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Nietzsche y el alma moderna de José Fernández en «De sobremesa»

Klaus Meyer-Minnemann





En el diario de José Fernández en De sobremesa hay un pasaje revelador del gran impacto intelectual que había adquirido el pensamiento de Nietzsche a mediados de los años noventa del siglo XIX1. Comprueba el protagonista de la novela un cambio radical en la orientación moral de las ideas y la literatura al anotar un 14 de abril [189-]:

Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con que se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana. El frío viento del Norte, que trajo a tu tierra la piedad por el sufrimiento humano que desborda en las novelas de Dostoiewsky y de Tolstoi; acarrea hoy la voz terrible de Nietzsche2.


(p. 321)                


En este apóstrofe a Víctor Hugo, quien había muerto en 18853, José Fernández habla de un cambio de rumbo en la poesía y el pensamiento de su tiempo. Según él, la poesía antes marcada por un compromiso con los destinos de la humanidad, se ha convertido en el entretenimiento de algunos pocos iniciados, más aún, en «una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana». A primera vista la afirmación no deja de ser un tanto enigmática. Con ella, el diarista aludía a la indiferencia moral de la poesía del decadentismo y simbolismo de la época (entretenimiento de mandarines enervados). Para su entendimiento a menudo difícil (adivinanza) serviría como clave la palabra «nirvana», una noción que apuntaba a un concepto central del budismo, en aquel entonces de moda, y, oblicuamente también al carácter resignativo de la filosofía de Schopenhauer, la cual había impregnado una parte considerable del pensamiento de la época4. En lugar de la expresión de «piedad por el sufrimiento humano que desborda en las novelas de Dostoiewsky y de Tolstoi» (novelas que había dado a conocer en Francia el vizconde Eugène Melchior de Vogüé5, «el viento frío del Norte» -continúa observando José Fernández- «acarrea hoy la voz terrible de Nietzsche».

¿Qué hace tan terrible esta voz de un filósofo pocos años antes aún desconocido? Sus características, es decir, las del pensamiento que proclama, se señalan en la misma anotación en un apóstrofe dirigido ya no a Víctor Hugo, sino a un obrero anónimo. A este, quien sigue siendo fiel a los dogmas de la fe cristiana, el diarista le informa sobre un nuevo evangelio, en el cual se cuenta: «la historia de Zaratustra, en una cueva, meditando, entre el águila y la serpiente, en el reavalúo de todos los valores» (ibid.). Y preguntando a su interlocutor imaginario el personaje de Silva agrega:

¿Nada le sugiere tampoco esa frase a tu obtuso entendimiento? ... Es que la humanidad había estado recibiendo como verdaderas, nociones falsas sobre su origen y su destino, y el profundo filósofo encontró una piedra de toque en qué ensayar las ideas como se ensayan las monedas para saber el oro que contienen. Eso es lo que se llama reavaluar todos los valores.


José Fernández explica:

Lo que tú llamas conciencia, eso que te atormenta cuando crees haber cometido una falta, no es más que el instinto de la crueldad que puedes ejercer contra los otros, y que al no ejercerlo, porque la sociedad te lo impide encerrándote en la noción del deber, como a un león en una jaula de fierro, te atormenta como atormentarían sus inútiles garras al flavo animal si las hundiera en su propia carne al no poder destrozar los barrotes rígidos ni la presa deliciosa. Esos mismos deberes en que crees, no son más que la invención con que una raza potente y noble de hombres alegres que reían entre los incendios, los estupros, los asesinatos y los robos, sujetó a las razas de débiles vencidos, de que hizo sus esclavos. Los buenos entre los vencedores eran los más crueles, los más brutales, los más duros, y los esclavos inventaron como virtudes las cualidades opuestas a las que veían en sus amos: la continencia, el sacrificio de sí mismo, la piedad por el sufrimiento ajeno. En la revuelta de los esclavos, que tuvo lugar hace siglos, fue necesaria una víctima para que tuvieran una bandera que levantar, un hombre que juntara en sí todas aquellas falsas virtudes y muriera por afirmarlas, e Israel crucificó al Cristo, a ese que tú creías Dios, y triunfó la moral de los débiles, la que te enseñó tu padre, esa sobre la cual está fundada la sociedad de hoy.


(p. 321 f.).                


Y concluye José Fernández, dirigiéndose otra vez directamente a su interlocutor imaginario:

¿Tú no sabías nada de eso, obrero que con las manos encallecidas por el trabajo haces todavía la señal de la cruz y te arrodillas para pedir por los dueños de la fábrica donde te envenenan los vapores de las mezclas explosivas? Pues sábelo, y regenerado por la enseñanza de Zaratustra, profesa la moral de los amos; vive más allá del bien y del mal. Si la conciencia son las garras con que te lastimas y con que puedes destrozar lo que se te presente y coger tu parte de botín en la victoria, no te las hundas en la carne, vuélvelas hacia afuera; sé el sobrehombre; el Uber-mensch libre de todo prejuicio, y con las encallecidas manos con que haces todavía, estúpido, la señal de la cruz, recoge un poco de las mezclas explosivas que te envenenan al respirar sus vapores, y haz que salte en pedazos, al estallido del fulminante picrato, la fastuosa vivienda del rico que te explota. Muertos los amos serán los esclavos los dueños y profesarán la moral verdadera en que son virtudes la lujuria, el asesinato y la violencia. ¿Entiendes, obrero?...


(p. 322)                


En esta larga, pero necesaria cita para el entendimiento de las relaciones entre Nietzsche y el estado anímico de José Fernández en De sobremesa sobresalen dos aspectos. El primero remite al pensamiento mismo de Nietzsche que el protagonista identifica con algunos de sus conceptos claves como la crítica de las virtudes cristianas, la profesión de la moral de los amos, el vivir más allá del bien y del mal, la transvaloración de los valores y la creación del sobrehombre. El segundo se refiere al efecto que José Fernández atribuye a las ideas del filósofo. Éstas se parecen a una bomba capaz de hacer estallar los fundamentos mismos de la sociedad, una sociedad construida sobre la diferencia entre pobres y ricos, y basada en la dominación de éstos sobre aquéllos. No por casualidad José Fernández se dirige al obrero que pasa su «vida doblado en dos, cuyos músculos se empobrecen con el rudo trabajo y la alimentación deficiente, pero cuyas encallecidas manos hacen todavía la señal de la cruz» (p. 321). En el momento en que este obrero o, mejor dicho, todos los de su estirpe se conviertan al nuevo evangelio de Zaratustra -esto es lo que José Fernández quiere dar a entender- saltarán en pedazos las fastuosas viviendas de los ricos, erigidas y sustentadas por el trabajo de los pobres.

La idea de la subversión y peligrosidad social del pensamiento de Nietzsche que de la cita emana, es reforzada por las demás observaciones que integran la anotación del protagonista novelístico. Para José Fernández, Nietzsche es el punto culminante de un proceso, en que la acción directa de los anarquistas y el arte corren parejas en la destrucción de los cimientos de la sociedad. Al principio de su reflexión José Fernández establece un paralelo entre los frecuentes atentados con bombas en la capital francesa de aquel entonces y la acogida favorable que encuentra la representación de La casa de las muñecas de Ibsen en un teatro de boulevard6. Ve un nexo entre el asesinato del presidente Marie François Sadi Carnot por un anarquista italiano, y La dama vestida de gris de Sudermann, una novela donde, según José Fernández, «la abnegación y el amor a la familia toman tintes de sentimientos grotescos» (p. 320)7.

Más adelante, en la misma línea, José Fernández evoca la situación prerrevolucionaria en la Francia del siglo XVIII al comentar las tendencias neo-místicas de su época. Mientras, por una parte, se manifiesta un renacimiento de los valores espirituales y el interés por los misterios de la vida, que el diarista equipara con la orientación de la Roma decadente hacia los cultos de Mitra y de Isis, se nota, por otra parte, una influencia creciente de los vulgarizadores de la psicología y la doctrina evolucionistas, ambas falsas ciencias (p. 323), según José Fernández -sobre el pueblo. Éste, metafóricamente, «alza los ojos y mira» (ibid.):

Así los alzaba hace ciento veinte años, para ver, entre la atmósfera de la corte, perfumada de mariscala, los tacones rojos de las favoritas, las empolvadas pelucas, las chorreras de encajes, las casacas de colorines de los cortesanos que rodeaban al sifilítico monarca. Voltaire no había reído aún; Rosseau no había llorado todavía. Oyó la fiera de repente la blasfemia y el sollozo, se sacudió del letargo en que dormía, clavó las garras en la presa dorada y el charco de sangre del Terror mostró el poder de sus garras y los destrozos de su ira sangrienta.


(p. 323)                


El paralelo que se quiere establecer es obvio: así como el pueblo había mirado adormecido la sociedad aristocrática corrupta del Antiguo Régimen antes de abalanzarse sobre ella, instigado por los filosofemas de Voltaire y Rousseau, así contempla en lo alto la corrupción contemporánea. Lo que ha visto en los últimos años, es «la cara imbécil de papá Grévy» (p. 323), presidente de la República Francesa, quien en 1887 se vio obligado a demisionar; es «el perfil judío de Daniel Wilson» (ibid.), yerno de Grévy e involucrado en un gran escándalo de soborno que sacudió los cimientos del Estado; es «al brave général» (ibid.) y antiguo ministro de Guerra Georges Boulanger, quien en una especie de intentona contra las instituciones de la República fracasó grotescamente antes de suicidarse sobre la tumba de su amante; y es, como punto culminante de esta serie deplorable de escándalos públicos, «el asunto de Panamá», vale decir, la quiebra de la sociedad constructora del canal interoceánico en 1888, que «salpicó las canas de Lesseps y las frentes de tantos de sus senadores ilustres» (p. 324). Así como el pensamiento de los filósofos de la Ilustración despertó la furia revolucionaria de 1789 ante la podredumbre política y moral de la época, así será despertada por «el Evangelio de Nietzsche» (ibid.) cuando el pueblo, «la fiera» (ibid.) en palabras de José Fernández, lo oiga. Y contra esta fiera nada podrá «la ciencia notadora de los Taine y de los Wundt, la impresión religiosa que se desprende de la música de Wagner, de los cuadros de Puvis de Chavannes, de las poesías de Verlaine y la moral que le enseñan en sus prefacios Paul Bourget y Eduardo Rod» (ibid.).

¿Cómo se explica esta visión de la subversión y peligrosidad social del pensamiento de Nietzsche? Cuando a principios de 1889 Nietzsche se hundió en la locura, sus ideas apenas habían recibido atención. Esta situación cambió radicalmente, cuando el crítico danés Georg Brandes publicó en 1890 en la revista Deutsche Rundschau su artículo «Aristokratischer Radikalismus. Eine Abhandlung über Friedrich Nietzsche» (Radicalismo aristocrático. Una disertación sobre Friedrich Nietzsche). En este artículo Brandes explicaba el ideal del hombre superior en el pensamiento de Nietzsche y su crítica de la historia como pauta de la vida. Analizaba la genealogía de la moral que traza el filósofo y su rechazo de la ética cristiana. Un párrafo entero del trabajo estaba dedicado a Also sprach Zarathustra (Así hablaba Zaratustra) la obra más influyente de Nietzsche, en la cual también se basa el personaje de Silva. Pero en ninguna parte de su artículo Brandes desarrollaba la idea de subversión y peligrosidad social del filósofo alemán, que en la opinión de José Fernández lo vinculan con las acciones de terror de los anarquistas. Al contrario, Brandes mencionaba la crítica de Nietzsche con respecto al socialismo y el anarquismo la que se explicaría por su aversión acerba contra «la moral de los esclavos», encarnada en el ideal de la igualdad8.

El artículo de Brandes tuvo una gran repercusión9. En Francia, hacia donde Silva, como la mayoría de sus contemporáneos hispanoamericanos, intelectualmente se orientaba, el franco-polaco Teodor de Wyzewa publicó en 1891 en la Revue Bleue con su artículo «Frédéric Nietsche (sic), le dernier métaphysicien» el primer estudio sobre el filósofo alemán en lengua francesa10. En este estudio Wyzewa señala la creciente reputación internacional de Nietzsche, mencionando en especial a Strindberg y a Brandes11. Aunque el artículo por su superficialidad no goza de mucho prestigio12, resulta interesante en nuestro contexto. Mientras no parece probable que el trabajo de Brandes haya llegado a manos de Silva, es cierto, según el testimonio de Baldomero Sanín Cano, que Silva leyó el artículo de Wyzewa13. No obstante, a pesar de las «citas curiosas de aforismos del atrevido pensador» recordadas por Sanín Cano14, tampoco resultaba fácil llegar por ahí a la idea de la subversión y peligrosidad social del pensamiento de Nietzsche. Wyzewa apenas mencionaba el «tempérament de démolisseur» (temperamento de demoledor) del filósofo, comparándolo con los nihilistas de las novelas de Goncharov y Turgueniev15. Lo que principalmente comentaba en su artículo había sido espigado en gran parte -un poco al azar como el autor concedía- entre los aforismos de Menschliches, Allzumenschliches (Humano, demasiado humano) publicados por primera vez en 1878 y reeditados en 1886. Muy poco decía el crítico en su ensayo de Also sprach Zarathustra, este nuevo evangelio al cual se refiere el personaje de Silva.

Sin embargo, un año después la situación del conocimiento de la filosofía de Nietzsche en los círculos intelectuales franceses empezaba a cambiar. En la Revue Blanche, de tendencias vagamente acráticas, se publicó una nota de Jean de Néthy, titulada «Nietzsche-Zarathustra» en la cual se explicaba la enseñanza del nuevo profeta de la vida humana acerca de la voluntad del poder16. En la revista Le Banquet Daniel Halévy et Fernand Gregh, por una parte, y Robert Dreyfus, por otra, se esforzaron por comentar varios aspectos del pensamiento de Nietzsche, atacando abiertamente la visión simplista de un Wyzewa17. Y, finalmente, en la prestigiosa Revue des Deux Mondes Víctor Cherbuliez (bajo el seudónimo de G. Valbert) presentó una vista panorámica de la filosofía nietzscheana, en la cual destacaba la crítica acerba de la sociedad moderna18. Los trabajos sobre Nietzsche comenzaron a menudear y no era raro, que el pensamiento del filósofo, que Brandes había tildado de «radicalismo aristocrático» (aristokratischer Radikalismus) se asociara a las teorías de Max Stirner, uno de los padres del anarquismo19. De ahí que se pudiera ver en Nietzsche un pensador, cuyas ideas atrevidas minaban los cimientos mismos de la sociedad, tanto más cuanto, en palabras de uno de los críticos de la época, «culminaban en su oposición directa al Cristianismo y la democracia»20.

Resulta interesante en este contexto un estudio de Ludwig Stein sobre los peligros de la filosofía de Nietzsche21. Stein, quien a la sazón desempeñaba una cátedra de filosofía en la Universidad de Berna, califica a Nietzsche de dinamitero. Según él Nietzsche construye bombas espirituales con la intención «de hacer estallar toda nuestra cultura, la totalidad de nuestros ideales religiosos, morales y políticos»22. Para el crítico la peligrosidad evidente del pensamiento de Nietzsche reside en el carácter seductor de sus ideas, ávidamente acogidas por socialistas y librepensadores. El estudio de Stein tuvo una cierta repercusión. Fue comentado en una actitud de distanciamiento por Henri Albert en el Mercure de France, desde donde logró una mayor influencia23.

Es muy probable que Silva estuviera al tanto de toda esta discusión coetánea acerca del pensamiento de Nietzsche y que pudo penetrar con la ayuda de Sanín Cano en algunos de los textos originales del filósofo, entre ellos el «nuevo evangelio» de Así hablaba Zaratustra. Sanín Cano -recordémoslo- sabía alemán y había pedido las obras de Nietzsche a sus libreros en Alemania24. Hay incluso la hipótesis de que Silva aprendiera alemán con Sanín Cano y que Sanín Cano aprendiera con Silva «a conocer el mundo»25. Al verificarse esta hipótesis, significaría que Silva, por sí sólo hubiera podido leer y meditar los pensamientos de Nietzsche, a pesar de que, según Hughes Rebell, uno de los autores jóvenes de aquel entonces y traductor de Nietzsche, se trataba de la obra lingüísticamente más difícil que conociera26.

Con todo, no deja de resultar extraño que Silva, al hacer reflexionar a su personaje en De sobremesa sobre el estado actual de la sociedad (en concreto, de la sociedad francesa) asociara el anarquismo político con el pensamiento de Nietzsche, no porque esta asociación fuera completamente insólita, sino porque en su modo de presentación no encajaba bien con el anticonformismo de José Fernández. En efecto, éste, al relacionar a Nietzsche con el nihilismo de la propaganda por la acción, nos presenta al filósofo en un tono ambiguo. Por una parte es el inspirador despiadado de una posible revolución social que pondría fin a una sociedad corrupta. Por otra parte resulta ser el demoledor de todos los valores morales, inclusive aquellos en que se basa, «en las más excelsas alturas de lo intelectual, noble grupo de desinteresados filósofos», que «indaga, investiga, sondea el inefable misterio de la vida y de las leyes que la rigen» (p. 322). Tanto este grupo, portador del renacimiento idealista y del neo-misticismo advertidos por José Fernández, así como la ciencia de un Taine y un Wundt, la música de Wagner, la pintura de Puvis de Chavannes, la poesía de Verlaine y la enseñanza moral de Bourget y de Rod se mostrarán incapaces de proporcionar las «cadenas suficientes para sujetar a la fiera» (p. 324), es decir, al pueblo, o, incluso, al «populacho» (p. 323), como José Fernández lo llama varias veces, cuando «oiga el Evangelio de Nietzsche» (p. 324).

Mientras se ha sugerido ver una clave irónica en las reflexiones del personaje de Silva sobre el problema social de su tiempo27, Walter Bruno Berg, en un interesante trabajo sobre Nietzsche en De sobremesa, arguyo que el comentario del protagonista sobre la relación entre la revolución social y el pensamiento del filósofo alemán, plantea una acogida afirmativa del ideario nietzscheano28. Según Berg, el apóstrofe de José Fernández al obrero es la voz de Nietzsche «que se dirige directamente al proletariado»29, rechazando lo que el personaje novelístico en una nota anterior había llamado «la asquerosa utopía socialista», es decir, el proyecto de una sociedad igualitaria (p. 296).

Dejando aparte que Berg pasa por alto los indudables tintes irónicos en la presentación del pensamiento nietzscheano por parte del protagonista novelístico (y de ninguna manera por Nietzsche mismo como lo hace creer), es cierto que en la anotación del 14 de abril se trasluce un antagonismo entre el renacimiento del idealismo después de largos años de predominio positivista, y los principales conceptos de la filosofía de Nietzsche. El espiritualismo coetáneo, que desde el principio encarnado en el diario de Marie Bashkirtseff tanto fascina al personaje de Silva, y el ideario de Nietzsche, concebido por éste como su superación, se oponen. Pero no se oponen en De sobremesa como dos visiones del mundo que se excluyen, sino como dos caras de una misma medalla. Esta medalla es el alma de José Fernández, alma moderna por excelencia, atraída irresistiblemente por las tendencias intelectuales y artísticas más avanzadas de su tiempo. El mismo Nietzsche había considerado el flamante espiritualismo de la época -el interés por el análisis psicológico de Stendhal, la filosofía de Renán, las novelas de Dostoievski y Tolstoi, las vivisecciones anímicas de Bourget, para sólo citar algunos ejemplos- como antecedente necesario e instigador para su proyecto de una transvaloración de los valores en la medida en que permitían diagnosticar agudamente el alto grado de confusión e intranquilidad del alma moderna30. José Fernández participa de esta confusión e intranquilidad, sin que Silva le haga pasar en un acto de recapacitación a una adopción consciente del ideario nietzscheano. Hay mucho que recuerda a Nietzsche en José Fernández, es verdad; pero ello no se convierte en verdadero antídoto de su alma confusa y adolorida. Ésta, más bien permanece tendida entre el misticismo y el sensualismo de su portador como producto de un conjunto de condicionantes, entre las cuales sobresale la descendencia contradictoria del protagonista.

En la sobremesa de la comida de fin de año que sirve de marco narrativo para la lectura del diario que José Fernández hace al cenáculo de sus amigos, el protagonista novelístico se presenta a sí mismo como alguien que se siente atraído poderosamente por «todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la actividad humana, todas las formas de la Vida» (p. 233). Con razón Berg ha advertido que el tema de la «vida» (en De sobremesa con mayúscula) forma parte del ideario nietzscheano31. Pero olvida que en aquel tiempo el tema ya se había convertido en un lugar común de la filosofía de la época, en el sentido más lato. Muchos autores lo manejaban, de manera que resulta difícil atribuirle con exclusividad al pensamiento de Nietzsche aunque fuera influido por él32.

En De sobremesa la atracción que el protagonista siente hacia la vida oscila entre la búsqueda de su esencia en todas sus expresiones y el vitalismo nietzscheano. Por una parte José Fernández expresa un arduo deseo «de sentir la vida, de saber la vida, de poseerla» (p. 233). Se coloca más allá del bien y del mal y exclama: «¡Deber! ¡Crimen! ¡Virtud! ¡Vicio!... Palabras, como dice Hamlet...» (p. 235). Cree encontrarse en la situación en que, siendo colegial, le suponía un zapatero quien, borracho, los detenía a él y a sus compañeros a la salida del colegio. Éste, pidiendo una limosna, solía decir que desconocían su posición en la sociedad, que no sabían qué cosa era el bien y el mal (p. 236). Aquí, la alusión a Nietzsche y su obra Jenseits von Gut und Böse (Más allá del bien y del mal), aunque un tanto irónica, es obvia, tanto más cuanto se puede inferir en la observación del zapatero, una inversión intencionada de las consecuencias del pecado original pronunciadas por la serpiente del Paraíso: «Eritis sicut dii, scientes bonum et malum»33.

Por otra parte, José Fernández nunca llega a entender el «Gran Todo» (p. 323) de la vida, que Nietzsche con su filosofía pretendía restituir. En su disparidad, la fascinación del personaje de Silva por la vida se parece más bien a los síntomas de la decadencia descritos por Bourget en su famoso ensayo sobre Baudelaire y recogidos por Nietzsche en la crítica de Wagner.

Según Nietzsche, una de las características de la modernidad cuya expresión cabal veía en la obra de Wagner, consiste en la incapacidad de la vida de constituirse en totalidad. En vez de formar un todo, la vida se retrae a sus partes, causando apatía, fatiga y esterilidad. En la perspectiva de Nietzsche, el Todo ya no existía y la vida en la actualidad resultaba ser algo compuesto, calculado, artificial34.

Por más poderoso que sea su afán de vivir fuera de lo común, José Fernández no advierte este defecto de la vida moderna, a la cual, por lo demás, frente a la estrechez de su ambiente hispanoamericano, tanto anhela pertenecer. A pesar de su aversión a llamarse poeta, sigue sintiéndose atraído por la poesía y quiere escribir un poema. Pero no encuentra la forma (p. 236). Su inhibición artística tiene varias causas sin ser la señal de una franca inclinación a la vitalidad nietzscheana. Antes bien expresa, igual que su gusto por el «lujo enervante, el confort refinado de [su] casa con sus enormes jardines llenos de flores y poblados de estatuas, su parque centenario, su invernáculo donde crecen, como en la atmósfera envenenada de los bosques nativos, las más singulares especies de la flora tropical» (p. 235) un estado anímico morboso que Nietzsche habría calificado de decadente. José Fernández es un neurópata. Su extraordinaria energía y fuerza física que podrían llevar a pensar en una firme salud mental, se deben a su ascendencia materna en el sentido biológico. No son el resultado de una conversión consciente al ideal un tanto ascético del sobrehombre de Zaratustra, sino el efecto de la herencia.

Vale la pena detenerse brevemente en este aspecto. En la «plancha de anatomía moral» que José Fernández traza según el modelo que presenta Bourget en su novela André Cornelis (1887), habla de su origen y educación (pp. 291 ss.). Sus antepasados por vía paterna eran una estirpe de criollos austeros, que llegaron a América con los primeros conquistadores y que contaron entre ellos a una monja mística, un capitán al servicio de la Inquisición e incluso un arzobispo. Por el contrario, su ascendencia materna está ligada a vigorosos llaneros. Su abuelo fue un «jayán potente y rudo que a los setenta años tenía dos queridas y descuajaba a hachazos los troncos de las selvas enmarañadas» (p. 291). En José Fernández se unen las propiedades de la ascendencia paterna de «intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre» (ibid.) con los brutales instintos de la familia materna. La religiosidad de los antepasados españoles aún influye intensamente en él, pero transfigurada en un «misticismo ateo, como revive en ciertos degenerados, convertido en mórbidas duplicidades de conciencia, el mal sagrado de los átavos epilépticos» (ibid.). Para equilibrar estas contradicciones hubiera sido indispensable una educación basada en cimientos científicos. En su lugar se presentaron las más diversas circunstancias e influencias que convirtieron al protagonista novelístico en un ser contradictorio.

No resulta difícil de comprobar que la filiación intraficcional que en De sobremesa se da del estado anímico de José Fernández, es de origen positivista. Recuerda el famoso esquema de race, moment et milieu de Hippolyte Taine, pasado por el tamiz del punto de vista psicológico de un Bourget. Quiere dar a entender que todo lo que siente y hace el personaje de Silva es, en el fondo, explicable con base en el hecho de que en su «alma luchan y bregan los instintos encontrados de dos razas, como los dos gemelos bíblicos en el vientre materno» (p. 291). Siendo así, José Fernández no puede mudar, vale decir que no puede convertirse, por un acto de voluntad, al vitalismo nietzscheano en mengua de sus rasgos neurótico-decadentes. Ambos aspectos de su ser, el decadente y el vitalista, representan componentes inalterables. En este sentido José Fernández está sujeto a un determinismo implacable del cual su autor no le permite escapar.

Los efectos de este determinismo también se echan de ver al analizar los proyectos políticos del personaje. Como sabemos, José Fernández huye a Suiza porque cree haber asesinado a su amante, Lelia Orloff, después de haberla sorprendido in fraganti en un acto de amor lesbiano. Aunque muy pronto será informado de que su impulso ciego brutal no tuvo la fatal consecuencia que había pensado, se queda en Suiza. En Whyl encuentra «una casucha de madera tosca, habitada por una pareja de viejos campesinos» (p. 256). Ahí se instala y en un picacho, al cual «tras del baño helado y la leche que tiene todavía la tibieza de la ubre» (p. 257) suele trepar, medita «un plan a qué consagrar la vida» (p. 250). Este plan consiste en llegar a la presidencia de su país para establecer una dictadura férrea, con el fin de desarrollar todas las fuerzas productivas de las cuales el país disponga. A la subida al poder, debe preceder una duplicación o triplicación de la fortuna del protagonista y el estudio del «engranaje de la civilización norteamericana, a indagar los porqués del desarrollo fabuloso de aquella tierra de la energía» (p. 259). Luego José Fernández recorrerá su país, «indagando sus necesidades» (ibid.). Para alcanzar la presidencia se ofrecen dos alternativas: el levantamiento en armas o bien el desempeño de un puesto ministerial y la fundación de un partido que se encargaría de preparar el éxito en las elecciones. Sólo la primera se presenta como promisoria, y José Fernández cree en ella, no únicamente porque pertenece a la lógica de la historia latinoamericana con sus caudillismos, sino, sobre todo, porque ese método le parece «el más práctico», por ser «el más brutal» (p. 260). El ejercicio de la violencia posee para el personaje de Silva la fascinación que, como advierte: «sobre mi espíritu han ejercido siempre los triunfos de la fuerza» (ibid.). El acceso al poder se le presenta no sólo como un medio, sino que su ejecución misma es un objeto apetecible. Como modelos le sirven «legendarios Molochs, Alejandros, Césares, Aníbales, Bonapartes, al pie de cuyos altares enrojece el suelo la hecatombe humana y humea como un incienso el humo de las batallas» (ibid.).

Es obvio que este plan está inspirado en el pensamiento antidemocrático de la época, del cual Nietzsche formaba parte35. Ya la imagen de José Fernández trepado a un picacho alpino podía evocar además la idea de Zaratustra meditando en la montaña o, incluso, de Nietzsche mismo, quien en condiciones de extremo ascetismo solía pasar los meses de verano en la Alta Engadina. El «esfuerzo de cada minuto por años enteros», la «voluntad de hierro que no ceda un instante» (p. 259) que requiere el plan, tienen tintes nietzscheanos, como también la fascinación por la fuerza y el cesarismo. Por otra parte es significativo que José Fernández nunca llegará a la ejecución del plan concebido en la soledad del paisaje suizo. El carácter contradictorio de su ánimo se lo impide, y aunque le diga a su amigo, el médico Sáenz, que se muestra más psicólogo que fisiólogo, éste no está lejos de la verdad cuando afirma que las razones por las cuales José Fernández no ha realizado lo que se había propuesto, deben buscarse en: «Los pasteles trufados de hígado de ganso, el champaña seco, los tintos tibios, las mujeres ojiverdes, las japonerías y la chifladura literaria» (p. 265).

Naturalmente, los atractivos del lujo no llegan a explicar cabalmente el alma complicada del protagonista de De sobremesa. A lo largo de la novela ésta permanece caracterizada por el continuo vaivén entre el goce sensual y el misticismo, el análisis frío y la acción. Y aunque José Fernández comparta con «el más ilustre de sus detractores» (p. 296), esto es, con Nietzsche el desprecio hacia lo mediocre, lo trivial, lo insignificante de la sociedad moderna, no se atreve a trascenderla. Su alma, marcada por una ascendencia contradictoria, resulta ser emblemática del estado anímico moderno. Nietzsche no será el profeta de su redención -ante la perspectiva de la subversión y peligrosidad social del pensamiento nietzscheano José Fernández titubea- sino otro aspecto de la cara multifacética de la modernidad que aún en el rechazo se anhela. No asume la enseñanza de Zaratustra de dejar atrás todo lo que conforma el mundo moderno, porque, como lo demuestran las fantasías desarrollistas hispanoamericanas del personaje, aún se esfuerza por alcanzarlo. Es verdad que en José Fernández a veces percibimos el gesto del radicalismo nietzscheano como, por ejemplo, cuando se dirige a un público imaginario exclamando:

¡Neomisticismo de Tolstoi, teosofismo occidental de las duquesas chifladas, magia blanca del magnífico poeta cabelludo, de quien París se ríe, budismo de los elegantes que usan monóculo y tiran florete; culto a lo divino, de los filósofos que destruyeron la ciencia, culto del yo, inventado por los literatos aburridos de la literatura; espiritismo que crees en las mesas que bailan y en los espíritus que dan golpecitos, grotescas religiones del fin del siglo diez y nueve, asquerosas parodias, plagios de los antiguos cultos, dejad que un hijo del siglo, al agonizar éste, os envuelva en una sola carcajada de desprecio y os escupa a la cara!


(p. 336)                


Pero esa hambre de certidumbres, esa sed de lo absoluto y de lo supremo, esa tendencia del personaje silvano «hacia lo alto» (ibid.) que se va a concretar en un Amor, parecido al que profesaron «Benvenuto Cellini o Godofredo, Alighieri, Petrarca o Miguel Ángel, cuando Ellas se llamaban Beatriz Portinari, Laura o Vittoria Colonna» (ibid.), no encaja bien con la aspereza misógina del pensamiento nietzscheano. Después de las veleidades nietzscheanas de algunas de sus aventuras amorosas36, José Fernández vuelve a la invocación de la Amada:

¡Helena! ¡Helena! Hoy no es el grotesco temor al desequilibrio [...] lo que me hace invocarte para pedirte que me salves. Es un amor sobrenatural que sube hacia ti como una llama donde se han fundido todas las impurezas de mi vida. Todas las fuerzas de mi espíritu, todas las potencias de mi alma se vuelven hacia ti como la aguja magnética [...] Eres la última creencia y la última esperanza. Si te encuentro será mi vida algo como una ascención gloriosa hacia la luz infinita; si mi afán es inútil y vanos mis esfuerzos, cuando suene la hora suprema en que se cierran los ojos para siempre, mi ser, misterioso compuesto de fuego y de lodo, de éxtasis y de rugidos, irá a deshacerse en las oscuridades insondables de la tumba.


(p. 347)                


Sabemos que el personaje de Silva nunca volverá a encontrar a la que se le ha aparecido en aquel hotel de Ginebra como «una virgen de Fra Angélico, de una insuperable gracia de líneas y de expresión» (p. 271). Asimismo nos damos cuenta de que, tal vez, esta Helena nunca haya existido, que sólo sea «un sueño luminoso» (p. 350) de su espíritu que José Fernández contempla extasiado, como Narciso contemplaba embelesado su imagen reflejada en la fuente37, y que ante este éxtasis aunque siempre frustrado ya nada vale el ingrediente anímico nietzscheano del protagonista de la novela.





 
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