Libro décimo
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Orfeo y Eurídice
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De ahí
por el inmenso éter, velado de su atuendo |
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de azafrán, se aleja, y a
las orillas de los cícones Himeneo |
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tiende, y no en vano por la voz de
Orfeo es invocado. |
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Asistió él,
ciertamente, pero ni solemnes palabras, |
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ni alegre rostro, ni feliz
aportó su augurio; |
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la antorcha también, que
sostenía, hasta ella era estridente de lacrimoso humo, |
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y no halló en sus
movimientos fuegos ningunos. |
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El resultado, más grave que
su auspicio. Pues por las hierbas, mientras |
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la nueva novia, cortejada por la
multitud de las náyades, deambula, |
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muere al recibir en el tobillo el
diente de una serpiente. |
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A la cual, a las altísimas
auras después que el rodopeio bastante hubo llorado, |
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el vate, para no dejar de intentar
también las sombras, |
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a la Estige osó descender
por la puerta del Ténaro, |
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y a través de los leves
pueblos y de los espectros que cumplieran con el sepulcro, |
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a Perséfone acude y al que
los inamenos reinos posee, |
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de las sombras el señor, y
pulsados al son de sus cantos los nervios, |
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así dice: «Oh
divinidades del mundo puesto bajo el cosmos, |
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al que volvemos a caer cuanto
mortal somos creados, |
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si me es lícito, y, dejando
los rodeos de una falsa boca, |
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la verdad decir dejáis, no
aquí para ver los opacos |
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Tártaros he descendido, ni
para encadenar las triples |
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gargantas, vellosas de culebras,
del monstruo de Medusa. |
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Causa de mi camino es mi esposa, en
la cual, pisada, |
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su veneno derramó una
víbora y le arrebató sus crecientes años. |
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Poder soportarlo quise y no
negaré que lo he intentado: |
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me venció Amor. En la
altísima orilla el dios este bien conocido es. |
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Si lo es también aquí
lo dudo, pero también aquí, aun así, auguro
que lo es |
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y si no es mentida la fama de tu
antiguo rapto, |
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a vosotros también os
unió Amor. Por estos lugares yo, llenos de temor, |
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por el Caos este ingente y los
silencios del vasto reino, |
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os imploro, de Eurídice
detened sus apresurados hados. |
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Todas las cosas os somos debidas, y
un poco de tiempo demorados, |
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más tarde o más
pronto a la sede nos apresuramos única. |
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Aquí nos encaminamos todos,
esta es la casa última y vosotros |
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los más largos reinados
poseéis del género humano. |
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Ella también, cuando sus
justos años, madura, haya pasado, |
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de la potestad vuestra será:
por regalo os demando su disfrute. |
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Y si los hados niega la venia por
mi esposa, decidido he |
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que no querré volver tampoco
yo. De la muerte de los dos gozaos». |
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Al que tal decía y sus
nervios al son de sus palabras movía, |
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exangües le lloraban las
ánimas; y Tántalo no siguió buscando |
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la onda rehuida, y atónita
quedó la rueda de Ixíon, |
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ni desgarraron el hígado las
aves, y de sus arcas libraron |
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las Bélides, y en tu roca,
Sísifo, tú te sentaste. |
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Entonces por primera vez con sus
lágrimas, vencidas por esa canción, fama es |
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que se humedecieron las mejillas de
las Euménides, y tampoco la regia esposa |
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puede sostener, ni el que gobierna
las profundidades, decir que no a esos ruegos, |
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y a Eurídice llaman: de las
sombras recientes estaba ella |
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en medio, y avanzó con un
paso de la herida tardo. |
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A ella, junto con la
condición, la recibe el rodopeio héroe, |
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de que no gire atrás sus
ojos hasta que los valles haya dejado |
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del Averno, o defraudados sus dones
han de ser. |
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Se coge cuesta arriba por los mudos
silencios un sendero, |
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arduo, oscuro, de bruma opaca
denso, |
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y no mucho distaban de la margen de
la suprema tierra. |
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Aquí, que no abandonara ella
temiendo y ávido de verla, |
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giró el amante sus ojos, y
en seguida ella se volvió a bajar de nuevo, |
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y ella, sus brazos tendiendo y por
ser sostenida y sostenerse contendiendo, |
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nada, sino las que cedían,
la infeliz agarró auras. |
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Y ya por segunda vez muriendo no
hubo, de su esposo, |
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de qué quejarse, pues de
qué se quejara, sino de haber sido amada, |
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y su supremo adiós, cual ya
apenas con sus oídos él |
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alcanzara, le dijo, y se
rodó de nuevo adonde mismo. |
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No de otro modo quedó
suspendido por la geminada muerte de su esposa Orfeo |
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que el que temeroso de ellos, el de
en medio portando las cadenas, |
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los tres cuellos vio del perro, al
cual no antes le abandonó su espanto |
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que su naturaleza anterior, al
brotarle roca a través de su cuerpo; |
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y el que hacia sí atrajo el
crimen y quiso parecer, |
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Óleno, que era culpable; y
tú, oh confiada en tu figura, |
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infeliz Letea, las tuyas, corazones
unidísimos |
70 |
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en otro tiempo, ahora piedras a las
que húmedo sostiene el Ida. |
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Implorante, y en vano otra vez
atravesar queriendo, |
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el barquero le vetó: siete
días, aun así él, |
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sucio en esa ribera, de Ceres sin
la ofrenda estuvo sentado. |
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El pesar y el dolor del
ánimo y lágrimas sus alimentos fueron. |
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De que eran los dioses del
Érebo crueles habiéndose lamentado, hacia el
alto |
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Ródope se recogió y,
golpeado de los aquilones, al Hemo. |
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Al año,
concluido por los marinos Peces, el tercer |
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Titán le había dado
fin, y rehuía Orfeo de toda |
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Venus femenina, ya sea porque mal
le había parado a él, |
80 |
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o fuera porque su palabra
había dado; de muchas, aun así, el ardor |
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se había apoderado de unirse
al vate: muchas se dolían de su rechazo. |
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Él también, para los
pueblos de los tracios, fue el autor de transferir |
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el amor hacia los tiernos varones,
y más acá de la juventud |
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de su edad, la breve primavera
cortar y sus primeras flores. |
85 |
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Catálogo de árboles;
Cipariso
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Una colina
había, y sobre la colina, llanísima, una era |
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de campo, a la que verde
hacían de grama sus hierbas. |
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De sombra el lugar carecía;
parte en la cual, después que se sentara, |
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el vate nacido de los dioses, y de
que sus hilos sonantes puso en movimiento, |
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sombra al lugar llegó: no
faltó de Caón el árbol, |
90 |
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no bosque de las Helíades,
no de frondas altas la encina, |
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ni tilos mullidos, ni haya e
innúbil láurea, |
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y avellanos frágiles y
fresno útil para las astas, |
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y sin nudo el abeto, y curvada de
bellotas la encina |
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y el plátano natalicio, y el
arce de colores desigual, |
95 |
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y, los que honráis las
corrientes, juntos los sauces y el acuático loto, |
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y perpetuamente vigoroso el boj y
los tenues tamariscos, |
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y bicolor el mirto, y de sus bayas
azul la higuera. |
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Vosotras también, de
flexible pie las hiedras, vinisteis y, a una, |
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las pampíneas vides, y
vestidos de esa vid los olmos, |
100 |
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y los fresnos y las píceas,
y de su fruto rojeciente cargado |
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el madroño, y
dúctiles, del vencedor los premios, las palmas, |
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y recogido su pelo y de erizada
coronilla el pino, |
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grato de los dioses a la madre, si
realmente el Cibeleio Atis |
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se despojó en ella de su ser
humano y de endurecerse hubo en aquel tronco. |
105 |
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Asistió a
esta multitud, a las metas imitando, el ciprés, |
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ahora árbol, muchacho antes,
del dios aquel amado |
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que la cítara a los nervios,
a los nervios templa el arco. |
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Pues sagrado para las ninfas que
poseen de la Cartea los campos, |
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un ingente ciervo había, y
con sus cuernos, ampliamente manifiestos, |
110 |
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él a su propia cabeza altas
se ofrecía sus sombras; |
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sus cuernos fulgían de oro,
y bajando a sus espaldillas, |
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colgaban enjoyados collares en su
torneado cuello; |
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una borla sobre su frente,
argentina, con pequeñas cinchas |
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atada se le movía, y de
pareja edad, brillaban |
115 |
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desde sus gemelas orejas alrededor
de sus cóncavas sienes, unas perlas. |
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Y él, de miedo libre y
depuesto su natural |
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|
temor, frecuentar las casas y
ofrecer para acariciar su cuello, |
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a cualesquiera desconocidas manos,
acostumbraba. |
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Pero, aun así, antes que a
otros, oh el más bello de las gentes de Ceos, |
120 |
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grato te era, Cipariso, a ti.
Tú hasta los pastos nuevos |
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a ese ciervo, tú lo llevabas
del líquido manantial hasta su onda, |
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|
tú ora le tejías
variegadas por sus cuernos unas flores, |
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|
ahora, cual su jinete, en su
espalda sentado para acá y para allá contento |
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|
blanda moderabas su boca con
purpurinos cabestros. |
125 |
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|
El calor era, y mediado el
día, y del vapor del sol, |
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|
cóncavos hervían los
brazos del ribereño Cáncer. |
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|
Fatigado, en la herbosa tierra
depositó su cuerpo |
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|
el ciervo, y de la arboleada sombra
se llevaba el frío. |
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A él el muchacho,
imprudente, Cipariso, le clavó una jabalina |
130 |
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|
aguda, y cuando lo vio a él
muriendo de la salvaje herida |
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|
decidió que él
quería morir. Qué consuelos no le dijo Febo |
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|
y cúanto le advirtió
que ligeramente y con relación a su motivo |
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se doliera. Gime él, aun
así, y de presente supremo |
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|
esto pide de los altísimos,
que luto él sintiera en todo tiempo. |
135 |
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Y ya agotada su sangre por los
inmensos llantos |
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hacia un verde color empezaron a
tornarse sus miembros |
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y los que ahora poco de su
nívea frente colgaban, sus cabellos, |
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|
a volverse una erizada melena y,
asumida una rigidez, |
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a contemplar, estrellado, con su
grácil copa el cielo. |
140 |
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Gimió hondo y triste el
dios: «Luto serás para nos, |
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|
y luto serán para ti otros,
y asistirás a los dolientes», dice. |
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Tal bosque el
poeta se había atraído y en el concilio |
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|
de las fieras, central él de
su multitud y de los pájaros, estaba sentado; |
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|
cuando bastante hubo templado
pulsadas con su pulgar las cuerdas |
145 |
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|
y sintió que variados,
aunque diversos sonaran, |
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|
concordaban sus ritmos, con esta
canción acompasó su voz: |
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Canción de Orfeo:
proemio
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|
«Desde
Júpiter, oh Musa madre -ceden todas las cosas al gobierno de
Júpiter-, |
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|
entona los cantos nuestros. De
Júpiter muchas veces su poderío |
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|
he dicho antes: canté con
plectro más grave a los Gigantes |
150 |
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y esparcidos por los campos de
Flegra sus vencedores rayos. |
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|
Ahora menester es de una más
liviana lira, a los muchachos cantemos |
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|
amados de los altísimos, y a
las niñas que atónitas |
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|
por no concedidos fuegos,
merecieron por su deseo un castigo. |
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Ganimedes
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|
El rey de los
altísimos, un día, del frigio Ganimedes en el
amor |
155 |
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|
ardió, y hallado fue algo
que Júpiter ser prefiriera, |
|
|
|
antes que lo que él era. En
ninguna ave, aun así, convertirse |
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|
se digna, sino la que pudiera
soportar sus rayos. |
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Y no hay demora, batido con sus
mendaces alas el aire, |
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|
robó al Ilíada, el
cual ahora también copas le mezcla, |
160 |
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|
y, de Juno a pesar, a
Júpiter el néctar administra. |
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|
Jacinto
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|
«A ti
también, Amiclida, te hubiese puesto en el éter
Febo, |
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|
triste, si espacio para ponerte tus
hados te hubiesen dado; |
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|
lo que se puede, eterno aun
así eres, y cuantas veces rechaza |
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|
la primavera el invierno, y al Pez
acuoso el Carnero sucede, |
165 |
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tú tantas veces naces, y
verdes en el césped las flores. |
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|
A ti el genitor mío ante
todos te amó y, del mundo |
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|
en su centro, abandonada
careció de su soberano Delfos, |
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|
mientras tal dios el Eurotas y no
fortificada frecuenta |
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a Esparta. Y ni las cítaras,
ni están en su honor las saetas: |
170 |
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olvidado él aun de sí
mismo, no las redes llevar rehúsa, |
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|
no haber sujetado a los perros, no
por las crestas del monte inicuo |
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|
ir de comitiva y, con tal larga
costumbre, alimenta él sus llamas. |
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|
Y ya casi central el Titán,
de la sucesiva y de la pasada |
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|
noche, estaba, y en espacio parejo
distaba de ambos puntos. |
175 |
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Sus cuerpos de ropa aligeran y con
el jugo del pingüe olivo |
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|
resplandecen y del ancho disco
inician las competiciones, |
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|
el cual, primero balanceado, Febo
lo envía a las aéreas auras |
|
|
|
y desgarró con su peso, a
él opuestas, las nubes. |
|
|
|
Recayó sólida tras
largo tiempo en la tierra |
180 |
|
|
su peso, y había exhibido
él su arte, unido con sus fuerzas. |
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|
|
En seguida, imprudente, y movido
por la pasión del juego, |
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|
|
a coger el Tenárida su
círculo se apresuraba, mas a él, |
|
|
|
dura, devuelto el golpe de su
herida, lo lanzó la tierra |
|
|
|
contra el rostro, Jacinto, tuyo.
Palideció, e igualmente |
185 |
|
|
que el muchacho el mismo dios, y
colapsados recogió tus miembros, |
|
|
|
y ya te reanima, ya tristes tus
heridas seca, |
|
|
|
ahora tu aliento, que huye,
sostiene aplicándole sus hierbas. |
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|
|
Nada aprovechan su artes; era
inmedicable herida. |
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|
Como si alguien sus violas o la
rígida adormidera en un huerto |
190 |
|
|
y los lirios quebrara, de sus
rubias lenguas erizados, |
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|
|
que marchitas bajaran
súbitamente su cabeza ajada ellas, |
|
|
|
y no se sostuvieran y miraran con
su cúspide la tierra; |
|
|
|
así su rostro muriendo yace
y traicionando su vigor |
|
|
|
su mismo cuello para él un
peso es, y sobre su hombro se recuesta. |
195 |
|
|
«Te derrumbas,
Ebálida, en tu primera juventud defraudado», |
|
|
|
Febo dice, «y veo yo -mis
culpas- la herida tuya». |
|
|
|
Tú eres mi dolor y el crimen
mío; mi diestra en tu muerte |
|
|
|
ha de ser inscrita. Yo soy de tu
funeral el aurtor. |
|
|
|
Cuál mi culpa, aun
así, salvo si al haber jugado llamársele |
200 |
|
|
culpa puede, salvo si culpa puede,
también a haberte amado, llamarse. |
|
|
|
Y ojalá contigo morir y por
ti mi vida rendir posible |
|
|
|
fuera. De lo cual, puesto que por
una fatal condición se nos retiene, |
|
|
|
siempre estarás conmigo y,
memorativa, prendido estarás en mi boca. |
|
|
|
Tú de mi lira, tocada por mi
mano, tú de las canciones nuestras serás el
sonido |
205 |
|
|
y, flor nueva, en tu escrito
imitarás los gemidos nuestros. |
|
|
|
Y el tiempo aquél
llegará en que a sí mismo un valerosísimo
héroe |
|
|
|
se añada a esta flor, y en
su misma hoja se lea». |
|
|
|
Tales cosas, mientras las menciona
la verdadera boca de Apolo, |
|
|
|
he aquí que el crúor
que derramada por el suelo había señalado las
hierbas, |
210 |
|
|
deja de ser crúor, y
más nítida que de Tiro la ostra, |
|
|
|
una flor surge y la forma toma de
los lirios, si no |
|
|
|
purpurino el color suyo, mas
argentino, en ellos. |
|
|
|
No bastante es tal para Febo -pues
él había sido el autor de tal honor-: |
|
|
|
él mismo sus gemidos en las
hojas inscribe y «ai ai» |
215 |
|
|
la flor tiene inscrito, y esa
funesta letra trazada fue. |
|
|
|
Y no de haberle engendrado se
avergüenza Esparta, a Jacinto, y su honor |
|
|
|
perdura hasta esta
generación, y, para celebrarse al uso de los antiguos, |
|
|
|
anuales vuelven las Jacintias, con
su antepuesta procesión. |
|
|
|
Las Propétides y los
Cerastas
|
|
«Mas si
acaso preguntaras, fecunda en metales, a Amatunta, |
220 |
|
|
si haber engendrado quisiera a las
Propétides, con un gesto lo negará, |
|
|
|
igualmente que a aquellos cuya
frente áspera en otro tiempo por su geminado |
|
|
|
cuerno era, de donde además
su nombre tomaron, los Cerastas. |
|
|
|
Ante las puertas de éstos
estaba el altar de Júpiter Huésped. |
|
|
|
†De un no luctuoso
crimen† el cual altar, si algún recién llegado
teñido |
225 |
|
|
hubiese visto de sangre, inmolados
creería haberse allí |
|
|
|
a unos terneros lechales, y de
Amatunte sus ovejas bidentes. |
|
|
|
Un huésped había sido
asesinado. Ofendida por esos sacrificios nefandos, |
|
|
|
sus propias ciudades y de Ofiusa
los campos se disponía |
|
|
|
a dejar desiertos la nutricia
Venus. «Pero, ¿qué estos lugares a mí
gratos, |
230 |
|
|
qué han pecado las ciudades
mías? ¿Qué delito», dijo, «en
ellas? |
|
|
|
Con el exilio su condena mejor su
gente impía pague |
|
|
|
o con la muerte o si algo medio hay
entre la muerte y la huida. |
|
|
|
Y ello ¿qué puede
ser, sino el castigo de su tornada figura?». |
|
|
|
Mientras duda en qué
mutarlos a sus cuernos giró |
235 |
|
|
su rostro y acordada fue de que
tales se les podían a ellos dejar, |
|
|
|
y, grandes sus miembros, los
transforma en torvos novillos. |
|
|
|
«Atrevido
se habían, aun así, las obscenas Propétides a
negar |
|
|
|
que Venus fuera diosa; merced a lo
cual, por la ira de su divinidad, |
|
|
|
sus cuerpos, junto con su
hermosura, cuentan que ellas las primeras fueron en hacer
públicos, |
240 |
|
|
y cuando su pudor cedió y la
sangre de su rostro se endureció, |
|
|
|
en rígida piedra, con poca
distinción, se las convirtió. |
|
|
|
Pigmalión
|
|
«A las
cuales, porque Pigmalión las había visto pasando su
vida a través |
|
|
|
de esa culpa, ofendido por los
vicios que numerosos a la mente |
|
|
|
femínea la naturaleza dio,
célibe de esposa |
245 |
|
|
vivía y de una consorte de
su lecho por largo tiempo carecía. |
|
|
|
Entre tanto, níveo, con arte
felizmente milagroso, |
|
|
|
esculpió un marfil, y una
forma le dio con la que ninguna mujer |
|
|
|
nacer puede, y de su obra
concibió él amor. |
|
|
|
De una virgen verdadera es su faz,
a la que vivir creerías, |
250 |
|
|
y si no lo impidiera el respeto,
que quería moverse: |
|
|
|
el arte hasta tal punto escondido
queda en el arte suyo. Admira y apura |
|
|
|
en su pecho Pigmalión del
simulado cuerpo unos fuegos. |
|
|
|
Muchas veces las manos a su obra
allega, tanteando ellas si sea |
|
|
|
cuerpo o aquello marfil, y
todavía que marfil es no confiesa. |
255 |
|
|
Los labios le besa, y que se le
devuelve cree y le habla y la sostiene |
|
|
|
y está persuadido de que sus
dedos se asientan en esos miembros por ellos tocados, |
|
|
|
y tiene miedo de que, oprimidos, no
le venga lividez a sus miembros, |
|
|
|
y ora ternuras le dedica, ora,
gratos a las niñas, |
|
|
|
presentes le lleva a ella de
conchas y torneadas piedrecillas |
260 |
|
|
y pequeñas aves y flores mil
de colores, |
|
|
|
y lirios y pintadas pelotas y, de
su árbol caídas, |
|
|
|
lágrimas de las
Helíades; orna también con vestidos su cuerpo: |
|
|
|
da a sus dedos gemas, da largos
colgantes a su cuello; |
|
|
|
en su oreja ligeras perlas,
cordoncillos de su pecho cuelgan: |
265 |
|
|
todo decoroso es; ni desnuda menos
hermosa parece. |
|
|
|
La coloca a ella en unas
sábanas de concha de Sidón teñidas, |
|
|
|
y la llama compañera de su
lecho, y su cuello, |
|
|
|
reclinado, en plumas mullidas, como
si de sentirlas hubiera, recuesta. |
|
|
|
«El
festivo día de Venus, de toda Chipre el más
celebrado, |
270 |
|
|
había llegado, y recubiertos
sus curvos cuernos de oro, |
|
|
|
habían caído
golpeadas en su nívea cerviz las novillas |
|
|
|
y los inciensos humaban, cuando,
tras cumplir él su ofrenda, ante las aras |
|
|
|
se detuvo y tímidamente:
«Si, dioses, dar todo podéis, |
|
|
|
que sea la esposa mía,
deseo» -sin atreverse a «la virgen |
275 |
|
|
de marfil» decir-
Pigmalión, «semejante», dijo, «a la de
marfil». |
|
|
|
Sintió, como que ella misma
asistía, Venus áurea, a sus fiestas, |
|
|
|
los votos aquellos qué
querían, y, en augurio de su amiga divinidad, |
|
|
|
la llama tres veces se
acreció y su punta por los aires trujo. |
|
|
|
Cuando volvió, los remedos
busca él de su niña |
280 |
|
|
y echándose en su
diván le besó los labios: que estaba templada le
pareció; |
|
|
|
le allega la boca de nuevo, con sus
manos también los pechos le toca. |
|
|
|
Tocado se ablanda el marfil y
depuesto su rigor |
|
|
|
en él se asientan sus dedos
y cede, como la del Himeto al sol, |
|
|
|
se reblandece la cera y manejada
con el pulgar se torna |
285 |
|
|
en muchas figuras y por su propio
uso se hace usable. |
|
|
|
Mientras está suspendido y
en duda se alegra y engañarse teme, |
|
|
|
de nuevo su amante y de nuevo con
la mano, sus votos vuelve a tocar; |
|
|
|
un cuerpo era: laten tentadas con
el pulgar las venas. |
|
|
|
Entonces en verdad el Pafio,
plenísimas, concibió el héroe |
290 |
|
|
palabras con las que a Venus diera
las gracias, y sobre esa boca |
|
|
|
finalmente no falsa su boca puso y,
por él dados, esos besos la virgen |
|
|
|
sintió y enrojeció y
su tímida luz hacia las luces |
|
|
|
levantando, a la vez, con el cielo,
vio a su amante. |
|
|
|
A la boda, que ella había
hecho, asiste la diosa, y ya cerrados |
295 |
|
|
los cuernos lunares en su pleno
círculo nueve veces, |
|
|
|
ella a Pafos dio a luz, de la cual
tiene la isla el nombre. |
|
|
|
Mirra
|
|
«Nacido de
ella aquel fue, quien, si sin descendencia hubiese sido, |
|
|
|
entre los felices Cíniras se
podría haber contado. |
|
|
|
Siniestras cosas he de cantar:
lejos de aquí, hijas, lejos estad, padres, |
300 |
|
|
o si mis canciones las mentes
vuestras han de seducir, |
|
|
|
fálteme en esta parte
vuestra fe y no deis crédito al hecho, |
|
|
|
o si lo creéis, del tal
hecho también creed el castigo. |
|
|
|
Si, aun así, admisible
permite esto la naturaleza que parezca, |
|
|
|
a los pueblos ismarios y a nuestro
mundo felicito, |
305 |
|
|
felicito a esta tierra porque dista
de las regiones esas |
|
|
|
que tan gran abominación han
engendrado: sea rica en amomo |
|
|
|
y cinamomo, y el costo suyo, y
sudados de su leño |
|
|
|
inciensos críe y flores
otras la tierra de Panquea, |
|
|
|
mientras que críe
también la mirra: de tal precio no era digno el nuevo
árbol. |
310 |
|
|
El mismo Cupido niega que te hayan
dañado a ti sus armas, |
|
|
|
Mirra, y las antorchas suyas del
delito ese defiende: |
|
|
|
con el tronco estigio a ti, y con
sus henchidas víboras, hacia ti sopló |
|
|
|
de las tres una hermana. Crimen es
odiar a un padre; |
|
|
|
este amor es, que el odio, mayor
crimen. De todas partes |
315 |
|
|
selectos te desean los
aristócratas y desde todo el Oriente la juventud |
|
|
|
de tu tálamo a la contienda
asiste. De entre todos un hombre |
|
|
|
elige, Mirra, solo, mientras no
esté entre todos este uno. |
|
|
|
Ella ciertamente lo siente, y lucha
contra su repugnante amor |
|
|
|
y para sí: «¿A
dónde en mi mente me lanzo? ¿Qué
preparo?», dice. |
320 |
|
|
«Dioses, yo os suplico, y
Piedad, y sagradas leyes de los padres, |
|
|
|
esta abominación prohibid y
oponeos al crimen nuestro, |
|
|
|
si aun así esto crimen es.
Pero es que a condenar esta Venus |
|
|
|
la piedad se niega, y se unen los
animales otros |
|
|
|
sin ningún delito, ni se
tiene por indecente para la novilla |
325 |
|
|
el llevar a su padre en su espalda;
se hace la hija del caballo su esposa, |
|
|
|
y en las que engendró entra,
en esos ganados, el cabrío, y por la simiente |
|
|
|
que concebida fue, de la misma
concibe, la pájara. |
|
|
|
Felices a los que tal lícito
es. El humano cuidado |
|
|
|
ha dado unas malignas leyes, y lo
que la naturaleza permite, |
330 |
|
|
envidiosas, sus leyes lo niegan.
Pueblos, aun así, que hay se cuenta |
|
|
|
en los cuales al nacido la madre,
como la nacida al padre, |
|
|
|
se une y la piedad con ese geminado
amor se acrece. |
|
|
|
Desgraciada de mí que nacer
no me alcanzó allí |
|
|
|
y por la fortuna del lugar herida
quedo. ¿Por qué a esto regreso? |
335 |
|
|
Esperanzas prohibidas,
¡apartaos! Digno de ser amado |
|
|
|
él, pero como padre, es.
Así pues, si hija del gran |
|
|
|
Cíniras no fuese, con
Cíniras yacer podría; |
|
|
|
ahora, porque ya mío es, no
es mío, y para mi daño es |
|
|
|
mi proximidad; ajena más
poderosa sería. |
340 |
|
|
Irme quiero lejos de aquí, y
de la patria abandonar las fronteras, |
|
|
|
mientras del crimen así
huya. Retiene este mal ardor a la enamorada, |
|
|
|
para que presente contemple a
Cíniras, y a él le toque y hable, |
|
|
|
y mis labios le acerque si nada se
concede más allá. |
|
|
|
¿Pero más allá
esperar algo puedes, impía virgen? |
345 |
|
|
¿Es que cuántas leyes
y nombres confundirías acaso sientes? |
|
|
|
¿No serás de tu madre
la rival y la adúltera de tu padre? |
|
|
|
¿Tú no la hermana de
tu nacido y la madre te llamarás de tu hermano? |
|
|
|
¿Y no temerás,
crinadas de negra serpiente, a las hermanas, |
|
|
|
a las que con antorchas salvajes,
sus ojos y sus rostros buscando, |
350 |
|
|
los dañosos corazones ven?
Mas tú, mientras en tu cuerpo no has |
|
|
|
sufrido esa abominación, en
tu ánimo no la concibe, o, con un concúbito |
|
|
|
vedado, de la poderosa naturaleza
no mancilles la ley. |
|
|
|
Que él quiere supón:
la realidad misma lo veta. Piadoso él y consciente es |
|
|
|
de las normas... y oh, quisiera que
similar delirio hubiera en él». |
355 |
|
|
«Había dicho, mas Cíniras, al que la digna
abundancia de pretendientes |
|
|
|
qué debe hacer hace dudar,
interroga a ella misma, |
|
|
|
dichos sus nombres, de cuál
marido quiere ser. |
|
|
|
Ella guarda silencio al principio,
y de su padre en el rostro prendida |
|
|
|
arde, y de un tibio rocío
inunda sus luces. |
360 |
|
|
El de una doncella Cíniras
creyendo que tal era el temor, |
|
|
|
llorar le veta, y le seca las
mejillas, y besos de su boca le une. |
|
|
|
Mirra de ellos dados demasiado se
goza y consultada cuál |
|
|
|
desea tener, por marido:
«Semejante a ti», dijo, mas él |
|
|
|
esas palabras no entendidas alaba
y: «Sé |
365 |
|
|
tan piadosa siempre», dice.
De la piedad el nombre dicho |
|
|
|
bajó ella el rostro, de su
crimen para sí misma cómplice la doncella. |
|
|
|
«De la
noche era la mitad, y las angustias y cuerpos el sueño |
|
|
|
había liberado; mas a la
doncella Cinireide, insomne, ese fuego |
|
|
|
la desgarra, indómito, y sus
delirantes votos retoma, |
370 |
|
|
y ora desespera, ora quiere
probarlo, y se avergüenza |
|
|
|
y lo desea, y qué hacer no
halla, y como de una segur |
|
|
|
herido un tronco ingente, cuando el
golpe supremo resta |
|
|
|
con el que caiga, en duda
está y por parte toda se teme, |
|
|
|
así su ánimo por esa
varia herida debilitado titubea, |
375 |
|
|
aquí y allá, liviano,
e impulso toma hacia ambos lados, |
|
|
|
y no mesura y descanso, sino la
muerte, encuentra de ese amor: |
|
|
|
la muerte place. Se levanta, y con
un lazo anudar su garganta |
|
|
|
determina, y su cinturón, de
lo más elevado de una jamba atando: |
|
|
|
«Querido Cíniras,
adiós, y el motivo de mi muerte entiende», |
380 |
|
|
dijo, y estaba ajustando a su
palideciente cuello las ligaduras. |
|
|
|
«Los
murmullos de esas palabras de la nodriza a los fieles
oídos |
|
|
|
que llegaron cuentan, que el umbral
guardaba de su ahijada. |
|
|
|
Se levanta la anciana y desatranca
las puertas, y de la muerte dispuesta |
|
|
|
los instrumentos viendo, en un
mismo espacio grita, |
385 |
|
|
y a sí se hiere, y se
desgarra los senos, y arrancadas de su cuello |
|
|
|
sus ligaduras destroza. Entonces
finalmente de llorar tuvo ocasión, |
|
|
|
de darle abrazos, y del lazo
inquirir la causa. |
|
|
|
Muda guarda silencio la doncella y
la tierra inmóvil mira |
|
|
|
y, sorprendidos sus intentos, se
duele de su demorada muerte. |
390 |
|
|
La apremia la anciana y las canas
suyas desnudando y sus vacíos |
|
|
|
pechos, por sus cunas y alimentos
primeros le suplica |
|
|
|
que a ella le confíe de
cuanto se duele: ella, dando la espalda |
|
|
|
a quien tal preguntaba, gime;
decidida está a averiguarlo la nodriza |
|
|
|
y no compromete su sola palabra.
«Dime», le dice, «y ayuda |
395 |
|
|
déjame que te preste; no es
perezosa la vejez mía: |
|
|
|
o si delirio es, tengo lo que con
un encantamiento te sanará y con hierbas; |
|
|
|
o si alguno te ha hecho
daño, se te purificará con un mágico
rito; |
|
|
|
ira de los dioses si ello es, con
sacrificios aplacable es esa ira. |
|
|
|
¿Qué calcule
más allá? Ciertamente tu fortuna y tu casa |
400 |
|
|
a salvo y en su curso está:
viven tu madre y tu padre». |
|
|
|
Mirra, su padre al oír,
suspiros sacó de lo hondo |
|
|
|
de su pecho, y la nodriza, como
todavía no concibe en su mente |
|
|
|
ninguna abominación,
sí presiente, aun así, algún amor, |
|
|
|
y en su propósito tenaz,
cualquier cosa que ello sea le ruega que a ella |
405 |
|
|
revele y en su regazo de anciana,
llorando ella, la levanta |
|
|
|
y así rodeando con sus
débiles brazos su cuerpo: |
|
|
|
«Lo sentimos», dice:
«estás enamorada. También en esto, deja tu
temor, |
|
|
|
mi diligencia te será
útil y no notará nunca |
|
|
|
tal tu padre». Saltó
de su regazo furibunda y hundió |
410 |
|
|
en su cama el rostro; al
apremiarla: «Retírate o cesa», dijo, |
|
|
|
«de preguntarme de qué
sufro: un crimen es lo que por saber te afanas». |
|
|
|
Se horroriza la anciana y sus
temblorosas manos, de los años y del miedo, |
|
|
|
le tiende y ante los pies
suplicante se postra, de su ahijada, |
|
|
|
y ya la enternece, ya, si no la
hace cómplice, |
415 |
|
|
la aterra y con la delación
de su lazo y de la emprendida muerte |
|
|
|
la amenaza, y su servicio le
promete para ese amor, siéndole a ella confiado. |
|
|
|
Saca ella su cabeza y de sus
lágrimas llenó, brotadas, |
|
|
|
el pecho de la nodriza, e
intentando muchas veces confesar, |
|
|
|
muchas veces contiene su voz, y su
pudoroso rostro con sus vestidos |
420 |
|
|
tapó y: Oh», dijo,
«madre, feliz de tu esposo». |
|
|
|
Hasta aquí, y sollozaba.
Helado, en los miembros de la nodriza |
|
|
|
y en sus huesos, pues lo
sintió, penetra un temblor y blanca en toda |
|
|
|
su cabeza su canicie se
irguió, rígidos sus cabellos |
|
|
|
y muchas cosas para que expulsara
sus siniestros -si pudiera- amores |
425 |
|
|
añadió. Mas la
doncella sabe que no falsas cosas le aconseja: |
|
|
|
decidida a morir aun así
está si no posee su amor. |
|
|
|
«Vive», le dice ella,
«poseerás a tu» y no osando decir |
|
|
|
padre calló, y sus promesas
con una divinidad confirma. |
|
|
|
«Las
fiestas de la piadosa Ceres, anuales, celebraban las madres, |
430 |
|
|
aquéllas, en que con
nívea veste velando sus cuerpos, |
|
|
|
las primicias dan de sus cosechas,
de espiga en guirnaldas, |
|
|
|
y por nueve noches la Venus y los
contactos masculinos |
|
|
|
entre las cosas vedadas se numeran.
En la multitud esa Cencreide, |
|
|
|
del rey la esposa, se halla y los
arcanos sacrificios frecuenta. |
435 |
|
|
Así pues, de su
legítima esposa mientras vacío está su
lecho, |
|
|
|
al encontrarse ella muy cargado de
vino a Cíniras, mal diligente la nodriza, |
|
|
|
con un nombre mentido, verdaderos
le expone unos amores |
|
|
|
y su faz alaba; al
preguntársele de la doncella los años: |
|
|
|
«Pareja», dice,
«es a Mirra». A la cual, después que conducirla
a su presencia |
440 |
|
|
se le ordenó y cuando
volvió al palacio: «Alégrate», dijo,
«mi ahijada: |
|
|
|
hemos vencido». Infeliz, no
en todo su pecho siente |
|
|
|
alegría la doncella, y su
présago pecho está afligido, |
|
|
|
pero aun así también
se alegra: tan grande es la discordia de su mente. |
|
|
|
«El tiempo
era en el que todas las cosas callan, y entre los Triones |
445 |
|
|
había girado, oblicuo el
timón, su carro el Boyero. |
|
|
|
Hacia la fechoría suya llega
ella. Huye áurea del cielo |
|
|
|
la luna, cubren negras a unas
guarecidas estrellas las nubes. |
|
|
|
La noche carece de su fuego propio.
Primero cubres tú, Ícaro, tu rostro, |
|
|
|
y Erígone, por tu piadoso
amor de tu padre consagrada. |
450 |
|
|
Tres veces por la señal de
su pie tropezado fue disuadida, tres veces su omen |
|
|
|
un fúnebre búho con
su letal canto hizo. |
|
|
|
Va ella, aun así, y las
tinieblas minoran y la noche negra su pudor, |
|
|
|
y de la nodriza la mano con la suya
izquierda tiene, la otra con su movimiento |
|
|
|
el ciego camino explora. Del
tálamo ya los umbrales toca, |
455 |
|
|
y ya las puertas abre, ya se mete
dentro, mas a ella, |
|
|
|
al doblar las rodillas le temblaban
las corvas y huyen |
|
|
|
color y sangre y su ánimo la
abandona al ella marchar. |
|
|
|
Y cuanto más cerca de su
propio crimen está, más se horroriza y de su
osadía |
|
|
|
le pesa y quisiera, no conocida,
poder retornar. |
460 |
|
|
A ella que dudaba, la de la larga
edad de la mano la hace bajar y acercada |
|
|
|
al alto lecho, cuando la entregaba:
«Recíbela», dijo, |
|
|
|
ésta tuya es,
Cíniras» y unió su malditos cuerpos. |
|
|
|
«Recibe en
el obsceno lecho su padre a sus entrañas |
|
|
|
y de doncella sus miedos alivia y
la anima en su temor. |
465 |
|
|
Quizás, el de su edad,
también con el nombre de hija la llamó, |
|
|
|
lo llamó también ella
padre, para que al crimen sus nombres no faltaran. |
|
|
|
Llena de su padre de sus
tálamos se retira e impías en su siniestro |
|
|
|
vientre lleva sus semillas y sus
concebidas culpas porta. |
|
|
|
La posterior noche la
fechoría duplica y un fin en ella no hay, |
470 |
|
|
cuando finalmente Cíniras,
ávido de conocer a su amante |
|
|
|
después de tantos
concúbitos, acercándole una luz vio |
|
|
|
su crimen y a su nacida, y
retenidas por el dolor las palabras |
|
|
|
de su vaina suspendida arranca su
nítida espada. |
|
|
|
Mirra huye, y con las tinieblas y
por regalo de la ciega noche |
475 |
|
|
robada le fue a la muerte y, tras
vagar por los anchos campos, |
|
|
|
los palmíferos árabes
y de Panquea los sembrados atrás deja |
|
|
|
y durante nueve cuernos anduvo
errante de la reiterada luna, |
|
|
|
cuando finalmente descansó
agotada en la tierra Saba, |
|
|
|
y apenas de su útero portaba
la carga. Entonces, ignorante ella de su voto |
480 |
|
|
y de la muerte entre los miedos y
los hastíos de su vida, |
|
|
|
entrelazó tales plegarias:
«Oh divinidades si algunas |
|
|
|
os ofrecéis a los confesos,
he merecido y triste no rehúso |
|
|
|
mi suplicio, pero para que yo no
ofenda sobreviviente a los vivos |
|
|
|
y a los extinguidos muerta, de
ambos reinos expulsadme |
485 |
|
|
y a mí, mutada, la vida y la
muerte negadme». |
|
|
|
Divinidad para los confesos alguna
se ofrece: sus últimos votos, |
|
|
|
ciertamente, sus sus dioses
tuvieron, pues sobre las piernas de la que hablaba |
|
|
|
tierra sobrevino y oblicua a
través de sus uñas por ella rotas |
|
|
|
se extiende una raíz, de su
largo tronco los firmamentos, |
490 |
|
|
y sus huesos robustez toman, y en
medio quedando la médula, |
|
|
|
la sangre se vuelve en jugos, en
grandes ramas los brazos, |
|
|
|
en pequeñas los dedos, se
endurece en corteza la piel. |
|
|
|
Y ya su grávido útero
en creciendo le había constreñido el
árbol, |
|
|
|
y su pecho había enterrado,
y su cuello a cubrirle se disponía: |
495 |
|
|
no soportó ella esa demora y
yendo contraria al leño |
|
|
|
bajo él se asentó y
sumergió en su corteza su rostro. |
|
|
|
La cual, aunque perdió con
su cuerpo sus viejos sentidos, |
|
|
|
llora aun así, y tibias
manan del árbol gotas. |
|
|
|
Tienen su honor también las
lágrimas y destilada de su corteza la mirra |
500 |
|
|
el nombre de su dueña
mantiene y en ninguna edad de ella se callará. |
|
|
|
Venus y Adonis (I)
|
|
«Mas, mal
concebido, bajo su robustez había crecido ese
bebé |
|
|
|
y buscaba la vía por la que,
a su madre abandonando, |
|
|
|
pudiera salir él. En la
mitad del árbol grávido se hincha su vientre. |
|
|
|
Tensa su carga a la madre, y no
tienen sus palabras esos dolores, |
505 |
|
|
ni a Lucina puede de la parturienta
la voz invocar. |
|
|
|
A una que pujara, aun así,
se asemeja y curvado incesantes |
|
|
|
da gemidos el árbol y de
lágrimas que le van cayendo mojado está. |
|
|
|
Se detiene junto a sus ramas,
dolientes, la compasiva Lucina |
|
|
|
y le acercó sus manos y las
palabras puérperas le dijo: |
510 |
|
|
el árbol hace unas grietas
y, hendida su corteza, viva |
|
|
|
restituye su carga y sus vagidos da
el niño. Al cual, sobre las mullidas hierbas |
|
|
|
las náyades
imponiéndolo, con lágrimas lo ungieron de su
madre. |
|
|
|
Podría alabar su belleza la
Envidia incluso, pues cuales |
|
|
|
los cuerpos de los desnudos Amores
en un cuadro se pintan, |
515 |
|
|
tal era, pero, para que no haga
distinción su aderezo, |
|
|
|
o a éste
añádelas, leves, o a aquéllos quita las
aljabas. |
|
|
|
«Discurre
ocultamente y engaña la volátil edad, |
|
|
|
y nada hay que los años
más veloz. Él, de su hermana nacido |
|
|
|
y del abuelo suyo, que, escondido
en un árbol ahora poco, |
520 |
|
|
ahora poco había nacido, ora
hermosísimo bebé, |
|
|
|
ya joven, ya hombre, ya que
sí más hermoso mismo es, |
|
|
|
ya complace incluso a Venus, y de
su madre venga los fuegos. |
|
|
|
Pues, vestido de aljaba, mientras
besa el niño la boca a su madre, |
|
|
|
sin darse cuenta con una
sobresaliente caña rasgó su pecho. |
525 |
|
|
Herida, con la mano a su nacido la
diosa rechaza: más profundamente llegado |
|
|
|
la herida había que su
aspecto, y al principio a ella misma había
engañado. |
|
|
|
Cautivada de tal hombre por la
hermosura, ya no cura de las playas |
|
|
|
de Citera, no, de su profundo mar
ceñida, vuelve a Pafos, |
|
|
|
y a la rica en peces Gnido, o a
Amatunta, grávida de metales. |
530 |
|
|
Se abstiene también del
cielo: al cielo antepone a Adonis. |
|
|
|
A él retiene, de él
séquito es, y acostumbrando simpre en la sombra |
|
|
|
a permitirse estar y su belleza a
aumentar cultivándola, |
|
|
|
por las cimas, por los bosques y
espinosas rocas deambula, |
|
|
|
con el vestido al límite de
la rodilla, remangada al rito de Diana, |
535 |
|
|
y anima a los perros, y animales de
segura presa persigue: |
|
|
|
o las liebres abalanzadas, o
elevado hacia sus cuernos el ciervo, |
|
|
|
o los gamos. De los valientes
jabalíes se abstiene |
|
|
|
y a los lobos robadores, y armados
de uña a los osos |
|
|
|
evita y saturados de su matanza de
la manada a los leones. |
540 |
|
|
A ti también que de ellos
temas, si de algo servirte aconsejando |
|
|
|
pueda, Adonis, te aconseja y:
«Valiente con los que huyen sé», |
|
|
|
dice, «contra los audaces no
es la audacia segura. |
|
|
|
Cesa de ser, oh joven, temerario
para el peligro mío, |
|
|
|
y a las fieras a las que armas dio
la naturaleza no hieras, |
545 |
|
|
no me resulte a mí cara tu
gloria. No conmueve la edad, |
|
|
|
ni la hermosura, ni lo que a Venus
ha movido, a los leones, |
|
|
|
y a los cerdosos jabalíes y
a los ojos y ánimos de las fieras. |
|
|
|
Un rayo tienen en sus corvos
dientes esos agrios cerdos, |
|
|
|
su ímpetu tienen, rubios, y
su vasta ira los leones |
550 |
|
|
y odiosa me es esa raza».
Cuál el motivo, a quien lo preguntaba: |
|
|
|
«Te lo diré»,
dice, «y de la monstruosidad te maravillarás de una
antigua culpa. |
|
|
|
Pero este esfuerzo desacostumbrado
ya me ha cansado, y he aquí que |
|
|
|
con su sombra nos seduce oportuno
este álamo |
|
|
|
y nos presta un lecho el
césped: me apetece en ella descansar contigo |
555 |
|
|
-y descansa- en este suelo» y
se echa en el césped, y en él |
|
|
|
y en el seno del joven dejado su
cuello, reclinado él, |
|
|
|
así dice, y en medio
intercala besos de sus palabras: |
|
|
|
Hipómenes y Atalanta
|
|
«Quizás hayas oído de una mujer que en el
certamen de la carrera |
|
|
|
superó a los veloces
hombres. No una habladuría el rumor |
560 |
|
|
aquel fue, pues los superaba, y
decir no podrías |
|
|
|
si por la gloria de sus pies, o de
su hermosura por el bien, más destacada fuera. |
|
|
|
Al interrogarle ella sobre su
esposo, el dios: «De esposo», dijo, |
|
|
|
«no has menester, Atalanta,
tú. Huye del uso de un esposo. |
|
|
|
Y aun así no le
huirás y de ti misma, viva tú,
carecerás». |
565 |
|
|
Aterrada por la ventura del dios,
por los opacos bosques innúbil |
|
|
|
vive y a la acuciante turba de sus
pretendientes, violenta, |
|
|
|
con una condición ahuyenta
y: «Poseída no he de ser, salvo», dice, |
|
|
|
«vencida primero en la
carrera. Con los pies contended conmigo. |
|
|
|
De premios al veloz esposa y
tálamos se le darán; |
570 |
|
|
la muerte el precio para los
tardos. Tal la ley del certamen sea». |
|
|
|
Ella ciertamente dura, pero -tan
grande el poder de la hermosura es- |
|
|
|
acude a tal ley, temeraria, una
multitud de pretendientes. |
|
|
|
Se había sentado
Hipómenes de la carrera inicua como espectador, |
|
|
|
y: «¿Puede alguien
buscar por medio de tantos peligros esposa?», |
575 |
|
|
había dicho, y excesivos
había condenado de esos jóvenes sus amores, |
|
|
|
cuando su faz, y dejado su velo, su
cuerpo vio, |
|
|
|
cual el mío, o cual el tuyo,
si mujer te hicieras: |
|
|
|
quedó suspendido y
levantando las manos: «Perdonadme», |
|
|
|
dijo, «los que ora he
recriminado. Todavía los premios conocidos, |
580 |
|
|
que buscabais, no me eran».
En elogiándola concibe fuegos, |
|
|
|
y que ninguno de los jóvenes
corra más veloz desea |
|
|
|
y con envidia teme:
«¿Pero por qué del certamen este |
|
|
|
no tentada la fortuna he de
dejar?», dice. |
|
|
|
«A los osados un dios mismo
ayuda». Mientras tal consigo mismo |
585 |
|
|
trata Hipómenes, con paso
vuela alado la doncella. |
|
|
|
La cual, aunque avanzar no menos
que una saeta escita |
|
|
|
pareció al joven aonio, aun
así él de su gracia |
|
|
|
se admira más: incluso la
carrera misma la agraciaba. |
|
|
|
El aura echa atrás,
arrebatados por sus rápidas plantas, sus talares, |
590 |
|
|
y por sus espaldas de marfil se
agita su pelo, y las rodilleras |
|
|
|
que sus corvas llevaban con su
pintada orla |
|
|
|
y en su candor de jovencita su
cuerpo había producido |
|
|
|
un rubor, no de otro modo que
cuando sobre los atrios cándidos |
|
|
|
un velo de púrpura simuladas
tiñe las sombras. |
595 |
|
|
Mientras nota tal el huésped
recorrida la última meta fue |
|
|
|
y es cubierta, vencedora Atalanta,
de una festiva corona. |
|
|
|
Un gemido dan los vencidos y pagan,
según el pacto, sus condenas. |
|
|
|
«No, aun
así, por el destino de ellos aterrado, el joven |
|
|
|
se apostó en medio y su
rostro en la doncella fijo: |
600 |
|
|
«¿Por qué un
fácil título buscas venciendo a unos inertes. |
|
|
|
Conmigo compárate»,
dice, «o, si a mí la fortuna poderoso |
|
|
|
me ha de hacer, por alguien tan
grande no serás indigna de ser vencida. |
|
|
|
Pues el padre mío,
Megáreo de Onquesto; de él |
|
|
|
es Neptuno el abuelo, bisnieto yo
del rey de las aguas, |
605 |
|
|
ni mi virtud por detrás de
mi linaje está. O si vencido soy, obtendrás, |
|
|
|
Hipómenes vencido, un grande
y memorable nombre». |
|
|
|
Al que tal decía con tierno
rostro la Esqueneide |
|
|
|
lo contempla y duda si ser superada
o vencer prefiera, |
|
|
|
y así:
«¿Qué dios a éste, para los hermosos
-dice- injusto, |
610 |
|
|
perder quiere y con el riesgo le
ordena de su amada vida |
|
|
|
este matrimonio perseguir? No
merezco, a juicio mío, tanto. |
|
|
|
Y no su hermosura me conmueve
-podía aun así de ella también
conmoverme-, |
|
|
|
sino el que todavía un
niño es. No me conmueve de él sino su edad. |
|
|
|
Qué el que tiene virtud y
una mente impertérrita de la muerte. |
615 |
|
|
Qué el que de su marino
origen se compute el cuarto. |
|
|
|
Qué el que está
enamorado y en tanto estima la boda nuestra |
|
|
|
que moriría si a mí
la fortuna, a él dura, le negara. |
|
|
|
Mientras puedes, huésped,
vete y estos tálamos deja atrás cruentos. |
|
|
|
Matrimonio cruel el mío es,
contigo casarse ninguna no querrá |
620 |
|
|
y ser deseado puedes por una
inteligente niña. |
|
|
|
Por qué, aun así,
siento pesar por ti, cuando tantos ya antes han muerto. |
|
|
|
Él verá. Que perezca
puesto que con tanta muerte de pretendientes |
|
|
|
advertido no fue y se deja llevar a
los hastíos de la vida. |
|
|
|
¿Caerá él,
así pues, porque quiso vivir conmigo, |
625 |
|
|
y el de una indigna muerte por
precio sufrirá de su amor? |
|
|
|
Inquina no nos ha de traer la
victoria nuestra. |
|
|
|
Pero culpa mía no es.
Ojalá desistir quisieras, |
|
|
|
o puesto que en tu juicio no
estás, ojalá más veloz fueses. |
|
|
|
Mas cuán virginal en su cara
de niño su rostro es. |
630 |
|
|
Ay, triste Hipómenes, no
quisiera por ti vista haber sido. |
|
|
|
De vivir digno eras, que si
más feliz yo fuera |
|
|
|
y a mí el matrimonio mis
hados importunos no me negaran, |
|
|
|
el único eras con quien
asociar mi lecho querría». |
|
|
|
Había
dicho y, como inexperta y por su primer deseo tocada, |
635 |
|
|
de que lo está ignorante,
está enamorada, y no lo siente amor. |
|
|
|
«Ya las acostumbradas
carreras demandan pueblo y padre, |
|
|
|
cuando a mí, con angustiada
voz, el descendiente de Neptuno |
|
|
|
me invoca, Hipómenes, y:
«Citerea, suplico, a las osadías asista
nuestras», |
|
|
|
dice, «y los que ella dio,
ayude a esos fuegos». |
640 |
|
|
Bajó una brisa no envidiosa
hasta mí esas súplicas tiernas. |
|
|
|
Conmovida quedé, lo
confieso, y una demora larga para el socorro no se me daba. |
|
|
|
Hay un campo, los nativos tamaseno
por nombre le dan, |
|
|
|
de la tierra chipriota la parte
mejor, el cual a mí los ancianos |
|
|
|
de antaño me consagraron y
que a mis templos se sumara |
645 |
|
|
dote tal ordenaron. En la mitad
brilla un árbol de ese campo, |
|
|
|
rubio de cabello, de rubio oro sus
ramas crepitantes. |
|
|
|
De allí volviendo yo al
acaso, llevaba, en número de tres, arrancadas |
|
|
|
de mi mano, unas frutas de oro, y
sin que nadie ver me pudiera, salvo él mismo, |
|
|
|
a Hipómenes me
acerqué y le instruí de qué su uso en
ellas. |
650 |
|
|
Sus señales las tubas
habían dado, cuando de la barrera abalanzado uno y otro |
|
|
|
centellea y la suprema arena con
rápido pie pizca: |
|
|
|
poder los creerías a ellos,
con seco paso, rasar el mar, |
|
|
|
y de una mies cana, ella en pie,
recorrer las aristas. |
|
|
|
Le añaden ánimos al
joven el clamor y el favor y las |
655 |
|
|
palabras de quienes decían:
Ahora, ahora de aligerar es el tiempo, |
|
|
|
Hipómene, apresura, ahora de
tus fuerzas usa todas. |
|
|
|
Rechaza la demora:
vencerás». En duda si el héroe de Megareo |
|
|
|
se alegre o la doncella más,
la Esqueneia, de estas palabras. |
|
|
|
Oh cuántas veces, cuando ya
podía pasarlo, demoróse, |
660 |
|
|
y contemplado mucho tiempo su
rostro a su pesar lo dejó atrás. |
|
|
|
Árido, de su fatigada boca
le llegaba su anhélito, |
|
|
|
y la meta estaba lejos. Entonces al
fin de los tres uno, |
|
|
|
de los retoños del
árbol, envió el descendiente de Neptuno. |
|
|
|
Quedó suspendida la
doncella, y del nítido fruto por el deseo |
665 |
|
|
declina su carrera y el oro voluble
recoge. |
|
|
|
La deja atrás
Hipómenes: resuenan las gradas del aplauso. |
|
|
|
Ella su demora con rápida
carrera, y los cesados tiempos, |
|
|
|
corrige, y de nuevo al joven tras
sus espaldas deja. |
|
|
|
Y de nuevo, con el lanzamiento de
un fruto demorada, del segundo, |
670 |
|
|
es alcanzada, y pasa ella al
varón. La parte última de la carrera |
|
|
|
restaba. «Ahora», dice,
«acude, diosa, autora de este regalo». |
|
|
|
Y a un costado del campo, para que
más tarde ella volviera, |
|
|
|
lanza oblicuamente, nítido,
juvenilmente, el oro. |
|
|
|
Si lo buscaría la doncella
pareció dudar, la obligué |
675 |
|
|
a recogerla y añadí,
por ella levantada, pesos a la manzana |
|
|
|
y la impedí a la par por el
peso de su carga y la demora, |
|
|
|
y para que mi discurso que la
propia carrera no sea más lento, |
|
|
|
atrás dejada fue la
doncella: se llevó sus premios el vencedor. |
|
|
|
«¿Digna de que las gracias me diera, de que del
incienso el honor |
680 |
|
|
me llevara, Adonis, no fui? Ni las
gracias, olvidado, me dio |
|
|
|
ni inciensos a mí me puso. A
una súbita ira me torno |
|
|
|
y, dolida por el desprecio, de no
ser despreciada por los venideros, |
|
|
|
con un ejemplo me cuido y a
mí misma yo me incito contra ambos. |
|
|
|
Por unos templos
que a la madre de los dioses en otro tiempo el claro
Equíon |
685 |
|
|
había hecho por exvoto,
merced a unos nemorosos bosques escondidos, |
|
|
|
atravesaban ellos, y el camino
largo a descansar les persuadió. |
|
|
|
Allí, el intempestivo deseo
de yacer con ella |
|
|
|
se apodera de Hipómenes,
excitado por la divinidad nuestra. |
|
|
|
De luz exigua había cerca de
esos templos un receso, |
690 |
|
|
a una caverna semejante, de nativa
pómez cubierto, |
|
|
|
por una religión primitiva
sagrado, adonde su sacerdote, |
|
|
|
de leño, había
llevado muchas representaciones de viejos dioses. |
|
|
|
Aquí entra y con ese vedado
oprobio ultraja los sagrarios. |
|
|
|
Los sagrados objetos volvieron sus
ojos, y coronada de torres la Madre |
695 |
|
|
en la estigia onda a los pecadores
duda si sumergir. |
|
|
|
Condena leve le pareció.
Así pues, unas rubias crines velan, |
|
|
|
poco antes tersos, sus cuellos, sus
dedos se curvan en uñas, |
|
|
|
de sus hombros unas espaldillas se
hacen, hacia su pecho todo |
|
|
|
su peso se va, las supremas arenas
barridas son de su cola. |
700 |
|
|
Ira su rostro tiene, en vez de
palabras murmullos hacen, |
|
|
|
en vez de sus tálamos
frecuentan los bosques y, para otros de temer, |
|
|
|
con su diente domado aprietan de
Cíbeles los frenos, los leones. |
|
|
|
De ellos tú, querido
mío, y con ellos del género todo de las fieras, |
|
|
|
el que no sus espaldas a la huida,
sino a la lucha su pecho ofrece, |
705 |
|
|
rehúye, no sea la virtud
tuya dañosa para nosotros dos». |
|
|
|
Venus y Adonis (II): muerte de
Adonis
|
|
«Ella
ciertamente tal le aconsejó y, juntos por los aires sus
cisnes, |
|
|
|
emprende el camino. Pero se alza a
los consejos contraria la virtud. |
|
|
|
Un cerdo fuera de sus guaridas, sus
huellas ciertas siguiendo, |
|
|
|
dieron en sacar los perros, y de
las espesuras a salir cuando se dispone, |
710 |
|
|
le atravesó el joven
Cinireio con un oblicuo golpe. |
|
|
|
En seguida sacudió con su
curvo hocico los venablos, |
|
|
|
de sangre teñidos, y a
él, tembloroso y la seguridad buscando, |
|
|
|
el sangriento jabalí le
sigue y enteros bajo la ingle los dientes |
|
|
|
le hunde y en la rubia arena,
moribundo, lo dejó tendido. |
715 |
|
|
Llevada en su leve carro por mitad
de las auras Citerea, |
|
|
|
a Chipre con las cígneas
alas todavía no había llegado. |
|
|
|
Reconoció de lejos el gemido
de aquel que moría y blancas |
|
|
|
allí giró sus aves, y
cuando desde el éter alto lo vio, |
|
|
|
exánime, y en su propia
sangre agitando su cuerpo, |
720 |
|
|
saltó abajo y al par su seno
y al par su cabellos |
|
|
|
quebró y golpeó,
indignas, su pecho con sus palmas, |
|
|
|
y lamentándose con los
hados: «Mas no, aun así, todas las cosas de
vuestra |
|
|
|
jurisdicción han de
ser», dijo. «De este luto los recuerdos
permanecerán |
|
|
|
siempre, Adonis, del luto
mío y la imagen repetida de tu muerte |
725 |
|
|
anuales remedos hará de los
golpes del duelo nuestro. |
|
|
|
Mas tu crúor en flor se
mutará, ¿o es que a ti en otro tiempo |
|
|
|
un femíneo cuerpo convertir
en olientes mentas, |
|
|
|
Perséfone, te fue concedido,
y mal se verá que por mí |
|
|
|
sea mutado el héroe
Cinireio?». Así diciendo su crúor |
730 |
|
|
con néctar perfumado
asperjó, la cual, teñido de él, |
|
|
|
se hinchó así como en
el rubio cieno totalmente traslúcida |
|
|
|
levantarse una burbuja suele, y no
más larga que una hora plena |
|
|
|
resultó la demora, cuando
una flor, de la sangre concolor, surgió, |
|
|
|
cual los que esconden bajo su tersa
corteza su grano, los bermellones |
735 |
|
|
granados llevar suelen. Breve es
aun así su uso en él, |
|
|
|
pues mal prendido y por su excesiva
levedad caduco, |
|
|
|
lo sacuden los mismos que le
prestan sus nombres, los vientos». |
|
|
|
|