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ArribaAbajoActo II

 

El decorado es el mismo del acto primero. Son las diez de la mañana del día siguiente. Al levantarse el telón, EMILIA aparece por la lateral izquierda, JULITA sale tras ella.

 

EMILIA.-  ¿Cuándo se fue Eulalia?

JULITA.-  Hace dos horas, a eso de las ocho.

EMILIA.-  ¿Por qué no la acompañaste?

JULITA.-  No me dejó. Y ya sabe cómo es... Cuando una cosa se le mete en la cabeza...

EMILIA.-  Haberme avisado, mujer, que estoy puerta por medio... Y los vecinos son para las ocasiones. No hay que decir que a donde ha ido Eulalia es a la Comisaría.

JULITA.-  Figúrese... Se llevó una cesta con el desayuno para el tito, que ha pasado la noche allí.

EMILIA.-  Ya me lo supongo.

JULITA.-   (Se interrumpe.)  Calle... Ahí está la tita.

 

(EULALIA entra por la izquierda. Lleva, bajo un abrigo, el mismo traje de la noche anterior. Trae una pequeña tartera, de la que le desembaraza JULITA, y un manojo de flores.)

 

EMILIA.-  Buenos días, Eulalia.

EULALIA.-  Me temo que no, Emilia.  (Le responde, casi mecánicamente, absorta en sus pensamientos.)  ¿Llamó alguien?

JULITA.-  Nadie.

EULALIA.-  ¿Vino alguien?

JULITA.-  No...

EMILIA.-  Es muy temprano, mujer...

EULALIA.-  ¿Tú crees?...

EMILIA.-  ¿Y qué tal... Claudio?

EULALIA.-  No me han dejado verle...

EMILIA.-  ¿Y qué sabes de él? ¿Cómo pasó la noche?

EULALIA.-  Mujer; aquello no es el Palacio de la Granja, precisamente... ¿Leíste el periódico?

EMILIA.-  No...

EULALIA.-  Léelo.  (Trae uno. Se lo da, en efecto. Después se aproxima a la consola y distribuye las flores en los búcaros que escoltan a San Cosme. A continuación mira a la imagen, en actitud inquisitiva, como si midiese hasta qué punto puede contar con ella.)  Condicional, Cosme bendito; ya lo sabes: condicional.

 

(Y se vapor la derecha, seguida de JULITA que se lleva la tartera.)

 

EMILIA.-    (Que abre el periódico y no encuentra a primera vista lo que espera.)  ¿Dónde está, Eulalia que no le veo?

EULALIA.-   (Desde dentro.)  Busca, busca... En las letras grandes...

EMILIA.-  Ay, no sé... ¿Pagas extraordinarias de Navidad? ¿Es ahí?

EULALIA.-  No, mujer, aunque podría serlo. Menuda paga les han dado a algunos...

EMILIA.-    (Asustada de lo que lee.)  ¡Jesús! ¿Es aquí?

EULALIA.-  ¿Qué dice?

EMILIA.-   (Entrecortadamente.)  «Diego Corrientes... en la plaza del Progreso».

EULALIA.-   (Que sale con JULITA.)  ¿Qué te parece?

JULITA.-  ¿Y por qué Diego Corrientes, tita?

EULALIA.-  Por aquello de qué robaba él dinero a los ricos para dárselo a los pobres... Ay, ya lo dije... Robaba. Si es tan horrible lo que me pasa...

EMILIA.-  No desesperes, Eulalia... La radio tiene mucha fuerza;... la oye todo el mundo.

EULALIA.-  Sí, ya sé que los primeros que la habrán oído son los diez del regalo. La fuerza de la radio no me sirve de nada, Emilia. La fuerza pública es la que me haría falta. O que tú...  (Se vuelve a su santo.)  movieses un dedo... Ni eso siquiera... La uña del meñique... y bastaría.  (A EMILIA.)  Trae.  (Le arrebata el periódico que EMILIA miraba a hurtadillas. Lo lee.)  «Claudio Martín...» Mi Claudio en los papeles...   (Se interrumpe y se echa a llorar.) 

EMILIA.-  Vamos, vamos, Eulalia, no seas chiquilla.

EULALIA.-  Si es que...

 

(Suena el teléfono. JULITA coge el auricular, EULALIA deja de sollozar. Sus miradas y las de EMILIA se dirigen a JULITA.)

 

JULITA.-  Dígame... Sí, sí, aquí es... No, no, yo no. ¿Quiere usted hablar con ella? ¿Para qué? ¡Ayyy!

 

(Da un grito. EULALIA, arrebatadamente, le quita el auricular.)

 

EULALIA.-  Yo soy la señora de Martín. ¿Qué pasa? Sí, sí... No..., no..., no es posible... Sí, lo es... Dígame... ¿Dónde? ¿Quién?  (A JULITA.)  Un lápiz, una pluma..., niña...

 

(JULITA sale disparada por la derecha y regresa en seguida con un lápiz que entrega a EULALIA.)

 

Sí... Sí... Andrea... Linares..., que vive en... Magdalena, dieciséis.  (Apunta al mismo tiempo que habla.)  Y dice usted que está seguro de que... Ya..., ya... Muchas gracias, muchas gracias... Oiga, y usted ¿quién es? Ah, bueno, bueno... Un, secreto... Sí..., sí...  (Se interrumpe.)  Ha colgado.

EMILIA.-  ¿Qué pasa?

EULALIA.-  Un señor que vio a Claudio cuando le daba dinero a... una muchacha que se llama... Andrea Linares..., que vive... ahí, donde dice el papel... Total, que me voy a verla inmediatamente, y que le canto las cuarenta, y...

JULITA.-  ¿Y si lo niega?

EULALIA.-  Le pego una somanta que la dejo temblando hasta que afloje el dinerito...

EMILIA.-  Mujer, tal vez no sea necesario.

EULALIA.-  Se ve que no sabes lo que hay que hacer para sacarle a uno del cuerpo cien mil pesetas. Hale, niña, el abrigo.

 

(JULITA se marcha por la derecha y regresa inmediatamente con el abrigo que EULALIA se pone, ayudada por EMILIA.)

 

El monedero, Julita.

 

(JULITA va a obedecerla, pero en ese instante suena el timbre de la puerta. JULITA se detiene.)

 

¿Quién será?

 

(JULITA hace mutis por la izquierda. EULALIA, a medias intranquila a medias esperanzada, mira, con discreción, hacia la izquierda. JULITA surge en seguida, un poco nerviosa.)

 

¿Qué?

JULITA.-  Un señor que pregunta si vive aquí «el de la radio».

EULALIA.-    (Sin querer dar crédito a lo que oye.)  No es posible...  (Mira a la imagen.)  ¡Ay, Cosme bendito..., que me parece que estás reaccionando!...

JULITA.-  ¿Qué le contesto, tita?

EULALIA.-  Que pase, hija, que pase...

 

(Mutis de JULITA por la izquierda.)

 

EMILIA.-  Dame las señas de ésa. Voy yo.

EULALIA.-  ¿De verdad, Emilia?

EMILIA.-  No pases cuidado.

EULALIA.-  Toma.  (Se las da.)  Te lo agradezco mucho, Emilita.

EMILIA.-  Calla, calla.

 

(JUAN RUIZ aparece por la izquierda. Es un hombre de unos cincuenta años, de bigote lacio y aire un poco tosco. Viste un abrigo oscuro y boina. EMILIA, le mira, cruza por delante de él, sin palabras, y le mira de nuevo. En voz baja, a EULALIA.)

 

Vuelvo en seguida.  (Y se marcha.) 

JULITA.-  Este es el señor que...

EULALIA.-  Pase, pase... Y tú, niña, márchate.

 

(JULITA remolonea un poco y se marcha, en efecto, a los pocos segundos, por la derecha.)

 

JUAN.-    (Se arrodilla y besa la mano a EULALIA.)  ¡Oh!

EULALIA.-  ¿Qué es lo que le sucede? Vamos, levántese, haga el favor.

JUAN.-  Debo más que la vida a su marido, señora.

EULALIA.-  Conforme; pero levántese, caramba...

JUAN.-  ¿Dónde está mi bienhechor, al que he de poner en un altar? Porque es él, ¿verdad?, de quien ha hablado la radio.

EULALIA.-  Sí, es él.

JUAN.-  En un rapto de locura... ¡Qué disparate! ¡Qué cosas tiene uno que oír! En un momento de inspiración divina. Eso, eso es lo que cuadra...

EULALIA.-   (Sin atreverse a dar crédito a sus pensamientos.)  ¿Usted... es uno de los que...?

JUAN.-  Sí. Yo soy.

EULALIA.-  Ay, San Cosme de mi alma... ¿Y trae usted el dinero?

JUAN.-  Naturalmente.

EULALIA.-  ¡Julita!

 

(Nueva aparición de JULITA.)

 

JULITA.-  Tía...

EULALIA.-   (Un poco declamatoriamente.)  ¡Enciende una vela a San Cosme!

 

(JULITA se retira para cumplimentar las órdenes de su tía. Así lo hace, sobre el diálogo que sigue, y se marcha, una vez concluida su tarea. A JUAN, un poco extrañado. Transición.)

 

Y explíqueme, ¿cómo fue todo?

JUAN.-  Yo vivo no muy lejos. Soy Juan Ruiz; el propietario de la tienda de ultramarinos de la esquina.

EULALIA.-  Ah, qué carero es usted, amigo. El día en que entré tenía la jalea a ocho el cuarto.

JUAN.-  ¿Le gusta la jalea? Yo le mandaré cien kilos, doscientos, los que tenga.

EULALIA.-  No, no se trata de eso. Y ande, cuénteme.

JUAN.-  Estaba entrampado, señora... Todo por culpa del gas Neón.

EULALIA.-  ¿Cómo?

JUAN.-  La competencia. Braulio Fernández, el de Conde de Romanones, había puesto gas Neón... El queso manchego en su escaparate parecía una aguamarina. Entonces yo me dije... ¿Sí? Pues vas a ver tú... Y me hinché de meter gas Neón y luz fluorescente hasta a las alubias. Lavé la cara a la tienda, la volví del revés. Un ascua era de noche... Pero, claro, ¿cómo iba usted a cobrar lo mismo por el medio kilo de garbanzos antes y después de la reforma? «Carero». Sí. Esa fama empezaron a darme en el barrio... La parroquia se me fue... Gasté mis ahorros... Me entrampé... pedí un crédito al Banco... Si es cosa de brujas, palabra.

EULALIA.-  No hable usted de brujas teniendo ahí a ése.  (Señala a San Cosme.)  Ese es él que manda.

JUAN.-  No se imagine que soy un descreído. Lo que me pasa es que, según me da la vena, unas veces hablo de las brujas y otras de la Providencia.

EULALIA.-  Y siga...

JUAN.-  Quería decirle que, mire usted... si es casualidad; lo que yo había pedido era, justo, cien mil pesetas para tapar unas letras que vencían el jueves, y el Banco me las había negado. ¿Se imagina usted lo que eso significaba para mí?

EULALIA.-  Sí, claro...

JUAN.-  Una catástrofe... Como las necesitaba, había tenido que bajar la cabeza y dar entrada en el negocio a un usurero que estaba esperándome en casa del notario para firmar la escritura. Era tan triste mi suerte que, por un momento, pensé en cambiar de dirección y marcharme al Viaducto...

EULALIA.-  ¿A quién se le ocurre?... ¡El Viaducto!...

JUAN.-  Yo creo que me salvó lo mal que anda de comunicaciones. ¿Cómo se va al Viaducto? ¿Usted lo sabe?

EULALIA.-  Creo qué hay que tomar un 24 en Sol..., pero tendría que preguntar...

JUAN.-  Óigame usted, señora; dos portales antes de donde vive el notario, su marido, mi salvador, apareció llovido del cielo. Abrió su cartera, me dijo no sé qué de la Providencia y me entregó cien mil pesetas. Aquí las tiene usted señora.

EULALIA.-  ¡Julita!

 

(JULITA aparece instantáneamente.)

 

JUAN.-  Cuéntelas; son cien billetes de mil.

EULALIA.-   (Intenta contarlas, pero está tan nerviosa que no puede. Se pierde y vuelve a empezar. Se ríe entrecortadamente, azorada de modo visible.)  Ay, si me pierdo... Como lo más que he contado en mi vida han sido setecientas... Están las cien mil... Basta ver el paquete... tan gordo... Julita, llévatelas.  (En voz baja.)  Guárdalas debajo del colchón.

 

(Mutis de JULITA.)

 

San Cosme le pagará el bien que me hace.

JUAN.-  Si ya me lo ha pagado...

EULALIA.-  No entiendo.

JUAN.-  Las cien mil pesetas me libraron ayer de atarme de pies y manos. Esta misma mañana sonó el timbre de la puerta y entró un señor con otras cien mil pesetas.

EULALIA.-  ¡Demonio, cómo está el barrio!  (Transición.)  ¿De Casa Viñas y Compañía?

JUAN.-  No, del mismo Banco. Fíjese.  (Le enseña una carta.)  «Tal y tal... La comisión ha revisado su primitivo acuerdo y se complace en comunicarle que pone a su disposición las cien mil pesetas que solicita, en las condiciones previstas para estos casos. Suyos afectísimos...» Firma ilegible. Es la primera firma ilegible que no me da un disgusto. Le tengo yo un miedo a las firmas ilegibles... O sea que..., ¿comprende usted?  (Transición. Súbitamente, vuelve a arrodillarse, dispuesto a besar la mano de EULALIA.)  ¿Cómo no he de besar su mano y por donde usted pise si...?

EULALIA.-  Bueno, ya ha cumplido; cálmese.

JUAN.-  No, no. Su esposo está en la Comisaría, ¿verdad? ¡Qué injusticia! Ese mártir, ése apóstol... Hay que sacarle de allí, hay que asaltar la Comisaría, hay que dar masculillo al comisario, si es preciso; hay que...

 

(Se pone de pie excitadísimo. JULITA sale un tanto alarmada por las voces de JUAN RUIZ y hace mutis por la izquierda. Ha sonado el timbre.)

 

EULALIA.-  Cálmese, cálmese... Y muchas gracias...

JUAN.-  A usted, a usted siempre. Adiós... ¿Cómo no besarle?...  (Le besa de nuevo la mano, aunque EULALIA se la retira. JULITA reaparece por la izquierda, seguida de PATRICIO.)  ¿Su hijita, verdad?  (La besa en la frente. EULALIA deniega con la cabeza, pero es lo mismo.)  ¡Dios la bendiga!  (A PATRICIO.)  ¿Su hermano?

 

(Igual gesto denegatorio por parte de EULALIA. Pero JUAN, ciego de emoción, no se da cuenta y le besa también. MARÍA entra por la izquierda. JUAN intenta besarla igualmente. Algo extraño advierte en ella, que le contiene.)

 

¿Su...?  (No sabe qué parentesco atribuirle, y una voz interior le dice que ninguno.)  Usted perdone.

 

(Y hace mutis alocado, por la izquierda. Quedan en escena entonces MARÍA, JULITA, EULALIA y PATRICIO. PATRICIO mira a MARÍA, atónito, sin comprender la razón de su presencia en aquella casa. MARÍA le sonríe, muy levemente, muy a distancia, sin que ni JULIA ni EULALIA sorprendan su sonrisa.)

 

EULALIA.-    (A MARÍA.)  Buenas.  (Suena el teléfono. Coge el auricular.)  Un momento... ¿Quién es? Ah, Emilia... Dime, dime...

PATRICIO.-   (A MARÍA, sin que los demás le oigan. Con un tono de viejo amigo.)  ¿Qué haces aquí, hijita?

MARÍA.-  Siglos sin verte, galán...

PATRICIO.-   (Temeroso de una indiscreción.)  Pss...

EULALIA.-  Estupendo, Emilia. Magnífico... Que venga, sí. Date prisa. Cuidado con el dinero. Hasta luego.  (Y cuelga. A MARÍA y PATRICIO.)  Dispénseme un segundo.  (Mutis, velocísima, por la derecha.)  

JULITA.-    (Desde el umbral.)  ¿Quieres algo tía?

EULALIA.-   (Desde dentro.)  No, no, nada...  (Regresa en el acto. Trae una segunda vela. La enciende con las cerillas que saca de la cómoda y hace un mimo a la imagen de San Cosme.)  Rico...  (Transición.)  ¡Patricio!  (A MARÍA.)  Usted. perdone. Hazme el favor, Patricio. Vete a la Comisaría. Di que ya han devuelto doscientas mis pesetas...

PATRICIO.-  ¿Es posible?

EULALIA.-  Sí, y que estoy muy animada y a ver si puedes conseguir que a mi Claudio...

PATRICIO.-  No te preocupes.

EULALIA.-  Y esa señora, ¿quién es?

PATRICIO.-    (Miente como un bellaco.)  Ni idea.

JULITA.-  Subía la escalera cuando entraba usted... Preguntaba por ti, tita.

EULALIA.-  No creo que venga a darme dinero.

PATRICIO.-  Si no viene a sacárselo... Bueno, me marcho corriendo..

EULALIA.-  Gracias; Patricio.

 

(PATRICIO hace mutis por la izquierda. Antes saluda con una reverencia un poco convencional, a medias ceremoniosa, a medias zumbona, a MARÍA.)

 

MARÍA.-  Caballero...

EULALIA.-  Pase, pase... No se quede ahí. Y dígame qué desea...Y tú, niña, déjanos.

 

(Mutis obediente de JULITA.)

 

MARÍA.-  ¿Está usted bien?

EULALIA.-  Pues, así así nada más...

 

(MARÍA, avanza unos pasos. Creo que ha llegado el momento de decir, aunque nos cueste alguna violencia, que MARÍA, es una mujer de la vida. El público, naturalmente, lo habrá comprendido en seguida. EULALIA, menos sagaz, tardará algún tiempo en darse cuenta. Pelo teñido, zapatos rojos, monedero y maquillaje de profesional, la denunciarán inmediatamente. MARÍA es abundante de carnes, simpática -¿por qué no?- y agraciada.)

 

MARÍA.-  Ya me hago cargo...

EULALIA.-  Pero siéntese, no esté de pie.

MARÍA.-  Se agradece.  (Se sienta, en efecto, frente por frente de EULALIA.)  ¿Usted es la señora de don Claudio Martín?

EULALIA.-  Para servirla.

MARÍA.-  Claro... Don Claudio no está.

EULALIA.-    (Un poco desasosegada.)  No, no... Ha salido... ¿Pero es en relación con... por lo que viene usted?

MARÍA.-  Naturalmente.

EULALIA.-  ¿Y se estaba tan callada? Dígame, por favor, de qué se trata, que me tiene en vilo.

MARÍA.-   (La mira con indulgencia.)  Lo comprendo, señora. Es algo que me sucedió ayer, que me ha hecho cavilar mucho y que no he comprendido hasta hoy. Verá usted. Yo suelo pasearme por la plaza del Progreso.

EULALIA.-  ¿En enero también?

MARÍA.-    (Ambigua.)  En todo tiempo.

EULALIA.-  Caramba...

MARÍA.-  Ayer estaba paseándome; como todas las noches...

EULALIA.-  ¿Se pasea por las noches?

MARÍA.-  Yo preferiría las tardes, pero...

EULALIA.-  Dispénseme si la interrumpo. Es de puro nerviosa y de miedo que tengo.

MARÍA.-  No se preocupe, señora. El caso es que andaba, como le digo, paseándome por la plaza del Progreso, cuando, de pronto, se me acercó un señor, que yo pienso que tenía que ser su marido...

EULALIA.-    (Se levanta, va a la cómoda, coge un retrato que hay detrás de la hornacina de San Cosme, y se lo enseña.)  ¿Era éste?  (MARÍA vacila un poco.)  Bueno, ése es el retrato de cuando nos casamos. Y entonces no llevaba bigote, que se lo dejó en la guerra. Y, claro, ayer iba vestido de otra forma. Escuche, con un abrigo gris. Y una bufanda. ¿Iba así?

MARÍA.-  Sí... El mismo.

EULALIA.-  ¿Y qué? Cuénteme; se le acercó y ¿qué? Menudo susto, ¿no?... Porque..., de noche...

MARÍA.-  Susto precisamente, no. Al contrario... En fin... ¿Su marido usa una cartera de piel de cerdo con unas correas...?

EULALIA.-  Sí, sí... ¡Fue él, no lo dude!

MARÍA.-  Bueno, pues la abrió y me dio cien mil pesetas.

EULALIA.-  Ya ve usted: no me las ha dado a mí en toda su vida. ¿Le conocía usted de antes?

MARÍA.-  Vaya usted a saber... Conoce una a tanta gente... Pero me parece que no.

EULALIA.-  ¿Y qué le dijo?

MARÍA.-  Estaba muy excitado, y no crea usted que se le entendía muy bien.  (Le imita.) «Acéptelo, acéptelo, señora. Es la Providencia quien me manda». Algo así fue lo que me dijo.

EULALIA.-  ¿Y qué hizo usted?

MARÍA.-  Al principio, yo no caía bien en la cuenta de qué se trataba. Como había tan poca luz... Noté que me metía en la mano unos papeles que parecían dinero. Y le vi escapar, corre que te corre, por Concepción Jerónima.

EULALIA.-  Ay, madre, qué loco...

MARÍA.-  Le juro a usted que cuando me acerqué al farol de mi esquina y eché una ojeada al paquetito creí que me iba a dar algo...

EULALIA.-  Señora, ya se lo habían dado.

MARÍA.-  Me quedé de piedra... Uno tras otro, cien billetes de los grandes... ¡Qué enormidad!

EULALIA.-  ¿Y qué pensó usted?

MARÍA.-  Si serían de anuncio del coñac Viriato que algún gracioso de esos de mala pata ya me ha pasado de matute alguna vez... Sí, sí... De los mejores que le han salido al Banco de España. Entonces me entró un sofoco espantoso, y luego un frío que no quiera usted saber. Lo primero que se me ocurrió fue tomar un taxi, igual que si hubiera hecho un atraco...

EULALIA.-  Imagínese... ¿Le dijo usted a alguien lo que le había sucedido?

MARÍA.-  Ni por lo más remoto... Aparte de que...  (Se estremece de júbilo al recordarlo.)  he pasado la noche sola, como una reina...

EULALIA.-  ¿Es usted soltera?

MARÍA.-  De vocación sí, señora.

EULALIA.-  Total que...

MARÍA.-  Que hoy por la mañana puse la radio.  (Se ríe.)  Oiga: es la primera vez, desde hace años, que me despierto a las ocho. Pero como ayer me había acostado a las diez, y no estoy acostumbrada a estos lujos, pues a ver si salía música bonita, de esos mambos que a mí me gustan... Y sí, sí... Salió una voz que me hizo polvo; contándolo todo ce por be: que si estaba loco o cuerdo, que si le iban a meter en la cárcel, que si el dinero era de no sé qué sociedad, etc., etc... Al final hablaban de la honradez del pueblo madrileño. Esto me llegó a lo vivo, porque yo soy nacida en la calle de la Aduana y criada en la de Lope de Vega..., y aquí me tiene.

EULALIA.-    (Sin atreverse a hablar.)  ¿Con las cien mil...?

MARÍA.-  Menos lo que me han costado los dos taxis, el de ayer y el de hoy, que eso creo yo que debe ser a cuenta de la empresa.  (Abre el bolso y saca de él un fajo de billetes, que se dispone a entregarle.) 

EULALIA.-   (Sin respiración.)  ¡Julita!

JULITA.-  Sí, tía.

EULALIA.-  Enciende a San Cosme la tercera vela...

MARÍA.-  Noventa y nueve mil novecientas ochenta y siete con cincuenta... Tómelas.

EULALIA.-    (Se le queda mirando, llena de agradecimiento, y aun de asombro mientras las recoge.)  ¿Puedo saber cómo se llama usted?

MARÍA.-  María Gómez. Pero por ese nombre no me conoce nadie. María Calzones me llaman.

EULALIA.-    (Un poco extrañada.)  ¡Ah!

MARÍA.-  Es que fui sastra.

EULALIA.-  ¿Ya no lo es?

MARÍA.-  Ya, no.

EULALIA.-  ¿Se torció el negocio?

MARÍA.-    (Añorante.)  El año cuarenta y dos hice cincuenta marineritos de primera comunión, no crea usted. Y a darle vuelta a los trajes de caballero nadie me aventajaba... Pero el negocio se torció, como Usted dice...

EULALIA.-  Y ahora, ¿a qué se dedica usted?

MARÍA.-    (En un tono de cierto desdén, como si el candor de EULALIA le pareciera inverosímil.)  A mis labores.

EULALIA.-    (Todavía en el limbo.)  Ya.

MARÍA.-    (Abre el bolso y saca una cajetilla.)  ¿Quiere usted un rubio?

EULALIA.-  ¿Yo?...

MARÍA.-  Tengo negro también si lo prefiere...

EULALIA-   (Repite mecánicamente.)  A sus... labores...  (Ahora lo comprende todo y aboga un grito con la mano en la boca.)  ¡Ay!...

MARÍA.-   (Muy tranquila, mientras enciende su cigarrillo.)  ¿Qué le pasa, señora? ¿No había caído?

EULALIA.-  Pues...

MARÍA.-  Ea, ea, que ya ve que no me como a nadie.

EULALIA.-  No, no; sino...

MARÍA.-  Pues entonces...

EULALIA.-  ¿Y usted... me devuelve...?

MARÍA.-  Le extraña, ¿no?

EULALIA.-  No sé qué contestarle.

MARÍA.-  Pues yo le explicaré por qué. Porque su marido ni me pellizcó siquiera...

EULALIA.-  ¡Faltaría más!

MARÍA.-  ¡Huy!, no se escandalice; cualquiera se fía de los hombres... Un pellizquito, un azote habría bastado para que yo creyese que las cien mil eran su regalo... Ni rozarme, palabra... Y yo, que hace mucho que me he puesto el mundo por montera, y que sé que soy la última de la clase, de vez en cuando, y por variar, soy también honrada a mi modo. ¿Entiende usted?

 

(Timbre dentro.)

 

EULALIA.-    (Desconcertada.)  Sí entiendo, sí.

 

(JULITA aparece por la derecha.)

 

¡Julita!  (A medias en tono de reprimenda; a medias de protección.)  ¿Qué se te ha perdido aquí?

JULITA.-  Si es que han llamado, tita.

MARÍA.-   (Que advierte, sin sentirse demasiado herida, el porqué de las palabras de EULALIA.)  ¡Huy!, señora; no tenga miedo... Si «esto», no se contagia.

 

(JULITA ha hecho mutis por la izquierda.)

 

EULALIA.-  No vaya usted a suponer que...

MARÍA.-   (Comprensiva.)  Yo no supongo nada. Bueno. Y tal día hizo un año. Me marcho.

EULALIA.-    (Un poco azorada desde que MARÍA le leyó el pensamiento.)  ¿Se va usted?

MARÍA.-  Si en algo puedo serle útil... Ya sabe dónde estoy... De siete a diez, normalmente, ahí, en la plaza..., y por las noches, en la Castellana.

EULALIA.-  Muchas gracias. Es usted muy amable.  (Transición.)  Escuche usted.

 

(JULITA entra por la izquierda. Trae unas cuantas cajas de jalea que deja sobre la cómoda y vuelve a irse, sin duda alguna para recoger más.)

 

Casi no me atrevo a preguntarle una cosa...

MARÍA.-  Dígame, dígame:..

EULALIA.-  Con los veinte mil duros, ¿hubiera vuelto a trabajar de sastra?

MARÍA.-    (Vacila un poco.)  Ya me cogería la aguja desentrenada; pero, cualquiera sabe, a lo mejor...

 

(EULALIA se lleva la mano al bolsillo, donde guardó el dinero. Un impulso le acomete.)

 

MARÍA.-    (Le ataja.)  No piense en disparates... Vaya, abur...

 

(Nueva entrada de JULITA con el mismo cargamento y nueva salida.)

 

EULALIA.-    (Un poco conmovida.)  Es usted una mujer como se debe ser.

MARÍA.-  Tanto, tampoco creo.

EULALIA.-  Otra cosa... Por casualidad, ¿vio usted ayer a mi marido acercarse a alguien más?

MARÍA.-  Calle, sí. A un tipo muy raro que...

EULALIA.-  ¿Le conoce usted?

MARÍA.-  Déjelo de mi cuenta. No se me despinta. Me lo he tropezado cuando venía. Si doy con él, palabra que se lo traigo.  (Inicia el mutis.)  ¿Es que no le han devuelto el dinero?

EULALIA.-  Solamente, con las de usted, trescientas mil pesetas.

MARÍA.-  Hay mucha golferancia suelta.

 

(Hace mutis por la izquierda. JULITA entra por tercera vez con más cajas de jalea. EULALIA se ha quedado pensativa en un instante, en el centro de la escena. Ahora le llama la atención JULITA.)

 

EULALIA.-  ¿Qué es eso?.

JULITA.-  Jalea, de parte del señor Ruiz.

EULALIA.-  ¡Qué simpático!  (Saca el dinero del bolsillo y se lo da a JULITA.)  Mételo, como el otro, en la caja fuerte.

JULITA.-  Sí, tía, el señor Ruiz está subiendo.

 

(Y hace mutis por la derecha. Simultáneamente, don JUAN RUIZ, comparece en la puerta de la izquierda. Trae una gran cesta de Navidad.)

 

EULALIA.-  Pero don Juan...

JUAN.-  No me diga nada. No proteste.

EULALIA.-  Que Dios le bendiga, buen hombre. Y si es que salgo de ésta en condiciones de ser cliente de alguien, cuente conmigo.

JUAN.-  Gracias, gracias. ¡Ah!, y cuidado si van a la calle. No cabe un alfiler.

EULALIA.-   (Se asoma instintivamente a la ventana.)  Pero, ¿qué pasa?

JUAN.-  Que se ha corrido la voz de lo de don Claudio, y hay medio Madrid curioseando.

EULALIA.-  Lo que nos faltaba.

JUAN.-  Si abre, la ovación se oirá en Rosales.

EULALIA.-  Por si fuera pequeña la bromita, esto ahora.

EMILIA.-    (Desde dentro, por la izquierda.)  Eulalia, Eulalia...  (E irrumpe, gozosísima, por la izquierda.)  ¡Aquí la traigo!

JUAN.-  ¿Otra más?

EULALIA.-  Sí, aunque no espontánea.

 

(Con EMILIA, Andrea Linares. ANDREA es una muchacha no muy joven y más bien feúcha, que usa gafas. Diríase que teme algo, aunque no sepa bien qué. EULALIA, al contrario, llega exultante de júbilo, JULITA, que vuelve a escena, le secunda.)

 

EULALIA.-  Entre, chiquilla, entre.

ANDREA.-   (Asustada.)  Pero no avisarán a la Policía...

EULALIA.-  ¿Cómo se le ocurre? ¿Y por qué?

EMILIA.-  Es que no quería darme el dinero, y para que se decidiese...

ANDREA.-  Yo...   (Y rompe a llorar.) 

EULALIA.-  ¿Y a qué viene esa llantina ahora? Hale, hale... Serénese... ¿Tiene los veinte mil duritos?  (EMILIA le hace señas de que los lleva en el bolsillo del abrigo. EULALIA vence la oposición, enconada, pero infantil a la vez, de ANDREA, y saca de él, atados todavía con la clásica gomita, los cien billetes de a mil.)  Vamos, vamos, no hay que resistirse. Es un poco fastidiosillo, porque a nadie le amarga un dulce; pero, en fin, ya se acabó.  (Examina sumariamente los billetes.)  Diez... veinte... Qué amor... Están todos...  (Hace una carantoña a ANDREA.)  Julita, ya sabes: a la caja fuerte con ellos.

 

(Mutis de JULITA por la derecha, que se deshace en seguida.)

 

¿Y esas lagrimitas? Por Dios, que no se diga...   (Se las enjuga con su propio pañuelo.)  

ANDREA.-  Tengo la negra... Cuando todo parecía arreglárseme...  (Llora, llora siempre, sin descanso.) 

EULALIA.-  Pobrecita...

ANDREA.-  Usted no sabe lo que es estar soltera.

EULALIA.-  Ay, hija, también lo supe. Y lo que es hoy, cualquier cosa daría por seguir estándolo.

ANDREA.-  Nos pedían cinco mil duros de traspaso por un piso, y mi Jaime, el pobre, no los tenía, ni yo tampoco. Y de pronto, ayer...

EULALIA.-    (Remeda a CLAUDIO.)  «Acéptalo, es la Providencia»...

ANDREA.-  Cuando se lo conté a mi Jaime, perdió el habla, de puro contento...

EULALIA.-  ¿Y ninguno de los dos oyó la radio?...

ANDREA.-    (Tras una pausa embarazosa.)  Si va una a hacer caso de todo lo que dice la radio...

EULALIA.-   (A EMILIA.)  En eso lleva razón.

ANDREA.-  ¿Y cómo se ha enterado de que yo...?

EULALIA.-  Se dice el pecado, pero no el pecador.

ANDREA.-  ¡La negra, tengo la negra!

 

(Más llanto. Suena el timbre, JULITA cruza velocísima, para abrir.)

 

JULITA.-  ¿Será otra vela, tita?

EULALIA.-  No sé; las cosas se están poniendo de tal conformidad...

JUAN.-  Ver para creer...

 

(JAIME entra por la izquierda. Es un muchacho desenvuelto y simpático.)

 

JAIME.-  Buenos días. Y ustedes perdonen... Niña, ¿qué es lo qué sucede? Me dijo tu chacha que...

ANDREA.-    (Se le acerca, buscando su amparo.)  Ay, Jame, una desgracia horrible. ¿Te acuerdas de lo que te conté de un señor que...? Pues era el marido de esta señora...

JAIME.-  ¿Y cómo se ha enterado de que tú...?

ANDREA.-  Es lo que no sé, Jaime, por más que me rompa la cabeza.

EULALIA.-  Y no tiene por qué rompérsela; que es muy bonita. Aparte de que lo mismo da que haya sido de un modo o de otro.

ANDREA.-  Ya no nos casamos, Jaime...

 

(Habla reclinada en el hombro de JAIME, vuelta de espaldas a EULALIA. EULALIA mira inquisitorialmente a JAIME y empieza a sospechar, de modo visible, de quién ha podido partir la denuncia.)

 

JAIME.-  Ya nos casaremos, niña, que nadie nos corre...

EULALIA.-    (Mira a JAIME.)  Esa voz..., ¿dónde la he oído yo antes?

ANDREA.-  Yo, que soñaba con que...

JAIME.-  Hay que tener un poco de paciencia. Somos jóvenes, Andrea...

ANDREA.-  Si es que yo...  (Vuelve a llorar.) 

JAIME.-  ¿No habría un calmante para esta criatura? Ya ven ustedes cómo esta...

EULALIA.-  Esa voz...

EMILIA.-  Cien mil calmantes le harían falta.

EULALIA.-    (Que sigue mirando a JAIME de una manera delatora, mientras se acerca a la derecha.)  Julita...

JAIME.-  Anda, tranquilízate, todo se arreglará.

EULALIA.-  Dale azahar. De lo poco que me sobró ayer de la botella.

JAIME.-  Todo se arreglará.

EULALIA.-  Ah, claro.  (Ahora identifica la voz.)  Oiga usted amigo.

JAIME.-  Dígame.

 

(Larga pausa. La mira, de hito en hito.)

 

EULALIA.-  Y usted, ¿por qué no quiere casarse?

JAIME.-  ¿Yo? Si lo estoy deseando.

EULALIA.-    (Acometedora.)  Usted a mí no me engaña. Usted es quien ha telefoneado para denunciar a su novia. Hombre, en esos casos se disimula la voz.

JAIME.-  Tiene usted mucha imaginación.

EULALIA.-  Y usted muy poca vergüenza.

JAIME.-  Psss... No se excite, que al fin y al cabo, más debe agradecérmelo que echármelo en cara.

EULALIA.-    (No sabe qué replicarle.)  Prefiero callarme.

JAIME.-    (Sin poder sustraerse, a la confidencia.)  ¿Usted cree que con los precios de hoy puede pensar uno en locuras?

EULALIA.-  Pobre angelito.  (Se acerca a ANDREA.)  ¿Qué? ¿Mejor ya? No le importe que se aplace la boda.  (Mira de nuevo a JAIME, retadoramente.)  ¿Quién sabe dónde esta la suerte de las personas?

JAIME.-  Yo te voy a querer, siempre igual...

EULALIA.-  Eso me temo.

ANDREA.-  La negra, tengo la negra.

 

(Nueva llantina. Mutis de ANDREA y JAIME por la izquierda, precedidos de JULITA.)

 

JUAN.-  Bueno, señora, la dejo... Que haya suerte.

EULALIA.-  Gracias, gracias.

JULITA.-  Tía, unos periodistas que te quieren ver.

EULALIA.-  Ah, no. Hasta ahí podrían llegar las cosas. Al primero que entre, lo mato.

 

(Mutis de JULITA.)

 

JUAN.-  Cuidado, señora. La Prensa puede ayudarle mucho.

EULALIA.-  ¡Me importa un pito!

JUAN.-  Yo se los echo entonces.

 

(Mutis.)

 

JULITA.-    (De nuevo.)  Y don Carmelo, tía.

EULALIA.-  Ah, esa es harina de otro costal. Ábrele.

 

(Mutis de JULITA. Se oye un confuso forcejeo, voces alteradas, rumor de disputa.)

 

JUAN.-  ¡He dicho que no, y sanseacabó!

EMILIA.-    (Acongojada.)  Dios mío.

 

(Al cabo de unos segundos, don CARMELO por la izquierda. Le acompaña el policía. Don CARMELO llega arreglándose la corbata y componiéndose el abrigo. Al policía le han magullado el sombrero. Tras de ellos; JUAN un poco despeinado también, y PATRICIO.)

 

PATRICIO.-    (Mira, receloso, a la lateral de su entrada.)  ¡Qué barbaridad!

CARMELO.-   (Al POLICÍA.)  Dígame, ¿eso es lo que llaman los chicos de la Prensa?

POLICÍA.-  Tal creo.

CARMELO.-  Caray con la Prensa.

EULALIA.-   (Al POLICÍA.)  Y a usted, ¿qué se le ha perdido aquí?

POLICÍA.-  Más respeto.  (Le enseña la insignia en la vuelta de la solapa.)  Soy policía y vengo a tomarle declaración.

EULALIA.-  ¿Sí? Pues entérese. Hay devueltas, contantes y sonantes, trescientas mil pesetas.

CARMELO.-  ¡Caramba!

EULALIA.-  Y no será difícil que nos devuelvan más. Me lo dice el corazón..

CARMELO.-  ¿Y dónde están?

EULALIA.-  Espere un momento. Aun no es hora de caja. En seguida se le entregarán.

POLICÍA.-  Su nombre, señora.

EULALIA.-  Eulalia Laborda de Martín.

POLICÍA.-  Edad...

EULALIA.-  No se la he dicho ni a mi marido, para que se la diga a usted.

 

(El timbre por centésima vez. Voces, protestas. JULITA ha hecho mutis. El POLICÍA también.)

 

CARMELO.-  ¿Otra vez los chicos de la Prensa?

JUAN.-    (Desde dentro.)  Es una mujer y un tipo muy extraño.

 

(EULALIA mientras tanto se aproxima a la supuesta ventana.)

 

JULITA.-  ¡Es la de antes, tita!

EULALIA.-  ¿La sastra? ¡Ábrele!

 

(MARÍA surge con aire triunfal por la izquierda. La sigue JUAN.)

 

EULALIA.-  ¿Qué pasa?

MARÍA.-  He cumplido mi palabra.

POLICÍA.-   (A MARÍA.)  ¿Quién es ese tipa?

MARÍA.-   (Pide silencio.)  Psss... Ahora lo sabrán.

 

(Y se presenta, en efecto, un extraño tipo. Lleva pantalones bombachos y media bota. Una zamarra con cuello de piel en la que se ven algunas conchas. Un morral a la espalda y una especie de báculo que sostiene en lo alto, una calabaza. Lo más característico de él, sin embargo no es su atuendo, sino su tocado; grandes barbas negras, grandes melenas hasta el cuello y un flequillo que casi le bordea las cejas. Tiene el aire de un iluminado. Parece ni mirar ni ver a quienes están cerca de él.)

 

EULALIA.-  ¿De dónde ha sacado usted esto?

POLICÍA.-    (A boca de jarro.)  ¿Quién es usted?

CRISÓSTOMO.-  Soy romero.

POLICÍA.-  ¿Y de segundo apellido?

CRISÓSTOMO.-  No le entiendo.

POLICÍA.-  Su nombre completo le pregunto. Romero y qué más.

CRISÓSTOMO.-  Yo me llamo Crisóstomo de Lárgama y Sagustí. Romero no es mi nombre; es mi oficio.

CARMELO.-  ¿Es usted romero..., peregrino...?

CRISÓSTOMO.-  Sí. Yo he nacido para volver a hacer del camino de Santiago la gran vía del mundo cristiano.

POLICÍA.-  ¿Tiene usted carnet de identidad o pasaporte?

CRISÓSTOMO.-  Estoy por encima de esas pequeñeces.

CARMELO.-  ¿Por qué nos han traído este turista?

EULALIA.-  ¡Cállese!

POLICÍA.-  ¿De qué vive usted?

CRISÓSTOMO.-  Como si es preciso, los lagartos de las tapias.

POLICÍA.-  Su domicilio.

CRISÓSTOMO.-  Siempre bajo los puentes. La última noche, en el de Toledo.

POLICÍA.-  ¿Tiene usted moneda que declarar?

CRISÓSTOMO.-    (Absorto.)  Moneda...

MARÍA.-  Sí que la tiene.  (A EULALIA.)  Este es otro de los del reparto.

CRISÓSTOMO.-  ¿Qué reparto?

CARMELO.-  El de mi dinero. ¿Lo lleva usted? Venga, démelo.

 

(CRISÓSTOMO avanza unos pasos sin responderle. Habla mirando al infinito.)

 

CRISÓSTOMO.-  Durante dos semanas he castigado el cuerpo y el alma para merecer los dones de mi Patrono. ¿Qué sería sin ellos de la gran vía de Occidente? Un sendero de cabras. Y ayer mi Patrono me concedió su ayuda. Subí por unas calles que no conocía y llegué a una pequeña plaza en la que me detuve. Era de noche, y no había ninguna luz donde yo estaba. Ni estrellas ni faroles. De pronto, vi un resplandor extraño y un ser maravilloso que avanzaba hacia mí.

EULALIA.-  ¿Cómo era ese ser? ¿Llevaba abrigo gris, sombrero negro...?

CRISÓSTOMO.-  No. Vestía de blanco de la cabeza a los pies.

EULALIA.-  ¿Qué le dijo? «Es la Providencia, es la Providencia... Acéptelo».

CRISÓSTOMO.-  No. Habló así: «Utinan obolus hic, ad magnam occidentis viem extruendem adjuvat.

CARMELO.-    (A EMILIA, voz baja.)  ¿Habla latín don Claudio?

EMILIA.-  Qué va...

CRISÓSTOMO.-  ...quae more medievali. Erae atomicae peregrinantes. Compostellam adducat».

POLICÍA.-  En cristiano, amigo.

EULALIA.-  Más cristiano que el latín...

CRISÓSTOMO.-    (Traduce gentilmente.)  «Que este óbolo ayude a abrir la gran autopista de Occidente que, como en los días de la Edad Media, lleve a Compostela a los romeros de la era atómica».

CARMELO.-  ¿Y el óbolo ése?

CRISÓSTOMO.-  Me dio unas monedas de oro.

EMILIA.-  ¡Qué cosas pasan en la plaza del Progreso!

EULALIA.-  A ver si ha sido otro.

MARÍA.-  No, no.  (Se le acerca.)  Yo lo vi todo y le aseguro que fue él.

CARMELO.-  Por mí no se preocupe; no me importaría cobrar en oro.

POLICÍA.-   (A CRISÓSTOMO Bueno, ¿dónde están esas monedas?

CRISÓSTOMO.-  No las tengo.

CARMELO.-  ¡Ya me parecía!

POLICÍA.-  ¿Qué hizo usted de ellas?

CRISÓSTOMO.-  Las he convertido en billetes de curso legal.

CARMELO.-  ¡Ya me parecía!

POLICÍA.-  Bien; démelos.

CRISÓSTOMO.-  ¿Por qué?

POLICÍA.-  Porque son de la casa Viñas y Compañía.

CRISÓSTOMO.-  ¿Qué casa es ésa?

CARMELO.-  ¡Qué ignorancia! La primera en aceites. Fundada en 1892.

CRISÓSTOMO.-  ¿Y qué tengo yo que ver con esa casa?

CARMELO.-  Le repito que es la propietaria de ese dinero

CRISÓSTOMO.-  Ese dinero es para la autopista de Occidente, y sólo a quien la construya he de entregárselo.

CARMELO.-  Esto es gracioso. Ahora resulta que tengo que hacer carreteras.

EULALIA.-  Usted no comprende nada, señor Viñas. Este hombre es un iluminado. En mi marido ha visto un enviado de Dios.

CARMELO.-  En su derecho está, siempre que no vea en mi dinero el de la autopista.

POLICÍA.-  ¡Vengan las cien mil pesetas!

CRISÓSTOMO.-  ¿Qué atraco es éste? Pediré socorro. ¡Policía, policía!

 

(Se acerca a la supuesta ventana, frente al espectador. Don CLAUDIO y el POLICÍA le asaltan, cada uno por su lado. En el forcejeo, la calabaza se viene al suelo y se rompe. Dentro aparecen las cien mil pesetas.)

 

CARMELO.-   (Victorioso.)  ¡Aquí las tenemos!

CRISÓSTOMO.-  ¡Les meteré en la cárcel!

POLICÍA.-  Al causante de este lío es al que voy a llevar a la cárcel de cabeza.  (Se lo notifica a EULALIA.)  Ya lo sabe usted, señora. Ahora mismo su marido pasará desde la Comisaría al calabozo.  (A CRISÓSTOMO.)  Usted acompáñeme; tiene que explicarme algunas cosas.

 

(Inicia el mutis por la izquierda.)

 

EULALIA.-    (Se dirige a la imagen de San Cosme, ante la que se arrodilla.)  Santo mío, sé que te voy a coger fatigado, pero no hay más remedio. Con cuatrocientas mil pesetas no salimos de apuros. Haz que aparezcan las otras para que mi Claudio, que no es malo, sino tonto solamente, no vaya a la cárcel... Tú sabes que yo he sido siempre partidaria tuya. Ayúdame, San Cosme; y yo te prometo que...

 

(El POLICÍA, CARMELO, y CRISÓSTOMO, han suspendido su marcha atentos a su plegaria. Ahora suena el timbre del teléfono. EULALIA lo oye, transfigurada, con la convicción de que San Cosme le ha echado una mano.)

 

PATRICIO.-  Dígame... Sí, es la casa de don Claudio Martín. Sí, sí, aquí está el Policía.  (Le ofrece el auricular al POLICÍA.)  El comisario pregunta por usted.

POLICÍA.-    (Extrañadísimo.)  ¿Por mí?...  (Al teléfono.) ¿Quién es? A sus órdenes, señor comisario. ¿Qué está usted diciendo?... Pero eso es imposible... ¿Y el dinero?  (Incrédulo.)  No... Bueno; bueno... lo celebro... ¿Y don Claudio?

CARMELO.-  ¿Qué pasa?

EULALIA.-   (Con la mano en la hornacina de San Cosme. Excitadísima.)  ¡Ya verán, ya verán! Algo grande. Estoy segura.

POLICÍA.-  Es increíble... En el momento de llegar el avión de Madrid a Barcelona ha sido detenido un sujeto llamado Sergio Muntaner, con la cartera de Claudio Martín, y dentro de ella el resto de su dinero.  (Señala a don CARMELO.) 

CARMELO.-  ¿Cómo?

EULALIA.-  ¿Qué les decía yo?

POLICÍA.-  Esto parece cosa del demonio...

CARMELO.-  ¡Hágase el milagro, y hágalo el diablo!

EULALIA.-  ¿Quién habla aquí del diablo? San Cosme, San Cosme; ése es el del milagro.   (Muestra la imagen a todos.)  

EMILIA.-  ¡Es verdad! Milagro, milagro...

JULITA.-  Milagro, milagro...

 

(El POLICÍA y don CARMELO hablan entre sí.)

 

EULALIA.-   (AL POLICÍA.)  ¿Y mi Claudio?

POLICÍA.-  Ha salido para aquí hace diez minutos. Estará al llegar.

EULALIA.-    (A la imagen.)  Dios te lo pague, Cosme bendito. Te has portado como un hombre.

 

(En este momento llega de la calle un rumor creciente de voces y aplausos. Se oye un «¡Viva don Claudio!», coreado por la multitud con entusiasmo. Una charanga toca una marcha cualquiera.)

 

¡Ahí viene!

 

(Abre el balcón. Un ramalazo de frío invita a todos los caballeros a subirse las solapas de la chaqueta o de los abrigos, EULALIA no siente frío ninguno, ni JULITA. El pueblo grita ahora rítmicamente: «Que cunda el ejemplo, que cunda el ejemplo, que cunda el ejemplo...»)

 

CARMELO.-  ¡Villanos!

EULALIA.-  ¡Claudio mío!

CLAUDIO.-   (Se deja besar, casi sonámbulo. Después mira alrededor suyo. Ve la habitación llena de gente. Piensa en la recepción de que acaba de ser objeto y se espanta.)  Hola, don Carmelo.

 

(Don CARMELO le vuelve la espalda con desprecio. Después, añade dirigiéndose a los demás, y a EULALIA de modo especial.)

 

La que he armado ¿verdad?

EULALIA.-  Sí, Claudio, sí. La has armado buena.

 

(Y rápidamente cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 

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