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ArribaAbajo- XXVII -

Abelarda se resistió a esta trapisonda asegurando que ni en pedazos la llevarían a butacas de aquella manera, y así quedó la cuestión. Todo se redujo a ir a delantera de Paraíso una noche que dieron La Africana, y al punto de sentarse las tres cundió por la concurrencia de aquellas alturas el comentario propio de tan desusado acontecimiento. «¡Las Miaus en delantera!». En diez años no se había visto un caso igual. La vasta gradería del centro y las laterales estaban llenas de bote en bote. Las Miaus eran conocidas de todo aquel público como puntos fijos del paraíso, siempre en la última fila   -264-   lateral de la derecha junto a la salida. La noche que faltaban notábase un vacío, como si desaparecieran los frescos de la techumbre. No eran ellas las únicas abonadas a paraíso, pues innumerables personas y aun familias se eternizan en aquellos bancos, sucediéndose de generación en generación. Estos beneméritos y tenaces dilettanti constituyen la masa del entendido público que otorga y niega el éxito musical, y es archivo crítico de las óperas cantadas desde hace treinta años y de los artistas que en las gloriosas tablas se suceden. Hay allí círculos, grupos, peñas y tertulias más o menos íntimas; allí se traban y conciertan relaciones; de allí han salido infinitas bodas, y los tortoleos y los telégrafos tienen, entre romanza y dúo, atmósfera y ocasión muy propicias. Desde su delantera, las Miaus saludaron con sonrisas a los amigos que en la banda de la derecha y en el centro tenían, y de una y otra parte las saetaron con miradas y frasecitas del tenor siguiente: «Mira qué sílfide está doña Pura. Se ha traído toda la caja de polvos». «Pues ¿y la hermana con su cinta de terciopelo al cuello? Si las tres traen cinta negra no les faltará el cascabelito para estar en carácter». «Mira, mira con los gemelos a la Miau chica; tiene que ver. Aquel traje café y leche es el que llevaba el año pasado la mamá. Le ha puesto unas cintas coloradas, que parecen de caja de cigarros».   -265-   «Sí, sí, son de mazos de cigarros». «Pues la otra, la cantante averiada, trae el vestido que debió de sacar en el Liceo Jover cuando hizo la parte de Adalgisa». «Sí, mira, mira; es una túnica romana con grecas y todo. ¡Qué clásica está!».

-Diga usted, Guillén -murmuraban en otro círculo, donde hacía el gasto el maldecido cojo-. ¿Han colocado a ese pobre Miau, el padre de sus amigas de usted? Porque ese lujo asiático de delantera significa que han subido los nuestros.

-Como no le coloquen en Leganés... Viven ahora del sable. El buen señor da unas estocadas... de maestro.

Abelarda, más que en la ópera que había visto cien veces, fijó su atención en la concurrencia, recorriendo con ansiosa mirada palcos y butacas, reparando en todas las señoras que entraban por la calle del centro con lujosos abrigos, arrastrando la cola, e introduciéndose después con todo aquel falderío por las filas ya ocupadas. Poco a poco se iba poblando el patio. Los palcos no aparecían llenos hasta el fin del primer acto, cuando Vasco, incomodado con aquellos fantasmones del Consejo tan retrógrados, les canta cuatro frescas. En el palco regio apareció la Reina Mercedes, detrás don Alfonso. Las señoras inevitables, conocidas del público, aparecieron en el segundo acto, conservando   -266-   el abrigo hasta el tercero, y aplaudían maquinalmente siempre que había por qué. Las Miaus, conocedoras de toda la sociedad elegante, abonada también, la comentaba como ellas fueron comentadas al ocupar sus asientos. Viéndola una y otra noche, habían llegado a tomarse tanta confianza, que se creería que trataban íntimamente a damas y caballeros. «Ahí está ya la duquesa. Pero Rosario no ha venido todavía... María Buschental no puede tardar. Ya empiezan a llegar al tranvía sus amigos... Mira, mira, ahora viene María Heredia... ¡Pero qué pálida está Mercedes; pero qué pálida!... Ahí tienes a D. Antonio en el palco de los Ministros, y a ese Cos-Gayón... así le fusilaran».

Después de mucho rebuscar, descubrió la insignificante a su cuñadito en la segunda fila de butacas. Estaba de frac, tan elegante como el primero. ¡Qué cosas hay en la vida! ¿Quién había de decir que aquel hombre parecido a un duque, aquel apuesto joven que charlaba desenfadadamente con su vecino de butaca, el Ministro de Italia, era un empleado oscuro y cesante, alojado en la casa de la pobreza, en cuartucho humilde, guardando su ropa en un baúl? «¿No es aquel Víctor? -dijo Pura, echándole los gemelos-. ¡Buen charol se está dando!... Si le conocieran... Parece un potentado. ¡Cuánto hay de esto en Madrid! Yo no sé cómo se las compone. Él buena ropa, él butacas en todos los   -267-   teatros, él cigarros magníficos. Mira, mira con qué desparpajo habla. Pobre señor, ¡qué papas le estará encajando! Y esos extranjeros son tan inocentes, que todo se lo creerá».

Abelarda no le quitaba los ojos, y cuando le veía mirar para algún palco, seguía la dirección de sus miradas, creyendo que ellas venderían el amor secreto. «¿Cuál de estas que aquí están será? -pensaba la insignificante-. Porque alguna de estas tiene que ser. ¿Será aquella vestida de blanco? ¡Ah! Puede. Parece que le mira. Pero no; él mira a otro lado. ¿Será alguna cantante? ¡Quia!, no, cantante no. Es de estas, de estas elegantonas de los palcos, y yo la he de descubrir». Fijábase en alguna, sin saber por qué, por mera indicación de su avizor instinto; pero luego, desechando la hipótesis, se fijaba en otra, y en otra, y en otra más, concluyendo por asegurar que no era ninguna de las presentes. Víctor no manifestaba preferencias en sus ojeadas a butacas y palcos. Podría ser que hubieran concertado no mirarse de una manera descarada y delatora. También echó el joven una visual hacia la delantera de paraíso, e hizo un saludito a la familia. Doña Pura estuvo un cuarto de hora dando cabezadas, en respuesta a la salutación que del noble fondo del teatro subía hasta las pobres Miaus.

En los entreactos, algunos amigos, abonados como ellas a paraíso limpio, se acercaron a saludarlas,   -268-   abriéndose paso por entre la apretada muchedumbre. Federico Ruiz era uno de ellos, y él y todos querían oír la opinión crítica de Milagros sobre la soprano que se estrenaba aquella noche en el papel de Selika. Cuando esta espichó bajo el manzanillo, retiráronse las Miaus, que nunca perdonaban nota, y no se marchaban sino después de la última llamada a la escena. Durante el penoso descenso por las anchas escaleras invadidas del público, se les aproximaron varios íntimos, entre ellos el cojo Guillén, y algunas amigas de las que tan acerbamente pusieron en solfa su aparición en delantera.

Al regresar a su casa, encontraron a Villaamil en vela; Víctor no había entrado aún ni lo hizo hasta muy tarde, cuando todos dormían menos Abelarda, que sintió el ruido del llavín, y echándose de la cama y mirando por un resquicio de la puerta, le vio entrar en el comedor y meterse en su alcoba, después de beber un vaso de agua. Venía de buen humor, tarareando, el cuello del gabán alzado, pañuelo de seda al cuello anudado con negligencia, y la felpa del sombrero ajadísima y con chafaduras. Era la viva imagen del perfecto perdis de buen tono.

Al día siguiente molestó bastante a la familia solicitando pequeños servicios de aguja, ya pegadura de botón, ya un delicado zurcido, o bien algo referente a las camisas. Pero   -269-   Abelarda supo atender a todo con gran diligencia. A la hora de almorzar, entró doña Pura diciendo que se había muerto el chico de la casa de préstamos, noticia que confirmó Luis con más acento de novelería que de pena, condición propia de la dichosa edad sin entrañas. Villaamil entonó al difuntito la oración fúnebre de gloria, declarando que es una dicha morirse en la infancia para librarse de los sufrimientos de esta perra vida. Los dignos de compasión son los padres, que se quedan aquí pasando la tremenda crujía, mientras el niño vuela al Cielo a formar en el glorioso batallón de los ángeles. Todos apoyaron estas ideas, menos Víctor que las acogía con sonrisa burlona, y cuando su suegro se retiró y Milagros se fue a su cocina y doña Pura empezó a entrar y salir, encarose con Abelarda, que continuaba de sobremesa, y le dijo: «¡Felices los que creen! No sé qué daría por ser como tú, que te vas a la iglesia y te estás allí horas y horas, ilusionada con el aparato escénico que encubre la mentira eterna. La religión, entiendo yo, es el ropaje magnífico con que visten la nada para que no nos horrorice... ¿No crees tú lo mismo?».

-¿Cómo he de creer eso? -clamó Abelarda, ofendida de la tenacidad artera con que el otro hería sus sentimientos religiosos siempre que encontraba coyuntura favorable-. Si lo creyera no iría a la iglesia, o sería una farsante hipócrita.   -270-   A mí no tienes que salirme por ese registro. Si no crees, buen provecho te haga.

-Es que yo no me alegro de ser incrédulo, fíjate bien; yo lo deploro, y me harías un favor si me convencieras de que estoy equivocado.

-¿Yo? No soy catedrática, ni predicadora. El creer nace de dentro. ¿A ti no se te pasa por la cabeza alguna vez que puede haber Dios?

-Antes sí; hace mucho tiempo que semejante idea voló.

-Pues entonces... ¿qué quieres que yo te diga? (Tomándolo en serio). ¿Y piensas tú que cuando nos morimos no nos piden cuenta de nuestras acciones?

-¿Y quién nos la va a pedir? ¿Los gusanitos? Cuando llega la de vámonos, nos recibe en sus brazos la señora Materia, persona muy decente, pero que no tiene cara, ni pensamiento, ni intención, ni conciencia, ni nada. En ella desaparecemos, en ella nos diluimos totalmente. Yo no admito términos medios. Si creyese lo que tú crees, es decir, que existe allá por los aires, no sé dónde, un Magistrado de barba blanca que perdona o condena, y extiende pasaportes para la Gloria o el Infierno, me metería en un convento y me pasaría todo el resto de mi vida rezando.

-Y es lo mejor que podías hacer, tonto. (Quitándole la servilleta a Luis, que tenía fijos en su padre los atónitos ojuelos).

  -271-  

-¿Por qué no lo haces tú?

-¿Y qué sabes si lo haré hoy o mañana? Estate con cuidado. Dios te va a castigar por no creer en él; te va a sentar la mano, y una mano muy dura; verás.

En este momento, Luisito, muy incomodado con los dicharachos de su padre, no se pudo contener, y con infantil determinación agarró un pedazo de pan y se lo arrojó a la cara al autor de sus días, gritando: «¡Bruto!».

Todos se echaron a reír de aquella salida, y doña Pura dio muchos besos a su nieto, azuzándole de este modo: «Dale, hijo, dale; que es un pillo. Dice que no cree para hacernos rabiar. ¿Pero veis qué chico? Si vale más que pesa. Si sabe más que cien doctores. ¿Verdad que mi niño va a ser eclesiástico, para subir al púlpito y echar sus sermoncitos y decir sus misitas? Entonces estaremos todos hechos unos carcamales, y el día que Luisín cante misa, nos pondremos allí de rodillas para que el cleriguito nuevo nos eche la bendición. Y el que estará más humilde y cayéndosele la baba será este zángano, ¿verdad? Y tú le dirás: 'Papá, ya ves cómo al fin has llegado a creer'».

-¡Qué guapo es este hijo y qué talento tiene! -dijo Víctor, levantándose gozoso y besando al pequeño, que escondía la cara para rehuir el halago-. ¡Si le quiero yo más...! Te voy a comprar un velocípedo para que pasees en la   -272-   plazuela de enfrente. Verás qué envidia te van a tener tus compañeros.

La promesa del velocípedo trastornó por un momento las ideas del pequeño, quien calculó con rudo egoísmo que sus deseos de ser cura y de servir a Dios y aun de llegar a santo no estaban reñidos con tener un velocípedo precioso, montarse en él y pasárselo por los hocicos a sus compañeros, muertos de dentera.




ArribaAbajo- XXVIII -

A la mañana siguiente, Villaamil celebró con su mujer, cuando esta volvió de la compra, una conferencia interesante. Estaba él en su despacho escribiendo cartas, y al sentir entrar a su costilla, siseó con misterio, y encerrándose con ella, le dijo: «De esto, ni una palabra a Víctor, que es muy perro, y me puede parar el golpe. Aunque yo nada espero, he dado ayer algunos pasos. Me apoya un diputado de mucho empuje... Hablamos anoche largamente. Te diré, para que lo sepas todo, que me presentó a él mi amigo la Caña. Le relaté mis antecedentes, y se admiró de que me tuvieran cesante. Así como quien no quiere la cosa, le expuse mis ideas sobre Hacienda, y mira tú qué casualidad: son las mismas que tiene él. Piensa igualito que yo. Que deben ensayarse nuevas maneras de tributación, tirando a simplificar, apoyándose   -273-   en la buena fe del contribuyente y tendiendo a la baratura de la cobranza. Pues prometió apoyarme a raja tabla. Es hombre que vale mucho, y parece que no le niegan nada».

-¿Es de oposición?

-No; ministerialísimo, pero disidente, ahí está el chiste, y cada día le da una desazón al Gobierno. Vale, vale. Y es de estos que no se ocupan más que del bien del país. Cuando se levanta a hablar, el banco azul tiembla. Como que les prueba, ce por be, que el país corre a la perdición si siguen las cosas como van, y que la agricultura está arruinada, la industria muerta y la nación toda en la más espantosa miseria. Esto salta a los ojos. Pues el Gobierno, que ve en él su acusador, le tiene un miedo, hija, un canguelo tal, que cosa que él pida es cosa otorgada. Saca las credenciales a espuertas... Bueno; hemos quedado en que yo le avisaría si se hace hoy una vacante que me indicaron Sevillano y Pantoja. Voy al Ministerio en cuanto almuerce, me entero de si hay o no la vacante, y como la haya, le escribo a su casa o al Congreso, según la hora. Me ha dado palabra de hablar esta tarde al Ministro, el cual le está agradecidísimo, por haber renunciado a explanar una interpelación sobre cierta contrata en que hay sapos y culebras. Ya se ve, el Ministro le daría hoy el arpa de David si se la pidiera. ¿Te vas enterando?

  -274-  

-Sí, hombre, sí, (radiante de satisfacción); y me parece que lo que es ahora, no hay quien nos quite el bollo.

-¡Oh!, lo que es confianza, lo que se llama confianza, yo no la tengo. Ya sabes que me pongo siempre en lo peor. Pero vamos a hacer nuestro plan: Yo al Ministerio. Que Luis no vaya a la escuela esta tarde, y que espere aquí, porque con él le tengo que mandar la carta. No le veré yo mismo, porque Víctor se ha empeñado en que visitemos juntos esta tarde al Jefe de Personal. Quiero ir con él para despistarle. ¿Entiendes? Cuidado como le dejas entender a ese pillo de dónde sopla ahora el viento.

Levantándose excitadísimo, se puso a dar paseos por el angosto aposento. Su mujer, gozosa, le dejó solo, y a pesar de la reserva que se impuso, su hija y hermana le conocieron en la cara las buenas nuevas. Era de esas personas que atesoran en sí mismas un arsenal de armas espirituales contra las penas de la vida, y poseen el arte de transformar los hechos reduciéndolos y asimilándoselos en virtud de la facultad dulcificante que en sus entrañas llevan, como la abeja, que cuanto chupa lo convierte en miel.

Para Cadalsito fue aquel día de huelga, pues por la mañana, según disposición del maestro, debían ir todos al sepelio del malogrado Posturitas. Y uno de los designados para llevar   -275-   las cintas del féretro era Luis, a causa de ser tal vez el que mejor ropa tenía, gracias a su papá Víctor. Su abuela le puso los trapitos de cristianar, con guantes y todo, y salió muy compuesto y emperejilado, gozoso de verse tan guapo, sin que atenuara su contento el triste fin de tales composturas. La mujer del memorialista le hizo mil caricias encareciendo lo majo que estaba, y el niño se dirigió hacia la casa de préstamos, seguido de Canelillo, que también quiso meter su hocico en el entierro, aunque no era fácil le dieran vela en él. Al entrar en la calle del Acuerdo, se encontró Cadalso a su tía Quintina, que le llenó de besos, ensalzó mucho su elegancia, le estiró el cuerpo de la chaqueta y las mangas, y le arregló el cuello para que resultara más guapo todavía. «Esto me lo debes a mí, pues le dije a tu padre que te comprara ropita. A él no se le hubiera ocurrido nunca tal cosa; anda muy distraído. Por cierto, corazón, que estoy bregando ahora más que nunca con tu papá para que te lleve a vivir conmigo. ¿Qué es eso?, ¿qué cara me pones? Estarás conmigo mucho mejor que con esas remilgadas Miaus... ¡Si vieras qué cosas tan bonitas tengo en casa! ¡Ay, si las vieras...! Unos niños Jesús que se parecen a ti, con el mundito en la mano; unos nacimientos tan preciosos, pero tan preciosos... Tienes que verlos. Y ahora estamos esperando cálices chiquititos,   -276-   custodias que son una monada, casullas así... para que los niños buenos jueguen a misas; santos de este tamaño, así, mira, como los soldados de plomo, y la mar de candeleritos y arañitas que se encienden en los altares de juguete. Todo lo tienes que ver, y si vas a casa, puedes hacer con ello lo que quieras, pues es para tu diversión. ¿Irás, rico mío?».

Cadalsito, abriendo cada ojo con aquellas descripciones de juguetes sacros, decía que sí con la cabeza, aunque afligido por la dificultad de ver y gozar tales cosas, pues abuelita no le dejaba poner los pies allá. En esto llegaron a la puerta de la casa mortuoria, donde Quintina, después de besuquearle otra vez refregándole la cara, le dejó en compañía de los demás chicos, que ya estaban allí, más de lo que permitían las tristes circunstancias. Unos por envidia, otros porque eran en toda ocasión muy guasones, empezaron a tomarle el pelo al amigo Cadalso por la ropa flamante que llevaba, por las medias azules y más aún por los guantes del mismo color, que, dicho sea entre paréntesis, le entorpecían las manos. No dejaba él que le tocasen, resuelto a defender contra todo ataque de envidiosos y granujas la limpieza de sus mangas. Tratose luego de si subían o no a ver a Paco Ramos muerto, y entre los que votaron por la afirmativa, se coló también Luis, movido de la curiosidad. Nunca tal hiciera.

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Porque le impresionó tan vivamente la vista del chiquillo difunto, que a poco se cae al suelo. Le entró una pena en la boca del estómago, como si le arrancasen algo. El pobre Posturitas parecía más largo de lo que era. Estaba vestido con sus mejores ropas; tenía las manos cruzadas, con un ramo en ellas: la cara muy amarilla, con manchas moradas, la boca entreabierta y de un tono casi negro, viéndose los dos dientes de en medio, blancos y grandes, mayores que cuando estaba vivo... Tuvo que apartarse Luisín de aquel espectáculo aterrador. ¡Pobre Posturas...! ¡Tan quieto el que era la misma viveza, tan callado el que no cesaba de alborotar un punto, riendo y hablando a la vez! ¡Tan grave el que era la misma travesura y a toda la clase traía siempre al retortero! En medio de aquel inmenso trastorno de su alma, que Luis no podía definir, ignorando si era pena o temor, hizo el chico una observación que se abría paso por entre sus sentimientos, como voz del egoísmo, más categórico en la infancia que la piedad. «Ahora -pensó-, no me llamará Miau». Y al deducir esto, parecía quitársele un peso de encima, como quien resuelve un arduo problema o ve conjurado un peligro. Al descender la escalera, procuraba consolarse de aquel malestar que sentía, afirmando mentalmente: «Ya no me dirá Miau... Que me diga ahora Miau».

Poco tardó en bajar la caja azul para ser   -278-   puesta en el carro. En todos los balcones de la casa, sin exceptuar los del establecimiento de préstamos, se asomaron no pocas mujeres para ver salir el entierro. El cojo Guillén apareció con los ojos encendidos de llorar y la cara tan seria, que no se parecía a sí mismo. Él fue quien dispuso todo y distribuyó las cintas, confiándole una a Cadalso. Después se metió en el coche, donde iba también el maestro, con su bastón roten y su chistera lacia, el tendero vecino, con limpia camisa de cuello corto sin corbata, y un señor viejo a quien no conocía Cadalso. En marcha, pues. Luis pensó que su ropa daba golpe, y no fue insensible a las satisfacciones del amor propio. Iba muy consentido en su papel de portador de cinta, pensando que si él no la llevase, el entierro no sería, ni con mucho, tan lucido. Buscó a Canelo con la mirada; pero el sabio perro de Mendizábal, en cuanto entendió que se trataba de enterrar, cosa poco divertida y que sugiere ideas misantrópicas, dio media vuelta y tomó otra dirección, pensando que le tenía más cuenta ver si se aparecía alguna perra elegante y sensible por aquellos barrios.

En el cementerio, la curiosidad, más poderosa que el miedo, impulsó a Cadalso a ver todo... Bajaron del carro el cadáver, lo entraron entre dos, abrieron la caja... No comprendía Luis para qué, después de taparle la cara con   -279-   un pañuelo, le echaban cal encima aquellos brutos... Pero un amigo se lo explicó. Cadalsito sentía, al ver tales operaciones, como si le apretasen la garganta. Metía su cabeza por entre las piernas de las personas mayores, para ver, para ver más. Lo particular era que Posturitas se estuviese tan callado y tan quieto mientras le hacían aquella herejía de llenarle la cara de cal. Luego cerraron la tapa... ¡Qué horror quedarse dentro! Le daban la llave al cojo, y después metían la caja en un agujero, allá, en el fondo, allá... Un albañil empezó a tapar el hueco con yeso y ladrillos. Cadalso no apartaba los ojos de aquella faena... Cuando la vio concluida, soltó un suspiro muy grande, explosión del respirar contenido largo tiempo. ¡Pobre Posturitas! «Pues señor, a mí me dirán Miau todos los que quieran; pero lo que es este no me lo vuelve a decir».

Cuando salieron, los amigos le embromaron otra vez por su esmerado atavío. Alguno dejó entrever la intención malévola de hacerle caer en una zanja, de la cual habría salido hecho una compasión. Varias manos muy puercas le tocaron con propósitos que es fácil suponer, y ya Cadalso no sabía qué hacerse de las suyas, aprisionadas en los guantes, entumecidas e incapaces de movimiento. Por fin se libró de aquella apretura, quitándose los guantes y guardándolos en el bolsillo. Antes de llegar a la calle   -280-   Ancha, los chicos se dispersaron y Luisito siguió con el maestro, que le dejó a la puerta de su casa. Ya estaba allí Canelo de vuelta de sus depravadas excursiones, y subieron juntos a almorzar, pues el can no ignoraba que había repuesto fresco de víveres arriba.

«¿Y los guantes?» preguntó doña Pura a su nieto cuando le vio entrar con las manos desnudas.

-Aquí están... No los he perdido.

Villaamil, a eso de las tres, entró de la calle, afanadísimo, y metiéndose en su despacho, escribió una carta delante de su esposa, que veía con gusto en él la excitación saludable, síntoma de que la cosa iba de veras.

«Bueno. Que Luis lleve esta carta y espere la contestación. Me ha dicho Sevillano que tenemos vacante, y quiero saber si el diputado la pide para mí o no. De la oportunidad depende el éxito. Yo estoy citado con Víctor, y para desorientarle no quiero faltar... Es labor fina la que traigo entre manos, y hay que andar con muchísimo tiento. Dame mi sombrero... mi bastón, que ya estoy otra vez en la calle. Dios nos favorezca. A Luis que no se venga sin la respuesta. Que dé la carta a un portero y se aguarde en el cuarto aquel, a la derecha conforme se entra. Yo no espero nada; pero es preciso, es preciso echar todos los registros, todos...».

Salió Cadalsito a eso de las cuatro con la   -281-   epístola y sin guantes, seguido de Canelo y conservando la ropita del entierro, pues su abuela pensó que ninguna ocasión más propicia para lucirla. No fue preciso indicarle hacia dónde caía el Congreso, pues había ido ya otra vez con comisión semejante. En veinte minutos se plantó allí. La calle de Florida-Blanca estaba invadida de coches que, después de soltar en la puerta a sus dueños, se iban situando en fila. Los cocheros de chistera galonada y esclavina charlaban de pescante a pescante, y la hilera llegaba hasta el teatro de Jovellanos. Junto a las puertas del edificio, por la calle del Sordo había filas de personas, formando cola, que los de Orden Público vigilaban, cuidando que no se enroscase mucho. Examinado todo esto, el observador Cadalsito se metió por aquella puerta coronada de un techo de cristales. Un portero con casaca le apartó suavemente para que entrasen unos señorones con gabán de pieles, ante los cuales abría la mampara roja. Cadalsito se encaró después con el sujeto aquel de la casaca, y quitándose la gorra (pues él, siempre cortés en viendo galones, no distinguía de jerarquías), le dio la carta, diciendo con timidez: «Aguardo contestación». El portero, leyendo el sobre: «No sé si ha venido. Se pasará». Y poniendo la carta en una taquilla, dijo a Luis que entrase en la estancia a mano derecha.

Había allí bastante gente, la mayor parte   -282-   en pie junto a la puerta, hombres de distintas cataduras, algunos muy mal de ropa, la bufanda enroscada al cuello, con trazas de pedigüeños; mujeres de velo por la cara, y en la mano enrollado un papelito que a instancia trascendía. Algunos acechaban con airado rostro a los señores entrantes, dispuestos a darles el alto. Otros, de mejor pelo, no pedían más que papeletas para las tribunas, y se iban sin ellas por haberse acabado. Cadalsito se dedicó también a mirar a los caballeros que entraban en grupos de dos o de tres, hablando acaloradamente. «Muy grande debe ser esta casona -pensó Luis-, cuando cabe tanto señorío». Y cansado al fin de estar en pie, se metió para dentro y se sentó en un banco de los que guarnecen la sala de espera. Allí vio una mesa donde algunos escribían tarjetas o volantes, que luego confiaban a los porteros, y aguardaban sin disimular su impaciencia. Había hombre que llevaba tres horas, y aún tenía para otras tres. Las mujeres suspiraban inmóviles en el asiento, soñando una respuesta que no venía. De tiempo en tiempo abríase la mampara que comunicaba con otra pieza; un portero llamaba: «el señor Tal», y el señor Tal se erguía muy contento.

Transcurrió una hora, y el niño bostezaba aburridísimo en aquel duro banco. Para distraerse, levantábase a ratos y se ponía en la puerta a ver entrar personajes, no sin discurrir   -283-   sobre el intríngulis de aquella casa y lo que irían a guisar en ella tantos y tantos caballerotes. El Congreso (bien lo sabía él) era un sitio donde se hablaba. ¡Cuántas veces había oído a su abuelo y a su padre: «Hoy habló Fulano o Mengano, y dijeron esto, lo otro y lo de más allá»! ¿Y cómo sería la casa por dentro? Gran curiosidad. ¿Cómo sería?, ¿dónde hablaban? Ello debía ser una casa grandona como la iglesia, con la mar de bancos, donde se sentaban para charlar todos a un tiempo. ¿Y a qué era tanta habladuría? Pues también entraban allí los Ministros. ¿Y quiénes eran los Ministros? Los que gobernaban y daban los destinos. Igualmente recordó haber oído a su abuelo, en frecuentes ratos de mal humor, que las Cortes eran una farsa y que allí no se hacía más que perder el tiempo. Pero otras veces se entusiasmaba el buen viejo, elogiando un discurso de alboroto. Total, que Luisín no podía formar juicio exacto, y su mente era toda confusión.

Volvió al banco, y desde él vio entrar a uno que se le figuró su padre: «¡Mi papá también aquí!». Y le franquearon la mampara como a los demás. Por poco sale tras él gritando: «Papá, papá», pero no hubo tiempo, y donde estaba se quedó. «¿Y será mi papá de los que hablan? Quien debía venir aquí a explicarse es Mendizábal, que sabe tanto, y dice unas cosas tan buenas...». En esto sintió que se le nublaba la   -284-   vista, y le entraba el intenso frío al espinazo. Fue tan brusca y violenta la acometida del mal, que sólo tuvo tiempo de decirse: que me da, que me da; y dejando caer la cabeza sobre el hombro, y reclinando el cuerpo en la esquina próxima, se quedó profundamente dormido.




ArribaAbajo- XXIX -

Por un instante, Cadalsito no vio ante sí cosa alguna. Todo tinieblas, vacío, silencio. Al poco rato, apareciose enfrente el Señor, sentado, ¿pero dónde? Tras de él había algo como nubes, una masa blanca, luminosa, que oscilaba con ondulaciones semejantes a las del humo. El Señor estaba serio. Miró a Luis, y Luis a él en espera de que le dijese algo. Había pasado mucho tiempo desde que le vio por última vez, y el respeto era mayor que nunca.

«El caballero para quien trajiste la carta -dijo el Padre-, no te ha contestado todavía. La leyó y se la guardó en el bolsillo. Luego te contestará. Le he dicho que te dé un como una casa. Pero no sé si se acordará. Ahora está hablando por los codos».

-Hablando -repitió Luis-, ¿y qué dice?

-Muchas cosas, hombre, muchas que tú no entiendes -replicó el Señor, sonriendo con bondad-. ¿Te gustaría a ti oír todo eso?

-Sí que me gustaría.

  -285-  

-Hoy están muy enfurruñados. Acabarán por armar un gran rebumbio.

-Y usted -preguntó Cadalso tímidamente, no decidiéndose nunca a llamar a Dios de -, ¿usted no habla?

-¿Dónde, aquí? Hombre... yo... te diré... alguna vez puede que diga algo... Pero casi siempre lo que yo hago es escuchar.

-¿Y no se cansa?

-Un poquitín; pero qué remedio...

-¿El caballero de la carta contestará que sí? ¿Colocarán a mi abuelo?

-No te lo puedo asegurar. Yo le he mandado que lo haga. Se lo he mandado la friolera de tres veces.

-Pues lo que es ahora (con desembarazo), bien que estudio.

-No te remontes mucho. Algo más aplicado estás. Aquí, entre nosotros, no vale exagerar las cosas. Si no te distrajeras tanto con el álbum de sellos, más aprovecharías.

-Ayer me supe la lección.

-Para lo que tu acostumbras, no estuvo mal. Pero no basta, hijo, no basta. Sobre todo, si te empeñas en ser cura, hay que apretar. Porque, figúrate tú, para decirme una misa has de aprender latín, y para predicar tienes que estudiar un sin fin de cosas.

-Cuando sea mayor lo aprenderé todito... Pero mi papá no quiere verme cura, y dice que   -286-   él no cree nada de usted, ni aunque lo maten. Dígame, ¿es malo mi papá?

-No es muy católico que digamos.

-Y la Quintina, ¿es buena?

-La tía Quintina sí. ¡Si vieras qué cosas tan bonitas tiene en su casa! Debías ir a verlas.

-Abuelita no me deja (desconsolado). Es que a la tía Quintina se le ha metido en la cabeza que me vaya a vivir con ella, y los de casa... que nones.

-Es natural. Pero tú, ¿qué piensas de esto? ¿Te gustaría seguir donde estás y que te dejaran ir a casa de la tía para ver los santos?

-¡Vaya si me gustaría!... Dígame, ¿y mi papá está aquí dentro?

-Sí, por ahí anda.

-¿Y también él hablará?

-También. Pues no faltaba más...

-Usted perdone. El otro día dijo mi papá que las mujeres son muy malas. Por eso yo no quiero casarme nunca.

-Muy bien pensado (conteniendo la risa). Nada de casorios. Tú vas a ser curita.

-Y obispo, si usted no manda otra cosa...

En esto vio que el Señor se volvía hacia atrás como para apartar de sí algo que le molestaba... El chico estiró el cuello para ver qué era, y el Padre dijo: «Largo; idos de aquí, y dejadme en paz». Entonces vio Luisito que por entre los pliegues del manto de su celestial   -287-   amigo, asomaban varias cabecitas de granujas. El Señor recogió su ropa, y quedaron al descubierto tres o cuatro chiquillos en cueros vivos y con alas. Era la primera vez que Cadalso les veía, y ya no pudo dudar que aquel era verdaderamente Dios, puesto que tenía ángeles. Empezaron a aparecerse por entre aquellas nubes algunos más, y alborotaban y reían, haciendo mil cabriolas. El Padre Eterno les ordenó por segunda vez que se largaran, sacudiéndoles con la punta de su manto, como si fuesen moscas. Los más chicos revoloteaban, subiéndose hasta el techo (pues había techo allí), y los mayores le tiraban de la túnica al buen abuelo para que se fuera con ellos. El anciano se levantó al fin, algo contrariado, diciendo: «Bien, ya voy, ya voy... ¡Qué machacones sois! No os puedo aguantar». Pero esto lo decía con acento bonachón y tolerante. Cadalso estaba embobado ante tan hermosa escena, y entonces vio que entre los alados granujas se destacaba uno...

¡Contro!, era Posturitas, el mismo Posturas, no tieso y lívido como le vio en la caja, sino vivo, alegre y tan guapote. Lo que llenó de admiración a Cadalso, fue que su condiscípulo se le puso delante y con el mayor descaro del mundo le dijo: «Miau, fu, fu...». El respeto que debía a Dios y a su séquito, no impidió a Luis incomodarse con aquella salida, y aun se aventuró a responder: «¡Pillo, ordinario... eso te lo   -288-   enseñaron la puerca de tu madre y tus tías, que se llaman las arpidas!». El Señor habló así, sonriendo: «Callar, a callar todos... Andando...». Y se alejó pausadamente, llevándoselos por delante, y hostigándoles con su mano como a una bandada de pollos. Pero el recondenado de Posturitas, desde gran distancia, y cuando ya el Padre celestial se desvanecía entre celajes, se volvió atrás, y plantándose frente al que fue su camarada, con las patas abiertas, el hocico risueño, le hizo mil garatusas, y le sacó un gran pedazo de lenguaza, diciendo otra vez: «Miau, Miau, fu, fu...». Cadalsito alzó la mano... Si llega a tener en ella libro, vaso o tintero, le descalabra. El otro se fue dando brincos, y desde lejos, haciendo trompeta con ambas manos, soltó un Miau tan fuerte y tan prolongado, que el Congreso entero, repercutiendo el inmenso mayido, parecía venirse abajo...

Un portero con una carta en la mano, despertó al chiquillo, que tardaba mucho en volver en sí. «Niño, niño, ¿eres tú el que ha traído la carta para ese señor? Aquí está la respuesta, Sr. D. Ramón Villaamil».

-Sí, yo soy... digo, es mi abuelo -contestó al fin Luisito, y restregándose los ojos, salió. El fresco de la calle despejole un poco la cabeza. Estaba lloviendo, y su primera idea fue para considerar que se le iba a poner la ropa perdida. Canelo, a todas estas, había matado el tiempo   -289-   en la Carrera de San Jerónimo, calle arriba, calle abajo, viendo las muchachas bonitas que pasaban, algunas en coche, con sus collares de lujo; y cuando Luis salió del Congreso, ya estaba de vuelta de su correría, esperando al amigo. Uniose a este, esperando que comprase bollos; pero el pequeño no tenía cuartos, y aunque los tuviera, no estaba él de humor para comistrajos después de las cosas que había visto y con el gran trastorno que en todo su cuerpo le quedara.

¿Y la carta?... ¿qué decía la carta? Con trémula mano abriola Villaamil (mientras doña Pura se llevaba adentro al chiquillo para mudarle la ropa), y al leerla se le cayeron las alas del corazón. Era una de esas cartas de estampilla, como las que a centenares se escriben diariamente en el Congreso y en los Ministerios. Mucha fórmula de cortesía, mucho trasteo de promesas vagas sin afirmar ni negar nada. Cuando su mujer acudió a enterarse, Villaamil ofrecía un aspecto trágico, mostrando la epístola abierta, arrojada sobre la mesa. «¡Ya! -dijo la Miau, después de leerla-, las pamplinas de siempre. Pero no te apures, hombre. Vete mañana a verle, y...».

-Cuando te digo (con atroz desaliento), que entre unos y otros me están jorobando...

Pasó la noche sumido en negra tristeza, y a la mañana inmediata, cambio completo de decoración.   -290-   En la afanosa vida del pretendiente ocurren estos rudos contrastes que les hacen pasar del desconsuelo a la esperanza. Recibió Villaamil una esquela del prohombre citándole para su casa, de doce a una. Con la prisa y el anhelo que le entró a mi hombre no acertaba a ponerse el gabán. «Me llamará para decirme alguna tontería -pensaba, arrimándose siempre a lo peor-. Vamos, vamos allá». Y salió dejando a su mujer excitadísima con la ilusión de un próximo triunfo. Por el camino, procuraba compenetrarse bien de su fatalismo pesimista. Según su teoría, siempre sucede lo contrario de lo que uno piensa. Véase por qué no nos sacamos nunca la lotería; bien claro está: porque compra uno el billete con el intento firme de que le ha de caer el premio gordo. Lo previsto no ocurre jamás, sobre todo en España, pues por histórica ley, los españoles viven al día, sorprendidos de los sucesos y sin ningún dominio sobre ellos. Conforme a esta teoría del fracaso de toda previsión, ¿qué debe hacerse para que suceda una cosa? Prever la contraria, compenetrarse bien de la idea opuesta a su realización. ¿Y para que una cosa no pase? Figurarse que pasará, llegar a convencerse, en virtud de una sostenida obstinación espiritual, de la evidencia de aquel supuesto. Villaamil había experimentado siempre con éxito este sistema, y recordaba multitud de ejemplos demostrativos.   -291-   En uno de sus viajes a Cuba, corriendo furioso temporal, se compenetró absolutamente de la idea de morir, arrancó de su espíritu toda esperanza, y el vapor hubo de salvarse. Otra vez, hallándose amenazado de una cesantía, se empapó de la persuasión de su desgracia; no pensaba más que en el fatídico cese; lo veía delante de sí día y noche, manifestándose con brutal laconismo. ¿Y qué sucedió? Pues sucedió que me le ascendieron.

En resumidas cuentas, al ir a casa del padre de la patria, Villaamil se impregnó bien en el convencimiento de un desastre, y pensaba así: «Como si lo viera; este señor me va a dar ahora la puntilla, diciéndome: 'Amigo, lo siento mucho; el Ministro y yo no nos entendemos, y me es imposible hacer nada por usted'».

Pero las palabras del aprovechado personaje fueron muy distintas, y jamás habría podido barruntar D. Ramón que el otro saliese por este registro: «Pues ayer tarde, después de escribir a usted, hablé con su yerno, el cual me manifestó que a usted le convendría más servir en provincias. Eso ya varía de especie, porque en provincias es mucho más fácil. Hoy mismo me ocuparé del asunto».

En medio de la sorpresa grata que tan expresivas razones le causaron, sintió mi hombre el disgusto de la ingerencia de Víctor en aquel negocio. Retirose a su casa intranquilo, pues   -292-   le hacía muy poca gracia ver mezcladas la persona y recomendaciones de Cadalso con las suyas. No participó doña Pura de estos recelos, y el sol de su regocijo brilló sin nubes. Cierto que les contrariaba tener que hacer el hatillo; pero no estaban en situación de escoger lo mejor, sino de apechugar con lo posible, dando gracias a Dios.

Desde aquel día, Villaamil frecuentaba la iglesia de un modo vergonzante. Al salir de casa, si las Comendadoras estaban abiertas, se colaba un rato allí, y oía misa si era hora de ello, y si no, se estaba un ratito de rodillas, tratando sin duda de armonizar su fatalismo con la idea cristiana. ¿Lo conseguiría? ¡Quién sabe! El cristianismo nos dice pedid y se os dará; nos manda que fiemos en Dios, y esperemos de su mano el remedio de nuestros males; pero la experiencia de una larga vida de ansiedad sugería al buen Villaamil estas ideas: no esperes y tendrás; desconfía del éxito para que el éxito llegue. Allá se las compondría en su conciencia. Quizás abdicaba de su diabólica teoría, volviendo al dogma consolador; tal vez se entregaba con toda la efusión de su espíritu al Dios misericordioso, poniéndose en sus manos para que le diera lo que más le convenía, la muerte o la vida, la credencial o el eterno cese, el bienestar modesto o la miseria horrible, la paz dichosa del servidor del Estado, o la desesperación   -293-   famélica del pretendiente. Quizás anticipaba su acalorada gratitud para el primer caso o su resignación para el segundo, y se proponía aguardar con ánimo estoico el divino fallo, renunciando a la previsión de los acontecimientos, resabio pecador del orgullo del hombre.




ArribaAbajo- XXX -

Una tarde, ya cerca de anochecido, al volver a su casa, vio a Monserrat abierto, y allá se entró. La iglesia estaba muy oscura. Casi a tientas pudo llegar a un banco de los de la nave central y se hincó junto a él, mirando hacia el altar, alumbrado por una sola luz. Pisadas de algún devoto que entraba o salía y silabeo tenue de rezos eran los únicos rumores que turbaban el silencio, en cuyo seno profundo arrojó el cesante su plegaria melancólica, mezcla absurda de piedad y burocracia... «Porque por más que revuelvo en mi conciencia no encuentro ningún pecado gordo que me haga merecer este cruel castigo... Yo he procurado siempre el bien del Estado, y he atendido a defender en todo caso la Administración contra sus defraudadores. Jamás hice ni consentí un chanchullo, jamás, Señor, jamás. Eso bien lo sabes tú, Señor... Ahí están mis libros cuando fui tenedor de la Intervención... Ni un asiento mal hecho, ni una raspadura... ¿Por qué   -294-   tanta injusticia en estos jeringados Gobiernos? Si es verdad que a todos nos das el pan de cada día, ¿por qué a mí me lo niegas? Y digo más: si el Estado debe favorecer a todos por igual, ¿por qué a mí me abandona?... ¡a mí, que le he servido con tanta lealtad! Señor, que no me engañe ahora... Yo te prometo no dudar de tu misericordia como he dudado otras veces; yo te prometo no ser pesimista, y esperar, esperar en ti. Ahora, Padre Nuestro, tócale en el corazón a ese cansado Ministro, que es una buena persona: sólo que me le marean con tantas cartas y recomendaciones».

Transcurrido un rato se sentó, porque el estar de rodillas le fatigaba, y sus ojos, acostumbrándose a la penumbra, empezaron a distinguir vagamente los altares, las imágenes, los confesonarios y las personas, dos o tres viejas que rezongaban acurrucadas en ruedos al pie de los confesonarios. No esperaba él el buen encuentro que tuvo a la media hora de estar allí. Deslizándose sobre el banco, o andando con las asentaderas sobre la tabla, se le apareció su nieto. «Hijo, no te había visto. ¿Con quién vienes?».

-Con tía Abelarda, que está en aquella capilla... Aquí la estaba esperando y me quedé dormido. No le vi entrar a usted.

-Pues aquí llegué hace un ratito -le dijo el abuelo, oprimiéndole contra sí-. ¿Y tú, vienes   -295-   aquí a dormir la siesta? No me gusta eso; te puedes enfriar y coger un catarro. Tienes las manos heladitas. Dámelas que te las caliente.

-Abuelo -le preguntó Luis cogiéndole la cara y ladeándosela-. ¿Estaba usted rezando para que le coloquen?

Tan turbado se encontraba el ánimo del cesante, que al oír a su nieto pasó de la risa al lloro en menos de un segundo. Pero Luis no advirtió que los ojos del anciano se humedecían, y suspiró con toda su alma al oír esta respuesta: «Sí, hijo mío. Ya sabes tú que a Dios se le debe pedir todo lo que necesitamos».

-Pues yo -replicó el chicuelo saltando por donde menos se podía esperar- se lo estoy diciendo todos los días, y nada.

-¿Tú... pero tú también pides?... ¡Qué rico eres! El Señor nos da cuanto nos conviene. Pero es preciso que seamos buenos, porque si no, no hay caso.

Luis lanzó otro suspiro hondísimo que quería decir: «Esa es la dificultad ¡contro!, que uno sea bueno». Después de una gran pausa, el chiquillo, manoseando otra vez la cara del abuelo para obligarle a mirar para él, murmuró:

«Abuelo, hoy me he sabido la lección».

-¿Sí? Eso me gusta.

-¿Y cuándo me ponen en latín? Yo quiero aprenderlo para cantar misa... Pero mire usted, lo que es esta iglesia no me hace feliz. ¿Sabe usted   -296-   por qué? Hay en aquella capilla un Señor con pelos largos que me da mucho miedo. No entro allí aunque me maten. Cuando yo sea cura, lo que es allí no digo misa...

Don Ramón se echó a reír.

«Ya se te irá quitando el temor, y verás cómo también al Cristo melenudo le dices tus misitas».

-Y que ya estoy aprendiendo a echarlas. Murillo sabe todo el latinaje de la misa, y cuándo se toca la campanilla y cuándo se le levanta el faldón al cura.

«Mira -le dijo su abuelo sin enterarse-. Ve y avisa a la tía que estoy aquí. No me habrá visto. Ya es hora de que nos vayamos a casa».

Fue Luis a llevar el recado, y el taconeo de sus pisadas resonó en el suelo de la iglesia como alegre nota en tan lúgubre silencio. Abelarda, sentada a la turca en el suelo, miró hacia atrás, después se levantó, y vino a situarse junto a su padre.

«¿Has acabado?» le preguntó este.

-Aún me falta un poquito-. Y siguió silabeando, fijos los ojos en el altar.

Confiaba mucho Villaamil en las oraciones de su hija, que creía fuesen por él, y así le dijo: «No te apresures; reza con calma y cuanto quieras, que hay tiempo todavía. ¿Verdad que el corazón parece que se descarga de un gran peso   -297-   cuando le contamos nuestras penas al único que las puede consolar?».

Esto brotó con espontaneidad nacida del fondo del alma. El sitio y la ocasión eran propicios al dulcísimo acto de abrir de par en par las puertas del espíritu y dar salida a todos los secretos. Abelarda se hallaba en estado psicológico semejante; pero sentía con más fuerza que su padre la necesidad de desahogo. No era dueña de callar en aquel instante, y a poco que se descuidara, le rebosarían de la boca confidencias que en otro lugar y momento por nada del mundo dejaría asomar a sus labios.

«¡Ay, papá! -se dejó decir-. Soy muy desgraciada... Usted no lo sabe bien».

Asombrose Villaamil de tal salida, porque para él no había en la familia más que una desgracia, la cesantía y angustiosa tardanza de la credencial.

«Es verdad -dijo soturnamente-; pero ahora... ahora debemos confiar... Dios no nos abandonará».

-Lo que es a mí -confirmó Abelarda-, bien abandonada me tiene... Es que le pasan a una cosas muy terribles. Dios hace a veces unos disparates...

-¿Qué dices, hija? (alarmadísimo). ¡Disparates Dios...!

-Quiero decir que a veces le infunde a una sentimientos que la hacen infeliz; porque, ¿a qué   -298-   viene querer, si no van las cosas por buen camino?

Villaamil no comprendía. La miró por ver si la expresión del rostro aclaraba el enigma de la palabra. Pero la menguada luz no permitía al anciano descifrar el rostro de su hija. Y Luisito, en pie ante los dos, no entendía ni jota del diálogo.

«Pues si te he de decir verdad -añadió Villaamil buscando luz en aquella confusión-, no te entiendo. ¿Qué disgusto tienes? ¿Has reñido con Ponce? No lo creo. El pobre chico, anoche en el café, me habló tan natural de la prisa que le corre casarse. No quiere esperar a que se muera su tío, el cual, entre paréntesis, es hombre acabado».

-No es eso, no es eso -dijo la Miau con el corazón en prensa-. Ponce no me ha dado rabieta ninguna.

-Pues entonces...

Callaron ambos, y a poco Abelarda miró a su padre. Le retozaba en el alma un sentimiento maligno, un ansia de mortificar al bondadoso viejo diciéndole algo muy desagradable. ¿Cómo se explica esto? Únicamente por el rechazo de la efusión de piedad en aquel turbado espíritu, que buscando en vano el bien, rebotaba en dirección del mal, y en él momentáneamente se complacía. Algo hubo en ella de ese estado cerebral (relacionado con desórdenes   -299-   nerviosos, familiares al organismo femenil), que sugiere los actos de infanticidio; y en aquel caso, el misterioso fluido de ira descargó sobre el mísero padre a quien tanto amaba.

«¿No sabes una cosa? -le dijo-. Ya han colocado a Víctor. Hoy al medio día... a poco de salir tú, llamaron a la puerta: era la credencial. Él estaba en casa. Le han dado el ascenso y le nombran... no sé qué en la Administración Económica de Madrid».

Villaamil se quedó atontadísimo, como si le hubieran descargado un fuerte golpe de maza en la cabeza. Le zumbaron los oídos... creyó delirar, se hizo repetir la noticia, y Abelarda la repitió con acento en que vibraba la saña del parricida.

«Un gran destino -añadió-. Él está muy contento, y dijo que si a ti te dejan fuera, puede, por de pronto y para que no estés desocupado, darte un destinillo subalterno en su oficina».

Creyó por un momento el anciano sin ventura que la iglesia se le caía encima. Y en verdad, un peso enorme se le sentaba sobre el corazón no dejándole respirar. En el mismo instante, Abelarda volviendo en sí de aquella perturbación cerebral que nublara su razón y sus sentimientos filiales, se arrepintió de la puñalada que acababa de asestar a su padre, y quiso ponerle bálsamo sin pérdida de tiempo.

  -300-  

«También a ti te colocarán pronto. Yo se lo he pedido a Dios».

-¡A mí!, ¡colocarme a mí! (con furor pesimista). Dios no protege más que a los pillos... ¿Crees que espero algo ni del Ministro ni de Dios? Todos son lo mismo... ¡Arriba y abajo farsa, favoritismo, polaquería! Ya ves lo que sacamos de tanta humillación y de tanto rezo. Aquí me tienes desairado siempre y sin que nadie me haga caso, mientras que ese pasmarote, embustero y trapisondista...

Se dio con la palma de la mano un golpe tan recio en el cráneo, que Luisito se asustó, mirando consternado a su abuelo. Entonces volvió a sentir Abelarda la malignidad parricida, uniéndola a un cierto instinto defensivo de la pasión que llenaba su alma. Los grandes errores de la vida, como los sentimientos hondos, aunque sean extraviados, tienden a conservarse y no quieren en modo alguno perecer. Abelarda salió a la defensa de sí misma defendiendo al otro.

«No, papá, malo no es (con mucho calor), malo no. ¡En qué error tan grande están usted y mamá! Todo consiste en que le juzgan de ligero, en que no le comprenden».

-¿Tú qué sabes, tonta?

-¿Pues no he de saberlo? Los demás no le comprenden, yo sí.

-¡Tú, hija...! -y al decirlo, una sospecha terrible   -301-   cruzó por su mente, atontándole más de lo que estaba. Pronto se rehízo, diciéndose: «No puede ser; ¡qué absurdo!». Pero como notara la excitación de su hija, el extravío de su mirar, volvió a sentirse acometido de la cruel sospecha.

-¡Tú... dices que le comprendes tú!

Resistiéndose a penetrar el misterio, este, al modo de negra sima, más profunda y temerosa cuanto más mirada, le atraía con vértigo insano. Comparó rápidamente ciertas actitudes de su hija, antes inexplicables, con lo que en aquel momento oía; ató cabos, recordó palabras, gestos, incidentes, y concluyó por declararse que estaba en presencia de un hecho muy grave. Tan grave era y tan contrario a sus sentimientos, que le daba terror cerciorarse de él. Más bien quería olvidarlo o fingirse que era vana cavilación sin fundamento razonable.

«Vámonos -murmuró-. Es tarde, y yo tengo que hacer antes de ir a casa».

Abelarda se arrodilló para decir sus últimas oraciones, y el abuelo, cogiendo a Luisito de la mano, se dirigió lentamente hacia la puerta, sin hacer genuflexión alguna, sin mirar para el altar ni acordarse de que estaba en lugar sagrado. Pasaron junto a la capilla del Cristo melenudo, y como Cadalsito tirase del brazo de su abuelo para alejarle lo más posible de la efigie que tanto miedo le daba, Villaamil se incomodó y le dijo con cruel aspereza:

  -302-  

«Que te come... Tonto...».

Salieron los tres, y en la esquina de la calle de Quiñones se encontraron a Pantoja, que detuvo a D. Ramón para hablarle del inaudito ascenso de Cadalso. Abelarda siguió hacia la casa. Al subir por la mal alumbrada escalera, sintió pasos descendentes. Era él... Su andar con ningún otro podía confundirse. Habría deseado esconderse para que no la viera, impulso de vergüenza y sobresalto que obedecía a misterioso presentimiento. El corazón le anunciaba algo inusitado, desarrollo y resultante natural de los hechos, y aquel encuentro la hacía temblar. Víctor la miró y se detuvo tres o cuatro escalones más arriba del rellano en que la chica de Villaamil se paró, viéndole venir.

«¿Vuelves de la iglesia? -le dijo-. Yo no como hoy en casa. Estoy de convite».

-Bueno -replicó ella y no se le ocurrió nada más ingenioso y oportuno.

De un salto bajó Víctor los cuatro escalones, y sin decir nada, cogió a la insignificante por el talle y la oprimió contra sí, apoyándose en la pared. Abelarda dejose abrazar sin la menor resistencia, y cuando él la besó con fingida exaltación en la frente y mejillas, cerró los ojos, descansando su cabeza sobre el pecho del guapo monstruo, en actitud de quien saborea un descanso muy deseado, después de larga fatiga.

«Tenía que ser -dijo Víctor con la emoción   -303-   que tan bien sabía simular-. No hemos hablado con claridad, y al fin nos entendemos. Vida mía, todo lo sacrifico por ti. ¿Estás dispuesta a hacer lo mismo por este desdichado?».

Abelarda respondió que sí con voz que sólo fue un simple despegar de labios.

-¿Abandonarías casa, padres, todo, por seguirme? -dijo él en un rapto de infernal inspiración.

Volvió la sosa a responder afirmativamente, ya con voz más clara y con acentuado movimiento de cabeza.

-¿Por seguirme para no separarnos jamás?

-Te sigo como una tonta, sin reparar...

-¿Y pronto?

-Cuando quieras... Ahora mismo.

Víctor meditó un rato.

«Alma mía, todo puede hacerse sin escándalo. Separémonos ahora... Me parece que viene alguien. Es tu padre... Súbete. Hablaremos».

Al sentir los pasos de su padre, Abelarda despertó de aquel breve sueño. Subió azorada, trémula, sin mirar hacia atrás. Víctor siguió bajando lentamente, y al cruzarse con su suegro y el niño, ni les dijo nada, ni ellos le hablaron tampoco. Cuando Villaamil llegaba al segundo, ya la joven había llamado presurosa, deseando entrar antes de que su padre pudiera sorprender la turbación de criminal que desencajaba su rostro.



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ArribaAbajo- XXXI -

Toda aquella noche estuvo la insignificante en un estado próximo a la demencia, dividido su espíritu entre la alegría loca y una tristeza sepulcral. A ratos sentíase acometida de punzante suspicacia. Había entregado su voluntad sin condiciones, sin exigir en cambio la rendición del albedrío del otro y el término de aquellos amores con mujer desconocida, amores de compromiso sin duda, difíciles de romper. ¿Los rompía y liquidaba todas sus atrasadas cuentas de amor? Así tenía que ser. Y francamente, no estaba de más haberlo dicho. ¡Pero si no había habido tiempo para nada, ni pudieron darse y pedírselas explicaciones propias del caso...! Fue como un relámpago aquel trueque y abandono mutuo de ambas voluntades. Convenía, pues, en la primera coyuntura, despejar la situación, alejando todo temor de duplicidad, y poner para siempre a un lado a la señora aquella de las cartas. Hecho esto, Abelarda se entregaría sin ningún trámite al hombre que le había absorbido el alma; renunciaba a toda libertad, era suya, de él, en la forma y condiciones que él quisiese, con escándalo o sin escándalo, con honra o sin honra.

Mientras comían, Villaamil observaba a su hija, poniendo en su rostro los rasgos más enérgicos   -305-   de aquella ferocidad tigresca que le caracterizaba. Comía sin apetito, y creeríase que devoraba una pieza palpitante y medio viva, que gemía y temblaba con dolores horribles, clavada en su tenedor. Doña Pura y Milagros no osaron hablarle de la colocación de Víctor. Ambas estaban mohínas, lúgubres y con cara de responso, y la misma Abelarda concluyó por formar parte de aquel silencioso coro de sepulcrales figuras. Aquella noche no había Real. El cesante se metió en su despacho, y las tres Miaus fueron a la sala, donde se reunieron el ínclito Pantoja y las de Cuevas. Abelarda tuvo momentos de febril locuacidad, y otros de meditación taciturna.

A las doce se acabó la tertulia, y a dormir... La casa en silencio, Abelarda en vela, esperando a Víctor para decirse lo que por decir estaba, y variar de lleno alma en alma, cambiando los vasos su contenido. Pero dio la una, la una y media, y el galán no parecía. Entre dos y tres, la infeliz muchacha se hallaba en estado febril, que encendía en su mente los más peregrinos disparates. Le habían matado... También podía ser que el abrazo, el besuqueo y la declaración de la escalera fueran una burla infame... Esta idea la rechazaba por ser demasiado absurda y no caber, según ella, dentro de los moldes de la humana maldad. Luego pensaba (y eran ya las tres y media), que la elegantona   -306-   de las cartas coronadas, al enterarse aquella misma noche de que el amante se le iba, o al oír de su propio labio tristes acentos de ruptura, tramaba contra él horrible venganza, le convidaba a cenar y le envenenaba, echándole en una copa de Jerez el veneno de los Borgias. Con las extrañas cavilaciones mezclaba la sosa mil lances que había visto en las óperas, las conjuraciones que arma la mezzo-soprano contra el tenor, porque este la desprecia por la tiple; las perrerías del barítono para deshacerse de su aborrecido rival, la constancia sublime del tenor (y eran ya las cuatro), que sucumbiendo a las combinadas artimañas del bajo y la contralto, revienta en brazos de la tiple, y concluyen ambos diciéndose que se amarán en el otro mundo.

Las cinco, y Víctor sin aparecer. El cerebro de Abelarda era un volcán, que desfogaba por los ojos en destellos de calentura, por los labios en monosílabos de despecho, de amor, de cólera. Sólo dos veces, en la temporada aquella, había pasado el hombre superior toda la noche fuera de casa; y la primera vez que esto sucediera, entró a eso de las diez de la mañana en un desorden lamentable, denunciando con su actitud, con sus palabras y hasta con su ropa, los excesos de una noche de festín entre personas de vida poco regular. ¡Si sucedería lo mismo aquella segunda vez!... Pero no; algo había ocurrido.   -307-   Entre el tiernísimo paso de la escalera y aquella ausencia inexplicable, había un enigma, algo misterioso, quizás una desgracia o una monstruosidad que la pobre muchacha en la ofuscación de su inteligencia no acertaba a comprender. Las seis, y nada. Rompió a llorar, y tan pronto reclinaba su cabeza sobre la almohada, como se sentaba en un baúl o iba de una parte a otra de la habitación, cual pájaro saltando en su jaula de palito en palito.

Llegó el día, y nada. El primero a quien Abelarda sintió levantarse fue su padre, que pasó camino de la cocina y después del despacho. Las ocho. Doña Pura no tardaría en abandonar las ociosas plumas. Como ya, aunque Víctor entrase, no era posible hablar a solas con él, la dolorida se acostó, no para dormir ni descansar, sino para que su madre no cayese en la cuenta de la noche toledana. Más de las nueve eran ya cuando entró el trasnochador con muy mal cariz. Doña Pura le abrió la puerta sin decirle una sola palabra. Metiose en su cuarto, y Abelarda, que salía del suyo, le sintió revolviéndose en el estrecho recinto, donde apenas cabían la cama, una silla y el baúl. «Si vas a la iglesia -díjole Pura, sacando unos cuartos del portamonedas-, te traes cuatro huevos... Que te acompañe Luis. Yo no salgo. Me duele la cabeza. Tu padre está disgustadísimo, y con razón. ¡Mira que colocar a este perdulario y   -308-   dejarle a él en la calle, a él, tan honrado y que sabe más de Administración que todo el Ministerio junto! ¡Qué Gobiernos, Señor, qué Gobiernos! Y se espantan luego de que haya revolución. Te traes cuatro huevos. ¡No sé cómo saldremos del día!... ¡Ah!, tráete también el cordón negro para mi vestido y los corchetes».

Abelarda fue a la iglesia, y al volver con los encargos de su madre, halló a esta, su tía y Víctor en el comedor, enzarzados en furiosa disputa. La voz de Cadalso sobresalía, diciendo:

«Pero, señoras mías, ¿yo qué culpa tengo de que me hayan colocado a mí antes que a papá? ¿Es esto razón bastante para que todos en esta casa me pongan cara de cuerno? Pues ganas me dan, como hay Dios, de tirar la credencial a la calle. Antes que nada, la paz de la familia. Yo desviviéndome porque me quieran, yo tratando de hacer olvidar los disgustos que les he causado, y ahora, ¡válgame Dios!, porque al Ministro se le antoja colocarme, ya falta poco para que mi suegra y la hermana de mi suegra me saquen los ojos. Bueno, señoras; arañen, peguen todo lo que gusten; yo no he de quejarme. Mientras más perrerías me digan, más he de quererles yo a todos».

-¡Como si no supiéramos -objetó doña Pura hecha un áspid-, que tú tienes vara alta en el Ministerio, y que si hubieras querido, ya Ramón tendría plaza...!

  -309-  

-Por Dios, mamá, por Dios -replicó Víctor revelando verdadera consternación-. Eso es del género inocente... No puedo creer que usted lo diga con formalidad. ¡Que yo...!, vamos; ¡tengo entre la familia una reputacioncita...! ¿Y si yo jurase que he gestionado por papá más que por mí? ¿Si yo lo jurase? Claro, no me creerían. Pero, créanlo o no, lo digo y lo sostengo.

Abelarda no intervino en la reyerta; pero mentalmente se ponía de parte de su hermano político. En esto entró Villaamil, y Víctor se fue resueltamente a él: «Usted que es un hombre razonable, dígame si cree, como estas señoras, que yo he gestionado o trabajado o intrigado porque me colocaran a mí y a usted no. Porque aquí me están calentando las orejas con esa historia, y francamente, me aflige oírme tratar como un Judas sin conciencia. (Con noble acento). Yo, Sr. D. Ramón, me he portado lealmente. Si he tenido la desgracia de ir por delante de otros, no es culpa mía. ¿Sabe usted lo que yo haría ahora?... y que me muera si no digo verdad. Pues cederle a usted mi plaza».

-Si nadie habla del asunto -replicó Villaamil con serenidad, que obtenía violentándose cruelmente-. ¡Colocarme a mí! ¿Crees que alguien piensa en tal cosa? Ha pasado lo natural y lógico. Tú tienes allá... no sé dónde... buenos padrinos o madrinas... Yo no tengo a nadie... Que te aproveche.

  -310-  

Cerró la puerta de su despacho, dejando en el pasillo a Víctor, algo confuso y con una respuesta entre labio y labio, que no se atrevió a soltar. Aún quiso engatusar a doña Pura en el comedor, tratando de rendir su ánimo con expresiones servilmente cariñosas. «¡Qué desgracia tan grande, Dios mío, no ser comprendido! Me consumo por esta familia, me sacrifico por ella, hago mías sus desgracias y suyos mis escasos posibles, y como si nada. Soy y seré siempre aquí un huésped molesto y un pariente maldito. Paciencia, paciencia».

Dijo esto con afectación hábil, en el momento de sacar papel y disponerse a escribir sobre la mesa del comedor. Al sentarse vio ante sí a su cuñada, de pie y mirándole, sosteniendo la barba entre los dedos de la mano derecha, actitud atenta, pensativa y cariñosa, semejante, salvo la belleza, a la de la célebre estatua de Polimnia en el grupo antiguo de las Musas. No era preciso ser lince para leer en las pupilas y expresión de la insignificante estas o parecidas reconvenciones: «¿Pero qué haces ahí sin atenderme? ¿No sabes que soy la única persona que te ha comprendido? Vuélvete hacia mí, y no hagas caso de los demás... Estoy aguardándote desde anoche, ¡ingrato!, y tú tan distraído. ¿Qué se hicieron tus planes de escapatoria? Estoy pronta... Me iré con lo puesto».

Al verla en tal actitud y al leer en sus ojos   -311-   la reconvención, cayó Víctor en la cuenta de que estaba en descubierto con ella. Maldito si desde la noche anterior se había vuelto a acordar del paso de la escalera, y si lo recordaba era como un hecho baladí, cual humorada estudiantil sin consecuencias para la vida. Su primera impresión, al despertarse la memoria, fue de disgusto, cual si recordase la precisión impertinente de pagar una visita de puro cumplido. Pero al instante compuso la fisonomía, que para cada situación tenía una hermosa máscara en el variado repertorio de su histrionismo moral; y cerciorándose de que no andaba por allí su suegra, puso una cara muy tierna, miró al techo, después a su cuñada, y entre ambos se cruzaron estas breves cláusulas:

«Vida mía, tengo que hablarte... ¿dónde y cuándo?».

-Esta tarde... en las Comendadoras... a las seis.

Y nada más. Abelarda se escapó a arreglar la sala, y Víctor se puso a escribir, arrojando con desdén la careta y pensando de este modo: «La chiflada esta quiere saber cuándo tocan a perderse... ¡Ah!... pues si tú lo cataras... Pero no lo catarás».



  -312-  

ArribaAbajo- XXXII -

Puntual, como la hora misma, entró Abelarda, a la de la cita, en las Comendadoras. La iglesia, callada y oscura, estaba que ni de encargo para el misterioso objeto de una cita. Quien hubiera visto entrar a la chica de Villaamil, se habría pasmado de notar en ella su mejor ropa, los verdaderos trapitos de cristianar. Se los puso sin que lo advirtiera su madre, que había salido a las cinco. Sentose en un banco, rezando distraída y febril, y al cuarto de hora entró Víctor, que al pronto no veía gota, y dudaba a qué parte de la iglesia encaminarse. Fue ella a servirle de guía, y le tocó el brazo. Diéronse las manos y se sentaron cerca de la puerta, en un lugar bastante recogido y el más tenebroso de la iglesia, a la entrada de la capilla de los Dolores.

A pesar de su pericia y del desparpajo con que solía afrontar las situaciones más difíciles, Víctor, no sabiendo cómo desflorar el asunto, estuvo mascando un rato las primeras palabras. Por fin, resuelto a abreviar, encomendándose mentalmente al demonio de su guarda, dijo: «Empiezo por pedirte perdón, vida mía; perdón, sí, lo siento, por mi conducta... imprudente... El amor que te tengo es tan hondo, tan avasallador, que anoche, sin saber lo que hacía, quise   -313-   lanzarte por las... escabrosidades de mi destino. Estarás enojadísima conmigo, lo comprendo, porque a una mujer de tu calidad, ¡proponer yo como propuse...! Pero estaba ciego, demente, y no supe lo que me dije. ¡Qué idea habrás formado de mí! Merezco tu desprecio. ¡Proponerte que abandonaras tus padres, tu casa, por seguirme a mí, a mí, cometa errante (recordando frases que había leído en otros tiempos y enjaretándolas con la mayor frescura), a mí que corro por los espacios, sin dirección fija, sin saber de dónde he recibido el impulso ni a dónde me lleva mi carrera loca...! Me estrellaré; de fijo me estrellaré. Pero sería un infame, Abelarda (tomándole una mano), sería el último de los monstruos si permitiera que te estrellarás conmigo... tú, que eres un ángel; tú, que eres el encanto de tu familia... ¡Oh!, te pido perdón, y me pondría de rodillas para alcanzarlo. Cometí gravísimo atentado contra tu dignidad, ultrajé tu candor, proponiéndote aquella atrocidad nacida en este cerebro calenturiento... en fin, perdóname, y admite mis honradas excusas. Te amo, te amo, y te amaré siempre, sin esperanza, porque no puedo aspirar a poseer tan... rica joya. Insultaría a Dios si tal aspiración tuviese...».

No acertaba la Miau a comprender bien aquella palabrería, de sentido tan opuesto a lo que esperaba escuchar. Mirábale a él, y después a la imagen más próxima, un San Juan   -314-   con cordero y banderola, y le preguntaba al santo si aquello era verdad o sueño.

«Estás, estás perdonado» murmuró respirando muy fuerte.

-No extrañes, amor mío -prosiguió él, dueño ya de la situación-, que en tu presencia me vuelva tímido y no sepa expresarme bien. Me fascinas, me anonadas, haciéndome ver mi pequeñez. Perdóname el atrevimiento de anoche. Quiero ahora ser digno de ti, quiero imitar esa serenidad sublime. Tú me marcas el camino que debo seguir, el camino de la vida ideal, de las acciones perfectamente ajustadas a la ley divina. Te imitaré; haré por imitarte. Es preciso que nos separemos, mujer incomparable. Si nos juntamos, tu vida corre peligro y la mía también. Estamos cercados de enemigos que nos acechan, que nos vigilan... ¿Qué debemos hacer?... Separarnos en la tierra, unirnos en las esferas ideales. Piensa en mí, que yo ni un instante te apartaré de mi pensamiento...

Abelarda inquietísima, se movía en el banco como si este se hallara erizado de púas.

«¿Cómo olvidar que cuando toda la familia me despreciaba, tú sola me comprendías y me consolabas? ¡Ah!, no se olvida eso en mil años. Te aseguro que eres sublime. Soy un miserable. Déjame abandonado a mi triste suerte. Sé que has de pedir a Dios por mí, y esto me consuela. Si yo creyera, si yo pudiera prosternarme ante   -315-   ese altar o ante otro semejante, si yo rezar pudiese, rezaría por ti... Adiós, amor mío».

Quiso cogerle una mano, pero Abelarda la retiró, volviendo la cara hacia el opuesto lado.

«Tu esquivez me mata. Bien sé que la merezco... Anoche estuve contigo irrespetuoso, grosero, indelicado. Pero ya has dicho que me perdonabas. ¿A qué ese gesto? Ya, ya sé... Es que te estorbo, es que te soy aborrecible... Lo merezco; sé que lo merezco. Adiós. Estoy expiando mis culpas, porque ahora quiero separarme de ti, y ya ves, no puedo... ¡Clavado en este banco!... (Impaciente, y atropellándose por concluir pronto). ¿Te acordarás de mí en tu vida futura?... Oye un consejo: cásate con Ponce, y si no te casas, entra en un convento, y reza por él y por mí, por este pecador... Tú has nacido para la vida espiritual. Eres muy grande, y no cabes en la estrechez del matrimonio ni en la... prosaica vida de familia... No puedo seguir, mujer, porque pierdo la razón... deliro y... Valor... un supremo esfuerzo... Adiós, adiós».

Y como alma que lleva Satanás, salió de la iglesia, refunfuñando. Tenía prisa, y se felicitaba de haber saldado una fastidiosa cuentecilla. «¡Qué demonio! -dijo, mirando su reloj y avivando el paso-. Pensé despachar en diez minutos y he empleado veinte. ¡Y aquella esperándome desde las seis!... Vamos, que sin poderlo remediar me da lástima de esta inefable   -316-   cursi. Van a tener que ponerte camisa... o corsé de fuerza».

Y Abelarda, ¿qué hacía y qué pensaba? Pues si hubiera visto que al púlpito de la iglesia subía el Diablo en persona y echaba un sermón acusando a los fieles de que no pecaban bastante, y diciéndoles que si seguían así no ganarían el Infierno; si Abelarda hubiera visto esto, no se habría pasmado como se pasmó. La palabra del monstruo y su salida fugaz dejáronla yerta, incapaz de movimiento, el cerebro cuajado en las ideas y en las impresiones de aquella entrevista, como sustancia echada en molde frío y que prontamente se endurece. Ni le pasó por la cabeza rezar, ¿para qué? Ni marcharse, ¿adónde? Mejor estaba allí, quieta y muda, rivalizando en inmovilidad con el San Juan del gallardete y con la Dolorosa. Esta se hallaba al pie de la Cruz, rígida en su enjuto vestido negro y en sus tocas de viuda, acribillado el pecho de espaditas de plata, las manos cruzadas con tanta fuerza, que los dedos se confundían formando un haz apretadísimo. El Cristo, mucho mayor que la imagen de su madre, extendíase por el muro arriba, tocando al techo del templete con su corona de abrojos, y estirando los brazos a increíble distancia. Abajo velas, los atributos de la Pasión, ex-votos de cera, un cepillo con los bordes de la hendidura mugrientos, y el hierro del candado muy roñoso;   -317-   el puño del altar goteado de cera; la repisa pintada imitando jaspes. Todo lo miraba la señorita de Villaamil, no viendo el conjunto sino los detalles más íntimos, clavando sus ojos aquí y allí como aguja que picotea sin penetrar, mientras su alma se apretaba contra la esponja henchida de amargor, absorbiéndolo todo.

Vinieron a coincidir en el tiempo dos gravísimos actos, cada uno de los cuales pudo decidir por sí solo la vida ulterior de la insignificante y trastornada joven. Con diferencia de dos horas y media, se realizaron el suceso que acabo de referir y otro no menos importante. Ponce, conferenciando con doña Pura en la sala de esta, sin testigos, se mostró enojado porque los padres de su prometida no habían fijado aún el día de la boda.

«Pues por fijado, hijo, por fijado. Ramón y yo no deseamos otra cosa. ¿Le parece a usted que a principios de Mayo?, ¿el día de la Cruz?».

Poco antes doña Pura había explicado la ausencia de su hija en la tertulia por el grandísimo enfriamiento que aquella tarde cogiera en las Comendadoras. Entró en casa castañeteando los dientes, y con un calenturón tan fuerte, que su madre la mandó acostarse al momento. Era esto verdad; mas no toda la verdad, y la señora se calló el asombro de verla entrar a horas desusadas y con un vestido que no acostumbraba ponerse para ir de tarde a la iglesia   -318-   más próxima. «Eso es, lo mejorcito que tienes; estropéalo donde no lo puedes lucir, y dedícate a refregar con ese casimir tan rico de catorce reales los bancos de la iglesia, llenos de mugre, de polvo y de cuanta porquería hay». También se calló que su hija no contestaba acorde a nada de cuanto le decía. Esto, el chasquido de dientes y la repugnancia a comer movieron a doña Pura a meterla en la cama. No las tenía la señora todas consigo, y estaba cavilosa buscando el sentido de ciertas rarezas que en la niña notaba. «Sea lo que quiera -pensó-, cuanto más pronto la casemos, mejor». Sobre esto dijo algo a su marido; pero Villaamil no se había dignado contestar sílaba; tan tétrico y cabizbajo andaba.

Abelarda, que se hacía la dormida para que no la molestase nadie, vio a Milagros acostando a Luisito, el cual no se durmió pronto aquella noche, sino que daba vueltas y más vueltas. Cuando ambos se quedaron solos, Abelarda le mandó estarse callado. No tenía ella ganas de jarana; era tarde y necesitaba descanso. «Tiita, no puedo dormirme. Cuéntame cuentos».

-Sí, para cuentos estoy yo. Déjame en paz o verás...

Otras veces, al sentir a su sobrino desvelado, la insignificante, que le amaba entrañablemente, procuraba calmar su inquietud con afectuosas palabras; y si esto no era bastante,   -319-   se iba a su cama, y arrullándole y agasajándole, conseguía que conciliara el sueño. Pero aquella noche, excitada y fuera de sí, sentía tremenda inquina contra el pobre muchacho; su voz la molestaba y hería, y por primera vez en su vida pensó de él lo siguiente: «¿Qué me importa a mí que duermas o no, ni que estés bueno ni que estés malo, ni que te lleven los demonios?».

Luisito, hecho a ver a su tía muy cariñosa, no se resignaba a callar. Quería palique a todo trance, y con voz de mimo dijo a su compañera de habitación: «Tía, ¿viste tú por casualidad a Dios alguna vez?».

-¿Qué hablas ahí, tonto?... Si no te callas, me levanto y...

-No te enfades... pues yo ¿qué culpa tengo? Yo veo a Dios, le veo cuando me da la gana; para que lo sepas... Pero esta noche no le veo más que los pies... los pies con mucha sangre, clavaditos y con un lazo blanco, como los del Cristo de las melenas que está en Monserrat... y me da mucho miedo. No quiero cerrar los ojos, porque... te diré... yo nunca le he visto los pies, sino la cara y las manos... y esto me pasa... ¿sabes por qué me pasa?... porque hice un pecado grande... porque le dije a mi papá una mentira, le dije que quería ir con la tía Quintina a su casa. Y fue mentira. Yo no quiero ir más que un ratito para ver los santos. Vivir   -320-   con ella no. Porque irme con ella y dejaros a vosotros es pecado, ¿verdad?

-Cállate, cállate, que no estoy yo para oír tus sandeces... ¿Pues no dice que ve a Dios el muy borrico?... Sí, ahí está Dios para que tú le veas, bobo...

Abelarda oyó al poco rato los sollozos de Cadalsito, y en vez de piedad, sintió, ¡cosa más rara!, una antipatía tal contra su sobrino, que mejor pudiera llamarse odio sañudo. El tal mocoso era un necio, un farsante que embaucaba a la familia con aquellas simplezas de ver a Dios y de querer hacerse curita; un hipócrita, un embustero, un mátalas-callando... y feo, y enclenque, y consentido además...

Esta hostilidad hacia la pobre criatura era semejante a la que se inició la víspera en el corazón de Abelarda contra su propio padre, hostilidad contraria a la naturaleza, fruto sin duda de una de esas auras epileptiformes que subvierten los sentimientos primarios en el alma de la mujer. No supo ella darse cuenta de cómo tal monstruosidad germinara en su espíritu, y la veía crecer, crecer a cada instante, sintiendo cierta complacencia insana en apreciar su magnitud. Aborrecía a Luis, le aborrecía con todo su corazón. La voz del chiquillo le encalabrinaba los nervios, poniéndola frenética.

Cadalsito, sollozando, insistió: «Le veo las   -321-   piernas negras con manchurrones de sangre, le veo las rodillas con unos cardenales muy negros, tiita... tengo mucho miedo... ¡Ven, ven!».

La Miau crispó los puños, mordió las sábanas. Aquella voz quejumbrosa removía todo su ser, levantando en él una ola rojiza, ola de sangre que subía hasta nublarle los ojos. El chiquillo era un cómico, fingido y trapalón, bajado al mundo para martirizarla a ella y a toda su casta... Pero aún quedaba en Abelarda algo de hábito de ternura que contenía la expansión de su furor. Hacía un movimiento para echarse de la cama y correr a la de Luis con ánimo de darle azotes, y se reprimía luego. ¡Ah!, como pusiera las manos en él, no se contentaría con la azotaina... le ahogaría, sí. ¡Tal furia le abrasaba el alma y tal sed de destrucción tenían sus ardientes manos!

-Tiita, ahora le veo el faldellín todo lleno de sangre, mucha sangre... Ven, enciende luz, o me muero de susto; quítamele, dile que se vaya. El otro Dios es el que a mí me gusta, el abuelo guapo, el que no tiene sangre, sino un manto muy fino y unas barbas blanquísimas...

Ya no pudo ella dominarse, y saltó del lecho... Quedose a su orilla inmovilizada, no por la piedad, sino por un recuerdo que hirió su mente con vívida luz. Lo mismo que ella hacía en aquel instante, lo había hecho su difunta hermana en una noche triste. Sí, Luisa padecía   -322-   también aquellas horribles corazonadas de aborrecer a su progenitura, y cierta noche que le oyó quejarse, echose de la cama y fue contra él, con las manos amenazantes, trocada de madre en fiera. Gracias que la sujetaron, pues si no, sabe Dios lo que habría pasado. Y Abelarda7 repetía las mismas palabras de la muerta, diciendo que el pobre niño era un monstruo, un aborto del infierno, venido a la tierra para castigo y condenación de la familia.

Llevola este recuerdo a comparar la semejanza de causas con la semejanza de efectos, y pensó angustiadísima: «¿estaré yo loca, como mi hermana?... ¿Es locura, Dios Mío?».

Volvió a meterse entre sábanas, prestando atención a los sollozos de Luis, que parecían atenuarse, como si al fin le venciera el sueño. Transcurrió un largo rato, durante el cual la tiita se aletargó a su vez; pero de improviso despertó sintiendo el mismo furor hostil en su mayor grado de intensidad. No la detuvo entonces el recuerdo de su hermana; no había en su espíritu nada que corrigiese la idea, o mejor dicho, el delirio de que Luis era una mala persona, un engendro detestable, un ser infame a quien convenía exterminar. Él tenía la culpa de todos los males que la agobiaban, y cuando él desapareciera del mundo, el sol brillaría más y la vida sería dichosa. El chiquillo aquel representaba toda la perfidia humana, la   -323-   traición, la mentira, la deshonra, el perjurio.

Reinaba profunda oscuridad en la alcoba. Abelarda, en camisa y descalza, echándose un mantón sobre los hombros, avanzó palpando... Luego retrocedió buscando las cerillas. Habíasele ocurrido en aquel momento ir a la cocina en busca de un cuchillo que cortara bien. Para esto necesitaba luz. La encendió, y observó a Luis que al cabo dormía profundamente. «¡Qué buena ocasión! -se dijo-; ahora no chillará, ni hará gestos... Farsante, pinturero, monigote, me las pagarás... Sal ahora con la pamplina de que ves a Dios... Como si hubiera tal Dios, ni tales carneros...». Después de contemplar un rato al sobrinillo, salió resuelta. «Cuanto más pronto, mejor». El recuerdo de los sollozos del chico, hablando aquellos disparates de los pies que veía, atizaba su cólera. Llegó a la cocina y no encontró cuchillo, pero se fijó en el hacha de partir leña, tirada en un rincón, y le pareció que este instrumento era mejor para el caso, más seguro, más ejecutivo, más cortante. Cogió el hacha, hizo ademán de blandirla, y satisfecha del ensayo, volvió a la alcoba, en una mano la luz, en otra el arma, el mantón por la cabeza... Figura tan extraña y temerosa no se había visto nunca en aquella casa. Pero en el momento de abrir la puerta de cristales de la alcoba, sintió un ruido que la sobrecogió. Era el del llavín de Víctor girando en la cerradura.   -324-   Como ladrón sorprendido, Abelarda apagó de un soplo la luz, entró y se agachó detrás de la puerta, recatando el hacha. Aunque rodeada de tinieblas, temía que Víctor la viese al pasar por el comedor y se hizo un ovillo, porque la furia que había determinado su última acción se trocó súbitamente en espanto con algo de femenil vergüenza. Él pasó alumbrándose con una cerilla, entró en su cuarto y se cerró al instante. Todo volvió a quedar en silencio. Hasta la alcoba de Abelarda llegaba débil, atravesando el comedor y las dos puertas de cristales, la claridad de la vela que encendiera Víctor para acostarse. Cosa de diez minutos duró el reflejo; después se extinguió, y todo quedó en sombra. Pero la cuitada no se atrevía ya a encender su luz; fue tanteando hasta la cama, escondió el hacha bajo la cómoda próxima al lecho, y se deslizó en este reflexionando: «No es ocasión ahora. Gritaría, y el otro... Al otro le daría yo el hachazo del siglo; pero no basta un hachazo, ni dos, ni ciento... ni mil. Estaría toda la noche dándole golpes y no le acabaría de matar».




ArribaAbajo- XXXIII -

Nuestro infortunado Villaamil no vivía desde el momento aciago en que supo la colocación de su yerno, y para mayor desdicha el prohombre ministerial no le hacía caso. Inmediatamente   -325-   después de almorzar, se echaba a la calle, y se pasaba el día de oficina en oficina, contando su malaventura a cuantos encontraba, refiriendo la atroz injusticia, que, entre paréntesis, no le cogía de nuevo: porque él, se lo podían creer, nunca esperó otra cosa. Cierto que, apretado por la fea necesidad, y llegando a sentir como un estorbo en aquel pesimismo que se había impuesto, se lo arrancaba a veces como quien se arranca una máscara, y decía, implorando con toda el alma desnuda: «Amigo Cucúrbitas, me conformo con cualquier cosa. Mi categoría es de Jefe de Administración de tercera; pero si me dan un puesto de oficial primero, vamos, de oficial segundo, lo tomo, sí señor, lo tomo, aunque sea en provincias». La misma cantinela le entonaba al Jefe del Personal, a todos los amigos influyentes que en la casa tenía, y epistolarmente al Ministro y a Pez. A Pantoja, en gran confianza, le dijo: «Aunque sea para mí una humillación, hasta oficial tercero aceptaré por salir de estas angustias... Después, Dios dirá».

Luego iba de estampía contra Sevillano, de quien se hablará después, empleado en el Personal, el cual le decía con expresión de lástima: «Sí, hombre, sí, cálmese usted; tenemos nota preferente... Debe usted procurar serenarse». Y le volvía la espalda. Poco a poco fue el santo varón desmintiendo su carácter, aprendiendo   -326-   a importunar a todo el mundo y perdiendo el sentido de las conveniencias. Después de verle andar por las oficinas, dando la lata a diferentes amigos, sin excluir a los porteros, Pantoja le habló en confianza: «¿Sabes lo que el bigardo de tu yerno le dijo al Diputado ese? Pues que tú estabas loco y que no podías desempeñar ningún destino en la Administración. Como lo oyes; y el Diputado lo repitió en el Personal, delante de Sevillano y del hermano de Espinosa, que me lo vino a contar a mí».

-¿Eso dijo? (estupefacto). ¡Ah!, lo creo. Es capaz de todo...

Esto acabó de trastornarle. Ya la insistencia de su incansable porfía y la expresión de ansiedad que iban tomando sus ojos asustaba a sus amigos. En algunas oficinas, cuidaban de no responderle o de hablarle con brevedad para que se cansara y se fuese con la música a otra parte. Pero estaba a prueba de desaires, por habérsele encallecido la epidermis del amor propio. En ausencia de Pantoja, Espinosa y Guillén le tomaban el pelo de lo lindo: «¿No sabe usted, amigo Villaamil, lo que se corre por ahí? Que el Ministro va a presentar a las Cortes una ley estableciendo el income tax. La Caña la está estudiando».

-Como que me ha robado mis ideas. Mis cuatro Memorias durmieron en su poder más de un año. Vean ustedes lo que saca uno de   -327-   quemarse las cejas por estudiar algo que sirva de remedio a esta Hacienda moribunda... País de raterías, Administración de nulidades, cuando no se puede afanar una peseta, se tima el entendimiento ajeno. Ea, con Dios.

Y salía disparado, precipitándose por los escalones abajo, hacia la Dirección de Impuestos (patio de la izquierda), ansioso de calentarle las orejas al amigo La Caña. A la media hora se le veía otra vez venciendo jadeante la cansada escalera para meterse un rato en el Tesoro o en Aduanas. Algunas veces, antes de entrar, daba la jaqueca a los porteros, contándoles toda su historia administrativa. «Yo entré a servir en tiempo de la Regencia de Espartero, siendo Ministro el Sr. Surrá y Rull, excelente persona, hombre muy mirado. Me parece que fue ayer cuando subí por esa escalera. Traía yo unos calzoncitos de cuadros, que se usaban entonces, y mi sombrero de copa, que había estrenado para tomar posesión. De aquel tiempo no queda ya nadie en la casa, pues el pobre Cruz, a quien vi en este mismo sitio cuando yo entraba, se las lió hace dos meses. ¡Ay, qué vida esta!... Mi primer ascenso me lo dio D. Alejandro Mon... buena persona... y de mucho carácter, no se crean ustedes. Aquí se plantificaba a las ocho de la mañana, y hacía trabajar a la tropa; por eso hizo lo que hizo. Como madrugador, no ha habido otro D. Juan Bravo Murillo, y el número   -328-   uno de los trasnochadores era D. José Salamanca, que nos tenía aquí a los de Secretaría hasta las dos o las tres de la madrugada. Pues digo, ¿hay alguno entre ustedes que se acuerde de D. Juan Bruil, que por más señas, me hizo a mí oficial tercero? ¡Ah, qué hombre! Era una pólvora. Pues también el amigo Madoz las gastaba buenas. ¡Qué cascarrabias! Yo tuve el 57 un director que no hacía un servicio al lucero del alba ni despachaba cosa alguna, como no viniera una mujer a pedírsela. Crean ustedes que la perdición del país es la faldamenta».

Los porteros le llevaban el humor mientras podían; pero también llegaron a sentir cansancio de él, y pretextaban ocupaciones para zafarse. El santo varón, después de explayarse por las porterías, volvía adentro, y no faltaba en Aduanas o en Propiedades un guasón presumido, como Urbanito, el hijo de Curcúbitas, que le convidase a café para tirarle de la lengua y divertirse oyendo sus exaltadas quejas. «Miren ustedes; a mí me pasa esto por decente, pues si yo hubiera querido desembuchar ciertas cosas que sé referentes a pájaros gordos, ¿me entienden ustedes?... digo que si yo hubiera sido como otros que van a las redacciones con la denuncia del enjuague A, del enredo B... otro gallo me cantara... ¿Pero qué resulta?, que aunque uno no quiera ser decente y delicado, no puede conseguirlo. El pillo nace, el orador se hace. Total,   -329-   que ni siquiera me vale haber escrito cuatro Memorias que constituyen un plan de Presupuestos, porque un mal amigo a quien se las enseño, me roba la idea y la da por suya. Lo que menos piensan ustedes es que ese dichoso income tax que quieren establecer ¡temprano y con sol!, es idea mía... diez años devanándome los sesos... ¿para qué?, para que un grajo se adorne con mis plumas o con la obra de mi pluma. Yo digo que si el Ministro sabe esto, si lo sabe el país, ¿qué sucederá? Puede que no suceda nada, porque allá se van el país y el Ministro en lo puercos y desagradecidos... Yo me lavo las manos; yo me estoy en mi casa, y si vienen revoluciones, que vengan; si el país cae en el abismo, que caiga con cien mil demonios. Después dirán: «¡qué lástima no haber planteado los cuatro puntos aquellos del buen Villaamil, Moralidad, Income tax, Aduanas, Unificación!». Pero yo diré: tarde piache... «Haberlo visto antes». Dirán: «pues que sea Villaamil Ministro»; y yo responderé: «cuando quise no quisiste, y ahora... a buena hora mangas verdes...». Conque, señores, me voy para que ustedes trabajen. En mis tiempos, no había estos ocios. Se fumaba un cigarrito, se tomaba café, y luego al telar... Pero ahora, empleado hay que viene aquí a inventar charadas, a chapucear comedias, revistas de toros y gacetillas. Así está la Administración pública, que es una mujer pública,   -330-   hablando mal y pronto. Francamente, esto da asco, y yo no sé cómo todos ustedes no hacen dimisión, y dejan solos al Ministro y al Jefe del Personal, a ver cómo se desenvuelven. No, no lo digo en broma; veo que se ríen ustedes, y no es cosa de risa. Dimisión total, huelga en un día dado, a una hora dada...».

Por fin, hartos de este charlar incoherente, le echaban con buenos modos, diciéndole: «D. Ramón, usted debiera ir a tomar el aire. Un paseíto por el Retiro le vendría muy bien». Salía rezongando, y en vez de seguir el saludable consejo de oxigenarse, bajaba, mal terciada la capa, y se metía en el Giro Mutuo, donde estaba Montes, o en Impuestos, donde su amigo Cucúrbitas soportaba con increíble paciencia discursos como este: «Te digo en confianza, aquí de ti para mí, que me contento con una plaza de oficial tercero: proponme al Ministro. Mira que siento en mi cabeza unas cosas muy raras, como si se me fuera el santo al cielo. Me entran ganas de decir disparates, y aun recelo que a veces se me salen de la boca. Que me den esos dos meses, o no sé; creo que pronto empezaré a tirar piedras. Ya sabes mi situación; sabes que no tengo cesantía, porque, si bien soy anterior al 45, mi primer destino no fue de Real orden; no entré en plantilla hasta el 46, gracias a D. Juan Martín Carramolino. Bien te acordarás. Tú estabas por debajo de mí;   -331-   yo te enseñé a poner una minuta en regla. El 54 tú entraste en la Milicia Nacional; yo no quise, porque nunca me ha gustado la bullanga. Ahí tienes el principio de tu buena fortuna y el de mi desdicha. Gracias al morrión te plantaste de un salto en Jefe de Negociado de segunda, mientras yo me estancaba en oficial primero... Parece mentira, Francisco, que el sombrero influya tanto. Pues dicen que Pez debe su carrera nada más que al chisterómetro de alas anchas y abarquilladas que le da un aire tan solemne... Bien recuerdo que tú me decías: 'Ramón, ponte un chaleco de buen ver, que esto ayuda; gasta cuellos altos, muy altos, muy tiesos, que te obliguen a engallar la cabeza con cierto aire de importancia'. Yo no te hice caso, y así estoy. A Basilio, desde que se encajó la levita inglesa, le empezaron a indicar para el ascenso, y a mí se me antoja que las botas chillonas del amigo Montes, dando a su personalidad un no sé qué de atrevido, insolente y qué se me da a mí, han influido para que avance tanto... Sobre todo el sombrero, el sombrero es cosa esencialísima, Francisco, y el tuyo me parece un perfecto modelo... alto de copa y con hechura de trombón, el ala muy semejante a la canaleja de un cura. Luego esas corbatas que tú te permites. Si me colocan, me pondré una igual... Conque ya sabes: oficial tercero: cualquier cosa: el quid está en firmar la nómina,   -332-   en ser algo, en que cuando entre yo aquí no me parezca que hasta las paredes lloran compadeciéndome... Francisco, hormiga de esta casa, hazlo por Dios y por tus hijos, tres de los cuales tienes ya bien colocados de aspirantes con cinco mil, sin contar a Urbanito que se calza doce. Si mi mujer fuera Pez en vez de ser rana, ¡ay!, no estaría yo en seco. Parece que lo tenéis en la masa de la sangre, y cuando nacen tus nenes y sueltan el primer lloro de la vida, en vez de ponerles la teta en la boca, les ponen el estado Letra A, Sección octava, del Presupuesto. Adiós, interésate por mí, sácame de este pozo en que me he caído... No quiero molestarte; tienes que hacer. Yo también estoy atareadísimo. Abur, abur».

No se crea que se iba mi hombre a la calle. Atraído de irresistible querencia, se lanzaba otra vez jadeante, a la fatigosa ascensión por la escalera, y llegaba sin aliento a Secretaría. Allí cierto día se encontró una novedad. Los porteros, que comúnmente le franqueaban la entrada, le detuvieron, disimulando con insinuaciones piadosas la orden terminante que tenían de no dejarle pasar. «D. Ramón, váyase a su casa, y descanse y duerma para que se le despeje ese meollo. El Jefe está encerrado y no recibe a nadie». Irritose Villaamil con la desusada consigna y aun quiso forzarla, alegando que no debía regir para él. La capa del infeliz   -333-   cesante barrió el suelo de aquí para allí, y aun tuvieron los ordenanzas que ponerle el sombrero, desprendido de su cabeza venerable. «Bien, Pepito Pez, bien -decía el infeliz, respirando con dificultad-; así pagas a quien fue tu Jefe, y te tapó muchas faltas. En donde menos se piensa salta un ingrato. Basta que yo te haya hecho mil favores, para que me trates como a un negro. Lógica puramente humana... Quedamos enterados. Adiós... ¡Ah! (volviéndose desde la puerta), dígale usted al Jefe del Personal, al D. Soplado ese, que usted y él se pueden ir a escardar cebollinos».




ArribaAbajo- XXXIV -

Pecho a los escalones, y otra vez al piso segundo, a la oficina de Pantoja. Cuando entró, Guillén, Espinosa y otros badulaques estaban muy divertidos viendo las aleluyas que el primero había compuesto, una serie de dibujillos de mala muerte, con sus pareados al pie, ramplones, groseros y de mediano chiste, comprendiendo la historia completa de Villaamil desde su nacimiento hasta su muerte. Argüelles, que no veía con buenos ojos las groseras bromas de Guillén, se apartaba del corrillo para atender a su trabajo. Rezaba la aleluya que el Sr. de Miau había nacido en Coria, garrafal dislate histórico, pues vio la luz en tierra de   -334-   Burgos; que desde el vientre de su madre pretendía, y que el ombligo se lo ataron con balduque. Entre otras particularidades, decía la ilustrada crónica, con dudosa Gramática: En vez de faja y pañales, -le envuelven en credenciales; y más adelante: Pide teta con afán, -y un Presupuesto le dan. Luego, cuando el digno funcionario llega a la mayor edad: Henchido de amor sin tasa, -con Zapaquilda se casa; y a poco de estrenada la vida matrimonial empiezan los apuros. El desmantelado hogar de Villaamil se caracteriza en este elegante dístico: Cuando faltan patacones, -se dan a cazar ratones... Pero en lo que el inspirado coplero explaya su numen, es en la pintura de los sublimes trabajos Villamilescos: Modelo de asiduidaz, -inventa el INCOME TAZ... Al Ministro le presenta,-sus planes sobre la Renta... El Jefe, al ver el INCOMIO, -me le manda a un manicomio. Por fin le arroja el poeta estas flores: Su existencia miserable -la sostiene con el sable; y por aquí seguía hasta suponer el glorioso tránsito del héroe: Le dan al fin la ración, -y muere del alegrón... Los gatos, cuando se mueren, -dicen todos: Miserere...

Al ver a Villaamil escondieron el nefando pliego, pero con hilaridad mal reprimida denunciaban la broma que traían y su objeto. Ya otras veces el infeliz cesante pudo notar que su presencia en la oficina (faltando de ella Pantoja), producía un recrudecimiento en la sempiterna   -335-   chacota de aquellos holgazanes. Las reticencias, las frases ilustradas con morisquetas al verle entrar, la cómica seriedad de los saludos le revelaron aquel día que su persona y quizás su desventura motivaban impertinentes chanzas, y esta certidumbre le llegó al alma. El enredijo de ideas que se había iniciado en su mente, y la irritación producida en su ánimo por tantas tribulaciones encalabrinaban su amor propio; su carácter se agriaba; la ingénita mansedumbre trocábase en displicencia y el temple pacífico en susceptibilidad camorrista.

«A ver, a ver -gruñó, acercándose al grupo con muy mal gesto-. Me parece que se ocupaban ustedes de mí. ¿Qué papelotes son esos que guarda Guillén?... Señores, hablemos claro. Si alguno de ustedes tiene que decirme algo, dígamelo en mis barbas. Francamente, en toda la casa noto que se urde contra mí una conjuración de calumnias; se trata de ponerme en ridículo, de indisponerme con los jefes, de presentarme al señor Ministro como un hombre grotesco, como un... ¡Y he de saber quién es el canalla, quién...! ¡Maldita sea su alma!» (terciándose la capa, y pegando fuerte puñetazo en la mesa más próxima).

Quedáronse todos fríos y mudos, porque no esperaban en Villaamil aquel rasgo de dignidad. El caballero de Felipe IV fue el primero que se explicó aquel súbito cambio de temperamento,   -336-   por un desequilibrio mental. Además de que odiaba profundamente a Guillén, sentía lástima de su amigo, y echándole el brazo por encima del hombro, le rogó que se tranquilizara, añadiendo que donde él estuviera, nadie osaría zaherir a persona tan respetable. Mas no se calmaba Villaamil con estas razones, porque vio al maldito Guillén aguantando la risa con la cara pegada al pupitre, y en un arrebato de cólera se fue a él, y con ahogada y trémula voz le dijo: «Sepa usted, cojitranco de los infiernos, que de mí no se ríe nadie... Ya sé, ya sé que ha hecho usted unos estúpidos versos y unos mamarrachos ridiculizándome. En Aduanas he oído que si yo propuse o no propuse al Ministro el income tax... y si me mandó o no me mandó a un manicomio».

-¿Yo?... D. Ramón... ¡qué cosas tiene! -replicó Guillén cortado y cobarde-. Yo no he hecho las aleluyas; las hizo Pez Cortázar, el de Propiedades, y Urbano Cucúrbitas es el que las ha enseñado por ahí.

-Pues hágalas quien las hiciere, el autor de esa porquería es un marrano que debiera estar en un cubil. Me ultrajan porque me ven caído. ¿Es eso de caballeros? A ver, respóndanme. ¿Es eso de personas regulares?

El santo varón giró sobre sí mismo, y se sentó, quebrantadísimo de aquel esfuerzo que acababa de hacer. Siguió murmurando, como   -337-   si hablara a solas: «Es que por todos los medios se proponen acabar conmigo, desautorizarme, para que el Ministro me tenga por un ente, por un visionario, por un idiota».

Exhalando suspiros hondísimos, encajó la quijada en el pecho y así estuvo más de un cuarto de hora sin pronunciar palabra. Los demás callaban, mirándose de reojo, serios, quizá compadecidos, y durante un rato no se oyó en la oficina más que el rasgueo de la pluma de Argüelles. De pronto, el chillar de las botas de Pantoja anunció la aproximación de este personaje. Todos afectaron atender a la faena, y el jefe de la sección entró con las manos cargadas de papeles. Villaamil no alzó la cabeza para mirar a su amigo ni parecía enterarse de su presencia. «Ramón -dijo Pantoja en afectuoso tono, llamándole desde su asiento-. Ramón... pero Ramón... ¿qué es eso?». Y por fin el amigo, dando otro suspirazo como quien despierta de un sueño, se levantó y fue hacia la mesa con paso claudicante.

«Pero no te pongas así -le dijo D. Ventura quitando legajos de la silla próxima para que el otro se sentara-. Pareces un chiquillo. En todas las oficinas hablan de ti, como de una persona que empieza a pasearse por los cerros de Úbeda... Es preciso que te moderes, y sobre todo (amoscándose un poco), es preciso que cuando se hable de planes de Hacienda y de la   -338-   confección de los nuevos Presupuestos, no salgas con la patochada del income tax... Eso está muy bueno para artículos de periódico (con desprecio), o para soltarlo en la mesa del café, delante de cuatro tontos perdularios, de esos que arreglan con saliva el presupuesto de un país y no pagan al sastre ni a la patrona. Tú eres hombre serio y no puedes sostener que nuestro sistema tributario, fruto de la experiencia...».

Levantose Villaamil como si en la silla hubiera surgido agudísimo punzón, y este movimiento brusco cortó la frase de Pantoja, que sin duda iba a rematarla en estilo administrativo, más propio de la Gaceta que de humana boca. Quedose el buen Jefe de sección archipasmado al ver que la faz de su amigo expresaba frenética ira, que la mandíbula le temblaba, que los ojos despedían fuego; y subió de punto el pasmo al oír estas airadas expresiones:

«Pues yo te sostengo... sí, por encima de la cabeza de Cristo lo sostengo... que mantener el actual sistema es de jumentos rutinarios... y digo más, de chanchulleros y tramposos... Porque se necesita tener un dedo de telarañas en los sesos para no reconocer y proclamar que el income tax, impuesto sobre la renta o como quiera llamársele, es lo único racional y filosófico en el orden contributivo... y digo más; digo que todos los que me oyen son un atajo de ignorantes, empezando por ti, y que sois la   -339-   calamidad, la polilla, la ruina de esta casa, y la filoxera del país, pues le estáis royendo y devorando la cepa, majaderos mil veces. Y esto se lo digo al Ministro si me apura, porque yo no quiero credenciales, ni colocación, ni derechos pasivos, ni nada; no quiero más que la verdad por delante, la buena administración, y conciliar... compaginar... armonizar (golpeando los dos dedos índices uno contra otro), los intereses del Estado con los del contribuyente. Y el mastuerzo, canalla, que diga que yo quiero destinos, se verá conmigo de hombre a hombre, aquí o en mitad de la calle, junto al Dos de Mayo, o en la pradera del Canal, a media noche, sin testigos... (dando terribles gritos, que atrajeron a los empleados de la oficina inmediata). Claro, me toman por un mandria porque no me conocen, porque no me han visto defendiendo la ley y la justicia contra los infames que en esta casa la atropellan. Yo no vengo aquí a mendigar una cochina credencial que desprecio; yo me paso por las narices a toda la casa, y a vosotros, y al Director, y al Jefe del Personal, y al Ministro; ¡yo no pido más que orden, moralidad, economía...!».

Revolvió los ojos a una parte y otra, y viéndose rodeado de tantas caras, alzó los brazos como si exhortara a una muchedumbre sediciosa, y lanzó un alarido salvaje gritando: «¡Vivan los presupuestos nivelados!».

  -340-  

Salió de la oficina, arrastrando la capa y dando traspiés. El buen Pantoja, rascándose con el gorro, le siguió con mirada compasiva, mostrando sincera aflicción. «Señores -dijo a los suyos y a los extraños, agrupados allí por la curiosidad-. Pidamos a Dios por nuestro pobre amigo, que ha perdido la razón».




ArribaAbajo- XXXV -

No eran las once de la mañana del día siguiente, día último de mes, por más señas, cuando Villaamil subía con trabajo la escalera encajonada del Ministerio, parándose a cada tres o cuatro peldaños para tomar aliento. Al llegar a la entrada de la Secretaría, los porteros, que la tarde anterior le habían visto salir en aquella actitud lamentable que referida está, se maravillaron de verle tan pacífico, en su habitual modestia y dulzura, como hombre incapaz de decir una palabra más alta que otra. Desconfiaban, no obstante, de esta mansedumbre, y cuando el buen hombre se sentó en el banco, duro y ancho como de iglesia, y arrimó los pies al brasero próximo, el portero más joven se acercó y le dijo: «D. Ramón, ¿para qué viene por aquí? Estese en su casa y cuídese, que tiempo tiene de rodar por estos barrios».

-Puede que tengas razón, amigo Ceferino. En mi casa metidito, y acá se las arreglen   -341-   estos señores como quieran. ¿Yo qué tengo que ver? Verdad que el país paga los vidrios rotos, y no puede uno ver con indiferencia tanto desbarrar. ¿Sabes tú si han llevado ya al Ministerio el nuevo Presupuesto ultimado? No sabes... Verdad, a ti qué más te da. Tú no eres contribuyente... Pues desde ahora te digo que el nuevo Presupuesto es peor que el vigente, y todo lo que hacen aquí una cáfila de barbaridades y despropósitos. Ahí me las den todas. Yo en mi casa tan tranquilo, viendo cómo se desmorona este país, que podría estar nadando en oro si quisiera.

A poco de soltar esta perorata, el pobre cesante se quedó solo, meditando, la barba en la mejilla. Vio pasar algunos empleados conocidos suyos; pero como no le dijeron nada, no chistó. Consideraba quizá la soledad que se iba formando en torno suyo, y con qué prisa se desviaban de él los que fueron sus compañeros y hasta poco antes se llamaban sus amigos. «Todo ello -pensó con admirable observación de sí mismo-, consiste en que mis desgracias me han hecho un poco extravagante, y en que alguna vez la misma fuerza del dolor es causa de que se me escapen frases y gestos que no son de hombre sesudo, y contradicen mi carácter y mi... ¿cómo es la palabreja?... ¡ah!, mi idiosincracia8... ¡Todo sea por Dios!».

Distrájole de su meditación un amigo que   -342-   entraba, y que se fue derecho a él en cuanto le vio. Era Argüelles, el padre de familia, envuelto en su capa negra, o más bien ferreruelo, el sombrerete ladeado a la chamberga, el bigote retorcido, la perilla enhiesta y erizada por el roce del embozo. Antes de subir a Contribuciones solía entrar un rato en el Personal, para desahogar las penas de su alma con un amigo que le daba cuenta de todo, y así alimentaba sus ilusiones de un próximo ascenso.

-¿Qué hace usted por aquí, amigo Villaamil? -le dijo en el tono que se emplea con los enfermos graves-. ¿Quiere usted que tomemos café? Pero no; quizá el café le sentará mal. Hay que cuidarse, y si vale mi consejo, haría usted muy bien en no parecer por esta posá del Peine en muchos días.

-¿A dónde vamos? (levantándose).

-Al Personal. Echaremos un parrafillo con Sevillano, que nos enterará de los nombramientos del día. Venga usted.

Y se internaron por luengo corredor, no muy claro, que primero doblaba hada la derecha, después a la izquierda. A lo largo del pasadizo accidentado y misterioso, las figuras de Villaamil y de Argüelles habrían podido trocarse, por obra y gracia de hábil caricatura, en las de Dante y Virgilio buscando por senos recónditos la entrada o salida de los recintos infernales que visitaban. No era difícil hacer de   -343-   D. Ramón un burlesco Dante por lo escueto de la figura y por la amplia capa que le envolvía; pero en lo tocante al poeta, había que sustituirle con Quevedo, parodiador de la Divina Comedia, si bien el bueno de Argüelles, más semejanza tenía con el Alguacil alguacilado que con el gran vate que lo inventó. Ni Dante ni Quevedo soñaron, en sus fantásticos viajes, nada parecido al laberinto oficinesco, al campaneo discorde de los timbres que llaman desde todos los confines de la vasta mansión, al abrir y cerrar de mamparas y puertas, y al taconeo y carraspeo de los empleados que van a ocupar sus mesas colgando capa y hongo; nada comparable al mete y saca de papeles polvorosos, de vasos de agua, de paletadas de carbón, a la atmósfera tabacosa, a las órdenes dadas de pupitre a pupitre, y al tráfago y zumbido, en fin, de estas colmenas donde se labra el panal amargo de la Administración. Metiéronse Villaamil y su guía en un despacho donde había dos mesas y una sola persona, que en aquel momento se mudaba el sombrero por un gorro de pana morada, y las botas por zapatillas. Era Sevillano, oficial de secretaría, buen mozo, aunque algo machucho, bien quisto en la casa, con fama de cuquería. Saludó el tal a Villaamil con recelo, mirándole mucho a la cara: «Vamos tirando» contestó el cesante eterno, y ocupó una silla junto a la mesa.

  -344-  

-¿De lo mío nada...? -dijo Argüelles, usando una fórmula interrogativa y afirmativa a la vez.

-Nada -replicó el presumido Sevillano, que al ponerse delante de la mesa parecía movido del deseo de que le vieran las zapatillas bordadas y de que admiraran su breve pie-, lo que se llama nada. Ni te han propuesto ni ese es el camino.

-No me coge de nuevo -gruñó el otro soltando capa y sombrero, como si quisiera oponer a la publicidad de las zapatillas de Sevillano la exhibición de sus encrespadas melenas-. Ese perro de Pantoja me ha engañado ya tres veces, y me engañará la cuarta si no le doy la morcilla. Yo lo paso todo, con tal que no me eche el pie adelante ese gorgojo repulsivo de Guillén. ¡Vamos, si le ascienden a él antes que a mí; si un padre de familia cargado de hijos y que lleva todo el peso de la oficina, se ve pospuesto a ese aborto inútil que mata el tiempo pintando monos...! (Volviéndose a Villaamil en solicitud de su aquiescencia). ¿Tengo razón o no tengo razón? ¿Le parece a usted que después de tantos años en este empleo, todavía les parezca temprano para darme el ascenso, y en cambio se lo den a ese coco, mamarracho, mal hombre y peor amigo, que además no sabe poner una minuta?

-Cabalmente, cabalmente por eso, por ser   -345-   una inutilidad -afirmó Villaamil con inmenso pesimismo-, tiene asegurada su carrera.

-Yo me sublevo -declaró con rabia el caballero de Felipe IV dando una patada-. Si ascienden a ese antes que a mí, me voy al Ministro y le digo... vamos, le suelto una frescura. Esto es peor que insultarle a uno y escupirle la cara. Sí, porque tanto polaquismo requema la sangre, y le entran a uno ganas de echarse la moral a la espalda y casarse con Judas. Esa garrapata de Guillén, con sus chuscadas y sus versitos y sus porquerías, se ha hecho popular aquí. Le ríen las gracias estúpidas... Todos tenemos algo de culpa en darle alas, lo reconozco... Yo le aseguro a usted, amigo D. Ramón, que no volverá a enseñar delante de mí sus monigotes. Ya le diré yo cuántas son cinco, ya le diré...

Argüelles se detuvo, creyendo ver en el rostro de Villaamil señales de excitación; pero contra lo que temía, el anciano escuchaba sereno, no mostrándose lastimado por el recuerdo de las groseras burlas.

«Dejarle, dejarle -contestó-. Por mi parte, sé sobreponerme a esas majaderías. Acuérdese usted; ayer, al enterarme de que se burlaban de mí, no dije esta boca es mía; ¿verdad que no? Estas cosas se desprecian, y nada más. Después me tropecé en la calle con el chico de Cucúrbitas, Urbanito, el cual está en Aduanas, y me contó que allí había ido Guillén con   -346-   las aleluyas, que son una pura sandez. Ni siquiera hay un chiste en ellas. Que si, de niño, en vez de envolverme en pañales, me envolvían en nóminas... que si le propuse al ministro el income tax... Y a él, pregunto yo ahora, a él, el muy asno, ¿qué le va ni le viene con que yo proponga el income tax? ¿Qué entiende él de esas materias tan superiores al entendimiento de un escuerzo sietemesino? Luego dice que doy sablazos... calumnia infame, porque si en las horribles trinquetadas que paso, la necesidad me impulsa a pedir el auxilio de un amigo, eso no quiere decir que sea yo un petardista. Pero estas injurias hay que llevarlas con muchísima paciencia, y no dar al infame denostador ni siquiera el gusto de nuestras quejas, porque se engreiría del mal que hace. Desprecio, indiferencia, y que vomite veneno hasta que se le seque el alma. ¡Ah!, yo no obsequiaré nunca a esos reptiles con el favor de mis miradas. Y a ese tal le he dado yo calor en mi seno, vean ustedes, porque él va a mi casa, adula a mi familia, se bebe mi vino, y allí parece que nos quiere a todos como hermanos. ¡Valiente bicharraco!... Y digo más; digo que Pantoja también tiene algo de culpa, porque le permite perder el tiempo en hacer estas porquerías... Todos sus mamarrachos los conozco lo mismo que si los hubiera visto, pues Urbanito no omitió detalle. Pasa por tonto este chico;   -347-   pero yo afirmo que tiene mucho talento, y lo que es a memoria no hay quien le gane. Díjome también que con las iniciales de los títulos de mis cuatro Memorias ha compuesto Guillén el mote de Miau, que me aplica en las aleluyas. Yo lo acepto. Esa M, esa I, esa A y esa U, son como el Inri, el letrero infame que le pusieron a Cristo en la cruz... Ya que me han crucificado entre ladrones, para que todo sea completo, pónganme sobre la cabeza esas cuatro letras en que se hace mofa y escarnio de mi gran misión».



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