucir, hoy más que nunca, su mala intención; Mendizábal admirable, diciendo claramente lo que debe decir y callándose lo que le conviene reservar».

-Esta es la verdadera elocuencia parlamentaria, a la inglesa... Lo que yo digo: el Parlamento no es una academia. Aquí se viene a ilustrar las cuestiones.

Y más allá: «Esto es una farsa. Lo que se quiere es desacreditar la representación nacional... poner en un conflicto a la Corona...».

-Y el desquiciarlo y revolverlo todo, ya está visto, para traernos el reinado de la plebe...

-Que sigan así las cosas, y pronto tendremos que no hay más que dos partidos: la camisa sucia y la camisa limpia.

-Se ve venir el imperio de las chaquetas. Las levitas van a menos.

-No así las de D. Juan y Medio, que cada día son más largas.

Salió al fin del tumulto D. Pedro acompañando al joven Álvarez, y como este dijera que iba al café del Príncipe, vulgo Parnasillo, se pegó a él, pretextando quehaceres en la misma calle, con la plausible intención de sonsacarle lo que supiera referente a Fernando. En la Carrera encontraron a Pepe Díaz, y estando con él de conversación, llegaron   —276→   por la calle del Lobo otros dos, que Hillo no conocía. Eran Segovia y Juan Bautista Alonso, que traía bajo el brazo un rimero de poesías. Nada más frecuente entonces que ver a los mozalbetes por la calle cargados de paquetes de versos, como si vinieran de compras.

«Oye, tú -dijo Segovia a Miguel de los Santos cogiéndole de las solapas-, he visto a ese chico que me recomendaste, ese Eugenio...».

-Hombre, sí... excelente chico. ¡Qué simpático, qué modesto! Por cierto que no acabo de aprender su nombre.

-Ni yo. Espérate a ver si me acuerdo...

-Yo me acuerdo, yo -dijo Díaz rascándose la frente-. Un apellido endemoniado..., así como...

-Es hijo de un alemán -indicó Alonso-. Le conozco, sí... Su padre le ha hecho un flaco servicio llamándose como se llama.

-Ya me acuerdo... Arzen... Arzin...

-Arzembuch, escrito con H y con n.

-Justo, así es -añadió Segovia-. Pues, como te digo, el pobre muchacho no sabía qué hacer conmigo. Me llevó a su casa y me enseñó una obra... ¡Vaya una obra!

-¿En prosa o en verso?

-¿Pero qué dices ahí?... ¡Si era una mesa!

-¡Una mesa! Verdad que es carpintero antes que poeta.

-Si a la caoba llamas tú poesía, la mesa es una obra en verso.

-¿Y esa mesa no tenía cajón?

  —277→  

-Hombre, sí; y del cajón sacó cuatro tragedias y dos comedias del teatro antiguo barnizadas por él... Los empeños de un acaso y La confusión de un jardín.

-Ya caigo -dijo Alonso-: es el autor de aquella famosa Restauración de Madrid silbada horrorosamente en la Cruz hace dos o tres años.

-¡Pobre Eugenio! -exclamó Díaz-, es tan tímido, tan para poco, que no saldrá adelante, valiendo mucho y sabiendo lo que sabe.

-Pues veréis: entre las tragedias que sacó del cajón de la mesa, había un drama, los dos primeros actos de un drama...

-Los amantes de Teruel... ¿te los leyó?

-Empezaba yo a leer, cuando entró ese loquinario, ese Calpena, y... Él fue quien leyó, ¡pero con una entonación, chico...!, vamos, tan bien leía, que si nos encantó la obra, no nos maravilló menos el intérprete.

-Ya le he dicho -indicó Alonso- que debe dedicarse al teatro, a la escena. Sería un gran actor.

-¿Y dónde dejasteis a Calpena? -preguntó Álvarez.

-Con Eugenio ha ido al Príncipe, a ver el ensayo del Antony.

-Pues allá me voy... ¿Vamos?

Excusáronse Alonso y Díaz por tener quehaceres, que debían de ser poéticos; pero Segovia se agarró del brazo de Álvarez, con ánimo de acompañarle. Calle abajo se fueron dos, y los otros, con el pegadizo D. Pedro, se   —278→   metieron por la del Lobo. Por cierto que el buen presbítero, ya en la pista de su D. Fernando, si por una parte se hallaba satisfecho de haber encontrado en Miguel de los Santos un diligente y afectuoso auxiliar de su campaña, por otra se sentía contrariado de tener que abandonar el campo, cuando tan favorables circunstancias aquella tarde le ofrecía el acaso, o la Divina Providencia. Al despedirse de Álvarez en la puerta del teatro por la calle del Lobo, le dijo apenadísimo: «No saben cuánto siento no poder colarme con ustedes en el ensayo. Me gusta extraordinariamente ver ensayar... ¿Pero cómo entro vestido de cura? No puede ser. Otra vez será».

Y se fue triste y cabizbajo, diciendo a las baldosas de la calle: «Razón tiene la señora incógnita al recomendarme que para andar en estos trotes me vista de seglar... No más hábitos. Por San Juan Capistrano, mañana mismo los ahorco».




ArribaAbajo- XXVII -

Salió D. Fernando Calpena del ensayo de Antony con un grave aumento de la locura que ya por sus exaltados amores padecía, y al despedirse de su amigo Juan Eugenio en la esquina de la calle de las Huertas, le dijo   —279→   que ni se había escrito ni se volvería a escribir un drama tan excelente, verdadero Evangelio de los desheredados a quienes oprime la balumba del artificio social. El carpintero-poeta, cuya mente conservaba un excelso reposo, no expresó nada en contra de tan radical opinión; pero algo tenía que decir, sin duda, sólo que se lo reservaba para más adelante, cuando los años y la experiencia le dieran la autoridad de que entonces carecía. No hizo más que mirar a su amigo con aquella expresión de intensísima agudeza que conservó hasta su vejez, y apretarle las manos. Al separarse le dijo: «Tendré copiado el acto tercero el sábado, y en seguida podrás leerlo. Aparece Isabel en la primera escena, vestida para la boda... luego entra D. Rodrigo... En fin, ya lo verás. Adiós». Y echó a correr hacia su casa, con pasito corto y vivaracho. Era pequeñín, todo nervios, con una cara ratonil, graciosa y llena de inteligencia, unos ojuelos que despedían lumbre, y una boca como la de los ángeles feos, que también los hay, según dicen. Calpena le miró alejarse, y, melancólico se decía: «¿Por qué Dios no me dio a mí su talento?... Bien podía habérmelo dado, sin quitárselo a él... bien podía...».

La transformación moral del enamorado joven se traslucía claramente en lo físico: había enflaquecido; sus ojos, que antes eran hermosos y alegres, brillaban después de la crisis con mayor hermosura, y su alegría era extraña combinación de zozobra y delirio.   —280→   Hablaba con más viveza, amontonando ideas sobre ideas, empleando con frecuencia imágenes felices. Vestía con elegante descuido, olvidado ya del atildamiento presuntuoso que hacía de él un perfecto estatuista en capullo. Dejaba crecer la negra melena y la mantenía crespa, indómita, dando a los rizos y mechones libertad para estirarse o encogerse como quisieran. Había llegado a adquirir, con estas y otras costumbres nuevas, un sello propio, personal, que le distinguía y señalaba entre sus amigos. Estos eran cada día en mayor número desde que se lanzó a la independencia, y los tomaba conforme le iban saliendo, aristócratas o plebeyos: se mezclaba en la turbamulta humana con indecible gozo, ávido de vivir, de ver, de apreciar y discernir, de ejercitar, en fin, toda la energía intelectual y moral que a raudales brotaba de todas las honduras de su alma renovada.

Hizo en aquellos días conocimiento con los Madrazos, Federico y Perico, el uno precoz artista, el otro escritor y poeta, ambos excelentes muchachos, entusiastas, locos por el arte y la belleza; con Ochoa, inseparable de aquellos y co-fundador de El Artista, para el cual unos escribían y otros dibujaban; con Villalta, con Trueba y Cossío, político audacísimo al par que escritor bilingüe, pues lo mismo escribía en inglés que en español; con Dionisio Alcalá Galiano, hijo de D. Antonio, uno de los jóvenes más despiertos y más inteligentes de aquel tiempo; con Revilla,   —281→   Gonzalo Morón, Larrañaga y otros que en la literatura, en la crítica y en la política empezaban a bullir; con ambos Escosuras, con ambos Romeas, con Guzmán y Latorre; y al propio tiempo intimó más con Espronceda, Mesonero, Roca de Togores, Ventura, y otros que ya conocía. Aquella juventud, en medio de la generación turbulenta, camorrista y sanguinaria a que pertenecía, era como un rosal cuajado de flores en medio de un campo de cardos borriqueros, la esperanza en medio de la desesperación, la belleza y los aromas haciendo tolerable la fealdad maloliente de la España de 1836.

Más firme cada día en la fe de sus amores, veía Calpena en Aura algo más que una mujer bella, veía la mujer misma, con todas las cualidades propias del sexo en grado superior. Por perfecta la tenía desde la punta del pie a la última mata del cabello; perfecta era también en su inteligencia, que exhalaba rayos; en su voluntad ardorosa, rebelde a los términos medios; en sus caprichos, que escondían una profunda psicología; en todo, Señor, en todo, pues si Aura reía, toda la Naturaleza se alegraba con ella, y si lloraba, Cielo y Tierra se cubrían de tristeza.

Pues, señor: bastantes días habían pasado desde el ensayo del Antony; bastantes, sí, porque ya se había estrenado el revolucionario drama de Dumas, cuando ocurrió lo que ahora se referirá. Ello fue al principiar Febrero, pasadas las tremolinas parlamentarias de fin de Enero, cuando se discutió la ley   —282→   electoral y derrotaron al Gobierno, y el señor de Mendizábal, entre la espada y la pared, no tuvo más remedio que disolver los Estamentos y convocar nuevas Cortes. Y como el diablo, cuando no tiene que hacer, se entretiene en coger moscas, D. Juan de Dios, libre de la fatiga del Parlamento, que tan agobiado le traía, se dedicó a remover el personal de su Ministerio: todo era traslaciones, cesantías, empleados que venían no se sabe de dónde; otros que se iban a sus casas a mascar el vacío, como dijo un cesante de aquel tiempo... En fin, que una tarde, hallándose Calpena en su oficina aburridísimo, esperando ansioso la hora, antes que esta llegó un antipático, maldecido papel... ¡Ay!, era nada menos que su traslación a Cádiz, a las secciones recientemente creadas para la Liquidación de Créditos. El efecto que esto le hizo fue deplorable: vio en ello la malquerencia de un oculto enemigo, y echaba pestes contra los malos Gobiernos y contra el propio D. Juan de Dios, a quien desde aquel día retiró su admiración y cariño.

En aquel estado de amargura y rabia le encontró Hillo una mañana, cuando de vuelta de misa disponíase a endilgar la ropa corta para echarse a la calle.

«¡Pero, chico -le dijo-, si estás de enhorabuena! Vas a Cádiz, la cuna de nuestras libertades, como decís los patriotas, y allí vivirás como un príncipe, y harás conquistas, y beberás la rica manzanilla, y tienes ancho   —283→   campo para conspirar con los Riegos de ogaño por la Constitución del 12».

-Ni usted sabe lo que se dice, ni yo voy a Cádiz -replicó Fernando de malísimo talante-. Pensaré de hoy a mañana lo que debo hacer, y se lo diré a usted... Veo la mano, sí; veo la mano que en las tinieblas me ha descargado este golpe de maza... Pero no caeré, no: si creen que voy a desplomarme, a rendirme y a pedir perdón, se equivocan. Abur.

Se marchó con esta seca despedida, y Don Pedro no volvió a verle hasta el día siguiente. No pocas noches dormía fuera de casa. Leyendo dramas o charlando de literatura en casa de algún amigo, se le pasaban las horas insensiblemente, y sorprendido por la aurora en esta febril tarea, se quedaba dormidito en un sofá o en el santo suelo, ya en el hospedaje de Álvarez, ya en el de Pepe Díaz. También D. Pedro andaba un poco salido: entre diez y once de la mañana se vestía de paisano y se lanzaba a divagar callejero; por tarde y noche frecuentaba los cafés, y hacía en unos y otros diversas amistades. En el de Solís encontró a Calpena con un chicarrón que iba cargado de dramas: le vio desde lejos, se acercó en el momento en que salía, le fue siguiendo, y, por fin, le dio alcance en la calle del Turco.

«Voy contigo -le dijo poniendo en práctica las instrucciones últimamente recibidas-. Tenemos que hablar. ¿No sabes lo que ocurre? Pues que mañana nos largamos».

  —284→  

-¿A dónde, mi reverendo amigo y capellán?

-A Cádiz: tengo yo también allí un asuntillo. ¡Qué oportunidad!, me acompañas y te acompaño.

-Irá usted solo. Mejor va uno solo que mal acompañado. Yo, Sr. D. Pedro Hillo, no salgo de Madrid... Y no me ponga usted la cara fosca y patibularia, porque como no es usted mi padre, ni mi tío, ni menos mi abuelo, y tan sólo es un amigo muy apreciable, yo no estoy en el caso de que usted me riña.

-Hombre, reñirte no -repuso Hillo con mansedumbre-. Somos tan sólo amigos, dices bien, y ninguna autoridad tengo sobre ti, como no sea la que me dan los años. ¡Triste autoridad!... Bueno, bueno: no quieres ir a Cádiz. Ergo, ¿renuncias a tu destino?

-Renuncio, sin ergo; presento la dimisión... le digo al Sr. Mendizábal que vaya él si quiere...

-Pues, hijo, siento hacerte una observación que te va a saber muy mal... pero qué remedio, es mi deber hacértela, para que medites el caso, y resuelvas tu libérrima voluntad... Ya leo en tu cara que lo has adivinado. Palideces...

-Palidezco de verle a usted tan meticuloso, empleando rodeos y perífrasis para decirme algo que podrá ser amargo y triste, pero que no me anonada, no señor, no me anonada...

-¿Sabes...?

  —285→  

-Y si no sé, sospecho... Vaya, suélteme usted pronto el rayo.

El bigardón que llevaba a cuestas mediano fardo de dramas y tragedias en cuatro y cinco actos, con prólogo y epílogo, comprendiendo que trataban de asunto delicado, se largó, dejándoles en su grave contienda en medio de la calle.

«Pues lo que debía suceder ha sucedido. La deidad próvida, la dulce enmascarada, nuestra grande amiga, nuestra...».

-Hombre, acabe usted de una vez. Total, que se ha incomodado porque no quiero ir a Cádiz. ¿Y cómo sabe mi resolución?

-No la sabe, la teme, y dice en su última carta que si no vas no cuentes más con ella.

-Creo -dijo Calpena con gravedad- que no falto a la gratitud respondiendo que no acepto la protección en esa forma despótica, altanera. Se obedece ciegamente a una madre, a un padre, aun cuando la obediencia nos destroce el corazón; pero ¿quién puede exigir que sacrifiquemos la libertad, dignidad, vida, a los caprichos de un fantasma? ¿Que no es fantasma dice usted? Pues que se quite la gasa, el capuchón... Abandonado estuve, abandonado estoy... ¿Qué me ha dado el fantasma? ¿Me ha dado un nombre? ¿Me ha dado algo más que algunos trajes y algún dinero? ¡Y a cambio de estos beneficios, pide que me convierta en un párvulo sin voluntad, sin iniciativa para nada! Amigo Hillo, antes que el bienestar adquirido con una pasividad humillante,   —286→   pueril, ridícula, quiero una pobreza con dignidad... No, no entra en mis ideas vivir de lo que se me arroja en mitad de la calle; soy joven, no me falta inteligencia: quiero vivir por mí y para mí...

-Todo eso está muy bien -dijo el clérigo-. Quieres trabajar, lucir tus facultades. ¡Magnífico! Pero, tonto, si con la protección del fantasma lo harás mejor que solo y abandonado. ¿A qué luchar desesperadamente para sucumbir...? En cambio, con la base de tu destinito...

-No sea usted inocente, D. Pedro. ¡El destinito!, ¡vivir amarrado al pesebre de la administración! ¿Pero no comprende usted que el que una vez prueba las facilidades de ese pesebre, ya está enviciado para toda la vida, ya no se pertenece, ya es una máquina que los ministros paran o echan a andar, según les acomoda? No, no me digan que sea máquina... En los empleos tiene usted la explicación de la inercia nacional, de esta parálisis, que se traduce luego en ignorancia, en envidia, en pobreza...

-Muy bonito como teoría... pero...

-De esto hablamos anoche largamente Larra y yo, y renegamos de los empleos, que son como el opio o el hastchís2 para esta nación viciosa, indolente. Por mi parte, digo que antes comerán en un mismo plato constitucionales y facciosos, antes se volverán chaquetas las levitas de D. Juan Álvarez, que yo resignarme a ser toda mi vida funcionario público.

  —287→  

-Has empleado lindamente la figura que llamamos imposible o adynaton.

-Déjese ya de retóricas, D. Pedro. ¿Cree usted que están los tiempos para retóricas? Eso pasó. Aquí vendrá un desquiciamiento si no vienen nuevas ideas, aire nuevo, a regenerarnos...

Y abriendo los brazos en plena calle, parados uno frente a otro, dijo a su amigo: «Déjeme usted ser libre, déjeme usted probar mis fuerzas... No quiero protección anónima. Si conoce usted a la divinidad encapuchada, dígale que quiero pertenecerme, pensar por mí mismo y poner en ejecución lo que pienso... ¿Que me estrello?, bueno: Pues estrellado y con media vida, podré decir: '¡Viva la independencia! ¡Viva la dignidad humana!'».




ArribaAbajo- XXVIII -

Separáronse. A los pocos días se despidió Calpena de la casa de Méndez, porque en su nueva vida independiente, abandonado de la invisible protección, necesitaba aposentarse con mayor economía. Tanto Méndez como su hija y esposa con lágrimas en los ojos viéronle salir, y le abrumaron con amabilidades quejumbrosas, mostrando lástima de su partida, por un punto de quijotismo, como   —288→   decía el patrón, el cual añadió a esta frase sanos consejos y exhortaciones atinadísimas. «¡Vaya que dejar un empleo tan bueno por no ir a Cádiz!» -clamaba Doña Cayetana, oprimiéndose el pecho, que rebotaba contra la garganta. «Y ¿por qué no han de dejarle aquí? -decía Delfinita bizcando más el ojo-. También es tema querer echarle de Madrid... Todo por una mala novia...».

En fin, que el hombre se fue. Hillo no se hallaba en casa cuando estas patéticas escenas ocurrían. Y por cierto que andaba el tal curita hecho un paseante en corte, vestidito de seglar, con bastón y sombrero de copa, todo el santo día de mazo en calabazo, y no ciertamente en las mejores compañías. Muchos, ignorantes de los móviles de su conducta, le tenían por echado a perder; otros sospechaban que los jacobinos y masones le habían seducido, atrayéndole a sus conciliábulos obscuros. Su buen nombre eclesiástico no ganaba nada con esto; pero a él le importaba ya una higa la opinión clerical, y todo lo que no fuera el honrado objeto de sus trabajos y pesquisas.

Como Calpena no ocultaba su domicilio, calle de las Urosas, allá se iba D. Pedro a diferentes horas, sin dar a sus visitas apariencias de persecución o de fisgoneo policiaco. Siempre buscaba un pretexto, comúnmente literario, y hasta llegó a fingir que escribía un Florilegio de refranes, y que necesitaba compulsar textos muertos y vivos. Igualmente iba en busca de Miguel de los   —289→   Santos; pero siempre con mala suerte: no se podía hacer carrera de aquel chico, dotado de excelsas cualidades, que desvirtuaba con su pereza. «Miguelito -le decía Hillo, que al poco tiempo de amistad ya le tuteaba-, tú vales mucho y no serás nunca nada». Acontecía no pocas veces que iba a buscarle a las nueve de la mañana y le encontraba en el primer sueño. Algunos días tomaba el desayuno a las cinco de la tarde. Con semejante vida, ¿qué había de hacer el hombre, ni de qué le valía su grande ingenio? No concluyó jamás nada de lo que empezaba. De sus propias obras se aburría, a fuerza de admirar las ajenas; amaba a sus amigos entrañablemente; de sí mismo no hacía ningún caso.

Lo que a Hillo mayormente le incomodaba era no encontrar en él eficaz ayuda para traer a Fernando al buen camino, y siempre que de esto le hablaba, salía el bueno de Miguelito con unas filosofías que dejaban helado al pobre D. Pedro. Quería este aplicar a todo los principios que establecen el gobierno de los individuos por la familia, y de la familia por el Estado, organizando una especie de colegio universal, y Álvarez profesaba un donoso fatalismo con profundas raíces en su mente. Sacaba de quicio al buen capellán el humorismo con que Miguel de los Santos trataba las cosas más graves; aquella pachorra, aquel mirar tierno con que afirmaba el imperio absoluto, soberano, de la fatalidad. Todo pasa como debe pasar, y es inútil   —290→   y ridículo pretender desviar personas y cosas del camino que les imprime la escondida fuerza que todo lo gobierna. De esto resulta que no debemos tomar a pechos ningún humano incidente. Desgracia y ventura no son más que términos de relación, convencionalismos. Así como no podemos influir en los fenómenos meteorológicos, nos está vedado el oponernos al fenómeno histórico, afecte a las naciones, afecte a los individuos... Lo único que sacó en limpio D. Pedro fue alguna que otra noticia íntima referente a los amores de Calpena. La Zahón, que ya venía algo esquinada, sin que se sepa por qué, vio con malos ojos la renuncia que hizo Fernando de su destino: si primero le había tenido por príncipe con disfraz, luego le tuvo por un ladino pelagatos, que husmeaba la dote de Aura; y deseando poner punto en tales relaciones, empezó por limitar las entrevistas de los novios y dificultar el carteo. De todo esto resultaba la espantosa murria de Calpena en aquellos días. Su exaltada mente le sugería sin duda proyectos audaces, caballerescos, traduciendo a la realidad el peregrino enredo de los dramas románticos. «¿Querrá usted creer -dijo Álvarez- que a nuestro amigo se le ha ocurrido aplicar al caso de la calle de Milaneses el procedimiento del narcótico? Sí... dar a la señorita un bebedizo para que se quede tiesa y fría, simulando la muerte... Vamos, como en Romeo y Julieta y en Catalina Howard, y luego cargar con la difunta, que no es difunta más que de mentirijillas,   —291→   y... ya supondrá usted lo demás. De las distintas clases de raptos, pienso que no se le ha quedado ninguna por estudiar... y ya verá usted cómo sale por algún registro inesperado, teatral, y a todos nos deja con la boca abierta».

Y mientras Miguelito poníale ante los ojos estas probables contingencias de trágicos lances, la invisible tutora le empujaba cada día con más apremio hacia el remolino que la voluntad y la pasión de Calpena iban formando. En una de las últimas comunicaciones de la velada, le decía entre otras cosas: «Por Dios, no olvide usted lo que tanto le he recomendado: que le siga a esa zahúrda donde vive, que procure por cualquier treta ingeniosa introducirse en ella. Cuide usted de que nadie le falte, pues su abandono no es más que aparente. Sin que él pueda sospecharlo, páguele usted su hospedaje, y encargue a los dueños de la casa que finjan el mal humor de todo patrón que no cobra... Y otra cosa espero de su hidalga cooperación. Sé que se junta de noche con los patriotas exaltados, que asiste a sus nefandas logias y a sus ritos extravagantes. Sin duda, al verse solo y perdido, trata de reformar el mundo, armándonos aquí otra revolución como la francesa, con su convención, guillotina y todo... Pues es preciso, mi querido amigo y capellán, que usted se meta también en esas logias y cavernas endemoniadas. ¿Qué le importa a usted, si su masonismo es fingido y conserva en su conciencia el amor de la verdad   —292→   y el desprecio de tales majaderías? Métase usted en la boca del lobo, sin rebozo alguno ni temor de que le crean jacobino. Nada debe usted recelar, pues aquí estoy yo para sacarle de cualquier mal paso. Adelante, y no vacile en hacernos esta grande y noble caridad. A nadie tiene usted que dar cuenta más que a Dios y a mí, y Dios sabe la rectitud con que procede mi buen capellán, penetrando en los antros donde se forjan las revoluciones y el ateísmo. De allí saldrá usted como entre, y si consigue sacarme de ese y otros peores infiernos a esa querida alma extraviada, tendrá usted dos recompensas: la temporal y la eterna».

«Bueno, señor, bueno», murmuraba D. Pedro, cayendo en profundas meditaciones. Y al día siguiente le decía la incógnita: «No sólo le seguirá usted a todos los sitios a donde le lleve su reciente amistad con los patriotas furibundos, sino que debe penetrar en casa de la Zahón. Dos días llevo pensando en el medio mejor para realizar este metimiento, y creo haber encontrado uno magnífico, superior. Verá usted: la Zahón es socia, compinche o comadre de Maturana, el diamantista. Maturana, corredor y traficante de alhajas y obras de arte en toda Europa, gran perito, gran joyero, gran chalán, posee un abanico magnífico, que ha pertenecido a la Pompadour, a la Emperatriz Josefina, a Pepita Tudó, a la Reina Hortensia, a Mademoiselle Mars y a otras personas que no han adquirido celebridad. Es pieza de gran   —293→   valor histórico y artístico, y con él pensó Maturana hacer un buen negocio, ofreciendo su compra a la Reina Cristina. Pero Su Majestad, que ahora está por lo positivo y prefiere emplear su dinero en salinas, en minas, en empresas de utilidad, le ha ofrecido muy poco dinero, con lo cual ha estado el hombre fuera de sí, tirándose de los pelos. Por fin, creo que se entendió con la Zahón: han hecho un cambalache, dándole él su abanico a cambio de una colección de perlas. Hállase, pues, hoy la hermosa obra de arte en manos de la jorobada. Nada tiene de particular que el Sr. de Hillo, variándose el nombre y fingiendo el empaque de un señor aficionado a lo antiguo, se presente en la joyería de la calle de Milaneses, y pida que se le muestre el abanico para comprarlo. Usted lo ve, lo examina por un lado y otro, mira bien el país, el varillaje, el clavillo, diciendo algo que revele al conocedor de estas cosas; elogia la perfección del trabajo de Lefebvre y el mérito de Lancret, pintor de la cabritilla...».

Traía después de esto la carta una prolija descripción del país, dando noticia de todas las figuras, de sus trajes, etc., y concluía: «Para que no se maraville mi Sr. D. Pedro de que tan bien conozca yo el abanico, le diré que lo he tenido en mi mano más de una vez, y lo he mirado y remirado... Vaya, lo diré todo: esa artística joya ha sido mía. La poseí dos años, sin que nadie lo supiera... Es decir, alguien lo supo; pero no Maturana...   —294→   Una vez que usted la vea bien, pide precio, y cualquiera que sea, se descuelga con la muletilla de que le parece caro, y ofrece pensarlo. Después se hace mostrar perlas y diamantes, lo ve todo, y se retira diciendo que volverá. Al día siguiente vuelve, y manifiesta resueltamente y sin rodeos a la Zahón que le compra el abanico al precio propuesto, siempre que ella se comprometa a romper de una manera radical las relaciones de Fernando con la chiquilla de Negretti. Esta manera radical no puede ser otra que sacar de Madrid a esa loquinaria y llevársela a Córdoba o Cádiz, donde también tienen casa de comercio; pero de tal modo y con tal sigilo efectuada la salida, que no pueda Fernando saber a dónde se la llevan, ni, por tanto, pensar en seguirla. ¿Qué le parece, mi bondadoso capellán, este pensamiento mío? Si lo estima feliz, mañana, cuando salga la primera vez de su casa, sobre las diez, póngase el sombrero bien terciado al lado derecho, de modo que le caiga sobre la ceja... Si lo encuentra mal, colóquese el susodicho aparato tapa-cabezas en forma rectilínea, bien aplomado, el ala todo lo horizontal que sea posible».

Salió Hillo al siguiente día con el sombrero bien derecho. Conceptuaba peligroso y contraproducente el recurso del abanico para avistarse con la Zahón; discurría que siendo ésta mujer avariciosa, y además muy ladina, si se le ofrecía dinero por el quebrantamiento de relaciones, vería en esta oferta el   —295→   reclamo de gentes poderosas. Era, pues, lógico que, encendida su ambición, pensara en afianzar las relaciones de los dos amantes antes que en destruirlas, o bien pediría más, mucho más que el precio relativamente corto del histórico abanico. «Por esta vez -se decía Hillo-, no ha sido usted, mi señora incógnita, tan lista y perspicaz como de costumbre; y permítame que se lo exprese con el pensamiento, ya que de otro modo no pueda expresárselo... ¡En buena nos metíamos si esa mercachifle astuta llegara a entender que es Fernandito en el orden social persona muy distinta de lo que parece! Déjeme usted a mí, señora invisible, que ya me arreglaré yo para llegar al fin que todos deseamos».

En efecto, tomadas de un platero de la Concepción Jerónima, amigo suyo, dos lecciones de arte del diamantista, y aprendidos cuatro terminachos, se fue a casa de la Zahón, y trató con ella, arrancándose a comprarle unos aljófares y media docena de rosas, todo ello de poco valor. En su segunda visita le habló del asunto con habilidad, enjaretando embustes muy sutiles, para llevar al ánimo de la corcovada sentimientos contrarios a los fines de Calpena. Harta ya Jacoba de un noviazgo que ninguna ventaja le traía, acabó de abominar de él con las tremendas cosas que D. Pedro le dijo, y se propuso tomar sin pérdida de momento las medidas necesarias para mandar a paseo al joven romántico, y quitarle de la cabeza a   —296→   la niña su desatinada pasión. Todo lo temía ya. Calpena, si le dejaban, consumaría el rapto de su Julieta con todo el salero, con toda la audacia de que ofrecían ejemplos mil las obras poéticas de aquel tiempo. Urgían, pues, resoluciones eficaces, perentorias; despedir a D. Fernando y empaquetar a la chiquilla para Córdoba.

Un poquitín alborotada quedó la conciencia del buen presbítero después de su última conferencia con Jacoba, porque, en verdad, las atrocidades que allí soltó traspasaban quizás la medida de la intriga inocente. «¡Qué pensaría Fernando de mí -se dijo, andando taciturno hacia su casa- si supiera que le he presentado como un desalmado hipócrita... si supiera ¡ay!, que le supuse en connivencia con Luis Candelas, y otros eminentísimos ladrones!... Pero la buena voluntad me absuelve de esta triquiñuela, y Dios, que ve los corazones, sabe que en el mío no hay más que amor al bien, deseo de impedir el extravío de un ilustre caballero, llamado a los grandes destinos... Creo que no sólo Dios, sino el mismo Fernando me absolverá cuando le haya pasado esta calentura... ¡Ah, y entonces los dos nos reiremos de los disparates, de las abominaciones que dije!...».

Y a la mañana siguiente le escribía la velada: «Antes de enterarme, por lo que me manifestó quien pudo observarlo, de la postura recta de su sombrero, Sr. de Hillo, señal de su desconformidad con lo que le propuse, ya había yo reconocido que anduve muy descaminada   —297→   en aquel plan de comprar con el precio del abanico la liberación de Fernando. ¡Qué despropósito! ¡Cuánto me alegro de que usted opinara de distinto modo, según declaró su góndola!... Es que con el cavilar continuo, mi cabeza se pone a veces perdida, señor capellán, y si dormitó el buen Homero, como dicen ustedes los retóricos, ¿qué extraño es que no sólo dormite yo, sino que sueñe disparates? Despejada mi razón, he visto claro que si la diamantista huele dinero, estamos perdidos. Usted seguramente habrá imaginado y puesto en ejecución otros artificios por llegar al fin que anhelamos. Eso no quita que yo desee adquirir el abanico, y lo adquiriré, Dios mediante, cuando salgamos de este atolladero. No quiero que aquella preciosidad, que ya estuvo en mis manos, vaya a parar a otras, ni aun a las de la misma Reina. En este anhelo mío se manifiesta la mujer más de lo que yo quisiera, y quizás me vea usted frívola, caprichosa... Perdóneme, y cierro este paréntesis para decirle que no desmaye, que veo cercano el peligro. Si Fernando consigue apoderarse de Aura y desaparece, cualquiera les coge después... ¡Y si contrariados en sus amores, enloquecidos por la pasión, resuelven suicidarse juntos...! ¡Dios mío, qué horror! Crea usted que esta idea me persigue desde anoche... No duermo nada pensando en los distintos procedimientos de matarse que inventa el romanticismo, y que los malditos poetas han puesto de moda, infundiéndolos a la juventud exaltada,   —298→   con el continuo ejemplo de dramas y novelas... Estemos alerta... y si hay vislumbres de suicidio mutuo, entonces, ¡ah!, entonces no hay más remedio que transigir... Todo, todo, antes que ver morir a Fernando... Eso no, eso no... repito que eso no... Concluyo, mi señor capellán, advirtiéndole que en la logia de la plazuela del Carmen andan ahora en grandes peloteras. Los libres se desatan, y en su delirio, en la fiebre del motín y de la bullanga, ayudan a los estatuistas a derribar a Mendizábal... Los de la moderación, que se traen ahora un cierto tacto de codos con el absolutismo, se proponen no dar tiempo a Don Juan y Medio para la realización de su plan de reformas. Tiran a impedir que decrete la supresión de monacales y la venta de sus bienes, porque calculan que con los recursos de la enajenación se haría fuerte el hombre, rodeándose de un baluarte de plata y oro... ¡Y esos badulaques, esos patriotas exaltados no ven que son instrumento de los que abominan de la Libertad! ¡Siempre lo mismo!... Con que ya sabe: métase allá, y no vacile en ponerse al lado de los que alboroten en pro de Mendizábal. No nos conviene que caiga tan pronto D. Juan: lo necesitaremos más adelante, quizás muy pronto. Adiós, señor capellán; en sus oraciones no deje de encomendarme a Dios».



  —299→  

ArribaAbajo- XXIX -

Según atestiguan personas coetáneas de la Zahón, tanto se afectó esta con las inquietudes y cavilaciones de aquellos días, que se le disminuyeron las jorobas, y la exaltación de su espíritu fue parte a mermar las graves pesadumbres de su cuerpo. Pero como otros autores afirman lo contrario, manifestando que las corcovas, y con ellas el dolor y tirantez de músculos, aumentaron horrorosamente, el narrador de estos sucesos cree obrar con prudencia quedándose en el justo medio entre tan opuestas aseveraciones, y así declara y establece que las protuberancias, los sufrimientos físicos y morales y el avinagrado genio de Jacoba Zahón, eran los mismos que en los días aquellos del convite que abrió a Calpena las puertas de la casa.

Un día entero estuvo la diamantista rumiando una solución pronta y eficaz: escribió a su hijo, residente en Córdoba, ordenándole que viniese en su ayuda. Era urgente apartar de la familia al exaltado joven, a quien recibió y agasajó suponiendo en él secretos enlaces con damas poderosas y con ministros y personajes de gran viso. ¡Buen chasco le había dado el tal Fernandito, que   —300→   resultaba un triste y desamparado poeta, uno de tantos pelagatos del romanticismo, sin más fortuna que su melena y su enfática misantropía! Y lo mismo pensaba seguramente el Sr. de Mendizábal, que habiendole sin duda colocado por intrigas de las logias, acababa de ponerle de patitas en la calle. Vivía el tal miserablemente en un cuchitril de la calle de las Urosas, entre ratones, poetas, comicastros, y quizás mujeres de mala estofa, y todo en él, su traza y su fraseología, revelaba un presumido sin substancia, abandonado de Dios y de los hombres. ¡Fuera, pues; fuera D. Fernando... que no era bien comprometer el grandioso porvenir de la niña, ni arrojar a puercos las margaritas de la herencia de Negretti! Maturana, y otras personas a quien consultó, opinaban del propio modo. ¡Fuera niños románticos, que no traían consigo más que desvaríos, barullo, hambre!

Aunque hacía días que la Zahón se esmeraba en manifestar al joven, ya con miradas desapacibles, ya con palabras ásperas, el desprecio que hacia él sentía, no le pareció bastante decisiva esta forma de romper amistades, y una tarde le espetó, con seca y rotunda frase, la orden de poner fin al visiteo: «La familia meditaba otros planes con respecto a Aurora; la familia tenía sobre sí la responsabilidad del porvenir de la huérfana de Negretti; la familia no necesitaba explicar a nadie el motivo de sus resoluciones; la familia...».

  —301→  

-La familia de Aura soy yo -dijo Fernando con noble ademán y firme convicción; y dicho esto se marchó altanero, no ciertamente como salen los que no piensan volver.

Pero a Jacoba se le figuró, en su desconocimiento de las humanas pasiones, que Fernando salía de su casa corrido, como si todas aquellas razones de la familia (y vuelta con la familia) hubieran convencido al romántico de la vanidad de sus pretensiones. Creyéndose, pues, victoriosa, ya no le faltaba más que llamar a la tontuela y echarle la rociada que preparado había para aterrarla y reducirla: «Aura, ven acá, Aura: ¿en dónde te metes que no acudes cuando te llamo? Ves que estoy baldadita, que no puedo moverme, y no vienes...».

Por fin apareció en la puerta, como alma del otro mundo, vaga en la forma, insensible el paso, la imagen de Aura, toda palidez en el rostro, en los ojos toda fuego, el pelo sencillamente recogido más que peinado; y antes que hablase la jorobada, le dijo con voz que parecía salir de algún hueco misterioso bajo el suelo de la habitación: «Mi familia es él...».

-¿Has oído lo que le dije, niña?

-Mi familia es él... yo no tengo más familia que él.

-Vete a tu cuarto, simple, y a la noche hablaremos, que ahora espero visita y no me conviene incomodarme... Si quieres tocar y cantar, puedes hacerlo; pero cierra la puerta.

  —302→  

Desapareció Aura, y al poco rato llenaba toda la casa su voz tiernísima cantando Assisa al pie d'un salice. Entraron dos marchantes, y allá se entretuvieron largo rato con Doña Jacoba examinando piedras, dándose recíprocamente la jaqueca con el regateo de quilates y precios. Fuéronse ya muy tarde, llevándose aljófar, media docena de esmeraldas de las llamadas aguamarinas, y aflojaron dinero: oro, plata. Arrastrando su cuerpo, más bien que llevada por él, llegose la Zahón a los armarios, guardó preciosos objetos, estuvo mediano rato dando vueltas y más vueltas de llaves, y con la misma lentitud pudo ganar el sillón, donde se apoltronó, hasta que Lopresti fue a anunciarle la cena. En el comedor la aguardaba una sopita de sémola y un plato de pescado frito. Viendo que Aura no acudía a la cena y que su cubierto continuaba baldío, la señora dijo al maltés: «¿Y la niña?... Ya: ¿no quiere cenar su alteza?... Pues déjala, no la llames otra vez. Que coma música... Me importan poco sus rabietas... Era ya loca, y el maldito romanticismo me la ha trastornado más de lo que estaba. ¡Grande error ha sido! Pero se irá curando... ¡Qué remedio tiene más que someterse!... Con ayuda del tiempo y de la ausencia, me prometo ponerla como un guante. No me dé Dios más trabajo que este...».

A poco de cenar la llamó. Continuaba la joven en el mismo desgaire, mal peinada, mal vestida, con un lindísimo deshabillé que marcaba sus incomparables líneas corporales,   —303→   hermosísima, toda blancura en traje, cara y manos, toda tinieblas en el pelo y en los ojos... el andar ligero, la mirada grave, pasiva, calmosa, fría como una espada cuando la clavaba en la Zahón.

«Siéntate a mi lado, hija mía -le dijo la corcovada, arrimando la silla más próxima-, y óyeme... ¿Qué? ¿No me has oído?... ¿Por qué estás ahí parada, inmóvil...? ¿Cómo quieres que hablemos con la mesa de por medio? Acércate más... Bueno hija, te empeñas en hacer la fantasma y nada tengo que decirte. Tú te cansarás... De verte así, tan callada, me entra sueño... y sueño me da también esa quietud con que me miras... En fin, si no quieres hablar, tendrás que oírme, porque no dormiría yo tranquila esta noche si no te dijese que ese falso duque y trovador de filfa no entra más en mi casa. Nos hemos equivocado, hemos estado en Babia. Acabarás por convencerte de dos cosas; digo, de tres; de tres, hija mía. La primera es que nada de lo que yo disponga puede ser contrario a tu felicidad: con razón se ha dicho 'quien bien te quiere... etcétera'. La segunda, que te conviene, por tu salud corporal y del alma... te conviene, repito, tomar aires, salir de Madrid... y para esto, niña, para llevarte y cuidar de ti, viene mi hijo... le espero mañana... Y la tercera cosa es que encontrarás, no a docenas, sino a miles, galanes de más mérito y de más enjundia que ese tontaina de Fernandito, que no es más que un pobre pájaro aburrido, tan vacío de mollera   —304→   como de bolsa... ¿No respondes? ¿Te vas convenciendo?... Parece que te has vuelto tonta... Aura, por Dios, da sueño mirarte...».

Sin responder nada, Aura se fue con lento paso, y Jacoba permaneció un instante con los ojos fijos en la puerta por donde se había ido. Puso atención después, aplicando la oreja... pero nada oyó: ni ruido de pisadas, ni llanto, ni voz alguna.

«Cayetano -dijo después la señora, apartando de Aura su atención-, tráeme eso, y acerca más la luz».

Púsole delante Lopresti el tintero de cobre con polvorera y la negra carpeta sebosa donde la señora escribía. De ella sacó la jorobada un pliego de buen papel, escrito ya en dos y media de sus carillas, y aproximado el quinqué y bien atizada la mecha, continuó su obra interrumpida, trazando con lentitud y vacilante pulso los caracteres, hasta que llegó al fin, y puso la firma y rúbrica. Leyó cuidadosamente toda la carta, salpicando las comas donde le parecía, arreglando algún trazo de letra torcido, o haciendo leves enmiendas que no afearan la escritura, y bien regado el papel de polvos abundantes, se entretuvo en doblarlo y cerrarlo con prolijo esmero, y extendió al fin despacio, letra por letra, el sobrescrito: Excelentísimo Sr. D. Juan Álvarez de Mendizábal, Ministro.

Muy satisfecha debió de quedar de su obra, porque sus ojos se animaban, sus labios se movían, hablando para sí, silenciosos, y acariciaba   —305→   la carta entre sus finísimos y blancos dedos... Pasado un rato de meditación, intentó ponerse en movimiento. «Lopresti, ven, que no puedo levantarme, ¡ay, ay, ay! Cógeme por la cintura... con cuidadito... ¿Y esa?».

-En su cuarto...

-Déjala... Se pasará toda la noche lloriqueando, y mañana estará más tranquila... Que llueva, que llueva... para que el alma se descargue de nubarrones... Vete a ver si duerme.

-Me parece que sí... No siento nada -dijo el maltés, volviendo de su inspección, que sólo duró un par de minutos.

-Pues vamos... sostenme bien, que me caigo... ¿Has cerrado todo... has apagado la lumbre?... En seguida que yo me acueste... ya sabes, te traes aquí una manta, y te acuestas en el sofá de paja, para que estés toda la noche al cuidado. Deja encendida la luz... Como tienes el sueño ligero, no se moverá un ratón en la casa sin que tú lo sientas... Clavadas como están las maderas de todos los balcones, me parece que tenemos completa seguridad... Yo me caigo de sueño...

Dejola el buen Cayetano en su alcoba, donde se acostó vestida, bien cubierta de mantas. Una candelilla de aceite dentro de un vaso le daba la claridad suficiente para no estar en tinieblas. Entre la lana obscura, lucía el lívido rostro de María Antonieta guillotinada, y no viéndose configuración de   —306→   cuerpo, sino un informe bulto, podía creerse que Doña Jacoba no era más que una cabeza colocada al azar sobre montones de trapos.

Transcurrió más de una hora sin que Lopresti, tumbado en el sofá del comedor, conforme a las órdenes de su señora, observase novedad en la casa, ni oyese ruido alguno. Los de la calle, sonar de relojes distantes, pasos de transeúntes, rumor de alguna pendencia, rodar de carros, quedábanse fuera, y no había para qué poner atención en ellos. A las once y media comenzó el roncar suave de la Zahón, que luego fue en aumento, con notas aflautadas y acordes graves, que infundirían pavor a quien no estuviese acostumbrado a oírlos. Lopresti se adormiló un rato, al son de aquella tan conocida música; pero le despertó algo que no era ruido... un presentimiento no más, tal vez una idea.

Dudó un momento si le engañaban sus ojos, o si era, en efecto, la propia persona de Aura aquella imagen que vela, avanzando cautelosa, deslizándose ante la pared del comedor como proyección de linterna mágica. La mesa interpuesta impedíale ver la mitad inferior de la figura... Traía una luz en la mano izquierda, y con la otra apretaba contra el pecho un objeto que no se distinguía fácilmente... ¡Vaya si era Aura! ¿Pues quién podía ser más que ella? «Esta madamita está loca o es sonámbula», pensó el maltés. Pero esta última presunción no se confirmó, porque la joven fijó en Lopresti su ardiente mirada, y luego se fue hacia él indecisa, andando   —307→   y deteniéndose por segundos. A medida que se acercaba, iba perdiendo aquel aspecto de Lady Macbeth con que se apareció a los encandilados ojos del fámulo. Dejó sobre la mesa la luz que traía, y miró espantada a la puerta por donde los furibundos ronquidos de la Zahón llegaban al comedor. Eran el propio ser de la diamantista manifiesto en el sonido.

Lo primero que hizo Lopresti al tener a la señora al alcance de sus manos fue tratar de quitarle de la mano derecha un largo y afilado cuchillo que con ella vigorosamente empuñaba: era el cuchillo de la cocina. «Déjame, déjame, Cayetano... -dijo Aura con voz ahogada, defendiendo el arma con toda la fuerza que desplegar podía-. Esta noche la mato, la mato... Déjame».

Al pronunciar el último déjame, ya Lopresti le había quitado el cuchillo. Aura se sentó, y poniendo los codos sobre la mesa y la cara entre las palmas de las manos, rompió a llorar.

«Eso de matar es cosa mala, señora doña Aurorita; cosa mala casi siempre, y, en todo caso, no es obra para mujeres».

-Sí que la mato -reiteró Aura, pasando bruscamente de la sensibilidad al insano furor homicida-. Dame el cuchillo, Cayetano; dámelo, y verás... ¿Para qué vive ese monstruo, ni qué falta hace en el mundo? Es un bien que yo le quite la vida, que para nada sirve. ¿No quiere ella matarme a mí? Pues véala yo muerta antes de morirme.

  —308→  

-No, no -dijo Lopresti escondiendo el cuchillo-: el matar es cosa fea y sucia. Se manchará de sangre la señorita, y esas manchas de sangre no se las quitará nunca, por más que se lave...

Vuelta a la llorera y a la aflicción intensísima. «Mira tú, Cayetano: cuando hice intención de matarla y fui por el cuchillo, estaba yo tan decidida, que ya me parecía ver a Jacoba delante de mí, expirando... sin derramar sangre, porque no la tiene... Yo la mataba de un golpe, así... y le decía: 'Villana mujer, ¿por qué quieres asesinar mi alma, matarnos a los dos de pena, de desesperación? Pues muérete ahora rabiando, y vete a donde puedas desplegar toda tu infamia, toda tu avaricia, toda tu maldad hipócrita: al Infierno...'».

Al decir esto, Aura apretaba los dientes; sus ojos despedían llamas, y accionaba fieramente con el puño cerrado. Los ronquidos de Jacoba eran en aquel instante de una intensidad aterradora.

«Y al entrar aquí -prosiguió la Negretti- pensaba yo que me sería muy difícil rematarla... ¿Quién hace pasar de la vida a la muerte todo aquel cuerpo lleno de jorobas? Sería preciso un hacha, ¿verdad, Cayetano...? Porque nada adelantábamos con querer darle en el corazón, porque no lo tiene... Sólo conseguiría yo matarle una o dos jorobas... ¡y ella siempre viva!... Es muy grande esa mujer... Hay en ella mujeres muchas, una dentro de otra, y todas malas, muy malas,   —309→   a cual peor... Matas una, y siempre queda mujer, o demonio, para martirizarme y volverme loca... Sí, sí, tienes razón: mejor es que no la mate... ¿A qué, si ha de morirse pronto?... Le haremos un buen entierro, Cayetano, y le meteremos en la caja todos sus diamantes, perlas y rubíes para que se vaya contenta».

-Eso no, carambito... Quédense las piedras acá... En la otra vida no sirven más que para hacer peso en el que las lleva y no dejar que se salve...

-Esta no se salva ni con peso ni sin él... En el Infierno le recamarán el cuerpo con carbones encendidos, y le darán a comer esmeraldas fundidas, calentitas, y por cada ojo le meterán brillantes tallados en pico...

Con esto se iba tranquilizando la pobre Aura, y empezaba a sentir calmado el horrendo desvarío, repercusión insana del amor en su caldeado cerebro. Pasábase la mano por su frente ardorosa y por toda la cabeza, sentándose el pelo, y con aquellos pases diríase que se suavizaba su furia y se dispersaban las ideas de exterminio.

«¿Pero quién es esta mujer maldita -dijo en tono más humano-, para querer tiranizarme a mí, para imponerme su voluntad? ¡Si yo no tengo por qué obedecerla, si no es madre, ni tía siquiera, ni nada! Bueno que su marido, si viviera, me mandase... Pero esta, este galápago codicioso, ¿por qué se mete a decidir de mi suerte? ¿Qué razón hay para que no la decida yo misma?... ¡Ah, qué desgraciada   —310→   soy, y qué bien haría Dios en quitarme la vida esta noche, a mí y a Fernando juntos, pues ni morirme... mira tú, ni morirme quiero sin él!...».

Rompió en lágrimas amargas, y Lopresti, en el colmo de la compasión, no acertaba a darle consuelo. «Sí, sí -dijo Aura bebiéndose su llanto-, mañana moriremos los dos... Lo hemos decidido y lo haremos... Cuando es imposible la vida juntos, el morir unidos es un bien, un gozo... Nuestras almas subirán abrazadas al cielo, y abrazadas estarán por toda la eternidad... Mañana, mañana mismo; ni un día más...».

-¡Morirse, matarse... cosa fea! -exclamó el maltés con el más agudo registro de su voz mujeril-. Mala es esta vida; pero... ¿y si la otra es peor? Nadie ha vuelto para decirlo... Verdaderamente que hay vidas aquí tan arrastradas, que le dan a uno ganas de arrojárselas a la muerte... Pero usted, señorita Aura, y el Sr. D. Fernando, no están de muerte... todavía... ¡Pues si yo fuera él, si yo fuera usted, cualquier día me mataba! ¡Él tan guapo, usted tan hermosa...! ¡Ay, quién fuera ustedes!...

Y pasando de la compasión de sí mismo a la suprema piedad por los dos amantes, arrimó más su silla a la de Aurora, bajó la voz todo lo que permitía el estruendo de los ronquidos del ama, y dijo: «A la niña le pasan estas amarguras porque quiere. Cierto que Doña Jacoba no debe imperar en usted. Manda porque la dejan. La autoridad no la tiene   —311→   ella, la tiene otro que está más arriba, mucho más arriba... En fin, mi Doña Aurorita saldría del despotismo de este coco si hiciera caso de mí... Usted no discurre, señorita; yo sí... Usted no tiene más que amor, amor y venga más amor, y yo calculo...».

-¿Qué calculas tú?... ¿Piensas lo que a mí pueda interesarme? -preguntó Aurora tardando mucho en comprender la idea del maltés.

-Ayer tarde, cuando usted se emperró a llorar, después de lo que la señora le dijo, yo, desde aquel rincón, le hacía a usted señas para que no se apurase... y tuviera calma y hablara conmigo. Yo calculaba... Porque no ha de ser todo amor... es preciso cálculo, señorita, cálculo.

-Que me muera ahora mismo si te entiendo.

-Quise entrar en su cuarto con el aquel de llevarle una taza de tila; pero la niña se había encerrado por dentro, y, naturalmente, no entré... Pues si me hubiera dejado entrar, le hubiera dicho lo que yo calculaba, lo que voy a decirle ahora para que se sosiegue y tenga esperanza de salvación... ¡Qué! ¿Por qué me come con los ojos?... Ahora se lo digo; pero prométame antes hacer lo que yo aconseje...

Diciendo esto, le acercaba el tintero y le ponía delante la carpeta en que había escrito la Zahón: «Tonto, más que tonto. ¿Me mandas que le escriba? Si ya lo hice esta tarde, diciéndole que sí, que nos mataríamos,   —312→   que preparase todo... ¿No llevaste la carta?».

-Chitón... aquí no se habla... Ha prometido la señorita hacer lo que yo mande. En guardia. Aquí tiene papel, pluma... Cójala y escriba lo que yo le diga.

-¿Pero a quién?...

-Ponga... clarito... con buena letra: Señor D. Juan Álvarez Mendizábal...

Absorta le miró Aura, posesionándose en un instante de las ideas que bullían en el cerebro del maltés, y lanzó una exclamación de gozo, como el que, perdido en tenebrosa noche, ve de súbito la luz que ha de guiarle.

«¡Qué gran idea, Cayetano!... ¡qué gran idea! ¿Lo has cavilado tú?... ¿Por qué no me lo habías dicho?».

-Si los enamorados, en vez de pensar en la muerte, calcularan... Pero ¿qué han de calcular, si están locos?...

-Es verdad. ¡Qué gran idea! ¡Dios mío, qué alegría, qué esperanza!... ¿A quién he de pedir amparo más que al grande amigo de mi padre... al que...?

-Doña Jacoba le ha escrito también esta noche.

-¿Qué me cuentas?

-No importa. Puede que el Excelentísimo reciba la carta de usted antes que la de ella. Eso es cosa mía. El coco manda su carta por Milagro. La de la señorita la mandaré yo por Méndez, mi amigo Méndez, portero en Hacienda. Vamos, vamos, no perder tiempo.

-¿Y qué le digo?... Cayetano, yo que   —313→   acabo de estar loca, que casi lo estoy todavía, no acierto a discurrir nada.

-Ponga... Señor, o Excelentísimo señor: soy la hija de Jenaro Negretti... Así, empezar con un golpe bueno: soy la hija de Negretti, y...

-Y...

-Y... ahora vaya poniendo todito lo que le pasa.

Meditó la huérfana un rato, mordiendo las barbas de la pluma, y no tardó en sentir la inundación de ideas en su cerebro, de que eran señal segura la coloración de sus mejillas y el júbilo que flameaba en sus hermosísimos ojos...

«Ya, ya... No necesitas dictarme, Cayetano. Ya calculo... ya sé lo que tengo que decir».

Y escribió con más inspiración que soltura, sin quitar los ojos del papel, haciendo con sus labios unos hociquitos muy monos.




ArribaAbajo- XXX -

No se abatía con los reveses el animoso espíritu de D. Juan Álvarez, ni por un tropiezo parlamentario, o por la defección de media docena de amigos a quienes tuvo por incondicionales, dejaba de creer que su buena estrella triunfaría de todo, llevándole al   —314→   cumplimiento de las promesas hechas a la Nación. La confianza en sí mismo no le abandonaba nunca. Formábanla el conocimiento de las energías que atesoraba su voluntad, y los recuerdos de sus éxitos anteriores, todo ello amalgamado con un poquito de soberbia. En su gigantesca estatura, que dominaba los cuerpecillos de sus compañeros de Estatuto, como el alto ciprés a los helechos humildes, veía un simbolismo de la supremacía de su voluntad. Fe ciega tenía en su entendimiento, más fecundo en recursos sagaces, en mañosos ardides que en concepciones hondas. Verdad que la política de entonces, como la de ahora, no era terreno propio para lucir las supremas dotes de la inteligencia: era un arte de triquiñuelas y de marrullerías. En la oposición sí desplegaban los políticos una ideación fastuosa, con carácter teórico, que deslumbraba a los papanatas del partido y a la parte de opinión neutral que toma en serio las batallas oratorias, comúnmente sin sacar nada en limpio de ellas; pero gobernando no eran más que unos pobres caciques, unos manipuladores más o menos hábiles del teclado de la cosa pública, en pro de intereses siempre inferiores a los supremos de la Nación.

Cierto que Mendizábal tuvo alguna idea grande, y que su ambición, en vez de limitarse, como la de otros, a prolongar todo lo posible las maniobras caciquiles, picaba en los altos fines nacionales; pero no le asistió la inteligencia en proporción de la magnitud   —315→   de su deseo. Buena es la fecundidad en arbitrios, buenos el ingenio y la travesura; pero el perfecto hombre de Estado, rara avis, debe unir a tales dotes otras de carácter sintético. La vista de Mendizábal solía percibir los remotos ideales; pero no discernía bien el camino para llegar a ellos, no poseía la completa y audaz visión del hombre de Estado, el cual necesita saber mirar, sin cegarse, lo mismo al sol que al polvo.

Las trapatiestas parlamentarias de la ley electoral, que terminaron con la derrota de D. Juan de Dios, y el compromiso de proponer a la Reina la disolución de los Estamentos, quebrantaron los ánimos del primer Ministro. Verdad que la batalla había sido ruda. La cuestión electoral fue entregada sin detenido estudio a las iniciativas de una ponencia, compuesta de cinco procuradores mal elegidos. Todo era desconcierto, imprevisión, ignorancia de los métodos de gobernar. Salió, pues un grande cien-pies, que veían con gozo los moderados. En el partido de Mendizábal no faltaba gente práctica; pero no supo o no quiso prestarle ayuda, ilustrándole en el procedimiento parlamentario para sacar adelante las leyes, y el hombre pasó las de Caín en una mortal semana de estériles y rencorosos debates. Sobre si la elección debía ser directa o indirecta, por provincias o por distritos, sobre si se daría o no voto a las capacidades, estuvieron aquellos hombres, como locos, agotando toda la retórica insubstancial que viene siendo la   —316→   función abusiva de los cerebros políticos, y ha concluido por esterilizarlos.

No tuvo más remedio el Jefe del Gabinete, al término de esta desdichada campaña, que disolver los Estamentos. La Reina no le puso obstáculos, y Próceres y Procuradores fueron mandados a sus casas. En la brega perdió D. Juan y Medio la amistad de sus dos más ardientes defensores, Istúriz y Alcalá Galiano, en quienes ya, desde Diciembre, se columbraban las ganitas de formar rancho aparte; juego escénico que ha llegado a constituir el resorte más rutinario y más amanerado de nuestra fastidiosa comedia política. Aunque a Mendizábal le llegó al alma esta defección, no por eso se acobardó, y aún soñaba con que el nuevo Estamento le proporcionara medios eficaces de realizar sus grandes propósitos. Pero si no desmayaba en sus alientos y ambiciones, físicamente se sentía fatigado, pues la tarea de los últimos días de Enero y de los comienzos de Febrero fue para rendir a un gigante. Bien se le traslucía el cansancio en la palidez del rostro, y también en la inclinación de su cuerpo, ya no tan espigado como cuando nos vino de Inglaterra radiante de esperanzas. El buen señor propendía más a la meditación; gustaba de la soledad, donde pudiese ahondar en los graves problemas que la realización le ofrecía; mostraba menos confianza en las personas circunstantes, y un poquito de asco de la adulación, de aquel incienso continuo con que algunos se recomendaban a su benevolencia.   —317→   En tal situación moral y física le encontramos una noche en su despacho, a hora muy alta de la noche, engolfado en diversos asuntos apremiantes, queriendo resolverlos todos, y aplicando desordenadamente su atención a este y al otro con voluble inquietud. Había comido en casa de Seoane, retirándose después a su Ministerio con varios amigos, a quienes despidió para poder trabajar. Deslizábase el tiempo entre la actividad febril y súbitas caídas en la sima de la meditación. Escribía, soltaba la pluma, revolvía papeles. Su pensamiento iba de un asunto a otro, ondulante, vagabundo, como mariposa que no sabe en qué flor quedarse. A lo mejor se posaba en una idea y en ella permanecía, perdiéndose en un discurrir opaco, dulce imaginar que casi tocaba en la somnolencia.

«Este Córdoba... este Córdoba... -decía entre dientes escribiendo al General en jefe del ejército del Norte-. ¿Será cierto que es la clave de la situación? ¿Será cierto que vivimos en el Gobierno porque nos tolera, y que moriremos cuando se canse de vernos vivos?». Y luego escribía, interrumpiéndose a menudo para pensar los conceptos, cosa nueva en él, pues comúnmente enjaretaba un largo escrito, como el buen nadador que aguanta mucho tiempo en las profundidades sin tomar aliento. Antes de terminar la carta al General, la dejó para leer párrafos de otras ya leídas, que quería recordar... Y de pronto contemplaba con vago mirar un montoncito de cartas que aún no habían sido abiertas:   —318→   las removía, se fijaba en los sobrescritos... Apareció de pronto un portero con dos más, y al poco rato volvió con otra carta que dejó sobre la mesa, sin que el señor Ministro se dignara mirarla.

Cerrando por fin los pliegos para Córdoba, cayó la mente de D. Juan en un sombrío bache de ideas que le tuvieron suspenso, fija la vista en los diferentes papeles que en la mesa había, sin ver nada. He aquí lo que pensaba: «Olózaga acaba de decírmelo, y no me decido a creerlo... En Palacio están hartos de mí... estoy caído ya... Gobierno aún porque no han encontrado el modo, decoroso para ellos, de ponerme en la calle... Esto no puede ser. Olózaga es muy mal pensado, y tiene en la masa de la sangre el odio a los Borbones... La Reina me ha recibido hoy con visibles muestras de aprecio... ¿Pero quién se fía...? Será o no será sincera... ¡Dichosos reyes!... y nosotros medio locos aquí por defenderles, por sostenerles en el trono; nosotros muriendo para que ellos vivan... No, no es verdad que esté acordada mi caída, ni mi sustitución por Córdoba o Martínez de la Rosa. Creo en la lealtad de Córdoba... que en su última carta, concretándose a cosas militares, nada me dice de política... En Martínez lo creo... de Toreno todo lo temo; los fabricantes del Estatuto se mueren de tristeza lejos del poder... Los señoritos esos de la suprema inteligencia no acaban de persuadirse de que el país no existe exclusivamente para ellos... El país, señores del Anillo, no es   —319→   un fraque hecho a vuestra medida... el país...». Estimulado al trabajo por un aguijonazo de su voluntad, pasó la vista por otra carta, y quiso contestarla; pero no tardó en distraerse de nuevo, pensando: «Debe de estar en lo cierto Olózaga... Como que me lo ha dicho también Seoane... El Sr. D. Fernando Muñoz, a quien Romero Alpuente llama con mucha gracia Fernando Octavo, no se recata para hablar pestes de mí: me llama déspota, y a Castroterreño le dijo que yo soy un Calígula... ¡Calígula!... Este buen señor sabe menos de historia que yo. ¡Llamarme Calígula porque me apoyo en la voluntad del pueblo, porque me inflama el amor del pueblo, porque con y para el pueblo me propongo llevar hasta el fin mis planes...! Aguárdese usted un poco, Sr. Muñoz, buen caballero y amigo mío. Gusta usted, según dicen, de acercarse a los corrillos de las tertulias aristocráticas y palatinas, y aplicar el oído y enterarse de lo que charlan, para dar traslado al Ama, como usted dice... Pues lléguese usted aquí y óigame esto que el Ama debe saber... Juan Álvarez Mendizábal ha caído en desgracia porque no quiere la cooperación francesa para terminar la guerra, porque no accede ni accederá a que Palacio nos traiga acá otro Duque de Angulema, que es lo que allí pretenden...». Rápidamente giraba de un punto a otro su pensamiento... La memoria le punzaba, haciendo dar a su atención un salto atrás. «Se me olvidó decir a Córdoba que no deje de poner   —320→   diez mil bayonetas en el Baztán... explicarle los motivos por que prefiero la intervención inglesa a la francesa...». Y no tardó en enlazar esta idea con otra: «Williers me apoya, Williers no me falta. Bien claro me lo dijo anoche, añadiendo que no recele de Córdoba. Él y Córdoba son uña y carne. Se escriben todos los días... Pero me decía en París mi amigo Maury, el poeta, que no me fíe nunca de los diplomáticos. Esta noche, charlando en casa de Seoane, dijo aquel joven, secretario que fue de Ofalia, no recuerdo su nombre... dijo que Williers juega con dos cartas... Yo no hice caso... Confío en Williers. Su apoyo es sincero. ¡Que no tenga uno, en esta posición, un lente milagroso para ver las almas, para ver el pensamiento de los que nos hablan!».

Y divagando siempre, encontrose frente al Ama, y le dijo: «Señora Ama, para que Vuestra Majestad se ahorre el pretexto de que no hago nada, voy a demostrar ahora que no quiero que la posteridad ignore quién ha sido Mendizábal... Todo lo paso, menos que los niños de las escuelas, dentro de cincuenta años, pregunten: «¿Quién fue ese Mendizábal?...». Buscó en la mesa un papel que le habían traído poco antes para que lo examinara, por si deseaba corregir algo en él, y no hallándolo tan fácilmente como creía, se impacientó. «...Es mucho cuento... ¡Si lo tuve en mi mano hace dos minutos...! ¡Ah, no me negará la señora Reina que está influida por el Embajador de Francia...!   —321→   Menudean las cartas del hijo de Igualdad... ¡Francia, Francia! De allí ha venido siempre la perdición de nuestros Reyes borbónicos... ¡Francia...! ¿Pero dónde lo he puesto, Señor...?, y de los de acá, Martínez es el inspirador de Vuestra Majestad. Reconozco realmente que Martínez es un hombre honrado... pero... padre del Estatuto, le molesta que mi personalidad anule su personalidad... Yo no he fabricado Estatutos, pero sé hacer países... yo no soy poeta; pero soy hacendista, y en este momento voy a cantar una oda, que no le cabe en la cabeza al Sr. Martínez... porque yo, Sr. Martínez, no sabré latín, pero sé... ¡Ah!, aquí está... ¿Pero dónde te habías metido, papel? ¿Quién te puso en este montoncito de las cartas de mujeres?...».

Fijó su atención en el largo escrito, y leyó cuidadosamente, recreándose en cada párrafo, en cada palabra, en cada letra. El preámbulo era frío, despiadado, cruel. El artículo 1.º, semejante a una inmensa hoz, decía con aterrador laconismo: «Quedan suprimidos todos los Monasterios, Conventos, Colegios, Congregaciones y demás casas de Comunidad o de instituto religioso de varones, inclusas las de clérigos regulares y las de las cuatro ordenes militares existentes en la Península, islas adyacentes y posesiones de España en África...».

Continuando la detenida lectura, algo hubo de encontrar en el artículo 5.º que no le gustaba. Trazó la enmienda entre líneas, y después de borrar y escribir de nuevo al   —322→   margen, tiró de la campanilla. A poco de penetrar el portero y de recibir una breve orden del Ministro, presentose un señor de mezquina estatura, con anteojos de oro sobre el huesudo caballete de su nariz de trompa; traía en la mano un papel semejante al que D. Juan de Dios acababa de leer.

«Mire usted, Sánchez -le dijo el Ministro dándole el decreto-, hay que modificar la disposición referente a los conventos de monjas que deben quedar. No están claras las atribuciones de las Juntas que han de determinar el número de religiosas... Prevengamos las malas interpretaciones, los abusos. Vea usted cómo he redactado el párrafo segundo del artículo 5.º... Ponerlo todo en limpio y que lo vea Argüelles... Ese otro decreto (el que Sánchez le traía recién copiado), no necesita más enmienda. Perfectamente claro y preciso...». Recreose también en su texto, fríamente ejecutivo, revolucionario. Como quien no rompe un plato, el artículo 1.º decía: «Quedan declarados en venta, desde ahora, todos los bienes raíces de cualquier clase que hubiesen pertenecido a las Comunidades y Corporaciones religiosas extinguidas, y los demás que hayan sido adjudicados a la nación por cualquier título o motivo, y también los que en adelante lo fueren, desde el acto de su adjudicación».

«¿No tenemos ya nada que corregir aquí?» -preguntó el de la aventajada nariz.

-Absolutamente nada.

-¿De modo que...?

  —323→  

-A la Gaceta con él...

-¡A la Gaceta! -replicó el funcionario, recogiendo de manos de su jefe el terrible documento.

-Daremos el otro dentro de unos días... Me lo trae usted mañana, puesto en limpio... Y ahora... Media noche ya... pueden ustedes retirarse... Yo me quedaré un rato más examinando esta correspondencia... Que se aguarde Milagro.

Volvió a quedarse solo; y tan grande excitación sentía, que tuvo que espaciar sus ideas y sacudir sus nervios, paseándose de largo a largo en la vasta pieza. «¡Para que digan que no hago nada!... ¡Qué revolución, qué colosal sacudimiento!... Entrego a la clase media... cuatro mil millones... ¿qué digo?, más, mucho más». Volvió a la mesa, y rápidamente trazó algunos números... «Seis, siete mil millones, y aún me quedo corto...». Mirando al espacio, quedose como en un embeleso dulce o embriaguez financiera... Su mente se lanzaba a las presunciones del porvenir, nadando en un océano tan revuelto como profundo, con olas de cifras cada vez más hinchadas...



  —324→  

ArribaAbajo- XXXI -

Otra vez en su mesa el Sr. D. Juan, incansable, desvelado... Adquirida la costumbre de trasnochar, no le apuntaba el sueño hasta la madrugada. En las altas horas de la noche sentía sus facultades más claras, su ingenio más agudo, y extraordinariamente aumentada su fecundidad de recursos expeditivos, de mañosas tretas, para escamotear las dificultades antes que para vencerlas.

«Que venga Milagro»; y al punto se presentó el buen D. José con varias cartas a la firma. Firmó Mendizábal, y entregó cuatro más que requerían contestación. Eran todas referentes a negocios electorales. Este pedía la procuración para sí; aquel para su pariente o amigo. Quién solicitaba humildemente; quién reclamaba con soberbia mal envuelta en cortesía, alegando servicios a la Libertad y una larga historia bullanguera. A unos se les contestaba con el perdone, hermano; a otros se ofrecían esperanzas bien rebozaditas, y ciertos y determinados nombres sacaban tajada, seguridades de éxito.

«Oiga usted, Milagro -dijo Su Excelencia cuando ya el funcionario se retiraba-, hágame el favor de manifestar a su amiga de usted, a esa cansada Zahón, que no puede ser   —325→   y que no puede ser... En una larga carta muy difusa, que no he podido leer entera... me pide un desatino tal, que le contestaría con un puntapié si estuviera yo en otra posición... Pero diga usted, ¿es loca esa mujer?».

-Me parece que sí... Abusa horrorosamente del curaçao.

-Ya... Pues le dice usted que no me maree más... No le contesto por escrito porque tendría que tratarla con dureza... y puede añadir que ya sé el paradero del tío de Aurorita, Ildefonso Negretti, y que le escribiré un día de estos para que venga a hacerse cargo de su sobrina. No quiero que esa pobre niña permanezca más tiempo en poder de la Zahón... ¿Y qué?... No sé quién me ha dicho que es hermosa.

-Hermosa es poco decir; es divina, señor... pero tan romántica, que no hay quien pueda con ella. Mejor estará con su tío que con Doña Jacoba.

Otra vez solo, engolfado el pensamiento en el maremágnum político: «Traeré un Estamento a mi gusto... La ingratitud de Galiano, la envidia de Istúriz no prevalecerán... Yo no miro más que a la libertad, que deseo afianzar; a la guerra, que quiero concluir a todo trance; al país, a esta infeliz patria devorada por las malas pasiones, por tantos odios... pobre, sumida en la ignorancia... ¡Triste herencia la del tal D. Fernando VII! Si este señor hubiera sido de otra condición, ¡qué bien estaríamos!... Quizás podría yo ahora desarrollar tranquilamente mi pensamiento,   —326→   madurarlo bien... Con estas prisas, allá va todo como Dios quiere... ¡Qué lástima, Señor, qué lástima!... Porque tiene razón Caballero. ¡Cuánto mejor, en política y economía, repartir al pueblo esta masa de bienes en vez de sacarlos al mercado! ¿La parte de deuda que se amortiza vale más o vale menos que los intereses territoriales que podrían crearse con ese reparto, hecho juiciosamente? ¿Es preferible el crédito circunstancial, para encontrar quien preste, a las ventajas futuras de la buena distribución del terreno?... ¿Y qué decir de los abusos que en las subastas pueden cometerse?... Resultará que los caciques de los pueblos, la clase bursátil, los que poseen ya una mediana fortuna, adquirirán bienes considerables pagándolos a largos plazos con el mismo producto de las tierras... Y en tanto el pueblo agricultor y laborioso no podrá adquirir propiedad... ¡Si lo he pensado, Señor, si lo he pensado!... ¡Pero no le dan a uno tiempo para nada!... ¡Esta política, esta vida...! No es posible, no es posible. Que venga aquí el Sursum corda, y se volverá para arriba, para el Cielo, sin haber hecho nada. ¡Vivir al día, defenderse hoy de las asechanzas de mañana, temblando siempre, sin hora segura... y tener que sufrir una descarga cerrada de discursos...! ¡Las dichosas polémicas, los malditos abogados...! Y menos mal si uno contara con tener bien cubiertas las espaldas... ¡Pero si Palacio le pone a usted en la calle el mejor día, como a un criado...! ¡Ah! Con esta   —327→   inseguridad, con esta zozobra, ¿qué planes, ni qué reformas, ni qué soluciones grandes son posibles? Esto es un vértigo, dar quiebros al enemigo, agarrar el poder con las dos manos, sujetarlo además con los dientes para que los de allá no nos lo quiten... No puede ser, no puede ser... Pero Mendizábal no se va sin realizar algo, ya que no toda la grande obra, y le dice al país: te he quitado treinta y seis mil frailes y diez y siete mil monjas; te doy cuatro mil millones, seis mil, para que empieces a formar un conglomerado social fuerte y poderoso... De mogollón lo hago... No me dan tiempo para más. Luego, Dios dirá...».

Cambio repentino de ideas: «Se me olvidaba... Tengo que decir a Córdoba que irá la remesa de zapatos la semana que viene... y dos millones en metálico. Lo apuntaré en la pizarra, para que no se escape de la memoria... ¡Ya se ve... con tal diversidad de asuntos!... ¡Pero este Córdoba!... El eterno enigma: si la Reina le llama para que forme Ministerio, como cuentan por ahí, tratará de enjaretar una situación mixta, combinando las fuerzas moderadas con las liberales... En este caso, yo le ayudaría... ¡Pero si no puede ser; si es todo un puro embuste de los periódicos, y de esa turbamulta de desocupados que hormiguean en este pueblo chismoso y novelero! Córdoba me dice que no se cuente con él para nada que sea política... Y en su alocución al Ejército, bien claro lo expresa... Va uno haciéndose, insensiblemente, a   —328→   no creer nada, a considerar toda palabra de hombre... o mujer, como un ruido del viento, como el gotear de la lluvia... Veremos grandes cosas. El nuevo Estamento nos traerá batallas formidables. ¡Hablar, hablar y siempre hablar! Señor, en aquel Parlamento inglés es otra cosa: discuten y votan el mensaje en un día. Son mal mirados los oradores galanos que van a lucirse, y los abogados indigestos y sofísticos... Debo decir también a Córdoba que corre una especie saladísima: los Grandes de España le proponen para formar Gabinete... ¿Quién meterá a los Grandes en camisa de once varas?... ¡Ah! También le contaré lo que anda diciendo por ahí D. Fernando octavo... que la Corte se trasladará a Burgos, para estar más cerca del Ejército... ¡Qué tontería!... No creo que el Ama participe del cerval miedo de sus cortesanos». (Nuevo trazado taquigráfico en la pizarra).

Puso la mano sobre un montoncillo de cartas, algunas de las cuales aún no estaban abiertas. Diríase que una de ellas se pegó a sus dedos. La cogió maquinalmente, y empezó a leer por el medio: «¡Bueno está!... (Soltando la carta con desdén.) Las Navas se me incomoda. Otro que se tuerce... ¡Como si yo pudiese hacer Procuradores a todos los amigos de mis amigos...! Y aquí otra y otra carta pidiéndome destinos, contadurías, administraciones, secretarías, intendencias, y... ¿Pero de dónde, señores y amigos, de dónde voy yo a sacar tantas plazas?... ¿Y este que se me   —329→   atufa porque no le he dado privilegio en el asunto de las campanas?... No faltaba más. Bastante tengo con los azogues, que me darán no poca guerra cuando se abra el Estamento... ¡Dichosas campanas, azogues malditos!... Pero estos señores no ven en el Estado más que una vaca muy gorda y muy lechera, a cuyas ubres es ley que se agarren todos los ambiciosos, todos los glotones, todos los hambrientos... ¿A ver esta otra carta? Ya conozco la letra... ¡Pobre Duquesa de Berry! También esta se ha echado marido morganático, y hoy es Condesa de Lucchesi Pella. Por andar menos lista que otras, ha perdido la tutela del chiquillo... el Delfín... A ver qué me cuenta. (Lee por el final.) Lo de siempre: sus hermanas no le hacen caso... la vituperan por la campaña desastrosa de la Vendée... (Se ríe.) Y no le perdonarán, no, el famoso episodio de la chimenea... (Leyendo por el centro.) Me da las gracias por haber admitido en el Ejército español al hermano de su esposo, el oficial napolitano Lucchesi, que recomendé a Córdoba... ¿Y qué más? Vaya, vaya con las princesas destronadas... parece que les hizo la boca un fraile. Ahora pide que admitamos a otro hermanito, subteniente... ¿Por qué no les coloca en las tropas carlistas? ¡Ah, es que allí las pagas son en papel, en ilusiones!... Verdad que las pagas de acá... también andan como Dios quiere».

Puesta a un lado la carta, trazó con rápida mano nuevas apuntaciones en la pizarrita,   —330→   y luego extendió las demás epístolas sobre la mesa formando abanico... Entre los sobrescritos, de muy diversa escritura, vio uno que no se le despintaba. Sonriendo se dijo: «Quien no te conoce, que te lea», y la sacó del semicírculo con ánimo de someterla a cuarentena rigurosa. «Pues sí, debo leerla -pensó variando inmediatamente de propósito, en la versatilidad de su espíritu inquieto-; veamos qué cuenta». Era una de tantas comunicaciones de los secretos agentes que el Gobierno tenía en la frontera. Diariamente llegaban dos o tres por diferentes conductos, y la que a la sazón leía Su Excelencia era remitida por una tal Madame Aline, de fantasía tan novelesca y de tan extremado celo en el desempeño de su misión, que cuando no había sucesos graves que referir, los sacaba de su cabeza; y si escaseaban las maquinaciones, o no sabía la verdad de ellas, ponía en el telar los productos más inspirados de su numen. Engañado varias veces por los cuentos de esta poetisa del espionaje, Mendizábal le había tomado ojeriza, y aguardaba coyuntura para suspenderla del cargo; si ya no lo había hecho era por consideración a nuestro Embajador en París, que aún creía en ella y se fiaba de sus embustes.

«Ya te veo. (Leyendo.) La historia de siempre... Que los carlistas han recibido proposiciones de la Reina... Que han llegado a Oñate dos clérigos emisarios de Palacio... los cuales se entienden con otro clérigo de Madrid para poner en autos a Doña Cristina de   —331→   los deseos y opiniones de D. Carlos... Que los agentes de Aviraneta en Olorón han entrado también en negociaciones con los facciosos, ofreciéndoles un levantamiento en Madrid. Que al propio tiempo los realistas franceses se proponen armarla, si Thiers se decidiera al fin por la intervención. Que la frontera está infestada de frailes trashumantes y perdidizos, que huyen de las degollinas de Zaragoza, y muchos de ellos, transfigurados de la noche a la mañana, se afilian en el ejército de Gómez o de Villarreal... Que Zaratiegui y otros andan a la greña con los palaciegos y toda la ojalatería de Oñate, y que de tantos piques y desazones tiene la culpa el carácter despótico y entrometido de la Princesa de Beira, que de continuo pasa y repasa la frontera, acompañada de Monsieur Saint-Silvain, o sola, con dos pastores: las autoridades francesas no la molestan... Que D. Carlos se propone formar Corte y Ministerio de verdad, y que para presidir el Gabinete faccioso ha venido de Londres D. Juan Bautista Erro. Por el Ministerio de Gracia y Justicia andan a la greña el Obispo de León y Don Wenceslao Sierra... El confesor del Rey, D. Juan Echevarría, gobierna interinamente el ramo de Guerra. En medio de este grande aparato político, en la Corte apenas tienen qué comer. D. Carlos y sus allegados van viviendo con castañas y leche... Las borrajas son el plato de cada día, y el cocinero de Palacio discurre los diferentes modos de poner las alubias... Por referencia de un ayuda   —332→   de cámara del Rey, que despidieron por haberle pegado una tremenda bofetada al gentil-hombre de servicio, sabe la manifestante que D. Carlos se casará en secreto con la Princesa de Beira... Esta había comprado en Olorón varios objetos de bisutería falsos para su dueño y señor, y había vendido dos docenas de perlas magníficas, para adquirir con el producto de ellas fusiles... También gestionaba que le vendieran dos obuses, ofreciendo unas arracadas que posee... La comunicante las ha visto, y no duda que Su Alteza encontrará quien por ellas le facilite un par de cañones... Que los realistas habían logrado entenderse con Aviraneta, ofreciéndole la Superintendencia de policía para cuando triunfara D. Carlos... y que últimamente se le habían enviado desde Francia papeles que comprometían al Sr. Mendizábal, y al Sr. Caballero, y al señor Duque de Zaragoza, documentos que se publicarían en El Jorobado para armar gran escándalo...

Aturdido ya, la cabeza mareada con este aluvión de noticias, que no eran en su mayor parte más que repetición de anteriores informes, D. Juan echó a un lado la carta sin acabar de leerla. Por natural encadenamiento de ideas, la mención de El Jorobado, papel violentísimo, le llevó a pensar en El Mensajero, que también había comenzado a atacarle, y en El Eco del Comercio, que ya cerdeaba... «No es bueno que la prensa abuse de la libertad -se dijo mal humorado-. A bien que con El Liberal, que fundaremos   —333→   nosotros, zurraremos de firme a los que se vengan con injurias y enredos... ¡Lástima que no encontremos muchachos despabilados de estos que salen ahora con la fiebre del romanticismo!... Me dice Palarea que casi todos los que valen están ya colocados en papeles enemigos... ¡Colocados!... me río yo de esto. Ya vendrán, ya vendrán al reclamo...».

Apuntó algo en su pizarra, pertinente a prensa y al nuevo periódico, y fijándose en otra carta, cuya letra menudita y elegante conocía, la leyó al punto: «Pepe no escribe a usted porque está consagrado hoy en cuerpo y alma a la limpieza de sus panoplias y a la colocación de las espadas del siglo XVII, que ayer adquirió. A su gloriosa ferretería se han añadido unas espuelas, que diz pertenecieron a Íñigo Arista; el almirez que a Doña Blanca de Borbón le servía para llamar a sus servidores en la torre de Sigüenza, y otras quincallas magníficas... En nombre de Pepe, y en el mío, le invito a usted a comer, mañana viernes. Por Dios, no falte, mi buen Don Juan, que tenemos mucho que hablar, y he de contarle cosas muy tristes, ¡ay!... Si le sobran a usted campanas, mande hacer rogativas porque recobre el juicio su consecuente amiga -Pilar

«¡Pobrecilla... -pensó el grande hombre, soltando la carta-, sí que es desgraciada!... ¡Qué mundo, qué cosas!...». Y con mental propósito de aceptar el grato convite, pasó a otro asunto... algo de elecciones, de una probable conferencia con Williers. Mas no tardó   —334→   en distraerle otro sobrescrito que en la rueda de cartas lucía con gruesos y algo torcidos caracteres. Dijérase que aquella desconocida escritura le miraba y atraerle quería, pues los ojos de D. Juan se habían como enganchado varias veces en sus letras. Habíalas visto ya y hecho intención de abrir y leer... Por fin, salpicado de curiosidad, se apresuró a satisfacerla. La carta, después del nombre y la fórmula de respeto, empezaba con esta frase: «Soy la hija de Jenaro Negretti...». Era bastante larga. Leídos los dos primeros párrafos, no encontró, sin duda, el Ministro interés bastante intenso en la lectura, y su mente fugaz corrió otra vez hacia la idea política. «¡Ah, me olvidaba... (Modulando entre dientes.), de la ley de mayorazgos! ¡Qué cabeza la mía! Prometió Argüelles traérmela hoy, y yo, tan torpe, que no se lo recordé esta tarde... (Rápida anotación en la pizarra.) Mañana me explicará D. Agustín su protección a la revista El Mensajero, que publica contra mí artículos que se atribuyen a Galiano... ¡Qué amigos, Señor!... He de procurar atraer para el nuevo periódico, a las primeras plumas... Ese Espronceda, ese Larra... Todos ellos, según dicen, viven miserablemente. Pues demos a Espronceda y a otros poetas destinos adecuados a su mérito: las secretarías de las subdelegaciones, plazas en las Bibliotecas, si queda alguna... Dígase lo que se quiera, la prensa no vive sólo de libertad...». Cayó en profunda meditación, cogiéndose la barbilla   —335→   con las puntas de los dedos. Dio después un palmetazo sobre la mesa, y formuló en su mente graves acusaciones contra sí mismo: «Hubiera yo podido impedir los sangrientos sucesos de Barcelona, que me han perjudicado enormemente... ¿En qué estabas pensando, Juan, cuando le diste al D. Eugenio Aviraneta la carta para el general Mina? Tenemos cuartos de hora funestísimos, mortales... En un instante se compromete una posición; una idea mala y extraviada esteriliza miles de ideas grandiosas, fecundas...». Se pasó la mano por la frente. Su cansancio era muy grande. Pensó en los pobres empleados que por la índole de su cargo tenían que permanecer en las oficinas a horas tan absurdas, mientras el Ministro no se retirase.

Campanillazo... «Que venga el Sr. Milagro. Mi capa, el coche...».

Cayéndose de sueño, recibió Milagro las últimas órdenes de Su Excelencia para el siguiente día. «Estas cartas me las contestará usted a primera hora; las demás no son tan urgentes. Es muy tarde. Estarán ustedes rendidos. Hasta mañana... ¡Ah! Milagro, un momento: no me olvide lo de la Zahón... Que no puede ser... que... En fin, mejor será ponerle una carta. Recuérdemelo usted mañana».

Y por engarce de ideas, ya cuando el portero le estaba poniendo la capa, volvió presuroso hacia la mesa por recoger algo que quería llevarse a su casa. «Soy la hija de   —336→   Jenaro Negretti...». Este párrafo inicial de la dolorida carta le andaba por el cerebro, disputando el sitio a pensamientos de mayor bulto y gravedad. Fuese a su casa el grande hombre, soñoliento ya, revolviendo todo el fárrago de aquella noche: Córdoba... Galiano... Palacio... Ley de Mayorazgos... campanas... Aviraneta... prensa... frailes... chiquilla de Negretti...




ArribaAbajo- XXXII -

La desconsoladora respuesta que dio el señor Ministro a la carta de la codiciosa diamantista puso a esta en formidable, épica irritación. En tres días no le sacaron del cuerpo más que palabras airadas y monosílabos rencorosos; en sus manos escribió, con sus propias uñas, cifra lastimosa del despecho que la dominaba, y los marchantes o compradores que por allí asomaron salieron o desollados vivos o llamándose a engaño, con pocas ganas de volver. En la comida decretó parvedades de la escuela del licenciado Cabra; y tales fueron, que Aurora y Lopresti se habrían quedado en los huesos si no tuvieran la precaución de reservar en sus respectivos escondrijos pedazos de pan y otras cosillas de comer. Sentía la maldita Zahón odio a toda criatura humana, y a las que más próximas   —337→   tenía, hacíalas responsables de la bofetada que le diera el ministrillo gaditano, aquel que conoció con manguitos y la pluma en la oreja, en la casa de los Méndez, allá por los años 97 y 98 del siglo pasado. Porque el hombre de las levitas, el verdugo de frailes y monjas, el secuestrador de campanas, no se contentaba con tomar a chacota la proposición de constituirse en administradora de la huérfana de Negretti (con lo cual aliviaba al señor Ministro de sus cuidados), sino que la relevaba ignominiosamente del cargo honrosísimo de custodiar y dar alimento y educación a la niña, confiriendo estas funciones a Ildefonso Negretti, hermano de Jenaro.

No obstante su fiereza y despecho, pasados tres días de crisis, juzgó prudente disimular la grave herida de su amor propio, y astuta y cautelosa reservó de la familia y de los amigos la dura respuesta de D. Juan Álvarez. Ni se le pasaba por la imaginación oponer resistencia a las disposiciones de este, pues su naturaleza medrosa, calculista, alma de mercader en pedrería, repugnaba el giro dramático en los actos de la vida y todo lo que fuese ruidoso y violento. Encerrose, pues, en una resignación torva, como gato a quien le han cortado las uñas; esperó los acontecimientos envolviéndose en sus corcovas con cierta dignidad, quejándose del reuma con más fuertes alaridos, elevando el precio del quilate en los brillantes de talla superior, y extremando los rigores con que celaba a la doncella puesta a su cuidado.

  —338→  

Aumentó su tristeza en aquellos días la demora de su hijo Laureano Zahón. Había salido éste de Córdoba hacia Sierra Morena; pero tales historias en el camino le contaron de los bandidos que la infestaban, que tomó ascos al paso de Despeñaperros y se volvió para su casa, con idea de esperar a que saliese tropa para venir con ella. Tal contrariedad no tuvo poca parte en la prudencia que desplegó la Zahón después de su fracaso. Con Aura era toda sequedad y desabrimiento; no le permitía apartarse de su lado y de su vista; no creyendo bien guardada la casa con la fidelidad de Lopresti, se procuró dos cancerberos más: una tal Verónica, asistenta para centinela de día, y para vigilante nocturno, Severo Meca, dependiente de Maturana, hombre a prueba de sobornos, incorruptible, probado en veinte años de manejo de alhajas. Con tal guardia, y el examen y reparación que mandó hacer de todas las llaves, cerrojos y cerraduras, se creía libre de un atropello.

Inopinadamente se presentó Hillo a comprar otra partida de aljófar, que regateó, poniéndose muy pesado, para encubrir con el negocio su espionaje, y haciéndose mostrar el abanico, pidió precio, que la Zahón fijó en setecientos y cincuenta duros, ni un maravedí menos. No le fue difícil al presbítero llevar la conversación comercial al terreno doméstico, y se enteró de la situación, por referencia espontánea de la despechada Doña Jacoba. «No sabe usted bien -decía, poniendo   —339→   los ojos en blanco- cuánto me agrada la resolución del caballero ese de las campanas, que por lo visto tiene tiempo sobrado para atender a todo. Él sabrá lo que hace. No estoy yo para cuidar niñas, y menos a esta diablesca dislocada, sin respeto a nadie, ni a mí misma. Mentira me parece que ha de venir su tío y ha de quitarme este cuidado, pues aunque tengo costumbre de guardar cosas de precio y de asegurarlas contra ladrones, no sé cómo se custodian estas joyas que andan y enredan, que discurren todo lo malo; joyas que es forzoso clavar en los estuches para que no se escapen de ellos... También le digo a usted, Sr. de Timoneda (con este falso nombre había ocultado Hillo su personalidad), que si deseo perderla de vista, no deseo menos conservarla, mientras esté aquí, libre de todo detrimento. Quiero que su nuevo guardián la reciba en situación de honestidad material, aunque mentalmente la haya perdido. Cuando esté fuera de mi casa, que haga lo que quiera, que se deshonre; pero aquí no... Esto es un sagrario, Sr. de Timoneda; aquí viven y han vivido siempre el recato, la virtud. De esta casa, no ha salido jamás una piedra falsa... ¿Cómo había yo de consentir que ahora saliera?».

Alabó mucho el disfrazado clérigo estos alardes, y se permitió aconsejar a Jacoba que, lejos de estorbar, favoreciese el traspaso de aquella joven al tío carnal, pues la tal niña le daría disgustos muy gordos si no la echaban pronto de Madrid. Y añadió a esto tales   —340→   observaciones y noticias, que la jorobada, fácil al miedo, no necesitó más para verse rodeada de catástrofes. Dos veces más, en diferentes días, volvió D. Pedro, regateando el abanico y haciéndose mostrar unos topacios, que no compró; y con esto finalizaron sus averiguaciones en la caverna de la Zahón, pues ya había adquirido los datos y conocimientos más importantes: Aura delirante de amor; extremadas las precauciones para evitar que se vieran los amantes, y, por fin, próximo el arribo del tío carnal para cargar con la romántica niña y llevársela a los quintos infiernos. Cuando esto fuera un hecho positivo, sólo restaba impedir que Calpena descubriese a dónde había ido a parar la cabra loca; y establecida la radical separación, no era ya difícil traer al buen camino al descarriado joven. A este le visitaba diariamente, guardándose bien de contarle sus tratos y contubernios con la diamantista; lo que no impidió que Calpena los supiera por aviso de Aura, atisbadora infatigable de quién entraba y salía en la casa.

No pareciéndole aún bastante inquisitorial la incomunicación entre los tórtolos, sometió Jacoba a escrupuloso registro al menguado Lopresti, guardando bajo llave papeles, pluma y tinta: por su gusto habría borrado de las costumbres humanas, como ocasionado a la desobediencia, el arte de la escritura. No creyendo eficaces estos rigores, y desconfiada del maltés, determinó asimismo la señora que no pusiera los pies en   —341→   la calle mientras tal situación durase, y los recados los hacía Meca, el bárbaro y frío Meca, incapaz de aliviar una pena de amor, aunque le dieran un brillante de talla superior por cada lágrima que evitase. Ya se sabrá la causa de esta insensibilidad. El último mensaje que llevar pudo Lopresti a los portales de Santa Cruz, donde Calpena aguardaba la cartita, fue verbal y nada satisfactorio: «Sr. D. Fernando -le dijo, afilando la voz más que de costumbre por la fuerza de su congoja-, ni traigo carta, ni la traeré más: válgame la Virgen. Estamos dejados de la mano de Dios. La señora me ha registrado al salir, todo, señor, como si fuera yo una mujer... ¡Qué vergüenza me ha hecho pasar, ay! Y no es lo peor que me meta las manos por entre la ropa, haciéndome cosquillas, sino que ya no me deja salir de casa. ¡Preso yo también, sin comerlo ni beberlo!... preso de desconfianza, porque hago este favor a dos que se quieren... Es mi gusto, señor; es mi único gusto servir a los amantes finos... Salgo esta tarde porque voy por la medicina, aquí, calle Imperial... ¡Ay! Dios mío, que no se le volviera solimán... y ya me despido de la bendita calle, porque desde esta noche hace los recados ese Meca, montador que fue de la familia, montador de piedras finas, y hoy vive de la tasa y fiel contraste... Pues verá: la señorita, que, como enamorada, discurre más que cien doctores, me encarga diga a usted que esta noche le escribirá. Tiene papel y lápiz, que le   —342→   he dado yo... Para mandar a su amador la carta ha inventado una graciosa treta... Ahora tenemos allí todas las noches a D. José del Milagro. Entra... deja su sombrero en la percha... En el forro del sombrero pondremos el papelito. ¿Qué le parece? Lo que no inventa el amor, ni Dios lo inventa... Pues lo que falta es que usted se haga el encontradizo con Milagro, cuando este salga de casa; que le convide; que le entretenga hasta sacarle el embuchado; que mañana le vuelva a convidar y a entretenerle para que lleve la respuesta del mismo modo, y arreglárselas como pueda para seguir trayendo y llevando papeles ensombrerados cada lunes y cada martes... Con que ya lo sabe. Prevenido, señor... ¡Ojo al casquete!... Adiós, D. Fernandito de mi alma; no puedo entretenerme más... Si tardo, me mata».

Véase aquí cómo fue conductor inocente de la amorosa correspondencia el tubo grasiento y anticuado que cubría la venerable cabeza del buen Milagro. No le fue difícil a Calpena echarle la zarpa, acechándole a la salida de Milaneses, y le convidó a cenar (felizmente, por ser domingo, no tenía que ir a la Secretaría de Hacienda), y hablaron cuanto les dio la gana. Concluyó Fernando por fingirse delicado de salud, y suplicar a su amigo que le hiciese diariamente compañía en los ratos libres, pues de ello recibiría gran consuelo. Hubo de manifestar sentimientos contrarios a los que llenaban su alma; hizo el papel de que le pesaba haber abandonado   —343→   su destino; mostrose arrepentido de sus amores, sobre los que hacía recaer toda la culpa de tantos infortunios, y pedía consejo a su buen amigo sobre la conducta más propia y eficaz para volver a la gracia de Su Excelencia. Con gran júbilo le oyó Milagro, que de veras le apreciaba, y prometió visitarle en el rato libre, entre la contabilidad de la Zahón y el trabajo nocturno de la oficina.

Con tal ardid tuvo Calpena carta fresca todas las noches. No eran palabras amorosas lo que Milagro llevaba y traía en su sombrero; era fuego, llamas cogidas a puñados del mismo sol. Véase la muestra:

«De Fernando a Aura.- Si hallamos libre el camino del cielo, al cielo. Si no hay otro camino que el del abismo, al abismo... Todo antes que arrastrar esta oprobiosa cadena del presidio social; todo antes que sufrir el ultrajante despotismo de los cabos de vara que, con el nombre de autoridades, civil, doméstica y política, cobran el barato en este patio inmundo. Huyamos de ellos. Busquemos el aire libre, lejos del aliento infecto de los cabos de vara. Sobre todas las leyes, prevalece el amor, ley suprema, porque él es la creación, el principio de las cosas».

«De Aura a Fernando.- Cariño, ¿verdad que me sacarás pronto de este encierro? Con esta esperanza vivo. Cuento las horas que me faltan para el momento dichoso en que dejaré de ver el rostro patibulario de Jacoba Zahón. ¿Cómo no odiarla, si me priva de verte? Si ella me asesina, ¿cómo no desear que se la   —344→   trague el infierno, como se tragó Jonás a la ballena?... digo, no: fue la ballena quien se tragó a Jonás, y no pudo digerirlo. Tampoco el infierno digerirá a Jacoba, y tendría que vomitarla con todas sus preciosas... Es la una de la noche: la bestia monstruosa duerme; yo velo. El amor siempre alerta. ¿Cuándo nos echamos a volar? Quiero ser pájaro y mirar desde lo alto de una ramita a estos pobres caracoles, que nos quieren llevar a su paso... Una de estas noches mi desesperación me inspiró la idea de matar a Jacoba... Estuve loca un ratito... ¿Verdad que me librarás pronto? ¿Verdad que si no nos dejan vivir nos mataremos? Sin ti, no quiero la vida ni la muerte. ¿Qué sería de mí solita dentro de la sepultura?... Voy a decirte una cosa que no sabes... Te adoro... Tonto, no te rías... Me estoy muriendo por vivir...».

«De él a ella.- Duerme tranquila; yo velaré, velaré siempre. El sueño no quiere amistades conmigo. Si tu cárcel fuera de diamantes y la custodiaran todos los ejércitos del mundo, de ella te sacaría yo... Si Jacoba fuera la hidra de seis cabezas, yo se las cortaría todas... Nunca me tuve por héroe. Ahora lo seré, porque te amo. El amor me hace indómito; el amor me hace invulnerable. Si fuese preciso ir hasta el crimen, hasta el crimen iré... Ser tú mía, ser yo tuyo, es hablar con vaguedad: somos un solo ser... ¿No sientes un solo ser en nosotros? No estamos separados, sino divididos; cada mitad en diferente esclavitud. Pronto estará todo el ser   —345→   integrado en la libertad. Pronto te fijaré el día y hora en que debe terminar esta doble agonía. Será sin bullicio, sin aparato; será la suma sencillez... No puedo más. Bendiga Dios el divino fieltro en que irá esta carta. Adiós».

«De ella a él.- Poquito me faltó para besar el fieltro sublime cuando de él saqué la luz de mi vida. Pero no lo besé... No hice más que acariciarlo... Pronto, sí, mi bien, que sea pronto. Estoy alegre, porque tú me lo mandas. Jacoba despide de sus ojos un veneno verde, como el rayo de las esmeraldas. Pero ya no le tengo miedo: confío en mi caballero, a quien amo, a quien pertenezco por toda esta vida fugaz y por la eterna...».

En este tono se escribían siempre. Arrebatado el espíritu de Calpena a las altas cimas de la idealidad, no conocía freno. Tan profunda era su transformación, que hasta se olvidaba de cómo fue, y de lo que había sentido y pensado bajo la férula del buen D. Narciso Vidaurre. Aquella serenidad del alma, aquel justo medio en que blandamente se mecía su voluntad, ¿dónde estaba? ¿Dónde la placidez clásica, el amor de las reglas, el gusto de lo incoloro, del vivir cómodo y bien repartido en casillas metódicas? Todo aquel mundo blancucho y opalino se había resuelto en un orden de sentimientos y de ideas que le asemejaba al famoso héroe de Dumas, Antony. Como este, se había erigido en desheredado, y con los fueros de tal, en aborrecedor de toda la sociedad; como este, no vivía más que para un amor frenético, dispuesto   —346→   a consumar, por la satisfacción de sus anhelos, las violencias y tropelías más abominables.




Arriba- XXXIII -

¡Quién le había de decir a Fernando Calpena, cuando con un amigo vio representar el Antony en la Porte Saint-Martin, que aquel drama, que entonces le pareció afectado, mentiroso, uno de tantos artificios con que los dramaturgos amañados satisfacen el convencionalismo teatral, había de ajustarse, traducido al castellano, a la realidad de su pensamiento! El drama de Dumas, y el de Calpena, drama real, no se parecían en el asunto, aunque sí mucho en la enfática desesperación del héroe, no bien motivada, y en el ardor de su lenguaje. El odio a la sociedad no era en él más que una repercusión hueca del criollo de Dumas. En política había extremado bruscamente sus opiniones, simpatizando con los revolucionarios más ciegos y brutales. Para D. Fernando no tenían derecho a la permanencia ni el Gobierno aquel, ni otro semejante, ni el Trono mismo. La Familia Real, de cuyo seno había nacido una espantosa guerra, que llevaba trazas de no concluir nunca, tampoco debía continuar ligada a la suerte del país. Las   —347→   disensiones entre los hijos de Carlos IV habían convertido a España en una inmensa jaula de locos furiosos. Por averiguar si debía reinar hembra o varón, se vertían ríos de sangre... Y no pareciéndoles bastante sangría a nuestros prohombres, todavía andaban a trastazos por si repartían las mercedes del presupuesto los negros o los blancos, los amarillos o los rojos. El propio Mendizábal, a quien siempre vio Calpena descollando sobre la turbamulta política, se había empequeñecido a sus ojos: ya no era el grande hombre que debía salvar y refundir la nación. Malogrados sus propósitos por falta de constancia o malicia para llevarlos a la realidad, resultaba perfectamente sentencioso y oportuno aplicado a él, como a todos los del oficio, el dicho de Hillo: No remata la suerte.

Por otra parte, si el conocimiento de las conexiones jurídicas de Mendizábal con Aura le indujo a mirar al ilustre gaditano con simpatía, cuando supo que a la carta de la joven había respondido verbalmente, por mediación de Milagro, sin darle más consuelo de su esclavitud que la promesa de mudarla de cárcel, sacándola de las cadenas de Zahón para ponerla en las de Negretti, la simpatía hubo de trocarse en ojeriza y mala voluntad. Hallándose obligado a mirar por la huérfana, debió D. Juan atender en otra forma a su angustiosa solicitud. Ni de tutor ni de caballero era esta fría respuesta: «Diga usted a esa señorita que estoy atareadísimo   —348→   y no puedo ocuparme de ella todo lo que quisiera. He escrito a Ildefonso Negretti para que vengan a recogerla. Yo hablaré con él y le recomendaré que la cuide mucho y procure perfeccionar su educación».

«Pues yo le aseguro a usted, Sr. D. Juan Álvarez -decía Calpena in mente, paseándose solo por las calles- que cuando venga el tan cacareado tío carnal para hacerse cargo de mi Aura, no la encontrará. Aura me pertenece, y todos los Negrettis del mundo, auxiliados por todos los Álvarez gaditanos, que no saben rematar la suerte, no me la quitarán. Ahora veremos quién puede más: si Vuecencia con sus altanerías de Ministro y jefe de partido, o yo solito, inerme, sin más fuerza que la que me da la ley de amor... Ley es esta que no entiende ningún político, ni Vuecencia tampoco... Creerá que es como la Ley de amortización de la Deuda, o la de Redención de censos, imposiciones y cargas... Y no necesito extremar las conjeturas, señor D. Juan y Medio, para ver segunda intención en su proyecto de poner a la huérfana en manos de un Negretti, que seguramente será sumiso ejecutor de los deseos de un amigo poderoso. ¿Tendremos aquí una comedia en que le toque a Vuecencia el papel de tutor, de ese anciano verde, siempre chasqueado? ¿Le seducen a Su Excelencia los viejos de Moratín? Pues tampoco ha de valerle el hacer el D. Diego, aun cuando tomara las precauciones para asegurar un desenlace contrario al de El sí de las niñas, porque   —349→   aquí estoy yo para llevar las cosas a su término natural. Y si para esto tuviera yo que pegarle a Vuecencia un tiro, se lo pegaría, como a Negretti, si este me contrariara con malevolencia... Por mi Aura, voy yo a las grandes y nobles virtudes, como a las más negras demostraciones de la maldad; por mi Aura, escalo yo el cielo o me precipito en los abismos. Nada tiene valor para mí; cuanto hay en el universo se cifra en ella. Póngame usted entre Aura y mi voluntad todas las llamadas leyes morales y sociales, y salto por encima de ellas; y si quieren que pase sin saltar, pasaré, y pisaré, y si pongo el pie sobre alguien que reviente con mi peso, quéjese al diablo, porque Dios no ha de oírle».

Entró en casa de Hillo, con quien hablar quería. D. Pedro le esperaba: encerráronse en el cuarto de este. «Tu puntualidad en acudir a la cita me demuestra que el caso es urgente. Necesitas dinero: ayer no pude dártelo; hoy te lo daré, pero no sin condiciones».

Adivinando las terribles condiciones que su amigo, cruel usurero en aquel caso, le impondría, Calpena sintió frío glacial en el corazón, y en la boca todo el acíbar que suele ser producto natural de la carencia de dinero. «Te daré lo que necesites -prosiguió Hillo con severidad noble-; pero has de darme garantías, seguridades de que ha de ser empleado dignamente. Esas órdenes tengo».

-Pero usted -dijo Calpena con voz cavernosa-   —350→   entiende por empleo digno lo que para mí es el fin más alto que se puede imaginar. No nos entendemos.

-No nos entendemos... Yo tengo órdenes que he de cumplir estrictamente. Para lanzarte sin freno a la perdición, necesitas oro. Es natural: sin dinero no se puede realizar el bien... ni el mal. Para el bien tendrás lo que quieras, Fernando: demuéstrame que quieres el bien, abandona tus locos devaneos, y partiendo los dos de Madrid esta misma noche...

Calpena se levantó del asiento sin decir más que: «Guarde usted su dinero... Me voy».

-Oye... no seas tan vivo de genio. No hago más que cumplir las órdenes que recibo... Muy dañado estás, hijo mío, cuando así me vuelves la espalda; a mí, que te quiero como a un hermano... No, no eres digno de esta hermosa fraternidad, ni tampoco, lo digo muy alto, ni tampoco eres digno de la piedad suprema, del cariño lejano, escondido, para que sea más bello, de la persona que...

Ahogado por la emoción, Hillo no pudo continuar, y se llevó ambas manos a los ojos...

«Para que yo venere a esa persona como ella se merece sin duda -dijo Calpena en grave desconcierto-, es preciso que... se necesita que... Yo la adoraré si la conozco, lo primero... Encubierta, y oponiéndose a la felicidad de mi vida, no puedo, no puedo quererla».

Hillo le cogió de una mano, no secas aún   —351→   sus lágrimas, y en grave tono le dijo: «Te doy mi palabra de que si haces lo que dije... Renunciar radicalmente a ese devaneo, impropio de tu condición, y partir conmigo de Madrid esta misma noche sin ver a nadie... la deidad invisible dejará de serlo... así lo declara y promete en su última carta... Se nos revelará... pero es condición previa que tú... ya sabes...».

El rostro de Calpena se volvió de mármol; sus manos quedáronse heladas; sus miradas perdieron toda luz. Miró al clérigo con estupidez; hízole repetir la proposición. Repetida por Hillo, este añadió hasta tres veces: «¿Te conviene el trato?».

De súbito fue acometido Fernando de un frenesí nervioso; cayó en un sillón, mordiose los puños, contrajo todo su cuerpo, y clavando las uñas en el brazo del sillón, prorrumpió en gritos dolorosos: «No quiero... no quiero... Me ofrecen un nombre a cambio de la vida. No, no... No me hacen falta parientes; no necesito familia... Que se vayan, que me dejen. Solo viví, solo estoy... solo moriré... moriremos... ¡No quiero, no quiero!».

Cogida en las convulsas manos la cabeza, como si quisiera arrancársela, no dijo una palabra más. D. Pedro no le veía el rostro.

«Serénate -le dijo, tocando suavemente sus cabellos, cuyos rizos desordenados por entre los dedos salían-. Te doy tiempo para pensarlo. La cosa es grave... no te precipites a resolver, así... airadamente».

-¡Si está resuelto -dijo el desesperado joven,   —352→   incorporándose-, si no puede ser!... ¡Si es como si me mataran!... Y francamente, no me dejo matar... no me conviene morir todavía.

Y puesto en pie, cogió el sombrero con gallardo ademán, mostrando en acto tan sencillo la firmeza de su resolución. Las últimas palabras de aquella breve conferencia fueron: «Me equivoqué al pensar que usted podía darme... eso. Error grave fue pedirlo. ¡Qué bochorno!... ¡pedir lo que no es nuestro, lo que me darían, no por favorecerme, sino por comprarme! Dígale usted a quien sea, que no me vendo. El alma no se vende. ¿Por qué no la adquirió, en tiempos en que fácilmente pudo hacerlo? ¡Y ahora quiere quitármela, comprármela...! Aunque yo quisiera venderme, amigo Hillo, no podría... no me pertenezco... Y para concluir, guárdese usted su dinero, o devuélvalo a quien se lo ha dado. Para mí no ha de ser. Lo que yo necesito con urgencia, lo buscaré como pueda».

-Aguárdate... hablemos otro poco.

-Usted puede perder el tiempo, yo no... Es inútil... Si cierra la puerta me descolgaré por el balcón... Quédese con Dios... No intente seguirme... corro yo más que usted. Adiós.

Y con la presteza que estas palabras indicaban salió de la casa, dejando a Hillo confuso y atribulado. Hubo de pasar un mediano rato antes que el buen clérigo pudiera sacar del desorden de su mente una idea clara y ver el derrotero más conveniente. «No me queda duda, va a la desesperación... Loco de   —353→   amor y sin dinero, algo hará que nos dé mucho que sentir... ¿Iré tras él? ¿Pero quién le caza? No, no, Pedro Hillo... no te metas en cacerías peligrosas. Yo cumplo dando la voz de alarma, como me ordenan. Ha llegado el momento crítico, el momento del peligro supremo, que obliga a emplear el recurso final, lo que los médicos llaman el remedio heroico. Me han mandado que avise cuando estalle la crisis de locura, y aviso... Pedro Hillo cumple siempre con su deber; es hombre que sabe rematar la suerte».

Escribió una breve carta, y al punto salió para entregarla al Sr. Edipo, que en determinada calle estaba de servicio. Hecho esto, se fue al club de la casa de Tepa, donde había quedado pendiente de la noche anterior una furiosa disputa, cuyo desenlace quería conocer. Allá fue a parar también Calpena, sin más objeto que matar el tiempo hasta media noche, y ver a un amigo que le había ofrecido facilitarle algún dinero. Ya se comprende que este amigo no era poeta.

Por obra y gracia de la armonía resultante entre la exaltación de su espíritu y la atmósfera jacobina que en Tepa reinaba aquella noche, Calpena se lanzó, sin proponérselo, a la oratoria furibunda, notas estridentes de rabia política con juicios abominables de cosas y personas. Sus palabras eran materia inflamable arrojadas varonilmente en aquel rescoldo de pasiones. De una parte le aplaudían con rabia; de otra le vituperaban. Entre D. Pedro Hillo y otro   —354→   señor tuvieron que cogerle por un brazo y bajarle casi a rastras de la tribuna. Parecía loco furioso, y su rostro echaba llamas. Después, entre el tumulto que en torno del joven se formó, Hillo le perdió de vista. Cuatro amigos le sacaron a la calle para que con el fresco de la noche se le despejara la cabeza. Fueron a un café, pasearon hasta las doce, hora en que Fernando se encaminó a su casa con el amigo que le había facilitado la cuarta parte del dinero que creía necesitar.

Solo al fin en su cuarto y no teniendo nada que hacer, sentose en la cama y se zambulló en el mar sin fondo de sus pensamientos. «Con poco dinero, pero con dinero al fin, mañana será. No varío mi plan, ni tengo que modificar las instrucciones que Aura habrá recogido esta noche en el sombrero de Milagro. ¡Mañana...! Y a pedir de boca saldrá, pues previsto está todo, y bien determinada la manera de sortear cualquier peligro... Mañana, en pleno día, cuando menos lo pienses, cuando nada temas, maldita Jacoba, soltarás tu presa... Y viviremos los que debemos vivir, y rabiarán los que deban rabiar... y el que quiera reventar de ira, que reviente... Mi gusto es pisotear a la Zahón; al Sr. Mendizábal no... está próximo a una caída ignominiosa. En Palacio le tienen ya bien preparada la zancadilla con Istúriz y Saavedra... ¡Los dichosos políticos! No vendría mal una degollina de próceres y patriotas, como la que se ha hecho de frailes...   —355→   Pues sí, Sr. de Mendizábal, bastante tiene Vuecencia con la que le están armando. Hillo diría que ya se oye el cencerro del cabestro que viene para conducirle al corral. Y Vuecencia matará los ocios del corral con la educación de doncellas... A Hillo no le deseo mal alguno... ¡Ojalá le hicieran obispo! Bien se lo merece el pobre por su mansedumbre y buenas intenciones... Y en cuanto a Milagro, nuestra gratitud no se contenta con menos que con nombrarle Ministro de Hacienda... Y a Lopresti, ¿cómo le recompensaremos sus servicios?... Es facilísimo: pinche mayor de Palacio, y además director de la Real Capilla; cocinero y tiple de S. M... De todos nos despedimos, porque espero que no hemos de tener el gusto de ver rostros conocidos en mucho tiempo... Y que nos persigan, que nos busquen, que nos cojan ahora... El vuelo será alto... y luego, nuestra cueva de amor tan profunda, que a ella no llegará ni la mirada de cernícalo de la Zahón, ni el olfato de Edipo...».

Por este derrumbadero vertiginoso iban sus pensamientos, cuando llamaron con fuerte campanillazo y golpes a la puerta de la casa. Sorprendido del ruido, y alarmado también, pues en su estado nervioso el vuelo de una mosca le hacía estremecer, salió Calpena a punto que alguien abría; y vio que avanzaban hacia la puerta de su habitación dos hombres de mala facha, los cuales con formas rudas y descorteses, previa indagación de la personalidad, le ordenaron que   —356→   se dispusiese a salir en su grata compañía. «¿Pero a dónde?...».

-A la cárcel -dijo el más feo y bruto de la pareja, a punto que comparecían otros dos, de uniforme, pues eran salvaguardias de la Subdelegación.

Lo primero que se le ocurrió a Calpena fue coger una silla, con intento de estrellarla sobre la cabeza del más próximo. Pero pronto se abalanzaron los esbirros a trincarle del brazo, y privado de todo movimiento, no tuvo más remedio que entregarse, maldiciendo con terrible exclamación su fiero destino. Salieron en paños menores los patrones y algunos huéspedes a lamentar el triste suceso; y mientras uno se indignaba, y le consolaba otro con frase vulgar, asegurando que todo era equivocación, los polizontes registraban la cómoda y mesa, para llevarse cuantos papeles encontraran pertenecientes al presunto criminal político.

Bajando entre tales sayones, taciturno, mas no resignado, devorando la angustia y terror de su alma, D. Fernando empezó a ver claro en aquella inopinada prisión, y se dijo: «Es ella, es la mano oculta quien me lleva a la cárcel».

De la calle de las Urosas al Saladero había mucho que andar. Por el camino vio dos traíllas de presos. Sin duda, el medroso Gobierno, acosado de conspiradores, viendo por todas partes misteriosos enemigos que le acechaban en la obscuridad de las logias, o le provocaban en el público escándalo de los   —357→   cafés, había mandado echar la red. Cuando metieron al desdichado Calpena en el patio donde debía empezar la expiación de sus nefandos delitos, ya había llegado la primera cuerda, en la cual vio personas de aspecto decente. Al poco rato entraron dos racimos más, ¿y cuál no sería la sorpresa de D. Fernando al vislumbrar en uno de ellos nada menos que la venerada, inofensiva persona de D. Pedro Hillo?

En cuanto pudieron reconocerse, a la luz de los farolillos que alumbraban los tristes grupos, corrieron el uno hacia el otro y se dieron los brazos.

«Tu quoque... ¡También usted, D. Pedro!» dijo Calpena con el gozo amargo de la venganza.

-También -replicó Hillo con voz opaca, casi lloroso-. Y verdad que por más que me devano los sesos, no acierto a explicarme... De la cama me sacaron estos verdugos. Comprendo que a ti... ¡A ti sí!... Era necesidad ponerte a la sombra.

-Yo no conspiro.

-Conspiras contra ti mismo. Yo, ni contra mí ni contra nadie... No he hecho más que hablar mal de Mendizábal... y eso no mucho.

-No es Mendizábal, no, quien ha tenido la humorada de juntarnos aquí: es la mano oculta... ¿Tan candoroso es mi buen clérigo que no lo ve?

-¡Fernando!

-¡La invisible deidad, la tutelar, la próvida   —358→   mascarita!... ¡Ah!, no se quiere que el niño esté solo... Se teme su desesperación, se teme su rabia...

Enorme distensión de músculos en ojos y boca declaraba el estupor del buen presbítero.

«No está mal esto. ¿Verdad que no está mal?... Para que diga usted ahora que no remata...».

-¡Vaya si remata...!




 
 
FIN DE MENDIZÁBAL
 
 


Santander (San Quintín), Agosto-Septiembre de 1898.