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ArribaAbajo- XIX -

«¡Ah!, no... dispense usted. Me confundí... Es que a mi señora suegra le bailaban los ojos cuando me lo dijo. Efectos del cariño que le tiene a usted, ínclito Ponce. El cariño ciega a las personas... Usted es ya de casa; le queremos mucho, y como no tenemos el gusto de conocer, ni aun de vista, a su señor tío...».

Acarició a Luis sobándole la cara y repujándole los carrillos para besárselos, y después le mostró el regalo que le traía. Era un álbum para sellos, prometido el día que el niño tomó la purga, y además del álbum, una porción de sellos de diferentes colores, algunos extranjeros, españoles los más, para que se entretuviera pegándolos en las hojas correspondientes. Lo que agradeció Cadalsito este obsequio, no puede ponderarse. Estaba en la edad en que empieza a desarrollarse el sentido de la clasificación y en que relacionamos los juguetes con los conocimientos serios de la vida. Víctor le explicó la distribución de las hojas del álbum, enseñándole a reconocer la nacionalidad de los sellos. «Mira, esta tía frescachona es la República francesa. Esta señora con corona y bandos es la Reina de Inglaterra, y esta águila con dos cabezas Alemania. Los vas poniendo en su sitio, y ahora lo que has de hacer es reunir   -178-   muchos para llenar los huecos todos». El pequeñuelo estaba encantado; sólo sentía que la cantidad de sellos no fuera suficiente a inundar la mesa. Pronto se enteró del procedimiento, y en su interior hizo voto de conservar el álbum y de cuidarlo mientras le durase la vida.

Víctor, entretanto, metió cucharada en la conversación hocicante que se traían Abelarda y Ponce. Casi estaban morro con morro, tejiendo un secreto, una conspiración de soserías, para él amorosas y para ella indiferentes y cansadas. Víctor encajó la cuchara entre boca y boca diciéndoles: «Amiguitos, los gorros a quien los tolere; yo protesto. ¿Y no podrían aguardar a la luna de miel para hacer los tortolitos? Francamente, eso es insultar a la desgracia. La felicidad debe disimularse ante los desdichados, como la riqueza ante el pobre. La caridad lo manda así».

-¿Pero a ti qué te importa que nosotros nos queramos o dejemos de querernos -dijo Abelarda-, ni que nos casemos o dejemos de casarnos? Seremos felices o no, según nos dé la gana. Eso, acá nosotros. Tú nada tienes que ver.

-Don Víctor -indicó Ponce con su habitual insipidez-, si está usted envidioso, con su pan se lo coma.

-¿Envidioso?... No negaré que lo estoy. Mentiría si otra cosa dijese.

-Pues rabia, pues rabia.

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-Papá, papá -chilló Luisito, empeñado en que Víctor volviera la cabeza hacia donde él estaba, y poniéndole la mano en la cara para obligarle a que le mirase-. ¿De qué parte es este que tiene un señor con bigotes muy largos?

-¿Pero no lo ves, hijo? Es de Italia... Pues sí que estoy envidioso. Esta me dice que rabie, y no tengo inconveniente en rabiar y aun en morder. Porque cuando veo dos que se quieren bien, dos que resuelven el problema del amor y allanan todas las dificultades, y caminito, caminito de la dicha, llegan hasta el matrimonio, me muero de envidia. Para mí, créanlo o no lo crean, ustedes han resuelto el problema. Yo miro en esta parejita lo que nunca podré alcanzar. ¡Ustedes no tienen ambición, ustedes se contentan con una vida pacífica y modesta, estimándose y queriéndose sin fiebre ni locuras de esas...! Ustedes no tendrán mucho parné, pero no carecerán del puchero; ustedes, sin ser santos, reúnen bastante virtud para recrearse el uno en el otro... ¿Qué más se puede desear?... ¡Ah!, ínclito Ponce, usted la ha sabido entender; ha sabido elegir... y ella también, esta pícara, que parece que no rompe un plato, ha metido la mano en el cesto y ha sacado la fruta mejor. Yo me felicito, ¿pues no me he de felicitar? Pero eso no quita que tenga mi pelusa, como cualquier hijo de vecino, porque me contemplo en situación tan distinta, ¡ay!, tan distinta... Daría   -180-   todo cuanto tengo, cuanto espero, por una cosa. ¿A que no lo adivinan?

Con repentina intuición, Abelarda le vio venir y temblaba.

«Pues yo daría todo por ser el ínclito Ponce. Créanlo o no lo crean, esta es la verdad. ¿Quiere usted cambiarse, Ponce amigo?».

-Francamente, si en el cambio me quedo con la dama, no hay inconveniente ninguno.

-¡Oh!, eso no, porque cabalmente ahí está la tostada. Yo daría sangre de las venas por echar mi anzuelo en el mar de la vida, con el cebo de una declaración amorosa, y pescar una Abelarda. Es una ambición que me curaría de las demás.

-Papá, papá (tirándole de la nariz para que volviera la cara hacia él). ¿Y este que tiene una cotorra?

-Guatemala... Déjame, hijo... No aspiro a más. Una Abelardita que me mime, y con tal compañía lo arrostro todo. Con una como esta me casaría yo por puertas, es decir, sin una mota. No faltaría el garbanzo. Prefiero con ella un pedazo de pan, a todas las riquezas del mundo, solo. Porque ¿dónde se encuentra un carácter tan dulce, un corazón tan tierno, una mujer tan hacendosita, tan...?

-Don Víctor, que se corre usted mucho (con tentativas de humorismo, enteramente frustradas). Que es mi novia, y tantos piropos me van a dar celos...

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-Aquí no se trata de celos... A buena parte viene usted... ¿Esta, esta?... Esta es segura, amigo; le quiere a usted con el alma y con la vida. Ya podían acudir todos los reyes y príncipes del orbe a disputársela a su Ponce adorado. ¿Pues se figura usted que si no lo creyera yo así, no le habría puesto los puntos? La caridad bien ordenada empieza por uno mismo. Si yo llego a concebir tanto así de esperanzas, ¿piensa que no me alzo con el santo y la limosna? Pero, ¡quia!, a otra puerta... Mírela usted: al que le hable de cambiar a su Poncecito por otro, le tira los trastos a la cabeza... Véala usted con esa cara, que parece un enigma, con esa sonrisita que parece postiza; cualquiera se atreve a decirle algo.

-Vamos, D. Víctor -objetó Ponce con mucha saliva en la boca-, que cuando usted habla así es porque ha tenido sus pretensiones... y ha sacado lo que el negro del sermón.

-No hagas caso, tontín -dijo Abelarda muy inquieta, sonriendo violentamente, y con más gana de llanto que de broma-. ¿No ves que se está quedando contigo?

-Que se quede. Lo que hay es que Abelarda es formal, y una vez dada su palabra, no hay quien la apee. Nosotros nos comprendimos en cuanto nos tratamos; nuestros caracteres ajustan perfectamente, y si yo estoy cortado para ella, ella está cortadita para mí.

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-Poco a poco, caballero Ponce (poniéndose muy serio, como siempre que elevaba al grado heroico sus crueles bromas), usted estará cortado para quien guste, no me meto en eso. Pero lo que es Abelarda, lo que es Abelarda...

Ponce le miró serio también, esperando el final de la frase, y la insignificante bajó la vista hacia su labor de costura.

«Digo que lo que es ella no está cortada para usted. Y lo sostendré contra todo el que opine lo contrario. La verdad por delante. Ella le quiere a usted, lo reconozco; pero en cuanto al corte... Es mucho corte el suyo; hablo del corte moral, y también del físico, sí señor, también del físico. ¿Quiere usted que lo diga claro? Pues para quien está cortada Abelarda es para mí... Para mí; y no hay que tomarlo a ofensa. Para mí, aunque a usted le parezca un disparate. ¡Si usted no puede juzgarla como yo, que la conocí siendo una muñeca todavía...! Y además usted no me ha tratado a mí lo bastante para saber si congeniamos o no... Ya sé que estoy hablando de una cosa imposible; ya sé que tengo la culpa de haber llegado tarde; ya sé que usted me cogió la delantera, y no hemos de reñir... Pero en cuanto a conocer el mérito de quien lo tiene; en cuanto a deplorar que tantas dotes no sean para mí, lo que es en eso (marcando la frase con la mayor formalidad y en tono oratorio), ¡ah!, lo que es en eso, no cedo ni puedo ceder».

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-No le hagas caso, déjale -indicó Abelarda a su novio, que empezaba a enfurruñarse.

-Amigo D. Víctor, todo eso podrá ser verdad; pero no viene muy al caso.

-Parece que se amostaza usted, ínclito Ponce. Sépase que yo soy muy leal. Reconozco que se ha ganado usted lo que a mi parecer debió ser mío. (Patéticamente). Bien ganado está. Ha sido en buena lid. Lo que he perdido, lo he perdido por mi culpa. No me quejo. Seremos amigos, siempre amigos. Vengan esos cinco.

-¡Ah, este D. Víctor, qué cosas tiene! (dejándose apretar la mano).

Con otro que no fuera Ponce, bien se libraría Cadalso de emplear lenguaje tan impertinente; pero ya sabía él con quién trataba. El novio estaba amoscadillo, y Abelarda no sabía qué pensar. Para burla le parecía demasiado cruel; para verdad, harto expresiva. Mucho le pesó a Ponce tener que marcharse: presumía que Víctor continuaría hablando a la chica en el mismo tono, y francamente, Abelarda era su novia, su prometida, y aquel cuñadito hospedado bajo el propio techo empezaba a inquietarle. El pillete de Cadalso, conociendo la turbación del crítico, en el momento de despedirse, le sacudió mucho la diestra, repitiendo:

«Leal, soy muy leal... Nada hay que temer de mí».

Y cuando volvió al lado de la joven, que le   -184-   miraba consternada: «Perdóname, hija, se me escapó aquella idea que yo quería esconder a todos... Espontaneidades que uno tiene cuando menos piensa, y que el más ducho en disimular no puede contener a veces. Yo no quería hablar de esto; pero no sé qué me entró. ¡Me dio tal envidia de veros como dos tórtolos...!, ¡me asusté tanto de la soledad en que me encontraba, nada más que por llegar tarde, sí, por llegar tarde...! Dispénsame, no te diré una palabra más. Sé que este capítulo te aburre y te molesta. Seré discreto».

Abelarda no podía reprimirse. Levantose, sintiendo pavor, deseo de huir y de esconderse para ocultar algo que impetuosamente al demudado rostro le salía. «Víctor -exclamó descompuesta y temblando-, o eres el hombre más malo que hay en el mundo, o no sé lo que eres». Corrió a su habitación y rompió a llorar, desplomándose de cara sobre las almohadas de su lecho. Víctor se quedó en el comedor, y Luis, que en su inocencia comprendía que pasaba algo extraño, no se atrevió durante un rato a molestar a papá con aquel teje-maneje de los sellos. El padre fue quien afectó entonces interesarse en el juego inteligente, y se puso a explicar a su hijo los símbolos de nacionalidades que este no comprendía: «Este rey barbudo es Bélgica, y esta cruz la República helvética, es decir, Suiza».

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Doña Pura entró de la calle, y como no viese a su hija en el comedor ni en la cocina, buscola en el dormitorio. Abelarda salía ya, con los ojos muy colorados, sin dar a su madre explicación satisfactoria de aquellos signos de dolor. Víctor, interrogado por doña Pura sobre el particular, le dijo con socarronería: «Parece usted tonta, mamá. Llora por el tío de Ponce».




ArribaAbajo- XX -

Acostaron temprano a Luis, que metió consigo en la cama el álbum de sellos, y se durmió teniéndole muy abrazadito. No sufrió aquella noche el acceso espasmódico que precedía a la singular visión del anciano celestial. Pero soñó que lo sufría, y por consiguiente, que deseaba y esperaba la fantástica visita. El misterioso personaje hizo novillos, y así lo expresaba con desconsuelo Cadalsito, deseando enseñarle su álbum. Esperó, esperó mucho tiempo, sin poder determinar el sitio donde estaba, pues lo mismo podía ser la escuela que el comedor de su casa o el escritorio del memorialista. Y al hilo del sueño, donde todo era sinrazón y desvarío, descargó el rapaz un golpe de lógica admirable: «¡Pero qué tonto soy! -pensó-. ¿Cómo ha de venir, si le han llevado esta noche a casa del tío de Ponce?».

El día siguiente le dieron de alta; pero se   -186-   determinó que no fuese a la escuela en lo que restaba de semana, lo que él agradeció mucho; determinando estudiar algo por las noches, nada más que una miaja, y reservando los grandes esfuerzos de aplicación para cuando volviera a sus tareas escolares. Le permitieron bajar a la portería, y cargó con el álbum para enseñárselo a Paca y a Canelo. Bien quisiera llevarlo a casa de su tía Quintina; mas para esto no hubo permiso. En la portería se estuvo hasta el anochecer, hora en que le llamaron, temiendo que se pasmase con el aire del portal. Al subir llevaba una idea que en sus conversaciones con Mendizábal y Paca había adquirido, una idea que le pareció al principio algo rara; pero que luego tuvo por la más natural del mundo. Hallábase solo con Abelarda, pues su abuela y Milagros zascandileaban por la cocina, cuando se determinó Cadalsito a comunicar a su tía la famosa idea. Esta le acariciaba con extremada vehemencia, le daba besos, le prometía regalarle un álbum mayor, y de repente Luis, respondiendo a tantos cariños con otros no menos tiernos, le dijo: «Tía, ¿por qué no te casas tú con mi papá?».

Quedose la chica como lela, fluctuando entre la risa y el enojo. «¿De dónde has sacado tú eso, Luis? -le dijo, asustándole con la fiereza de su semblante-. Tú no lo has inventado. Alguien te lo ha dicho».

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-Me lo dijo Paca -afirmó Luis, no queriendo cargar con responsabilidades ajenas-. Dice que Ponce es más tonto que quiere y que no te conviene; que mi papá es listo y guapo, y que va a hacer una carrera muy grande, muy grande.

-Dile a Paca que no se meta en lo que no le importa... ¿Y qué más te dijo?

-Pues... (escarbando en su memoria). ¡Ah!, que mi papá es un caballero muy decente... Como que le da pesetas a la Paca siempre que le lleva algún recado... Y que tú debías casarte con mi papá, para que todo quedase en casa.

-¿Le lleva recados...? ¿Cartas? ¿Y a quién? ¿No sabes?

-Debe de ser al Ministro... Es que son muy amigos.

-Pues todo eso que te ha contado Paca del pobre Ponce, es un disparate -afirmó Abelarda sonriendo-. ¿A ti no te gusta Ponce?, dime la verdad, dime lo que piensas.

Luis vaciló un rato en dar contestación. Habían extinguido la prevención medrosa que su padre le inspiraba, no sólo los regalos recibidos de él, sino la observación de que Víctor se llevaba muy bien con toda la familia. En cuanto a Ponce, bueno será decir que Cadalsito no había formado opinión ninguna acerca de este sujeto, por lo cual aceptó, sin discutirla, la de Paca. «Ponce no sirve para nada, desengáñate. Va por la calle que parece que se le caen los   -188-   calzones. Y lo que es talento... Mira, más talento tiene Cuevas. ¿No te parece a ti?».

Abelarda se reía con tales ocurrencias. Aún hubiera seguido charlando con Luis de aquel asunto; pero la llamó su padre para que le pegara algunos botones al chaleco, y en esto se entretuvo hasta la hora de comer. Doña Pura dijo que Víctor no comía en casa, sino en la de un amigo suyo, diputado y jefe de un grupito parlamentario. Sobre esto hizo Villaamil algunos comentarios acres, que Abelarda oyó en silencio, con grandísima pena. Discutiose si irían o no al teatro aquella noche, resolviéndose en afirmativa, porque Luis estaba ya bien. Abelarda solicitó quedarse, y su madre le dio una arremetida a solas, asestándole varias preguntas: «¿Por qué no comes? ¿Qué tienes? ¿Qué cara es esa de carnero a medio morir? ¿Por qué no quieres venir al Real? No me tientes la paciencia. Vístete, que nos vamos en seguida». Y fueron las tres Miaus, dejando a Villaamil con su nieto y sus fúnebres soledades. Después de acostar al niño se puso a leer La Correspondencia, que hablaba de una nueva combinación.

Cuando las Miaus regresaron, ya Víctor estaba allí, escribiendo cartas en la mesa del comedor. D. Ramón seguía royendo el periódico, y suegro y yerno no se decían media palabra. Retiráronse todos, menos Abelarda que tenía que mojar ropa para planchar al día siguiente,   -189-   y al verla metida en esta faena, Víctor, sin soltar la pluma, le dijo: «He pensado en ti todo el día. Temí que te enojaras por lo de ayer. Yo había hecho el propósito de no revelarte nunca mis sentimientos. Aún no te he dicho toda la verdad, ni te la diré, Dios mediante. Cuando uno llega tarde, debe resignarse y callar. ¿Y tú, no me respondes nada? ¿Ni hablas ni siquiera para reñirme?».

La insignificante tenía los ojos fijos en la mesa, y sus labios se agitaban como si la palabra retozara en ellos. Por fin no chistó.

«Te hablaré como hermano (con aquella gravedad bondadosa que tan bien sabía fingir), ya que de otra manera no me es lícito. Soy muy desgraciado... no lo sabes tú bien. Aquí me tienes arrastrado por un vértigo de pasiones insanas; aquí me tienes bajo el peso de relaciones que solicité con aturdimiento, que mantuve por rutina y por pereza, y que ahora deseo romper. Contaba yo para este fin con el auxilio de un ser angelical a quien pensaba encomendarme primero, y entregarme por fin en cuerpo y alma. Pero ya no puede ser. ¿Qué hago yo en este trance? Seguir y seguir encenagado, perderme más y más en el laberinto sin salida. Ya no hay salvación para mí. La fatalidad me arrastra... Tú no comprendes esto, Abelarda; pero quién sabe... quizás lo comprendas, porque tienes mucha penetración. ¡Oh!, ¡pues si yo te hubiera encontrado   -190-   libre...! Mil veces me he propuesto no decirte nada. Sólo que las palabras se me salen de la boca... Basta, basta; no me hagas caso. Esto te lo vengo diciendo desde un principio. No hagas caso de este infeliz; despréciame. Yo no te merezco. Estoy expiando los enormes disparates que cometí desde que me faltó mi pobre Luisa, aquel ángel... ángel del cielo, pero inferior a ti, tan inferior, que no hay punto de comparación entre ambas. Yo, francamente (levantándose con exaltación), cuando veo qué tesoro tan grande va a ser para un Ponce; cuando pienso que tal conjunto de cualidades cae en manos de...».

Abelarda estaba tan sofocada, que si no desahoga, si no abre al menos una valvulita, revienta de seguro.

-Y si yo te dijera... vamos a ver (palideciendo), ¿si yo te dijera que no quiero a Ponce?...

-¿Tú...?, ¿y es verdad?...

-¿Si yo te dijera que ni le quise jamás, ni le querré nunca?... a ver.

Víctor no contaba con esta salida, y se desorientó.

«Ahí tienes tú una cosa... vamos... (balbuciendo) una cosa que me produce el efecto de un porrazo en la cabeza... ¿Pero es verdad? Cuando lo dices, verdad debe de ser. Abelarda, Abelarda, no juegues conmigo; no juegues con fuego... Estas bromas, si bromas son, suelen   -191-   traer catástrofes. Porque cuando se aborrece a un hombre, como me aborreces tú a mí... (confuso y sin saber a qué santo encomendarse) no se le dice nada que pueda extraviarle respecto a... quiero decir, respecto a los sentimientos de la persona que le aborrece, porque podría suceder que el aborrecido... No, no atino a explicarte lo que siento. Si no quieres a Ponce, es que quieres a otro, y esto es lo que no debes decirme a mí... ¿Para qué? ¿Para que me confunda más de lo que estoy? (Columbrando un postigo y aguzando su ingenio para escurrirse por él). Y no quiero interrogarte sobre este particular, porque me volvería loco. Guárdate tu secreto, y respeta mi situación. Si yo no te inspiro más que odio, si no llegas a la repugnancia, te ruego que me dejes solo, que te retires y no añadas una palabra más. No te ofrezco mis consejos, porque no los aceptarías; pero si te encontraras en alguna situación difícil, y mis consejos te pudieran servir de algo, ya sabes que soy para ti lo que tú quieras que sea; hermano, si como hermano me tratas...».

«¿Y si los necesitara, si necesitara tus consejos?» insinuó Abelarda, que buscaba no una salida, sino la entrada, sin poder descubrirla.

-Pues dispón de mí (otra vez desconcertado). Si quieres a un hombre y temes la oposición de tus padres; si la ruptura con Ponce te parece difícil y necesitas auxilio, aquí estoy   -192-   dispuesto a prestártelo, por penoso que el caso sea para mí (acercándose más a ella). Dímelo, dímelo, no tengas miedo. ¿Quieres a un hombre que no es tu novio?

-Es mucho pedir que confiese yo... así... de tenazón (recurriendo a la coquetería para salir del paso). ¿Y a ti quién te da vela en este entierro?...

-Soy de la familia... soy tu amigo. Podría ser algo más si tú quisieras. Pero he llegado tarde; no hay que hablar de mi persona. Estoy fuera de juego. Si no quieres confiarme tu secreto, mejor para mí. Así no padeceré tanto. Respóndeme a una pregunta: el hombre a quien tú quieres, ¿te quiere a ti también?

-Yo no he dicho que quiera a nadie... me parece que no lo he dicho... Pero supongamos que lo dijese. Eso no es cuenta tuya. Eres muy entrometido... Claro que yo no iba a querer a nadie que no me correspondiese. Pues lucida estaba.

-De modo que hay reciprocidad (con fingida cólera). ¡Y estas cosas me las dices en mi propia cara!

-¡Yo!... si yo no he chistado.

-Pero lo das a entender... No quiero ser tu confidente, vamos... ¿De modo que el otro te ama?...

-No lo sé... (dejándose llevar de su espontaneidad, ya irresistible). Es lo que no he podido averiguar todavía.

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-Y vienes sin duda a que yo te lo averigüe (con sarcasmo). Abelarda, esa clase de papeles no los hago yo. No, no me digas quién es; no necesito saberlo. ¿Es quizás persona que yo conozco? Pues cállate el nombre, cállatelo si no quieres que perdamos las amistades. ¡Esto te lo dice un hombre que siente hacia ti un afecto...!, pero un afecto que ahora no quiero definir; un hombre que vive bajo el peso de su destino fatal (estas filosofías y otras semejantes las tomaba Cadalso de ciertas novelas que había leído); un hombre a quien está vedado referirte sus padecimientos; y pues yo no debo quererte ni puedo ser tuyo ni tú mía, no debo atormentarme ni dejar que me atormentes tú. Guárdate tu secreto, y yo reservaré la parte de él que he adivinado. Si la fatalidad no se hubiera interpuesto entre nosotros dos, yo intentaría aún tu remedio, procurando arrancarte ese amor, reemplazándolo con el mío. Pero no soy dueño de mi voluntad. El sentimiento este (golpeándose el pecho) jamás pasará del corazón a la realidad de la vida. ¿Por qué me incitas a descubrirlo? Déjalo en mí, mudo, sepultado, pero siempre vivo. No me tientes, no me irrites. ¿Quieres a otro? Pues que yo no lo sepa. ¿A qué enconar una herida incurable?... Y para impedir mayores conflictos, mañana mismo me voy de esta casa y no vuelvo a entrar aquí.

Abelarda sintió tan viva aflicción al oír   -194-   esto, que no pudo encubrirla. No tenía ella en su pobre caletre armas de razonamiento para combatir con aquel monstruo de infinitos recursos e ingenio inagotable, avezado a jugar con los sentimientos serios y profundos. Aturdida y atontada, iba a entregar su secreto, ofreciéndose indefensa y cubierta de ridiculez al brutal sarcasmo de Víctor; pero pudo serenarse un poco, recobrar algún equilibrio, y con afectada calma le dijo: «No, no, no hay motivo para que te vayas. ¿Es que hiciste las paces con Quintina?».

-¿Yo? ¡Qué disparate! Ayer, Cabrera por poco me pega un tiro. Es un animal. Me iré a vivir a cualquier rincón.

-No, eso no. Puedes seguir aquí.

-Pues prométeme no hablar de esto una palabra más.

-Si yo no he hablado. Eres tú el que se lo dice todo. Que me quieres, que no me puedes querer. ¿Cómo se entiende?

-Y la última prueba de que te quiero y no te debo querer (con agudeza), te la voy a dar ahora con este consejo: vuelve los ojos a Ponce...

-Gracias.

-Vuelve los ojos al ínclito Ponce. Cásate con él. Ten espíritu práctico. ¿Que no le quieres? No importa.

-Tú estás loco (aturulladísima). ¿Acaso he dicho yo que no le quería?

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-Lo has dicho, sí.

-Pues me vuelvo atrás. ¡Qué disparate! Si lo dije, fue broma, por oírte y darte tela.

-Eres mala, muy mala. Yo pensaba otra cosa de ti.

-¿Pues sabes lo que digo? (Levantándose con violento arrebato de ira y despecho). Que estás de lo más cargante y de lo más inaguantable con tus... con tus enigmas; y que no te puedo ver, no te puedo ver. La culpa la tengo yo, que oigo tus necedades. Abur... Voy a dormir... Y dormiré tan ricamente, ¿qué te crees?

-El odio muy vivo, como el amor, quita el sueño.

-A mí no... perverso... tonto...

-Tú a dormir, y yo a velar pensando en ti... Adiós, Abelarda... Hasta mañana.

Y cuando se retiró el impío, un minuto después de la desaparición de la víctima (que se metió en su cuarto y atrancó la puerta como quien huye de un asesino), llevaba en los labios risilla diabólica y este monólogo amargo y cruel: «Si me descuido, me espeta la declaración con toda desvergüenza. ¡Y cuidado que es antipática y levantadita de cascos la niña!... y cursi hasta dejárselo de sobra, y sosita... Todo se le podría perdonar si fuera guapa... ¡Ah! Ponce, ¡qué ganga te ha caído!... Es una plepa que no hay por dónde cogerla para echarla a la basura».



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ArribaAbajo- XXI -

Aunque las esperanzas de los Villaamil, apenas segadas en flor, volvían a retoñar con nueva lozanía, el atribulado cesante las daba siempre por definitivamente muertas, fiel al sistema de esperar desesperando. Sólo que su pesimismo se avenía mal con el furor de escribir cartas y de mover cuantas teclas pudiesen comunicar vibración a la desmayada voluntad del Ministro. «Todo eso de esperar vacante, es música -decía-. Yo sé que cuando quieren hacer las cosas, las hacen saltando por cima de las vacantes y hasta por cima de las leyes. Ni que fuéramos tontos. He visto mil veces el caso de entrar un prohombre en el Ministerio, navaja en mano, pedir una credencial de las gordas; el Ministro ¡zas!, llama al Jefe del Personal... 'no hay vacante...' 'pues hacerla' ¡pataplún!, allá te va, caiga el que caiga... ¿Pero dónde está mi prohombre?, ¿qué personaje de campanillas entrará en el despacho del Ministro con cara feroce diciendo: 'de aquí no me muevo hasta que me den... eso'? ¡Ay, Dios mío, qué desgraciado soy y cómo me voy quedando fuera de juego!... Con esta Restauración maldita, epílogo de una condenada Revolución, ha salido tanta gente nueva, que ya se vuelve uno a todos lados, sin ver una cara conocida. Cuando un don   -197-   Claudio Moyano, un D. Antonio Benavides o un marqués de Novaliches le dicen a uno: 'amigo Villaamil, ya estamos mandados recoger' es que el mundo se acaba. Bien dice Mendizábal, que la política ha caído en manos de mequetrefes».

Para distraer su pena y olfatear nombramientos ajenos, ya que en el suyo afectaba no creer, o realmente no creía, iba por las tardes al Ministerio de Hacienda, en cuyas oficinas tenía muchos amigos de categorías diversas. Allí se pasaba largas horas, charlando, enterándose del expedienteo, fumando algún cigarrillo, y sirviendo de asesor a los empleados noveles o inexpertos que le consultaban sobre cualquier punto oscuro de la enrevesada Administración.

Profesaba Villaamil entrañable cariño a la mole colosal del Ministerio; la amaba como el criado fiel ama la casa y familia cuyo pan ha comido durante luengos años; y en aquella época funesta de su cesantía visitábala él con respeto y tristeza, como sirviente despedido que ronda la morada de donde le expulsaron, soñando en volver a ella. Atravesaba el pórtico, la inmensa crujía que separa los dos patios, y subía despacio la monumental escalera encajonada entre gruesos muros, que tiene algo de feudal y de carcelario a la vez. Casi siempre encontraba por aquellos tramos a algún empleado amigote que subía o bajaba. «Hola, Villaamil,   -198-   ¿qué tal?». «Vamos tirando». Al llegar al principal titubeaba antes de decidir si entraría en Aduanas o en el Tesoro, pues en ambas Direcciones le sobraban conocidos; pero en el segundo prefería siempre Contribuciones o Propiedades. Los porteros le saludaban, y como Villaamil era tan afable, siempre echaba un párrafo con ellos. Si era tarde, les encontraba con la paletada de brasas, resto de las chimeneas, cuyo último fuego sirve para alimentar los braseros de las porterías; si temprano, llevando papeles de una oficina a otra o transportando bandejas con vasos de agua y azucarillos. «Hola, Bermejo, ¿cómo va?». «Tal cual, D. Ramón, y sintiendo mucho no verle a usted todos los días por aquí». «Dígame, ¿y Ceferino?». «Ha pasado a Impuestos. El pobre Cruz fue el que cascó». «¿Qué me cuenta usted? Hombre; si le vi el otro día tan bueno y tan sano. ¡Qué mundo este! Vamos quedando pocos de aquella fecha. Cuando yo entré aquí, en tiempos de D. Juan Bravo Murillo, ya estaba Cruz en la casa... Mire usted si ha llovido... Pobre Cruz, lo siento».

El mejor amigo entre los muchos buenos que Villaamil tenía en aquella casa era don Buenaventura Pantoja, de quien algo sabemos ya, padre de Virginia Pantoja, una de las actrices del coliseo doméstico de las Miaus. Visitaba con preferencia D. Ramón la oficina de   -199-   tan excelente y antiguo compañero (Contribuciones), del cual había sido Jefe: tomaba asiento en la silla más próxima a la mesa, le revolvía los papeles, si no estaba allí, y si estaba, trabábase entre los dos sabroso coloquio de chismografía burocrática.

«¿Sabes...? -decía Pantoja-. Hoy salieron calentitos dos oficiales primeros y un jefe de Administración. Ayer estuvo ese fantoche (aquí el nombre de cualquier célebre político) y claro, a raja tabla. Lo que yo te digo: cuando quieren hacer las cosas, saltan por cima de todo».

-Sea por amor de Dios -respondía Villaamil, dando un doliente suspiro que ponía trémulas las hojas de papel más cercanas.

Aquel día tardó mucho el buen hombre en fondear ante la mesa de Pantoja. A cada paso saltaban conocidos. Uno salía por aquí, aferrando legajos atados con balduque; otro entraba presuroso por allá, retrasado y temiendo un regaño del Jefe. «¿Cuánto bueno?... ¿Qué tal, Villaamil?». «Hijo, defendiéndonos». La oficina de Pantoja formaba parte de un vastísimo salón dividido por tabiques como de dos metros de alto. El techo era común a los distintos departamentos, y en la vasta capacidad se veían los tubos de las estufas, largos y negros, quebrados en ángulo recto para tomar la horizontal, horadando las paredes. Llenaba aquel recinto el estridor sonoro de los timbres, voz lejana   -200-   de los Jefes, llamando sin cesar a sus subalternos. Como era la hora en que entran los rezagados, en que los madrugadores almuerzan, en que otros toman café, que mandan traer de la calle, no reinaba allí el silencio propicio al trabajo mental, antes todo se volvía cierres de puertas, risas, traqueteo de loza y cafeteras, gritos y voces impacientes.

Villaamil entró en la sección, saludando a diestro y siniestro. Allí estaba de oficial tercero el cojo Guillén, muy amigo de la familia Villaamil, tertuliano asiduo, apuntador en la pieza que se iba a representar. Era, por más señas, tío del famoso Posturitas, amigo y émulo de Luisito Cadalso, y vivía con sus hermanas, dueñas de la casa de empréstamos. Tenía fama Guillén de mordaz y maleante, capaz de tomarle el pelo al lucero del alba. En la oficina escribía juguetes cómicos groseros y verdes, algún dramón espeluznante que nunca llegaría a arrostrar las candilejas; dibujaba caricaturas y rimaba sátiras contra la mucha gente ridícula de la casa. También había por allí un aspirantillo, hijo del Director del Tesoro, que apenas frisaba en los dieciséis y cobraba sus cinco mil reales, listo como una pólvora, apto para traer y llevar recados de oficina en oficina. Oficial segundo era un tal Espinosa, señorito elegante, de carrera improvisada y raya en el pelo, con mucho requilorio en el vestir y bastantes gazapos   -201-   en la ortografía; buen muchacho, que no se formalizaba nunca con las cargantes bromas de Guillén. Pero el más característico de todos era un tal Argüelles y Mora, oficial segundo, perfecta parodia de un caballero del tiempo de Felipe IV; pequeño, genuino gato de Madrid, rostro enjuto y color de cera, bigote y perilla teñidos de negro, melenas largas y bien atusadas. Para que el tipo resultase más cabal, usaba cierta capita corta y negra, que parecía un desecho del guardarropa de Quevedo. El sombrero era hongo chato, achambergado, con un dedo de grasa. Lástima que no llevara golilla; mas aun sin ella, era un acabado tipo de alguacil. En sus tiempos tuvo pretensiones de guapeza, originalidad y elegancia; pero ya sus espaldas tiraban a corcovarse, y su rostro, con los pelos pintados, tenía un sello de vigilia forzoso que daba compasión. Tocaba la trompa en un teatro. Llamábanle sus compañeros el padre de familia, porque en todas las conversaciones burocráticas traía a colación la multitud de bocas que tenía que mantener con el mezquino y descontado sueldo de doce mil reales. Había tres o cuatro empleados más, algunos taciturnos y atentos a su obligación, repartidos en varias mesas, a distancia respetuosa de la del Jefe, próxima a la ventana que daba al patio.

Cerca de las mesas veíanse las perchas donde los funcionarios colgaban capas y sombreros.   -202-   Guillén tenía las muletas junto a sí. Entre mesa y mesa estantes y papeleras, trastos de forma y aspecto que sólo se ven en las oficinas, viejos los unos con no sé qué olor y color de Paja y Utensilios, de donde tal vez procedían; los otros nuevos, pero no semejantes a ningún mueble usado fuera de las regiones burocráticas. Sobre todos los pupitres abundaban legajos atados con cintas rojas, los unos amarillentos y polvorosos, papel que tiene algo de cinerario y encierra las esperanzas de varias generaciones, los otros de hojas flamantes y reciente escritura, con notas marginales y firmas ininteligibles. Eran las piezas más modernas del pleito inmenso entre el pueblo y el fisco.

Pantoja no estaba: le había llamado el Director.

«Tome usted asiento, D. Ramón. ¿Quiere un cigarrito?».

-¿Y tú qué te traes entre manos? (acercándose a la mesa del cojo y apoderándose de un papel). ¿A ver, a ver...? Drama original y en verso. ¿Título? La hijastra de su hermanastra. Muy bien, zánganos; así perdéis las horas.

-Don Ramón, D. Ramón -dijo el elegante, que acababa de paladear su café-. ¿No sabe? A Cañizares, ¿se acuerda usted?, el que estaba en Propiedades, aquel a quien llamábamos don Simplicio, le han dado los doce mil. ¿Ha visto usted polacada mayor?

  -203-  

«Le tuve yo en mi oficina con cinco mil hace catorce años -dijo el padre de familia, esgrimiendo su puño cerrado y revelando toda la aflicción del mundo en su cara alguacilesca-. Era tan asno que le ocupábamos en traer leña para la estufa. Ni para eso servía. ¡Cáscaras, qué hombre más animal! Yo cobraba entonces doce mil, lo mismo que ahora. Vean ustedes si esto es justicia o qué. ¿Tengo o no tengo razón cuando digo que vale más recoger boñiga en las calles que servir al gran pindongo del Estado? Convengamos en que se acabó la vergüenza».

-Amigo Argüelles -suspiró Villaamil con tristeza estoica-, no hay más remedio que tragar bilis. Dígamelo usted a mí, que he tenido a mis órdenes, en provincias, con seis mil, al propio Director del ramo... Estaba la criatura en Estancadas... y no valía ni para pegar precintos en las cajas de cigarros.

-Dame, paloma mía, de lo que comes... ¡Cuando me acuerdo, ¡cascarones!, de que mi padre quería colocarme de hortera en una tienda, y yo me remonté creyendo que esto no era cosa fina...! Vamos, cuando me acuerdo de esto, me dan ganas de arrancarme a puñadas estos condenados mechones que a uno le quedan... Era allá por el 51. Pues no sólo no quise oír hablar de mostrador, sino que me metí a empleado por aquello de ser caballero; y para acabar de ensuciarla,   -204-   me casé. Si sería yo pillín... Después, pian pianino, nueve de familia, suegra y dos sobrinos huérfanos. Y defienda usted el garbanzo de tanta gente... Y gracias que la trompa ayuda, señores. El 64 llegué a los doce mil reales y allí me planté. ¿Saben ustedes quién me sacó los doce mil? Julián Romea. No me veré en otra. Catorce años llevo en esta plaza. Ya ni siquiera pido el ascenso. ¿Para qué? Como no lo pida a tiros.

Las lamentaciones del trompista padre de familia eran oídas siempre con deleite. Entró en aquel punto Pantoja, y conticuere omnes. Cubría la cabeza del jefe de la sección un gorrete encarnado, con unas al modo de alcachofas bordadas de oro, y borla deshilachada que caía con gracia. Vestía gabán pardo y muy traído, pantalón con rodilleras, rabicorto, dejando ver la caña de las botas recién estrenadas, sin lustre aún. Después de saludar al amigo, ocupó su asiento. Arrimose Villaamil y charlaron. Pantoja no olvidaba por el palique los deberes, y a cada instante daba órdenes a su tropa. «Oiga usted, Argüelles, haga el favor de ponerme una orden a la Administración Económica de la Provincia pidiendo tal cosa... Usted, Espinosa, sáqueme en seguida el estado de débitos por Industrial». Y deshacía con mano experta el lazo de balduque para destripar un legajo y sacarle el mondongo. En atarlos también mostraba   -205-   singular destreza, y parecía que los acariciaba al mudarlos de sitio en la mesa o al ponerlos en el estante.

El tipo fisiognómico de este hombre consistía en cierta inercia espiritual que en sus facciones se pintaba. Su frente era ancha, lisa, y tan sin sentido como el lomo de uno de esos libros rayados para cuentas, donde no se lee rótulo alguno. La nariz era gruesa en el arranque, resultando tan separados los ojos, que parecían estar reñidos y mirar cada uno por su cuenta y riesgo, sin hacer caso del otro. Su gran boca no se sabía dónde acababa. Las orejas lo sabrían. Sus labios fruncidos parecía que se violentaban al desplegarse para hablar, cual si fuesen expresamente creados para la discreción.

Moralmente, era Pantoja el prototipo del integrismo administrativo. Lo de probo funcionario iba tan adscrito a su persona como el nombre de pila. Se le citaba de tenazón y por muletilla, y decir Pantoja era como evocar la propia imagen de la moralidad. Hombre de pocas necesidades, vivía oscuramente y sin ambición, contentándose con su ascenso cada seis o siete años, ni ávido de ventajas, ni temeroso de cesantía, pues era de esos pocos a quienes, por su conocimiento práctico, cominero y minucioso de los asuntos oficinescos, no se les limpia nunca el comedero. Había llegado a considerar   -206-   su inmanencia burocrática como tributo pagado a su honradez, y esta idea se transformaba en sentimiento exaltado o superstición. Era un alma ingenuamente honrada, una conciencia tan angosta, que se asustaba si oía hablar de millones que no fuesen los de la Hacienda. Las cifras muy altas, no siendo las del presupuesto del Estado, le producían un estremecimiento convulsivo; y si en el Ministerio se preparaba algún proyecto relacionado con fuertes empresas industriales o bancarias, se le subía a la boca, sin poderlo remediar, la palabra chanchullo. Nunca iba a la Tesorería Central sin experimentar sensación de espanto, como en presencia de un abismo o sima pavorosa donde anidan el peligro y la muerte; y cuando veía entrar en la Dirección del Tesoro o en la Secretaría a los altos personajes de la Banca, temblaba por la riqueza del Erario, de quien se creía perro de presa. Según Pantoja, no debía ser verdaderamente rico nadie más que el Estado. Todos los demás caudales eran producto del fraude y del cohecho. Siempre había servido en Contribuciones, y durante su larga y laboriosa carrera, fue cultivando en su alma el insano goce de perseguir al contribuyente moroso o maligno, placer que tiene algo del cruel entusiasmo de la caza: para él era deleite inefable ver a la grande y a la pequeña propiedad defenderse, pataleteando, de la persecución del   -207-   Fisco, y sucumbir siempre ante la superioridad del cazador. En todos los conflictos entre la Hacienda y el contribuyente, la Hacienda tenía siempre razón, según el dictamen inflexible de Pantoja, y este criterio se mostraba en sus notas, que jamás reconocieron el derecho de ningún particular contra el Estado. Para él la Propiedad, la Industria, el consumo mismo, eran organismos o instrumentos de defraudación, algo de disolvente y revolucionario que tenía por objeto disputar sus inmortales derechos a la única entidad dueña y propietaria de todo, la Nación. Pantoja no poseyó nunca más que su ropa y sus muebles; era hijo de un portero de la sala de Mil y Quinientas; se había criado en un desván de los Consejos, sin salir nunca de Madrid; no conocía más mundo que las oficinas, y para él la vida era una sucesión no interrumpida de menudos servicios al Estado, recibiendo de este, en recompensa, el garbanzo y la santa rosca de cada día.




ArribaAbajo- XXII -

¡Ah! ¡Cielos! ¿Qué sería del mundo sin cocido? ¿Y qué de la mísera humanidad sin pagas? La paga era la única forma de bienes terrestres en conformidad con los principios morales, pues para todas las demás clases de bienestar archivaba Pantoja en el fondo de su alma un altivo   -208-   desprecio. Difícilmente concedía que en la clase de ricos hubiera alguno que fuese propiamente honrado, y a las grandes empresas y a los audaces contratistas les miraba con religioso horror. Labrar en pocos años pingüe fortuna, pasar de la pobreza a la opulencia... era imposible por medios lícitos. Para que tal cosa suceda, es indispensable ensuciarse, quitándole lo suyo a la víctima eterna, al propietario elemental, al Estado. Al millonario que había heredado su fortuna y no hacía más que gastarla, le perdonaba el buen Pantoja; pero aun así no le tenía en olor de santidad, diciendo que si él no robaba, lo habían hecho sus padres, y la responsabilidad, como el dinero, se transmitía de generación en generación.

Cuando veía entrar en el Ministerio y pasar al despacho del Ministro al representante de Rostchild5 o de otra opulenta casa española o extranjera, pensaba cuán útil sería ahorcar a todos aquellos señores que no iban allí sino a tramar algún enjuague. Estas ideas y otras semejantes las vertía Pantoja en el círculo del café a donde concurría, siendo objeto de punzantes burlas por su estrechez de miras; pero él no se daba a partido. ¿Hablábase de Hacienda? Pues en el acto tremolaba Pantoja su banderín con este sencillo y convincente lema: Mucha administración y poca o ninguna política. Guerra a los grandes negocios, guerra al agio y   -209-   guerra también a los extranjeros, que no vienen aquí más que a explotarnos y a llevarse el cumquibus, dejándonos más pobres que las ratas. Tampoco ocultaba Pantoja sus simpatías por el rigor arancelario, pues el librecambio es la protección a la industria de extranjis.

Al propio tiempo sostenía que los propietarios se quejan de vicio, que en ninguna parte se pagan menos contribuciones que en España, que el país es esencialmente defraudador, y la política el arte de cohonestar las defraudaciones y el turno pacífico o violento en el saqueo de la Hacienda. En suma, las ideas de Pantoja eran tres o cuatro, pero profundamente incrustadas en su intellectus, como si se las hubieran metido a mazo y escoplo. Su conversación en el círculo de amigos languidecía, porque nunca hablaba mal de sus jefes, ni censuraba los planes del Ministro; no se metía en honduras, ni revelaba ningún secreto de entre bastidores. En el fondo de su cerebro dormía cierto comunismo de que él no se daba cuenta. De este tipo de funcionario, que la política vertiginosa de los últimos tiempos se ha encargado de extinguir, quedan aún, aunque escasos, algunos ejemplares.

En su trabajo era Pantoja puntualísimo, celoso, incorruptible y enemigo implacable de lo que él llamaba el particular. Jamás emitió dictamen contrario a la Hacienda; la Hacienda   -210-   le pagaba, era su ama, y no estaba él allí para servir a los enemigos de la casa. En cuanto a los asuntos oscuros, de una antigüedad telarañosa y de resolución difícil, su sistema era que no debían resolverse nunca; y cuando llegaba forzosamente el último trámite impuesto por las leyes, buscaba en la ley misma la triquiñuela necesaria para enredarlos de nuevo. Escribir la última palabra de uno de estos pleitos equivalía a una fragilidad de la Administración, a declararse vencida y casi deshonrada. En cuanto a su probidad, no hay que decir sino que recibía a cajas destempladas a los agentes que iban a ofrecerle recompensa por despachar bien y pronto tal o cual negocio. Conocíanle ya y no se atrevían con aquel puerco-espín, que erizaba sus púas todas al sentir la aproximación del particular, o sea del contribuyente.

En su vida privada, era Pantoja el modelo de los modelos. No había casa más metódica que la suya, ni hormiga comparable a su mujer. Eran el reverso de la medalla de los Villaamil, que se gastaban la paga entera en los tiempos bonancibles y luego quedaban pereciendo. La señora de Pantoja no tenía, como doña Pura, aquel ruinoso prurito de suponer, aquellos humos de persona superior a sus medios y posición social. La señora de Pantoja había sido criada de servir (creo que de D. Claudio Antón de Luzuriaga, al cual debió Pantoja su credencial   -211-   primera), y lo humilde de su origen la inclinaba a la oscuridad y al vivir modesto y esquivo. Nunca gastaron más que los dos tercios de la paga, y sus hijos iban adoctrinados en el amor de Dios y en el supersticioso miedo al fausto y pompas mundanales. A pesar de la amistad íntima que entre Villaamil y Pantoja reinaba, nunca se atrevió el primero a recurrir al segundo en sus frecuentes ahogos; le conocía como si le hubiese parido; sabía perfectamente que el honrado ni pedía ni daba, que la postulación y la munificencia eran igualmente incompatibles con su carácter, arca cuyas puertas jamás se abrían ni para dentro ni para fuera.

Sentados los dos, el uno ante un pupitre, el otro en la silla más próxima, Pantoja se ladeó el gorro, que resbalaba sobre su cabeza lustrosa al menor impulso de la mano, y dijo a su amigo: «Me alegro que hayas venido hoy. Ha llegado el expediente contra tu yerno... No le he podido echar un vistazo. Parece que no es nada limpio. Dejó de incluir dos o tres pueblos en la nota de apremios, y en los repartos del último semestre hay sapos y culebras».

-Ventura, mi yerno es un pillo; demasiado lo sabes. Habrá hecho cualquier barrabasada.

-Y me enteró ayer el Director de que anda por ahí dándose la gran vida, convidando a los amigachos y gastando un lujo estrepitoso, con un surtidito de sombreros y corbatas que es un   -212-   asco, y hecho un figurín el muy puerco. Dime una cosa: ¿vive contigo?

-Sí -respondió secamente Villaamil, que sentía la ola de la vergüenza en las mejillas, al considerar que también su ropa, por flaqueza de Pura, procedía de los dineros de Cadalso-. Pero estoy deseando que se largue de mi casa. De su mano ni la hostia.

-Porque... verás, me alegro de tener esta ocasión de decírtelo; eso te perjudica, y basta que sea yerno tuyo y que viva bajo tu techo, para que algunos crean que vas a la parte con él.

-¡Yo... con él! (horrorizado). Ventura, no me digas tal cosa...

-No; si yo no soy quien lo dice, ni me pasa por el magín. Pero la gente de esta casa... Ya ves; ¡hay tanto pillo!, y cuando tocan a pensar mal, los más pillos son los que descueran al inocente.

-Pues, aunque Víctor es mi yerno, tan ajeno soy a sus trapacerías, que si en mi mano estuviera el impedirle ir a presidio, no lo impediría... Figúrate.

-¡Ah!, no irá, no irá; no te dé cuidado. No irá por lo mismo que lo merece. Tiene pararrayos y paracaídas. Se están poniendo los tiempos tan corruptos, que estos granujas como tu yerno son los que cobran el barato. Verás cómo le echan tierra al expediente, aprueban su conducta y le dan el jeringado ascenso. Por cierto   -213-   que es de lo más atrevido que conozco. Ayer estuvo aquí; luego bajó a ver al Subsecretario, y como tiene aquella labia y aquel buen ver, el Subsecretario... (me lo ha dicho quien estaba presente) le recibió con palmas, y allí estuvieron los dos de cháchara más de media hora.

-¿Y al señor Ministro le ha visto? (con grandísimo desconsuelo).

-No te lo puedo decir; pero me consta que ha venido a recomendárselo un diputado de la provincia en que servía la alhajita de tu yerno. Es de estos que mientras más les dan más quieren. No sale de aquí nunca el tal sin apandar dos o tres credenciales gordas, pero gordas, y eso que es disidente; pero por lo mismo, por la disidencia, le atienden más.

-¿Crees tú que le darán el ascenso a Víctor? (con ansiedad profunda).

-Yo no puedo asegurarte nada.

-Y de lo mío, ¿qué sabes? (con ansiedad mayor aún).

-El Jefe del Personal no suelta prenda. Cuando le hablo de ti, me echa un veremos, y un yo haré lo que pueda, que es tanto como no decir nada. ¡Ah!, entre paréntesis: ayer, después de hablar con el Subsecretario, se coló Víctor en el Personal. Vino a contármelo el hermano de Espinosa. El Jefe le enseñó las vacantes de provincias, y tu yernito dejó decir con arrogancia que a provincias no iba ni atado.

  -214-  

-Amigo Ventura -indicó Villaamil con dolorosa consternación-, acuérdate de lo que te anuncio. Tú lo has de ver, y si lo dudas, apostemos algo... ¿A que ascienden a Víctor y a mí no me colocan? Otra cosa sería justicia y razón, y la razón y la justicia andan ahora de paseo por las nubes.

Pantoja volvió a ladear el gorro. Era una manera especial suya de rascarse la cabeza. Dando un gran suspiro, que salió muy oprimido de la boca, porque esta no se abría sino con cierta solemnidad, trató de consolar a su amigo en la forma siguiente:

«No sabemos si podrán arreglar lo del expediente de Víctor, a pesar de las ganas que parece tienen de ello sus protectores. Y por lo que hace a ti, yo que tú, sin dejar de machacar en el Director, el Subsecretario y el Ministro, me buscaría un buen faldón entre la gente que manda».

-Pero si me cojo y tiro, y... como si no.

-Pues sigue tirando, hombre, hasta que te quedes con el faldón en la mano. Arrímate a los pájaros gordos, sean o no ministeriales; dirígete a Sagasta, a Cánovas, a D. Venancio, a Castelar, a los Silvelas; no repares si son blancos, negros o amarillos, pues al paso que vas, tal como se han puesto las cosas, no conseguirás nada. Ni Pez ni Cucúrbitas te servirán: están abrumados de compromisos, y no colocan   -215-   más que a su pandilla, a sus paniaguados, a sus ayudas de cámara, y hasta a los barberos que les afeitan. Esa gente que sirvió a la Gloriosa primero y después a la Restauración, está con el agua al cuello, porque tiene que atender a los de ahora, sin desamparar a los de antes, que andan ladrando de hambre. Pez ha metido aquí a alguien que estuvo en la facción y a otros que retozaron con la cantonal. ¿Cómo puede olvidar Pez que los del gorro colorado le sostuvieron en la Dirección de Rentas, y que los amadeístas casi casi le hacen Ministro, y que los moderados del tiempo de Sor Patrocinio le dieron la gran cruz?

Villaamil oía estos sabios consejos, los ojos bajos, la expresión lúgubre, y sin desconocer cuán razonables eran. Mientras que los dos amigos departían de este modo, totalmente abstraídos de lo que en la oficina pasaba, el maldito cojo Salvador Guillén, trazaba en una cuartilla de papel, con humorísticos rasgos de pluma, la caricatura de Villaamil, y una vez terminada y habiendo visto que era buena, puso por debajo: El señor de Miau, meditando sus planes de Hacienda. Pasaba el papel a sus compañeros para que se riesen, y el monigote iba de pupitre en pupitre consolando de su aburrimiento a los infelices condenados a la esclavitud perpetua de las oficinas.

Cuando Pantoja y Villaamil hablaban de   -216-   generalidades tocantes al ramo, no sonaban con armonioso acuerdo sus dos voces. Es que discrepaban atrozmente en ideas, porque el criterio del honrado era estrecho y exclusivo, mientras Villaamil tenía concepciones amplias, un plan sistemático, resultado de sus estudios y experiencia. Lo que sacaba de quicio a Pantoja era que su amigo preconizara el income tax, haciendo tabla rasa de la Territorial, la Industrial y Consumos. El impuesto sobre la renta, basado en la declaración, teniendo por auxiliares el amor propio y la buena fe, resultaba un disparate aquí donde casi casi es preciso poner al contribuyente delante de una horca para que pague. La simplificación, en general, era contraria al espíritu del probo funcionario, que gustaba de mucho personal, mucho lío y muchísimo mete y saca de papeles. Y por último, algo había de recelo personal en Pantoja, pues aquella manía de suprimir las contribuciones era como si quisiesen suprimirle a él. Sobre esto discutían acaloradamente hasta que a los dos se les agotaba la saliva. Y cuando Pantoja tenía que salir porque le llamaba el Director, y se quedaba Villaamil solo con los subalternos, estos se distraían y solazaban un rato a cuenta de él, distinguiéndose el cojo Guillén por su intención maligna.

«Dígame, D. Ramón, ¿por qué no publica usted su plan para que lo conozca el país?».

  -217-  

-Déjame a mí de publicar planes (paseándose agitadamente por la oficina). Sí; buen caso me haría ese puerco de país. El Ministro los ha leído, y les ha dado un vistazo el Director de Contribuciones. Como si no... Y no es la dificultad de enterarse pronto, porque en las Memorias que he escrito, he atendido: primero, a la sencillez; segundo, a la claridad; tercero, a la brevedad.

-Yo creí que eran muy largas, pero muy largas -dijo Espinosa con gravedad-. Como abrazan tantos puntos...

-¿Quién le ha dicho a usted semejante cosa? (enfadándose). Si cada una no abraza más que un punto, y son cuatro. Y basta y sobra. Ojalá no me hubiera ocupado de escribirlas. Bienaventurados los brutos...

-Porque de ellos es la nómina de los cielos... Bien dicho, Sr. D. Ramón -observó Argüelles, mirando con ojeriza a Guillén, a quien detestaba-. A mí también se me ocurrió un plan; pero no quise darlo a luz. Más cuenta me tenía componer el solo de trompa.

-Eso, toque usted la trompa, y déjese de arreglar la Hacienda, que al paso que va, pronto, ni los rabos. Mire usted, amigo Argüelles (parándose ante la mesa del caballero de Felipe IV, la capa terciada, la mano derecha muy expresiva). Yo he consagrado a esto mi experiencia de tantos años. Podré acertar o no;   -218-   pero que aquí hay algo, que aquí hay una idea, no puede dudarse. (Todos le oían con gran atención). Mi trabajo consta de cuatro Memorias o tratados, que llevan su título para más fácil inteligencia. Primer punto: Moralidad.

-Muy bien. Rompe plaza la moralidad, que es lo primero.

-Es el fundamento del orden administrativo. Moralidad arriba, moralidad abajo, a izquierda y a derecha. Segundo punto: Income tax.

-Que es la madre del cordero.

-Fuera Territorial, Subsidio y Consumos. Lo sustituyo con el impuesto sobre la renta, con su recarguito municipal, todo muy sencillo, muy práctico, muy claro; y expongo mis ideas sobre el método de cobranza, apremios, investigación, multas, etc... Tercer punto: Aduanas. Porque fíjense ustedes, las Aduanas no son sólo un arbitrio, son un método de protección al trabajo nacional. Establezco un arancel bien remontado, para que prosperen las fábricas y nos vistamos todos con telas españolas.

-Superior de Holanda... D. Ramón, Bravo Murillo era un niño de teta... Siga usted...

-Cuarto punto: Unificación de la Deuda. Recojo todo el papel que anda por ahí con diferentes nombres: Tres consolidado, Diferido, Bonos, Banco y Tesoro, Billetes hipotecarios,   -219-   y lo canjeo por un 4 por 100, emitido al tipo que convenga... Se acabaron los quebraderos de cabeza...

-Sabe usted más, D. Ramón, que el muy marrano que inventó la Hacienda.

(Coro de plácemes. El único que callaba era Argüelles, que no gustaba de reírle mucho las gracias a Guillén).

«No es que sepa mucho (con modestia), es que miro las cosas de la casa como mías propias, y quisiera ver a este país entrar de lleno por la senda del orden. Esto no es ciencia, es buen deseo, aplicación, trabajo. Ahora bien: ¿ustedes me hicieron caso? Pues ellos tampoco. Allá se las hayan. Llegará día en que los españoles tengan que andar descalzos y los más ricos pedir para ayuda de un panecillo... digo, no pedirán limosna, porque no habrá quien la dé. A eso vamos. Yo les pregunto a ustedes: ¿Tendría algo de particular que me restituyesen a mi plaza de Jefe de Administración? Nada, ¿verdad? Pues ustedes verán todo lo que quieran, pero eso no lo han de ver. Vaya; con Dios».

Salía encorvado, como si no pudiera soportar el peso de la cabeza. Todos le tenían lástima; pero el despiadado Guillén siempre inventaba algún sambenito que colgarle a la espalda después que se iba.

«Aquí he copiado los cuatro puntos conforme   -220-   los decía: Señores, oro molido. Vengan acá. ¡Qué risa, Dios! Vean, vean los cuatro títulos escritos uno bajo el otro.

Moralidad.

Income tax.

Aduanas.

Unificación de la Deuda.

Juntadas las cuatro iniciales, resulta la palabra MIAU».

Una explosión de carcajadas retumbó en la oficina, poniéndola tan alegre como si fuera un teatro.




ArribaAbajo- XXIII -

Desconcertada para muchos días quedó Abelarda después del largo diálogo aquel con Víctor; pero ponía la infeliz tal arte en evitar que su madre y su tía comprendieran el estado de su ánimo, que lo lograba al fin. Desde el día posterior a las incomprensibles declaraciones de Víctor, notó a este taciturno. Evitaba encontrarse solo con su cuñada; apenas la miraba, y ni por incidencia le dirigía palabra alguna. Creyérase que un delicado asunto personal le traía caviloso. Transcurrido poco tiempo, observó Abelarda que estaba de mejor temple, y que le echaba miradas amorosas y lánguidas, a las que ella, sin poderlo remediar, respondía con otras inflamadas aunque rapidísimas.   -221-   Delante de la familia le hablaba Víctor; pero a solas ni jota. Estaban, pues, como los que se aman y no se atreven a decírselo; mas ella esperaba ese estallido impensado y súbito de la ocasión que no falta nunca, como si las leyes del tiempo y del espacio tuvieran marcado el necesario instante en que se junten las órbitas de los seres compelidos a ello por la voluntad. En aquella temporada le dio a la insignificante por ir a la iglesia bastante a menudo. Las prácticas religiosas de los Villaamil se concretaban a la misa dominguera en las Comendadoras, y esto no con rigurosa puntualidad. D. Ramón faltaba rara vez; pero doña Pura y su hermana, por aquello de no estar vestidas, por quehaceres, o por otra causa, quebrantaban algunos domingos el precepto. Abelarda se sentía ansiosa de corroborar su espíritu en la religión y meditar en la iglesia; se consolaba mirando los altares, el sagrario donde el propio Dios está guardado, oyendo devotamente la misa, contemplando los santos y vírgenes con sus ahuecadas vestiduras. Estos inocentes consuelos le sugirieron pronto la idea de otro más dulce y eficaz, el confesarse; porque sentía la necesidad imperiosa y punzante de confiar a alguien un secreto que no le cabía en el corazón. Temía que si no lo confiaba, se le escaparía a lo mejor con espontaneidad indiscreta delante de sus padres, y esto la aterraba, porque sus   -222-   padres se habrían de enfadar cuando tal supieran. ¿A quién confiarlo? ¿A Luis? Era muy niño. Hasta se le pasaba por las mientes el disparate increíble de revelar su secreto al buenazo de Ponce. Por último, el mismo sentimiento religioso que se amparaba en su alma le inspiró la solución, y a la mañana siguiente de pensarla acercose al confesonario y le contó al cura lo que le pasaba, añadiendo pormenores que al sacerdote no le importaba saber. Después de la confesión se quedó la insignificante muy aliviada y con el espíritu bien dispuesto para lo que pudiera sobrevenir.

Como era tiempo de Cuaresma, había ejercicios todas las tardes en las Comendadoras, y los viernes en Monserrat6 y en las Salesas Nuevas. Algo chocaba a la familia la asiduidad con que Abelarda iba a la iglesia, y a doña Pura no se le pudrió en el cuerpo esta observación impertinente: «Vaya, hija, a buenas horas mangas verdes». La circunstancia de que Ponce estaba complacidísimo y un si es no es entusiasmado con las devociones de su novia, por ser él uno de los chicos más católicos de la generación presente (aunque más de pico que de obras, como suele suceder), acalló las susceptibilidades de doña Pura. El ínclito joven acompañaba a su novia algunas tardes a la iglesia, a pesar de las reiteradas instancias de ella para que la dejara sola. Comúnmente la esperaba al   -223-   salir, y juntos iban hasta la casa, hablando del predicador como la noche antes, en la tertulia, hablaban de los cantantes del Real. Si Abelarda iba temprano a la iglesia, la acompañaba Luis, que a poco de probar estas excursiones tomó grandísima afición a ellas. El buen Cadalsito pasaba un rato con devoción y compostura; pero luego se cansaba y se ponía a dar vueltas por la iglesia, mirando los estandartes de la Orden de Santiago que hay en las Comendadoras, acercándose a la reja grande para atisbar a las monjas, inspeccionando los altares recargados de ex-votos de cera. En Monserrat, iglesia perteneciente al antiguo convento que es hoy Cárcel de Mujeres, no se encontraba Luis tan a gusto como en las Comendadoras, que es uno de los templos más despejados y más bonitos de Madrid. A Monserrat encontrábalo frío y desnudo; los santos estaban mal trajeados; el culto le parecía pobre, y además de esto había en la capilla de la derecha, conforme entramos, un Cristo grande, moreno, lleno de manchurrones de sangre, con enaguas y una melena natural tan larga como el pelo de una mujer, la cual efigie le causaba tanto miedo, que nunca se atrevía a mirarla sino a distancia, y ni que le dieran lo que le dieran entraba en su capilla.

Sucedió más de una vez que Cadalsito, en su inquieta vagancia dentro de la iglesia, se sentaba   -224-   en algún banco solitario, sintiéndose acometido del mal precursor de la extraña visión. Más de una vez se dijo que en tal sitio, a poco que se adormilase, había de ver al Señor de la barba blanca, por ser aquella una de sus casas. Pero cerraba los ojos, haciendo como una mental evocación de la extraordinaria visita, y esta no se presentaba. En alguna ocasión, no obstante, creyó ver al augusto anciano saliendo por una puerta de la sacristía y perdiéndose en el altar, como si se introdujera por invisible hueco. También le pareció que el mismo Señor salía revestido de la sacerdotal túnica y casulla bordada, a decir misa, a decirse a sí mismo la misa, cosa que a Cadalsito le pareció por demás extraña. Pero no estaba muy seguro de que esto fuera así, y bien podía ser que se engañase; al menos grandes dudas tenía sobre el particular. Una tarde, oyendo en Monserrat el rosario que rezaba el cura, al cual contestaban en la iglesia unas dos docenas de mujeres, y en el coro las presas, que debían ser más de ciento por el murmullo intensísimo que sus voces hacían, Luisito se sintió con los síntomas de somnolencia. En la iglesia había muy poca luz, y todo en ella era misterio, sombras que la cadencia tétrica del rezo hacía más cerradas y tenebrosas. Desde donde Cadalsito estaba, veía un brazo del Cristo aquel, y la lamparilla que junto al brazo colgaba del techo. Le entró tal pánico,   -225-   que se habría marchado a la calle si hubiera podido; pero no se pudo levantar. Hizo propósito de vencer el sopor, y se pellizcó los brazos diciendo: «¡Ay!, ¡contro!, si me duermo y se me pone al lado el Cristo de las melenas, del miedo me caigo muerto». Y el miedo y los esfuerzos por despabilarse vencían al fin su insano sopor.

En cambio de estos malos ratos, Monserrat se los proporcionaba buenos, cuando se aparecía por allí su amigo y condiscípulo Silvestre Murillo, hijo del sacristán. Silvestre inició a Luis en algunos misterios eclesiásticos, explicándole mil cosas que este no comprendía; por ejemplo: qué era la reserva del Santísimo, qué diferencia hay entre el Evangelio y la Epístola, por qué tiene San Roque un perro y San Pedro llaves, metiéndose en unas erudiciones litúrgicas que tenían que oír. «La hostia, verbigracia, lleva dentro a Dios, y por eso los curas antes de cogerla, se lavan las manos para no ensuciarla, y dominus vobisco es lo mismo que decir: cuidado, que seáis buenos». Metidos los dos en la sacristía, Silvestre le enseñaba las vestiduras, las hostias sin consagrar, que Cadalso miraba con respeto supersticioso, las piezas del monumento que pronto se armaría, el palio y la manga-cruz, revelando en el desenfado con que lo enseñaba y en sus explicaciones un cierto escepticismo del cual no participaba   -226-   el otro. Pero no pudo Murillito hacerle entrar en la capilla del Cristo de las melenas, ni aun asegurándole que él las había tenido en la mano cuando su madre se las peinaba, y que aquel Señor era muy bueno y hacía la mar de milagros.

Como la mente de los chicos se impresiona con todo, y a esta impresión se amolda con energía y prontitud su naciente voluntad, aquellas visitas a la iglesia despertaron en Cadalsito el deseo y propósito de ser cura, y así lo manifestaba a sus abuelos una y otra vez. Todos se reían de esta precoz vocación, y al mismo Víctor le hizo mucha gracia. Sí, Luisito aseguraba que o no sería nada o cantaría misa, pues le entusiasmaban todas las funciones sacerdotales, incluso el predicar, incluso el meterse en el confesonario para oír los pecados de las mujeres. Díjolo con ingenuidad tan graciosa, que todos se partieron de risa, y de ello tomó pie Víctor para romper a hablar a solas con la insignificante por primera vez después de la conferencia de marras. No estaba presente ninguna persona mayor, y el único que podía oír era Luis y estaba engolfado en su álbum filatélico.

«Yo no diré, como mi hijo, que quiero ordenarme; ¡pero ello es que de algún tiempo a esta parte siento en mí una necesidad tan viva de creer...! Este sentimiento, júzgalo como quieras,   -227-   me viene de ti, Abelarda (aquí una mirada amplia, sostenida, tiernísima), de ti, y de la influencia que tu alma tiene sobre la mía».

-Pues cree, ¿quién te lo impide? -repuso la joven, que se sentía aquella tarde con facilidades para hablar, y esperaba mayor claridad en él.

-Me lo impiden las rutinas de mi pensamiento, las falsas ideas adquiridas en el trato social, que forman una broza difícil de extirpar. Me convendría un maestro angélico, un ser que me amase y que se interesara por mi salvación. ¿Pero dónde está ese ángel? Si existe, no es para mí. Soy muy desgraciado. Veo el bien muy próximo y no me puedo acercar a él. Dichosa tú si no comprendes esto.

Encontrábase la señorita de Villaamil con fuerzas para tratar aquel asunto, porque la religión se las diera hasta para confesar su secreto a quien no debía oírlo de sus labios.

«Yo quise creer y creí -dijo-. Yo busqué un alivio en Dios, y lo encontré. ¿Quieres que te cuente cómo?».

Víctor, que sentado junto a la mesa se oprimía la cabeza entre las manos, levantose de pronto, diciendo con el tono y gesto de un consumado histrión:

«No hables, me atormentarías sin consolarme. Soy un réprobo, un condenado...».

Estas frases de relumbrón, espigadas sin   -228-   criterio en diferentes libros, las traía muy preparaditas para espetarlas en la primera ocasión. Apenas dichas, acordose de que había quedado en juntarse en el café con varios amigos, y buscó la fórmula para cortar la hebra que su cuñada había empezado a tender entre boca y boca. «Abelarda, necesito alejarme, porque si estoy aquí un minuto más... yo me conozco; te diré lo que no debo decirte... al menos todavía... dame tu permiso para retirarme. Voy a dar vueltas por las calles, sin dirección fija, errante, calenturiento, pensando en lo que no puede ser para mí... al menos todavía...».

Dio un suspiro y hasta otra... Dejó a la insignificante confusa y con un palmo de morros, procurando desentrañar el significado de aquel al menos todavía, frase de risueños horizontes.

Por la noche, antes de comer, Víctor entró muy gozoso y dio un abrazo a su suegro, al cual no le hicieron gracia tales confianzas, y estuvo por decirle: «¿En qué pícaro bodegón hemos comido juntos?». No tardó el otro en explicar los móviles de su enhorabuena. Había estado en el Ministerio aquella tarde, y el Jefe del Personal le dijo que Villaamil iba en la primera hornada...

-¡Otra vez el mismo cuento! -exclamó don Ramón furioso-. ¿De cuándo acá es permitido que te burles de mí?

  -229-  

-No es burla, hombre -manifestó doña Pura, alentada por dulces esperanzas-. Cuando él te lo dice es porque lo sabe.

-Créalo usted o no lo crea, es verdad.

-Pues yo lo niego, yo lo niego -declaró Villaamil rayando el aire con el dedo índice de la mano derecha-. Y de mí no se ríe nadie, ¿estamos? ¿Cuándo y por dónde te has ocupado tú de mí en el Ministerio? Tú vas allá por tus asuntos propios, por trabajar tu ascenso, que te darán... ¡Ah!, yo estoy cierto de que te lo dan... Bueno fuera que no.

-Pues yo le digo a usted (con gran energía) que podré haber ido otras veces con ese objeto; pero hoy por hoy fui, y por cierto en compañía de dos diputados de muchísima influencia, exclusivamente a interceder por usted, a hablarle gordo al Jefe del Personal, después de teclear al Ministro. Si no se lo digo a usted porque me lo agradezca; si esto no tiene mérito ninguno... Y tan cierto como es luz esa que nos alumbra (con solemne acento), lo es que yo dije a los amigos que me apoyan: «Señores, antes que mi ascenso, pídase la colocación de mi suegro». Repito que no lo digo para que me lo agradezca nadie. Vaya un puñado de anís...

Doña Pura estaba radiante, y Villaamil, desconcertado en su pesimismo, parecía un combatiente a quien le destruyen de improviso las defensas que le amparan, dejándole inerme y   -230-   desnudo ante las balas enemigas. Esforzábase en recobrar su aplomo pesimista... «Historias... Bueno, y aunque fuese verdad que Juan, Pedro y Diego me recomendaran, ¿de eso se sigue que me coloquen? Déjame en paz, y pide para ti, pues sin abrir la boca te lo han de dar, mientras que yo, aunque vuelva loco al género humano, nada alcanzaré».

Abelarda, aunque no desplegó los labios, sentía su pecho inundado de gratitud hacia Víctor y se congratulaba de amarle, declarándole que ninguna duda podía existir de la bondad de sus sentimientos. Imposible que aquel acento noble y hermoso no fuera el acento de la verdad. Mientras comían, se discutió lo mismo: Villaamil opinando tercamente que jamás habría piedad para él en las esferas ministeriales, y la familia entera sosteniendo con denuedo lo contrario. Entonces soltó Luisito aquella frase que fue célebre en la familia durante una semana y se comentó y repitió hasta la saciedad, celebrándola como gracia inapreciable, o como uno de esos rasgos de sabiduría que de la mente divina pueden descender a la de los seres cuyo estado de gracia les comunica directamente con aquella. Lo dijo Cadalsito con ingenuidad encantadora y cierto aplomo petulante que aumentaba el hechizo de sus palabras. «Pero abuelito, parece que eres tonto. ¿Por qué estás pidiendo y pidiendo a esos tíos de los ministerios,   -231-   que son unos cualesquiera y no te hacen caso? Pídeselo a Dios, ve a la iglesia, reza mucho, y verás cómo Dios te da el destino».

Todos se echaron a reír; pero en el ánimo de Villaamil hizo efecto muy distinto la salida del inspirado niño. Por poco se le saltan al buen viejo las lágrimas, y dando un golpe en la mesa con el cabo del tenedor, decía: «Ese demonches de chiquillo sabe más que todos nosotros y que el mundo entero».




ArribaAbajo- XXIV -

Marchose Víctor, apenas tomado el postre, que era, por más señas, miel de la Alcarria, y de sobremesa, doña Pura echó en cara a su marido la incredulidad y desabrimiento con que este había oído lo expresado por el yerno. «¿Por qué no ha de ser cierto que se interesa por ti? No debemos ponernos siempre en la mala. Es más: Víctor, si no lo ha hecho, estaba en la obligación de hacerlo».

-Pues claro... -observó Abelarda, dispuesta a hacer panegírico ardiente de su cuñado, a quien no entendía en la cuestión de amores, pero cuya cacareada maldad estimaba calumniosa.

-¿Pero vosotras -dijo Villaamil sulfurándose-, sois tan cándidas que creéis lo que dice ese embustero trapalón?... Apuesto lo que queráis   -232-   a que, en vez de recomendarme, lo que ha hecho es llevarle al Jefe del Personal algún cuento para que se le quiten las pocas ganas que tiene de servirme...

-¡Jesús, Ramón!

-¡Papá, por Dios!... también usted tiene unas cosas...

-Parece mentira que en tantos años no hayáis aprendido a conocer a ese hombre (exaltándose), el más malo y más traicionero que hay bajo la capa del sol. Para hacerle más temible, Dios, que ha hecho tan hermosos a algunos animales dañinos, le dio a este el mirar dulce, el sonreír tierno y aquella parla con que engaña a los que no le conocen, para atontarles, fascinarles y comérseles después... Es el monstruo más...

Detúvose Villaamil al reparar que estaba presente Luisito, quien no debía oír semejante apología. Al fin era su padre. Y por cierto que el pobre niño clavaba en el abuelo sus ojos con expresión de terror. Abelarda, como si le arrancaran el corazón a tenazazos, sentía impulsos de echarse a llorar, seguidos de un brutal anhelo de contradecir a su padre, de taparle la boca, de disparar algún denuesto contra su cabeza venerable. Levantose y se fue a su cuarto, aparentando que entraba a buscar algo, y desde allí oyó aún el murmullo de la conversación... Doña Pura denegaba tímidamente lo   -233-   dicho por su esposo, y este, después que se retiró Luisito, llamado por Milagros para lavarle en la cocina boca y manos, reiteró su bárbaro, implacable y sangriento anatema contra Víctor, añadiendo que con él no iba ni a recoger monedas de cinco duros. Era tan hondo el acento del buen Villaamil y tan lleno de sinceridad y convicción, que Abelarda creyó volverse loca en aquel mismo instante, soñando como único alivio a su desatada pena salir de la casa, correr hacia el Viaducto de la calle de Segovia y tirarse por él. Figurábase en el momento breve de desplomarse al abismo con las enaguas sobre la cabeza, la frente disparada hacia los adoquines. ¡Qué gusto! Después la sensación de convertirse en tortilla, y nada más. Se acabaron todas las fatigas.

A poco de esto, empezó a llegar la escogida sociedad que frecuentaba en determinadas noches aquella elegante mansión. Milagros, terminada su faena en la cocina, preparó la luz de petróleo para iluminar la sala. Se arregló, dejando en la cocina a la vieja que iba a fregar, pues la pudorosa Ofelia, si se adaptaba con gusto a todos los ramos de la culinaria, no entraba con aquel rudo trajín del fregado, y a poco penetró en sus salones tan bien apañadita que daba gusto verla. Abelarda tardó más en presentarse, y apareció al fin con tan fuerte mano de polvos en la cara, que parecía una molinera.   -234-   Y aún no bastaba tanto afeite a disimular el tono cadavérico de su faz ni el cerco violado de sus ojos. Virginia Pantoja, su madre y otras señoras, la observaron y callaban, guardando sus comentarios para postdata de la tertulia. Ninguna de las amigas dejó de decir para sí: «Ajadilla está». Fue también aquella noche Salvador Guillén, el cual presentó a su compañero de oficina, el elegante Espinosa. Villaamil, desde que empezaba a entrar gente, se iba a la calle, renegando de la tal tertulia, y se pasaba en el café un par de horitas, oyendo hablar de crisis o probando, como dos y tres son cinco, que debía haberla. Solía Pantoja acompañarle, volviendo después con él para recoger a la familia, y por el camino seguían glosando el tema eterno, sin agotarlo nunca, ni encontrar jamás la última variación. Conocedor sagaz de la vida burocrática y de las misteriosas energías psicológicas que determinan la elevación y caída de funcionarios, Pantoja trazaba a su amigo un nuevo plan de campaña. Primero, sin perjuicio de buscarse entre la gente política de influencia algún padrinazgo de empuje, convenía no dejar vivir al Ministro, ni al Jefe del Personal; convertirse en su sombra, espiarles las entradas y salidas, acometerles cuando más descuidados estuvieran, ponerles en el terrible dilema de la credencial o la vida, imponerse por el terror. De esta manera se sacaba   -235-   siempre tajada, pues al fin, Ministros, Subsecretarios y Jefes del Personal eran hombres, y para poder respirar y vivir daban al moscón lo que pedía, por quitárselo de encima de su alma y perderle de vista. Reconociendo el profundo sentido humano y político de estos consejos, Villaamil deploraba sinceramente haber llegado al extremo de ser él lo que tantas veces había censurado en otros, acosador importuno y pordiosero inaguantable.

Víctor no solía concurrir a las tertulias; pero aquella noche entró más temprano que de costumbre y pasó a la sala, produciendo la admiración de Virginia Pantoja y de las chicas de Cuevas. ¡Era tan superior por todos conceptos a los tipos que allí se veían! Guillén le tenía ojeriza, y como Víctor le pagaba en la misma moneda, se tirotearon con frases de doble sentido, haciendo reír a la concurrencia.

Al día siguiente, antes de almorzar, hallándose en el comedor Víctor, su suegra, Abelarda y Luisito, que acababa de llegar de la escuela, dijo Cadalso a doña Pura: «¿Pero cómo reciben ustedes en su casa a ese cojo inmundo? ¿No comprenden que viene por divertirse observando y contar luego en la oficina lo que ve?».

-¿Pero acaso tenemos monos pintados en la cara -dijo Pura con desenfado-, para que ese cojitranco venga aquí nada más que a reírse?

-Es un sapo venenoso que en cuanto ve algo   -236-   que no es sucio como él, se irrita y suelta toda la baba. Cuando papá va a la oficina de Pantoja, ¿en qué creen ustedes que se ocupa Guillén? En hacerle la caricatura. Tiene ya una colección que anda de mano en mano entre aquellos gandules. Ayer, sin ir más lejos, vi una con un letrero al pie que dice: El señor de Miau meditando su plan de Hacienda. Había ido corriendo de oficina en oficina, hasta que Urbanito Cucúrbitas la llevó al Personal, donde el majadero de Espinosa, hermano de ese cursilón que estuvo aquí anoche, la pegó en la pared con cuatro obleas para que sirviera de chacota a todo el que entraba. Cuando vi aquello me sulfuré, y por poco se arma allí la de San Quintín.

Doña Pura se indignó tanto, que el coraje le cortaba la respiración y la palabra. «Pues yo le diré a ese galápago que no vuelva a poner los pies en mi casa... ¿Y cómo dices que llaman a mi marido? ¿Habrá desvergüenza?...».

-Es que le quieren aplicar ahora el mote que le pusieron a la familia en el Real -dijo Víctor dulcificando su crueldad con una sonrisa-; mote que no tiene maldita gracia.

-¡A nosotras, a nosotras! -exclamaron a un tiempo, rojas de ira, las dos hermanas.

-Tomémoslo a risa, pues no merece otra cosa. Es público y notorio que cuando toman ustedes posesión de su sitio en el Paraíso, todo   -237-   el mundo dice: «Ya están ahí las Miaus...» ¡qué tontería!

-¡Y el muy mamarracho se ríe de la gracia! -exclamó doña Pura cogiendo lo primero que encontró a mano, que fue un pan, y apuntando con él a la cabeza de su yerno.

-No, no la emprenda usted conmigo, señora, que no soy yo autor del apodo... Pues si yo las acompañara a ustedes alguna vez, y un cursi de aquellos se atreviera a mayar delante de mí, de la primera bofetada todas sus muelas salían a tomar el aire.

-No estás tú mal fantasmón (devorando su ira). Pico y nada más que pico. ¡Si no tuviéramos nosotras más defensa que tú...!

La ira de las dos hermanas era nada en comparación de la que agitaba el ánimo de Luisito Cadalso, al oír que el cojo Guillén motejaba a su abuelo y le ponía en solfa; y para sí decía: «De todo esto tiene la culpa Posturitas, y le he de dar pa el pelo, porque la ordinariota de su mamá, que es hermana de Guillén, fue la que puso el mote ¡contro!, y luego se lo dijo al cojo, que es un sapo venenoso, y el muy canalla se lo ha dicho a los de la oficina».

Tan rabioso se puso, que al ir a la escuela cerraba los puños y apretaba los dientes. De seguro que si encuentra a Posturitas en la calle la emprende con él dándole una morrada buena en mitá la cara. Tocole después estar a su   -238-   lado en la clase y le pegó con el codo, diciéndole: «No quio na contigo, sinvergüenza. Tú no eres caballero, ni tu familia tampoco son caballeros». El otro no le contestó, y dejando caer la cabeza sobre el brazo, cerró los ojos como vencido de un profundo sueño. Hubo de notar entonces Cadalso que su amigo tenía la cara muy encendida, los párpados hinchados, la boca abierta, respirando por ella, y a ratos soplando fuertemente por la nariz, como si quisiera desobstruirla. Nuevos y más fuertes codazos de Luisito no le hicieron salir de aquel pesado sopor. «¿Qué tienes, recontro?... ¿estás malo?». La cara de Posturitas echaba fuego. El maestro llegó por allí, y viéndole en tal estado y que no había medio de enderezarle, le observó, le pulsó, le puso la mano en la cara. «Chiquillo, tú estás malo; vete corriendo a tu casa, y que te acuesten y te abriguen bien para que sudes». Levantose entonces el rapaz tambaleándose, y con cara y gesto de malísimo humor, atravesó la sala de la escuela. Algunos compañeros le miraron con envidia porque se iba a su casa antes que los demás. Otros, Cadalsito entre ellos, creían que la enfermedad era farsa, pura comedia para irse de pingo y estarse brincando toda la tarde en el Retiro con los peores gateras de Madrid. Porque era muy pillo, muy embustero y en poniéndose a inventar y a hacer pamemas, no había quien le ganara.

  -239-  

Al día siguiente, Murillo trajo la noticia de que Paco Ramos estaba enfermo de tabardillo, y que le había entrado tan fuerte, pero tan fuerte, que si no bajaba la calentura aquella noche, se moriría. Hubo discusión a la salida sobre ir o no a verle. «Que eso se pega, hombre». «Que no se pega... ¡bah, tú!». «Morral». «Morral él». Por fin, Murillito, otro que llamaban Pando, y Cadalso con ellos, fueron a verle. Era a dos pasos de la escuela, en la casa que tiene farol y muestra de prestamista. Subieron los tres muy ternes, discutiendo todavía si se pegaba o no se pegaba la tifusidea, y Murillito, el más farfantón de la partida, les animaba escupiendo por el colmillo. «No seáis gallinas. ¡Si creeréis que por entrar vus vais a morir...!». Llamaron, y les abrió una mujer, quien al ver la talla y fuste de los visitantes, no les hizo maldito caso, y les dejó plantados, sin dignarse responder a la pregunta que hizo Murillito. Otra mujer pasó por el recibimiento y dijo: «¿Qué buscan aquí estos monos? ¡Ah! ¿Venís a saber de Paquito? Más animado está esta tarde...». «Que pasen, que pasen -gritó desde dentro otra voz femenil-, a ver si mi niño les conoce». Vieron, al entrar, el despacho de los préstamos, donde estaba un señor de gorro y espejuelos que parecía un ministro (según pensó Cadalso), y atravesaron luego un cuarto grande donde había ropa, golfos de ropa, la mar de ropa, y   -240-   por fin, en una habitación toda llena de capas dobladas, cada una con su cartón numerado, yacía el enfermo y a su lado dos enfermeras, la una sentada en el suelo, la otra junto al lecho. Posturitas había delirado atrozmente toda la noche y parte de la mañana. En aquel momento estaba más tranquilo, sin que el recargo se iniciara aún. «Rico -le dijo la mujer o señora instalada a la cabecera, y que debía de ser la mamá-, aquí están tus amiguitos que vienen a preguntar por ti. ¿Quieres verles?». El pobre niño exhaló una queja, como si quisiera romper a llorar, lenguaje con que indican las criaturas enfermas lo que les desagrada y molesta, que suele ser todo lo imaginable. «Mírales, mírales. Te quieren mucho». Paquito dio una vuelta en la cama, e incorporándose sobre un codo, echó a sus amigos una mirada atónita y vidriosa. Tenía los ojos, aunque inflamados, mortecinos, los labios tan cárdenos que parecían negros, y en los pómulos manchas de color de vino. Cadalso sentía lástima y también terror instintivo que le mantuvo desviado de la cama. La mirada fija y sin luz de su compañero de escuela le hacía temblar. Paco Ramos sin duda no conoció de los tres más que a Luisito, porque sólo dijo Miau Miau, después de lo cual su cabeza se derrumbó sobre la almohada. La madre hizo una seña a los chicos para que despejaran, y ellos obedecieron como unos santos.   -241-   En la habitación próxima tropezaron con dos hermanillos de Posturitas más chicos que él, carisucios y culirrotos, los zapatos agujereados y los mandiles hechos una sentina. El uno arrastraba un muñeco de trapo amarrado por el pescuezo, y el otro un caballo sin patas, gritando como un desesperado ¡arre! Al ver gente menuda, se fueron detrás, deseando hacer migas con ella; pero Murillo, echándoselas de persona, les reprendió por la bulla que armaban, estando el hermanito malo. Ellos se miraron estupefactos. No comprendían jota. El más pequeño sacó del bolsillo del delantal un pedazo de pan ya muy lamido, todo lleno de babas, y le metió el diente con fe. Al pasar por la sala, el señor aquel que parecía un ministro estaba examinando dos mantones de Manila que le presentaba una mujer. Los tres amigos le saludaron con exquisita cortesía; pero él no les contestó.




ArribaAbajo- XXV -

Muy pensativo se fue Cadalsito a su casa aquella tarde. El sentimiento de piedad hacia su compañero no era tan vivo como debiera, porque el mameluco de Ramos le había insultado, arrojándole a la cara el infamante apodo, delante de gente. La infancia es implacable en sus resentimientos, y la amistad no   -242-   tiene raíces en ella. Con todo, y aunque no perdonaba a su mal educado compañero, pensó pedir por él en esta forma: «Ponga usted bueno a Posturitas. A bien que poco le cuesta. Con decir levántate Posturas, ya está». Acordándose después de que la mamá de su amigo, aquella misma señora que estaba junto al lecho tan afligida, era la inventora del ridículo bromazo, renovose en él la inquina que le tenía. «Pero no es señora -pensó-. No es más que mujer, y ahora Dios la castiga de firme por poner motes».

Aquella noche estuvo muy intranquilo; dormía mal, se despertaba a cada instante, y su cerebro luchaba angustiosamente con un fenómeno muy singular. Habíase acostado con el deseo de ver a su benévolo amigo el de la barba blanca; los síntomas precursores se habían presentado; pero la aparición no. Lo doloroso para Cadalsito era que soñaba que la veía, lo que no era lo mismo que verla. Al menos no estaba satisfecho, y su mente forcejeaba en un razonar penoso y absurdo, diciendo: «No es este, no es este... porque yo no le veo, sino sueño que le veo, y no me habla, sino que sueño que me habla». De aquella febril cavilación pasaba a estotra: «Y no podrá decir ya que no estudio, porque hoy sí que me supe la lección, ¡contro! El maestro me dijo: 'Bien, bien, Cadalso'. Y la clase toda estaba turulata. Largué de corrido lo   -243-   del adverbio, y no me comí más que una palabra. Y cuando dije lo de que caía el maná en el desierto, también me lo supe, y sólo me trabuqué después en aquello de los Mandamientos, por decir que los trajo encima de un tablero, en vez de una tabla». Luis exageraba el éxito de su lección de aquel día. La dijo mejor que otras veces; pero no había motivo fundado para tanto bombo.

Mala noche fue aquella para los dos habitantes del estrecho cuarto, pues Abelarda no hacía más que dar vueltas en su catre, rebelde al sueño, conciliándolo breves minutos, sintiéndose acometida por bruscos estremecimientos, que la hacían pronunciar algunas palabras, de cuyo sonido se asombraba ella propia. Una vez dijo: «Huiré con él» y al punto le respondió un acento suspirón: «Con el que tenía los anillos de puros». Al oír esto, dio un salto aterrada. ¿Quién le respondía? Todo era silencio en la alcoba; pero al poco rato la voz volvió a sonar, diciendo: «Le castiga usted por malo, por poner motes». Al fin, la mente de Abelarda se esclarecía, pudiendo apreciar la realidad y reconocer la vocecilla de su sobrino. Volviose del otro lado y se durmió. Luis murmuraba gimiendo, como si quisiera llorar y no pudiese. «Que sí me supe la lección... que sí». Y al cabo de un rato: «No me mojes el sello con tu boca negra... ¿Ves? Esto te pasa por malo. Tu   -244-   mamá no es señora, sino mujer...». A lo que contestó Abelarda: «Esa elegantona que te escribe cartas no es dama, sino una tía feróstica... Tonto, y me desprecias a mí por ella, ¡a mí que me dejaría matar por...! Mamá, mamá, yo quiero ser monja».

«No... -decía Luis-, ya sé que no le dio usted al Sr. de Moisés los mandamientos en un tablero, sino en una tabla... Bueno, en dos tablas... Posturas se va a morir. Su padre le envolverá en aquel mantón de Manila... Usted no es Dios, porque no tiene ángeles... ¿En dónde están los ángeles?».

Y Abelarda: «Ya pesqué la llave de la puerta. Quiero escapar. ¡Con el frío que hace, esperándome en la calle...! ¡Vaya un llover!».

Luis: «Es un ratón lo que Posturas echa por la boca, un ratón negro y con el rabo mu largo. Me escondo debajo de la mesa. ¡Papá!».

Abelarda en voz alta: «Qué... ¿qué es eso, Luis?, ¿qué tienes? Pobrecito... esas pesadillas que le dan. Despierta, hijo, que estás diciendo disparates. ¿Por qué llamas a tu papá?».

Despierto también Luis, aunque no con el sentido muy claro: «Tiita, no duermo. Es que... un ratón. Pero mi papá lo ha cogido. ¿No ves a mi papá?».

-Tu papá no está aquí, tontín; duérmete.

-Sí que está... Mírale, mírale... Estoy despierto, tiita. ¿Y tú?...

  -245-  

-Despéjate, hijo... ¿Quieres que encienda luz?

-No... Tengo sueño. Es que todo es muy grande, todas las cosas grandes, y mi papá estaba acostado contigo, y cuando yo le llamé vino a cogerme.

-Prenda, acuéstate de ladito y no tendrás malos sueños. ¿De qué lado estás acostado?

-Del lado de la mano izquierda... ¿Por qué es todo grandísimo, del tamaño de las cosas mayores?

-Acuéstate del lado derecho, alma mía.

-Estoy del lado de la mano izquierda y del pie derecho... ¿Ves?, este es el pie derecho, ¡tan grande...! Por eso la mamá de Posturas no es señora. Tiita...

-¿Qué?

-¿Estás dormida?... Yo me duermo ahora. ¿Verdad que no se muere Posturas?

-¡Qué se ha de morir, hombre! No pienses en eso.

-Dime otra cosa. ¿Y mi papá se va a casar contigo?

En la excitación cerebral que producen la oscuridad y el insomnio, Abelarda no pudo responder lo que habría respondido a la luz del día con la cabeza serena, por cuya razón se dejó decir: «No sé todavía... verdaderamente no sé nada... Puede...».

Poco después murmuró Luis «bueno» en   -246-   tono de conformidad, y se quedó dormido. Abelarda no pegó los ojos en el resto de la noche, y al día siguiente se levantó muy temprano, la cabeza pesadísima, deseando hacer algo extraordinario y nuevo, reñir con alguien, así fuese el mismísimo cura cuya misa pensaba oír pronto, o el monago que había de ayudarla. Se fue a la iglesia, y en ella tuvo muy malos pensamientos, tales como escabullirse de la casa sin saber para qué, casarse con Ponce y pegársela después, meterse monja y amotinar el convento, hacerle una declaración burlesca de amor al cojo Guillén, empezar la representación de la comedia y retirarse a la mitad, dejándoles a todos plantados; envenenar a Federico Ruiz, tirarse del paraíso del Real a las butacas en lo mejor de la ópera... y otros disparates por el estilo. Pero la permanencia en el templo, silencioso y plácido, las tres misas que oyó, sosegaron poco a poco sus nervios, estableciendo en su cerebro la normalidad de las ideas. Al salir se asustaba y aun se reía de aquellas extravagancias sin sentido. Pasara lo de tirarse del paraíso a las butacas en un momento de desesperación; pero envenenar al pobre Federico Ruiz, ¿a qué santo?

Al llegar a su casa, lo primero que hizo, según costumbre, fue enterarse de si Víctor había salido o no. Resultó que sí, y doña Pura   -247-   dijo con alegría no disimulada que su yerno almorzaba fuera. Los recursos se le habían ido agotando a la señora con la rapidez solutiva de esa sal puesta en agua que se llama dinero. ¡Cosa más rara! Lo mismo era cambiar un duro que desleírsele pieza a pieza. Y ya veía próximo el aterrador lindero que separa la escasez de la carencia absoluta. Detrás de aquel lindero se alzaban los espectros familiares mirando a doña Pura y haciéndole muecas. Eran sus terribles compañeros de toda la vida, el deber, el pedir y el empeñar, resueltos a acompañarla hasta la tumba. Ya estaba la señora tirando sus líneas a ver si Víctor le daba medios para zafarse de aquellos socios insufribles. Pero Víctor, a las primeras indirectas, se había hecho el mal entendedor, señal de que no encerraba ya su cartera los tesoros de mejores días. Además, pudo observar doña Pura que por dos o tres veces habían venido a cobrarle a su yerno cuentas de zapateros o sastres, y que Víctor no había pagado, diciendo que volviera o que él pasaría por allá. Este olor a chamusquina puso a la señora sobre ascuas.

Fueron aquella tarde doña Pura y su hermana a visitar unas amigas. Milagros encargó a Abelarda que diese una vuelta por la cocina; pero la exaltada joven, al quedarse sola, pues Villaamil había ido al Ministerio y Luis a la escuela, echó al olvido cacerolas y sartenes,   -248-   y metiose en el cuarto de Víctor, con el fin de revolver, de escudriñar, de ponerse en íntimo contacto con su ropa y los objetos de su uso. Sentía la insignificante, en esta inspección vedada, los estímulos de la curiosidad mezclados con un goce espiritual de los más profundos. El examen de la indumentaria, la exploración de todos los bolsillos, aunque en ellos no encontrara cosa de verdadero interés, era un gusto que no cambiaría ella por otros más positivos e indiscutibles. Porque manoseando las camisas se suponía por momentos en una intimidad a la cual su viva imaginación daba apariencias reales. Soñaba actos de los más nobles, como el cuidar la ropa de su hombre, fuera marido o no, deseando algo que arreglar en ella, botón suelto o forro descosido; y en tanto reconocía en el olor la persona, por más señas limpia y elegante, gozando en olfatearla a menor distancia que en familia y ante el mundo. Las pocas veces que Abelarda podía darse estos atracones de idealidad y sensaciones rebuscadas, sus registros de bolsillos no arrojaban ninguna luz sobre el misterio que a su parecer envolvía la existencia de Cadalso. A veces, encontraba en el bolsillo del pantalón perros grandes o chicos, billetes de tranvía y butacas de teatro; en los de la americana o levita, alguna nota del Ministerio, alguna carta indiferente. Al concluir, cuidaba de volver todo a su sitio   -249-   para que no fuera notado el escrutinio, y se sentaba sobre el baúl a meditar. No había sido posible poner en el cuarto de Víctor cómoda ni armario ropero, de modo que tenía su equipo en la misma maleta de viaje, como si estuviera por pocos días en una fonda. Lo que desesperaba a la insignificante, era encontrar el baúl siempre cerrado. Allí sí que habría querido ella meter manos y ojos. ¡Qué de secretos guardaría aquella cavidad misteriosa! Varias veces había probado a abrirla con llaves diferentes; pero en vano.

Pues señor, aquel día, al sentarse en el baúl, ¡tlín!, un rumorcillo metálico. Miró, y... ¡las llaves estaban puestas! Víctor se había olvidado de quitarlas, faltando a sus hábitos cautelosos y previsores. Ver las llaves, abrir y levantar la tapa casi fueron actos simultáneos. Gran desorden en la parte superior del contenido. Había allí un sombrero chafado, de los que llaman livianillos, cuellos y puños sueltos, cigarros, una caja de papel y sobres, ropa blanca y de punto, periódicos doblados, corbatas ajadas y otras nuevecitas. Abelarda observó todo un buen rato sin tocar, enterándose bien, como es uso de curiosos y ladrones, de la colocación de los objetos para volver a ponerlos lo mismo. Luego deslizó la mano por un lado, explorando la segunda capa. No sabía por dónde empezar. Al propio tiempo la presunción de que Víctor andaba   -250-   en líos con alguna señora de mucho lustre y empinadísimo copete, se imponía y destacaba sobre las ideas restantes. Pronto se descubriría todo; allí se encontraban de fijo las pruebas irrecusables. De tal modo dominaba este prejuicio la mente de Abelarda, que antes de descubrir el cuerpo del delito ya creía olfatearlo, porque el olfato era quizá su sentido más despierto en aquellas pesquisas. «¡Ah!, ¿no lo dije? ¿Qué es esto?, un ramito de violetas». En efecto, al levantar con cuidado una pieza de ropa, encontró el ramo ajado y oloroso. Siguió explorando. Su instinto, su intuición o corazonada, que tenía la fuerza de una luz precursora o de indicador misterioso, la guiaba por aquellas revueltas honduras. Sacó varias cosas cuidadosamente, las puso en el suelo, y adelante; busca de aquí, busca de allí, su mano convulsa dio con un paquete de cartas. ¡Ah!, por fin había aparecido la clave del secreto. Si no podía ser de otro modo. Cogió el paquete, y al sentirlo entre sus dedos infundiole terror su propio hallazgo.

Sin quitar la goma leyó algo ya, pues las cartas no tenían envoltura que las cubriese. Lo primero que se echó a la cara fue una coronita estampada en el membrete de la carta superior; y como no era fuerte en heráldica, no supo si la corona era de marquesa o de condesa... Pensó entonces la insignificante en su mucho   -251-   acierto y sagacidad. No, no podía ella equivocarse al suponer que la misteriosa persona con quien él estaba en relaciones era de alta categoría. Había nacido Víctor para las esferas superiores de la vida, como el águila para remontarse a las alturas. Pensar que hombre de tales condiciones descendiese a las esferas de cursilería y pobreza en que ella vivía... ¡absurdo!, y raciocinando así, persuadíase también de que lo incomprensible y tenebroso de la conducta y del lenguaje de Víctor, no era falta de él, sino de ella, por no alcanzar con sus cortas luces y su apreciación vulgar de la vida a la superioridad de semejante hombre.

A leer tocan. No sabía la joven por dónde empezar. Hubiera querido echarse al coleto en un santiamén todas las cartas de cruz a fecha. El tiempo apremiaba; su madre y su tía no tardarían en entrar. Leyó rápidamente una, y cada frase fue una cuchillada para la lectora. Allí se trataba de negativa de rompimiento, se daban descargos como respondiendo a una acusación celosa; allí se prodigaban los términos azucarados que Abelarda no había leído nunca más que en las novelas; allí todo era finezas y protestas de amor eterno, planes de ventura, anuncios de entrevistas venideras, y recuerdos dulces de las pasadas, refinamientos de precaución para evitar sospechas, y al fin derrames de ternezas en forma más o menos   -252-   velada. Pero el nombre, el nombre de la sinvergüenzona aquella, por más que la lectora lo buscaba con ansia, no aparecía en ninguna parte. La firma no rompía el anónimo; a veces una expresión convencional, tu chacha, tu nenita; a veces un simple garabato... Pero lo que es nombre, ni rastros de él. Leyendo todo, todo cuidadosamente, se habría podido sacar en limpio, por referencias, quién era la chacha; pero Abelarda no podía detenerse; ya era tarde, llamaban a la puerta... Había que colocar todo en su sitio de modo que no se conociese la mano revoltijera. Hízolo rápidamente, y fue a abrir. Ya no se borró más de su mente, en aquel día ni en los que le siguieron, la fingida imagen de la odiada señora. ¿Quién sería? La insignificante se la figuraba hermosota, muy chic, mujer caprichosa y desenfadada, como a su parecer lo eran todas las de las altas clases. «¡Qué guapa debe de ser...!, ¡qué perfumes tan finos usará! -se decía a todas horas con palabras de fuego que del cerebro le salían para estampársele en el corazón-. ¡Y cuántos vestidos tendrá, cuántos sombreros, cuántos coches...!».




ArribaAbajo- XXVI -

Allá va otra vez el amigo D. Ramón a la oficina de Pantoja. Él no quiere hablar de su pleito, de su cuita inmensa y desgarradora,   -253-   pero sin quererlo habla; y cuanto dice va a parar insensiblemente al eterno tema. Le pasa lo que a los amantes muy exaltados, que cuanto hablan o escriben se convierte en sustancia de amor. Aquel día encontró en la oficina de su amigo a cierto sujeto que discutía ardorosamente. Era un señor de provincia, uno de aquellos enemigos de la Administración a quienes el honrado designaba con el desdeñoso nombre de particulares; comerciante de vinos al por mayor, con establecimiento abierto, y la Hacienda le había cogido por banda, haciéndole pagar contribución por dos conceptos. Protestó él alegando que renunciaba a detallar, quedándose sólo con el almacén. El asunto pasó a informe de Pantoja. Quejábase el particular de que se le hiciera pagar por dos conceptos, y va Pantoja ¿y qué hace? Pues informar que pagará por tres. De suerte que mi hombre, hecho un basilisco, dijo allí tales picardías de la Administración, que por poco le echan a la calle. Villaamil comprendía que tenía razón. Nunca había sido él verdugo del particular, como su amigo Pantoja; pero no se atrevió a intervenir por no malquistarse con el honrado. Su flaqueza le llevó hasta apoyar la providencia del Dracón administrativo diciendo: «Claro, por tres conceptos, por el de detallista, por el de almacenista y por el de fabricante de vinos».

En fin, que el desgraciado particular se largó   -254-   trinando como ruiseñor en la época del celo, y cuando se quedaron solos Villaamil y Pantoja, al primero le faltó tiempo para decir: «¿Ha vuelto Víctor por aquí? ¿Cómo va su expediente?».

Pantoja tardó en responder; tenía la boca lo mismo que si se la hubieran cosido. Se ocupaba en abrir pliegos, dentro de los cuales al ser abiertos, sonaba la arenilla pegada a la tinta seca, y el honrado cuidaba de que los tales polvos no se cayeran ¡lástima de desperdicio!, y prolijamente los vertía en la salvadera. Era en él costumbre antigua este aprovechamiento de los polvos empleados ya en otra oficina, y lo hacía con nimio celo, cual si mirase por los intereses de su ama, la señora Hacienda.

«Créeme a mí -replicó al fin, dando permiso a la boca, y poniendo la mano por pantalla a fin de que sus oficiales no oyeran-. No le harán falta a tu yerno. El expediente es música. Créeme a mí que conozco el paño».

-Ventura, las influencias lo pueden todo -observó Villaamil con inmensa pena-, absolver a los delincuentes, y aun premiarlos, mientras los leales perecen.

-Y las influencias que vuelven al mundo patas arriba y hacen escarnio de la justicia, no son las políticas... quiero decir que estas influencias no revuelven el cotarro tanto como otras.

  -255-  

-¿Cuáles? -preguntó Villaamil.

-Las faldas -replicó Pantoja tan a media voz que Villaamil no lo oyó, y tuvo que hacerse repetir el concepto.

-¡Ah!... Noticia fresca... Pero dime. ¿Crees tú que Víctor, por ese lado...?

-Me ha dado en la nariz (con malicia, llevándose el dedo a la punta de aquella facción). No aseguro nada; es que yo, con mi experiencia de esta casa, lo huelo, lo huelo, Ramón... no sé... puede que me equivoque. Al tiempo. Anoche en el café, Ildefonso Cabrera, el cuñado de tu yerno, contó de este ciertos lances...

-¡Dios!, qué cosas ve uno -dijo Villaamil llevándose las manos a la cabeza. Y en medio de su catoniana indignación, pensando en aquella ignominia de las faldas corruptoras, se preguntaba por qué no habría también faldas benéficas que favoreciendo a los buenos, como él, sirvieran a la Administración y al País.

-Ese tuno sabe por dónde anda. Acuérdate de lo que te digo: le echarán tierra al expediente...

-Y venga el ascenso... y ole morena.

Sonó el timbre, y Pantoja fue al despacho del Director que le llamaba. En cuanto salió, los subalternos la emprendieron con el cesante.

«Amigo Villaamil, ni usted ni yo echaremos buen pelo hasta que no suban los nuestros; y los nuestros son los del petróleo».

  -256-  

-Así subieran mañana -dijo D. Ramón agitando las quijadas y poniendo en sus ojos toda la ferocidad de su expresión carnívora.

-No lo diga usted de broma; que esto está muy malo. Hay crisis.

-¿Qué broma? Sí, para bromitas está el tiempo. Así saltara esta noche el cantón de Madrid y la Commune inclusive, y tocaran a pegar fuego... Les digo a ustedes que el amigo Job era un niño mimado y se quejaba de vicio... Que venga el santo petróleo, que venga. Más de lo que nos han quitado no nos han de quitar... Peor que esa gente no lo han de hacer.

-¿Sabe usted lo que corre hoy? Que van a ceder las Islas Baleares a Alemania... Y que quieren arrendar las Aduanas a no sé qué empresa belga, recibiendo el primer plazo en unos puentes viejos para ferrocarriles.

-Como si lo viera, hombre, como si lo viera... Todo lo que sea un disparate tiene aquí su fundamento. Francamente, el D. Antonio tendrá mucho pesquis, pero no se le conoce... Digo, cualquiera que estuviese en su puesto, me parece a mí que lo había de hacer mejor.

-Pues claro -dijo el caballero de Felipe IV atusándose el bigotillo embetunado-. Y si no, figúrese usted que los que estamos aquí formamos un Ministerio. Villaamil, Presidencia; Espinosa, por la buena lámina, iría a Estado a poner varas a las diplomáticas.

  -257-  

-Y que las hay de buten. A Guillén le encajamos en Guerra.

-¡Madre de Dios! ¡Un cojo en Guerra! Mejor es en Marina.

-Sí, para que reme con las muletas.

-O por lo que tiene de tortuga -dijo Argüelles, que no perdonaba ocasión de tirar una china al cojo-. Y para mí, venga la carterita de Gobernación.

-Clavado. Para que pueda colocar de temporeros a su cáfila de hijos, los de teta inclusive.

-Y para que expida una Real orden mandando que se toque la trompa en todos los entierros. ¿Y Hacienda, señores?

-Hacienda Villaamil, con la Presidencia.

-¿Y qué le damos al insine Pantoja?

-Hacienda Ventura, ¿qué duda tiene? -apuntó Villaamil, que no tomaba aquello en serio, pero dejaba correr la broma para prestar un poco de esparcimiento a su angustiado espíritu.

-Sí, buena se iba a armar... ¿Y el income tax?

-Lo que es eso... (observó Villaamil sonriendo triste y descorazonado) no me lo pasaba.

-No; fuera Pantoja, que es capaz de imponer una contribución sobre las pulgas que lleva cada quisque. Viva el income tax, dogma del nuevo Gabinete, y la unificación de la Deuda.

-Eso... (con seriedad, bostezando) es fácil que me lo admitiera Ventura... Vaya, caballeros   -258-   (como quien vuelve en sí, levantándose con ademán diligente), ustedes tienen que hacer, y yo ídem. A trabajar se ha dicho.

Y pasó a Propiedades (el mismo piso a la derecha), donde era segundo Jefe D. Francisco Cucúrbitas, y de allí bajó para caer como una bomba en el Personal, donde tenía varios conocidos, entre ellos un tal Sevillano, que a veces le informaba de las vacantes efectivas o presuntas. Después bajaba a Tesorería, dando una vuelta por el Giro Mutuo, previo el consabido palique de los porteros al entrar en cada oficina. En algunas partes le recibían con cordialidad un tanto helada; en otras, la constancia de sus visitas empezaba a ser molesta. No sabían ya qué decirle para darle esperanzas, y los que le habían aconsejado que machacase sin tregua, se arrepentían ya, viendo que sobre ellos se ponía en práctica el socorrido consejo. En el Personal era donde Villaamil se mostraba más tenaz y jaquecoso. El Jefe de aquel departamento, sobrino de Pez y sujeto de mucha escama, le conocía, aunque no lo bastante para apreciar y distinguir las excelentes prendas del hombre, bajo las importunidades del pretendiente. Así, cuando las visitas arreciaron, el Jefe no ocultaba su desabrimiento ni sus pocas ganas de conversación. Villaamil era delicado, y sufría lo indecible con tales desaires; pero la imperiosa necesidad le obligaba a sacar   -259-   fuerzas de flaqueza y a forrar de vaqueta su cara. Con todo, a veces se retiraba consternado, diciendo para su capote: «No puedo, Señor, no puedo. El papel de mendigo porfiado no es para mí». Y la consecuencia de este abatimiento era no aparecer unos días por el Personal. Luego volvía la ley tiránica de la necesidad a imponerse brutalmente; el amor propio se sublevaba contra el olvido, y a la manera del lobo en ayunas que sin reparar en el peligro de muerte se echa al campo y se aproxima impávido al caserío en busca de una res o de un hombre, así D. Ramón se lanzaba otra vez, hambriento de justicia, a la oficina del Personal, arrostrando desaires, malas caras y peores respuestas. Quien mejor le recibía y más le alentaba, ofreciéndole cordialmente su ayuda, era D. Basilio Andrés de la Caña (Impuestos). Terminada la excursión, Villaamil volvía a su casa rendido de cuerpo y espíritu. Su mujer le interrogaba con arte; pero él, firme en su dignidad estudiada, sostenía no haber ido al Ministerio más que a fumar un cigarro con los amigos; que no esperando nada, no formulaba pretensiones, y que la familia no debía edificar castillos en el aire, sino irse preparando para un viaje de recreo a San Bernardino. Replicaba a esto Pura que si él no hacía por colocarse, entraría ella a funcionar, apelando a la intercesión de la señora de Pez, Carolina de   -260-   Lantigua, pues hasta los gatos saben que donde acaba la eficacia de las recomendaciones políticas, empieza la de las faldas.

-¡Ah!, no es esa faldamenta la que hace y deshace la fortuna -respondía Villaamil con profundo escepticismo, hijo de su conocimiento del mundo burocrático-. Carolina Pez es una señora honrada, es decir, para el caso, la carabina de Ambrosio. Además... hazte cargo: los Peces no privan ahora; se defienden y nada más. Ya hay quien habla de dejarles en seco. Figúrate una gente que ha mamado en todos los ubres y que ha sabido empalmar la Gloriosa con Alfonsito... Pues el turrón que ellos comen es el que corresponde a tantos leales como estamos mirando a la luna. Ya principia a levantarse un run-run contra ellos. Y digo más: la Administración necesita de servidores fieles, identificados, fíjate bien, identificados con la política monárquica; es preciso que no se vinculen los destinos; es menester que haya turno. Si no, ¿adónde vamos a parar? Y ahí tienes al Jefe del Personal, sobrino de Pez, vendiendo protección a los que, por no servir a la jeringada República, sacrificaron sus destinos. Esto es escandaloso y no se ha visto nunca. De esta manera no se puede evitar que haya trifulcas, y que a España se la lleve Pateta. ¿Conque te vas enterando? Por el lado de Pez, ya se trate de Peces con faldas o con pantalones, no esperes   -261-   tanto así. Por supuesto (volviendo a su tema del cual se había olvidado en el calor del discurso), con Peces y sin Peces, para mí no habrá nada. La Caña es el único que se interesa ahora para mí. Algo haría si pudiera. Pero tengo enemigos ocultos que en la sombra trabajan por hundirme. Alguien me ha jurado guerra a muerte. Quién podrá ser, no lo sé; pero el traidor existe, no lo dudes.

Por aquellos días, que eran ya primeros de Marzo, volvió la infortunada familia a notar los pródromos de la sindineritis. Hubo una semana de horrible penuria, mal disimulada ante los íntimos, sobrellevada por Villaamil con estoica entereza y por doña Pura con aquella ecuanimidad valerosa que la salvaba de la desesperación. Pero el remedio vino inopinadamente y por el mismo conducto que en otra ocasión no menos aflictiva. Víctor volvió a estar boyante. Su suegra fue sorprendida cuando menos lo pensaba por nuevos ofrecimientos de metálico, que no vaciló en aceptar, sin meterse en la filosofía de inquirir la procedencia. Ni creyó discreto contarle a su marido que había visto la cartera de Víctor reventando de billetes. ¡Como que se le habían encandilado los ojos! Embolsó los cuartos recibidos y las consideraciones que el caso le sugería. Si aún no le habían colocado, ¿de dónde sacaba tanto dinero? Y aunque le hubieran colocado... Por   -262-   fuerza había mano oculta... En fin, ¿a qué escarbar en el temido enigma? No gustaba ella de averiguar vidas ajenas.

Víctor andaba otra vez muy fachendoso. Se había encargado más ropa, tenía butaca una y otra noche en diferentes teatros, y en el mismo Real; hacía frecuentes regalitos a toda la familia, y su esplendidez llegó hasta convidar a las tres Miaus a la ópera, a butaca nada menos.

Lo que produjo en Villaamil verdadera indignación, pues era un escarnio de su pobreza y un insulto a la moral pública. Pura y su hermana se rieron del ofrecimiento, pues aunque rabiaban por ir, carecían de los perendengues necesarios a semejante exhibición. Abelarda se negó resueltamente. Armose gran disputa sobre esto, y la mamá sugirió algunas ideas para obviar las grandes dificultades con que el pensamiento de su yerno tropezaba en la práctica. Véase lo que discurrió el cacumen arbitrista de la figura de Fra Angélico. Sus amigas y vecinas las de Cuevas se ayudaban, como se ha dicho antes, con la confección de sombreros. En cierta ocasión que las Miaus pescaron tres butacas de periódico para el Español, Abelarda, doña Pura y Bibiana Cuevas se encasquetaron los mejores modelos que aquellas amigas tenían en su taller, después de arreglarlos cada cual a su gusto. ¿Por qué no hacer lo mismo en la ocasión que se discutía? Bibiana no   -263-   se había de oponer. Y por cierto que tenía en aquel entonces tres o cuatro prendas, una de la marquesa A, otra de la condesa B, a cual más bonitas y elegantes. Se las disfrazaba, pues para eso había en el taller cantidad de alfileres, hebillas, cintas y plumas, y aunque sus dueñas estuvieran en el teatro, no habían de conocer las mascaritas. En cuanto a los vestidos, ellas lo arreglarían, con ayuda de las amigas, procurándose además algún abrigo, traído de la tienda para probarlo; y como Víctor se había brindado a regalarles también los guantes, no era un arco de iglesia el ir a butacas. ¡Cuántas no irían disimulando con menos gracia la tronitis!



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