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ArribaActo III

 

El mismo decorado de los actos anteriores. Los personajes esenciales de la presente historia se disponen a darle el más digno remate posible. Por de pronto, San Cosme luce como el Patrón de una cofradía adinerada, rodeado de luces. Al levantarse el telón, ANTOÑITA, seguida de JULITA, entra por la izquierda.

 

JULITA.-   (Sale por la derecha.)  Tía, es Antoñita.  (Y se marcha por la izquierda.) 

EULALIA.-    (Sale.)  ¿Qué hay Antoñita?

ANTOÑITA.-  ¿Y don Claudio?

EULALIA.-  Hemos preferido quitarle de en medio. Está en el piso de Emilia, con Patricio.

ANTOÑITA.-  Ah, muy bien. ¿Y es verdad que han devuelto otras cien mil pesetas?

EULALIA.-  Sí lo es, sí. ¡Qué cosas pasan!... Fíjese... Una señora, con una mano, las recibió de Claudio y con otra se las entregó al joyero. Una esmeralda era la ilusión de su vida... Y el marido, ¡paf!, le descubre la piedrecita hoy por la mañana.

ANTOÑITA.-  Ahí va.

EULALIA.-  El caso es que el marido anda con la mosca detrás de la oreja, porque ella debe ser un poquito revoltosa y se resistía a creer que existiese un tonto del calibre de mi marido, lo cual es lógico. Total, que se presentó aquí a resolver el crucigrama. Ha sido un cambio precioso: él nos devolvió las cien mil pesetas y nosotros la tranquilidad.

ANTOÑITA.-  Don Carmelo de enhorabuena.

EULALIA.-  Ahora vendrá a recoger su dinerito.

ANTOÑITA.-  O sea que lo ha recobrado todo.

EULALIA.-  Falta un lote.

ANTOÑITA.-  ¿A que aparece también?

EULALIA.-  No, Antoñita; ése no tiene remedio. Me telefoneó la agraciada.

ANTOÑITA.-  ¿Y quién es?

EULALIA.-  Misterio. Viuda, madre de siete niños, el mayor de quince años, tocado del pecho, viviendo en una sola habitación con trescientas pesetas mensuales.

ANTOÑITA.-  ¡Qué barbaridad!...

EULALIA.-  «¿Le extraña a usted que no se lo devuelva?» -me preguntó-. «No, hija no». -le contesté-. «Y siento no saber quién es usted, porque le mandaría veinte duros más». ¿Qué se hace en un caso así?

ANTOÑITA.-  No le falta razón. Óigame, Eulalia: Lo que yo me pregunto es por qué habrá repartido a ese... ¿Sergio Muntaner, ha dicho?..., cuatro veces lo que a los otros.

EULALIA.-  Mire usted, doña Antoñita. En estos casos, los primeros duros son los difíciles. A mí me resulta igual de extraño que me den veinte o que me den ochenta mil.

ANTOÑITA.-  Claro, claro...

EULALIA.-  Tanta diferencia, sin embargo, es un poco rara. Me muero de curiosidad de oír lo que dice Sergio Muntaner cuando le traigan.

ANTOÑITA.-  Con saber lo que dice Claudio...

EULALIA.-  Claudio no ha dicho ni pío. Sólo que anda dándole vueltas a la cosa...

ANTOÑITA.-  ¿Es que no recuerda lo que hizo?

EULALIA.-  En el fondo, tiene una idea bastante vaga, creo yo.

ANTOÑITA.-  A lo mejor, para acabar antes...

EULALIA.-  Pudiera ser....

ANTOÑITA.-  De todas maneras, el milagro ha sido morrocotudo, ¿eh, Eulalia?

EULALIA.-  ¡Ufff!... ¡Qué Santo, doña Antonia!... Mire que la papeleta era difícil. Salga usted, hecho un loco, a repartir un milloncito de pesetas, con el hambre que hay, y que el milloncito vuelva a casa íntegro a las veinticuatro horas. Es un milagro como para levantarle una catedral. Pero, ¿qué habrá imposible para San Cosme? ¡Y qué un Santo así no sea de la primera división!... Porque es que nadie le conoce...

ANTOÑITA.-  ¿Y cómo es que usted...?

EULALIA.-  Pues, mujer, porque una mañana, en una iglesia de un balneario, donde habíamos ido a que Claudio tomase las aguas cuando aquello de su reuma; vi un Santo allí en un rinconcito, del que nadie hacía caso, sin una vela, sin un cepillo, sin flores, sin reclinatorio, sin nada... Y le pregunté al párroco: «¿Quién es ese pobretín?», Y me lo dijo: «San Cosme», que parece que en otro tiempo tenía muchísimos partidarios, sólo que la gente es como es de tornadiza y se olvida de todo. A mí me entró una pena grandísima, porque en la misma iglesia había un San José que para qué te voy a contar: se le comían los cirios. Y yo empecé a aficionarme a él. Le pedí algunas cosas chicas por probarle, a ver que tal respiraba: lo del novio de Matilde, la hija de doña Emilia, que estaba si se subía al pescante o no, y que se casa en marzo; lo de la Lotería de la Cruz Roja, que nos hacía tanta falta y que, mira, nos tocó el reintegro, que no es una maravilla, de acuerdo, pero que demostraba deseo de agradar, y así dos o tres naderías por el estilo... Hasta que llegaron los exámenes de Paco, el hermano de Julita. ¡Un prodigio! Seis cursos con suspenso en la Escuela de Comercio. Entra San Cosme en escena, le echa una mano, y sobresaliente en todas. ¡Ay, Antoñita, me quedé de una pieza! Total, que desde entonces uña y carne de San Cosme, y a mí que no me hablen de otro. ¡Pensar que ayer me enfadé con él por lo de los canarios!... ¡Pobrecito: tomando fuerzas estaba para la prueba de hoy!...

ANTOÑITA.-  Y éste, ¿dónde lo encontraste?

EULALIA.-  En un puesto del Rastro.

ANTOÑITA.-  ¿Y cómo sabes que es él?

EULALIA.-  Por el parecido con el del balneario.

ANTOÑITA.-  Más se le da un aire a San Roque...

EULALIA.-  No digas...

 

(EMILIA está ahora cerca de la ventana, a través de cuyos visillos curiosea con discreción.)

 

¿Qué? ¿Sigue la gente ahí?...

EMILIA.-  Disminuyó un poco a la hora del almuerzo, pero otra vez se va animando.

ANTOÑITA.-  Bueno, me voy... Si nos necesita...

EULALIA.-  Gracias, Antoñita.

ANTOÑITA.-  Adiós.

 

(Mutis de ANTOÑITA por la izquierda.)

 

EULALIA.-  En fin... ¡Jesús, cuánta esperma!... Hay que arreglarte el jardín, Cosme bendito. Las apago... para encenderlas en seguida, ¿eh? No te enfades.

 

(Apaga las velas, en efecto. Coge algunas, dispuesta a marcharse por la derecha; pero en este instante irrumpe en tromba, por la puerta de la izquierda, don CLAUDIO, seguido de PATRICIO, de EMILIA y de JULITA.)

 

CLAUDIO.-    (Demudado.)  ¡¡Eulalia!!

EULALIA.-    (Asustadísima, temerosa de un nuevo cataclismo, con los nervios de punta, deja caer las velas. JULITA se las recoge y las pone en la cómoda.)  ¡Ay! ¿Qué es lo que pasa?

PATRICIO.-  Nada, nada, no te alarmes.

CLAUDIO.-  Si tenía que ser.

EULALIA.-  ¿Qué, qué, qué?...

CLAUDIO.-  Esta carta.

 

(Se la tiende, EULALIA intenta leerla, pero no puede. Los nervios se lo impiden, y la falta de gafas.)

 

EULALIA.-  Julita, ¿eres tonta? ¿Qué haces como un pasmarón? Dame las gafas.

CLAUDIO.-   (Le retira la carta.)  Trae, yo la leeré.

 

(En vista de esto, JULITA no se marcha.)

 

EULALIA.-  ¿De quién es?

CLAUDIO.-   (Sarcástico.)  ¡Je!.... ¡Si yo lo supiera!...  (Lee.)  «Caballero: He luchado toda mi vida porque el reparto social fuese una realidad, y comprenderá usted que cuando me encuentro con que alguien lo pone en práctica, sería estúpido si lo sabotease. Le dirijo estas líneas, primero, para que no cuente con las cien mil pesetas de mi cupo, y segundo, para que sepa que han caído en las manos de un hombre honrado y de convicciones, que verá siempre en usted el precursor de la revolución económica. Suyo y de la causa... Un idealista».

EULALIA.-  ¡Menudo sinvergüenza!... Pero, claro es que si éste se queda con ese dinero..., las cuentas no salen. La sastra, don Juan Ruiz, la niña bitonga, el de las barbas y la de la esmeralda, suman quinientas, que tenemos. La de los niños y el golfo de la carta, son doscientas... que no tenemos, o sea setecientas. Y cuatrocientas de Sergio, un millón cien mil... ¡Ay, sobran cien mil!

PATRICIO.-  San Cosme, que se pasó.

EULALIA.-  No, no es eso.

CLAUDIO.-  No, no; claro que no.

EULALIA.-  Claudio, contéstame; ¿tú diste cuatro lotes a alguien de una vez?

CLAUDIO.-  No, Eulalia. Yo los di uno a uno.

EULALIA.-  ¿No te confundirías?

CLAUDIO.-  Te aseguro que no.

 

(Timbre y pasada de JULIA camino de la izquierda.)

 

EULALIA.-  Pues entonces, ¿quién aclara este lío?

PATRICIO.-  Sólo ese Sergio Muntaner podría hacerlo.

EULALIA.-  Ganas tengo yo de verle codo con codo.

JULITA.-   (Atónita.)  Tío, don Sergio Muntaner.

EULALIA.-  ¿Pero no le han detenido en Barcelona?

CLAUDIO.-  Eso han dicho.

EULALIA.-  ¿Y cómo está aquí ya?

PATRICIO.-  Si yo fuese un histérico, empezaría a dar gritos.

JULITA.-  ¿Qué le digo? ¿Que entre?

CLAUDIO.-  Claro, claro.

 

(Mutis de JULITA, que regresa, precedida de EL SOCIO. EL SOCIO es un tipo que lleva gabardina, sombrero flexible y guantes blancos. Tiene un aire bastante simpático. Su aspiración suprema es la de ser tomado por un hombre fino. Una cicatriz le ensombrece el rostro. Mientras habla acostumbra a dar palmaditas sordas, sobre todo al final de las frases que le quedan largas. Su sonrisa es un tanto convencional.)

 

SOCIO.-  Buenas... ¿Don Claudio Martín?

CLAUDIO.-  El mismo.

SOCIO.-  Necesito hablarle.

CLAUDIO.-  Usted dirá.

 

(EL SOCIO mira recelosamente a EULALIA y compañía. No a JULITA, la pobre, que, discreta, por esencia, ausencia y potencia, hizo mutis ya.)

 

EMILIA.-    (Sin dar lugar a que le rectifiquen.)  Con Dios...

 

(Mutis por la izquierda. PATRICIO se dispone a seguirla.)

 

CLAUDIO.-   (La retiene.)  Patricio y Eulalia, aguardad ahí, hacedme el favor.

 

(Señala la derecha. PATRICIO le obedece. EULALIA mira escrutadoramente a EL SOCIO: maldito lo que le apetece marcharse.)

 

EULALIA.-    (Desde el umbral, inconteniblemente.)  ¿Le han dado a usted ochenta mil duros?

CLAUDIO.-    (Imperativo.)  ¡Eulalia!

 

(EL SOCIO sonríe con indulgencia.)

 

EULALIA.-   (Hace mutis, desolada. El silencio del EL SOCIO le da mala espina.)  Ay, madre.

SOCIO.-   (Ya a solas con CLAUDIO; mueve negativamente, lleno de monería, el dedo índice.)  A mí, no.

CLAUDIO.-  Ya.

SOCIO.-  Claro que yo tampoco soy Sergio Muntaner.

CLAUDIO.-  ¿Y quién es usted?

SOCIO.-  El socio de Sergio Muntaner; el encargado del «Departamento de ideas». Yo me llamo Andrés Gómez, si bien se me conoce por «El Fino», apodo que, modestia aparte, considero merecidísimo, porque a maneras no me gana nadie.

CLAUDIO.-  Ya.

SOCIO.-  ¿Ha oído usted la radio?

CLAUDIO.-  No.

SOCIO.-  Ha hablado de usted con mucha simpatía. Y de mi socio... Sergio ha dicho que usted le había regalado cuatrocientas mil pesetas. ¿Sabe usted cómo titulaba la Radio la información? Ah, muy gracioso: «El segundo, en Barcelona».

CLAUDIO.-  Pues no es verdad. Yo he repartido el millón a partes iguales. A su socio, lo mismo que a los otros. Y cuando llegue su socio lo declararé así.

SOCIO.-    (Cambia súbitamente de actitud. Las palabras le han hecho mella.)  Eso sí que no, por lo que más quiera, don Claudio.

CLAUDIO.-  Pero, ¿qué es lo que sucede?

SOCIO.-  Le confesaré la verdad. Usted tiene, o, mejor dicho, tenía una cartera magnífica, ¿no? Sergio la vio y se le fueron los ojos detrás de ella.

CLAUDIO.-  Escúcheme. ¿Sergio Muntaner es un poco cojo?

SOCIO.-  Sí, cojea, entre otras cosas, del izquierdo.

CLAUDIO.-  Pobre... Ya sé quién es.  (Le salta la risa a borbotones.)  Yo me di cuenta en seguida de que mi cartera le había llamado la atención, de que le gustaba..., y le dejé que me la quitase.  (Se interrumpe.)  Calle. Luego resulta que no ya cuatrocientas mil, ni cien mil pesetas siguiera he dado yo a su socio.

SOCIO.-  Así es.

CLAUDIO.-  ¿Cómo es que entonces pretende devolverme el dinero?

SOCIO.-  Déjeme que acabe de explicarme. A consecuencia de una de mis ideas, de las que le hablaba, hace cosa de un año «cobramos» una cierta cantidad en el Banco Agrícola.  (Palmaditas.) 

CLAUDIO.-  Demonio...

SOCIO.-  La vida es tan dura, don Claudio... Y las cuatrocientas mil pesetas de mi socio eran el remate de su parte... ¿Me entiende usted?

CLAUDIO.-  Sí, sí...

SOCIO.-  Con seguridad, mi socio se habrá enterado de lo de usted. Pero, ¿cómo iba ocurrírsele que el protagonista de ese episodio maravilloso fuese justamente usted? La cartera iba sin nombre.

CLAUDIO.-  Yo mismo rompí la tarjeta..., para no crearle complejos...

SOCIO.-  Y Sergio, el muy cándido, la utilizó para guardar su dinero.

CLAUDIO.-  Dirá usted el del Banco.

SOCIO.-  A su gusto... La Policía había dado las señas de su cartera que, realmente, es inconfundible y capaz de tentar a un santo, y al pobrecito, en el momento de llegar al aeropuerto de Barcelona, me lo trincaron.

CLAUDIO.-  Ya entiendo.

SOCIO.-  Ahora bien: el dinero de los Bancos se paga, siempre caro, tanto el que se toma sin su permiso como el que da voluntariamente, y mi socio ha tenido una idea genial: puesto que la cartera era la de usted, y no podía negarlo ni justificar tampoco la procedencia del dinero, ha dicho que el dinero también era de usted. No fueran a enredarse las cosas y a descubrirse que era del Banco Agrícola.

CLAUDIO.-  Sí, sí; ya entiendo.

SOCIO.-  Y a usted, ¿qué le importa admitir que, por su defecto físico, o por lo que fuera, Sergio Muntaner le inspiró más compasión que los otros, y que cargó la mano al pobre cojito?

CLAUDIO.-  Claro, claro. O sea, que de lo que se trata es de que yo le sirva de tapadera a su socio y a usted.

SOCIO.-  Bah, bah..., no hay que llevarlo por la tremenda. Los Bancos son unos clientes ideales para los que tenemos la conciencia estrecha. Le contaré que, a la mañana siguiente de lo nuestro, me pasé por allí, a ver cómo pintaba la cosa. Y con un milloncito de menos, todo estaba lo mismo que antes. Las acciones, a doscientas noventa, como el día anterior; los cuentacorrentistas, cobrando sus talones; los empleados, sus sueldos; los consejeros, sus dietas. Tanto, que yo me preguntaba: ¿de dónde habremos sacado nuestro dinero, que aquí no pestañea nadie?

CLAUDIO.-  Pues conmigo no cuente usted para esos enjuagues.

SOCIO.-  Vamos, vamos, señor Martín... A mí me gusta ponerme en lo que piensan los demás, y le comprendo a usted. Usted se dice: que cada palo aguante su vela, ¿no?

CLAUDIO.-  Justo.

SOCIO.-  Sin embargo, nada se opone a que procuremos arreglar lo sucedido. Primeramente: si ayer, en esos quince minutos sublimes que vivió usted, hubiera sido el cajero del Banco Agrícola en lugar de serlo de Casa Viñas, ¿no hubiese repartido lo mismo su dinero?

CLAUDIO.-  Hombre...

SOCIO.-  Naturalmente que sí... Y aun con mayor motivo, porque don Carmelo Viñas, al lado del Banco Agrícola, es un muerto de hambre.

SOCIO.-  Ahora bien; hoy, ¿repetiría usted lo que hizo ayer?

CLAUDIO.-    (Vacilante.)  Ah, hoy...

SOCIO.-  No, ya veo que no. Lo de ayer fue algo extraordinario que, créamelo, ha conmovido a toda la profesión, que nos ha dado un ejemplo, pero que no se repite fácilmente. Vaya, usted, hoy, está arrepentido, preocupado de pagar los vidrios rotos... Y, por casualidad, resulta que vienen a meterle en la mano cuatrocientas mil pesetas para vidrios...

CLAUDIO.-  Ya...

SOCIO.-  ¿Y usted va a ser tan loco que rechace esa ganga? ¿Adivina usted lo que pasará si la rechaza? La catástrofe... Empezarán a tirar de la cuerda. Mi socio, malo será que libre... Si mi socio cae, yo tampoco me salvaré... Y naturalmente, usted entrará en la cárcel, de cabeza.

CLAUDIO.-  Ya lo sé, ya lo sé.

SOCIO.-  ¿Y no será monstruoso que le enganchen? ¿De cuándo acá el que ayuda a los pobres, que hay tantos, merece la cárcel?

CLAUDIO.-  Amigo mío, me la he ganado a pulso y no me queda otro remedio que aguantarme.

SOCIO.-  ¿Y porqué?

CLAUDIO.-  Porque aunque aceptase las cuatrocientas mil de su socio, hay cien mil que se las ha llevado la trampa, que no se han devuelto. Bueno, en realidad hay bastantes más, hay... quinientas mil, sin contar las de ustedes. Cinco señores..., la mitad..., que se han llamado a andana.

SOCIO.-  La proporción normal. En París, en Londres o en Nueva York, en cualquier ciudad del mundo, habría sucedido lo mismo.

CLAUDIO.-  Salvo en la del Vaticano.

SOCIO.-  Ah, bueno: ahí no sé; no he operado nunca.  (Transición. Vuelve al tema inicial.)  Pero no, don Claudio, nada de cárcel... Si también habló la radio de eso... Ya veo, ya, que no la ha oído. Sus compañeros van a iniciar una suscripción para reunir esas cien mil pesetas... Es usted el hombre del día. Hale, don Claudio, no enrede las cosas y déjelas como están.

CLAUDIO.-  ¿Sí?

SOCIO.-  «Acéptelo, acéptelo; es la Providencia».

 

(DON CLAUDIO se inmuta visiblemente. El SOCIO sonríe.)

 

En fin; don Claudio, ¿cuento con usted?

CLAUDIO.-  Déjeme, déjeme.

SOCIO.-  Reflexione usted. Volveré a última hora. Hasta luego, don Claudio.

CLAUDIO.-   (Absorto en sus reflexiones.)  Hasta luego.

 

(Mutis de el SOCIO por la izquierda. EULALIA y PATRICIO, por la derecha.)

 

EULALIA.-   (Larga pausa.)  ¿Y qué vas a hacer Claudio?

CLAUDIO.-  ¿Oísteis?

EULALIA.-  Que me iba yo a perder esa conversación.

CLAUDIO.-  ¿Y tú qué crees que debo hacer?

EULALIA.-  No, no... Tú no me consultaste ayer. No me consultaste hoy...

CLAUDIO.-  Es que lo que yo he resuelto es que...

 

(Una voz dentro.)

 

VOZ.-  Muera el capital.

 

(Otros la corean.)

 

OTRA VOZ.-  Fuera ése. Fuera, fuera.

EULALIA.-  ¿Qué pasa?

JULITA.-   (Entra precipitadamente por la derecha.)  Es don Carmelo, tía; la gente se está metiendo con él.  (Se va por la izquierda.) 

EULALIA.-  De qué humor subirá.

PATRICIO.-  ¿Y a qué viene?

EULALIA.-  A recoger el lote de la esmeralda, naturalmente.

DON CARMELO.-    (Llega echando chispas. Entra JULITA; que regresa a su punto de partida.)  Intolerable, absolutamente intolerable.

CLAUDIO.-  Don Carmelo...

CARMELO.-  ¿Quién ha dado esos gritos?  (El mismo entreabre con cautela los visillos.)  Agentes pagados por la Aceitera Española, estoy seguro...

CLAUDIO.-  No haga usted caso.

CARMELO.-  Bueno, ¿dónde están las cien mil pesetas?

EULALIA.-    (Que hizo mutis por la derecha unos segundos antes, regresa con un sobre abultado.)  Aquí están.

CARMELO.-   (Se las embolsa.)  Bien. ¿Con qué cuenta usted, señor Martín, para saldar los veinte mil duros que faltan?

CLAUDIO.-  Pues yo...

CARMELO.-  Porque algún dinero guardarán ustedes en el calcetín.

EULALIA.-  Eso sí que no. ¿Quiere que le enseñe los que hay?

CARMELO.-  O sea, que en treinta años de servicio en Casa Viñas no han ahorrado ni un céntimo...

PATRICIO.-  Es tan difícil ahorrar en esa casa...

CARMELO.-  Cállese, insolente.  (Transición.)  Veo en consecuencia, que no puedo permitirme el lujo de despedirle.

CLAUDIO.-  Don Carmelo...

CARMELO-  ¡Claro! Si le pongo de patitas en la calle y le dejo con la noche y el día, ¿cómo me cobro? Sólo descontándole del sueldo amortizaré su deuda. Desde mañana, por tanto, a la oficina y a trabajar horas extraordinarias.

CLAUDIO.-  Lo que siento es lo que va a tardar en recuperar lo que le debo, aunque me descuente mucho.

CARMELO.-  Le subiré el sueldo, si es preciso, para acabar antes.  (Transición. A EULALIA.)  ¿Cómo me dijo usted que se llamaba este santo?

EULALIA.-  San Cosme.

CARMELO.-    (Saca su agenda y toma nota.)  San Cosme.  (Como si filiase a un nuevo empleado.)  ¿Y cuál es su origen?

EULALIA.-  Ay, no entiendo.

CARMELO.-  Quiero decir de dónde es. ¿Es de Turín..., o austríaco..., o de Almería?

EULALIA.-  Ay, no sé. Yo lo encontré en Alhama de Aragón.

CARMELO.-    (Como si lo canonizase de nuevo.)  Sea cual sea su procedencia, es eficaz.

CLAUDIO.-  No tanto como usted se imagina, don Carmelo.  (Habla en un tono de tal gravedad, que PATRICIO y EULALIA se miran sorprendidos.) 

CARMELO.-  ¡Ah, no! Explíquese.

CLAUDIO.-  Las cuatrocientas mil pesetas que usted supone que nos manda él, es el demonio quien nos las manda, y naturalmente, yo las he rechazado.  (Se exalta.)  Porque en la vida hace falta saber de dónde vienen las cosas, aun las que nos parezcan buenas, y aceptar sólo las que traen el sello de Dios.

EULALIA.-    (Inconteniblemente.)  Así se habla.

PATRICIO.-  ¡Eulalia!

CARMELO.-   (Pálido.)  Entonces...

CLAUDIO.-  Son quinientas mil las que necesito amortizar, don Carmelo. Ya ve usted que va para largo.

CARMELO.-  ¿Cómo he de entender lo que oigo? ¿Niega usted que las de Muntaner sean mías?

CLAUDIO.-  Sí, señor. Porque no lo son.

CARMELO.-  ¿Y si él ha dicho que sí, van ustedes a ser más papistas que el Papa?

CLAUDIO.-  Es que esas cuatrocientas mil pesetas...

PATRICIO.-  ¡Basta! Son de usted, don Carmelo; yo se lo aseguro.

CLAUDIO.-  ¡Patricio!

PATRICIO.-  Tú estás empeñado en suicidarte y yo en impedirlo. A callar ahora. Don Carmelo: Personas que van a decir que los ochenta mil duritos son suyos: primera, usted, como es lógico. Usted jurará por sus muertos que los billetes de Sergio Muntaner son los mismos que entregó a Claudio. ¿De acuerdo?

CARMELO.-  Continúe.

PATRICIO.-  Segunda, Sergio Muntaner.

CARMELO.-  ¿Verdad?

PATRICIO.-  Como que ahora es de noche. Tercera, cierto caballerito... finísimo... que usted no conoce y yo sí, que contará que vio a Claudio dándole a Sergio la cartera en la plaza del Progreso; y cuarta, yo.

CLAUDIO.-  ¡Patricio!

PATRICIO.-  Sí, señor, yo, que «reconoceré», a Sergio cuando le vea y le diré, con voz temblona: «Éste es...»

CLAUDIO.-  Tú estabas en casa.

PATRICIO.-  Pues entonces juraré que ibas borracho como una cuba y que mal puedes saber a quien diste y a quién no el dinero ganado con tanto esfuerzo por nuestro, queridísimo señor Viñas.

CLAUDIO.-  Diré de quién es.

PATRICIO.-  No tienes derecho a denunciar a nadie.

CARMELO.-  ¡Justo! No tienes derecho.

CLAUDIO.-  Hay una carta que...

PATRICIO.-  Había...  (Enseña la carta del «idealista», con la que, en su momento, se había quedado.)  Es inútil que te resistas. ¿Qué valdrá tu declaración contra la de los cuatro? Don Carmelo: puede marcharse tranquilo: su millón ha sido casi íntegramente recuperado.

CARMELO.-  Es usted un buen funcionario. ¿Dijo usted que trabajaba en la Sección de Levante?

PATRICIO.-   (Se aprovecha.)  Y que quería ascender a jefe de segunda. Eso no lo dije, pero lo digo.

CARMELO.-  Visíteme mañana.

PATRICIO.-  Conformes.

 

(Se dispone a marcharse. En este momento se oye ruido de cristales y un objeto arrojado desde la calle a través del balcón cae al escenario.)

 

CARMELO.-  ¿Me apedrean?

JULITA.-    (Que estaba en escena desde unos segundos antes, dispuesta a abrir la puerta a don CARMELO, lo recoge.)  Han roto el cristal de la ventana, tita.

CARMELO.-  ¿Qué es eso? Una piedra, ¿no?

EULALIA.-  Trae.  (Desenvuelve el paquete y lee.)  «Día de Reyes. Para que Dios me perdone. Un estraperlista». ¡Y cien mil pesetas!... ¿Una piedra, decía usted? Mire no fuera granizo...

PATRICIO.-  Las que faltaban, don Carmelo. Cuenta redonda.

 

(Se las arrebata a EULALIA y se das da.)

 

CARMELO.-  Buenas tardes.

PATRICIO.-  Yo le acompaño. Y si hay alguien que se atreva, a gritar «¡Muera el capital!», le mato.

 

(Don CARMELO hizo mutis ya. Desde el umbral, PATRICIO se dirige a CLAUDIO y a EULALIA.)

 

A ti te salvo yo, aunque te empeñes en ahogarte.

 

(Mutis.)

 

EULALIA.-  Armas tienen para que te tomen por loco...

CLAUDIO.-  Seguramente...

EULALIA.-  No me riñas, Claudio. Ojalá las use.

CLAUDIO.-  ¡Calla, calla, Eulalia!...

EULALIA.-  ¿Te encuentras mal, Claudio?

CLAUDIO.-  No, mujer... Sólo las emociones de ayer a hoy...

EULALIA.-  ¡Julita! Abre esa botella.  (Señala una que JULITA coge de la cesta que regaló don JUAN. JULITA hace mutis con la cesta entera y regresa con la botella abierta. Dos botellas iguales ayudarán al juego lo más pronto posible.)  Estás decaído, Claudio. Un poco de coñac te sentará bien... Y ya que debutaste...

CLAUDIO.-  Sí, Eulalia, sí.

EULALIA.-  Nadie creerá tu verdad, Claudio... Pero tu conciencia quedará tranquila.  

(JULITA sale ahora.)

 

Bébete esta copa.

 

(Lo hace; saborea el coñac con la veteranía de un viejo conocedor, súbitamente adquirida.)

 

CLAUDIO.-  Échame otro poco. Es verdad, alivia muchísimo.

EULALIA.-  Y ahora que estamos solos, Claudio, ¿quieres explicarme por qué hiciste lo de ayer?

CLAUDIO.-  Ya os lo conté, mujer...

EULALIA.-  No, no, con detalle...

CLAUDIO.-  Porque se me ocurrió que si Dios me había puesto en condiciones de corregir el egoísmo de don Carmelo, yo estaba en el deber de corregirlo.

EULALIA.-  ¡Ay, Claudio!

CLAUDIO.-  Me había mandado que echara un millón más al pozo, con los otros, y me dio rabia obedecerle. Mientras lo repartía me creía un héroe, un redentor... Sólo cuando me desperté hoy por la mañana en la Comisaría comprendí mi equivocación. A ti, en particular, te he fastidiado, ¿verdad, Eulalia?

EULALIA.-  No te preocupes de mí...

CLAUDIO.-  ¡Ah, te juro que me acordé!, ¿sabes? Sólo que yo pensaba: «Eulalia estará de acuerdo conmigo. Tiene un alma estupenda y me secundará. Aceptará lo que sea con tal de hacer bien». Pero no pienses que me olvidé de ti, porque yo te quiero mucho.

EULALIA.-  Sí, sí...  (Como si dijese: ya lo sé.)  

CLAUDIO.-  Hemos andado juntos toda la vida, y yo me veía como un mártir, como un apóstol, sólo que casado. Y haciendo el bien a todos, a los de arriba y a los de abajo, hasta caer rendidos. Por la noche pensaba: nos hablaremos, nos abrazaremos, nos besaremos, como cuando éramos jóvenes, ¿verdad, Eulalia?

 

(La besa con un ímpetu que sorprende a EULALIA, ya olvidada.)

 

EULALIA.-  ¡Cuidado, Claudio..., puede estar Julita!...

CLAUDIO.-   (Señala la botella. EULALIA le complace.)  Tengo sed, Eulalia. Oye: ¿tú no has pensado nunca que si por la felicidad de cada nueve o diez de nosotros hubiera uno dispuesto a sacrificarse, las cosas irían mejor de lo que van?

EULALIA.-  Es posible, Claudio... Pero tú debías de saber que cuando hacemos más bien del que podemos, lo que hacemos es el mal.

CLAUDIO.-  ¡Qué rico está!

 

(El mismo se sirve otra copa. EULALIA no le mira. Parece hablarse a sí misma.)

 

EULALIA.-  Y el bien que podemos hacer los que somos pobres es tan pequeño... Eso es lo bonito de ser millonario, o de ser rey. Los que tienen dinero, o los que mandan, ésos pueden hacer el bien casi ilimitadamente...

CLAUDIO.-    (Se pone de pie un poco solemne.)  El hacer el bien nos convierte en reyes.

EULALIA.-  Pero tú has ingresado en el Banco dinero de don Carmelo todos los días... ¿Por qué fue ayer, precisamente ayer, cuando se te ocurrió?...

CLAUDIO.-  No sé... Porque sólo ayer llevaba una cifra redonda..., el millón..., y distribuida en lotes, atados con sus gomitas..., y porque aún había nieve en los tejados y era precioso verlos..., y porque era víspera de Reyes y me sentía obligado...; y, sobre todo, ¡ah!, eso, claro, porque vi el ángel...  (Bebe otra vez.) 

EULALIA.-  ¡Dichoso ángel!...

CLAUDIO.-  Vestido con un traje azul celeste, con unas sandalias blancas, diciéndome que pusiera en circulación toda la felicidad que llevaba dentro de la cartera... Porque hay mucha felicidad, así, embalsada, a la que no damos suelta por nuestro egoísmo. Y el ángel, Julita, me reprochaba que yo fuera egoísta... y cobarde...

EULALIA.-  ¡Caramba con Julita!

JULITA.-   (Desde dentro.)  ¿Me llamas, tita?

EULALIA.-  No, hija, no.

CLAUDIO.-  Aquel ángel tenía una autoridad..., y un poder de persuasión...

EULALIA.-  ¡Ay, Claudio; Claudio!... Es preciso que sepas que ayer fuiste víctima de un ataque de locura, y que si no has salido de él muy mal librado, es porque has nacido de pie.

CLAUDIO.-  Ya, ya me lo supongo.

EULALIA.-  Y ahora, ¿te encuentras mejor?

CLAUDIO.-  Sí, sí, muy bien.

EULALIA.-  Quedó un poco del caldito del mediodía. ¿Te apetece?

CLAUDIO.-  Bueno, bueno...

EULALIA.-  Voy a traértelo..

 

(Mutis por la derecha.)

 

CLAUDIO.-  Gracias.

EULALIA.-  ¡Ah, mira!  (Le enseña una jaula con unos canarios.)  Regalo de la señora de Galindo. La nueva familia.

CLAUDIO.-  En recuerdo de aquellas maravillas. ¿Y la cesta? ¿Quién la envió?

EULALIA.-  Es otro regalo del de la tienda de la esquina...

CLAUDIO.-  ¿Y estas latas?   (Se sirve de motu proprio otra copa.)  

EULALIA.-  Son de jalea, regalo suyo también...

CLAUDIO.-  ¡Qué simpático!   (Mira curiosamente a derecha e izquierda.) 

EULALIA.-    (Siempre desde dentro.)  Con todo lo que ha pasado me olvidé de San Cosme. Julita, ¿por qué no enciendes las velas otra vez?

JULITA.-  ¿Cuántas tita?

EULALIA.-  En realidad, con seis va que arde.

 

(JULITA sale por la derecha. Ahora viste una hopalanda azul celeste y calza unas sandalias del mismo color, ajustada a la descripción que de ella hizo don CLAUDIO poco antes. CLAUDIO la mira asombrado, pero JULITA ajena a la impresión que produce, coge algunas velas que quedaron sobre la cómoda y hace mutis con ellas. CLAUDIO se restriega los ojos, sin dar crédito a lo que ve.)

 

CLAUDIO.-  Dios mío...  (Y bebe el resto del coñac que había en la copa.)  ¿qué es lo que me pasa?

 

(Pero he aquí que JULITA vuelve a surgir de nuevo. Esta vez se detiene en el umbral de la puerta de la derecha. Trae una de las velas encendidas.)

 

JULITA.-  Para que lo de ayer fructifique es necesario que tú repartas no sólo lo que sobra a don Carmelo; sino lo que te sobra a ti.

CLAUDIO.-  Tú mandas.

JULITA.-  Porque es muy fácil tachar a los demás de avaros porque no dan lo que tienen, mientras nosotros nos guardamos lo que tenemos.

CLAUDIO.-  ¿Yo? ¿Yo? ¿Qué tengo yo?

JULITA.-  Por de pronto, ya lo ves, jalea.

CLAUDIO.-  ¡Ah, eso sí, montones!

JULITA.-  Pero hay mucha gente que no tiene jalea en sus hogares, que ha pasado las fiestas sin un pedazo de jalea que llevarse a la boca y que sería feliz si tu le dieses de la tuya.

CLAUDIO.-  ¿Tú crees?

JULITA.-  Sí, Claudio, sí... Hay dinero y bienes para todos, pero mal repartidos. Y tú puedes corregir algunas de esas desigualdades. Por ejemplo, la desigualdad de la jalea que hay en la plaza del Progreso.

CLAUDIO.-  ¿Te parece?

JULITA.-  ¿Por qué no lo haces?

CLAUDIO.-  Sí, sí, en seguida. Por mí, que no quede.

 

(Coge unas cuantas latas de jalea y hace ademán de marcharse por la izquierda.)

 

JULITA.-  ¿A dónde vas?

CLAUDIO.-  A la calle.

JULITA.-  No es necesario. Abre el balcón.

CLAUDIO.-  ¿Abro?

JULITA.-  Sí, y reparte la jalea.

CLAUDIO.-  Conforme...

 

(Abre la ventana. Se oye un clamoreo de aplausos y de vivas.)

 

EULALIA.-   (Desde dentro.)  Otra vez los aplausos. ¿Qué mosca les habrá picado ahora?

JULITA.-  ¡Hale, tira una lata a ese de la gorrilla!...

 

(CLAUDIO la obedece.)

 

Muy bien. Y al chiquillo de los mocos... ¡Magnífico!... Y a esa mujer del abrigo raído...

CLAUDIO.-  ¡Estupendo, estupendo!...

 

(CLAUDIO lanza las latas de jalea como podría lanzar los discos un atleta griego. Así distribuye las doce o catorce latas de la escena.)

 

JULITA.-  Muy bien, Claudio.

CLAUDIO.-  ¿Les tiro el despertador? Tal vez alguno lo necesite.

JULITA.-  Podrías hacerles daño. Pero ábreles tu casa. Tú duermes bajo techado. Algunos de ellos, no.

CLAUDIO.-  Sí...  (Se asoma al balcón.)  Subid, los que no tenéis casa. Un metro cuadrado me basta. Lo demás es vuestro. Subid, subid.

JULITA.-  Ya cumpliste. Cierra.

CLAUDIO.-  Tengo otro traje. ¿Les doy éste?

 

(Se quita rápidamente la chaqueta. JULITA, con un ademán, le impide el sacrificio.)

 

JULITA.-  No. Es suficiente. Ahora, silba el «Golondrón».

CLAUDIO.-  No sé si podré... Me entra la risa...

JULITA.-  Pues cántalo, entonces...

CLAUDIO.-  Me es más fácil...

 

(Y empieza a cantarlo, en efecto, tenuemente. JULITA hace mutis. CLAUDIO se envalentona y canta el «Golondrón» con más fuerza.)

 

EULALIA.-  Pero, ¿qué pasa ahí? ¿Por qué cantas, Claudio?

JULITA.-    (Desde dentro.)  Estará alegre.

 

(EULALIA, sorprendida, aparece en la derecha. Lleva puesto sobre su traje de costumbre un delantal de faena. CLAUDIO cesa de cantar al verla. EULALIA mira a un lado y otro y advierte que algo extraño ha sucedido, sin que adivine qué. Pronto comprende que faltan las latas de jalea.)

 

EULALIA.-  ¿Y la jalea?

CLAUDIO.-  El ángel, el ángel me decía: «Repártela». La he repartido toda.

EULALIA-    (Se asoma a la derecha, ordenancista.)  ¡Julita!

JULITA.-    (Desde dentro.)  ¿Qué quieres, tía?

EULALIA.-  Enciérrate en tu cuarto y mucho cuidado con salir de allí.

JULITA.-  Pero, tía.

EULALIA.-  ¡No me repliques!

 

(De improviso, por la izquierda, se oyen timbrazos repetidos, golpes en la puerta, voces.)

 

Y eso, ¿qué es?

CLAUDIO.-  Los que no tienen casa, que suben a vivir en la nuestra.

EULALIA.-    (Espantada.)  ¡Ayyy...!  (Mutis por la izquierda.) 

CLAUDIO.-   (Solo, magnífico en escena.)  ¡Ya he dado cuanto me sobraba! ¡Ya tengo autoridad moral para repartir los millones de don Carmelo! gon, golondrón, golondrina que a mí....

 

(Y mientras canta, lleno de júbilo, el «Golondrón», su Marsellesa, cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 



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