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Moyano: una literatura, como ética

Carlos Hugo Mamonde





Aunque reconocido por la crítica latinoamericana -y por autores contemporáneos de la valía de Cortázar, Onetti, Roa Bastos, Sábato, entre otros- como uno de los más destacados narradores argentinos, Daniel Moyano ha publicado en Madrid su primera novela del exilio entre la casi absoluta indiferencia de la Prensa.

Editada por Legasa1, El vuelo del tigre continúa la barroca saga iniciada en El trino del diablo y conectada con la indagación de la realidad sociopolítica del Cono Sur, abierta con El oscuro y la primera, y abundante, cuentística de Moyano2, orientada en la voluntad de conocimiento de un mundo cuyas esperpénticas, crueles, constantes históricas fueron alumbradas -hace ya demasiado tiempo- en Tirano Banderas, y que escandalosamente persisten: dictaduras abominables y violentas, humillación de pueblos, proyectos de castración cultural, exilios.

Moyano pertenece a la generación de Haroldo Conti, de Rodolfo Walsh, de Soriano, de Juan José Hernández... Generación diezmada por la actual dictadura, que ha llevado a sus miembros a la «desaparición», la cárcel, el destierro o la destrucción persistente y oprobiosa de la censura en el «exilio interior». Pero sus sobrevivientes, junto a casi anónimos narradores argentinos de las promociones más recientes, han continuado silenciosamente, empero, su obra de testimonio y crítica. Conscientes de la fragilidad del panfleto, del oportunismo de muchas llamadas «literaturas de emergencia» o «testimoniales», de la inanidad de los tópicos sectarios, estos autores desmembrados en la diáspora argentina, no abandonan su voluntad de estilo y preocupación formal, aun en inusuales registros lingüísticos, testigos de la pluralidad del habla en la unidad continental del castellano.

Pero singularmente los caracteriza una clara conciencia, en absoluto mesiánica, de su tarea cultural, impulsados como lo han sido a cargar con los riesgos de un discurso ético violentamente alienado del pensamiento político. Es que explícita o implícitamente -y ya superado el boom y otras mistificaciones-, el caudal central de la literatura latinoamericana, como lo señaló en su día el propio Moyano en los claustros de Yale, está en la tarea de «constituir su arte como uno de los primeros territorios libres del continente». Sueñan quizá con dar un giro copernicano a la falacia maquiavélica de divorciar los actos de su valor, de pretender constituir una práctica y un Poder «inocentes».

Texto barroco, dentro de la vertiente del realismo mágico, El vuelo del tigre elige la recreación mítica y la connotación de la metáfora como instrumentos de revelación más allá de una crónica de lo apariencial. Esta es, sin embargo, una nueva manera de narrar dentro de la obra de Daniel Moyano, apegado en sus primeros libros a un moroso tono elegíaco, sin énfasis; una atmósfera pavesiana en suma, aunque acaso sin sus concesiones psicologistas.

Avecindado en la geografía mítica de un Macondo o un Yoknapatawpha, el sitio de la acción -o de la pesadilla- se llama Hualacato, imaginario país, situado entre «la cordillera, el mar y las desgracias», propuesto como foco sincrético de esa realidad de registros más amplios, pero no distintos que es Latinoamérica. Es allí donde después de un golpe de Estado comienza -o recomienza- el proyecto de abolición de la libertad, de una suerte de «reeducación» para el sometimiento y el odio querido por los «salvadores de la patria». Pero esta vez se trata ya no sólo de un sometimiento del cuerpo y de la voluntad de acción, sino especialmente de la imaginación, de la sensibilidad, del sexo, de lo sagrado. La aventura de la novela es la resistencia, la respuesta -resistencia por el absurdo, la poesía, lo surreal-, que a esa tragedia opone una familia campesina. Locura y magia se oponen a la acción del «redentor», que trata de «salvarlos» para el nuevo orden.

En el detestable pero más que verosímil mundo de Hualacato, la violencia ha llegado hasta el lenguaje; tal vez por ello los resistentes deben definir sus códigos, regenerar todos los sentidos. Pero los opresores ya no ignoran -si acaso lo ignoraban- el valor de la conquista de este espacio de signos. En un interrogatorio policial, un personaje niega haber tocado un objeto prohibido. El torturador militar le responde: «[...] sí tocaste. ¿Habías de tocar o ya había tocado? ¿Hubiste de tocar o habiendo tocado ya tocabas? Porque entonces hubiste de tocar o habrías de tocar habiendo lo que hubo, ¿no es verdad? Porque hubiste de tocar. Porque todos hubieron. Tengo fechas y lugares precisos».

En la pérdida de toda identidad que esta violencia supone -en la tortura personal o en la opresión masiva- una tarea de esta literatura es reconstituirla.





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