Acto II
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El decorado es el mismo del acto primero. Son las diez de
la mañana del día siguiente. Al levantarse el
telón, EMILIA
aparece por la lateral izquierda, JULITA sale tras ella.
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EMILIA.- ¿Cuándo se fue
Eulalia?
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JULITA.- Hace dos horas, a eso de las ocho.
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EMILIA.- ¿Por qué no la
acompañaste?
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JULITA.- No me dejó. Y ya sabe
cómo es... Cuando una cosa se le mete en la cabeza...
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EMILIA.- Haberme avisado, mujer, que estoy
puerta por medio... Y los vecinos son para las ocasiones. No hay
que decir que a donde ha ido Eulalia es a la Comisaría.
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JULITA.- Figúrese... Se llevó una
cesta con el desayuno para el tito, que ha pasado la noche
allí.
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EMILIA.- Ya me lo supongo.
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JULITA.- (Se
interrumpe.) Calle... Ahí está la
tita.
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(EULALIA entra por
la izquierda. Lleva, bajo un abrigo, el mismo traje de la noche
anterior. Trae una pequeña tartera, de la que le desembaraza
JULITA, y un manojo de
flores.)
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EMILIA.- Buenos días, Eulalia.
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EULALIA.- Me temo que no, Emilia.
(Le responde, casi mecánicamente, absorta en
sus pensamientos.) ¿Llamó alguien?
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JULITA.- Nadie.
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EULALIA.- ¿Vino alguien?
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JULITA.- No...
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EMILIA.- Es muy temprano, mujer...
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EULALIA.- ¿Tú crees?...
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EMILIA.- ¿Y qué tal...
Claudio?
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EULALIA.- No me han dejado verle...
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EMILIA.- ¿Y qué sabes de
él? ¿Cómo pasó la noche?
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EULALIA.- Mujer; aquello no es el Palacio de la
Granja, precisamente... ¿Leíste el
periódico?
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EMILIA.- No...
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EULALIA.- Léelo. (Trae uno.
Se lo da, en efecto. Después se aproxima a la consola y
distribuye las flores en los búcaros que escoltan a San
Cosme. A continuación mira a la imagen, en actitud
inquisitiva, como si midiese hasta qué punto puede contar
con ella.) Condicional, Cosme bendito; ya lo sabes:
condicional.
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(Y se vapor la derecha, seguida de JULITA que se lleva la
tartera.)
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EMILIA.- (Que abre el
periódico y no encuentra a primera vista lo que
espera.) ¿Dónde está, Eulalia
que no le veo?
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EULALIA.- (Desde
dentro.) Busca, busca... En las letras
grandes...
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EMILIA.- Ay, no sé... ¿Pagas
extraordinarias de Navidad? ¿Es ahí?
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EULALIA.- No, mujer, aunque podría serlo.
Menuda paga les han dado a algunos...
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EMILIA.- (Asustada de lo que
lee.) ¡Jesús! ¿Es
aquí?
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EULALIA.- ¿Qué dice?
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EMILIA.-
(Entrecortadamente.) «Diego
Corrientes... en la plaza del Progreso».
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EULALIA.- (Que sale con
JULITA.)
¿Qué te parece?
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JULITA.- ¿Y por qué Diego
Corrientes, tita?
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EULALIA.- Por aquello de qué robaba
él dinero a los ricos para dárselo a los pobres...
Ay, ya lo dije... Robaba. Si es tan horrible lo que me pasa...
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EMILIA.- No desesperes, Eulalia... La radio
tiene mucha fuerza;... la oye todo el mundo.
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EULALIA.- Sí, ya sé que los
primeros que la habrán oído son los diez del regalo.
La fuerza de la radio no me sirve de nada, Emilia. La fuerza
pública es la que me haría falta. O que tú...
(Se vuelve a su santo.) movieses un
dedo... Ni eso siquiera... La uña del meñique... y
bastaría. (A EMILIA.) Trae.
(Le arrebata el periódico que EMILIA miraba a hurtadillas. Lo
lee.) «Claudio Martín...» Mi
Claudio en los papeles... (Se interrumpe y se echa a
llorar.)
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EMILIA.- Vamos, vamos, Eulalia, no seas
chiquilla.
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EULALIA.- Si es que...
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(Suena el teléfono. JULITA coge el auricular, EULALIA deja de sollozar. Sus miradas
y las de EMILIA se dirigen
a JULITA.)
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JULITA.- Dígame... Sí, sí,
aquí es... No, no, yo no. ¿Quiere usted hablar con
ella? ¿Para qué? ¡Ayyy!
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(Da un grito. EULALIA, arrebatadamente, le quita el
auricular.)
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EULALIA.- Yo soy la señora de
Martín. ¿Qué pasa? Sí, sí...
No..., no..., no es posible... Sí, lo es... Dígame...
¿Dónde? ¿Quién? (A
JULITA.) Un
lápiz, una pluma..., niña...
(JULITA sale
disparada por la derecha y regresa en seguida con un lápiz
que entrega a EULALIA.)
Sí... Sí... Andrea...
Linares..., que vive en... Magdalena, dieciséis.
(Apunta al mismo tiempo que habla.) Y
dice usted que está seguro de que... Ya..., ya... Muchas
gracias, muchas gracias... Oiga, y usted ¿quién es?
Ah, bueno, bueno... Un, secreto... Sí..., sí...
(Se interrumpe.) Ha colgado.
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EMILIA.- ¿Qué pasa?
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EULALIA.- Un señor que vio a Claudio
cuando le daba dinero a... una muchacha que se llama... Andrea
Linares..., que vive... ahí, donde dice el papel... Total,
que me voy a verla inmediatamente, y que le canto las cuarenta,
y...
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JULITA.- ¿Y si lo niega?
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EULALIA.- Le pego una somanta que la dejo
temblando hasta que afloje el dinerito...
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EMILIA.- Mujer, tal vez no sea necesario.
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EULALIA.- Se ve que no sabes lo que hay que
hacer para sacarle a uno del cuerpo cien mil pesetas. Hale,
niña, el abrigo.
(JULITA se marcha
por la derecha y regresa inmediatamente con el abrigo que
EULALIA se pone, ayudada
por EMILIA.)
El monedero, Julita.
(JULITA va a
obedecerla, pero en ese instante suena el timbre de la puerta.
JULITA se
detiene.)
¿Quién
será?
(JULITA hace mutis
por la izquierda. EULALIA,
a medias intranquila a medias esperanzada, mira, con
discreción, hacia la izquierda. JULITA surge en seguida, un poco
nerviosa.)
¿Qué?
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JULITA.- Un señor que pregunta si vive
aquí «el de la radio».
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EULALIA.- (Sin querer dar
crédito a lo que oye.) No es posible...
(Mira a la imagen.) ¡Ay, Cosme
bendito..., que me parece que estás reaccionando!...
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JULITA.- ¿Qué le contesto,
tita?
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EULALIA.- Que pase, hija, que pase...
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(Mutis de JULITA
por la izquierda.)
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EMILIA.- Dame las señas de ésa.
Voy yo.
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EULALIA.- ¿De verdad, Emilia?
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EMILIA.- No pases cuidado.
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EULALIA.- Toma. (Se las
da.) Te lo agradezco mucho, Emilita.
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EMILIA.- Calla, calla.
(JUAN RUIZ aparece
por la izquierda. Es un hombre de unos cincuenta años, de
bigote lacio y aire un poco tosco. Viste un abrigo oscuro y boina.
EMILIA, le mira, cruza por
delante de él, sin palabras, y le mira de nuevo. En voz
baja, a EULALIA.)
Vuelvo en seguida. (Y
se marcha.)
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JULITA.- Este es el señor que...
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EULALIA.- Pase, pase... Y tú,
niña, márchate.
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(JULITA remolonea
un poco y se marcha, en efecto, a los pocos segundos, por la
derecha.)
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JUAN.- (Se arrodilla y besa la
mano a EULALIA.)
¡Oh!
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EULALIA.- ¿Qué es lo que le
sucede? Vamos, levántese, haga el favor.
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JUAN.- Debo más que la vida a su marido,
señora.
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EULALIA.- Conforme; pero levántese,
caramba...
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JUAN.- ¿Dónde está mi
bienhechor, al que he de poner en un altar? Porque es él,
¿verdad?, de quien ha hablado la radio.
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EULALIA.- Sí, es él.
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JUAN.- En un rapto de locura...
¡Qué disparate! ¡Qué cosas tiene uno que
oír! En un momento de inspiración divina. Eso, eso es
lo que cuadra...
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EULALIA.- (Sin atreverse a dar
crédito a sus pensamientos.) ¿Usted...
es uno de los que...?
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JUAN.- Sí. Yo soy.
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EULALIA.- Ay, San Cosme de mi alma... ¿Y
trae usted el dinero?
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JUAN.- Naturalmente.
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EULALIA.- ¡Julita!
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(Nueva aparición de JULITA.)
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JULITA.- Tía...
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EULALIA.- (Un poco
declamatoriamente.) ¡Enciende una vela a San
Cosme!
(JULITA se retira
para cumplimentar las órdenes de su tía. Así
lo hace, sobre el diálogo que sigue, y se marcha, una vez
concluida su tarea. A JUAN, un poco extrañado.
Transición.)
Y explíqueme,
¿cómo fue todo?
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JUAN.- Yo vivo no muy lejos. Soy Juan Ruiz; el
propietario de la tienda de ultramarinos de la esquina.
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EULALIA.- Ah, qué carero es usted, amigo.
El día en que entré tenía la jalea a ocho el
cuarto.
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JUAN.- ¿Le gusta la jalea? Yo le
mandaré cien kilos, doscientos, los que tenga.
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EULALIA.- No, no se trata de eso. Y ande,
cuénteme.
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JUAN.- Estaba entrampado, señora... Todo
por culpa del gas Neón.
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EULALIA.- ¿Cómo?
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JUAN.- La competencia. Braulio Fernández,
el de Conde de Romanones, había puesto gas Neón... El
queso manchego en su escaparate parecía una aguamarina.
Entonces yo me dije... ¿Sí? Pues vas a ver
tú... Y me hinché de meter gas Neón y luz
fluorescente hasta a las alubias. Lavé la cara a la tienda,
la volví del revés. Un ascua era de noche... Pero,
claro, ¿cómo iba usted a cobrar lo mismo por el medio
kilo de garbanzos antes y después de la reforma?
«Carero». Sí. Esa fama empezaron a darme en el
barrio... La parroquia se me fue... Gasté mis ahorros... Me
entrampé... pedí un crédito al Banco... Si es
cosa de brujas, palabra.
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EULALIA.- No hable usted de brujas teniendo
ahí a ése. (Señala a San
Cosme.) Ese es él que manda.
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JUAN.- No se imagine que soy un
descreído. Lo que me pasa es que, según me da la
vena, unas veces hablo de las brujas y otras de la Providencia.
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EULALIA.- Y siga...
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JUAN.- Quería decirle que, mire usted...
si es casualidad; lo que yo había pedido era, justo, cien
mil pesetas para tapar unas letras que vencían el jueves, y
el Banco me las había negado. ¿Se imagina usted lo
que eso significaba para mí?
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EULALIA.- Sí, claro...
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JUAN.- Una catástrofe... Como las
necesitaba, había tenido que bajar la cabeza y dar entrada
en el negocio a un usurero que estaba esperándome en casa
del notario para firmar la escritura. Era tan triste mi suerte que,
por un momento, pensé en cambiar de dirección y
marcharme al Viaducto...
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EULALIA.- ¿A quién se le
ocurre?... ¡El Viaducto!...
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JUAN.- Yo creo que me salvó lo mal que
anda de comunicaciones. ¿Cómo se va al Viaducto?
¿Usted lo sabe?
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EULALIA.- Creo qué hay que tomar un 24 en
Sol..., pero tendría que preguntar...
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JUAN.- Óigame usted, señora; dos
portales antes de donde vive el notario, su marido, mi salvador,
apareció llovido del cielo. Abrió su cartera, me dijo
no sé qué de la Providencia y me entregó cien
mil pesetas. Aquí las tiene usted señora.
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EULALIA.- ¡Julita!
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(JULITA aparece
instantáneamente.)
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JUAN.- Cuéntelas; son cien billetes de
mil.
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EULALIA.- (Intenta contarlas, pero
está tan nerviosa que no puede. Se pierde y vuelve a
empezar. Se ríe entrecortadamente, azorada de modo
visible.) Ay, si me pierdo... Como lo más que
he contado en mi vida han sido setecientas... Están las cien
mil... Basta ver el paquete... tan gordo... Julita,
llévatelas. (En voz baja.)
Guárdalas debajo del colchón.
(Mutis de JULITA.)
San Cosme le pagará el bien
que me hace.
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JUAN.- Si ya me lo ha pagado...
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EULALIA.- No entiendo.
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JUAN.- Las cien mil pesetas me libraron ayer de
atarme de pies y manos. Esta misma mañana sonó el
timbre de la puerta y entró un señor con otras cien
mil pesetas.
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EULALIA.- ¡Demonio, cómo
está el barrio!
(Transición.) ¿De Casa
Viñas y Compañía?
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JUAN.- No, del mismo Banco. Fíjese.
(Le enseña una carta.)
«Tal y tal... La comisión ha revisado su primitivo
acuerdo y se complace en comunicarle que pone a su
disposición las cien mil pesetas que solicita, en las
condiciones previstas para estos casos. Suyos
afectísimos...» Firma ilegible. Es la primera firma
ilegible que no me da un disgusto. Le tengo yo un miedo a las
firmas ilegibles... O sea que..., ¿comprende usted?
(Transición. Súbitamente, vuelve a
arrodillarse, dispuesto a besar la mano de EULALIA.)
¿Cómo no he de besar su mano y por donde usted pise
si...?
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EULALIA.- Bueno, ya ha cumplido;
cálmese.
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JUAN.- No, no. Su esposo está en la
Comisaría, ¿verdad? ¡Qué injusticia! Ese
mártir, ése apóstol... Hay que sacarle de
allí, hay que asaltar la Comisaría, hay que dar
masculillo al comisario, si es preciso; hay que...
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(Se pone de pie excitadísimo. JULITA sale un tanto alarmada por las
voces de JUAN RUIZ y hace
mutis por la izquierda. Ha sonado el timbre.)
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EULALIA.- Cálmese, cálmese... Y
muchas gracias...
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JUAN.- A usted, a usted siempre. Adiós...
¿Cómo no besarle?... (Le besa de nuevo
la mano, aunque EULALIA se
la retira. JULITA
reaparece por la izquierda, seguida de PATRICIO.) ¿Su
hijita, verdad? (La besa en la frente. EULALIA deniega con la cabeza, pero es
lo mismo.) ¡Dios la bendiga! (A
PATRICIO.)
¿Su hermano?
(Igual gesto denegatorio por parte de EULALIA. Pero JUAN, ciego de emoción, no se
da cuenta y le besa también. MARÍA entra por la izquierda.
JUAN intenta besarla
igualmente. Algo extraño advierte en ella, que le
contiene.)
¿Su...?
(No sabe qué parentesco atribuirle, y una voz
interior le dice que ninguno.) Usted perdone.
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(Y hace mutis alocado, por la izquierda. Quedan en escena
entonces MARÍA,
JULITA, EULALIA y PATRICIO. PATRICIO mira a MARÍA, atónito, sin
comprender la razón de su presencia en aquella casa.
MARÍA le
sonríe, muy levemente, muy a distancia, sin que ni
JULIA ni EULALIA sorprendan su
sonrisa.)
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EULALIA.- (A MARÍA.) Buenas.
(Suena el teléfono. Coge el
auricular.) Un momento... ¿Quién es?
Ah, Emilia... Dime, dime...
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PATRICIO.- (A MARÍA, sin que los demás
le oigan. Con un tono de viejo amigo.)
¿Qué haces aquí, hijita?
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MARÍA.- Siglos sin verte,
galán...
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PATRICIO.- (Temeroso de una
indiscreción.) Pss...
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EULALIA.- Estupendo, Emilia. Magnífico...
Que venga, sí. Date prisa. Cuidado con el dinero. Hasta
luego. (Y cuelga. A MARÍA y PATRICIO.)
Dispénseme un segundo. (Mutis,
velocísima, por la derecha.)
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JULITA.- (Desde el
umbral.) ¿Quieres algo tía?
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EULALIA.- (Desde
dentro.) No, no, nada... (Regresa en
el acto. Trae una segunda vela. La enciende con las cerillas que
saca de la cómoda y hace un mimo a la imagen de San
Cosme.) Rico...
(Transición.) ¡Patricio!
(A MARÍA.) Usted.
perdone. Hazme el favor, Patricio. Vete a la Comisaría. Di
que ya han devuelto doscientas mis pesetas...
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PATRICIO.- ¿Es posible?
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EULALIA.- Sí, y que estoy muy animada y a
ver si puedes conseguir que a mi Claudio...
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PATRICIO.- No te preocupes.
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EULALIA.- Y esa señora,
¿quién es?
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PATRICIO.- (Miente como un
bellaco.) Ni idea.
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JULITA.- Subía la escalera cuando entraba
usted... Preguntaba por ti, tita.
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EULALIA.- No creo que venga a darme dinero.
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PATRICIO.- Si no viene a sacárselo...
Bueno, me marcho corriendo..
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EULALIA.- Gracias; Patricio.
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(PATRICIO hace
mutis por la izquierda. Antes saluda con una reverencia un poco
convencional, a medias ceremoniosa, a medias zumbona, a
MARÍA.)
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MARÍA.- Caballero...
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EULALIA.- Pase, pase... No se quede ahí.
Y dígame qué desea...Y tú, niña,
déjanos.
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(Mutis obediente de JULITA.)
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MARÍA.- ¿Está usted
bien?
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EULALIA.- Pues, así así nada
más...
(MARÍA,
avanza unos pasos. Creo que ha llegado el momento de decir, aunque
nos cueste alguna violencia, que MARÍA, es una mujer de la vida.
El público, naturalmente, lo habrá comprendido en
seguida. EULALIA, menos
sagaz, tardará algún tiempo en darse cuenta. Pelo
teñido, zapatos rojos, monedero y maquillaje de profesional,
la denunciarán inmediatamente. MARÍA es abundante de carnes,
simpática -¿por qué no?- y
agraciada.)
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MARÍA.- Ya me hago cargo...
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EULALIA.- Pero siéntese, no esté
de pie.
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MARÍA.- Se agradece. (Se
sienta, en efecto, frente por frente de EULALIA.) ¿Usted
es la señora de don Claudio Martín?
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EULALIA.- Para servirla.
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MARÍA.- Claro... Don Claudio no
está.
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EULALIA.- (Un poco
desasosegada.) No, no... Ha salido... ¿Pero
es en relación con... por lo que viene usted?
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MARÍA.- Naturalmente.
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EULALIA.- ¿Y se estaba tan callada?
Dígame, por favor, de qué se trata, que me tiene en
vilo.
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MARÍA.- (La mira con
indulgencia.) Lo comprendo, señora. Es algo
que me sucedió ayer, que me ha hecho cavilar mucho y que no
he comprendido hasta hoy. Verá usted. Yo suelo pasearme por
la plaza del Progreso.
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EULALIA.- ¿En enero también?
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MARÍA.-
(Ambigua.) En todo tiempo.
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EULALIA.- Caramba...
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MARÍA.- Ayer estaba paseándome;
como todas las noches...
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EULALIA.- ¿Se pasea por las noches?
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MARÍA.- Yo preferiría las tardes,
pero...
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EULALIA.- Dispénseme si la interrumpo. Es
de puro nerviosa y de miedo que tengo.
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MARÍA.- No se preocupe, señora. El
caso es que andaba, como le digo, paseándome por la plaza
del Progreso, cuando, de pronto, se me acercó un
señor, que yo pienso que tenía que ser su
marido...
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EULALIA.- (Se levanta, va a la
cómoda, coge un retrato que hay detrás de la
hornacina de San Cosme, y se lo enseña.)
¿Era éste? (MARÍA vacila un
poco.) Bueno, ése es el retrato de cuando nos
casamos. Y entonces no llevaba bigote, que se lo dejó en la
guerra. Y, claro, ayer iba vestido de otra forma. Escuche, con un
abrigo gris. Y una bufanda. ¿Iba así?
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MARÍA.- Sí... El mismo.
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EULALIA.- ¿Y qué? Cuénteme;
se le acercó y ¿qué? Menudo susto,
¿no?... Porque..., de noche...
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MARÍA.- Susto precisamente, no. Al
contrario... En fin... ¿Su marido usa una cartera de piel de
cerdo con unas correas...?
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EULALIA.- Sí, sí... ¡Fue
él, no lo dude!
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MARÍA.- Bueno, pues la abrió y me
dio cien mil pesetas.
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EULALIA.- Ya ve usted: no me las ha dado a
mí en toda su vida. ¿Le conocía usted de
antes?
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MARÍA.- Vaya usted a saber... Conoce una
a tanta gente... Pero me parece que no.
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EULALIA.- ¿Y qué le dijo?
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MARÍA.- Estaba muy excitado, y no crea
usted que se le entendía muy bien. (Le
imita.) «Acéptelo, acéptelo,
señora. Es la Providencia quien me manda». Algo
así fue lo que me dijo.
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EULALIA.- ¿Y qué hizo usted?
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MARÍA.- Al principio, yo no caía
bien en la cuenta de qué se trataba. Como había tan
poca luz... Noté que me metía en la mano unos papeles
que parecían dinero. Y le vi escapar, corre que te corre,
por Concepción Jerónima.
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EULALIA.- Ay, madre, qué loco...
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MARÍA.- Le juro a usted que cuando me
acerqué al farol de mi esquina y eché una ojeada al
paquetito creí que me iba a dar algo...
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EULALIA.- Señora, ya se lo habían
dado.
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MARÍA.- Me quedé de piedra... Uno
tras otro, cien billetes de los grandes... ¡Qué
enormidad!
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EULALIA.- ¿Y qué pensó
usted?
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MARÍA.- Si serían de anuncio del
coñac Viriato que algún gracioso de esos de mala pata
ya me ha pasado de matute alguna vez... Sí, sí... De
los mejores que le han salido al Banco de España. Entonces
me entró un sofoco espantoso, y luego un frío que no
quiera usted saber. Lo primero que se me ocurrió fue tomar
un taxi, igual que si hubiera hecho un atraco...
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EULALIA.- Imagínese... ¿Le dijo
usted a alguien lo que le había sucedido?
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MARÍA.- Ni por lo más remoto...
Aparte de que... (Se estremece de júbilo al
recordarlo.) he pasado la noche sola, como una
reina...
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EULALIA.- ¿Es usted soltera?
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MARÍA.- De vocación sí,
señora.
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EULALIA.- Total que...
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MARÍA.- Que hoy por la mañana puse
la radio. (Se ríe.) Oiga: es la
primera vez, desde hace años, que me despierto a las ocho.
Pero como ayer me había acostado a las diez, y no estoy
acostumbrada a estos lujos, pues a ver si salía
música bonita, de esos mambos que a mí me gustan... Y
sí, sí... Salió una voz que me hizo polvo;
contándolo todo ce por be: que si estaba loco o cuerdo, que
si le iban a meter en la cárcel, que si el dinero era de no
sé qué sociedad, etc., etc... Al final hablaban de la honradez del
pueblo madrileño. Esto me llegó a lo vivo, porque yo
soy nacida en la calle de la Aduana y criada en la de Lope de
Vega..., y aquí me tiene.
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EULALIA.- (Sin atreverse a
hablar.) ¿Con las cien mil...?
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MARÍA.- Menos lo que me han costado los
dos taxis, el de ayer y el de hoy, que eso creo yo que debe ser a
cuenta de la empresa. (Abre el bolso y saca de
él un fajo de billetes, que se dispone a
entregarle.)
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EULALIA.- (Sin
respiración.) ¡Julita!
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JULITA.- Sí, tía.
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EULALIA.- Enciende a San Cosme la tercera
vela...
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MARÍA.- Noventa y nueve mil novecientas
ochenta y siete con cincuenta... Tómelas.
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EULALIA.- (Se le queda mirando,
llena de agradecimiento, y aun de asombro mientras las
recoge.) ¿Puedo saber cómo se llama
usted?
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MARÍA.- María Gómez. Pero
por ese nombre no me conoce nadie. María Calzones me
llaman.
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EULALIA.- (Un poco
extrañada.) ¡Ah!
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MARÍA.- Es que fui sastra.
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EULALIA.- ¿Ya no lo es?
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MARÍA.- Ya, no.
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EULALIA.- ¿Se torció el
negocio?
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MARÍA.-
(Añorante.) El año cuarenta y dos hice
cincuenta marineritos de primera comunión, no crea usted. Y
a darle vuelta a los trajes de caballero nadie me aventajaba...
Pero el negocio se torció, como Usted dice...
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EULALIA.- Y ahora, ¿a qué se
dedica usted?
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MARÍA.- (En un tono de
cierto desdén, como si el candor de EULALIA le pareciera
inverosímil.) A mis labores.
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EULALIA.- (Todavía en el
limbo.) Ya.
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MARÍA.- (Abre el bolso y
saca una cajetilla.) ¿Quiere usted un
rubio?
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EULALIA.- ¿Yo?...
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MARÍA.- Tengo negro también si lo
prefiere...
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EULALIA- (Repite
mecánicamente.) A sus... labores...
(Ahora lo comprende todo y aboga un grito con la mano
en la boca.) ¡Ay!...
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MARÍA.- (Muy tranquila,
mientras enciende su cigarrillo.) ¿Qué
le pasa, señora? ¿No había caído?
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EULALIA.- Pues...
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MARÍA.- Ea, ea, que ya ve que no me como
a nadie.
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EULALIA.- No, no; sino...
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MARÍA.- Pues entonces...
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EULALIA.- ¿Y usted... me devuelve...?
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MARÍA.- Le extraña,
¿no?
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EULALIA.- No sé qué
contestarle.
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MARÍA.- Pues yo le explicaré por
qué. Porque su marido ni me pellizcó siquiera...
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EULALIA.- ¡Faltaría más!
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MARÍA.- ¡Huy!, no se escandalice;
cualquiera se fía de los hombres... Un pellizquito, un azote
habría bastado para que yo creyese que las cien mil eran su
regalo... Ni rozarme, palabra... Y yo, que hace mucho que me he
puesto el mundo por montera, y que sé que soy la
última de la clase, de vez en cuando, y por variar, soy
también honrada a mi modo. ¿Entiende usted?
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(Timbre dentro.)
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EULALIA.-
(Desconcertada.) Sí entiendo, sí.
(JULITA aparece
por la derecha.)
¡Julita! (A
medias en tono de reprimenda; a medias de
protección.) ¿Qué se te ha
perdido aquí?
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JULITA.- Si es que han llamado, tita.
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MARÍA.- (Que advierte, sin
sentirse demasiado herida, el porqué de las palabras de
EULALIA.)
¡Huy!, señora; no tenga miedo... Si
«esto», no se contagia.
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(JULITA ha hecho
mutis por la izquierda.)
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EULALIA.- No vaya usted a suponer que...
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MARÍA.- (Comprensiva.)
Yo no supongo nada. Bueno. Y tal día hizo un
año. Me marcho.
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EULALIA.- (Un poco azorada desde
que MARÍA le
leyó el pensamiento.) ¿Se va
usted?
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MARÍA.- Si en algo puedo serle
útil... Ya sabe dónde estoy... De siete a diez,
normalmente, ahí, en la plaza..., y por las noches, en la
Castellana.
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EULALIA.- Muchas gracias. Es usted muy amable.
(Transición.) Escuche
usted.
(JULITA entra por
la izquierda. Trae unas cuantas cajas de jalea que deja sobre la
cómoda y vuelve a irse, sin duda alguna para recoger
más.)
Casi no me atrevo a preguntarle una
cosa...
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MARÍA.- Dígame,
dígame:..
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EULALIA.- Con los veinte mil duros,
¿hubiera vuelto a trabajar de sastra?
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MARÍA.- (Vacila un
poco.) Ya me cogería la aguja desentrenada;
pero, cualquiera sabe, a lo mejor...
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(EULALIA se lleva
la mano al bolsillo, donde guardó el dinero. Un impulso le
acomete.)
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MARÍA.- (Le
ataja.) No piense en disparates... Vaya, abur...
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(Nueva entrada de JULITA con el mismo cargamento y nueva
salida.)
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EULALIA.- (Un poco
conmovida.) Es usted una mujer como se debe ser.
|
MARÍA.- Tanto, tampoco creo.
|
EULALIA.- Otra cosa... Por casualidad,
¿vio usted ayer a mi marido acercarse a alguien
más?
|
MARÍA.- Calle, sí. A un tipo muy
raro que...
|
EULALIA.- ¿Le conoce usted?
|
MARÍA.- Déjelo de mi cuenta. No se
me despinta. Me lo he tropezado cuando venía. Si doy con
él, palabra que se lo traigo. (Inicia el
mutis.) ¿Es que no le han devuelto el
dinero?
|
EULALIA.- Solamente, con las de usted,
trescientas mil pesetas.
|
MARÍA.- Hay mucha golferancia suelta.
|
|
(Hace mutis por la izquierda. JULITA entra por tercera vez con
más cajas de jalea. EULALIA se ha quedado pensativa en un
instante, en el centro de la escena. Ahora le llama la
atención JULITA.)
|
EULALIA.- ¿Qué es eso?.
|
JULITA.- Jalea, de parte del señor
Ruiz.
|
EULALIA.- ¡Qué simpático!
(Saca el dinero del bolsillo y se lo da a
JULITA.)
Mételo, como el otro, en la caja fuerte.
|
JULITA.- Sí, tía, el señor
Ruiz está subiendo.
|
|
(Y hace mutis por la derecha. Simultáneamente, don
JUAN RUIZ, comparece en la
puerta de la izquierda. Trae una gran cesta de
Navidad.)
|
EULALIA.- Pero don Juan...
|
JUAN.- No me diga nada. No proteste.
|
EULALIA.- Que Dios le bendiga, buen hombre. Y si
es que salgo de ésta en condiciones de ser cliente de
alguien, cuente conmigo.
|
JUAN.- Gracias, gracias. ¡Ah!, y cuidado
si van a la calle. No cabe un alfiler.
|
EULALIA.- (Se asoma
instintivamente a la ventana.) Pero,
¿qué pasa?
|
JUAN.- Que se ha corrido la voz de lo de don
Claudio, y hay medio Madrid curioseando.
|
EULALIA.- Lo que nos faltaba.
|
JUAN.- Si abre, la ovación se oirá
en Rosales.
|
EULALIA.- Por si fuera pequeña la
bromita, esto ahora.
|
EMILIA.- (Desde dentro, por la
izquierda.) Eulalia, Eulalia... (E
irrumpe, gozosísima, por la izquierda.)
¡Aquí la traigo!
|
JUAN.- ¿Otra más?
|
EULALIA.- Sí, aunque no
espontánea.
|
|
(Con EMILIA,
Andrea Linares. ANDREA es
una muchacha no muy joven y más bien feúcha, que usa
gafas. Diríase que teme algo, aunque no sepa bien
qué. EULALIA, al
contrario, llega exultante de júbilo, JULITA, que vuelve a escena, le
secunda.)
|
EULALIA.- Entre, chiquilla, entre.
|
ANDREA.-
(Asustada.) Pero no avisarán a
la Policía...
|
EULALIA.- ¿Cómo se le ocurre?
¿Y por qué?
|
EMILIA.- Es que no quería darme el
dinero, y para que se decidiese...
|
ANDREA.- Yo... (Y rompe a
llorar.)
|
EULALIA.- ¿Y a qué viene esa
llantina ahora? Hale, hale... Serénese... ¿Tiene los
veinte mil duritos? (EMILIA le hace señas de que los
lleva en el bolsillo del abrigo. EULALIA vence la oposición,
enconada, pero infantil a la vez, de ANDREA, y saca de él, atados
todavía con la clásica gomita, los cien billetes de a
mil.) Vamos, vamos, no hay que resistirse. Es un
poco fastidiosillo, porque a nadie le amarga un dulce; pero, en
fin, ya se acabó. (Examina sumariamente los
billetes.) Diez... veinte... Qué amor...
Están todos... (Hace una carantoña a
ANDREA.)
Julita, ya sabes: a la caja fuerte con ellos.
(Mutis de JULITA
por la derecha, que se deshace en seguida.)
¿Y esas
lagrimitas? Por Dios, que no se diga... (Se las
enjuga con su propio pañuelo.)
|
ANDREA.- Tengo la negra... Cuando todo
parecía arreglárseme... (Llora, llora
siempre, sin descanso.)
|
EULALIA.- Pobrecita...
|
ANDREA.- Usted no sabe lo que es estar
soltera.
|
EULALIA.- Ay, hija, también lo supe. Y lo
que es hoy, cualquier cosa daría por seguir
estándolo.
|
ANDREA.- Nos pedían cinco mil duros de
traspaso por un piso, y mi Jaime, el pobre, no los tenía, ni
yo tampoco. Y de pronto, ayer...
|
EULALIA.- (Remeda a CLAUDIO.)
«Acéptalo, es la Providencia»...
|
ANDREA.- Cuando se lo conté a mi Jaime,
perdió el habla, de puro contento...
|
EULALIA.- ¿Y ninguno de los dos
oyó la radio?...
|
ANDREA.- (Tras una pausa
embarazosa.) Si va una a hacer caso de todo lo que
dice la radio...
|
EULALIA.- (A EMILIA.) En eso lleva
razón.
|
ANDREA.- ¿Y cómo se ha enterado de
que yo...?
|
EULALIA.- Se dice el pecado, pero no el
pecador.
|
ANDREA.- ¡La negra, tengo la negra!
|
|
(Más llanto. Suena el timbre, JULITA cruza velocísima, para
abrir.)
|
JULITA.- ¿Será otra vela,
tita?
|
EULALIA.- No sé; las cosas se
están poniendo de tal conformidad...
|
JUAN.- Ver para creer...
(JAIME entra por
la izquierda. Es un muchacho desenvuelto y
simpático.)
|
JAIME.- Buenos días. Y ustedes
perdonen... Niña, ¿qué es lo qué
sucede? Me dijo tu chacha que...
|
ANDREA.- (Se le acerca, buscando
su amparo.) Ay, Jame, una desgracia horrible.
¿Te acuerdas de lo que te conté de un señor
que...? Pues era el marido de esta señora...
|
JAIME.- ¿Y cómo se ha enterado de
que tú...?
|
ANDREA.- Es lo que no sé, Jaime, por
más que me rompa la cabeza.
|
EULALIA.- Y no tiene por qué
rompérsela; que es muy bonita. Aparte de que lo mismo da que
haya sido de un modo o de otro.
|
ANDREA.- Ya no nos casamos, Jaime...
|
|
(Habla reclinada en el hombro de JAIME, vuelta de espaldas a
EULALIA. EULALIA mira inquisitorialmente a
JAIME y empieza a
sospechar, de modo visible, de quién ha podido partir la
denuncia.)
|
JAIME.- Ya nos casaremos, niña, que nadie
nos corre...
|
EULALIA.- (Mira a JAIME.) Esa voz...,
¿dónde la he oído yo antes?
|
ANDREA.- Yo, que soñaba con que...
|
JAIME.- Hay que tener un poco de paciencia.
Somos jóvenes, Andrea...
|
ANDREA.- Si es que yo... (Vuelve a
llorar.)
|
JAIME.- ¿No habría un calmante
para esta criatura? Ya ven ustedes cómo esta...
|
EULALIA.- Esa voz...
|
EMILIA.- Cien mil calmantes le harían
falta.
|
EULALIA.- (Que sigue mirando a
JAIME de una manera
delatora, mientras se acerca a la derecha.)
Julita...
|
JAIME.- Anda, tranquilízate, todo se
arreglará.
|
EULALIA.- Dale azahar. De lo poco que me
sobró ayer de la botella.
|
JAIME.- Todo se arreglará.
|
EULALIA.- Ah, claro. (Ahora
identifica la voz.) Oiga usted amigo.
|
JAIME.- Dígame.
|
|
(Larga pausa. La mira, de hito en hito.)
|
EULALIA.- Y usted, ¿por qué no
quiere casarse?
|
JAIME.- ¿Yo? Si lo estoy deseando.
|
EULALIA.-
(Acometedora.) Usted a mí no me
engaña. Usted es quien ha telefoneado para denunciar a su
novia. Hombre, en esos casos se disimula la voz.
|
JAIME.- Tiene usted mucha
imaginación.
|
EULALIA.- Y usted muy poca vergüenza.
|
JAIME.- Psss... No se excite, que al fin y al
cabo, más debe agradecérmelo que echármelo en
cara.
|
EULALIA.- (No sabe qué
replicarle.) Prefiero callarme.
|
JAIME.- (Sin poder sustraerse, a
la confidencia.) ¿Usted cree que con los
precios de hoy puede pensar uno en locuras?
|
EULALIA.- Pobre angelito. (Se
acerca a ANDREA.)
¿Qué? ¿Mejor ya? No le importe que se aplace
la boda. (Mira de nuevo a JAIME, retadoramente.)
¿Quién sabe dónde esta la suerte de las
personas?
|
JAIME.- Yo te voy a querer, siempre igual...
|
EULALIA.- Eso me temo.
|
ANDREA.- La negra, tengo la negra.
|
|
(Nueva llantina. Mutis de ANDREA y JAIME por la izquierda, precedidos de
JULITA.)
|
JUAN.- Bueno, señora, la dejo... Que haya
suerte.
|
EULALIA.- Gracias, gracias.
|
JULITA.- Tía, unos periodistas que te
quieren ver.
|
EULALIA.- Ah, no. Hasta ahí
podrían llegar las cosas. Al primero que entre, lo mato.
|
|
(Mutis de JULITA.)
|
JUAN.- Cuidado, señora. La Prensa puede
ayudarle mucho.
|
EULALIA.- ¡Me importa un pito!
|
JUAN.- Yo se los echo entonces.
|
|
(Mutis.)
|
JULITA.- (De
nuevo.) Y don Carmelo, tía.
|
EULALIA.- Ah, esa es harina de otro costal.
Ábrele.
|
|
(Mutis de JULITA.
Se oye un confuso forcejeo, voces alteradas, rumor de
disputa.)
|
JUAN.- ¡He dicho que no, y
sanseacabó!
|
EMILIA.-
(Acongojada.) Dios mío.
|
|
(Al cabo de unos segundos, don CARMELO por la izquierda. Le
acompaña el policía. Don CARMELO llega arreglándose la
corbata y componiéndose el abrigo. Al policía le han
magullado el sombrero. Tras de ellos; JUAN un poco despeinado
también, y PATRICIO.)
|
PATRICIO.- (Mira, receloso, a la
lateral de su entrada.) ¡Qué
barbaridad!
|
CARMELO.- (Al POLICÍA.)
Dígame, ¿eso es lo que llaman los chicos de la
Prensa?
|
POLICÍA.- Tal creo.
|
CARMELO.- Caray con la Prensa.
|
EULALIA.- (Al POLICÍA.) Y a
usted, ¿qué se le ha perdido aquí?
|
POLICÍA.- Más respeto.
(Le enseña la insignia en la vuelta de la
solapa.) Soy policía y vengo a tomarle
declaración.
|
EULALIA.- ¿Sí? Pues
entérese. Hay devueltas, contantes y sonantes, trescientas
mil pesetas.
|
CARMELO.- ¡Caramba!
|
EULALIA.- Y no será difícil que
nos devuelvan más. Me lo dice el corazón..
|
CARMELO.- ¿Y dónde
están?
|
EULALIA.- Espere un momento. Aun no es hora de
caja. En seguida se le entregarán.
|
POLICÍA.- Su nombre, señora.
|
EULALIA.- Eulalia Laborda de Martín.
|
POLICÍA.- Edad...
|
EULALIA.- No se la he dicho ni a mi marido, para
que se la diga a usted.
|
|
(El timbre por centésima vez. Voces, protestas.
JULITA ha hecho mutis. El
POLICÍA
también.)
|
CARMELO.- ¿Otra vez los chicos de la
Prensa?
|
JUAN.- (Desde
dentro.) Es una mujer y un tipo muy
extraño.
|
|
(EULALIA mientras
tanto se aproxima a la supuesta ventana.)
|
JULITA.- ¡Es la de antes, tita!
|
EULALIA.- ¿La sastra?
¡Ábrele!
|
|
(MARÍA
surge con aire triunfal por la izquierda. La sigue JUAN.)
|
EULALIA.- ¿Qué pasa?
|
MARÍA.- He cumplido mi palabra.
|
POLICÍA.- (A MARÍA.)
¿Quién es ese tipa?
|
MARÍA.- (Pide
silencio.) Psss... Ahora lo sabrán.
|
|
(Y se presenta, en efecto, un extraño tipo. Lleva
pantalones bombachos y media bota. Una zamarra con cuello de piel
en la que se ven algunas conchas. Un morral a la espalda y una
especie de báculo que sostiene en lo alto, una calabaza. Lo
más característico de él, sin embargo no es su
atuendo, sino su tocado; grandes barbas negras, grandes melenas
hasta el cuello y un flequillo que casi le bordea las cejas. Tiene
el aire de un iluminado. Parece ni mirar ni ver a quienes
están cerca de él.)
|
EULALIA.- ¿De dónde ha sacado
usted esto?
|
POLICÍA.- (A boca de
jarro.) ¿Quién es usted?
|
CRISÓSTOMO.- Soy romero.
|
POLICÍA.- ¿Y de segundo
apellido?
|
CRISÓSTOMO.- No le entiendo.
|
POLICÍA.- Su nombre completo le pregunto.
Romero y qué más.
|
CRISÓSTOMO.- Yo me llamo
Crisóstomo de Lárgama y Sagustí. Romero no es
mi nombre; es mi oficio.
|
CARMELO.- ¿Es usted romero...,
peregrino...?
|
CRISÓSTOMO.- Sí. Yo he nacido para
volver a hacer del camino de Santiago la gran vía del mundo
cristiano.
|
POLICÍA.- ¿Tiene usted carnet de
identidad o pasaporte?
|
CRISÓSTOMO.- Estoy por encima de esas
pequeñeces.
|
CARMELO.- ¿Por qué nos han
traído este turista?
|
EULALIA.- ¡Cállese!
|
POLICÍA.- ¿De qué vive
usted?
|
CRISÓSTOMO.- Como si es preciso, los
lagartos de las tapias.
|
POLICÍA.- Su domicilio.
|
CRISÓSTOMO.- Siempre bajo los puentes. La
última noche, en el de Toledo.
|
POLICÍA.- ¿Tiene usted moneda que
declarar?
|
CRISÓSTOMO.-
(Absorto.) Moneda...
|
MARÍA.- Sí que la tiene.
(A EULALIA.) Este es otro
de los del reparto.
|
CRISÓSTOMO.- ¿Qué
reparto?
|
CARMELO.- El de mi dinero. ¿Lo lleva
usted? Venga, démelo.
|
|
(CRISÓSTOMO
avanza unos pasos sin responderle. Habla mirando al
infinito.)
|
CRISÓSTOMO.- Durante dos semanas he
castigado el cuerpo y el alma para merecer los dones de mi Patrono.
¿Qué sería sin ellos de la gran vía de
Occidente? Un sendero de cabras. Y ayer mi Patrono me
concedió su ayuda. Subí por unas calles que no
conocía y llegué a una pequeña plaza en la que
me detuve. Era de noche, y no había ninguna luz donde yo
estaba. Ni estrellas ni faroles. De pronto, vi un resplandor
extraño y un ser maravilloso que avanzaba hacia
mí.
|
EULALIA.- ¿Cómo era ese ser?
¿Llevaba abrigo gris, sombrero negro...?
|
CRISÓSTOMO.- No. Vestía de blanco
de la cabeza a los pies.
|
EULALIA.- ¿Qué le dijo? «Es
la Providencia, es la Providencia... Acéptelo».
|
CRISÓSTOMO.- No. Habló así:
«Utinan obolus
hic, ad magnam occidentis viem extruendem adjuvat.
|
CARMELO.- (A EMILIA, voz baja.)
¿Habla latín don Claudio?
|
EMILIA.- Qué va...
|
CRISÓSTOMO.- ...quae more medievali. Erae atomicae
peregrinantes. Compostellam adducat».
|
POLICÍA.- En cristiano, amigo.
|
EULALIA.- Más cristiano que el
latín...
|
CRISÓSTOMO.- (Traduce
gentilmente.) «Que este óbolo ayude a
abrir la gran autopista de Occidente que, como en los días
de la Edad Media, lleve a Compostela a los romeros de la era
atómica».
|
CARMELO.- ¿Y el óbolo
ése?
|
CRISÓSTOMO.- Me dio unas monedas de
oro.
|
EMILIA.- ¡Qué cosas pasan en la
plaza del Progreso!
|
EULALIA.- A ver si ha sido otro.
|
MARÍA.- No, no. (Se le
acerca.) Yo lo vi todo y le aseguro que fue
él.
|
CARMELO.- Por mí no se preocupe; no me
importaría cobrar en oro.
|
POLICÍA.- (A CRISÓSTOMO)
Bueno, ¿dónde están esas monedas?
|
CRISÓSTOMO.- No las tengo.
|
CARMELO.- ¡Ya me parecía!
|
POLICÍA.- ¿Qué hizo usted
de ellas?
|
CRISÓSTOMO.- Las he convertido en
billetes de curso legal.
|
CARMELO.- ¡Ya me parecía!
|
POLICÍA.- Bien; démelos.
|
CRISÓSTOMO.- ¿Por qué?
|
POLICÍA.- Porque son de la casa
Viñas y Compañía.
|
CRISÓSTOMO.- ¿Qué casa es
ésa?
|
CARMELO.- ¡Qué ignorancia! La
primera en aceites. Fundada en 1892.
|
CRISÓSTOMO.- ¿Y qué tengo
yo que ver con esa casa?
|
CARMELO.- Le repito que es la propietaria de ese
dinero
|
CRISÓSTOMO.- Ese dinero es para la
autopista de Occidente, y sólo a quien la construya he de
entregárselo.
|
CARMELO.- Esto es gracioso. Ahora resulta que
tengo que hacer carreteras.
|
EULALIA.- Usted no comprende nada, señor
Viñas. Este hombre es un iluminado. En mi marido ha visto un
enviado de Dios.
|
CARMELO.- En su derecho está, siempre que
no vea en mi dinero el de la autopista.
|
POLICÍA.- ¡Vengan las cien mil
pesetas!
|
CRISÓSTOMO.- ¿Qué atraco es
éste? Pediré socorro. ¡Policía,
policía!
|
|
(Se acerca a la supuesta ventana, frente al espectador. Don
CLAUDIO y el POLICÍA le asaltan, cada uno
por su lado. En el forcejeo, la calabaza se viene al suelo y se
rompe. Dentro aparecen las cien mil pesetas.)
|
CARMELO.-
(Victorioso.) ¡Aquí las
tenemos!
|
CRISÓSTOMO.- ¡Les meteré en
la cárcel!
|
POLICÍA.- Al causante de este lío
es al que voy a llevar a la cárcel de cabeza.
(Se lo notifica a EULALIA.) Ya lo sabe
usted, señora. Ahora mismo su marido pasará desde la
Comisaría al calabozo. (A CRISÓSTOMO.)
Usted acompáñeme; tiene que explicarme algunas
cosas.
|
|
(Inicia el mutis por la izquierda.)
|
EULALIA.- (Se dirige a la imagen
de San Cosme, ante la que se arrodilla.) Santo
mío, sé que te voy a coger fatigado, pero no hay
más remedio. Con cuatrocientas mil pesetas no salimos de
apuros. Haz que aparezcan las otras para que mi Claudio, que no es
malo, sino tonto solamente, no vaya a la cárcel... Tú
sabes que yo he sido siempre partidaria tuya. Ayúdame, San
Cosme; y yo te prometo que...
|
|
(El POLICÍA, CARMELO, y CRISÓSTOMO, han suspendido su
marcha atentos a su plegaria. Ahora suena el timbre del
teléfono. EULALIA
lo oye, transfigurada, con la convicción de que San Cosme le
ha echado una mano.)
|
PATRICIO.- Dígame... Sí, es la
casa de don Claudio Martín. Sí, sí,
aquí está el Policía. (Le ofrece
el auricular al POLICÍA.) El
comisario pregunta por usted.
|
POLICÍA.-
(Extrañadísimo.) ¿Por
mí?... (Al
teléfono.) ¿Quién es? A sus
órdenes, señor comisario. ¿Qué
está usted diciendo?... Pero eso es imposible... ¿Y
el dinero? (Incrédulo.) No...
Bueno; bueno... lo celebro... ¿Y don Claudio?
|
CARMELO.- ¿Qué pasa?
|
EULALIA.- (Con la mano en la
hornacina de San Cosme. Excitadísima.)
¡Ya verán, ya verán! Algo grande. Estoy
segura.
|
POLICÍA.- Es increíble... En el
momento de llegar el avión de Madrid a Barcelona ha sido
detenido un sujeto llamado Sergio Muntaner, con la cartera de
Claudio Martín, y dentro de ella el resto de su dinero.
(Señala a don CARMELO.)
|
CARMELO.- ¿Cómo?
|
EULALIA.- ¿Qué les decía
yo?
|
POLICÍA.- Esto parece cosa del
demonio...
|
CARMELO.- ¡Hágase el milagro, y
hágalo el diablo!
|
EULALIA.- ¿Quién habla aquí
del diablo? San Cosme, San Cosme; ése es el del milagro.
(Muestra la imagen a todos.)
|
EMILIA.- ¡Es verdad! Milagro,
milagro...
|
JULITA.- Milagro, milagro...
|
|
(El POLICÍA
y don CARMELO hablan entre
sí.)
|
EULALIA.- (AL POLICÍA.)
¿Y mi Claudio?
|
POLICÍA.- Ha salido para aquí hace
diez minutos. Estará al llegar.
|
EULALIA.- (A la
imagen.) Dios te lo pague, Cosme bendito. Te has
portado como un hombre.
(En este momento llega de la calle un rumor creciente de
voces y aplausos. Se oye un «¡Viva don
Claudio!», coreado por la multitud con entusiasmo. Una
charanga toca una marcha cualquiera.)
¡Ahí viene!
|
|
(Abre el balcón. Un ramalazo de frío invita a
todos los caballeros a subirse las solapas de la chaqueta o de los
abrigos, EULALIA no siente
frío ninguno, ni JULITA. El pueblo grita ahora
rítmicamente: «Que
cunda el ejemplo, que cunda el ejemplo, que cunda el
ejemplo...»)
|
CARMELO.- ¡Villanos!
|
EULALIA.- ¡Claudio mío!
|
CLAUDIO.- (Se deja besar, casi
sonámbulo. Después mira alrededor suyo. Ve la
habitación llena de gente. Piensa en la recepción de
que acaba de ser objeto y se espanta.) Hola, don
Carmelo.
(Don CARMELO le
vuelve la espalda con desprecio. Después, añade
dirigiéndose a los demás, y a EULALIA de modo
especial.)
La que he armado
¿verdad?
|
EULALIA.- Sí, Claudio, sí. La has
armado buena.
(Y rápidamente cae el...)
|
|
TELÓN
|