 Libro segundo
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Faetón (II)
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El real del Sol
era, por sus sublimes columnas, alto, |
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claro por su rielante oro y, que a
las llamas imita, por su piropo, |
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cuyo marfil nítido las
cúspides supremas cubría; |
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de plata sus bivalvas puertas
radiaban de su luz. |
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A la materia superaba su obra; pues
Múlciber allí |
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las superficies había
cincelado, que ciñen sus intermedias tierras, |
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y de esas tierras el orbe, y el
cielo, que domina el orbe. |
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Azules tiene la onda sus dioses: a
Tritón el canoro, |
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a Proteo el ambiguo, y de las
ballenas apretando, |
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a Egeón, las inabarcables
espaldas con sus brazos, |
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a Doris y a sus nacidas, de las
cuales, parte nadar parece, |
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parte, en una mole sentada, sus
verdes cabellos secar; |
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de un pez remolcarse algunas; su
faz no es de todas una misma, |
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no distante, aun así, cual
decoroso es entre hermanas. |
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La tierra hombres y ciudades lleva,
y espesuras y fieras |
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y corrientes y ninfas y los
restantes númenes del campo. |
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De ello encima, impuesta fue del
fulgente cielo la imagen, |
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y signos seis en las puertas
diestras y otros tantos en las siniestras. |
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Adonde, en
cuanto por su ascendente senda de Clímene la prole |
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llegó y entró de su
dudado padre en los techos, |
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en seguida hacia los patrios
rostros lleva sus plantas, |
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y se apostó lejos, pues no
más cercanas soportaba |
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sus luces: de una purpúrea
vestidura velado, sentábase |
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en el solio Febo, luciente de sus
claras esmeraldas. |
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A diestra e izquierda el Día
y el Mes y el Año, |
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y los Siglos, y puestas en espacios
iguales las Horas, |
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y la Primavera nueva estaba,
ceñida de floreciente corona, |
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estaba desnudo el Verano y coronas
de espigas llevaba; |
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estaba también el
Otoño, de las pisadas uvas sucio, |
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y glacial el Invierno, arrecidos
sus canos cabellos. |
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Desde ahí, central
según su lugar, por la novedad de las cosas atemorizado |
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al joven el Sol con sus ojos, con
los que divisa todo, ve, |
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y «¿Cuál de tu
ruta es la causa? ¿A qué en este recinto»,
dice, «acudías, |
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progenie, Faetón, que tu
padre no ha de negar?». |
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Él responde: «Oh luz
pública del inmenso mundo, |
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Febo padre, si me das el uso del
nombre este |
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y Clímene una culpa bajo esa
falsa imagen no esconde: |
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prendas dame, genitor, por las que
verdadera rama tuya |
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se me crea y el error arranca del
corazón nuestro». |
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Había dicho, mas su genitor,
alrededor de su cabeza toda rielantes |
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se quitó los rayos, y
más cerca avanzar le ordenó |
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y un abrazo dándole:
«Tú de que se niegue que eres mío |
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digno no eres, y Clímene tus
verdaderos» dice «orígenes te ha revelado, |
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y para que menos lo dudes,
cualquier regalo pide, que, |
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pues te lo otorgaré, lo
tendrás. De mis promesas testigo sea, |
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por la que los dioses han de jurar,
la laguna desconocida para los ojos nuestros». |
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No bien había cesado, los
carros le ruega él paternos, |
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y, para un día, el mando y
gobierno de los alípedes caballos. |
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Le pesó
el haberlo jurado al padre, el cual, tres y cuatro veces |
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sacudiendo su ilustre cabeza:
«Temeraria», dijo, |
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«la voz mía por la
tuya se ha hecho. Ojalá mis promesas pudiera |
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no conceder. Confieso que
sólo esto a ti, mi nacido, te negaría; |
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pero disuadirte me es dado: no es
tu voluntad segura. |
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Grandes pides, Faetón,
regalos, y que ni a las fuerzas |
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esas convienen ni a tan pueriles
años. |
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La suerte tuya mortal: no es mortal
lo que deseas. |
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A más incluso de lo que los
altísimos alcanzar pueden, |
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ignorante, aspiras; aunque pueda a
sí mismo cada uno complacerse, |
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ninguno, aun así, es capaz
de asentarse en el eje |
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portador del fuego, yo exceptuado.
También el regidor del vasto Olimpo, |
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que fieros rayos lanza con su
terrible diestra, |
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no llevará estos carros, y
qué que Júpiter mayor tenemos. |
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Ardua la primera
vía es y con la que apenas de mañana, frescos, |
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pugnan los caballos; en medio
está la más alta del cielo, |
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desde donde el mar y las tierras a
mí mismo muchas veces ver |
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me dé temor, y de
pávido espanto tiemble mi pecho; |
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la última, inclinada
vía es, y precisa de manejo cierto: |
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entonces, incluso la que me recibe
en sus sometidas olas, |
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que yo no caiga de cabeza, Tetis
misma, suele temer. |
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Añade que de una continua
rotación se arrebata el cielo |
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y sus estrellas altas arrastra y en
una rápida órbita las vira. |
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Pugno yo en contra, y no el
ímpetu que a lo demás a mí me |
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vence, y contrario circulo a ese
rápido orbe. |
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Figúrate que se te han dado
los carros. ¿Qué harás?
¿Podrías |
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en contra ir de los rotantes polos
para que no te arrebate el veloz eje? |
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Acaso, también, las
florestas allí y las ciudades de los dioses |
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concibas en tu ánimo que
están, y sus santuarios ricos |
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en dones. A través de
insidias el camino es, y de formas de fieras, |
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y aunque tu ruta mantengas y
ningún error te arrastre, |
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a través, aun así, de
los cuernos pasarás del adverso Toro, |
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y de los hemonios arcos, y la boca
del violento León, |
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y del que sus salvajes brazos curva
en un circuito largo, |
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el Escorpión, y del que de
otro modo curva sus brazos, el Cangrejo. |
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Tampoco mis cuadrípedes,
ardidos por los fuegos esos |
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que en su pecho tienen, que por su
boca y narices exhalan, |
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a tu alcance gobernar está:
apenas a mí me sufren cuando sus agrios |
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ánimos se enardecen, y su
cerviz rechaza las riendas. |
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Mas tú, de que no sea yo
para ti el autor de este funesto regalo, |
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mi nacido, cuida y, mientras la
cosa lo permite, tus votos corrige. |
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Claro es que para que de nuestra
sangre tú engendrado te creas |
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unas prendas ciertas pides: te doy
unas prendas ciertas temiendo, |
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y con el paterno miedo que tu padre
soy pruebo. Mira los rostros |
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aquí míos, y
ojalá tus ojos en mi pecho pudieras |
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inserir y dentro desprender los
paternos cuidados. |
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Y, por último, cuanto tiene
el rico cosmos mira en derredor, |
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y de tantos y tan grandes bienes
del cielo y la tierra |
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y el mar demanda algo: ninguna
negativa sufrirás. |
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Te disuado de esto solo, que por
verdadero nombre un castigo, |
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no un honor es: un castigo,
Faetón, en vez de un regalo demandas. |
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¿Por qué mi cuello
sostienes, ignorante, con tus blandos brazos? |
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No lo dudes, se te concederá
-las estigias ondas hemos jurado- |
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aquello que pidas. Pero tú
con más sabiduría pide. |
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Había
acabado sus advertencias. Sus palabras, aun así, él
rechaza |
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y su propósito apremia y
flagra en el deseo del carro. |
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Así pues, lo que
podía, su genitor, irresoluto, a los altos |
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conduce al joven, de Vulcano
regalos, carros. |
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Áureo el eje era, el
timón áureo, áurea la curvatura |
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de la extrema rueda, de los radios
argénteo el orden. |
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Por los yugos unos
crisólitos y, puestas en orden, unas gemas, |
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claras devolvían sus luces,
reverberante, a Febo. |
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Y mientras de ello, henchido,
Faetón se admira y su obra |
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escruta, he aquí que
vigilante abrió desde el nítido orto |
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la Aurora sus purpúreas
puertas, y plenos de rosas |
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sus atrios. Se dispersan las
estrellas, cuyas columnas conduce |
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el Lucero, y de su posta del cielo
el postrero sale: |
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al cual cuando buscar las tierras,
y que el cosmos enrojecía, vio, |
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y los cuernos como desvanecerse de
la extrema luna, |
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uncir los caballos el Titán
impera a las veloces Horas. |
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Sus órdenes las diosas
rápidas cumplen y, fuego vomitando |
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y de jugo de ambrosia saciados, de
sus pesebres altos |
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a los cuadrípedes sacan, y
les añaden sus sonantes frenos. |
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Entonces el padre la cara de su
nacido con una sagrada droga |
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tocó y la hizo paciente de
la arrebatadora llama |
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e impuso a su pelo los rayos, y,
présagos del luto, |
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de su pecho angustiado reiterando
suspiros, dijo: |
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«Si puedes
a estas advertencias al menos obedecer de tu padre, |
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sé parco, chico, con las
aguijadas, y más fuerte usa las bridas. |
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Por sí mismos se apresuran:
la labor es inhibirles tal deseo. |
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Y no a ti te plazca la ruta,
derechos, a través de los cinco arcos. |
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Cortada en oblicuo hay, de ancha
curvatura, una senda, |
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y, con la frontera de tres zonas
contentándose, del polo |
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rehúye austral y, vecina a
los aquilones, de la Osa. |
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Por aquí sea tu camino:
manifiestas de mi rueda las huellas divisarás; |
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y para que soporten los justos el
cielo y la tierra calores, |
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ni hundas ni yergas por los
extremos del éter el carro. |
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Más alto pasando los
celestes techos quemarás, |
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más bajo, las tierras: por
el medio segurísimo irás. |
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Tampoco a ti la más diestra
te decline hacia la torcida Serpiente, |
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ni tu más siniestra rueda te
lleve, hundido, al Ara. |
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Entre ambos manténte. A la
Fortuna lo demás encomiendo, |
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la cual te ayude, y que mejor que
tú por ti vele, deseo. |
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Mientras hablo, puestas en el
vespertino litoral, sus metas |
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la húmeda noche ha tocado;
no es la demora libre para nos. |
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Se nos reclama, y fulge, las
tinieblas ahuyentadas, la Aurora. |
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Coge en la mano las riendas, o, si
un mudable pecho |
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es el tuyo, los consejos, no los
carros usa nuestros. |
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Mientras puedes y en unas
sólidas sedes todavía estás, |
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y mientras, mal deseados,
todavía no pisas, ignorándolos, mis ejes, |
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las que tú seguro
contemples, déjame dar, las luces a las tierras». |
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Ocupa él
con su juvenil cuerpo el leve carro |
150 |
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y se aposta encima, y de que a sus
manos las leves riendas hayan tocado |
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se goza, y las gracias da de ello a
su contrariado padre. |
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Entre tanto, voladores, Pirois, y
Eoo y Eton, |
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del Sol los caballos, y el cuarto,
Flegonte, con sus relinchos llameantes |
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las auras llenan y con sus pies las
barreras baten. |
155 |
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Las cuales, después de que
Tetis, de los hados ignorante de su nieto, |
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retiró, y hecha les fue
provisión del inmenso cielo, |
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cogen la ruta y sus pies por el
aire moviendo |
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a ellos opuestas hienden las nubes,
y con sus plumas levitando |
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atrás dejan, nacidos de esas
mismas partes, a los Euros. |
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Pero leve el peso era y no el que
conocer pudieran |
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del Sol los caballos, y de su
acostumbrado peso el yugo carecía, |
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y como se escoran, curvas, sin su
justo peso las naves, |
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y por el mar, inestables por su
excesiva ligereza, vanse, |
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|
así, de su carga
acostumbrada vacío, da en el aire saltos |
165 |
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y es sacudido hondamente, y
semejante es el carro a uno inane. |
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Lo cual en
cuanto sintieron, se lanzan, y el trillado espacio |
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abandonan los cuadríyugos, y
no en el que antes orden corren. |
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Él se asusta, y no por
dónde dobla las riendas a él encomendadas, |
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ni sabe por dónde sea el
camino, ni si lo supiera se lo imperaría a ellos. |
170 |
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Entonces por primera vez con rayos
se calentaron los helados Triones |
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y, vedada, en vano intentaron en la
superficie bañarse, |
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y la que puesta está al polo
glacial próxima, la Serpiente, |
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del frío yerta antes y no
espantable para nadie, |
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se calentó y tomó
nuevas con esos hervores unas iras. |
175 |
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Tú también que
turbado huiste cuentan, Boyero, |
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aunque tardo eras y tus carretas a
ti te retenían. |
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Pero cuando desde el supremo
éter contempló las tierras |
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el infeliz Faetón, que a lo
hondo, y a lo hondo, yacían, |
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palideció y sus rodillas se
estremecieron del súbito temor, |
180 |
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y le fueron a sus ojos tinieblas en
medio de tanta luz brotadas, |
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y ya quisiera los caballos nunca
haber tocado paternos, |
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|
ya de haber conocido su linaje le
pesa, y de haber prevalecido en su ruego. |
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Ya, de Mérope decirse
deseando, igual es arrastrado que un pino |
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llevado por el vertiginoso
bóreas, al que vencidos sus frenos |
185 |
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ha soltado su propio regidor, y al
que a los dioses y a los rezos ha abandonado. |
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¿Qué haría?
Mucho cielo a sus espaldas ha dejado; |
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|
ante sus ojos más hay. Con
el ánimo mide los dos; |
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y, ya, los que su hado alcanzar no
es, |
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delante mira los ocasos; a las
veces detrás mira los ortos, |
190 |
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y, de qué hacer ignorante,
suspendido está, y ni los frenos suelta |
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|
ni de retenerlos es capaz, ni los
nombres conoce de los caballos. |
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Esparcidas también en el
variado cielo por todos lados maravillas, |
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y ve, tembloroso, los simulacros de
las vastas fieras. |
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Hay un lugar, donde en gemelos
arcos sus brazos concava |
195 |
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el Escorpión, y con su cola,
y dobladas a ambos lados sus pinzas, |
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|
alarga en espacio los miembros de
sus dos signos: |
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a éste el muchacho, cuando,
húmedo del sudor de su negro veneno, |
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|
y heridas amenazando con su curvada
cúspide, ve, |
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|
de la razón privado por el
helado espanto las bridas soltó. |
200 |
|
|
Las cuales, después de que
tocaron postradas lo alto de sus espaldas, |
|
|
|
se desorbitan los caballos y, nadie
reteniéndolos, por las auras |
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|
|
de una ignota región van, y
por donde su ímpetu les lleva, |
|
|
|
por allá sin ley se lanzan,
y bajo el alto éter se precipitan |
|
|
|
contra las fijas estrellas y
arrebatan por lo inaccesible el carro, |
205 |
|
|
y ya lo más alto buscan, ya
en pendiente y por rutas |
|
|
|
vertiginosas a un espacio a la
tierra más cercano vanse, |
|
|
|
y de que más bajo que los
suyos corran los fraternos caballos |
|
|
|
la Luna se admira, y abrasadas las
nubes humean. |
|
|
|
Se prende en
llamas, según lo que está más alto, la
tierra, |
210 |
|
|
y hendida produce grietas, y de sus
jugos privada se deseca. |
|
|
|
Los pastos canecen, con sus frondas
se quema el árbol, |
|
|
|
y materia presta para su propia
perdición el sembrado árido. |
|
|
|
De poco me
quejo: grandes perecen, con sus murallas, ciudades, |
|
|
|
y con sus pueblos los incendios a
enteras naciones |
215 |
|
|
en ceniza tornan; las espesuras con
sus montes arden, |
|
|
|
arde el Atos y el Tauro
cílice y el Tmolo y el Oete |
|
|
|
y, entonces seco, antes
abundantísimo de fontanas, el Ide, |
|
|
|
y el virgíneo Helicón
y todavía no de Eagro el Hemo. |
|
|
|
Arde a lo inmenso con geminados
fuegos el Etna |
220 |
|
|
y el Parnaso bicéfalo y el
Érix y el Cinto y el Otris |
|
|
|
y, que por fin de nieves
carecería, el Ródope, y el Mimas |
|
|
|
y el Díndima y el
Mícale y nacido para lo sagrado el Citerón, |
|
|
|
y no le aprovechan a Escitia sus
fríos: el Cáucaso arde |
|
|
|
y el Osa con el Pindo y mayor que
ambos el Olimpo, |
225 |
|
|
y los aéreos Alpes y el
nubífero Apenino. |
|
|
|
Entonces en
verdad Faetón por todas partes el orbe |
|
|
|
mira incendiado, y no soporta tan
grandes calores, |
|
|
|
e hirvientes auras, como de una
fragua profunda, |
|
|
|
con la boca atrae, y los carros
suyos encandecerse siente; |
230 |
|
|
y no ya las cenizas, y de ellas
arrojada la brasa, |
|
|
|
soportar puede, y envuelto
está por todos lados de caliente humo, |
|
|
|
y a dónde vaya o
dónde esté, por una calina como de pez cubierto, |
|
|
|
no sabe, y al arbitrio de los
voladores caballos es arrebatado. |
|
|
|
De su sangre, entonces, creen, al
exterior de sus cuerpos llamada, |
235 |
|
|
que los pueblos de los
etíopes trajeron su negro color. |
|
|
|
Entonces se hizo Libia, arrebatados
sus humores con ese bullir, |
|
|
|
árida, entonces las ninfas,
con sueltos cabellos, a sus fontanas |
|
|
|
y lagos lloraron: busca Beocia a su
Dirce, |
|
|
|
Argos a Amímone,
Éfire a las pirénidas ondas. |
240 |
|
|
Y tampoco las corrientes, las
agraciadas con riberas distantes de lugar, |
|
|
|
seguras permanecen: en mitad el
Tanais humeaba de sus ondas, |
|
|
|
y también Peneo el viejo y
el teutranteo Caíco |
|
|
|
y el veloz Ismeno con el
fegíaco Erimanto |
|
|
|
y el que habría de arder de
nuevo, el Janto, y el flavo Licormas |
245 |
|
|
y el que juega, el Meandro, entre
sus recurvadas ondas, |
|
|
|
y el migdonio Melas y el tenario
Eurotas. |
|
|
|
Ardió también el
Eufrates babilonio, ardió el Orontes |
|
|
|
y el Termodonte raudo y el Ganges y
el Fasis y el Histro. |
|
|
|
Bulle el Alfeo, las riberas del
Esperquío arden, |
250 |
|
|
y el que en su caudal el Tajo
lleva, fluye, por los fuegos, el oro, |
|
|
|
y las que frecuentaban con su
canción las meonias riberas, |
|
|
|
sus fluviales aves, se caldean en
mitad del Caístro. |
|
|
|
El Nilo al extremo huye,
aterrorizado, del orbe, |
|
|
|
y se tapó la cabeza, que
todavía está escondida; sus siete embocaduras, |
255 |
|
|
polvorientas, están
vacías, siete, sin su corriente, valles. |
|
|
|
El azar mismo los ismarios Hebro y
Estrimón seca, |
|
|
|
y los Vespertinos caudales del Rin,
el Ródano y el Po, |
|
|
|
y al que fue de todas las cosas
prometido el poder, al Tíber. |
|
|
|
Saltó en
pedazos todo el suelo y penetra en los Tártaros por las
grietas |
260 |
|
|
la luz, y aterra, con su esposa, al
infernal rey; |
|
|
|
y el mar se contrae, y es un llano
de seca arena |
|
|
|
lo que poco antes ponto era, y, los
que alta cubría la superficie, |
|
|
|
sobresalen esos montes y las
esparcidas Cícladas ellos acrecen. |
|
|
|
Lo profundo buscan los peces y no
sobre las superficies, curvos, |
265 |
|
|
a elevarse se atreven los delfines
hacia sus acostumbradas auras; |
|
|
|
los cuerpos de las focas, de
espaldas sobre lo extremo del profundo, |
|
|
|
exánimes, nadan; el mismo
incluso Nereo, fama es, |
|
|
|
y Doris y sus nacidas, que se
ocultaron bajo tibias cavernas. |
|
|
|
Tres veces Neptuno, de las aguas,
sus brazos con torvo semblante |
270 |
|
|
a extraer se atrevió, tres
veces no soportó del aire los fuegos. |
|
|
|
La nutricia Tierra, aun así,
como estaba circundada de ponto, |
|
|
|
entre las aguas del piélago
y, contraídas por todos lados, sus fontanas, |
|
|
|
que se habían escondido en
las vísceras de su opaca madre, |
|
|
|
sostuvo hasta el cuello,
árida, su devastado rostro |
275 |
|
|
y opuso su mano a su frente, y con
un gran temblor |
|
|
|
todo sacudiendo, un poco se
asentó y más abajo |
|
|
|
de lo que suele estar quedó,
y así con seca voz habló: |
|
|
|
«Si te place esto y lo he
merecido, ¿a qué, oh, tus rayos cesan, |
|
|
|
supremo de los dioses? Pueda la que
ha de perecer por las fuerzas del fuego, |
280 |
|
|
por el fuego perecer tuyo, y su
calamidad por su autor aliviar. |
|
|
|
Apenas yo, ciertamente, mis fauces
para estas mismas palabras libero» |
|
|
|
-le oprimía la boca el
vapor- «quemados, ay, mira mis cabellos, |
|
|
|
y en mis ojos tanta, tanta sobre mi
cara brasa. |
|
|
|
¿Estos frutos a mí,
este premio de mi fertilidad |
285 |
|
|
y de mi servicio me devuelves,
porque las heridas del combado arado |
|
|
|
y de los rastrillos soporto, y todo
se me hostiga el año, |
|
|
|
porque al ganado frondas, y
alimentos tiernos, los granos, |
|
|
|
al humano género, a vosotros
también inciensos, suministro? |
|
|
|
Pero aun así, este final pon
que yo he merecido ¿Qué las ondas, |
290 |
|
|
qué ha merecido tu hermano?
¿Por qué, a él entregadas en suerte, |
|
|
|
las superficies decrecen y del
éter más lejos se marchan? |
|
|
|
Y si ni la de tu hermano, ni a ti
mi gracia te conmueve, |
|
|
|
mas del cielo compadécete
tuyo. Mira a ambos lados: |
|
|
|
humea uno y otro polo, los cuales
si viciara el fuego, |
295 |
|
|
los atrios vuestros se
desplomarán. Atlante, ay, mismo padece, |
|
|
|
y apenas en sus hombros candente
sostiene el eje. |
|
|
|
Si los estrechos, si las tierras
perecen, si el real del cielo: |
|
|
|
en el caos antiguo nos confundimos.
Arrebata a las llamas |
|
|
|
cuanto todavía quede y vela
por la suma de las cosas». |
300 |
|
|
Había
dicho esto la Tierra, puesto que ni tolerar el vapor |
|
|
|
más allá pudo ni
decir más, y la boca |
|
|
|
suya se devolvió a sí
misma, y a sus cavernas a los manes más cercanas. |
|
|
|
Mas el padre
omnipotente, los altísimos poniendo por testigos y a
aquél mismo |
|
|
|
que había dado sus carros,
de que, si ayuda él no prestara, todas las cosas de un
hado |
305 |
|
|
desaparecerían grave, acude,
arduo, al supremo recinto |
|
|
|
desde donde suele las nubes
congregar sobre las anchas tierras, |
|
|
|
desde donde mueve los truenos, y
sus blandidos rayos lanza. |
|
|
|
Pero ni las que pudiera sobre las
tierras congregar, nubes |
|
|
|
entonces tuvo, ni las que del cielo
mandara, lluvias: |
310 |
|
|
truena, y balanceando un rayo desde
su diestra oreja |
|
|
|
lo mandó al auriga y, al
par, de su aliento y de sus ruedas |
|
|
|
lo expelió, y
apacentó con salvajes fuegos los fuegos. |
|
|
|
Constérnanse los caballos, y
un salto dando en contrario |
|
|
|
sus cuellos del yugo arrebatan, y
sus rotas correas abandonan: |
315 |
|
|
por allí los frenos yacen,
por allí, del timón arrancado, |
|
|
|
el eje, en esta parte los radios de
las quebradas ruedas, |
|
|
|
y esparcidos quedan anchamente los
vestigios del lacerado carro. |
|
|
|
Mas
Faetón, con llama devastándole sus rútilos
cabellos, |
|
|
|
rodando cae en picado, y en un
largo trecho por los aires |
320 |
|
|
va, como a las veces desde el cielo
una estrella, sereno, |
|
|
|
aunque no ha caído, puede
que ha caído parecer. |
|
|
|
Al cual, lejos de su patria, en el
opuesto orbe, el máximo |
|
|
|
Erídano lo recibió, y
le lavó, humeante, la cara. |
|
|
|
Las náyades Vespertinas, por
la trífida llama humeante, |
325 |
|
|
su cuerpo dan a un túmulo, e
inscriben también con esta canción la roca: |
|
|
|
AQUÍ · SITO ·
QUEDA · FAETÓN · DEL · CARRO ·
AURIGA · PATERNO |
|
|
|
QUE · SI · NO
· LO · DOMINÓ · AUN · ASÍ
· SUCUMBIÓ · A · UNAS · GRANDES
· OSADÍAS |
|
|
|
Pues su padre,
cubiertos por su luto afligido, digno de compasión, |
|
|
|
había escondido sus
semblantes, y si es que lo creemos, que un único |
330 |
|
|
día pasó sin sol
refieren; los incendios luz |
|
|
|
prestaban, y algún uso hubo
en el mal aquel. |
|
|
|
Clímene
|
|
Mas
Clímene, después de que dijo cuanto hubo |
|
|
|
en tan grandes males de ser dicho,
lúgubre y amente, |
|
|
|
y rasgándose los senos, todo
registró el orbe, |
335 |
|
|
y sus exánimes miembros
primero, luego sus huesos buscando, |
|
|
|
los halló, aunque huesos, en
una peregrina ribera escondidos. |
|
|
|
Y se postró en ese lugar, y
su nombre, en el mármol leído, |
|
|
|
regó de lágrimas, y
con su abierto pecho lo calentó. |
|
|
|
Las Helíades
|
|
Y no menos las
Helíades le plañen y, inanes ofrendas |
340 |
|
|
a la muerte, le dan
lágrimas, e hiriéndose los pechos con sus
palmas, |
|
|
|
a quien no oiría sus tristes
quejas, a Faetón, |
|
|
|
noche y día llaman y se
prosternan al sepulcro. |
|
|
|
La luna cuatro veces había
llenado, juntos sus cuernos, su orbe: |
|
|
|
ellas, con la costumbre suya -pues
costumbre lo hiciera el uso-, |
345 |
|
|
sus golpes de duelo se
habían dado; de las cuales Faetusa, de las hermanas |
|
|
|
la mayor, cuando quisiera en tierra
postrarse, se quejó |
|
|
|
de que rigentes estaban sus pies, a
la cual intentando llegarse |
|
|
|
la cándida Lampetie, por una
súbita raíz retenida fue; |
|
|
|
la tercera, cuando con las manos su
pelo a desgarrar se disponía, |
350 |
|
|
arranca frondas; ésta, de
que un tronco sus piernas retiene, |
|
|
|
aquélla se duele de que se
han hecho sus brazos largas ramas; |
|
|
|
y mientras de ello se admiran, se
abraza a sus ingles una corteza |
|
|
|
y por sus plantas, útero y
pecho y hombros y manos, |
|
|
|
las rodea, y restaban sólo
sus bocas llamando a su madre. |
355 |
|
|
¿Qué iba a hacer su
madre, sino, adonde la trae su ímpetu a ella, |
|
|
|
para acá ir y para
allá, y, mientras puede, su boca unirles? |
|
|
|
No bastante es: de los troncos
arrancar sus cuerpos intenta, |
|
|
|
y tiernas con sus manos sus ramas
rompe; mas de ahí |
|
|
|
sanguíneas manan, como de
una herida, gotas. |
360 |
|
|
«Cesa, te lo suplico,
madre», aquélla que es herida grita, |
|
|
|
«cesa, te lo suplico: se
lacera en el árbol nuestro cuerpo. |
|
|
|
Y ya adiós...». La
corteza a sus palabras postreras llega. |
|
|
|
Después fluyen
lágrimas, y, destilados, con el sol se endurecen, |
|
|
|
de sus ramas nuevas, electros, los
cuales el lúcido caudal |
365 |
|
|
recibe, y a las nueras los manda,
para que los lleven, latinas. |
|
|
|
Cigno
|
|
Asistió a
este prodigio, prole de Esténelo, Cigno, |
|
|
|
el cual a ti, aunque por la sangre
materna unido, |
|
|
|
en la mente aun así,
Faetón, más cercano estaba. Él, tras
abandonar |
|
|
|
-pues de los lígures los
pueblos y sus grandes ciudades regía- |
370 |
|
|
su gobierno, las riberas verdes y
el caudal Erídano |
|
|
|
de sus quejas había llenado,
y la espesura, por sus hermanas acrecida; |
|
|
|
cuando su voz se adelgazó
para la de un hombre, y canas plumas |
|
|
|
sus cabellos disimulan, y el cuello
del pecho lejos |
|
|
|
se extiende, y sus dedos
rojecientes liga una unión, |
375 |
|
|
un ala su costado vela, tiene su
cara, sin punta, un pico. |
|
|
|
Se vuelve nueva Cigno una ave, y no
él al cielo y a Júpiter |
|
|
|
se confía, como acordado del
fuego injustamente enviado desde él; |
|
|
|
a los pantanos acude y a los
anchurosos lagos, y el fuego odiando, |
|
|
|
las que honrara eligió,
contrarias a las llamas, las corrientes. |
380 |
|
|
Demacrado entre
tanto el genitor de Faetón, y privado |
|
|
|
él de su propio decor, con
tal orbe cual cuando falta |
|
|
|
estar suele, la luz odia y a
sí mismo él, y al día, |
|
|
|
y da su ánimo a los lutos, y
a los lutos añade ira, |
|
|
|
y su servicio niega al cosmos.
«Bastante», dice, «desde los principios |
385 |
|
|
del tiempo la suerte mía ha
sido irrequieta, y me pesa |
|
|
|
de estos, cumplidos sin fin por
mí, sin honor, trabajos. |
|
|
|
Cualquier otro lleve, portadores de
las luces, los carros. |
|
|
|
Si nadie hay y todos los dioses que
no pueden confiesan, |
|
|
|
que él mismo los lleve, para
que al menos mientras prueba nuestras riendas, |
390 |
|
|
los que han de orfanar a los
padres, alguna vez los rayos suelte. |
|
|
|
Entonces sabrá, las fuerzas
experimentando de los caballos de pies de fuego, |
|
|
|
que no merecía la muerte
quien no bien los gobernara a ellos». |
|
|
|
Al que tal decía circundan,
al Sol, todos |
|
|
|
los númenes, y que no quiera
las tinieblas congregar sobre las cosas |
395 |
|
|
con suplicante voz ruegan; sus
enviados fuegos también Júpiter |
|
|
|
excusa, y a sus súplicas
amenazas, regiamente, añade. |
|
|
|
Reúne amentes y
todavía de terror espantados |
|
|
|
Febo los caballos, y con la
aguijada, doliente, y el látigo se encona |
|
|
|
-pues enconado está- y de su
nacido les acusa e imputa a ellos. |
400 |
|
|
Júpiter y Calisto
|
|
Mas el padre
omnipotente las ingentes murallas del cielo |
|
|
|
rodea y que no haya algo vacilante,
por las fuerzas del fuego |
|
|
|
derruido, explora. Las cuales,
después de que firmes y con su reciedumbre |
|
|
|
propia que están ve, las
tierras y los trabajos de los hombres |
|
|
|
indaga. El de la Arcadia suya, aun
así, es su más precioso |
405 |
|
|
cuidado, y sus fontanas y, las que
todavía no osaban bajar, |
|
|
|
sus corrientes restituye, da a la
tierra gramas, frondas |
|
|
|
a los árboles, y ordena
retoñar, lastimadas, a las espesuras. |
|
|
|
Mientras vuelve y va incesante, en
una virgen nonacrina |
|
|
|
quedó prendido, y encajados
caldearon bajo sus huesos unos fuegos. |
410 |
|
|
No era de ella obra la lana mullir
tirando, |
|
|
|
ni de disposición variar los
cabellos: cuando un broche su vestido, |
|
|
|
una cinta sujetara blanca sus
descuidados cabellos, |
|
|
|
y ora en la mano una leve jabalina,
ora tomara el arco, |
|
|
|
un soldado era de Febe, y no al
Ménalo alcanzó alguna |
415 |
|
|
más grata que ella a Trivia.
Pero ninguna potencia larga es. |
|
|
|
Más
allá de medio su espacio el sol alto ocupaba, |
|
|
|
cuando alcanza ella un bosque que
ninguna edad había cortado. |
|
|
|
Despojó aquí su
hombro de su aljaba y los flexibles arcos |
|
|
|
destensó, y en el suelo, que
cubriera la hierba, yacía, |
420 |
|
|
y su pinta aljaba, con su cuello
puesto, hundía. |
|
|
|
Júpiter cuando la vio,
cansada y de custodia libre: |
|
|
|
«Este hurto, ciertamente, la
esposa mía no sabrá», dice, |
|
|
|
«o si lo vuelve a saber, son,
oh, son unas disputas por tanto...». |
|
|
|
Al punto se viste de la faz y el
culto de Diana |
425 |
|
|
y dice: «Oh, de las
acompañantes mías, virgen, parte única, |
|
|
|
¿en qué sierras has
cazado?». Del césped la virgen |
|
|
|
se eleva y: «Salud, numen a
mi juicio», dijo, |
|
|
|
«aunque lo oiga él
mismo, mayor que Júpiter». Ríe y oye, |
|
|
|
y de que a él, a sí
mismo, se prefiera se goza y besos le une |
430 |
|
|
ni moderados bastante, ni que
así una virgen deba dar. |
|
|
|
En qué espesura cazado
hubiera a la que a narrar se disponía, |
|
|
|
la impide él con su abrazo,
y no sin crimen se delata. |
|
|
|
Ella, ciertamente, en contra,
cuanto, sólo una mujer, pudiera |
|
|
|
-ojalá lo contemplaras,
Saturnia, más compasiva serías-, |
435 |
|
|
ella, ciertamente, lucha, pero
¿a quién vencer una muchacha, |
|
|
|
o quién a Júpiter
podría? Al éter de los altísimos acude
vencedor |
|
|
|
Júpiter: para ella causa de
odio el bosque es y la cómplice espesura, |
|
|
|
de donde, su pie al retirar, casi
se olvidó de coger |
|
|
|
su aljaba con las flechas y, que
había suspendido, su arco. |
440 |
|
|
He aquí
que de su coro acompañada Dictina por el alto |
|
|
|
Ménalo entrando, y de su
matanza orgullosa de fieras, |
|
|
|
la vio a ella y vista la llama:
llamada ella rehúye |
|
|
|
y temió a lo primero que
Júpiter estuviera en ella, |
|
|
|
pero después de que al par a
las ninfas avanzar vio, |
445 |
|
|
sintió que no había
engaños y al número accedió de ellas. |
|
|
|
Ay, qué difícil es el
crimen no delatar con el rostro. |
|
|
|
Apenas los ojos levanta de la
tierra, y no, como antes solía, |
|
|
|
junta de la diosa al costado
está, ni de todo es el grupo la primera, |
|
|
|
sino que calla y da signos con su
rubor de su lastimado pudor |
450 |
|
|
y, salvo porque virgen es,
podría sentir Diana |
|
|
|
en mil señales su culpa -las
ninfas que lo notaron refieren-. |
|
|
|
En su orbe noveno resurgían
de la luna cuernos, |
|
|
|
cuando la diosa, de la
cacería bajo las fraternas llamas lánguida, |
|
|
|
alcanzado había un bosque
helado desde el que con su murmullo bajando |
455 |
|
|
iba, y sus trilladas arenas viraba
un río; |
|
|
|
cuando esos lugares alabó,
lo alto con el pie tocó de sus ondas. |
|
|
|
Ellas también alabadas,
«Lejos queda», dijo, «árbitro todo; |
|
|
|
desnudos, sumergidos en las linfas
bañemos nuestros cuerpos». |
|
|
|
La Parráside rojeció;
todas sus velos dejan; |
460 |
|
|
una demoras busca; a la que dudaba
su vestido quitado le es, |
|
|
|
el cual dejado, se hizo patente,
con su desnudo cuerpo, su delito. |
|
|
|
A ella, atónita, y con sus
manos el útero esconder queriendo: |
|
|
|
«Vete lejos de
aquí», le dijo Cintia, «y estas sagradas
fontanas |
|
|
|
no mancilles», y de su
unión le ordenó separarse. |
465 |
|
|
Había
sentido esto hacía tiempo la matrona del gran Tonante, |
|
|
|
y había diferido, graves,
hasta idóneos tiempos los castigos. |
|
|
|
Causa de demora ninguna hay, y ya
el niño Árcade -esto mismo |
|
|
|
dolió a Juno- había
de su rival nacido. |
|
|
|
Al cual nada más
volvió su salvaje mente junto con su luz: |
470 |
|
|
«Claro es que esto
también restaba, adúltera», dijo, |
|
|
|
«que fecunda fueras y se
hiciera tu injuria por tu parto |
|
|
|
conocida y del Júpiter
mío testimoniado el desdoro fuera. |
|
|
|
No impunemente lo harás,
puesto que te arrancaré a ti la figura |
|
|
|
en la que a ti misma, y en la que
complaces, importuna, a nuestro marido», |
475 |
|
|
dijo, y de su frente, a ella
opuesta, prendiéndole los cabellos, |
|
|
|
la postra en el suelo de bruces;
tendía sus brazos suplicantes: |
|
|
|
sus brazos empezaron a erizarse de
negros vellos |
|
|
|
y a curvarse sus manos y a crecer
en combadas uñas |
|
|
|
y el servicio de los pies a
cumplir, y alabada un día |
480 |
|
|
su cara por Júpiter, a
hacerse deforme en una ancha comisura, |
|
|
|
y para que sus súplicas los
ánimos, y sus palabras suplicantes, no dobleguen, |
|
|
|
el poder hablar le es arrebatado:
una voz iracunda y amenazante |
|
|
|
y llena de terror de su ronca
garganta sale. |
|
|
|
Su mente antigua le queda
-también permaneció en la osa hecha-, |
485 |
|
|
y con su asiduo gemido atestiguando
sus dolores, |
|
|
|
cuales ellas son, sus manos al
cielo y a las estrellas alza, |
|
|
|
e ingrato a Júpiter, aunque
no pueda decirlo, siente. |
|
|
|
Ay, cuántas veces, no osando
descansar en la sola espesura, |
|
|
|
delante de su casa y, otro tiempo
suyos, vagó por los campos. |
490 |
|
|
Ay, cuántas veces por las
rocas los ladridos de los perros la llevaron, |
|
|
|
y la cazadora, por el miedo de los
cazadores aterrada, huyó. |
|
|
|
Muchas veces fieras se
escondió al ver, olvidada de qué era, |
|
|
|
y, la osa, de ver en los montes
osos se horrorizó, |
|
|
|
y temió a los lobos, aunque
su padre estuviese entre ellos. |
495 |
|
|
He aquí
que su prole, desconocedor de su Licaonia madre, |
|
|
|
Árcade, llega, por tercera
vez sus quintos casi cumpleaños pasados, |
|
|
|
y mientras fieras persigue,
mientras los sotos elige aptos |
|
|
|
y de nodosas mallas las espesuras
del Erimanto rodea, |
|
|
|
cae sobre su madre, la cual se
detuvo Árcade al ver |
500 |
|
|
y como aquella que lo conociera se
quedó. Él rehúye, |
|
|
|
y de quien inmóviles sus
ojos en él sin fin tenía |
|
|
|
sin saber tuvo miedo y a quien
más cerca avanzar ansiaba |
|
|
|
hubiera atravesado el pecho con una
heridora flecha. |
|
|
|
Lo evitó el omnipotente, y
al par a ellos y su abominación |
505 |
|
|
contuvo, y, al par, arrebatados por
el vacío merced al viento, |
|
|
|
los impuso en el cielo, y vecinas
estrellas los hizo. |
|
|
|
Se
inflamó Juno después que entre las estrellas su
rival |
|
|
|
fulgió, y hasta la cana
Tetis descendió a las superficies, |
|
|
|
y al Océano viejo, cuya
reverencia conmueve |
510 |
|
|
a menudo a los dioses, y a
aquéllos que la causa de su ruta preguntaban, empieza: |
|
|
|
«¿Preguntáis
por qué, reina de los dioses, de las etéreas |
|
|
|
sedes aquí vengo? En vez de
mí tiene otra el cielo. |
|
|
|
Miento si cuando oscuro la noche
haya hecho el orbe, |
|
|
|
recién honoradas -mis
heridas- con el supremo cielo, |
515 |
|
|
no vierais unas estrellas
allí, donde el círculo último, |
|
|
|
por su espacio el más breve,
el eje postrero rodea. |
|
|
|
¿Hay en verdad razón
por que alguien a Juno herir no quiera, |
|
|
|
y ofendida le trema, la que sola
beneficio daño haciendo? |
|
|
|
¡Oh, yo, qué cosa
grande he hecho! ¡Cuán vasta la potencia nuestra
es! |
520 |
|
|
Ser humana le veté: hecho se
ha diosa. Así yo los castigos |
|
|
|
a los culpables impongo, así
es mi gran potestad. |
|
|
|
Que le reclame su antigua hermosura
y los rasgos ferinos |
|
|
|
le detraiga, lo cual antes en la
argólica Forónide hizo. |
|
|
|
¿Por qué no
también, echada Juno, se la lleva |
525 |
|
|
y la coloca en mi tálamo y
por suegro a Licaón toma? |
|
|
|
Mas vosotros, si os mueve el
desprecio de vuestra herida ahijada, |
|
|
|
del abismo azul prohibid a los
Siete Triones, |
|
|
|
y esas estrellas, en el cielo en
pago de un estupro recibidas, |
|
|
|
rechazad, para que no se
bañe en la superficie pura una rival». |
530 |
|
|
Los dioses del
mar habían asentido: en su manejable carro la Saturnia |
|
|
|
ingresa en el fluente éter
con sus pavones pintados. |
|
|
|
El cuervo
|
|
Tan
recién pintados sus pavones del asesinado Argos, |
|
|
|
como tú recientemente
fuiste, cuando cándido antes fueras, |
|
|
|
cuervo locuaz, en alas vuelto
súbitamente ennegrecidas. |
535 |
|
|
Pues fue ésta un día,
por sus níveas alas plateada |
|
|
|
un ave, como para igualar, todas
sin fallo, a las palomas, |
|
|
|
y a los que salvarían los
Capitolios con su vigilante voz |
|
|
|
no ceder, a los ánsares, ni
amante de las corrientes al cisne. |
|
|
|
Su lengua fue su perdición,
la lengua haciendo esa, locuaz, |
540 |
|
|
que el color que blanco era, ahora
es contrario al blanco. |
|
|
|
Apolo y Coronis
|
|
Más bella
en ella toda que la larísea Coronis |
|
|
|
no la hubo, en la Hemonia: te
agradó a ti, Délfico, ciertamente, |
|
|
|
mientras o casta fue, o
inobservada, pero el ave |
|
|
|
de Febo sintió el adulterio,
y para descubrir |
545 |
|
|
la culpa escondida, no exorable
delator, |
|
|
|
hacia su señor tomaba el
camino; |
|
|
|
La corneja; Nictímene
|
|
al cual, gárrula,
moviendo
|
|
|
|
sus alas, le sigue, para
averiguarlo todo, la corneja, |
|
|
|
y oída de su ruta la causa:
«No útil coges», |
|
|
|
dice, «un camino: no
desprecia los presagios de mi lengua. |
550 |
|
|
Qué fuera yo y qué
sea, mira, y el mérito pregunta. |
|
|
|
Encontrarás que daño
me hizo mi lealtad. Pues en cierto tiempo |
|
|
|
Palas a Erictonio, prole sin madre
creada, |
|
|
|
había encerrado, tejida de
acteo mimbre, en una cesta, |
|
|
|
Las hijas de Cécrope
|
|
y a vírgenes tres, del
geminado Cécrope nacidas, |
555 |
|
|
con la ley lo había
entregado, de que sus secretos no vieran. |
|
|
|
Escondida en su fronda leve oteaba
yo desde un denso olmo |
|
|
|
qué hacían: sus
cometidos dos sin fraude guardan, |
|
|
|
Pándrosos y Herse; miedosas
llama sola a sus hermanas |
|
|
|
Áglauros y los nudos con su
mano separa, y dentro |
560 |
|
|
al pequeño ven y, al lado
tendido, un dragón. |
|
|
|
Los hechos a la diosa refiero, a
cambio de lo cual a mí gracia tal |
|
|
|
se me devuelve, que se me dice de
la guardia expulsada de Minerva, |
|
|
|
y se me pone por detrás del
ave de la noche. Mi castigo a las aves |
|
|
|
advertir puede de que con su voz
peligros no busquen. |
565 |
|
|
Mas, pienso, no voluntariamente ni
que algo tal pedía |
|
|
|
a mí acudió. Lo
puedes a la misma Palas preguntar: |
|
|
|
aunque furiosa está, no esto
furiosa negará. |
|
|
|
Pues a mí en la focaica
tierra el claro Coroneo |
|
|
|
-cosas conocidas digo- me
engendró, y había sido yo una regia virgen |
570 |
|
|
y por ricos pretendientes -no me
desprecia- era pretendida. |
|
|
|
Mi hermosura me dañó:
pues, cuando por los litorales con lentos |
|
|
|
pasos, como suelo, paseaba por
encima de la arena, |
|
|
|
me vio y se encendió del
piélago el dios, y como suplicando |
|
|
|
con blandas palabras tiempos inanes
consumió, |
575 |
|
|
la fuerza dispone y me persigue;
huyo y denso dejo |
|
|
|
el litoral, y en la mullida arena
me fatigo en vano. |
|
|
|
Después a dioses y hombres
llamo, y no alcanza la voz |
|
|
|
mía a mortal alguno: se
conmovió por una virgen la virgen |
|
|
|
y auxilio me ofreció.
Tendía los brazos al cielo: |
580 |
|
|
mis brazos empezaron de leves
plumas a negrecer; |
|
|
|
por rechazar de mis hombros esa
veste pugnaba, mas ella |
|
|
|
pluma era y en mi piel
raíces había hecho hondas; |
|
|
|
golpes de duelo dar en mis desnudos
pechos intentaba con mis palmas, |
|
|
|
pero ni ya palmas ni pechos
desnudos llevaba; |
585 |
|
|
corría, y no como antes mis
pies retenía la arena, |
|
|
|
sino que de lo alto de la tierra me
elevaba; luego, llevada por las auras |
|
|
|
avanzo y dada soy, inculpada, de
acompañante, a Minerva. |
|
|
|
¿De qué, aun
así, esto me sirve, si, hecha ave por un siniestro |
|
|
|
crimen, Nictímene nos
sucedió en el honor nuestro? |
590 |
|
|
¿O acaso la que cosa es por
toda Lesbos conocidísima, |
|
|
|
no oída por ti ha sido, de
que profanó el dormitorio patrio |
|
|
|
Nictímene? Ave ella,
ciertamente, pero sabedora de su culpa, |
|
|
|
de la vista y la luz huye, y en las
tinieblas su pudor |
|
|
|
esconde y, a una, expulsada es del
éter todo». |
595 |
|
|
Apolo y Coronis (II)
|
|
A quien tal
decía: «Para tu mal», dice el cuervo, |
|
|
|
«las disuasiones estas sean,
suplico yo: nos el vano agüero despreciamos», |
|
|
|
y no suelta emprendido el camino y
a su dueño, que yaciendo |
|
|
|
ella con un joven hemonio
había visto, a Coronis, narra. |
|
|
|
La láurea se resbaló,
oído el crimen, al amante, |
600 |
|
|
y al par su expresión, del
dios, y su plectro y su color, |
|
|
|
se desprendió, y
según su ánimo hervía de henchida ira, |
|
|
|
sus armas acostumbradas coge y,
doblado por sus cuernos, el arco |
|
|
|
tiende, y aquellos, tantas veces
con su pecho unidos, |
|
|
|
con una inevitada flecha
atravesó, sus pechos. |
605 |
|
|
Golpeada dio un gemido, y al ser
sacado de su cuerpo el hierro |
|
|
|
sus cándidos miembros
regó de crúor carmesí, |
|
|
|
y dijo: «Pude mis castigos a
ti, Febo, haber cumplido, |
|
|
|
pero haber parido antes. Dos ahora
moriremos en una». |
|
|
|
Hasta aquí, y al par su vida
con su sangre vertió. |
610 |
|
|
A su cuerpo, inane de aliento, un
frío letal siguió. |
|
|
|
Le pesa, ay,
tarde de su castigo cruel al amante, |
|
|
|
y a sí mismo, porque oyera,
porque así ardiera se odia; |
|
|
|
odia al ave por la cual el crimen y
la causa de su dolor |
|
|
|
a saber obligado fue, y no menos su
arco y su mano odia, |
615 |
|
|
y, con su mano, temerarios dardos,
las saetas, |
|
|
|
y a la abatida conforta, y con
tardía ayuda por vencer esos hados |
|
|
|
pugna, y médicas ejerce
inanemente sus artes. |
|
|
|
Lo cual, después de que en
vano intentarse, y la hoguera aprestarse |
|
|
|
sintió, y que
arderían en los supremos fuegos sus miembros, |
620 |
|
|
entonces en verdad gemidos -puesto
que no las celestes caras |
|
|
|
bañarse pueden en
lágrimas-, de su alto corazón acudidos, |
|
|
|
emitió, no de otro modo que
cuando, viéndolo la novilla, |
|
|
|
de su lactante becerrito,
balanceado desde la diestra oreja, |
|
|
|
las sienes cóncavas
destrozó el mazo con un claro golpe. |
625 |
|
|
Aun así, cuando ingratos
sobre sus pechos derramó los olores |
|
|
|
y le dio abrazos, y con lo
injustamente justo cumplió, |
|
|
|
no soportó Febo que a las
cenizas mismas cayeran |
|
|
|
sus simientes, sino a su nacido de
las llamas y del útero de su madre |
|
|
|
arrebató, y del geminado
Quirón lo llevó a la caverna, |
630 |
|
|
y al que esperaba para sí
los premios de su no falsa lengua, |
|
|
|
entre las aves blancas vetó
asentarse, al cuervo. |
|
|
|
Ocírroe
|
|
El mediofiera,
entre tanto, de su ahijado de divina estirpe |
|
|
|
alegre estaba y, mezclado a su
carga, se gozaba del honor. |
|
|
|
He aquí que llega,
protegiendo sus hombros con sus rútilos cabellos, |
635 |
|
|
la hija del Centauro, a la que un
día la ninfa Cariclo, |
|
|
|
en las riberas de una corriente
arrebatadora por haberla parido, llamó |
|
|
|
Ocírroe; no ella con haber
aprendido las artes paternas |
|
|
|
se contentó: de los hados
los arcanos cantaba. |
|
|
|
Así pues, cuando los
vatícinos furores concibió en su mente, |
640 |
|
|
y se enardeció del dios que
encerrado en su pecho tenía, |
|
|
|
miró al pequeño y:
«Para todo el orbe saludador, |
|
|
|
crece, niño», dijo,
«a ti los mortales cuerpos muchas veces |
|
|
|
se deberán; los alientos
arrancados para ti devolver |
|
|
|
lícito será, y
habiendo esto osado tú una sola vez, por la
indignación de los dioses, |
645 |
|
|
poder concederlo de nuevo tu llama
atávica te prohibirá, |
|
|
|
y, de dios, cuerpo exangüe te
volverás, y dios |
|
|
|
quien poco antes cuerpo eras, y dos
veces tus hados renovarás. |
|
|
|
Tú también, querido
padre, ahora inmortal, y para que |
|
|
|
por las edades todas permanezcas,
según la ley de tu nacimiento creado, |
650 |
|
|
poder morir desearás
entonces, cuando seas torturado por la sangre |
|
|
|
de una siniestra serpiente, a
través de tus heridos miembros recibida, |
|
|
|
y a ti, de eterno, sufridor de la
muerte las divinidades |
|
|
|
te harán, y las
tríplices diosas tus hilos desatarán». |
|
|
|
Restaba a los hados algo: suspira
desde sus hondos |
655 |
|
|
pechos y lágrimas por sus
mejillas resbalan brotadas, |
|
|
|
y así: «Se me
anticipan», dijo, «a mí mis hados y se me
impide |
|
|
|
más decir, y de la voz
mía se antecierra el uso. |
|
|
|
No hubieran sido estas artes tan
valiosas que del numen la ira |
|
|
|
me contrajeran: preferiría
desconocer lo futuro. |
660 |
|
|
Ya a mí sustraérseme
la faz humana parece, |
|
|
|
ya por alimento la hierba me place,
ya de correr por los anchos llanos |
|
|
|
el ímpetu tengo: en yegua y
a mí emparentados cuerpos me vuelvo. |
|
|
|
¿Toda, aun así, por
qué? El padre es mío en verdad biforme». |
|
|
|
A la que tal decía la parte
fuele extrema de su queja |
665 |
|
|
entendida poco, y confusas sus
palabras fueron. |
|
|
|
Pronto ni palabras siquiera, ni de
yegua, el sonido aquel parece, |
|
|
|
sino del que imitara a una yegua, y
en pequeño tiempo ciertos |
|
|
|
relinchos emitió, y sus
brazos movió a las hierbas. |
|
|
|
Entonces sus dedos se unen y
quíntuples enlaza sus uñas, |
670 |
|
|
de perpetuo cuerno, un leve casco,
crece también de su cara |
|
|
|
y su cuello el espacio, la parte
máxima de su largo manto |
|
|
|
cola se hace, y según vagos
los cabellos por su cuello yacían, |
|
|
|
en diestras crines acaban, y al par
renovada fue |
|
|
|
su voz y su faz: nombre
también esos prodigios le dieron. |
675 |
|
|
Mercurio y Bato
|
|
Lloraba, y la
ayuda tuya en vano de Fíliras el héroe, |
|
|
|
Délfico, demandaba. Pues ni
rescindir las órdenes |
|
|
|
del gran Júpiter
podías ni, si rescindirlas pudieras, |
|
|
|
entonces allí estabas: la
Élide y los mesenios campos honrabas. |
|
|
|
Aquel era el tiempo en el que a ti
una pastoril piel |
680 |
|
|
te cubrió y carga fue un
báculo silvestre de tu siniestra, |
|
|
|
de la otra, dispar de sus septenas
cañas, la flauta; |
|
|
|
y mientras el amor es tu cuidado,
mientras a ti tu flauta te calma, |
|
|
|
incustodiadas se recuerdan tus
reses que en los campos |
|
|
|
se adentraron de Pilos. Las ve de
la Atlántide Maya |
685 |
|
|
el nacido, y con el arte suya en
las espesuras las oculta sustraídas. |
|
|
|
Sintiera este hurto nadie, salvo,
conocido en aquel |
|
|
|
campo, un anciano: Bato la vecindad
toda le llamaban. |
|
|
|
Él los sotos y los herbosos
pastos del rico Neleo |
|
|
|
y las greyes de sus nobles yeguas
como custodio guardaba. |
690 |
|
|
De él temió, y con
blanda mano lo apartó, y a él: |
|
|
|
«Quien quiera que eres,
huésped», dice, «si acaso las manadas |
|
|
|
buscara estas alguien, haberlas
visto niega, y por que no con gracia ninguna |
|
|
|
tu acción se recompense:
toma de premios esta nítida vaca», |
|
|
|
y la dio. Aceptada, las voces estas
devolvió: «Huésped, |
695 |
|
|
seguro vayas. La piedra esta antes
tus hurtos dirá», |
|
|
|
y una piedra mostró. Simula
de Júpiter el nacido que se marcha. |
|
|
|
Luego vuelve, y tornada al par con
su voz su figura: |
|
|
|
«Campesino, si has visto por
esta linde», le dijo, «pasar |
|
|
|
algunas reses, préstame
ayuda, y al hurto sus silencios quita. |
700 |
|
|
Junto a su toro al par se te
dará una hembra». |
|
|
|
Pero el más anciano,
después de que se hubo el salario duplicado: «Bajo
esos |
|
|
|
montes», dice,
«estarán», y estaban bajo los montes esos. |
|
|
|
Rió el Atlantíada y:
«¿A mí a mí mismo, pérfido,
delatas? |
|
|
|
¿A mí a mí
mismo delatas?», dice, y sus perjuros pechos torna |
705 |
|
|
en un duro sílice, que ahora
también se dice delator, |
|
|
|
y, en la que nada mereció,
una vieja infamia hay, en esa roca. |
|
|
|
Áglauro, Mercurio y
Herse
|
|
Desde
aquí se había elevado en sus parejas alas el Portador
del caduceo |
|
|
|
y volando los muniquios campos y la
tierra grata |
|
|
|
a Minerva abajo contemplaba, y los
arbustos del culto Liceo. |
710 |
|
|
En aquel día, por azar, unas
castas de costumbre muchachas, |
|
|
|
la cabeza puesta bajo ellos, hacia
los festivos recintos de Palas |
|
|
|
puros sacrificios portaban en
coronados canastos. |
|
|
|
De ahí al volver ellas, el
dios las ve alado y su camino |
|
|
|
no hace recto, sino que en el orbe
lo curva mismo. |
715 |
|
|
Como volador el rapacísimo
milano, al ver unas entrañas, |
|
|
|
mientras teme y densos rodean los
sacrificios los ministros |
|
|
|
dobla en espiral, y no más
lejos osa partir, |
|
|
|
y la esperanza suya ávido
circunvuela moviendo las alas, |
|
|
|
así sobre los acteos
recintos ávido el Cilenio |
720 |
|
|
inclina su curso y las mismas auras
cercena. |
|
|
|
Cuanto más espléndido
que las demás estrellas fulge |
|
|
|
el Lucero, y cuanto que el Lucero
la áurea Febe, |
|
|
|
tanto que las vírgenes
más prestante todas Herse |
|
|
|
iba, y era el decor de la pompa y
de las acompañantes suyas. |
725 |
|
|
Quedó pasmado de su
hermosura de Júpiter el nacido y, en el éter
suspendido, |
|
|
|
no de otro modo ardió que
cuando la baleárica honda |
|
|
|
el plomo lanza: vuela éste y
se encandece en su ida |
|
|
|
y, los que no tenía, fuegos
bajo las nubes encuentra. |
|
|
|
Torna su camino y el cielo
abandonado acude a lo terreno |
730 |
|
|
y no se disfraza: tanta es su
confianza en su hermosura. |
|
|
|
La cual aunque la justa es, con su
cuidado aun así la ayuda: |
|
|
|
y se aquieta los cabellos, y la
clámide para que cuelgue aptamente |
|
|
|
coloca, de modo que la orla y todo
parezca su oro, |
|
|
|
que bruñida en su diestra,
la que los sueños trae y veta, |
735 |
|
|
su vara esté, que brillen
sus talares en sus tersas plantas. |
|
|
|
Una parte secreta de la casa, de
marfil y tortuga ornados, |
|
|
|
tres tálamos tenía,
de los que tú, Pándrosos, el diestro, |
|
|
|
Áglauros el izquierdo, el
central poseía Herse. |
|
|
|
La que tenía el izquierdo,
al venir él, la primera notó |
740 |
|
|
a Mercurio y el nombre del dios
averiguar osó |
|
|
|
y la causa de su venida. A la cual
así respondió: «El Atlantíada |
|
|
|
y de Pléyone el nieto yo
soy, el que por las auras las ordenadas |
|
|
|
palabras de mi padre porto, padre
es para mí Júpiter mismo. |
|
|
|
Y no fingiré las causas:
basta que tú fiel a tu hermana |
745 |
|
|
ser quieras y de la prole
mía tía materna llamarte: |
|
|
|
Herse la causa de mi ruta; que
favorezcas, te rogamos, al amante». |
|
|
|
Lo contempló a él con
los ojos mismos con los que escondidos poco antes |
|
|
|
viera Áglauros los secretos
de la flava Minerva, |
|
|
|
y a cambio de su ministerio para
sí de gran peso un oro |
750 |
|
|
postula: entre tanto de sus techos
a retirarse le obliga. |
|
|
|
Torna a ella la diosa guerrera de
su torva mirada el orbe, |
|
|
|
y de lo hondo trajo unos suspiros,
con tan gran movimiento, |
|
|
|
que al par su pecho y, puesta en su
pecho fuerte, |
|
|
|
la égida sacudiera. Recuerda
que ella sus arcanos con profana |
755 |
|
|
mano descubrió, entonces,
cuando sin madre creada, |
|
|
|
del Lemnícola la estirpe
contra los dados pactos vio, |
|
|
|
y que grata al dios iba a ser ya, y
grata a su hermana, |
|
|
|
y rica al coger, que avara
había demandado, el oro. |
|
|
|
La Envidia
|
|
En seguida de la
Envidia, sucios de negra podre, |
760 |
|
|
a los techos acude: la casa
está de ella en unos hondos valles |
|
|
|
apartada, de sol privada, no
transitable para ningún viento, |
|
|
|
triste y llenísima de
indolente frío, y cual |
|
|
|
de fuego carezca siempre, en calina
siempre abunde. |
|
|
|
Aquí cuando llegó, de
la batalla la temible heroína, |
765 |
|
|
se apostó ante la casa
-puesto que acceder a esos techos |
|
|
|
lícito no le es- y los
postes con el extremo de su cúspide sacude. |
|
|
|
Golpeadas se abrieron las puertas:
ve dentro, comiendo |
|
|
|
viborinas carnes, alimentos de los
vicios suyos, |
|
|
|
a la Envidia, y vista los ojos
volvió; mas ella |
770 |
|
|
se levanta de la tierra,
despaciosa, y de las semicomidas serpientes |
|
|
|
deja los cuerpos, y con paso avanza
inerte, |
|
|
|
y cuando a la diosa vio, por su
forma y sus armas hermosa, |
|
|
|
gimió hondo, y semblante
para esos hondos suspiros puso. |
|
|
|
La palidez en su rostro se asienta,
delgadez en todo el cuerpo, |
775 |
|
|
a ninguna parte recta su mirada,
lívidos están de orín sus dientes, |
|
|
|
sus pechos de hiel verdecen, su
lengua está inundada de veneno. |
|
|
|
Risa no tiene, salvo la que
movieron vistos los dolores, |
|
|
|
y no disfruta de sueño,
despierta por las vigilativas angustias, |
|
|
|
sino que ve los ingratos -y se
consume al verlos- |
780 |
|
|
éxitos de los hombres, y
corroe y corróese a una, |
|
|
|
y su suplicio el suyo es. Aun
así, aunque la odiaba a ella, |
|
|
|
con tales palabras se le
dirigió brevemente la Tritonia: |
|
|
|
«Infecta de la podre tuya de
las nacidas de Cécrope a una: |
|
|
|
así menester es.
Áglauros ella es». No más diciendo |
785 |
|
|
huye, y la tierra repele apoyando
su asta. |
|
|
|
Ella, a la diosa
que huía con su oblicua luz contemplando, |
|
|
|
unos murmullos pequeños dio
y de lo que bien saldría a Minerva |
|
|
|
se dolió, y su báculo
toma, al que entero ligaduras |
|
|
|
de espinas ceñían, y
cubierta de nubes negras |
790 |
|
|
por donde quiera que pasa, postra
florecientes los campos |
|
|
|
y quema las hierbas y lo alto de
las amapolas rae |
|
|
|
y con el aflato suyo pueblos y
ciudades y casas |
|
|
|
mancilla, y por fin de la
Tritónide contempla el recinto, |
|
|
|
de talentos y de recursos y de
festiva paz verdeciente, |
795 |
|
|
y apenas contiene las
lágrimas porque nada lacrimoso divisa. |
|
|
|
Áglauro
|
|
Pero
después de que en los tálamos penetró de la
nacida de Cécrope, |
|
|
|
lo ordenado hace y su pecho con una
mano de orín teñida |
|
|
|
toca y de arponadas zarzas su
tórax llena, |
|
|
|
y le insufla un dañino jugo,
y como la pez por sus huesos |
800 |
|
|
disipa y por mitad esparce de su
pulmón un veneno, |
|
|
|
y para que de su mal las causas por
un espacio más ancho no vaguen, |
|
|
|
a su germana ante sus ojos, y de su
hermana el afortunado |
|
|
|
matrimonio, y al dios bajo su bella
imagen, pone, |
|
|
|
y todo grande lo hace; con lo cual
excitada, por un dolor |
805 |
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oculto la Cecrópide es
mordida, y ansiosa de noche, |
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ansiosa a la luz gime, y en una
lenta podre, tristísima, |
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se disuelve, como el hielo herido
por un incierto sol, |
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y por los bienes no más
lenemente se abrasa de la feliz Herse, |
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que cuando a las espinosas hierbas
fuego se les abaja, |
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las cuales, como no dan llamas,
sí con suave tibieza se creman. |
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Muchas veces morir quiso, para algo
tal no ver, |
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muchas veces, como un crimen,
narrarlo a su rígido padre. |
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Por fin en el umbral opuesto al que
llegaba se sentó, |
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para excluirlo, al dios; a quien,
mientras blandimientos y súplicas |
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y palabras le lanzaba
suavísimas: «Cesa», le dijo. |
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«De aquí yo no me he
de mover sino cuando te haya rechazado». |
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«Estemos», dice el
veloz Cilenio, «en el pacto este». |
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Y con su celeste vara las puertas
abrió, mas a ella, |
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cuando levantar intentaba las
partes que al sentarse |
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dobla, no pueden, por una indolente
pesadez, moverse. |
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Ella pugna ciertamente por
elevarse, recto el tronco, |
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pero de las rodillas la juntura
rigente está y un frío por sus uñas |
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se desliza y palidecen, perdida la
sangre, sus venas, |
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y como anchamente suele, incurable,
malo un cáncer, |
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serpear, y a las ilesas
añadir las viciadas partes, |
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así un letal invierno poco a
poco a su pecho llega |
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y las vitales vías y los
respiraderos cierra, |
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y ni intentó hablar ni si
intentado lo hubiera |
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de voz tenía camino; una
roca ya sus cuellos poseía |
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y su cara se había
endurecido y estatua exangüe sentada estaba, |
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y no su piedra blanca era: su mente
la había inficionado a ella. |
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Júpiter y Europa
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Cuando estos
castigos de sus palabras y de su mente profana |
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cobró el Atlantíada,
dichas por Palas esas tierras |
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abandona, e ingresa en el
éter sacudiendo sus alas. |
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Lo llama aparte a él su
genitor y la causa sin confesar de su amor: |
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«Fiel ministro», dice,
«de las órdenes, mi nacido, mías, |
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rechaza la demora y raudo con tu
acostumbrada carrera desciende, |
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y la tierra que a tu madre por la
parte siniestra |
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mira -sus nativos Sidónide
por nombre le dicen-, |
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a ella acude, y el que, lejos, de
montana grama apacentarse, |
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ganado real, ves, a los litorales
torna». |
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Dijo, y expulsados al instante del
monte los novillos, |
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a los litorales ordenados acuden,
donde la hija del gran rey |
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jugar, de las vírgenes
tirias acompañada, solía. |
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No bien se avienen ni en una sola
sede moran |
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la majestad y el amor: del cetro la
gravedad abandonada |
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aquel padre y regidor de los
dioses, cuya diestra de los trisulcos |
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fuegos armada está, quien
con un ademán sacude el orbe, |
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se viste de la faz de un toro y
mezclado con los novillos |
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muge, y entre las tiernas hierbas
hermoso deambula. |
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Cierto que su color el de la nieve
es, que ni las plantas |
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de duro pie han hollado ni ha
disuelto el acuático austro. |
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En su cuello toros sobresalen, por
sus brazos las papadas penden; |
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sus cuernos pequeños,
ciertamente, pero cuales contender |
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podrías que hechos a mano, y
más perlúcidos que pura una gema. |
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Ninguna amenaza en su frente, ni
formidable su luz: |
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paz su rostro tiene. Se admira de
Agenor la nacida |
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porque tan hermoso, porque combate
ninguno amenace, |
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pero aunque tuvo miedo de tocarlo,
manso, a lo primero, |
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pronto se acerca y flores a su
cándida boca le extiende. |
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Se goza el amante, y mientras
llegue el esperado placer, |
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besos da a sus manos; apenas ya,
apenas el resto difiere, |
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y ahora al lado juega y salta en la
verde hierba, |
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ahora su costado níveo en
las bermejas arenas depone. |
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Y poco a poco, el miedo quitado,
ora sus pechos le presta |
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para que con su virgínea
mano lo palme, ora los cuernos, para que guirnaldas |
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los impidan nuevas. Se
atrevió también la regia virgen, |
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ignorante de a quién
montaba, en la espalda sentarse del toro: |
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cuando el dios, de la tierra y del
seco litoral, insensiblemente, |
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las falsas plantas de sus pies a lo
primero pone en las ondas; |
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de allí se va más
lejos, y por las superficies de mitad del ponto |
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se lleva su botín. Se asusta
ella y, arrancada a su litoral abandonado, |
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vuelve a él sus ojos, y con
la diestra un cuerno tiene, la otra al dorso |
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impuesta está;
trémulas ondulan con la brisa sus ropas. |
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