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Mi vida con Rodolfo Usigli

Argentina Casas de Usigli





Escribir un libro es difícil, pero recordar sucesos de nuestra vida, sin pretensiones literarias puede ser más fácil y esto es lo que intentaré hacer a través de los recuerdos buenos y malos sobresalientes de mi vida.

Me sucede que, al recordar hechos del pasado, tengo la impresión de que son sueños, y que he vivido varias vidas; como haber conocido reyes, príncipes, estadistas, escritores, poetas, artistas; pero cuando veo fotografías, programas, invitaciones, me convenzo de que todo fue real.

Nací gemela y con muy buena suerte, un 18 de mayo, bajo el signo de tauro y la influencia del planeta Venus.

Creo que la inquietud de mi carácter, junto con mi sensibilidad me llevaron a aprender muchas cosas y a vivir lo que la gente califica como una vida interesante y bastante agitada.


Julio Pliego

Conocí a Julio Pliego en Chapultepec. Todos los sábados íbamos de nuestra escuela a marchar con la banda de guerra, y mi hermana y yo, comandábamos nuestros respectivos pelotones, por supuesto que éramos todas mujeres. Estábamos en la Escuela de la Cámara Nacional de Comercio.

Allí vi a Julio, que parecía español: alto, espigado, de pelo castaño claro y ojos color avellana. Después de hacer sus faenas con el muchacho que manejaba la cabeza del toro, disecada y montada sobre ruedas, sacaba un libro y lo leía en sus momentos de descanso.

Un día se acercó a platicar conmigo y me invitó a una limonada. Nos hicimos amigos y yo creo que novios, pues una tarde me dio un beso y yo sentí como un choque eléctrico, así descubrí que no solo había electricidad en el ambiente, sino que también existía en el interior de los cuerpos humanos.

Para poder entender la jerga taurina y distinguir los pases de capa y trincherazos, empecé a comprar una revista llamada La Lidia y a devorar las críticas del Duque de Veragua, seudónimo del también crítico teatral Armando de Maria y Campos a quien conocería años más tarde.

Julio era muy inteligente, leía además de novelas, poesía y teatro, también era aficionado a la fotografía.

Un día llegó con un libro bajo el brazo y le pregunté qué estaba leyendo. Me dijo que se trataba de un libro estupendo que era una pieza escrita por el dramaturgo Rodolfo Usigli que era muy amigo de su primo, el fotógrafo Antonio Reynoso. Estaba muy entusiasmado con el libro que hablaba de la hipocresía del mexicano. Me dijo: te lo presto pero con la condición de que me lo devuelvas porque está dedicado a mi primo Antonio. Además quiero saber tu opinión cuando lo leas.

Se trataba de El gesticulador, pieza para demagogos.

Me llevé el libro, no lo solté hasta que lo terminé, y me quedé llena de admiración por el autor.

Cuando le devolví el libro a Julio y me preguntó, «¿Qué opinas?», le contesté, «¿sabes una cosa? Yo sería capaz de casarme con el hombre que piensa así». Tomó su libro y se me quedó mirando de un modo muy particular y no dijo nada. Se fue de gira a torear y desapareció.




El gesticulador, pieza para demagogos

Esta obra que ya conocía por haberla leído, conmocionó a México. Hasta ese momento nadie se había atrevido a criticar nuestra política y a nuestros políticos y sobre todo la corrupción en la política, por lo que se oía hablar de ella en los cines, en los mercados y hasta entre los marchantes de las verduras que ya habían ido a verla. En los periódicos se publicaban caricaturas del mundo político y a muchos les colgaron el letrero de Gesticuladores. Me acuerdo de una caricatura que publicó Excélsior de Vicente Lombardo Toledano, destacado líder del mundo obrero, perorando ante gran cantidad de borregos, con el brazo en alto y abajo decía: El Gesticulador. Esto causó ámpula y empezaron las represalias. Para ir a verla todos los de mi familia esperamos a la siguiente semana, pero la quitaron de inmediato. Después Alfredo Gómez de la Vega formó empresa y la puso en el Abreu, pero cuando fuimos a comprar los boletos nos dijeron que estaban agotadas las localidades.

Rodolfo mismo, cuando lo conocí me contó que fue el dirigente del sindicato que había sido caricaturizado quien ordenó el sabotaje para que la pieza tronara. Así, Alfredo Gómez de la Vega perdió los ahorros de toda su vida. Rodolfo se quedó sin trabajo porque renunció a la Jefatura del Teatro de Bellas Artes para que su pieza pudiera ser representada y todos se le echaron encima, lo insultaron, lo golpearon, y durante un año y medio pasó hambres y miseria.

Pero esta obra fue el éxito más grande en la carrera de Alfredo Gómez de la Vega que era un hombre muy culto, que viajaba por todo el mundo estudiando teatro. Hizo varios viajes a París, inclusive viajó a Rusia, para ver las últimas producciones y algunas las tradujo y las representó en México.

Respecto a El gesticulador, Rodolfo me platicó que la gente gritaba bravos, enloquecida por un verdadero frenesí, aplaudiendo a rabiar a Alfredo, a María Douglas, que hacía la madre, a Carmen Montejo y a Rodolfo Landa que empezaba a hacer sus pinitos como actor.

La ovación cerrada duró varios minutos, cosa única en la historia del teatro en México.

El gesticulador se estrenó diez años después de haber sido escrita y triunfó en toda la línea. Y Rodolfo Usigli era el autor de aquella magnífica pieza que me había prestado mi noviecito novillero.

Un año después, en mayo de 1948, leí un anuncio en una de las cabezas de Excélsior que decía:

ESCUELA DE TEATRO DEL «NUEVO MUNDO»

Director: Rodolfo Usigli

Roma 48-A

Tel...

Ése era mi destino. Allí estaba la escuela que yo andaba buscando. Al día siguiente me presenté en la escuela de teatro.

Llegué a un edificio moderno que estaba casi en la esquina con Dinamarca, una cuadra antes de Insurgentes. Al tocar el timbre noté que mi mano temblaba ligeramente. Un vago temor me invadió, ¿Por qué? ¿Sería el impacto de conocer al monstruo sagrado del teatro mexicano?

Se abrió la puerta y frente a mí apareció un señor que me pareció viejo, aunque tenía 42 años, de estatura mediana, 1.72 m, delgado, blanco sonrosado, de facciones europeas, escaso pelo y un parche de fieltro negro sobre el ojo izquierdo. Me saludó con una voz muy bella de barítono, de una dicción perfecta, vestía chaqueta de tweed gris combinada con gamuza azul que tenía algunos brochazos de pintura azul y en una de las manos sostenía una brocha con pintura del mismo color. Se encontraba pintando un librero según me explicó, pues acababa de instalarse allí.

Mientras le daba mis datos de rigor y anotaba medidas de guantes, zapatos, etc. hizo bromas y me dijo que como pintor era malísimo, aún de brocha gorda, pues había tenido más éxito pintándose su chaqueta.

Observé que el departamento era muy amplio y en la estancia tenía instalado un pequeño escenario de 6 por 5 m. Tenía unas diablas azules y rojas al pie del escenario y unas luces indirectas en la parte de arriba. Cincuenta sillas plegadizas formaban varias hileras y había un sofá colocado hasta atrás de la última silla, donde por un estrecho paso se comunicaba con un medio baño. Había grandes ventanales al fondo del escenario. A la derecha estaban el comedor y la cocina. Era un dúplex y arriba se encontraban un pasillo, las recámaras y otro baño y más arriba el cuarto de servicio y un baño.

En el centro del escenario había colocado una mesa plegadiza y una silla y él se sentaba ahí, con los alumnos alrededor y nos leía, haciendo la traducción a primera vista y directamente del inglés de un libro de Richard Boleslavsky: Acting.

Yo tomaba los apuntes en taquigrafía y en mi casa los pasaba a máquina para repartir entre mis compañeros.

Esto era lo que me gustaba, se respiraba una atmósfera diferente, atrayente; tenía delante de mí, tres veces a la semana al gran autor de la famosa frase: Un pueblo sin teatro es un pueblo sin verdad.

Entre clase y clase me platicó que vivía con su hermana Aída, que era divorciado desde hacía cuatro años y tenía una hija de cinco llamada Cordelia.

Le conocí a una novia finlandesa americana que se llamaba Hilma Olilla quien preparaba su tesis en letras Españolas basada en la obra de Rodolfo. Como ella pasaba por el maestro después de terminadas las clases, nos dimos cuenta que era una auténtica belleza nórdica: alta, rubia, de ojos azul turquesa y cuerpo de estatua griega. A veces le llevaba rosas o un cartón de cigarros de regalo.

Las materias que estudiábamos eran: Teatro mexicano, Teatro Universal, Actuación, Principios de Dirección y Danza Interpretativa. Ésta última nos la enseñaba una maestra norteamericana que fue a ver a Rodolfo y le ofreció no cobrar un solo centavo por enseñarnos, con la condición de formar un grupo y luego trabajar para ella. Los hombres empezaron a cambiar toda clase de bromas respecto a las mallas y zapatillas de estudio, con frases de doble sentido. Uno de los alumnos era el talentoso Luis Aragón, que venía desde Oaxaca y que después hizo papeles destacados en teatro y cine. Otro era el arquitecto Edmundo Kaim, de origen libanés, muy culto e inteligente.

A las clases de danza asistíamos muy puntualmente las alumnas, pero un día la señora Ramírez dijo que tenía a su hijo enfermo y que ya no podía asistir y luego la más joven dijo que su novio ya no quería que fuera. Total que la maestra me dio las gracias por mi dedicación, pero que con una sola alumna era imposible trabajar.

Mi maestro Usigli era un hombre muy inteligente, culto, pues sabía hablar sobre música, pintura, literatura y, por supuesto, de teatro, pero se le notaba muy atormentado por quién sabe qué angustias interiores que venía arrastrando desde su infancia. Nos dábamos cuenta de que llevaba una vida no solo atormentada, sino tormentosa y de muchas parrandas por las noches, a juzgar por las huellas que aparecían en su rostro cuando llegábamos en las tardes a tomar las clases.

Una que otra tarde, sin poderlo evitar se había quedado dormido de repente entre frase y frase de la traducción de Boleslawsky, y nosotros nos veíamos consternados, pues al cabo de veinte minutos que no despertaba, a sugerencia de uno de los alumnos con más experiencia de la vida, decidíamos marcharnos y dejarlo descansar. Esto pasaba más o menos una vez por semana.

Y no me atrevía a preguntarle por el parche que le cubría el ojo, pues pensaba que era tuerto, hasta que uno de los alumnos le preguntó qué le sucedía y entonces nos explicó que padecía de estrabismo en el ojo izquierdo desde su infancia. En ese ojo tenía muy poca visión pero, además se lo había operado por motivos de estética.

Tal vez por eso era tan sensitivo y tímido. Nos explicó que había sufrido mucho desde niño por los apodos que los compañeros de escuela le habían puesto y que le hacían burlas y bromas con esa crueldad inconsciente de los niños.

Su primera operación la agradecía al famosísimo doctor español Castroviejo que radicaba en Nueva York, y que cada año, cuando venía a operar a algún paciente adinerado, averiguaba quién podría necesitar una operación, que fuera pobre y que fuera una persona destacada por sus estudios o capacidades y así, Rodolfo se vio favorecido con la primera operación sin tener que pagar nada. El doctor Castroviejo le indicó que la segunda operación se la tendría que hacer su mejor discípulo en México, el doctor Agustín Arroyo Damián.

Cuando finalmente se quitó el parche, me convencí de que no era tuerto, pero el parche lo hacía verse muy interesante, quizá por eso, cuando lo conocí, empecé a temblar cuando se me acercó, y él se dio cuenta, me preguntó si tenía frío, pero en realidad yo sentía una cosa inexplicable, entre miedo, gusto y atracción, tal vez lo que los franceses llaman el coup de foudre. Su mirada penetrante parecía que perforaba mi mente adivinando hasta el último de mis pensamientos.

Al interrogarme en el transcurso de las clases, se dio cuenta de que yo no sabía nada de teatro. Únicamente había visto teatro comercial, el que representaban las hermanitas Blanch en el Teatro Ideal. Rodolfo dijo que Anita e Isabelita era unas magníficas actrices, lo malo eran los sainetes que representaban al por mayor. Un estreno cada semana, por supuesto con apuntador. Rodolfo en las obras que dirigió eliminó el uso de esta mala costumbre y sus actores tenían que memorizar las obras por completo. Lo mismo hacía Alfredo Gómez de la Vega.

En la escuela nos dio como examen de admisión la tarea de estudiar una escena de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, autor español del llamado Siglo de Oro y un acto de la comedia Medio Tono, de la que él era autor.

Para este examen invitó como jurado a Dolores del Río, al pintor Manuel Rodríguez Lozano, al escritor y poeta Xavier Villaurrutia, a quien ya conocía desde Bracho Films; Agustín lazo, pintor y escenógrafo de Bellas Artes y algunas señoras de sociedad como Carmen López Figueroa, prima de Dolores, Tony Martin, Gina Saniel, modelo de Chatillon y después Baronesa de Koenigswarter y Christiane Thiebaud, pianista belga, modelo de María Pavignani y después esposa de Bernardo Reyes.

Las rodillas me temblaban continuamente, pero tenía perfecto control sobre mi voz. El resultado de mi examen fue: cero en interpretación y diez en memoria.

Para el mes siguiente, el maestro me pidió, que si tenía tiempo libre después de la clase, me quedara a tomar el té con pastas que hacía su cocinera Adelina, una chiapaneca con dientes de oro que cocinaba como los ángeles y que le había dejado de herencia su amigo el doctor Ramón Parres, psicoanalista que se había ido becado a Nueva York para hacer un posgrado.

En estas sesiones de té con pastas, me enteré de que él era maestro de Análisis y Composición Dramática en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Que solo había estudiado hasta el quinto año de primaria, porque durante la Decena Trágica y la Revolución no se podía estudiar y después por falta de recursos económicos. La gran erudición que poseía la había adquirido devorando libros en la Biblioteca Nacional, que no quedaba lejos de su casa, pues él vivía en el barrio de San Miguel, por San Juan de Letrán, en pleno corazón de la ciudad.

Su madre, doña Shendel Wainer, nacida en Kolomiyja, Polonia, era emigrada y para poder sobrevivir durante la revolución había instalado un estanquillo en una accesoria y habitaban en la parte de atrás, bastante apretados, pues tenía otros hermanos; Aída, Anita y Alberto.

Rodolfo desde los ocho años quiso ayudar económicamente a su madre y entró a trabajar como figurante o extra en el Teatro Colón en la obra de Gregorio Martínez Sierra, El Reino de Dios.

Rodolfo me platicó que una vez que trabajaba con la compañía de Julio Taboada y Emilia R. del Castillo, en una obra en que aparecía como uno de los huérfanos del hospicio junto con otros niños y niñas más o menos de su edad, en la escena de la merienda, tenían que beber un pocillo con leche y comerse un bolillo. Tenía de vecinita a una niña más pequeña y se dio cuenta de que estaba más hambreada que él, pues devoró aquel pan, por lo que, considerando que ella necesitaba más, le cedió su bolillo.

De las ventas del estanquillo salía lo necesario para pagar la renta de la accesoria y mal comer. Su mamá también hacía bordados bellísimos y cosía ropa para ganar algo más. Mientras tanto, Rodolfo usaba periódicos doblados para tapar los agujeros en las suelas de sus zapatos, y se iba a leer durante varias horas a la biblioteca. Uno de sus juegos era hacer dialogar a sus dedos y lápices.

Un día me comentó que él había tenido a los mejores maestros del mundo: los clásicos de la Biblioteca Nacional.

Después de trabajar como office boy para el viejo señor Sanborn's, tomó un curso de taquigrafía y mecanografía y consiguió un trabajo de taquígrafo en la compañía petrolera de El Águila; al mismo tiempo, por las noches estudiaba inglés y francés.

Muchos años después fue becado por la Fundación Rockefeller para un curso de tres años que él realizó en uno, en la Universidad de Yale en New Haven.

En la Alianza Francesa de las calles de Palma, ganó la medalla de bronce en la llamada prueba de Mérimée en francés (que Mérimée hizo a Eugenia de Montijo) idioma que es difícil inclusive para los franceses, y esto le sirvió porque cuando fue Agregado Cultural en París en los años 1944-46, fue invitado a la Sorbona para dar una conferencia sobre teatro, y la dio en perfecto francés. Allí vivió en el departamento amueblado de Noel Coward que radicaba en Londres, pero tenía éste departamento en la Place Vendôme. Lo alquiló unto con una cocinera española que le decía: -el señorito dirá donde le pongo estos diablos- cuando se refería a los chiles para la comida.







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