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Motivos de Proteo

José Enrique Rodó



     No publico una «primera parte» de PROTEO: el material que he apartado para estos «Motivos» da, en compendio, idea general de la obra, harto extensa (aun si la limitase a lo que tengo escrito) para ser editada de una vez. Los claros de este volumen serán el contenido del siguiente y así en los sucesivos. Y nunca PROTEO se publicará de otro modo que de éste; es decir: nunca le daré «arquitectura» concreta, ni término forzoso: siempre podrá seguir desenvolviéndose, «viviendo». La índole del libro (si tal puede llamársele) consiente, en torno de un pensamiento capital, tan vasta ramificación de ideas y motivos, que nada se opone a que haga de él lo que quiero que sea: un libro en perpetuo «devenir», un libro abierto sobre una perspectiva indefinida.

J. E. R.






ArribaAbajo- I -

Reformarse es vivir. Nuestra transformación personal en el tiempo.


Reformarse es vivir... Y desde luego, nuestra transformación personal en cierto grado ¿no es ley constante e infalible en el tiempo? ¿Qué importa que el deseo y la voluntad queden en un punto si el tiempo pasa y nos lleva? El tiempo es el sumo innovador. Su potestad, bajo la cual cabe todo lo creado, se ejerce de manera tan segura y continua sobre las almas como sobre las cosas. Cada pensamiento de tu mente, cada movimiento de tu sensibilidad, cada determinación de tu albedrío, y aun más: cada instante de la aparente tregua de indiferencia o de sueño, con que se interrumpe el proceso de tu actividad consciente, pero no el de aquella otra que se desenvuelve en ti sin participación de tu voluntad y sin conocimiento de ti mismo, son un impulso más en el sentido de una modificación, cuyos pasos acumulados producen esas transformaciones visibles de edad a edad, de decenio a decenio: mudas de alma, que sorprenden acaso a quien no ha tenido ante los ojos el gradual desenvolvimiento de una vida, como sorprende al viajero que torna, tras larga ausencia, a la patria, ver las cabezas blancas de aquellos a quienes dejó en la mocedad.

Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes. Sainte-Beuve significaba la impresión que tales metamorfosis psíquicas del tiempo producen en quien no ha sido espectador de sus fases relativas, recordando el sentimiento que experimentamos ante el retrato del Dante adolescente, pintado en Florencia: el Dante cuya dulzura casi jovial es viva antítesis del gesto amargo y tremendo con que el Gibelino dura en el monetario de la gloria; o bien, ante el retrato del Voltaire de los cuarenta años, con su mirada de bondad y ternura, que nos revela un mundo íntimo helado luego por la malicia senil del demoledor.

¿Qué es, si bien se considera, la «Atalía» de Racine, sino la tragedia de esta misma transformación fatal y lenta? Cuando la hiere el fatídico sueño, la adoradora de Baal advierte que ya no están en su corazón, que el tiempo ha domado, la fuerza, la soberbia, la resolución espantable, la confianza impávida, que la negaban al remordimiento y la piedad. Y para transformaciones como éstas, sin exceptuar las más profundas y esenciales, no son menester bruscas rupturas, que cause la pasión o el hado violento. Aun en la vida más monótona y remansada son posibles, porque basta para ellas una blanda pendiente. La eficiencia de las causas actuales, por las que el sabio explicó, mostrando el poder de la acumulación de acciones insensibles, los mayores cambios del orbe, alcanza también a la historia del corazón humano. Las causas actuales son la clave en muchos enigmas de nuestro destino. -¿Desde qué día preciso dejaste de creer? ¿En qué preciso día nació el amor que te inflama?- Pocas veces hay respuesta para tales preguntas. Y es que cosa ninguna pasa en vano dentro de ti; no hay impresión que no deje en tu sensibilidad la huella de su paso; no hay imagen que no estampe una leve copia de sí en el fondo inconsciente de tus recuerdos; no hay idea ni acto que no contribuyan a determinar, aun cuando sea en proporción infinitesimal, el rumbo de tu vida, el sentido sintético de tus movimientos, la forma fisonómica de tu personalidad. El dientecillo oculto que roe en lo hondo de tu alma; la gota de agua que cae a compás en sus antros oscuros; el gusano de seda que teje allí hebras sutilísimas, no se dan tregua ni reposo; y sus operaciones concordes, a cada instante te matan, te rehacen, te destruyen, te crean... Muertes cuya suma es la muerte; resurrecciones cuya persistencia es la vida. ¿Quién ha expresado esta instabilidad mejor que Séneca, cuando dijo, considerando lo fugaz y precario de las cosas: «Yo mismo, en el momento de decir que todo cambia, ya he cambiado»? Perseveramos sólo en la continuidad de nuestras modificaciones; en el orden, más o menos regular, que las rige; en la fuerza que nos lleva adelante hasta arribar a la transformación más misteriosa y trascendente de todas... Somos la estela de la nave, cuya entidad material no permanece la misma en dos momentos sucesivos, porque sin cesar muere y renace de entre las ondas: la estela, que es, no una persistente realidad, sino una forma andante, una sucesión de impulsos rítmicos, que obran sobre un objeto constantemente renovado.




ArribaAbajo- II -

La voluntad rige esta transformación y la orienta. Persistencia indefinida de la educación.


Hija de la necesidad es esta transformación continua; pero servirá de marco en que se destaque la energía racional y libre desde que se verifique bajo la mirada vigilante de la inteligencia y con el concurso activo de la voluntad. Si en lo que se refiere a la lenta realización de su proceso, ella se ampara en la obscuridad de lo inconsciente, sus direcciones resultantes no se substraen de igual modo a la atención, ni se adelantan al vuelo previsor de la sabiduría. Y si inevitable es el poder transformador del tiempo, entra en la jurisdicción de la iniciativa propia el limitar ese poder y compartirlo, ya estimulando o retardando su impulso, ya orientándolo a determinado fin consciente; dentro del ancho espacio que queda entre sus extremos necesarios.

Quien, con ignorancia del carácter dinámico de nuestra naturaleza, se considera alguna vez definitiva y absolutamente constituido, y procede como si lo estuviera, deja, en realidad, que el tiempo lo modifique a su antojo, abdicando de la participación que cabe a la libre reacción sobre uno mismo, en el desenvolvimiento de la propia personalidad. El que vive racionalmente es, pues, aquel que, advertido de la actividad sin tregua del cambio, procura cada día tener clara noción de su estado interior y de las transformaciones operadas en las cosas que le rodean, y con arreglo a este conocimiento siempre en obra, rige sus pensamientos y sus actos.

La persistencia indefinida de la educación es ley que fluye de lo incompleto y transitorio de todo equilibrio actual de nuestro espíritu. Uno de los más funestos errores, entre cuantos puedan viciar nuestra concepción de la existencia, es el que nos la hace figurar dividida en dos partes sucesivas y naturalmente separadas: la una, propia para aprender; aquella en que se acumulan las provisiones del camino y se modelan para siempre las energías que luego han de desplegarse en acción; la otra, en que ya no se aprende ni acumula, sino que está destinada a que invirtamos en provecho nuestro y de los otros, lo aprendido y acumulado. ¡Cuánto más cierto no es pensar que, así como del campo de batalla se sale a otra más recia y difícil, que es la vida, así también las puertas de la escuela se abren a otra mayor y más ardua que es el mundo! Mientras vivimos está sobre el yunque nuestra personalidad. Mientras vivimos, nada hay en nosotros que no sufra retoque y complemento. Todo es revelación, todo es enseñanza, todo es tesoro oculto, en las cosas; y el sol de cada día arranca de ellas nuevo destello de originalidad. Y todo es, dentro de nosotros, según transcurre el tiempo, necesidad de renovarse, de adquirir fuerza y luz nuevas, de apercibirse contra males aún no sentidos, de tender a bienes aún no gozados; de preparar, en fin, nuestra adaptación a condiciones de que no sabe la experiencia. Para satisfacer esta necesidad y utilizar aquel tesoro, conviene mantener viva en nuestra alma la idea de que ella está en perpetuo aprendizaje e iniciación continua. Conviene, en lo intelectual, cuidar de que jamás se marchite y desvanezca por completo en nosotros, el interés, la curiosidad del niño, esa agilidad de la atención nueva y candorosa, y el estímulo que nace de saberse ignorante (ya que lo somos siempre), y un poco de aquella fe en la potestad que ungía los labios del maestro y consagraba las páginas del libro, no radicada ya en un solo libro, ni en un solo maestro, sino dispersa y difundida donde hay que buscarla. Y en la disciplina del corazón y la voluntad, de donde el alma de cada cual toma su temple, conviene, aun en mayor grado, afinar nuestra potencia de reacción, vigilar las adquisiciones de la costumbre, alentar cuanto propenda a que extendamos a más ancho espacio nuestro amor, a nueva aptitud nuestra energía, y concitar las imágenes que anima la esperanza contra las imágenes que mueve el recuerdo, legiones enemigas que luchan, la una por nuestra libertad, la otra por nuestra esclavitud.




ArribaAbajo- III -

Orden y medida en el cambio. La curva.


Mientras nos sea posible mantener en la sucesiva realización de nuestra personalidad el ritmo sosegado y constante de las transformaciones del tiempo, rigiéndolas y orientándolas, pero sin quitarles la condición esencial de su medida, impórtanos quedar fieles a ese ritmo sagrado. La antigüedad imaginó hijas de la Justicia a las Horas: mito de sentido profundo. Una vida idealmente armoniosa sería tal que cada día de los que la compusieran significase, mediante los concertados impulsos del tiempo y de la voluntad, a él adaptada, un paso hacia adelante; un cierto desasimiento más respecto de las cosas que atrás quedan, y una cierta vinculación correlativa, con otras que a su vez preparasen aquellas que están por venir; una leve y atinada inflexión que concurriera a determinar el sesgo total de la existencia. Si los embates del mundo, y los mil gérmenes de desigualdad de todo carácter personal, no dificultasen el sostenimiento de ese orden, bastaría tomar nuestra vida en dos instantes cualesquiera de su desenvolvimiento, para de la relación de entrambos levantarse a la armónica arquitectura del conjunto: como por la subordinación de proporciones que faculta a reconstituir, con sólo el hallazgo de un diente, el organismo extinguido; o como por el módulo, que, dado el espesor de una columna, permite averiguar, en las construcciones de los artífices antiguos, la euritmia completa de la fábrica.

El tonificante placer que trae el adecuado cumplimiento de nuestra actividad espiritual, se origina de la rítmica circulación de nuestros sentimientos e ideas; no de otro modo que como el placer de la bien trabada danza, en la que puede señalarse la más exacta imagen de una vida armoniosa, tiene su principio en el ritmo de las sensaciones musculares. Danza, en la alteza griega del concepto, es la vida, o si se quiere: la idea de la vida; danza a cuya hermosura contribuyen, con su música el pensamiento, con su gimnástica la acción. Cantando el poeta del Wallenstein el hechizo de la activa escultura humana, pregunta a quien con ágil cuerpo sigue las sonoras cadencias: -«¿Por qué lo que así respetas en el juego lo desconoces en la acción: por qué desconoces la medida?»

Gracia y facilidad de hacer, son una misma cosa; los caracteres del movimiento bello son, al propio tiempo, elementos de economía dinámica. En lo físico como en lo moral, economizamos nuestras fuerzas por la elegancia, por el orden, por la proporción. Pasar de una a otra idea, de uno a otro sentimiento, como a favor de un blando declive, en gradación morosa y deleitable; relacionar entre sí las sucesivas tendencias de nuestra voluntad, de manera que no determinen direcciones independientes e inconexas, en que la acción acabe bruscamente al final de cada una, para renacer, por nuevo arranque y esfuerzo, con la otra; sino que todas ellas se eslabonen en un único y persistente movimiento, modificado sólo en cuanto a su dirección, como por un impulso lateral que le comunicara de continuo la inflexión necesaria: tal podrían definirse las condiciones de que dependen la facilidad y gracia de nuestra actividad. Así, quien sin cálculo ni ensayo se lanza de súbito a una empresa ignorada, padece desconcierto y fatiga; mientras que el esfuerzo es fácil y grato en el que con sabia previsión lo espera y por ejercicios preparatorios se apercibe a él. Para quien ha de abandonar de improviso una situación de alma en que gozó dicha y amor, la ruptura es causa de acerbo desconsuelo; en tanto que aquel otro que se aleja de ideas o afecciones que tuvo, por pasos lentos y graduados, como quien asiste, desde el barco que parte, al espectáculo de la orilla, los ve desvanecerse en el horizonte del tiempo sólo con tranquila tristeza, y aun quizá con delectación melancólica.

El esquema de una vida que se manifiesta en actividad bien ordenada sería una curva de suave y graciosa ondulación. Varia es la curva en su movimiento; la severa recta, siempre igual a sí misma, tiende del modo más rápido a su fin; pero sólo por la transición, más o menos violenta, de los ángulos, podrá la recta enlazarse a su término con otra, que nazca de un impulso en nuevo y divergente sentido; mientras que, en la curva, unidad y diversidad se reúnen; porque, cambiando constantemente de dirección, cada dirección que toma está indicada de antemano por la que la precede.




ArribaAbajo- IV -

Armonía de las edades. Ancianidad gloriosa.


Del desenvolvimiento regular y fácil de la vida en esa curva que enlaza sus modificaciones, se engendra la armonía de sus diferentes edades, la belleza inherente al ser propio y genial de cada una: el orden típico que hace de ellas como los cantos de un bien proporcionado poema, en el que cada paso de la acción concurre a la unidad que consagrará majestuosamente el desenlace, o que acaso quedará suspensa, con poético misterio, por la interrupción de la obra, trunca mas no desentonada, cuando Naturaleza desista, a modo del poeta negligente, de terminar el poema que empezó: cuando la vida escolle en prematura muerte.

La verdadera juventud eterna depende de esta rítmica y tenaz renovación, que ni anticipa vanamente lo aún no maduro, ni consiente adherirse a los modos de vida propios de circunstancias ya pasadas, provocando el despecho, la decepción y la amargura que trae consigo el fracaso del esfuerzo estéril; sino que acierta a encontrar, dentro de las nuevas posibilidades y condiciones de existencia, nuevos motivos de interés y nuevas formas de acción; lo que procura en realidad al alma cierto sentimiento de juventud inextinguible, que nace de la conciencia de la vida perpetuamente renovada, y de la constante adaptación de los medios al fin en que se emplean.

Cuando de tal modo se la guíe, la obra ineluctable del tiempo no será sólo regresión que robe al alma fuerzas y capacidades; ni será como una profanación, por manos bárbaras, de las cosas delicadas y bellas que juntó en sus primeros vuelos el coro de las Horas divinas. Será un descubrimiento de horizontes; será la vida sol que, palideciendo, se engrandece. Así, sobre el conjunto de las historias gloriosas de los hombres, domina, como la paz de las alturas, la excelsitud de las ancianidades triunfales: la ancianidad de Epiménides, la ancianidad del Ticiano, la ancianidad de Humboldt; y más alto que todas, la ancianidad de Sófocles, cúspide de la más bella y armoniosa existencia en que encarnó la serenidad del alma antigua, y que, culminando a un tiempo en años y en genio, pone en labios de la vejez, de cuya poesía sabe, sus más líricos metros, que son la apoteosis de su tierra y su estirpe en el himno inmortal de los ancianos de Colona.

Arrobadora idealidad, austero encanto, los de la vida que acaba completando un orden dialéctico de humana perfección... ¿Vamos, por verlo, allí adonde nos conduce ese mismo nombre de Sófocles, si remontamos la corriente del tiempo?




ArribaAbajo- V -

Un friso del Partenón.


Henos aquí en Atenas. El Cerámico abre espacioso cauce a ingente muchedumbre, que, en ordenada procesión, avanza hacia la ciudad, que no trabaja; se interna en ella, la recorre por donde es más hermosa y pulcra, y trepa la falda del Acrópolis. En lo alto, en el Partenón, Palas Atenea aguarda el homenaje de su pueblo: es la fiesta que la está consagrada.

Ves desfilar los magistrados, los sacerdotes, los músicos; ves aparecer doncellas que llevan ánforas y canastas rituales, graciosamente asentadas sobre la cabeza con apoyo del brazo. Pero allí, tras el montón de bueyes lucios, escogidos, que marchan a ser sacrificados a la diosa; allí, precediendo a esa gallarda legión de adolescentes, ya a pie, ya en carros, ya a caballo, que entonan belicoso himno ¿no percibes un concierto venerable de formas y movimientos semejantes a las notas de una música sagrada que se escuchase con los ojos; no ves pintarse un cuadro majestuoso y severo: cuadro viviente, del que se desprende una onda de gravedad sublime, en que se embebe el alma como en la mirada serenante de un dios?... Grandes y firmes estaturas; acompasada marcha, en que la lentitud del movimiento no acusa punto de debilidad ni de fatiga; frentes que dicen majestad, reposo, nobleza, y en las que el espacio natural se ha dilatado a costa de una parte del cabello blanquísimo, que cae en ondas en dirección a las espaldas levemente encorvadas; ojos lejanos, por lo abismados en las órbitas; olímpicos, por el modo de mirar; barbas de nieve que velan en difusa esclavina la rotundidad del pecho anchuroso...: ¿qué selección divina ha constituido ese coro de hermosura senil, donde la mirada se alivia del fulgor de juventud radiante que recoge si atiende a la multitud que viene luego? Cada tribu del Ática ha contribuido a él con sus ancianos más hermosos; Atenas las ha invitado a este concurso; Atenas premiará a la que más hermosos los envíe; y coronando el espectáculo en que parece reunir cuanto hay de bello y noble en la existencia, para ostentarlo ante su diosa, señala así en la ancianidad el don de un belleza genérica, que es, en lo plástico, correspondencia de una belleza ideal, propia también y diferenciada de la que conviene a la idea de la juventud, en la sensibilidad, en la voluntad y en el entendimiento.




ArribaAbajo- VI -

De cómo el tránsito violento suele ser necesario. Ejemplo de él en el desenvolvimiento natural.


La sucesión rítmica y gradual de la vida, sin remansos ni rápidos, de modo que la voluntad, rigiendo el paso del tiempo, sea como timonel que no tuviera más que secundar la espontaneidad amiga de la onda, es, pues, idea en que debemos tratar de modelarnos; pero no ha de entenderse que sea realizable por completo, mucho menos desde que falta del mundo aquella correlación o conformidad, casi perfecta, entre lo del ambiente y lo del alma, entre el escenario y la acción, que fue excelencia de la edad antigua. Las mudanzas sin orden, los bruscos cambios de dirección, por más que alteren la proporcionada belleza de la vida y perjudiquen a la economía de sus fuerzas, son, a menudo, fatalidad de que no hay modo de eximirse, ya que los acontecimientos e influencias del exterior, a que hemos de adaptarnos, suelen venir a nosotros, no en igual y apacible corriente, sino en oleadas tumultuosas, que apuran y desequilibran nuestra capacidad de reacción.

No es sólo en la vida de las colectividades donde hay lugar para los sacudimientos revolucionarios. Como en la historia colectiva, prodúcense en la individual momentos en que inopinados motivos y condiciones, nuevos estímulos y necesidades aparecen, de modo súbito, anulando quizá la obra de luengos años y suscitando lo que otros tantos requeriría, si hubiera de esperárselo de la simple continuidad de los fenómenos; momentos iniciales o palingenésicos, en que diríase que el alma entera se refunde y las cosas de nuestro inmediato pasado vuélvense como remotas o ajenas para nosotros. El propio desenvolvimiento natural, tal como es por esencia, ofrece un caso típico de estas transiciones repentinas, de estas revoluciones vitales: lo ofrece, así en lo moral como en lo fisiológico, cuando la impetuosa transformación de la pubertad: cuando la vida salta, de un arranque, la valla que separa el candor de la primera edad de los ardores de la que la sigue, y sensaciones nuevas invaden en irrupción y tumulto la conciencia, mientras el cuerpo, transfigurándose, acelera el ritmo de su crecimiento.

Suele el curso de la vida moral, según lo determinan los declives y los vientos del mundo, traer en sí mismo, sin intervención, y aun sin aviso de la conciencia, esos rápidos de su corriente; pero es también de la iniciativa voluntaria provocar, a veces, la sazón o coyuntura de ellos; y siempre, concluir de ordenarlos sabiamente al fin que convenga. Así como hay el arte de la persistente evolución, que consiste en guiar con hábil mano el movimiento espontáneo y natural del tiempo, arte que es de todos los días, hay también el arte de las heroicas ocasiones, aquellas en que es menester forzar la acompasada sucesión de los hechos; el arte de los grandes impulsos, y de los enérgicos desasimientos, y de las vocaciones improvisas. La voluntad, que es juiciosa en respetar la jurisdicción del tiempo, fuera inactiva y flaca en abandonársele del todo. Por otra parte, no hay desventaja o condición de inferioridad que no goce de compensación relativa; y el cambiar por tránsitos bruscos y contrastes violentos, si bien interrumpe el orden en que se manifiesta una vida armoniosa, suele templar el alma y comunicarle la fortaleza en que acaso no fuera capaz de iniciarla más suave movimiento: bien así como el hierro se templa y hace fuerte pasando del fuego abrasador al frío del agua.




ArribaAbajo- VII -

Cambio consciente y orientado, siempre.


Rítmica y lenta evolución de ordinario; reacción esforzada si es preciso; cambio consciente y orientado, siempre. O es perpetua renovación o es una lánguida muerte, nuestra vida. Conocer lo que dentro de nosotros ha muerto y lo que es justo que muera, para desembarazar el alma de este peso inútil; sentir que el bien y la paz de que se goce después de la jornada han de ser, con cada sol, nueva conquista, nuevo premio, y no usufructo de triunfos que pasaron; no ver término infranqueable en tanto haya acción posible, ni imposibilidad de acción mientras la vida dura; entender que toda circunstancia fatal para la subsistencia de una forma de actividad, de dicha, de amor, trae en sí, como contrahaz y resarcimiento, la ocasión propicia a otras formas; saber de lo que dijo el sabio cuando afirmó que todo fue hecho hermoso en su tiempo: cada oportunidad, única para su obra: cada día, interesante en su originalidad; anticiparse al agotamiento y el hastío, para desviar al alma del camino en que habría de encontrarse con ellos, y si se adelantan a nuestra previsión, levantarse sobre ellos por un invento de la voluntad (la voluntad es, tanto como el pensamiento, una potencia inventora) que se proponga y fije nuevo objetivo; renovarse, transformarse, rehacerse... ¿no es ésta toda la filosofía de la acción y la vida; no es ésta la vida misma, si por tal hemos de significar, en lo humano, cosa diferente en esencia del sonambulismo del animal y del vegetar de la planta?... Y ahora he de referirte cómo vi jugar, no ha muchas tardes, a un niño, y cómo de su juego vi que fluía una enseñanza parabólica.




ArribaAbajo- VIII -

Mirando jugar a un niño.


...A menudo se oculta un sentido sublime en un juego de niño.


(SCHILLER. Thecla. Voz de un espíritu).                


Jugaba el niño, en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, un rayo de sol tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente en la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro, se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo en la copa hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal, su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas la dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola, con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búcaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como en triunfo, por entre la muchedumbre de las flores.




ArribaAbajo- IX -

Sentido de esta parábola.


-¡Sabia, candorosa filosofía! -pensé. Del fracaso cruel no recibe desaliento que dure, ni se obstina en volver al goce que perdió; sino que de las mismas condiciones que determinaron el fracaso, toma la ocasión de nuevo juego, de nueva idealidad, de nueva belleza... ¿No hay aquí un polo de sabiduría para la acción? ¡Ah, si en el transcurso de la vida todos imitáramos al niño! ¡Si ante los límites que pone sucesivamente la fatalidad a nuestros propósitos, nuestras esperanzas y nuestros sueños, hiciéramos todos como él!... El ejemplo del niño dice que no debemos empeñarnos en arrancar sonidos de la copa con que nos embelesamos un día, si la naturaleza de las cosas quiere que enmudezca. Y dice luego que es necesario buscar, en derredor de donde entonces estemos, una reparadora flor; una flor que poner sobre la arena por quien el cristal se tornó mudo... No rompamos torpemente la copa contra las piedras del camino, sólo porque haya dejado de sonar. Tal vez la flor reparadora existe. Tal vez está allí cerca... Esto declara la parábola del niño; y toda filosofía viril, viril por el espíritu que la anime, confirmará su enseñanza fecunda.




ArribaAbajo- X -

Actitud en la desilusión y el fracaso. Todo bien puede ser sustituido por otro género de bien.


En el fracaso, en la desilusión, que no provengan del fácil desánimo de la inconstancia; viendo el sueño que descubre su vanidad o su altura inaccesible; viendo la fe que, seca de raíz, te abandona; viendo el ideal que, ya agotado, muere, la filosofía viril no será la que te induzca a aquella terquedad insensata que no se rinde ante los muros de la necesidad; ni la que te incline al escepticismo alegre y ocioso, casa de Horacio, donde hay guirnaldas para orlar la frente del vencido; ni la que, como en Harold, suscite en ti la desesperación rebelde y trágica; ni la que te ensoberbezca, como a Alfredo de Vigny, en la impasibilidad de un estoicismo desdeñoso; ni tampoco será la de la aceptación inerme y vil, que tienda a que halles buena la condición en que la pérdida de tu fe o de tu amor te haya puesto, como aquel Agripino de que se habla en los clásicos, singular adulador del mal propio, que hizo el elogio de la fiebre cuando ella le privó de salud, de la infamia cuando fue tildado de infame, del destierro cuando fue lanzado al destierro.

La filosofía digna de almas fuertes es la que enseña que del mal irremediable ha de sacarse la aspiración a un bien distinto de aquel que cedió al golpe de la fatalidad: estímulo y objeto para un nuevo sentido de la acción, nunca segada en sus raíces. Si apuras la memoria de los males de tu pasado, fácilmente verás cómo de la mayor parte de ellos tomó origen un retoñar de bienes relativos, que si tal vez no prosperaron ni llegaron a equilibrar la magnitud del mal que les sirvió de sombra propicia, fue acaso porque la voluntad no se aplicó a cultivar el germen que ellos le ofrecían para su desquite y para el recobro del interés y contento de vivir.

Así como a aquel que ha menester aplacar en su espíritu el horror a la muerte, y no la ilumina con la esperanza de la inmortalidad, conviene imaginarla como una natural transformación, en la que el ser persiste, aunque desaparezca una de sus formas transitorias, de igual manera, si se quiere templar la acerbidad del dolor, nada más eficaz que considerarlo como ocasión o arranque de un cambio que puede llevarnos en derechura a nuevo bien: a un bien acaso suficiente para compensar lo perdido. A la vocación que fracasa puede suceder otra vocación; al amor que perece, puede sustituirse un amor nuevo; a la felicidad desvanecida puede hallarse el reparo de otra manera de felicidad... En lo exterior, en la perspectiva del mundo, la mirada del sabio percibirá casi siempre la flor de consolación con que adornar la copa que el hado ha vuelto silenciosa; y mirando adentro de nosotros, a la parte de alma que llega tal vez a revelarse si lo conocido de ésta se marchita o agota, ¡cuánto podría decirse de las aptitudes ignoradas por quien las posee; de los ocultos tesoros que, en momento oportuno, surgen a la claridad de la conciencia y se traducen en acción resuelta y animosa!

Hay veces, ¿quién lo duda?, en que la reparación del bien perdido puede cifrarse en el rescate de este mismo bien; en que cabe volcar la arena de la copa, para que el cristal resuene tan primorosamente como antes; pero si es la fuerza inexorable del tiempo, u otra forma de la necesidad, la causa de la pérdida, entonces la obstinación imperturbable resultaría actitud tan irracional como la conformidad cobarde e inactiva y como el desaliento trágico o escéptico. El bien que muere nos deja en la mano una semilla de renovación; ya sean los obstáculos de afuera quienes nos lo roben, ya lo desgaste y consuma, dentro de nosotros mismos, el hastío: ese instintivo clamor del alma que aspira a nuevo bien, como la tierra harta de sol clama por el agua del cielo.




ArribaAbajo- XI -

Don Quijote vencido.


Don Quijote, maestro en la locura razonable y la sublime cordura, tiene en su historia una página que aquí es oportuno recordar. ¿Y habrá de él acción o concepto que no entrañe un significado inmortal, una enseñanza? ¿Habrá paso de los que dio por el mundo que no equivalga a mil pasos, hacia arriba, hacia allí donde nuestro juicio marra y nuestra prudencia estorba?... Vencido Don Quijote en singular contienda por el caballero de la Blanca Luna, queda obligado, según la condición del desafío, a desistir por cierto tiempo de sus andanzas y dar tregua a su pasión de aventuras. Don Quijote, que hubiera deseado perder, con el combate, la vida, acata el compromiso de honor. Resuelto, aunque no resignado, toma el camino de su aldea. «Cuando era -dice- caballero andante, atrevido y valiente, con mis obras y con mis manos acreditaba mis hechos; y ahora, cuando soy escudero pedestre, acreditaré mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa». Llega con Sancho al prado donde en otra ocasión habían visto a unos pastores dedicados a imitar la vida de la Arcadia y allí una idea levanta el ánimo del vencido caballero, como fermento de sus melancolías. Dirigiéndose a su acompañante, le hace proposición de que, mientras cumplen el plazo de su forzoso retraimiento, se consagren ambos a la vida pastoril, y arrullados por música de rabeles, gaitas y albogues, concierten una viva y deleitosa Arcadia en el corazón de aquella soledad amena. Allí les darán «sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas a pesar de la oscuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podrán hacerse eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos»... ¿Entiendes la trascendental belleza de este acuerdo? La condena de abandonar por cierto espacio de tiempo su ideal de vida, no mueve a Don Quijote ni a la rebelión contra la obediencia que le impone el honor, ni a la tristeza quejumbrosa y baldía, ni a conformarse en quietud trivial y prosaica. Busca la manera de dar a su existencia nueva sazón ideal. Convierte el castigo de su vencimiento en proporción de gustar una poesía y una hermosura nuevas. Propende desde aquel punto a la idealidad de la quietud, como hasta entonces había propendido a la idealidad de la acción y la aventura. Dentro de las condiciones en que el mal hado le ha puesto, quiere mostrar que el hado podrá negarle un género de gloria, el preferido y ya en vía de lograrse; mas no podrá restañar la vena ardiente que brota de su alma, anegándola en superiores anhelos; vena capaz siempre de encontrar o labrar el cauce por donde tienda a su fin, entre las bajas realidades del mundo.




ArribaAbajo- XII -

El dolor de una vocación defraudada. Las reservas de nuestro espíritu.


El desengaño (sirva esto de ejemplo), respecto de una vocación a la que convergieron, durante largo tiempo, nuestras energías y esperanzas, es, sin duda, una de las más crueles formas del dolor humano. La vida pierde su objeto; el alma, el polo de idealidad que la imantaba; y en el electuario amarguísimo de esta pena hay, a un tiempo, algo de la de aquel a quien la muerte roba su amor, y de la de aquel otro que queda sin los bienes que ganó con el afán de muchos años, y también de la de aquel que se ve expulsado y proscripto de la comunión de los suyos. El suicidio de Gros, el de Leopoldo Robert, y el que en su Chatterton idealizó Alfredo de Vigny, son imágenes trágicas de esta desesperación; la que, otras veces, concluye por diluir y desvanecer su amargura en el desabrimiento de la vida vulgar.

Y sin embargo, una vocación que fracasa para siempre, sea por lo insuperable de la dificultad en que tropieza el desenvolvimiento de la aptitud, sea por vicio radical de la aptitud misma, suele ser, en el plan de la Naturaleza, sólo una ocasión de variar el rumbo de la vida sin menguar su intensidad ni su honor. Con frecuencia el hado que forzó a la voluntad a abandonar el rumbo que, prometiendo gloria, seguía, ha puesto con ello el antecedente y la condición necesaria de más alta gloria. Pero aunque no entren en cuenta casos semejantes, yo me inclino a pensar que pocas veces puede tenerse por irreparable en absoluto el fracaso de una vocación, si por irreparable ha de entenderse que no sufre ser compensado con la manifestación de una capacidad, más que mediana, en otro género de actividad; ni siquiera cuando el alma ve extenderse ante sí vasto horizonte de tiempo y dispone aún de poderosas fuerzas de reacción. Difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera, en lo interior de nosotros mismos. Hay siempre en nuestra personalidad una parte virtual de que no tenemos conciencia. Una vocación poderosa que ha ejercido durante mucho tiempo el gobierno del alma, reconcentrando en sí toda la solicitud de la atención y todas las energías de la voluntad, es como luz muy viva que ofusca otras más pálidas, o como estruendo que no deja oír muchos leves rumores. Si la luz o el estruendo se apagan, los hasta entonces reprimidos dan razón de su existencia. Aptitudes latentes, disposiciones ignoradas, tienen así la ocasión propicia de manifestarse, y a menudo se manifiestan, en el momento en que pierde su ascendiente la vocación que prevalecía; tanto más cuanto que las mismas condiciones que constituyen una inferioridad sin levante para determinado género de actividad, suelen ser estímulos y superioridades con relación a otro. Rara será el alma donde no exista, en germen o potencia, capacidad alguna fuera de las que ella sabe y cultiva; como raro es el cielo tan nebuloso que jamás la puesta del sol haga vislumbrar en él una estrella, y rara la playa tan callada que nunca un rumor suceda en ella al silencio del mar.

Yo llamaría a estas disposiciones latentes que inhibe aquella que está en acto y goza de predilección: las reservas de cada espíritu. Quiero mostrarte cómo la necesidad de buscar nuevo motivo de acción, que hace recobrarse nuestro ánimo después de la muerte de una vocación querida, manteniéndole en vela y atento a los llamados que pueden venir del seno de las cosas, excita, con redentora eficacia, tales capacidades ocultas, hasta sustituir (y en más de un caso sustituir ventajosamente), la aptitud cuya pérdida se deplora como irreparable infortunio.




ArribaAbajo- XIII -

Aptitudes que se revelan con la pérdida de otras.


Nada hay más intensamente sugestivo para la inteligencia que un inopinado e involuntario apartamiento de la vida de acción. El alma que, cifrando en ésta sus aspiraciones primeras, encuentra ante su paso insalvables obstáculos que la obligan a reprimir aquella inclinación de su naturaleza, experimenta tal vez el melancólico anhelo de tender, por el camino de la especulación y la teoría, y por el de la imitación y simulacro que constituyen la obra de arte, al mismo objeto que no le fue dado alcanzar en realidad; o bien a un objeto diferente, determinado por la espontaneidad de la inteligencia, que sólo entonces declara su propio y personal contenido. Y no es otro el origen de muchas vocaciones de escritor, de pensador y de artista.

Vauvenargues ofrece ejemplo de ello. El amable psicólogo nació con la vocación heroica de la acción. Lanzóse en pos de este género de gloria; pero males del cuerpo se interpusieron, no bien suelta la rienda a la voluntad, entre la vida y la vocación de Vauvenargues, y en el recogimiento de la inacción forzosa, nació, fecundando las melancolías del soldado, la inspiración del moralista.

Acaso nunca hubiera amanecido en Ronsard su arrogante numen de poeta, si, invalidado por temprana afección para los oficios de la diplomacia, no pasara de mensajero del rey a corifeo de la «Pléyade». Y Escalígero, como Niepce, como Hartmann, como cien más, que alguna vez soñaron con los lauros del héroe, debieron también a imposibilidad física de perseverar en la vida de acción, la conciencia del género, de aptitud por que llegaron a ser grandes. No de otra manera la enfermedad que apartó a William Prescott de las disputas del foro, le puso en su glorioso camino de historiador; y la herida que entorpeció la mano de Rugendas para el esfuerzo del buril fue la ocasión de que, probándose en mayores empresas, cobrase más fama por sus cuadros que por sus grabados.

Una singular semejanza hay en la historia de dos artistas líricos que, habiendo perdido prematuramente el don natural que los capacitaba para el canto, lucen en la memoria de la posteridad con el resplandor de otros altos dones, manifestados luego. Tales son el pintor Ciceri, y Andersen, el cuentista danés. Pedro Carlos Ciceri era en su juventud, allá en tiempos en que Crescentini conmovía con la magia de su garganta a la corte de Napoleón I, una hermosa promesa de la escena lírica, por el privilegio de su voz y su delicado sentimiento del arte. El primor y la enamorada constancia de la vocación convergían de tal manera en él con la elección de la naturaleza, que dedicó largos años de su vida a ejercitar y educar esas disposiciones, antes de que se resolviese a mostrarlas. Cuando estaba a punto de hacerlo, he aquí que una caída violenta le deja lisiado para siempre, y Ciceri pierde sin remedio lo hermoso de su voz. Todo el afán de su existencia era ido en humo, y ella dejaba de tener objeto que la mereciese... Para olvidar su pena, Ciceri diose a frecuentar el estudio de un amigo pintor, y allí un interés en que parecía convalecer su alma, le vinculó, poco a poco, al hechizo de los colores y las líneas. Cuanto más se acogía a este interés, más le sentía trocarse en propensión al ejercicio de aquel arte, y una aptitud maravillosa respondía, con la solicitud de quien acude a un llamamiento largo tiempo esperado, a sus primeras tentativas. Este tesoro oculto, que Ciceri llevaba en lo ignorado de su alma, y que quizá no sospechara jamás a no haber perdido aquel otro que más superficialmente tenía, no tardó en definir su peculiar calidad: era el instinto de la pintura escenográfica, de los grandes efectos, de perspectiva y color, de la decoración. Ciceri fue consagrado maestro único de la escenografía en aquella misma sala de la ópera que, siendo joven, ambicionara para sus triunfos de cantante. La generación que por primera vez aplaudió a Auber, a Meyerbeer, a Rossini, asoció siempre a la memoria de las emociones de arte que conoció por ellos, la del pincel que dio una portentosa vida plástica a sus obras.

Idéntico es el caso de Andersen, si sustituyes al don de la pintura el de las letras.




ArribaAbajo- XIV -

Obstáculos de orden moral que suscitan aptitudes nuevas.


La imposibilidad de proseguir la comenzada vía por obstáculos de orden moral no ha sido, ciertamente, menos fecunda en sugestiones dichosas. La Rochefoucauld fue uno de los caudillos de la protesta aristocrática bajo la dominación de Richelieu. En el hervor de ambiciones de la Fronda vio naufragar su ascendiente y sus sueños de acción política; y entonces, anhelando el bien del olvido, lo buscó en la vida de sociedad, tan llena, en aquel país y aquel tiempo, de estímulos intelectuales; y allí el acicate de la conversación espiritual despertó en él el talento de observación y de estilo: La Rochefoucauld fue gran escritor por no haber logrado ser grande hombre de estado. Semejante a éste es el origen que se atribuyó en la antigüedad a la vocación de escritor de Salustio.

La condición de católico de Moore, que le cerraba, como a los demás irlandeses de su credo, las puertas de la vida pública, la cual hubiera él preferido, da lugar a su dedicación a las letras. Catinat, el futuro vencedor de Filipsburgo, abogado novel, fracasado cuando su iniciación en la tribuna jurídica, toma de esta mala ventura el impulso que le lleva a aspirar eficazmente a la gloria de las armas.




ArribaAbajo- XV -

¿Qué vienes de buscar?...


¿Qué vienes de buscar donde suena ese vago clamor y pueblan el aire esas cien torres? ¿Por qué traes los ojos humillados y la laxitud del cansancio estéril ahoga en ti la efervescencia de la vida en su mejor sazón?... Muchos vi pasar como tú. Sé tu historia aunque no me la cuentes, peregrino. Saliste por primera vez al campo del mundo; iban contigo sueños de ambición: se disiparon todos; perdiste el caudalito de tu alma; la negra duda se te entró en el pecho, y ahora vuelves a tu terrón sin la esperanza en ti mismo, sin el amor de ti mismo, que son la más triste desesperanza y el más aciago desamor de cuantos puede haber. Donde te atrajo la huella de los otros; donde te detuvo el vocear de los chalanes y te deslumbraron los colores de la feria; donde cien veces te sentiste mover antes de que tu voluntad se moviese, no hallaste el bien que apetecías; y herido en las alas del corazón: «el bien que soñé era vano sueño», vas pensando. Mas yo te digo que, desde el instante en que renunciaste a buscarle del modo como no podías dar con él, es cuando más cerca estás del bien que soñaste. Tu desaliento y melancolía hacen que el mirar de tus ojos, desasido de lo exterior, se reconcentre ahora en lo íntimo de ti. ¡Gran principio! ¡Grande ocasión! ¡Gran soplo de viento favorable!

Hay, peregrino, una senda, donde aquel que entra y avanza pierde temor al desengaño. Es ancha, lisa, recta y despejada, después de comienzos muy duros y tortuosos. Pasa por medio de todos los campos de cultivo que granjean honra y provecho. Quien por ella llega a la escena del mundo puede considerar que ha cosechado todas las plantas de mirífica virtud, de que hablan las leyendas: la bácara que preserva de la fascinación, el nepente que devuelve la alegría y el hongo que infunde el ardor de las batallas. Tener experiencia de esta senda vale tanto como llevar la piedra de parangón con que aquilatar la calidad de las cosas cuyas apariencias nos incitan. Por ella se sale a desquijarar los leones, tanto como a ceñir la oliva de paz. Cuando por otros caminos se las busca, todas las tierras son al cabo páramos y yermos; pero si ella fue el camino, aun la más árida se trueca en fértil emporio: su sequedad se abre en veneros de aguas vivas; cúbrense las desnudas peñas de bosque, y el aire se anima con muchas y pintadas aves. Toma, peregrino, esa senda, y el bien que soñaste será tuyo. -¿Alzas los ojos? ¿Consultas, en derredor, el horizonte?... No allí, no afuera, sino en lo hondo de ti mismo, en el seguro de tu alma, en el secreto de tu pensamiento, en lo recóndito de tu corazón: en ti, en ti solo, has de buscar arranque a la senda redentora!




ArribaAbajo- XVI -

Hay una senda segura, y es la que va a lo hondo de uno mismo.


¿Nada crees ya en lo que dentro de tu alma se contiene? ¿Piensas que has apurado las disposiciones y posibilidades de ella; dices que has probado en la acción todas las energías y aptitudes que, con harta confianza, reconocías en ti mismo, y que, vencido en todas, eres ya como barco sin gobernalle, como lira sin cuerdas, como cuadrante sin sol?... Pero para juzgar si de veras agotaste el fondo de tu personalidad es menester que la conozcas cabalmente. ¿Y te atreverás a afirmar que cabalmente la conoces? El reflejo de ti que comparece en tu conciencia ¿piensas tú que no sufre rectificación y complemento? ¿Que no admite mayor amplitud, mayor claridad, mayor verdad? Nadie logró llegar a término en el conocimiento de sí, cosa ardua sobre todas las cosas, sin contar con que, para quien mira con mirada profunda, aun la más simple y diáfana es como el agua de la mar, que cuanto más se bebe da más sed, y como cadena de abismos. ¡Y tú presumirás de conocerte hasta el punto de que te juzgues perpetuamente limitado a tu ser consciente y actual!... ¿Con qué razón pretendes sondar, de una mirada, esa complejidad no igual a la de ninguna otra alma nacida, esa única originalidad (por única, necesaria al orden del mundo), que en ti, como en cada uno de los hombres, puso la incógnita fuerza que ordena las cosas? ¿Por qué en vez de negarte con vana negación, no pruebas avanzar y tomar rumbo a lo no conocido de tu alma?... ¡Hombre de poca fe! ¿Qué sabes tú lo que hay acaso dentro de ti mismo?...




ArribaAbajo- XVII -

La respuesta de Leuconoe.


Soñé una vez que volviendo el gran Trajano de una de sus gloriosas conquistas, pasó por no sé cuál de las ciudades de la Etruria, donde fue agasajado con tanta espontaneidad como magnificencia. Cierto patricio preparó en honor suyo el más pomposo y delicado homenaje que hubiera podido imaginar. Escogió en las familias ciudadanas las más lindas doncellas, y las instruyó de modo que, con adecuados trajes y atributos, formasen una alegórica representación del mundo conocido, donde cada una personificara a determinada tierra, ya romana, ya bárbara, y en su nombre reverenciase al César y le hiciera ofrecimiento de sus dones. Púsose en ensayo este propósito; todo marchaba a maravilla; pero sea que, distribuidos los papeles, quedase sin ninguno una aspirante a quien no fuera posible desdeñar; sea que lo exigiese el arreglo y proporción en la manera como debían tejerse las danzas y figuras, ello es que hubo necesidad de aumentar en uno el número de las personas. Se había contado ya con todos los países del mundo, y se dudaba cómo salvar esta dificultad, cuando el patricio, que era dado a los libros, se dirigió a un estante, de donde tomó un ejemplar de las tragedias de Séneca, y buscando en la Medea el pasaje donde están unos versos que hoy son famosos, por el soplo profético que los inspira, habló de la presunción que hacía el poeta de la existencia de una tierra ignorada, que futuras gentes hallarían, yendo sobre el misterioso Océano; más allá (añadió el patricio) de donde situó a la sumergida Atlántida, Platón. Este soñado país propuso que fuera el que completase el cuadro, ya que faltaba otro. Poco apetecible destino parecía ser el de representar a una tierra de que nada podía afirmarse, ni aun su propia existencia, mientras que todas las demás daban ocasión para lucir pintorescos y significativos atributos, y para que se las loase, o se las diferenciase cuando menos, en elocuentes recitados. Pero hubo quien, renunciando al papel que ya tenía atribuido, reclamó el humilde oficio para sí. Era la más joven de todas y la llamaban Leuconoe. No se halló el modo de caracterizar, con apropiadas galas, su parte, y se acordó que no llevara más que un traje blanco y aéreo como una página donde no se ha sabido qué poner... Llegado el día, realizóse la fiesta; y noblemente personificadas, las tierras desfilaron ante el señor del mundo, después de concertarse en variadas danzas de artificio, y cada una de ellas le dedicó sus ofrendas.

Presentóse, primero que ninguna, Roma, en forma casi varonil: éste era el modo de hermosura de la que llevaba sus colores; el andar, de diosa; el imperio en el modo de mirar; la majestad en cada actitud y cada movimiento. Ofreció el orbe por tributo; y la siguió, como madre que viene después de la hija por ser ésta soberana, Grecia, coronada de mirto. Lo que dijo de sí sólo podría abreviarse en lápida de mármol. Italia vino luego. Habló de la gracia esculpida, en suaves declives, sobre un suelo que dora el sol, al son armónico del aire. Celebró su feracidad; aludió al trigo de Campania, al óleo de Venafro, al vino de Falerno. La rubia Galia, depuesto el primitivo furor, mostró colmadas de pacíficos frutos las corriente del Saona y el Ródano. Iberia presentó sus rebaños, sus trotones, sus minas. Ceñida de bárbaros arreos, se adelantó Germania, e hizo el elogio de las pieles espesas, el ámbar transparente, y los gigantes de ojos azules cazados para el circo en la espesura de la Carbonaria y de la Hircinia. Bretaña dijo que, en sus Casitérides, había el metal de que toman su firmeza los bronces. La Iliria, famosa por sus abundantes cosechas; la Tracia, que cría caballos raudos como el viento; la Macedonia, cuyos montes son arcas de ricos minerales, rindieron sus tesoros; y se acercó tras ellas la postrera Thule, que ofreció juntos fuego y nieve, con la fianza de Pytheas. Llegó el turno de las tierras asiáticas; y en cuerpo de faunesca hermosura, la Siria habló de los laureles de Dafne y los placeres de Antioquía. El Asia Menor reunió, en doble tributo, los esplendores del Oriente con las gracias de Jonia, tendiendo, entre ambas ofrendas, la flauta frigia, como cruz de balanza. Se ufanó Babilonia con el resplandor de sus recuerdos. La Persia, madre de los frutos de Europa, brindó semillas de generosa condición. Grande estuvo la India cuando pintó montañas y ríos colosales, cuando invocó las piedras fúlgidas, el algodón, el marfil, la pluma de los papagayos, las perlas; cuando nombró cien plantas preciosas: el ébano, que ensalzó Virgilio; el amono y el malabatro, braseros de raros perfumes; el árbol milagroso cuyo fruto hace vivir doscientos años... La Palestina ofreció olivos y viñedos. Fenicia se glorió de su púrpura. La región sabea, de su oro. Mesopotamia hizo mención de los bosques espesísimos donde Alejandro cortó las tablas de sus naves. El país de Sérica cifró su orgullo en una tela primorosa; y Taprobana, que remece el doble monzón, en la fragante canela. Vinieron luego los pueblos de la Libia. Presidiéndolos llegó el Egipto multisecular: habló de sus Pirámides, de sus esfinges y colosos; del despertar mejor de su grandeza, en una ciudad donde una torre iluminada señala el puerto a los marinos. La Cirenaica dijo el encanto de su serenidad, que hizo que fuese el lecho a donde iban a morir los epicúreos. Cartago, a quien realzara Augusto de las ruinas, se anunció llamada a esplendor nuevo. La Numidia expuso que daba mármoles para los palacios; fieras para las theriomaquias y las pompas. La Etiopía afirmó que en ella estaban el país del cinamomo, el de la mirra, los enanos de un pigmo y los macrobios de mil años. Las Fortunadas, fijando el término de lo conocido, recordaron que en su seno esperaba a las almas de los justos la mansión de la eterna felicidad.

Por último, con suma gracia y divino candor, llegó Leuconoe. En nada aparentaba formar parte de la viviente y simbólica armonía. No llevaba sino un traje blanco y aéreo, como una página donde no se ha sabido qué poner... En aquel instante, nadie la envidiaba, por más que luciese su hermosura. El César preguntó la razón de su presencia, y se extrañó, cuando lo supo, viéndola tan mal destinada y tan hermosa.

-Leuconoe -dijo con una benévola ironía-: no te ha tocado un gran papel. Tu poca suerte quiso que la realidad concluyera en manos de las otras, y he aquí que has debido contentarte con la ficción del poeta... Admiro tu dulce conformidad, y me complace tu homenaje, puesto que eres hermosa. Pero ¿qué bien me dirás de la región que representas, si has de evitar el engañarme?... ¿Qué me ofreces de allí? ¿Qué puedes afirmar que haya en tu tierra de quimera?...

-¡Espacio! -dijo con encantadora sencillez Leuconoe.

Todos sonreían.

-Espacio -repitió el César- ...¡Es verdad! Sea desapacible o risueña, estéril o fecunda, espacio habrá en la tierra incógnita, si existe; y aun cuando ella no exista, y allí donde la finge el poeta sólo esté el mar, o acaso el vacío pavoroso, ¿quién duda que en el mar o en el vacío habrá espacio?... Leuconoe -prosiguió con mayor animación-: tu respuesta tiene un alto sentido. Tiene, si se la considera, más de uno. Ella dice la misteriosa superioridad de lo soñado sobre lo cierto y tangible, porque está en la humana condición que no haya bien mejor que la esperanza, ni cosa real que se aventaje a la dulce incertidumbre del sueño. Pero, además, encierra tu respuesta una hermosa consigna para nuestra voluntad, un brioso estímulo a nuestro denuedo. No hay límite en donde acabe para el fuerte el incentivo de la acción. Donde hay espacio, hay cabida para nuestra gloria. Donde hay espacio, hay posibilidad de que Roma triunfe y se dilate.

Dijo el César; arrancó de su pecho una gruesa esmeralda que allí estaba de broche, y era de las que el Egipto produce mayores y más puras; y prendiéndola al seno de la niña, la dejó, como un fulgor de esperanza, sobre la estola, toda blanca, mientras terminaba diciendo:

-¡Sea el premio para la región desconocida; sea el premio para Leuconoe!




ArribaAbajo- XVIII -

Espacio, espacio es lo que te queda...


Espacio, espacio, es lo que te queda, después que la esperanza con color y figura, y el ideal concreto, y la fuerza o aptitud de calidad conocida, te abandonaron en mitad del camino. Espacio: mas no ése donde el viento y el pájaro se mueven más arriba que tú y con alas mejores; sino dentro de ti, en la inmensidad de tu alma, que es el espacio propio para las alas que tú tienes. Allí queda infinita extensión por conquistar, mientras dura la vida: extensión siempre capaz de ser conquistada, siempre merecedora de ser conquistada... Imaginar que no hay en ti más que lo que ahora percibes con la trémula luz de tu conciencia, equivale a pensar que el océano acaba allí donde la redondez de la esfera lo sustrae al alcance de tus ojos. Incomparablemente más vasto es el océano que la visión de los ojos; incomparablemente más hondo nuestro ser que la intuición de la conciencia. Lo que de él está en la superficie y a la luz, es comúnmente, no ya una escasa parte, sino la parte más vulgar y más mísera. Dame acertar con la ocasión y yo sacaré de ti fuerzas que te maravillen y agiganten. Tu languidez de ánimo, tu desesperanza y sentimiento como de vacío interior, no son distintos de los de miles de almas electas, en las vísperas de la transfiguración que las sublimó a la excelsa virtud, o a la invención genial o al heroísmo. Si veinte horas antes de consagrarse héroe el héroe, apóstol el apóstol, inventor el inventor, o de tender resuelta y eficazmente a hacerlo, hubiérales anunciado un zahorí de corazones su destino inminente ¡cuántas veces no se hubieran encogido de hombros o sonreído con amarga incredulidad! Dame la ocasión y yo te haré grande; no porque infunda en ti lo que no hay en ti, sino porque haré brotar y manifestarse lo que tu alma tiene oculto. De afuera pueden auxiliarte cateadores y picos; pero en ti sólo está la mina. La ocasión es como el artista pintor de quien dijo originalmente uno que lo era: no crea el pintor su cuadro, sino que se limita a descorrer los velos que impedían verlo mientras la tela estaba en blanco. Hallar y traer al haz del alma esa ignorada riqueza: tal es tu obra y la de cada uno. Derramar luz dentro de sí por la observación interior y la experiencia: tal es el medio de abrir camino a la ocasión dichosa, que vendrá traída por el movimiento de la realidad. Empeño difícil éste de conocerse -¿quién lo duda?- y expuesto a mil engaños. Pero ¿no vale todos los tesoros de la voluntad el término que quien lo acomete se propone? ¿Hay cosa que te interese más que descubrir lo que está en ti y en ninguna parte sino en ti: tierra que para ti sólo fue creada; América cuyo único descubridor posible eres tú mismo, sin que puedas temer, en tu designio gigante, ni émulos que te disputen la gloria, ni conquistadores que te usurpen el provecho?




ArribaAbajo- XIX -

El conocimiento propio como antecedente de la acción. Amiel y Marco Aurelio.


Ahondar en la conciencia de sí mismo, procurar saber del alma propia; mas no en inmóvil contemplación, ni por prurito de alambicamiento y sutileza; no como quien, desdeñoso de la realidad, dando la espalda a las cien vías que el mundo ofrece para el conocimiento y la acción, vuelve los ojos a lo íntimo del alma, y allí se contiene y es a un tiempo el espectador y el espectáculo. Este continuo análisis de lo que pasa dentro de nosotros, cuando el análisis no va encaminado a un fin trascendente; esa morosidad ante el espejo de la propia consciencia, no tal cual se detendría a consultar, en clara linfa, el porte y el arnés, el guerrero que marchaba a la lucha, sino por simple y obsesionador afán de mirarse, son, más que vana, funesta ocupación de la vida. Son el sutil veneno que paraliza el espíritu de Amiel y le reduce a una crítica ineficaz de sus más mínimos hechos de conciencia; crítica disolvente de toda espontaneidad del sentimiento, enervadora de toda energía de la voluntad. ¿Y quién como ese mismo moderno umbilicario; quién como ese confidente oficioso de sí propio, ha expresado cuán fatal sea esa malversación del tiempo y de las fuerzas de la mente? El alma que, en estéril quietud, se emplea en desmenuzar, con cruel encarnizamiento, cuanto, para ella sola, piensa, siente y no quiere, es «el grano de trigo que, molido en harina, no puede ya germinar y ser la planta fecunda». Cierto; mas yo te hablo del conocerse que es un antecedente de la acción; del conocerse en que la acción es, no sólo el objeto y la norma, sino también el órgano de tal conocimiento, porque ¿cómo podrá saber de sí cuánto se debe quien no ha probado los filos de su voluntad en las lides del mundo?...; modo de saber de sí que no es prurito exasperador, ni deleite moroso, sino obra viva en favor de nuestro perfeccionamiento; que no nos incapacita, como el otro, para el ejercicio de la voluntad, sino que, por lo contrario, nos capacita y corrobora; porque consiste en observarse para reformarse: en sacar todo partido posible de nuestras dotes de naturaleza: en mantener la concordia entre nuestras fuerzas y nuestros propósitos, y descender al fondo del alma, donde las virtualidades y disposiciones que aún no han pasado al acto se ocultan, volviendo de esa profundidad con materiales que luego la acción aplica a su adecuado fin y emplea en hacernos más fuertes y mejores; como quien alza su casa con piedras de la propia cantera, o como quien forja, con hierro de la propia mina, su espada.

Amiel nos dio un ejemplo de contemplación interior sin otro fin que el del melancólico y contradictorio placer que de ella nace. Recordemos ahora la augusta personalidad de Marco Aurelio, y aquel su constante examen de sí mismo, no disipado en vano mirar, sino resuelto en actos de una voluntad afirmativa y fecunda, que van tejiendo una de las más hermosas vidas humanas; y tomemos como puntos de comparación, para discernir entre ambos modos de íntima experiencia, los Pensamientos del inmortal emperador y el Diario del triste Hamlet ginebrino.




ArribaAbajo- XX -

La sugestión social.


Cuando te agregas en la calle a una muchedumbre a quien un impulso de pasión arrebata, sientes que, como la hoja suspendida en el viento, tu personalidad queda a merced de aquella fuerza avasalladora. La muchedumbre, que con su movimiento material te lleva adelante y fija el ritmo de tus pasos, gobierna, de igual suerte, los movimientos de tu sensibilidad y de tu voluntad. Si alguna condición de tu natural carácter estorba para que cooperes a lo que en cierto momento el monstruo pide o ejecuta, esa condición desaparece inhibida. Es como una enajenación o un encantamiento de tu alma. Sales, después, del seno de la muchedumbre; vuelves a tu ser anterior; y quizá te asombras de lo que clamaste o hiciste.

Pues no llames sólo muchedumbre a esa que la pasión de una hora reúne y encrespa en los tumultos de la calle. Toda sociedad humana es, en tal sentido, muchedumbre. Toda sociedad a que permaneces vinculado te roba una porción de tu ser y la sustituye con un destello de la gigantesca personalidad que de ella colectivamente nace. De esta manera ¡cuántas cosas que crees propias y esenciales de ti no son más que la imposición, no sospechada, del alma de la sociedad que te rodea! ¿Y quién se exime, del todo, de este poder? Aun aquellos que aparecen como educadores y dominadores de un conjunto humano, suelen no ser sino los instrumentos dóciles de que él se vale para reaccionar sobre sí mismo. En el alarde de libertad, en el arranque de originalidad, con que pretenden afirmar, frente al coro su personalidad emancipada, obra quizá la sugestión del mismo oculto numen. Genio llamamos a esa libertad, a esa originalidad, cuando alcanzan tal grado que puede tenérselas por absolutamente verdaderas. Pero ¡cuán rara vez lo son en tal extremo, y cuántas la contribución con que el pensamiento individual parece aportar nuevos elementos al acervo común, no es sino una restitución de ideas lenta y calladamente absorbidas! Así, quien juzgara por apariencias materiales habría de creer que es la corriente de los ríos la que surte de agua a la mar, puesto que en ella se vierten, mientras que es de la mar de donde viene el agua que toman en sus fuentes los ríos.




ArribaAbajo- XXI -

El «yo» ficticio.


Este sortilegio de los demás sobre cada uno de nosotros explica muchas vanas apariencias de nuestra personalidad, que no engañan sólo a ojos ajenos, sino que ilusionan también a aquellos íntimos ojos con que nos vemos a nosotros mismos.

Porque a menudo la virtud penetrativa del ambiente no cala y llega hasta el centro del alma, donde, combinándose con nuestra originalidad individual, que tomaría de ella lo capaz de asociársele sin descaracterizarnos, en un proceso de orgánica asimilación, antes enriquecería que menoscabaría nuestra personalidad; sino que se detiene en lo exterior del alma, como una niebla, como un antifaz, como una túnica; nada más que apariencia, pero lo bastante engañadora para que aquel mismo en cuya conciencia se interpone, la tenga por realidad y substancia de su ser. Debajo de ella queda la roca viva, la roca de originalidad, la roca de verdad; ¡acaso siempre, hasta la muerte ignorada!... En toda humana agrupación componen muy mayor número las almas que no tienen otro yo consciente y en acto que el ficticio, de molde, con que cada una de ellas coopera al orden maquinal del conjunto. Pero no por esto deja de existir potencialmente en ellas el real, el verdadero yo, capaz de revelarse y prevalecer en definitiva sobre el otro -aunque no se singularice por la superior originalidad que es atributo del genio-, si cambia el medio en que transcurre la vida, y se sale de aquél a cuyo influjo prospera la falsa personalidad a modo de una planta parásita; o bien si el alma logra apartar de sí, por cierto tiempo, la tiranía del ambiente, con los reparos y baluartes de la soledad.




ArribaAbajo- XXII -

La inscripción del Faro de Alejandría.


El primero y más grande de los Tolomeos se propuso levantar, en la isla que tiene a su frente Alejandría, alta y soberbia torre, sobre la que una hoguera siempre viva fuese señal que orientara al navegante y simbolizase la luz que irradiaba de la ilustre ciudad. Sóstrato, artista capaz de un golpe olímpico, fue el llamado para trocar en piedra aquella idea. Escogió blanco mármol; trazó en su mente el modelo simple, severo y majestuoso. Sobre la roca más alta de la isla echó las bases de la fábrica, y el mármol fue lanzado al cielo mientras el corazón de Sóstrato subía de entusiasmo tras él. Columbraba allá arriba, en el vértice que idealmente anticipaba: la gloria. Cada piedra, un anhelo; cada forma rematada, un deliquio. Cuando el vértice estuvo, el artista, contemplando en éxtasis su obra, pensó que había nacido para hacerla. Lo que con genial atrevimiento había creado, era el Faro de Alejandría, que la antigüedad contó entre las siete maravillas del mundo. Tolomeo, después de admirar la obra del artista, observó que faltaba al monumento un último toque, y consistía en que su nombre de rey fuera esculpido, como sello que apropiase el honor de la idea,,en encumbrada y bien visible lápida. Entonces Sóstrato, forzado a obedecer, pero celoso en su amor por el prodigio de su genio, ideó el modo de que en la posteridad, que concede la gloria, fuera su nombre y no el del rey el que leyesen las generaciones sobre el mármol eterno. De cal y arena compuso para la lápida de mármol una falsa superficie, y sobre ella extendió la inscripción que recordaba a Tolomeo; pero debajo, en la entraña dura y luciente de la piedra, grabó su propio nombre. La inscripción, que durante la vida del Mecenas fue engaño de su orgullo, marcó luego las huellas del tiempo destructor; hasta que un día, con los despojos del mortero, voló, hecho polvo vano, el nombre del príncipe. Rota y aventada la máscara de cal, se descubrió, en lugar del nombre del príncipe, el de Sóstrato, en gruesos caracteres, abiertos con aquel encarnizamiento que el deseo pone en la realización de lo prohibido. Y la inscripción vindicadora duró cuanto el mismo monumento; firme como la justicia y la verdad; bruñida por la luz de los cielos en su campo eminente; no más sensible que a la mirada de los hombres, al viento y a la lluvia.




ArribaAbajo- XXIII -

¡Ése no eres tú!


Un arranque de sinceridad y libertad que te lleve al fondo de tu alma, fuera del yugo de la imitación y la costumbre, fuera de la sugestión persistente que te impone modos de pensar, de sentir, de querer, que son como el ritmo isócrono del paso del rebaño, puede hacer en ti lo que la obra justiciera del tiempo verificó en la inscripción de la torre de Alejandría. Deshecho en polvo leve, caerá de la superficie de tu alma cuanto es allí vanidad, adherencia, remedo; y entonces, acaso por primera vez, conocerás la verdad de ti mismo. Despertarás como de un largo sueño de sonámbulo. Tu hastío y agotamiento son quizá, cual los de muchos otros, cosa de la personalidad ficticia con que te vistes para salir al teatro del mundo: es ella la que se ha vuelto en ti incapaz de estímulo y reacción. Pero por bajo de ella reposan, frescas y límpidas, las fuentes de tu personalidad verdadera, la que es toda de ti; apta para brotar en vida, en alegría, en amor, si apartas la endurecida broza que detiene y paraliza su ímpetu. Allí está lo tuyo, allí y no en el esquilmado campo que ahora alumbra el resplandor de tu conciencia. ¿Por qué llamas tuyo lo que siente y hace el espectro que hasta este instante usó de tu mente para pensar, de tu lengua para articular palabras, de tus miembros para agitarse en el mundo, cuyo autómata es, cuyo dócil instrumento es, sin movimiento que no sea reflejo, sin palabra que no sea eco sumiso? ¡Ése no eres tú! ¡Ése que roba tu nombre no eres tú! ¡Ése no es sino una vana sombra que te esclaviza y te engaña, como aquella otra que, mientras duermes, usurpa el sitio de tu personalidad e interviene en desatinadas ficciones, bajo la bóveda de tu frente!




ArribaAbajo- XXIV -

La multitud de los que se ignoran a sí mismos.


Hombres hay, muchísimos hombres, inmensas multitudes de ellos, que mueren sin haber nunca conocido su ser verdadero y radical; sin saber más que de la superficie de su alma, sobre la cual su conciencia pasó moviendo apenas lo que del alma está en contacto con el aire ambiente del mundo, como el barco pasa por la superficie de las aguas, sin penetrar más de algunos palmos bajo el haz de la onda. Ni aun cabe, en la mayor parte de los hombres, la idea de que fuera posible saber de sí mismos algo que no saben. ¡Y esto que ignoran es, acaso, la verdad que los purificaría, la fuerza que los libertaría, la riqueza que haría resplandecer su alma como el metal separado de la escoria y puesto en manos del platero!... Por ley general, un alma humana podría dar de sí más de lo que su conciencia cree y percibe, y mucho más de lo que su voluntad convierte en obra. Piensa, pues, cuántas energías sin empleo, cuántos nobles gérmenes y nunca aprovechados dones, suele llevar consigo al secreto cuyos sellos nadie profanó jamás, una vida que acaba. Dolerse de esto fuera tan justo, por lo menos, cual lo es dolerse de las fuerzas en acto, o en conciencia precursora del acto, que la muerte interrumpe y malogra. ¡Cuántos espíritus disipados en estéril vivir, o reducidos a la teatralidad de un papel que ellos ilusoriamente piensan ser cosa de su naturaleza; todo por ignorar la vía segura de la observación interior; por tener de sí una idea incompleta, cuando no absolutamente falsa, y ajustar a esos límites ficticios su pensamiento, su acción y el vuelo de sus sueños! ¡Cuán fácil es que la conciencia de nuestro ser real quede ensordecida por el ruido del mundo, y que con ella naufrague lo más noble de nuestro destino, lo mejor que había en nosotros virtualmente! ¡Y cuánta debiera ser la desazón de aquel que toca al borde de la tumba sin saber si dentro de su alma hubo un tesoro que, por no sospecharlo o no buscarlo, ha ignorado y perdido!




ArribaAbajo- XXV -

Peer Gynt.


Este sentimiento de la vida que se acerca a su término, sin haber llegado a convertir, una vez, en cosa que dure, fuerzas que ya no es tiempo de emplear ¿quién lo ha expresado como Ibsen, ni dónde está como en el desenlace de Peer Gynt, que es para mí el zarpazo maestro de aquel formidable oso blanco? Peer Gynt ha recorrido el mundo, llena la mente de sueños de ambición, pero falto de voluntad para dedicar a alguno de ellos las veras de su alma, y conquistar así la fuerza de personalidad que no perece. Cuando ve su cabeza blanca después de haber aventado el oro de ella en vana agitación, tras de quimeras que se han deshecho como el humo, este pródigo de sí mismo quiere volver al país donde nació. Camino de la montaña de su aldea, se arremolinan a su paso las hojas caídas de los árboles. «Somos, le dicen, las palabras que debiste pronunciar. Tu silencio tímido nos condena a morir disueltas en el surco». Camino de la montaña de su aldea, se desata la tempestad sobre él; la voz del viento le dice: -«Soy la canción que debiste entonar en la vida y no entonaste, por más que, empinada en el fondo de tu corazón, yo esperaba una seña tuya». Camino de la montaña, el rocío que, ya pasada la tempestad, humedece la frente del viajero, le dice: -«Soy las lágrimas que debiste llorar y que nunca asomaron a tus ojos: ¡necio si creíste que por eso la felicidad sería contigo!». Camino de la montaña, dícele la yerba que va hollando su pie: -«Soy los pensamientos que debieron morar en tu cabeza; las obras que debieron tomar impulso de tu brazo; los bríos que debió alentar tu corazón». Y cuando piensa el triste llegar al fin de la jornada, el Fundidor Supremo» -nombre de la justicia que preside en el mundo a la integridad del orden moral, al modo de la Némesis antigua-, le detiene para preguntarle dónde están los frutos de su alma, porque aquellas que no rinden fruto deben ser refundidas en la inmensa hornaza de todas, y sobre su pasada encarnación debe asentarse el olvido, que es la eternidad de la nada.

¿No es ésta una alegoría propia para hacer paladear por vez primera lo amargo del remordimiento a muchas almas que nunca militaron bajo las banderas del Mal? -¡Peer Gynt! ¡Peer Gynt! Tú eres legión de legiones.




ArribaAbajo- XXVI -

Nuestra complejidad personal. Nadie diga: «tal soy, tal seré siempre».


... Pero admito que sea algo que nazca de real desenvolvimiento de tu ser, y no un carácter adventicio, lo que se refleja presentemente en tu conciencia y se manifiesta por tus sentimientos y tus actos. Aun así, nada definitivo y absoluto te será lícito afirmar de aquella realidad, que no es, en ninguno de nosotros, campo cerrado, inmóvil permanencia, sino perpetuo llegar a ser, cambio continuo, mar por donde van y vienen las olas. El saber de sí mismo no arriba a término que permita jurar: «Tal soy, tal seré siempre». Ese saber es recompensa de una obra que se renueva cada día, como la fe que se prueba en la contradicción, como el pan que santifica el trabajo. Las tendencias que tenemos por más fundamentales y características de la personalidad de cada uno, no se presentan nunca sin alguna interrupción languidez o divergencia; y aun su estabilidad como resumen o promedio de las manifestaciones morales ¡cuán distante está de poder confiar siempre en lo futuro; cuán distante de la seguridad de que la pasión que hoy soberanamente nos domina no ceda alguna vez su puesto a otra diversa o antagónica, que trastorne, por natural desenvolvimiento de su influjo, todo el orden de la vida moral! Quien se propusiera obtener para su alma una unidad absolutamente previsible, sin vacilaciones, sin luchas, padecería la ilusión del cazador demente que, entrando, armado de toda suerte de armas, por tupida selva del trópico, se empeñara, con frenético delirio, en abatir cuanta viviente criatura hubiese en ella, y cien y cien veces repitiera la feral persecución, hasta que un ruido de pasos, o de alas, o un rugido, o un gorjeo, o un zumbar cenzalino, le mostrasen otras tantas veces la imposibilidad de lograr completa paz y silencio. Bosques de espesura llamó a los hombres el rey don Alfonso el Sabio.

Hay siempre en nuestro espíritu una parte irreductible a disciplina, sea que en él prevalezca la disciplina del bien o la del mal, y la de la acción o la de la inercia. Gérmenes y propensiones rebeldes se agitan siempre dentro de nosotros, y su ocasión natural de despertar coincide acaso con el instante en que más firmes nos hallábamos en la pasión que daba seguro impulso a nuestra vida; en la convicción o la fe que la concentraban y encauzaban; en el sosiego que nos parecía haber sellado para siempre la paz de nuestras potencias interiores.

Filosofía del espíritu humano; investigación en la historia de los hombres y los pueblos; juicio sobre un carácter, una aptitud o una moralidad; propósito de educación o de reforma, que no tomen en cuenta, para cada uno de sus fines, esta complexidad de la persona moral, no se lisonjeen con la esperanza de la verdad ni del acierto.




ArribaAbajo- XXVII -

El meditador y el esclavo.


... Pasó que, huésped en una casa de campo de Megara, un prófugo de Atenas, acusado de haber pretendido llevarse bajo el manto, para reliquia de Sócrates, la copa en que bebían los reos la cicuta, se retiraba a meditar, al caer las tardes, a lo esquivo de extendidos jardines, donde sombra y silencio consagraban un ambiente propicio a la abstracción. Su gesto extático algo parecía asir en su alma: dócil a la enseñanza del maestro, ejercitaba en sí el desterrado la atención del conocimiento propio.

Cerca de donde él meditaba, sobre un fondo de sauces melancólicos, un esclavo, un vencido de Atenas misma o de Corinto, en cuyo semblante el envilecimiento de la servidumbre no había alcanzado a desvanecer del todo un noble sello de naturaleza, se ocupaba en sacar agua de un pozo para verterla en una acequia vecina. Llegó ocasión en que se encontraron las miradas del huésped y el esclavo. Soplaba el viento de la Libia, producidor de fiebres y congojas. Abrasado por su aliento, el esclavo, después de mirar cautelosamente en derredor, interrumpió su tarea, dejó caer los brazos extenuados, y abandonando sobre el brocal de piedra, como sobre su cruz, el cuerpo flaco y desnudo: -«Compadéceme (dijo al pensador), compadéceme si eres capaz de lágrimas, y sabe, para compadecerme bien, que ya apenas queda en mi memoria rastro de haber vivido despierto, sino es en este mortal y lento castigo. ¡Ve cómo el surco de la cadena que suspendo, abre las carnes de mis manos; ve cómo mis espaldas se encorvan! Pero lo que más exacerba mi martirio es que, cediendo a una fascinación que nace del tedio y el cansancio, no soy dueño de apartar la mirada de esta imagen de mí que me pone delante el reflejo del agua cada vez que encaramo sobre el brocal el cubo del pozo. Vivo mirándola, mirándola, más petrificado, en realidad, que aquella estatua cabizbaja de Hipnos, porque ella sólo a ciertas horas de sol tiene los ojos fijos en su propia sombra. De tal manera conocí mi semblante casi infantil, y veo hoy esta máscara de angustia, y veré cómo el tiempo ahonda en la máscara las huellas de su paso, y cómo se acercan y la tocan las sombras de la muerte... Sólo tú, hombre extraño, has logrado desviar algunas veces la atención de mis ojos con tu actitud y tu ensimismamiento de esfinge. ¿Sueñas despierto? ¿Maduras algo heroico? ¿Hablas a la callada con algún dios que te posee?... ¡Oh, cómo envidio tu concentración y tu quietud! Dulce cosa debe de ser la ociosidad que tiene espacio para el vagar del pensamiento!» -«No son estos los tiempos de los coloquios con los dioses, ni de las heroicas empresas (dijo el meditador); y en cuanto a los sueños deleitosos, son pájaros que no hacen nido en cumbres calvas... Mi objeto es ver dentro de mí. Quiero formar cabal idea y juicio de éste que soy yo, de éste por quien merezco castigo o recompensa...; y en tal obra me esfuerzo y peno más que tú. Por cada imagen tuya que levantas de lo hondo del pozo, yo levanto también de las profundidades de mi alma una imagen nueva de mí mismo; una imagen contradictoria con la que la precedió, y que tiene por rasgo dominante un acto, una intención, un sentimiento, que cada día de mi vida presenta, como cifra de su historia, al traerle al espejo de la conciencia bruñida por la soledad; sin que aparezca nunca el fondo estable y seguro bajo la ondulación de estas imágenes que se suceden. He aquí que parece concretarse una de ellas en firmes y precisos contornos; he aquí que un recuerdo súbito la hiere, y como las formas de las nubes, tiembla y se disipa. Alcanzaré al extremo de la ancianidad; no alcanzaré al principio de la ciencia que busco. Desagotarás tu pozo; no desagotaré mi alma. ¡Ésta es la ociosidad del pensamiento!»... Llegó un rumor de pasos que se aproximaban; volvió el esclavo a su faena, el desterrado a lo suyo; y no se oyó más que la áspera quejumbre de la garrucha del pozo, mientras el sol de la tarde tendía las sombras alargadas del meditador y el esclavo, juntándolas en un ángulo cuyo vértice tocaba al pie de la estatua cabizbaja de Hipnos.




ArribaAbajo- XXVIII -

¿Nunca te has sentido distinto de ti mismo?


En verdad ¡cuán varios y complejos somos! ¿Nunca te ha pasado sentirte distinto de ti mismo? ¿No has tenido nunca para tu propia conciencia algo del desconocido y el extranjero? ¿Nunca un acto tuyo te ha sorprendido, después de realizado, con la contradicción de una experiencia que fiaban cien anteriores hechos de tu vida? ¿Nunca has hallado en ti cosas que no esperabas ni dejado de hallar aquellas que tenías por más firmes y seguras? Y ahondando, ahondando, con la mirada que tiene su objeto del lado de adentro de los ojos, ¿nunca has entrevisto, allí donde casi toda luz interior se pierde, alguna vaga y confusa sombra, como de otro que tú, flotando sin sujeción al poder de tu voluntad consciente; furtiva sombra, comparable a esa que corre por el seno de las aguas tranquilas cuando la nube o el pájaro pasan sobre ellas?

¿Nunca, apurando tus recuerdos, te has dicho: si aquella extraña intención que cruzó un día por mi alma, llegó hasta el borde de mi voluntad y se detuvo, como en la liza el carro triunfador rasaba la columna del límite sin tocarla; si aquel rasgo inconsecuente y excéntrico que una vez rompió el equilibrio de mi conducta, en el sentido del bien o en el del mal, hubieran sido, dentro del conjunto de mis actos, no pasajeras desviaciones, sino nuevos puntos de partida ¡cuán otro fuera ahora yo; cuán otras mi personalidad, mi historia, y la idea que de mí quedara!?




ArribaAbajo- XXIX -

Imposibilidad de una igualdad perenne.


Ni la más alta perfección moral asequible, que importa la concordia de las tendencias inferiores subordinadas a la potestad de la razón; ni la más primitiva sencillez, que muestra, persistiendo en la conciencia humana, el vestigio de la línea recta y segura del instinto; ni la más ciega y pertinaz pasión, que absorbe toda el alma y la mueve, mientras dura la vida, en un solo arrebatado impulso, tienen fuerza con que prevalecer sobre lo complejo de nuestra naturaleza hasta el punto de anular la diversidad, la inconsecuencia y la contradicción, que se entrelazan con las mismas raíces de nuestro ser.

¿Hay límpida y serena conciencia por la que no haya pasado la sombra de algún instante infiel al orden que componen los otros?... Levantémonos a la cumbre sublime donde se tocan lo divino y lo humano. Subamos hasta Jesús e interroguémosle. En la vía de su amor infinito hubo también cabida para la desesperanza, el desánimo y el tedio. Volviendo de la Pascua, y ya en el umbral de su pasión, el Redentor llegó al monte de los Olivos... Y allí una mitad de su alma peleó contra la otra; allí fue la angustia de la duda, y el sudor de muerte, y la rebelión que amaga, desde lo hondo de las entrañas mortales, a la parte que es puro amor y vida; allí fue el hesitar de que estuvo pendiente, en el momento más solemne y trágico del mundo, si el mundo iba a levantarse a la luz o a desplomarse en la sombra. ¿Quién, si recuerda esto, creerá accesible a sus fuerzas una eterna lucidez y constancia en la voluntad del bien? La palabra de Kempis enseña a los confiados cómo el desprecio de la tentación es vanidad en los más justos. «Jamás (dice ese penetrante asesor de los que creen), conocí hombre tan piadoso que no tuviera intermisión en el consuelo divino».

Y así como en el orden celeste de la vida del santo, la disonancia se da también en el alma del héroe primitivo y candoroso, que corre desatada, como la piedra por la pendiente, en derechura a su objeto; y en el alma simple del rústico, cuya mente gira dentro de una mínima complejidad de tendencias y necesidades. La fiereza de Aquiles se deshace en lágrimas de misericordiosa ternura cuando Príamo se postra a sus plantas. Sancho no parece él mismo, pero lo es -lo es con esa identidad que nace de imitación de la naturaleza, y no de regularidad artificiosa-: en pasos como el del inmortal abandono de su ínsula.

Frente al hecho revelador, según el cual el entendimiento lógico de Taine, pretendió inferir de un acto aislado la noción entera de un carácter: por un solo hilo, la trama completa de una personalidad; frente al hecho revelador y limitando la eficacia de aquel procedimiento, se reproduce, harto a menudo, en la existencia humana, el hecho que podemos llamar contradictorio: el hecho en que la personalidad de cada uno se manifiesta-bajo una faz divergente o antitética de aquella que predomina en su carácter y mira al norte de su vida.




ArribaAbajo- XXX -

El arte no puede reflejar más que hasta cierto punto, la complejidad individual.


La visión intuitiva y completa de un alma personal, de modo que, junto con la facultad que constituye su centro, junto con la tendencia dominante que le imprime sello y expresión, aparezca, en la imagen que se trace de ella, el coro de los sentimientos e impulsos secundarios: la parte de vida moral que se desenvuelve más o menos separadamente de aquella autoridad, nunca absoluta, es la condición maestra en el novelador y el poeta dramático que imaginan nuevas almas, y en el historiador que reproduce o interpreta las que fueron. Pero sólo hasta cierto punto puede el arte reflejar lo que en la complexidad personal hay de contradictorio y disonante, porque está en la propia naturaleza de la creación artística perseguir la armonía y la unidad, y reducir la muchedumbre de lo desordenado y disperso a síntesis donde resplandezca en su esencia la substancia que la realidad presenta enturbiada por accidentes sin valor ni fuerza representativa.

La diversidad de elementos que el artista cuida de reunir en torno a la nota fundamental de un carácter, para apartarle del artificio y la abstracción, componen, por necesidad intrínseca del arte, una armonía más perfecta que la que se realiza en el complexo del carácter real. Y sin embargo: cuando un gran creador de caracteres, dotado del soberano instinto de la verdad humana, presta su aliento a un personaje de invención y hace que hierva en él, abundante y poderosa, la vida, lo disonante y lo contradictorio tienen bríos para manifestarse, como por la propia fuerza de la verdad de la concepción; y se manifiestan sin ser causa de disconveniencia en el efecto artístico, sin menguar su intensidad: antes bien realzándola por la palpitante semejanza de la ficción del arte con la obra de la naturaleza. Tal pasa en el inmenso mundo de Shakespeare, el más pujante alfarero del barro humano; cuyas criaturas, movidas por el magnetismo de una enérgica y bien caracterizada pasión, que las hace inmortalmente significativas, muestran al propio tiempo toda la contradicción e inconstancia de nuestro ser, alternando el fulgor del ideal con la turpitud del apetito, nobleza olímpica con rastrera vulgaridad, impulsos heroicos con viles desfallecimientos.

Te hablaba, hace un instante, del Redentor del mundo. Pues bien: la impresión de realidad humana, aunque única y sublime; el interés hondísimo que para nosotros nace de ver cómo de mortales entrañas irradia y se sustenta tan inefable luz, no serían tales, en la figura que esculpe con poética eficacia la palabra candorosa de los evangelistas, sin inconsecuencias que no se concilian con la igualdad inalterable que es de la esencia del dios: igualdad capaz de abismar nuestra mente, de exaltarnos a la adoración, de fascinarnos y humillarnos, mas no de suscitar el conmovido sentimiento de humana simpatía con que reconocemos la palpitación de nuestra naturaleza, en aquel que la levantó más alto que todos, cuando su esperanza se eclipsa en el huerto de los olivos; cuando su constancia padece tentación en la cumbre de la montaña; cuando su mansedumbre se agota, y el látigo movido por su mano, en un arranque que parece de Isaías, restalla sobre la frente de los mercaderes; cuando la desesperación del hambre burlada le muerde en la carne mortal, y lanza un anatema sin razón ni sentido sobre la higuera sin fruto; cuando la esperanza vuelve a huirle, en la cruz, y reconviene al Padre que le ha abandonado... Por inconsecuencias como éstas, por discordancias como éstas, hay naturalidad, hay verdad, siéntese el calor y aroma de la vida, en el más grande y puro de los hombres.



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