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ArribaAbajo Ética del cristianismo1

Carlos Octavio Bunge


El judaísmo, la vieja religión de los hebreos, tal cual se refleja en los libros sagrados que forman el Antiguo Testamento, arranca sus concepciones éticas de dos ideas fundamentales: la existencia de un Dios-providencia y el Talión. El Dios-providencia representa una suma idealización del antropomorfismo religioso. Jehová es una divinidad única, con poderes, sentimientos e ideas humanas.

Profesa inquebrantables principios éticos, que le sirven de criterio para calificar las acciones de los hombres y castigarles o premiarles. Los premios y castigos se verificaban en la vida material y mortal, pues parece que el pueblo hebreo no tuvo una noción clara de la inmortalidad del alma casi hasta la proximidad de la era cristiana.

Es probable que esa noción le repugnara, dada su fe sombría y absoluta, la más absoluta de la historia, por acercarse un tanto al heroísmo politeísta y al panteísmo. El monoteísmo hebraico no admitía nada más que a Jehová sobre la naturaleza sensible. Por esta repugnancia, prescindencia u obscuridad del principio de la inmortalidad humana, Jehová, para premiar a los buenos, aumentaba sus ganados, fecundaba sus cosechas, protegía sus mujeres dándoles hijos varones; les colmaba, en fin, de bienestar y prosperidad. A los malos, castigábales también en sus bienes y sus afectos. Sus bendiciones y maldiciones pasaban de generación en   —73→   generación. El criterium, para juzgar lo bueno y lo malo constituíase en primer término, por una virtud general y suprema, el Temor de Dios, y, en segundo, por una serie de virtudes especiales de bastante culla y elevada moralidad. Revelábase el temor de Dios en el estricto cumplimiento de un vasto y complicado ritual, que comprendía como partes esenciales: la oración, los sacrificios, la santificación de las fiestas, la concurrencia al templo, el homenaje al sacerdocio, el no comer carne impura como la del cerdo y la liebre, y la puntual ejecución de ciertos actos menos importantes de piedad exterior. Los sentimientos religiosos ostentábanse aparatosa y públicamente, para edificación de los tibios espíritus. Divinidad absoluta y celosa si la hubo, Jehová reprueba como supremo crimen la impiedad y la idolatría. Las reglas morales propiamente dichas se hallan admirablemente condensadas por Moisés en el Decálogo; condenábase el desafecto filial, el robo, el homicidio, la fornicación, el adulterio.

Los castigos ejemplares de Jehová fueron calcados del talión o sea del humano ejemplo de la represión de la maldad o injusticia haciendo sufrir, a quien la ejecuta, pena equivalente a la causada por su acto punible. «Ojo por ojo, diente por diente». En el Levítico (XXIV, 17-22) se define así el talión:

«Aquel que mate un hombre, cualquiera que sea, será castigado de muerte. Aquel que mate un animal, deberá reemplazarlo; vida por vida. Cuando un hombre haya inferido una herida a otro, se le inferirá una igual; fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; se le hará el mismo mal que él hiciere a otro hombre... No tendréis más que una ley; el extranjero será como el nacido en el país; pues yo soy el Eterno, vuestro Dios».

De esta manera el talión viene a tener un doble carácter, humano y divino. Humano, cuando el hombre, de acuerdo con los preceptos religiosos, se venga por sí mismo o por medio de sus gobernantes: sacerdotes, reyes o jueces. Divino, cuando Jehová castiga directamente la impiedad y la maldad.

El Dios-providencia de los hebreos era también un Dios legislador. La moral preceptiva y la legislación judía confundíanse en su común origen, el mandato divino. Como en todas las religiones naturales y en todas las sociedades teocráticas, el derecho y la moral, para el judaísmo, formaban una unidad indivisa en el seno de la concepción religiosa. La autoridad de los sacerdotes, reyes   —74→   o jueces, en fin, el gobierno social, era al propio tiempo religioso y jurídico.

Por el aumento de la cultura definiéronse, hacia el siglo II de Cristo, dos nuevas concepciones religiosas: la Expiación y la Inmortalidad. Vino la primera a completar y elevar la noción del talión; la segunda, el concepto de Dios-providencia. Puede decirse, que es en el Libro de Job donde se define, si no las dos nuevas concepciones, por lo menos la nueva idea expiatoria. Job, varón justo y temeroso de Dios, es amagado por males irreparables y penas insufribles. Sus propios amigos llegan a dudar de su virtud, y él, en el paroxismo de la desesperación, reniega de Jehová. Pero, como Jehová le habla y conforta, él se somete y le acata. El Dios-providencia no quería más que humillarle y probarle, como a hijo predilecto, para compensarle luego, como en efecto le recompensa.

Hállase ahí en germen la idea de la gracia, o de la predilección divina; la gracia se traduce en pruebas cuyo efecto es purificar el alma. La pena puede tener entonces, no ya siempre, un carácter de castigo, sino también de redención y perfeccionamiento, vale decir, de expiación. En el varón justo como Job, más que por expiación de una falta determinada, verifícase por gracia una especie de sufrimiento depurador, que luego, en el cristianismo, podrá redimir igualmente los más empedernidos pecadores. Hay así en la adversidad que nos envía el Dios-providencia una intención generosa que eleva y dignifica la primitiva idea del talión, de la mera vindicación o venganza de una divinidad ofendida y colérica como un hombre.

El concepto de la inmortalidad del alma humana ha sido posiblemente infiltrado en el judaísmo por la cultura griega. En todo caso, este concepto no adquiere suficiente nitidez y seguridad más que en el cristianismo, donde completa a la idea de la expiación con una ética neta y declaradamente perfeccionista. «Dios creó el hombre a su imagen y semejanza», según el Génesis. Mas esta semejanza sólo adquiere suficiente acentuación con la noción de la inmortalidad del alma, a fines de la era precristiana. Concreta ya esta noción en la doctrina de Cristo, puede Él entonces presentarnos la más sublime síntesis de todo perfeccionismo religioso-moral: «Sed perfecto como es perfecto nuestro Padre que está en los cielos». Como toda religión de cultura, el cristianismo es pues más   —75→   definidamente perfeccionista que la religión natural que le antecede y sirve de base.

En el ánimo de Jesús, en las prédicas de San Pablo y de los demás apóstoles, y, por consiguiente, en las interpretaciones primeras de la nueva doctrina cristiana, hállase la idea madre de la Piedad, la simpatía al dolor ajeno, la conmiseración de los infelices y los desheredados. Esta idea o sentimiento primordial y generador adquiere su poderoso dinamismo porque se basa en una concepción de la Igualdad humana, la igualdad de todos los hombres, en derechos y deberes. En forma tan absoluta y categórica, el principio ecualitario viene a ser nuevo y revolucionario para las civilizaciones de Occidente. La igualdad ciudadana o republicana de griegos y romanos, la filosofía de la amistad cívica de Sócrates, Platón y Aristóteles, la doctrina de los estoicos, son todas concepciones humanitarias que sirven de antecedente a la igualdad del cristianismo; pero que en ninguna manera lo equivalen. No olvidemos que, la república greco-latina es patrimonio exclusivo del ciudadano, y que la ética de Aristóteles justifica la esclavitud. Los estoicos se acercan más al cristianismo, llegando hasta proclamar una especie de igualdad ideal y a condenar la esclavitud. Mas carecen de esa caridad activa que tan eficazmente propende, en la teoría cristiana, a mejorar la condición de los débiles, vencidos y desgraciados.

Si la caridad es la primera virtud cristiana, la igualdad es el principio filosófico de la caridad cristiana. «Ya no hay esclavo ni libre, ni griego, ni judío, ni hombre, ni mujer, pues todos sois uno en Jesucristo», exclama enérgicamente San Pablo (Epis. a los Gálatas, III, 28). Extremando este principio ecualitario, los primeros padres de la iglesia llegan hasta desconocer la legitimidad del derecho de propiedad, o sea su valor ético. «La naturaleza, dice San Ambrosio, ha sido dada en común a ricos y pobres. ¿Por qué, oh ricos, os arrogáis vosotros solos su propiedad? La naturaleza ha creado el derecho común. La usurpación hizo el derecho privado». «La distinción de ricos y pobres no parecía a los primeros doctores de la iglesia más ni menos justa que la de los señores y esclavos»2. «Ante Dios, dice Lactancio, no hay esclavo ni señor,   —76→   puesto que él es nuestro padre común; todos somos libres. Ante Dios no hay más pobre que aquél que carece de justicia, ni más rico que aquél que lo es en virtudes». «¿Con qué derecho, pregunta San Agustín, posee cada cual lo que posee? ¿No es por derecho humano?» Según el derecho divino, Dios ha hecho los ricos y los pobres del mismo barro y una misma tierra los sustenta. Es por virtud del derecho humano por lo que puede decirse: «Esta ciudad es mía, esta casa es mía, este esclavo me pertenece». Mas el derecho humano no es otra cosa que el derecho imperial. ¿Por qué? Porque por medio de los emperadores y los reyes del siglo distribuye Dios el derecho humano al género humano. Suprimid el derecho de los emperadores, ¿quién osará decir: «esta ciudad me pertenece, este esclavo es mío, esta casa es mía»? Y como este texto, muchos otros sostienen que «la propiedad no es de derecho natural, sino solamente de derecho positivo; más aún, de derecho imperial».

Es del caso preguntarse si, realmente, en el cristianismo puro, tal cual lo enseñara Jesús y lo difundiera San Pablo, se condena la propiedad. A mi juicio, la cuestión tiene dos fases íntimamente conexas: el trabajo y la propiedad. Se ha señalado como curiosísima «laguna» de los evangelios, su silencio respecto del trabajo. Respecto de la propiedad, se recuerda ante todo la famosa sentencia de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios...»

Compréndese claramente el silencio de los evangelistas respeto del trabajo. El trabajo organizado y eficiente implica la división social del trabajo. Esta división significa la desigualdad social. Al condenarse las desigualdades sociales, condénase al trabajo como un medio de cultura política y material. Los evangelistas no justifican pues el trabajo en la forma existente en las civilizaciones antiguas. En cambio, al hacer de la caridad eje y centro de la nueva ética, recomiendan tácitamente todo trabajo con fines caritativos, o de cultura religiosa y perfeccionista.

La propiedad es una forma del trabajo, «trabajo cristalizado». Cuando el trabajo se cristaliza con fines de cultura política   —77→   y material, es condenable. Revela desigualdad, y por consiguiente injusticia humana. La propiedad, para justificarse, debe ser empleada en obras piadosas y caritativas.

El silencio de los evangelistas, sobre el trabajo y sus poco explícitas declaraciones sobre la propiedad, no obstan, me parece, a una clara comprensión de la verdadera doctrina cristiana. En esta doctrina la igualdad es el ideal supremo para el reino de Dios, en el reino del hombre existen desigualdades de trabajo y de propiedad que deben tolerarse por espíritu de caridad y por la firme esperanza de que esta caridad será premiada en el reino de Dios. Por esto abundan tantas sentencias y parábolas en la prédica de Jesús encareciendo el mayor valor ético de los pobres y los humildes respecto de los ricos y los poderosos de la tierra.

Es ahí donde esta la verdadera transmutación de valores éticos operada por el cristianismo. Para los paganos, y en cierto modo también para los hebreos, los ricos y los poderosos -los sacerdotes, los reyes y los guerreros- eran éticamente superiores a los trabajadores y esclavos. La gran revolución que engendra el cristianismo en el mundo antiguo no es más que la valorización de las cualidades de los débiles y los vencidos, que antes se consideraran negativas. Para los romanos, la expresión «bajeza de alma»; significaba la existencia de sentimientos humanitarios en los ciudadanos, y, especialmente, en los aristócratas del imperio; para los cristianos, la falta de sentimientos humanitarios es la verdadera «bajeza de alma».

De la virtud suprema, vale decir, de la Caridad, se desprenden, para el cristianismo puro, una serie de virtudes secundarias y concomitantes: Castidad, Resignación, Pureza de alma, Fe, Esperanza, etc. Y todas ellas giran alrededor del principio de la igualdad humana y de la plena seguridad de una compensación justiciera para después de la muerte.