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ArribaAbajo Los colegas

Thespis


PERSONAJES
 

 
MARIO BLASCO,   médico.
ANÍBAL FERRANDO,   médico y consejero de la Facultad de Medicina.
JORGE VILANA,   médico.
MÁXIMO TÉLLEZ,   hacendado.
DIEGO DE ARVAL.
ANTÚÑEZ.
PURA BREST.
SILVIA DE ARVAL.
ZULEMA ROJAS.
DOÑA LAURA,   madre de Diego y Silvia y tía de Pura.
DOÑA EMILIA,   madre de Mario.
MISS DOLLY,   antigua institutriz de la familia de Arval.
LA CRIADA.
EL CRIADO.
EL MOZO DEL HOTEL.
EL GROOM.
 

La acción es contemporánea, y pasa en Mar del Plata y en Buenos Aires.

 
Acto I

 

El centro de la terraza de un lujoso hotel, en Mar del Plata. Al foro, una balaustrada de piedra, que se extiende a ambos lados del escenario, prolongando la terraza. Diseminadas aquí y allá, algunas sillas y tres o cuatro mesitas de hierro pintadas de blanco. Junto a la balaustrada, a uno y otro lado, un par de largos bancos del mismo estilo. En el medio de la balaustrada una gran escalinata. Por ella se desciende a una vereda que se supone va por el foro hacia la rambla; esta vereda no es visible de la terraza, porque está en un plano más bajo. En el fondo, a lo lejos, entrecortado por las techumbres de las casillas que se levantan sobre la rambla a lo largo de la playa, el magnífico paisaje del mar, en una tarde de estío.

 

Escena I

 

FERRANDO, TÉLLEZ y EL MOZO DEL HOTEL.

 
 

FERRANDO y TÉLLEZ toman bebidas frescas sentados ante una mesita. FERRANDO tiene una fisonomía astuta, lleva su barba gris entera y cortada en punta, gasta anteojos, y viste un terno de paño obscuro. TÉLLEZ es de franca e inteligente fisonomía, usa bigotes, y viste con elegante negligencia un traje claro. A respetuosa distancia les atiende EL MOZO DEL HOTEL, ora parado, ora paseándose somnoliento.

 

TÉLLEZ.-  Seguramente ha llegado a sus oídos la sensacional noticia que circula desde anoche...

FERRANDO.-  ¿Qué noticia?

TÉLLEZ.-  Parece que su colega Mario Blasco se casa con Silvia Arval.

FERRANDO.-  ¡Pues no sería poca la suerte de ese mocito!... ¡Pues no sería poca esa desgracia para el hotel!...

TÉLLEZ.-  ¿Por qué tanta suerte para el mocito?

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FERRANDO.-  ¿No le parece a usted bastante?... Conquistaría de pronto nombre, posición, fortuna. «Haría su América».

TÉLLEZ.-  ¿Y por qué tanta desgracia para el hotel?

FERRANDO.-  ¡Cómo!... ¿No sabe usted que los pretendientes de Silvia aquí alojados forman legión? Recibidas las calabazas, todos se volverían a Buenos Aires. El establecimiento quedaría desierto y sus dueños no percibirían ya los miles de pesos semanales que ellos pagan.

TÉLLEZ.-  ¡Y vaya si gastan en vivir y deslumbrar a la niña festejada y de moda!

FERRANDO.-  Cada cual piensa que se ha de casar con ella, y que entonces se resarcirá de sus gastos. Es dinero adelantado en la operación o puesto a interés usurario.  (Pausa breve.)  ¡Mal negocio para el hotel el compromiso de Silvia Arval!

TÉLLEZ.-  Mal negocio. Y eso sin tener en cuenta que muchos vencidos pueden arrojarse desesperados al mar, y desprestigiar el balneario, cubriendo la playa de cadáveres.

FERRANDO.-  No se alarme usted. ¡Nada ha de suceder! Ni quebrará el hotel, ni habrá peste de ahogados. Y no porque no sean tantos los pretendientes de Silvia. Los conocidos se cuentan por docenas, ¡los vergonzantes por centenares!

TÉLLEZ.-  ¿Los vergonzantes?

FERRANDO.-  ¿Ignora usted que esas beldades millonarias arrastran, junto a sus pretendientes ostensibles, verdaderos ejércitos de «cazadores de dotes», tan pacientes y cautelosos como si fueran cazadores de serpientes?

TÉLLEZ.-   (Riendo.) ¡Mire usted que yo he pretendido a Silvia!

FERRANDO.-  Usted está fuera de toda sospecha, por su posición social y su carácter. Además, usted no ha... «trabajado»... en serio.

TÉLLEZ.-  ¿Piensa usted que Silvia, siendo tan linda, no tiene enamorados sinceros?

FERRANDO.-  La sinceridad es un concepto muy relativo. ¡Hay tanto iluso, tanto sugestionado, tanto autómata que se da cuerda a sí mismo!

TÉLLEZ.-  ¿Por qué cree usted, entonces, que no se despoblará el hotel... ni se poblará la playa de cadáveres? Los autómatas que hoy se dan cuerda para querer, también se la darán mañana para huir o para matarse.

FERRANDO.-  No. Eso no sucederá...  (Pausa breve.)  Por la sencilla razón de que Silvia no ha de casarse con   —248→   Blasco.

 

(EL MOZO DEL HOTEL se acerca a levantar el servicio de los refrescos. Sin darle tiempo para ello, FERRANDO le indica que se aleje, con impaciente ademán... EL MOZO DEL HOTEL se retira por la derecha.)

 

TÉLLEZ.-  Habla usted con una seguridad...

FERRANDO.-  La seguridad de la experiencia.

TÉLLEZ.-  Sin embargo, los hechos...

FERRANDO.-  Las apariencias no son los hechos. Y, además, los hechos se destruyen por nuevos hechos.

TÉLLEZ.-  Creo que Mario es intachable. No habría por qué deshacerle el compromiso...

FERRANDO.-  ¡Hum!... ¡Quién sabe!...  (Cambiando de tono.)  ¡Cállese usted, que por ahí viene!

 

(Entra MARIO por la izquierda del espectador. Es alto, afeitado y de ademán resuelto. La arruga de su frente y el gesto de sus labios revelan una expresión de energía, que contrasta con el candor de sus ojos claros. Rara vez sonríe; frecuentemente parece distraído. Viene con un cigarro en la boca, paseándose por la terraza.)

 


Escena II

 

Dichos y MARIO.

 
 

El diálogo de la presente escena debe seguirse con animación y vivacidad, como si los personajes, sobre todo FERRANDO y MARIO, se esforzaran en lucir su ingenio. Parecen aguijoneados por vago y oculto antagonismo, que da como una segunda intención a sus palabras. Bajo formas corteses y hasta cordiales, el gesto de FERRANDO descubre cierta ironía; en la voz de MARIO vibra sordamente la impaciencia propia de quien presume una hostilidad que no comparte ni acierta a definir y precisar. FERRANDO y TÉLLEZ permanecen sentados. MARIO, de pie, se apoya, sobre una mesa vecina; a ratos, se pasea.

 

MARIO.-  ¡Hola!... Se alimentan ustedes...

TÉLLEZ.-  No sólo de ideas vive el hombre...

FERRANDO.-  ¿Quiere usted tomar algo con nosotros?

MARIO.-  No, mil gracias. Iré más tarde a tomar el té en la rambla.

FERRANDO.-  En la amable compañía de la familia de Arval...

MARIO.-  O de cualquier otra...  (Cambiando de tono.)  Veo que interrumpo una conversación confidencial...  (Haciendo ademán de irse.)  Ustedes disculpen...

TÉLLEZ.-  Nada interrumpe usted...

FERRANDO.-  Hablábamos de sports; del tiro a la paloma, del tenis, del golf...

TÉLLEZ.-  Parece que hay una verdadera afición a este juego.

FERRANDO.-  ¿Lo cree usted así? De cien concurrentes al campo de golf, apenas si diez lo juegan. De   —249→   éstos, apenas si uno lo juega con gusto. Los demás concurren porque no tienen otra cosa que hacer, porque es una ocasión para el flirt, en fin, por moda... ¡La moda, qué gran tirana, qué gran hipócrita!

TÉLLEZ.-  ¡No maldigamos de la moda! No imitemos a esos románticos melenudos que reniegan la del siglo presente... porque siguen la del siglo pasado.

MARIO.-  La moda no es más que una forma del progreso. El amor a la moda es el instinto de perfección en los espíritus vulgares.

FERRANDO.-  ¡Vivir para ver!... Nunca hubiera pensado que dos hombres serios ponderasen la moda como una bendición del cielo.

MARIO.-  Yo no la pondero. La defiendo contra los ataques que le dirigieron nuestros padres sin comprenderla, ¡y obedeciendo sin saberlo a su tiranía!

TÉLLEZ.-  Antes era moda despreciar la moda... Hoy es moda andar a la moda.

MARIO.-  Si no fuera por la moda andaríamos todavía con una corona de plumas sobre la nuca por toda vestimenta.

FERRANDO.-  ¡Y no quedarían tan mal así muchas de nuestras jóvenes amigas!

MARIO.-  Es cuestión de costumbre. Si las viéramos siempre en toilette de salvajes, clamaríamos por el corsé, que tantos defectos disimula.  (Pausa breve.)  Sí, doctor, renegar de la moda es renegar de la civilización.

FERRANDO.-  Si así piensa usted, ¿por qué no anda vestido de punta en blanco y saca modas como cualquier petimetre?

MARIO.-  Porque no tengo tiempo. Soy médico.

TÉLLEZ.-    (A FERRANDO, sonriendo.)  Y usted también, doctor, para ser consecuente con sus ideas, ¿por qué no anda vestido de salvaje y coronado de plumas?

FERRANDO.-  ¡A mi edad!... ¡Bonito quedaría!...

TÉLLEZ.-    (Mirando a MARIO de pies a cabeza.)  Pues si no es usted un dandy, amigo Mario, en este momento lo parece. «No son todos los que están, ni están todos los que son».

FERRANDO.-    (A MARIO.)  Cierto. Se ha transformado usted. Hasta creo que va usted a dirigir un cotillón con la señorita de Arval... Pero su cambio no obedece a sus teorías sobre la moda. Las teorías han venido después, para justificar el cambio.  (Movimiento de sorpresa en MARIO.)  Estará usted enamorado. En la época de celo, los animales se revisten de sus mejores galas.   —250→   Los cuadrúpedos cambian de pelaje, las aves despliegan sus plumas más brillantes, hasta los reptiles se endosan una piel nueva...

MARIO.-    (Interrumpiendo.)  ¡Y todo esto a propósito del golf!

TÉLLEZ.-  Porque yo decía que ha despertado entre nosotros una verdadera afición...

FERRANDO.-  Porque yo negaba que esta afición sea tan verdadera...

TÉLLEZ.-  Si niega usted todavía, mire aquel grupo que viene.

 

(En efecto, por la izquierda entra un grupo de damas y caballeros, en trajes de playa, conversando alegremente. Entre ellos viene ZULEMA, una dama soltera; pero ya menos joven de lo que pretende parecer. Es elegante, acaso demasiado elegante. Anda siempre muy empolvada y compuesta. Cuando va a decir alguna pequeña perversidad, guiña rápidamente los ojos. Cuando hay quien se la diga, los abre grandemente, y ríe con sonoras carcajadas, mostrando una blanquísima dentadura. Pronuncia bien, mas con alguna afectación, las palabras y frases francesas que a veces emplea. Y cierra el grupo un joven con un haz de bastones y palas de golf. Aunque todos se encaminaban a la escalinata, al ver a MARIO se detienen, se codean, y acuden a él, rodeándole, para felicitarle cordialmente. No parecen apercibirse de FERRANDO y TÉLLEZ, que continúan su conversación. MARIO y los que llegan forman un grupo aparte, en primer término.)

 


Escena III

 

Dichos, ZULEMA y damas y caballeros.

 

ZULEMA.-    (Dando la mano a MARIO.)  ¡Qué sorpresa nos reservaba usted! ¡Mis felicitaciones!...

EL CABALLERO.-    (Estrechando también la mano de MARIO y palmoteándole en el hombro.)  ¡Y las mías, Blasco!

 

(Las demás personas del grupo repiten sucesivamente: «¡Y las mías!...». «¡Y las mías!...». MARIO hace un gesto de negación y protesta; pero no le dan tiempo para hablar... FERRANDO y TÉLLEZ se levantan.)

 

TÉLLEZ.-   (A FERRANDO, indicándole el grupo.)  Voy a pasearme un momento por la terraza... mientras pasa esa nube de langosta saltona.

FERRANDO.-  Y yo me quedo... a observar sus estragos.

 

(Sale TÉLLEZ por la izquierda.)

 
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ZULEMA.-  ¡Y cómo venía preparándose el triunfo, tan calladito!

EL CABALLERO.-  Ha dejado usted el tendal de muertos y heridos en el campo de batalla.

 

(En el grupo, una voz masculina dice: «¡Pobres!». Una voz femenina replica: «¡Ya resucitarán y se curarán!».)

 

MARIO.-    (Alzando la voz para ser oído.)  Agradezco la intención de ustedes; pero no hay motivo para felicitarme.

ZULEMA.-  ¡Lo hay! A tout seigneur...

EL CABALLERO.-  ¡Vaya si lo hay!

 

(En el grupo repite una dama: «¡Ya lo creo que hay!».)

 

MARIO.-  Parecen ustedes mascaritas. Hablan todos juntos, en enigmas y en broma. Se anticipan al Carnaval...

ZULEMA.-  Pero le halagamos el oído con palabras agradables. ¡Otras cosas oiría usted si tuviéramos careta!

MARIO.-  ¿Cosas desagradables?

ZULEMA.-  Seguramente.

MARIO.-  De manera que la careta... natural que llevan todo el año les sirve para decir palabras agradables. Y la máscara de trapo que se pondrán en el Carnaval... para desenmascarar el alma.

EL CABALLERO.-  Poco le falta a usted para llamarnos sepulcros blanqueados, como el cura que predicó el domingo.

MARIO.-  Eso sería descortés con las señoras. Podría creerse que me refiero al arte de Moussion...

FERRANDO.-    (Acercándose al grupo.) ¡Qué!... ¿Tendría usted, Blasco, después de defender la moda, el mal gusto de desaprobar a las damas que se embellecen pintándose?... ¡No sea usted ingrato!... Yo, por mi parte, cuando veo a una de ellas me dan ganas de acercarme, darle la mano y decirle: «Muchas gracias, señora, por la parte que me toca...». Porque ellas no se toman tanto trabajo para agradar a un hombre determinado, sino para agradarnos a todos.  (Risas. FERRANDO se retira hacia el foro, a mirar el panorama.) 

ZULEMA.-    (Con intención.)  ¡Felices las que despiertan pasiones sin tomarse tanto trabajo!

EL CABALLERO.-  ¡Felices los que toman la plaza sin sitiarla, y contra el sitio de los demás!

MARIO.-   (A ZULEMA y EL CABALLERO.)  Parecen ustedes referirse otra vez a mí... Y el caso es que no sé por qué me felicitan ustedes.

ZULEMA.-  El muy pícaro quiere que le hablemos de ella... ¡Pues no le daré el gusto!

EL CABALLERO.-  ¡Hágase usted el zorro!

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LA DAMA.-  Y eso que las uvas no están verdes...

ZULEMA.-  ¿De qué habló usted ayer toda la noche en el salón de baile con Silvia Arval?

EL CABALLERO.-  Todos sabemos que usted se ha comprometido con ella. Es inútil que lo niegue.

MARIO.-  Pues lo niego, aunque sea inútil.

ZULEMA.-  No lo niega usted muy convencido... ¿Espera que la mamá ratifique el compromiso de la niña?... ¡No tema, Blasco, que ha de ratificarlo! Aunque Laura es un poco entêtée...

MARIO.-    (Con disimulada impaciencia.)  Pueden ustedes creer lo que quieran. Lo único que yo debo decirles es que todavía no hay nada entre Silvia y yo.

LA DAMA.-  ¡Todavía!

 

(Risas en el grupo.)

 

EL CABALLERO.-  ¡Se ha vendido usted!

 

(Vuelve TÉLLEZ, se junta a FERRANDO.)

 

ZULEMA.-  ¿Y no nos agradece nuestras felicitaciones?

EL CABALLERO.-   (Remedando a MARIO.)  «Todavía» no es tiempo.

FERRANDO.-    (Acercándose al grupo.)  No sé qué noticia acabo de pescar sin querer, porque no me gusta escuchar conversaciones ajenas...  (Dando la mano y palmeando efusivamente a MARIO.)  Ahora comprendo su dandysmo. Era un recurso para conquistar una mujer. Usted se ha disfrazado de dandy como yo me disfrazaría de conde... Y por haber obtenido usted el éxito deseado, lo felicito, lo felicito de todo corazón.

ZULEMA.-    (Con intención.)  Pero si «todavía» no hay nada entre Silvia y él...  (Al grupo.)  Deberíamos aplazar nuestras felicitaciones...

EL CABALLERO.-  E irnos ahora con la música a otra parte...

ZULEMA.-  Hasta cuando haya algo y se le pueda felicitar...

EL CABALLERO.-    (Despidiéndose de Mario.)  ¡Hasta luego, pues!  (TÉLLEZ y FERRANDO se sientan.) 

ZULEMA.-    (Como apercibiendo recién a TÉLLEZ.) Tiens, tiens!... ¡Qué triste está usted, Máximo! Parece que hubiera sufrido alguna terrible decepción... ¿Por qué no viene con nosotros, a distraerse jugando al golf?

TÉLLEZ.-  Iré más tarde.

 

(ZULEMA y sus acompañantes se encaminan a la escalinata.)

 

LA DAMA.-  Venga, Téllez. Cabe usted en el coche.

TÉLLEZ.-  Gracias. Disculpen.  (Indicando a FERRANDO.)  Tengo que hacer una importante consulta al doctor...

MARIO.-   (Saludando a FERRANDO y a TÉLLEZ.) Les dejo a   —253→   ustedes...  (FERRANDO y TÉLLEZ saludan a MARIO, que sale por la derecha.) 

EL CABALLERO.-   (Todavía en el umbral de la escalinata, a TÉLLEZ, y refiriéndose a FERRANDO.)  ¿Le pide usted la receta de un filtro de amor? ¡Es tarde ya!  (Sale por el foro con su grupo.) 

ZULEMA.-  ¿Le pide usted un remedio para contener la caída del cabello? ¡Sería demasiado temprano!  (El grupo baja riendo y conversando por la escalinata, y sale por la derecha del foro.) 

TÉLLEZ.-   (A ZULEMA antes de que acabe de descender por la escalinata.)  No ha llegado el momento, es cierto.



Escena IV

 

FERRANDO y TÉLLEZ.

 

FERRANDO.-  Si se tratara de una tintura para disimular las primeras canas, antes que a mí debiera usted consultarla a ella.

TÉLLEZ.-    (Pasándose la mano por el cabello.)  Felizmente, por ahora no hay canas, ni calva...

FERRANDO.-   (Sonriendo.)  Pero ya vendrán, ya vendrán... Y entonces será usted incurablemente un solterón ¡por imprudencia!

TÉLLEZ.-   (Poniéndose de pie.)  ¡Por imprudencia! Explíqueme usted eso, doctor.  (Comienza a pasearse.) 

FERRANDO.-  Sí, amigo mío, por imprudencia. Usted deja pasar el verano cantando, como la cigarra, sin hacerse un hogar para el invierno, como la hormiga... ¿Por qué no piensa usted seriamente en casarse, en vez de perder el tiempo mariposeando aquí y allá?

TÉLLEZ.-    (Deteniéndose.)  ¿Y quien le ha dicho a usted que yo pierdo el tiempo «mariposeando aquí y allá»?

FERRANDO.-  Mi buen sentido. Con su fortuna, su nombre, su mundo, su inteligencia, sus éxitos de dilettante en las letras, no tendría usted ahora más que llamar con el dedo a la niña con quien quisiera casarse y ella vendría hacia usted... ¡No es niñas casaderas lo que nos falta!

TÉLLEZ.-  ¡Bah!... Casarse por casarse... ¡Eso, nunca!

 

(Entra DIEGO por la escalinata del foro. Es un jovencito flacuchín y afeitado, parece un adolescente. Viste todo de blanco, con corrección y aspiraciones de elegancia.)

 

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Escena V

 

Dichos, DIEGO y después MISS DOLLY.

 

DIEGO.-  ¡Adiós! ¿Están ustedes de confidencia?

FERRANDO.-  Un poco...

TÉLLEZ.-  Y usted, Diego, ¿busca a su inseparable miss Dolly?

DIEGO.-    (Suspirando burlescamente.)  ¡Desgraciado de mí! ¡Ya no puedo vivir sin el amor de esa beldad pecosa y de cartón piedra!

 

(MISS DOLLY aparece por la izquierda. Alta, angulosa, rubia, de facciones hombrunas, de ademán tímido y fino, presenta el aspecto típico de una institutriz que ha dedicado su vida al servicio de buenas casas. Usa lentes. Habla correctamente el castellano, si bien con acento extranjero. Viste de colores claros, impropios de su edad y condición; pero no sin cierta elegancia romántica. Viene de prisa.)

 

DIEGO.-    (Adelantándose a recibirla.)  ¡Al fin ven mis ojos el sol de la mañana!  (Le ofrece irónicamente el brazo, que ella no acepta.) 

MISS DOLLY.-  Déjese de bromas, niño Dieguito.  (A FERRANDO y TÉLLEZ.)  ¿No han visto ustedes, señores, pasar para la rambla a la señora Laura y a las niñas?

FERRANDO.-  No, miss Dolly. Ellas no han pasado por acá.

DIEGO.-  ¡Y yo, que creía fuera a mí a quien usted buscaba!

MISS DOLLY.-   (A FERRANDO y TÉLLEZ.)  Ustedes disculpen, señores.  (Sale por donde viniera.) 

TÉLLEZ.-   (A DIEGO.)  ¡Pero, Diego!... ¿No tiene otra cosa en qué entretenerse que incomodar a esa pobre vieja?

DIEGO.-  ¡Qué poco conoces a las mujeres! Yo no incomodo a miss Dolly, sino que la divierto... A todas les gusta oír cumplimientos; y las que no pueden oírlos en serio, se contentan con oírlos en broma. Además, ella no es tan vieja...

TÉLLEZ.-  Pudiera ser tu abuela...

DIEGO.-  ¡No!... Cierto que representa unos treinta años; pero tiene... más de sesenta.  (Cambiando de tono.)  Y si no me divierto con miss Dolly, ¿con quién iba a divertirme?... ¿La ruleta? Se ha suprimido. ¿Las niñas? En cuanto uno conversa con cualquiera, ¡me lo casan! ¿Las señoras? No hablan más que de los pañales de sus chicos. Y si alguna atiende a los jóvenes, ¡pobre de ella! ¡Cómo la ponen las mamás con niñas casaderas!

FERRANDO.-  Está usted exagerando, Diego...

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DIEGO.-  ... Y para colmo, en todo Mar del Plata no hay una sola mujer presentable de vida alegre.  (A TÉLLEZ.)  ¿Sabes lo que pasó a la pobre Ninón, que llegó ayer al Confortable Hotel, a tomar baños, muy enferma, por prescripción médica? ¡La echaron! Y como en ningún hotel querían recibirla, la pobrecita tuvo que volverse a Buenos Aires...  (Agarrándose la cabeza.)  ¡Qué país éste, qué país!  (Sale por la izquierda.) 



Escena VI

 

FERRANDO y TÉLLEZ.

 

FERRANDO.-   (Prosiguiendo la conversación interrumpida.)  ¡Entiéndame usted!... Yo no le aconsejo que se case por casarse...

TÉLLEZ.-    (Imitando a DIEGO.)  ¡Qué país éste, qué país! Aquí no hay más recurso que casarse, vivir tranquilo con una mujer muy gorda, y dar a la patria una docena de hijos.

FERRANDO.-  Dice usted bien. Por eso le digo que se case, y no con cualquiera: con la que elija entre todas... Ninguna niña dejará de aceptarle, ¡ninguna! si usted se sabe insinuar.  (Pausa.) 

TÉLLEZ.-   (Muy serio, casi con tristeza.)  Pues sépase usted, doctor, que me he insinuado. Hace ya tiempo que me decidí por una... ¡Y la quiero todavía, con toda el alma, como un chico de veinte años!

FERRANDO.-    (Serio.)  No habrá sabido usted cortejarla. Se habrá declarado antes de tiempo... ¿Ha visto usted a los paisanos cazar perdices a caballo, con un lazo corredizo atado al extremo de una caña? Se da vuelta alrededor de la perdiz hasta marearla, y cuando ella se echa en el suelo, se le tiende el lazo y se la pesca. Si el lazo se tiende antes de que ella se eche, la perdiz se escapa volando.  (Pausa.)  Así se casan también las mujeres.  (Sonriendo.)  Su perdicita no se habría echado aún cuando usted le tendió el lazo y salió volando...

TÉLLEZ.-  ¡Para no volver más!

FERRANDO.-  Puede ser que vuelva.  (Pausa breve.)  ¿Quién era ella, si no es indiscreción preguntarlo? Recuerde usted que un médico es un confesor.

TÉLLEZ.-  Mi fracaso no es ningún secreto de confesionario. No soy de los que saben disimular...

FERRANDO.-  ¿Quién era, pues?

TÉLLEZ.-  Creo habérselo dicho ya... La que se comprometió anoche con Mario.

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FERRANDO.-  ¿Silvia?

TÉLLEZ.-  Silvia.

FERRANDO.-  ¿Y está usted tan seguro de que se ha comprometido?

TÉLLEZ.-  El mismo Mario me lo dijo, aunque en reserva y a requisición mía.

FERRANDO.-  Hay mozos que se dicen comprometidos con una niña, para alejar a los competidores.

TÉLLEZ.-  No es ése el caso de Blasco. Bien sabe usted que él nada tiene de mentiroso ni de fanfarrón...

FERRANDO.-  Convengo en que fue sincero con usted. Él ha creído comprometerse... Tal vez se comprometieran ella y él... ¡Pero del compromiso al casamiento!...  (Una pausa.) (Confidencialmente.)  Yo le aconsejaría a usted que no desistiera aún. Hasta le auguro la probabilidad de que se case con ella, si insiste. Las chicas no saben lo que quieren; un día dicen que sí y otro que no... Las mamás suelen ser más firmes; y me temo que la señora, mi amiga Laura, diga decididamente que no...

TÉLLEZ.-    (Sorprendido.) ¿Por qué?

FERRANDO.-  Por muchas razones. Blasco no puede serle simpático, pues su padre tuvo un pleito bastante ruidoso con la familia de Arval, pleito que ella no ha de haber olvidado del todo. Blasco es pobre, tiene deudas, carece de un nombre patricio... Y la señora ha fundado grandes esperanzas en Silvita. Todo le parecerá poco para su niña.

TÉLLEZ.-  Usted olvida que Mario es una brillante promesa, profesor de la Facultad, autor de varios libros notables...

FERRANDO.-  Pero no es hábil para ganar dinero...

TÉLLEZ.-  ¿Y la gloria?

FERRANDO.-  Con gloria no se paga palco y automóvil. Además, de esas promesas como Blasco, pocas se cumplen... La juventud del día es impetuosa; tiene impulso... ¡Lástima que sus bríos se acaben tan pronto!... Por mi parte, yo desconfío de prematuras reputaciones. Y nunca he fundado grandes esperanzas en Blasco...

 

(Pausa.)

 

TÉLLEZ.-  Yo lo creía amigo suyo...

FERRANDO.-  Y lo es. Nada tengo contra él. Hasta ahora se ha portado bien...

TÉLLEZ.-  ¡Hasta ahora!... ¿Y después?...

 

(Entra VILANA por la izquierda. Es un tipo mediocre, mas no vulgar; moreno, de ojos fríos y penetrantes, nariz aguileña, bigotes negros. Al apercibirle, FERRANDO y TÉLLEZ suspenden la conversación, y se dirigen a él saludándole.)

 

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Escena VII

 

Dichos y VILANA.

 

FERRANDO.-    (Dándole la mano.)  ¡Hola Vilana! ¿Desde cuándo por aquí?

VILANA.-  Acabo de llegar en el tren de la mañana. Prefiero madrugar a pasar una mala noche en viaje.  (Dando la mano a TÉLLEZ.)  ¿Y qué novedades se cuentan por Mar del Plata?

FERRANDO.-  Las de siempre; algún noviazgo nuevo, falso o cierto. Usted sabe que en nuestra sociedad rara vez hay otras novedades. Las mujeres son demasiado honestas, y los hombres viven absorbidos por sus negocios.

TÉLLEZ.-  La gente no se ocupa aquí más que de casarse y de casar a los demás. Todos se casan de puro aburridos, sin saber cómo ni por qué. Más que un pueblo de baños, esto es una agencia de casamientos. Ya lo sabe usted, Vilana; no ha de volverse soltero de esta temporada...

VILANA.-  ¿Y cuál es el último compromiso?

FERRANDO.-  El de Blasco... con Silvia Arval.

VILANA.-  ¡De Blasco... con Silvia Arval!

TÉLLEZ.-  Sí. Su casamiento parece cosa hecha. Mañana bailará usted un cotillón dirigido por ellos. Y usted, ¿qué noticias trae de Buenos Aires?

VILANA.-  También de Blasco... ¡Pero no con Silvia Arval! Un asunto bastante turbio...

FERRANDO.-    (Sin poder contener su curiosidad.)  ¿Qué asunto?

VILANA.-    (Sentándose.)  No estoy bien enterado... Ustedes saben que él es ahora director del Hospital Municipal del Norte...  (FERRANDO y TÉLLEZ se sientan.)  En la caja estaba depositado un ciento de miles de pesos, para construir un nuevo pabellón... Casualmente en esa cantidad había una fuerte suma donada por la sociedad de San Vicente, que preside o presidió la señora de Arval... Pues todo el dinero ha desaparecido de la caja, y se acusa al director de haberlo substraído.

TÉLLEZ.-  ¿A Mario?... ¡Imposible!... ¡Él está sobre toda sospecha!

VILANA.-  Yo no dudaba de él... Pero, desgraciadamente, parece que las apariencias están en su contra. El asunto se ha hecho de ayer a hoy un escándalo público. No ha faltado gente malintencionada que pusiera en los diarios de hoy sueltos reticentes.

FERRANDO.-    (Conteniendo su satisfacción interior.)  Ha de   —258→   haber un error en todo eso. Yo necesitaría ver las pruebas con mis propios ojos para creer en la culpabilidad de Mario.  (Insidioso.)  Verdad que gastaba un buen tren de vida, demasiado caro para un médico principiante...

VILANA.-  Y que además pagaba las deudas que dejó su padre...

TÉLLEZ.-  Gastara lo que gastase, ¡afirmo que Mario no es un ladrón vulgar!

FERRANDO.-  ¡Un ladrón vulgar! Nadie dice semejante cosa...

VILANA.-  Yo me he limitado a contarles lo que se cuenta... Los comentarios... se los dejo a ustedes.

 

(Pausa.)

 

TÉLLEZ.-  Es extraño, muy extraño; y Mario parece no saber nada todavía...

VILANA.-  Es que los diarios se han apresurado mucho esta vez, en el deseo de sorprender al público. Aún no lo nombran, naturalmente; pero dan tales señas y datos...

TÉLLEZ.-  Debíamos avisarle.

FERRANDO.-  Ya tendrá tiempo de saberlo.

VILANA.-  Por mi parte, creo que nosotros no debemos decirle una palabra. Les pido reserva; no quiero meterme en líos.

FERRANDO.-  Claro. De un momento a otro él recibirá su aviso llamándolo a Buenos Aires. Las malas noticias llegan siempre pronto. Entre gente desocupada y falta de temas, la llama correrá como en un reguero de pólvora.

VILANA.-  Porque han de saber ustedes que desde ayer la Justicia instruye el sumario, y que el subdirector ha prestado ya una declaración que compromete a Blasco.

FERRANDO.-  ¿El subdirector Rosales?... Lo tengo por decentísima persona.

VILANA.-  Lo mismo yo.

FERRANDO.-  El caso es, entonces, más grave de lo que yo pensaba. Rosales tendrá sus razones y no ha de hablar sin pruebas... ¡Pobre Blasco! ¡Quién lo hubiera imaginado!  (Aparte a TÉLLEZ, sonriendo y palmeándole el hombro.)  ¿No le dije yo que usted debía insistir en sus festejos a Silvia? Ahora puedo asegurarle que ella no se casa con Mario.  (Pausa.)  Triunfará la oposición de Laura. La niña se sentirá muy abatida, necesitará consuelo... ¡Y espero que usted aprovechará el momento en que se eche la perdiz!...

 

(Entra DIEGO por la izquierda y se dirige directamente a VILANA, quien se levanta a saludarle.)

 

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Escena VIII

 

Dichos y DIEGO.

 

DIEGO.-    (Estrechando la mano a VILANA.)  ¡Tanto gusto de verlo por acá!

VILANA.-  ¿Y la familia?

DIEGO.-  Buena. Está aquí conmigo, ¡y yo me aburro a morirme por acompañarla!... Como usted había anunciado su viaje, le esperábamos de un día para otro.

VILANA.-  No he podido venir antes. ¿Y Pura está con ustedes?

DIEGO.-    (Sonriendo.)  Como siempre. ¿Por qué habíamos de haberla dejado de Cenicienta en la estancia?...  (Serio.)  Me acaba de decir Valdés que ha venido con usted en el tren... Yo lo andaba buscando porque tengo algo que hablar con usted...

VILANA.-   (A FERRANDO y TÉLLEZ apartándose de ellos.)  Con el permiso de ustedes.

 

(FERRANDO y TÉLLEZ se retiran conversando hacia el foro.)

 

DIEGO.-  ¿Qué hay de verdad en el asunto de Mario? Usted, como colega de él, y por venir de Buenos Aires, debe saberlo...

VILANA.-  Pues nada sé. ¿Qué quiere usted que yo sepa Diego?... He oído decir que los diarios de la mañana traen algo... Yo ni los he leído... Ya estarán en la sala de lectura. Puede usted consultarlos.

DIEGO.-  Me parece que convendría prevenir a Mario...

VILANA.-  Mal podría prevenirlo yo, que nada sé. El asunto es demasiado escabroso...

DIEGO.-  Tan escabroso no ha de ser... Disculpe usted; yo lo creía amigo de Mario.

 (VILANA hace un gesto de protesta por su amistad con BLASCO. Siguen conversando.) 

FERRANDO.-   (Prosiguiendo su conversación con TÉLLEZ.)  No tiene usted por qué tener el menor escrúpulo en cortejar ahora a Silvia. Usted no falta en nada a su simpatía o su amistad con Blasco. Piense que si no es hoy usted, será mañana cualquier otro...

TÉLLEZ.-  ¡Pero sorprenderla así!...

FERRANDO.-  Las mujeres todas son lo mismo. Más que al sitio se rinden al asalto. Les gusta ser sorprendidas y dominadas. Mi finada mujer se comprometió conmigo casi contra su voluntad, y después fue la mejor de las novias y la mejor de las esposas...

VILANA.-    (A FERRANDO y TÉLLEZ.)  ¿Quieren ustedes dar conmigo una vuelta?

  —260→  

TÉLLEZ.-  Vamos.

FERRANDO.-  Yo iré antes al salón de lectura.

VILANA.-    (A DIEGO.)  ¿Usted no viene, Diego?

DIEGO.-  Luego iré.

 

(FERRANDO, TÉLLEZ y VILANA salen por la izquierda. DIEGO se sienta, preocupado, con las manos en los bolsillos, en un banco que está en el fondo, junto a la balaustrada. Por la izquierda entra EL MOZO DEL HOTEL, y retira el servicio que estaba sobre la mesa. Por la derecha entran DOÑA LAURA, SILVIA y PURA.)

 


Escena IX

 

DIEGO, DOÑA LAURA, SILVIA y PURA.

 
 

DOÑA LAURA tiene el porte de una antigua matrona patricia. Aunque, bien conservada, viste sencillamente. Es delgada, de facciones enérgicas y ademán resuelto. En su cabellera negra hay algunos hilos blancos. Lleva siempre «impertinentes» consigo, aunque pocas veces los emplea. SILVIA es menuda, graciosa, naturalmente coqueta. PURA, alta y elegante; su andar y su palabra tienen un reposo extraño a su edad. Las tres vienen en cabeza. Al verlas DIEGO se levanta y se adelanta a recibirlas.

 

DIEGO.-  ¿De dónde salen ustedes, sin vestirse a esta hora? Miss Dolly las andaba buscando desesperadamente...

DOÑA LAURA.-  Estuvimos en el salón de música, y después en las habitaciones de Clara, viendo su colección de sombreros.

SILVIA.-  Imagínate que se ha traído cuarenta y siete.

DIEGO.-  ¿Y cuánto tiempo pasará en Mar del Plata?

SILVIA.-  Poco. Creo que ocho o diez días.

DIEGO.-  Pues entonces, hijita, si no se cambia de sombrero cada cuarto de hora o no se pone cada vez cuatro o cinco, uno encima de otro, formando una torre de Eiffel sobre la cabeza, no sé cómo se dará tiempo para lucirlos todos.  (En otro tono, a DOÑA LAURA.)  ¿Sabes mamá, que acaba de llegar Vilana?  (A PURA.)  Me ha preguntado muy especialmente por ti. Voy a convidarlo a comer con nosotros esta noche.

PURA.-  Lo que es por mí...

DOÑA LAURA.-  Invítalo de mi parte.  (Disponiéndose a salir por la izquierda.)  Vamos, muchachas, a ponernos los sombreros para ir a la rambla.

SILVIA.-   (Aparte a DIEGO, mimosamente.)  Invítalo también a Mario.

DIEGO.-    (Entre dientes.)  Mario no estará para convites esta noche.

DOÑA LAURA.-    (A DIEGO, presumiendo la indicación de SILVIA.)  No veo la necesidad de invitar a Blasco.

  —261→  

DIEGO.-  Ni veo yo la necesidad de desairarlo no invitándolo, precisamente en estos momentos...

 

(DOÑA LAURA, SILVIA y PURA, que se disponían a salir por la izquierda, se detienen, intrigadas por las palabras de DIEGO.)

 

DOÑA LAURA.-   (Impaciente.)  ¡Precisamente en estos momentos!... ¿Qué le pasa a ese señor?

DIEGO.-  Quizás algo grave, y que no debemos reagravar de nuestra parte...

 

(SILVIA y PURA se manifiestan alarmadas.)

 

DOÑA LAURA.-  ¿Algo grave?

DIEGO.-  Es un decir, vamos... En todo caso no será para contárselo a mujeres. Vayan a arreglarse, que se hace tarde. ¿Quedamos en que lo invito también a Mario?

DOÑA LAURA.-  No.

PURA.-  Supongo que no será serio eso que le pasa... y que tú no puedes contar a mujeres.

DIEGO.-  Es serio, muy serio.

PURA.-  Cualquier cosa que sea, no afectará su honor.

DIEGO.-  Afecta su honor... aunque yo lo tenga por un caballero. Creo que debemos invitarlo... sobre todo hoy...

SILVIA.-  Cierto...

DOÑA LAURA.-    (A SILVIA, estallando en una cólera antes contenida.)  Pues anoche estuviste demasiado con Blasco en el salón de baile... Te advierto que se dice que se ha declarado...  (Una pausa.) 

SILVIA.-    (Turbada.)  Hace ya tiempo que se declaró, mamá... Y anoche lo he aceptado.

DOÑA LAURA.-  ¡Lo has aceptado!... ¡Y sin decirme nada!

SILVIA.-  Todo el día he estado por decírselo y no me he atrevido...

DOÑA LAURA.-    (Exaltándose y dominándose.)  Pues yo no te doy mi consentimiento, Silvia... ¡De ninguna manera!... ¡De ninguna manera!...

SILVIA.-    (Lagrimeando.)  ¡Mamá, por Dios!... La gente del hotel ya lo sabe.

DOÑA LAURA.-  ¿Qué sabe?

SILVIA.-  Mi compromiso...

DOÑA LAURA.-  Si tu madre no lo sabía, nadie lo sabe... ¡Lo que tú sabías bien es que yo me he opuesto siempre!... ¡Y lo que Diego acaba de decirnos, no anuncia nada bueno!  (A DIEGO.)  ¿Quieres explicarte mejor?

DIEGO.-    (Vacilando.)  No puedo...  (Como hablando consigo mismo.)  Pero si no se lo digo yo, cualquiera de esas   —262→   almas caritativas que tanto abundan en este país les dará la noticia, saturándola de arsénico...

DOÑA LAURA.-  Así es. Mejor será que hables pronto y nos digas lo que pasa. Ven a nuestras piezas.

DIEGO.-  No. Lo que pasa... es que se dice... que ha desaparecido una fuerte suma de la caja del hospital que administra y dirige Mario, y...

PURA.-    (Palideciendo.)  ¿Qué dices, Diego?

SILVIA.-  Aunque se acuse a Mario, eso no será cierto...  (Una pausa.) 

DOÑA LAURA.-  Nada nos importa que sea o no cierto. Por otras razones te niego mi consentimiento, Silvia, te lo niego. Tú eres muy niña para comprender... Y no insistas si no quieres matarme a disgustos, Silvia, ¡no insistas!

SILVIA.-  ¿Y yo qué voy a hacer, mamá?... Ya le he dicho que sí...

DOÑA LAURA.-  Ahora le dirás que no.

SILVIA.-  Pero, ¿por qué se opone usted, mamá?

DOÑA LAURA.-  Si te empeñas, nos volvemos esta misma noche a Buenos Aires...

PURA.-  ¡Tía Laura!

DIEGO.-  Ya tendrán tiempo de romper el compromiso más adelante... Marcharse hoy sería dar una campanada.

SILVIA.-  ¡Piénselo usted bien, mamá!... Yo no puedo romper así no más... Las niñas tenemos también nuestro honor, y yo he dado mi palabra...

DOÑA LAURA.-  El honor de las niñas es obedecer a sus madres. Tu palabra, arrancada por sorpresa, nada vale. ¡Dile que le contestaste distraída... equivocada... confundiéndolo!...

SILVIA.-  ¡Distraída!... ¡Equivocada!... ¡Confundiéndolo!... Todo el mundo se reiría de mí.

DOÑA LAURA.-  La mitad del mundo se ríe de la otra mitad. Ríete tu también del mundo.

SILVIA.-  ¡No puedo, mamá, no puedo!  (Llora.) 

DIEGO.-  Váyanse a discutir y a llorar a sus cuartos. Cualquiera puede pasar ahora por aquí y ver esta pequeña escena de familia.

PURA.-    (Con tono de ruego.)  Ven tú con nosotras.

DIEGO.-  Dios me libre. Ni en el teatro me gustan las escenas trágicas.

PURA.-  Piense un momento, tía Laura, que nada fundamental tiene usted contra Mario... Desairarlo, esta noche, corriéndose la calumnia que se corre, sería   —263→   dar pábulo a la maldad de la gente... Podía usted invitarlo a comer, para no hacerle un gran mal... Tal vez más tarde dará usted su consentimiento a Silvia, y entonces ya no habrá remedio para reparar el mal que se le hace hoy.

DIEGO.-  Eso digo yo.

DOÑA LAURA.-    (Con intención, a DIEGO.)  Tú siempre has de decir lo que dice Pura. Por lo visto, para ti, tu madre y tu hermana no son nada cuando se trata de tu prima.

DIEGO.-    (Con evidente enojo, casi indignado.)  ¡Ya pareció aquello!...

DOÑA LAURA.-    (A PURA.)  Y tú, Pura, ¿te atreves a dar lecciones a tu tía?

PURA.-  A nadie me atrevo a darle lecciones, tía Laura. Pero usted está irritada, y en los momentos de irritación todos podemos hacer o decir cosas de las cuales después nos arrepentimos, cuando es demasiado tarde... Y Mario se justificará. Su reputación...

DOÑA LAURA.-  ¿Qué te importa a ti la reputación de Blasco?

PURA.-  Usted sabe que su madre es mi madrina y fue amiga íntima de mamá, que murió en sus brazos... Yo lo conozco desde chica... Además, por Silvia...

DOÑA LAURA.-  Nada tiene que ver Silvia en el asunto...

SILVIA.-  Mi compromiso...

DOÑA LAURA.-  No existe... ni existió más que en tu cabecita de chorlo.  (Cambiando de tono.)  ¡Vamos, pues, a ponernos los sombreros para ir a la rambla!

PURA.-  ¡Un momento, tía Laura, por favor!... Dígale usted a Diego que invite a Mario...

DOÑA LAURA.-  ¡Basta! Que lo invite él, si quiere; pero no a mi mesa...

PURA.-   (Con voz sorda.)  Mario es un caballero... No debemos ofenderlo...

DOÑA LAURA.-  Si tanto te gusta, Silvia te lo cede...

DIEGO.-    (Señalando a la derecha.)  Cállense, que viene gente y puede oírlas...

DOÑA LAURA.-  Quedamos...

DIEGO.-    (Impaciente.)  En que no lo invitaré. Lo que las mujeres quieren, lo quiere el diablo.

 

(PURA toma de un brazo a DIEGO interrogándole ansiosamente; pero DOÑA LAURA le hace un gesto para que la siga. DIEGO le da la espalda. Salen por la izquierda DOÑA LAURA, su hija y su sobrina. Por la derecha entran FERRANDO y VILANA, el primero con un periódico en la mano. Se sientan.)

 


  —264→  

Escena X

 

DIEGO, FERRANDO y VILANA.

 

DIEGO.-  Traen ustedes aire de conspiradores de melodramas. Les dejo, para que tramen cómodamente su complot. ¡Y que no corra mucha sangre!

VILANA.-  Conspiraremos contra la salud pública. Es nuestro oficio, siendo médicos...

DIEGO.-  Y si no conspiran, busquen ustedes el microbio del aburrimiento... ¡Qué gran servicio harían a este país si encontraran una vacuna contra ese mal!  (Sale por la izquierda.) 



Escena XI

 

FERRANDO y VILANA.

 

FERRANDO.-    (Entre dientes.)  O el microbio de la tontería con su correspondiente vacuna... ¡Qué hallazgo para el país!  (Seriamente.)  Ahora que estamos solos, dígame usted lo que hay de verdad en el asunto de Blasco. ¡Supongo que no se habrá venido usted de Buenos Aires sin averiguarlo!

VILANA.-  Naturalmente. Y creo, que nos conviene, a usted y a mí, hablar del caso y entendernos. Porque usted siempre ha sido verdadero amigo mío...

FERRANDO.-  ¿Puede usted dudarlo?... ¿Quién le hizo nombrar a usted profesor suplente de Blasco? ¡Y cuántas veces le he llamado a usted en consulta! ¡Cuántos enfermos le he enviado a su consultorio!

VILANA.-  Usted sabe que yo lo proclamo el primer clínico de Buenos Aires, de la República Argentina, de América... y si no digo del mundo, es porque el mundo es demasiado grande... para mí y para usted.

FERRANDO.-  Gracias.  (Pausa breve.)  En el asunto de Blasco, los diarios dan a entender que el culpable es él o el subdirector Rosales...

VILANA.-  Aquí, para inter nos, bien sabe usted que Blasco es incapaz de semejante delito...

FERRANDO.-  El culpable debe ser Rosales.

VILANA.-  A mí no me cabe la menor duda.

FERRANDO.-    (Riéndose.)  A mí tampoco. Siempre fue un gran pillastre ese Rosales. No sé cómo lo nombraron subdirector del hospital.

VILANA.-  Pues debe usted convenir aquí conmigo que, para nuestro grupo...

  —265→  

FERRANDO.-    (Interrumpiendo.)  ¡El grupo de nuestros médicos más competentes!

VILANA.-  ... Blasco es un colega incómodo.

FERRANDO.-   (Hipócritamente.)  No tanto...

VILANA.-  Cierto. Un poco más. ¡Incomodísimo!

FERRANDO.-  Tiene en estado crónico e incurable esa curiosa enfermedad de los médicos jóvenes: cantar la verdad, y cuanto más desagradable, ¡cantarla más alto!

VILANA.-  Pero esa enfermedad de nosotros, los médicos jóvenes...

FERRANDO.-    (Interrumpiendo.)  Usted es un viejo, mi querido Vilana, un joven viejo.

VILANA.-  ... No reza conmigo. ¡Las verdades! Ésas sólo se dicen a los enfermos pobres o a los malos colegas.

FERRANDO.-  Los jóvenes no debieran olvidar que el secreto del éxito está tanto en la discreción como en la ciencia.

VILANA.-  O más. Y Blasco carece de tino. Por eso no tiene un solo amigo en el gremio. Es demasiado vanidoso y demasiado ingenuo. ¿Sabe usted cómo ha llamado a los médicos viejos desde la cátedra? Fusiles de chispa.

FERRANDO.-  ¿Y sabe usted cómo ha llamado en las consultas, esa ametralladora Krupp de veinte disparos por segundo, a ciertos médicos jóvenes? Pistolitas de aire comprimido.

VILANA.-  Olvida que él también puede equivocarse.

FERRANDO.-  ¡La juventud es tan intransigente! Piensen los jóvenes de hoy que mañana, cuando ellos y sus ideas envejezcan, vendrán otros jóvenes a atacarlos en sus últimas trincheras. «Quien a hierro mata...».

VILANA.-  En resumen, Blasco, con sus estudios y su ojo clínico -ahora que nadie nos oye podemos reconocer que es rival formidable-, representa para nosotros, en la profesión y en la cátedra... algo como un quiste, una epidemia, una catástrofe.

FERRANDO.-    (Riéndose.)  ¡Pues hay que extirpar el quiste, que curar la epidemia, que salvarnos de la catástrofe!

VILANA.-   (Bajando mucho la voz, como si hablara en secreto.)  Y nada más fácil. La ocasión se nos presenta en el asunto del hospital, que por cierto no hemos buscado. Creeremos en la inocencia de Rosales y en la culpabilidad de Blasco... Le haremos el vacío, un boycott del que caerá para no levantarse más. Mar del Plata es el mejor campo de acción para nosotros...  (Pausa.)  Pero veo un obstáculo que salvar en esta...

FERRANDO.-  Campaña de descrédito.

  —266→  

VILANA.-  No tanto.

FERRANDO.-    (Riendo e imitando a VILANA.)  Cierto. Un poco más. Esta emboscada para asestar a un inocente un tiro por la espalda.

VILANA.-  Bueno. Esta «campaña de descrédito»... si usted se empeña en llamarla así... encontrará un obstáculo en la familia de Arval. Novio de Silvia, Blasco se refugia en el prestigio de la familia, como en un baluarte.

FERRANDO.-  Pierda usted cuidado, Vilana. Ese noviazgo no se hará. Lo sé. Soy el médico de la casa...

VILANA.-  ¡Ah! Usted es el médico de la casa...

FERRANDO.-  Ya lo sabe usted, si se interesa por Silvia...

VILANA.-  Más bien sería por Pura.

FERRANDO.-  Pues Pura, siendo menos rica y menos festejada que su prima, me parece más difícil. Tiene cierto criterio independiente. Piensa como un hombre... Es toda una mujer.  (Pausa.) (Confidencial y festivamente.)  Y se le ha quedado a usted en el tintero... o en la garganta... lo que más interés tenía usted en decirme.  (Movimiento de protesta en VILANA.)  Usted sabe que, a raíz del asunto del hospital, Blasco tendrá que renunciar a su cátedra. Usted aspiró a ella en el concurso...

VILANA.-  Esa cátedra colmaría mis aspiraciones... Sería un honor inmerecido, y el mejor estímulo para mis estudios...

FERRANDO.-  Cuente conmigo. Le prometo apoyarlo y hablar a mis colegas en la academia...  (Se pone de pie.)  Y para terminar, permítame un consejo: ¡Hable usted menos!

VILANA.-  ¡Bah! Con usted...

FERRANDO.-  Por lo mismo, conmigo, medias palabras hubieran bastado. Supóngase que alguien nos escuchara...  (Movimiento de alarma en VILANA.)  O que a usted se le escapase en un momento de olvido o de inconciencia...  (Gesto de protesta en el mismo.)  Cosas como las que hemos hablado, no deben decirse. Basta insinuarlas, sugerirlas...

VILANA.-    (Sonriendo.)  Con todo, me alegro de que no nos contentáramos con medias palabras. Así no hubiera usted sido tan explícito en lo de la cátedra... Hablar es a veces el mejor modo de entenderse.

FERRANDO.-  El mejor modo de entenderse es tener intereses comunes.

 

(Por la derecha entran, ya de sombrero puesto y acompañadas de DIEGO, DOÑA LAURA y SILVIA. Al ver a VILANA, que sale a su encuentro, le saludan. FERRANDO queda sentado, leyendo su periódico.)

 

  —267→  

Escena XII

 

Dichos, DOÑA LAURA, SILVIA y DIEGO.

 

DOÑA LAURA.-   (Dando la mano a VILANA.)  ¿Acaba usted de llegar?

VILANA.-  Sí, señora.  (Da la mano a SILVIA.) 

DOÑA LAURA.-  Le esperábamos a usted, ¡tanto se había anunciado!

DIEGO.-  Y llega usted en la mejor época... para aburrirse.

 

(VILANA, SILVIA, DIEGO y TÉLLEZ forman un grupo y conversan entre sí. DOÑA LAURA se acerca a FERRANDO, que continuaba sentado leyendo un periódico. Al verla, él deja de leer y se levanta.)

 

DOÑA LAURA.-    (A media voz.)  Parece que ha hallado usted muy interesantes noticias en su diario.

FERRANDO.-  En efecto... No salgo de mi sorpresa. Hay aquí un suelto lamentable que se refiere, aunque sin nombrarlo, a uno de nuestros amigos... La prensa no respeta nada ya... Verdad que se trata de un asunto de interés general.

DOÑA LAURA.-   (Contrariada por el tema.)  ¿El asunto de Blasco?

FERRANDO.-  Precisamente...

DIEGO.-    (Acercándose a FERRANDO.)  ¿En este diario está la noticia?  (Gesto afirmativo de FERRANDO.)  ¿Quiere usted permitírmelo, si ha concluido?...  (DIEGO toma el diario que le entrega FERRANDO.)  ¿Dónde está el suelto?

 

(FERRANDO indica un sitio en el periódico; y DIEGO se retira hacia el foro, a la derecha, a leer el suelto indicado.)

 

DOÑA LAURA.-   (A FERRANDO.)  ¿Qué piensa usted del caso?

FERRANDO.-  ¿Yo?... Nada. Todo puede ser verdad... todo puede ser mentira...

DOÑA LAURA.-  Los antecedentes de Blasco...

FERRANDO.-  No son malos. Pero los del doctor Rosales, el subdirector, son mejores. Uno de los dos es el culpable. Blasco gastaba demasiado... Nadie sabía de dónde sacaba tanto dinero... Y Rosales es un modesto padre de familia. Entre médicos, todos nos conocemos bien...

DOÑA LAURA.-  De modo que el culpable es Blasco o es Rosales... y como Rosales es inocente...

FERRANDO.-  Blasco se justificará... ¡Pasan cosas tan extrañas en el mundo!... En todo caso, él habrá sabido hacer las cosas.

DOÑA LAURA.-  Aunque se justifique, su nombre...

FERRANDO.-  En este país no hay sanción. Ni se premia   —268→   lo bueno, ni se castiga lo malo. Todo se olvida. Pasará un año, y ya nadie se acordará del asunto, ¡créame usted!

DOÑA LAURA.-    (Con un gesto de indiferencia.)  De todos modos...  (En voz alta, a SILVIA.)  Seguiremos a la rambla, Silvia.

SILVIA.-  Un momento, mamá. Esperemos a Pura, que se está poniendo el sombrero y debe llegar con miss Dolly.

 

(Continúan conversando, en un grupo DOÑA LAURA con FERRANDO, y todos los demás en otro grupo. Por la derecha del foro vienen ZULEMA, LA DAMA y EL CABALLERO, del grupo que antes pasara para el campo de golf. Suben por la escalinata.)

 


Escena XIII

 

Dichos, ZULEMA, LA DAMA, EL CABALLERO y después TÉLLEZ.

 

ZULEMA.-   (A DIEGO.)  ¿Qué lee usted?... ¿Son los últimos diarios de Buenos Aires?...

 

(DIEGO quiere disimular el periódico que tenía en la mano...)

 

EL CABALLERO.-    (Aparte a ZULEMA.)  Ahí ha de estar la noticia sobre Blasco... ésa que nos acaba de dar Valdés...

ZULEMA.-    (A DIEGO.)  ¿Quiere prestarme un minuto el diario, Diego, usted que es tan gentil?

 

(DIEGO entrega el periódico, como contra su voluntad. ZULEMA, que le da las gracias. LA DAMA y EL CABALLERO se acercan a ésta. Ella busca el suelto; señálaselo por arriba de su hombro uno de sus acompañantes; ella lee en voz alta. TÉLLEZ entra por la izquierda.)

 

FERRANDO.-   (A ZULEMA y sus compañeros.)  ¿Están ya ustedes de vuelta del golf?...

EL CABALLERO.-  Sí... No hemos jugado.

LA DAMA.-  Había allí tantos ingleses... Zulema quería jugar al ajedrez con Teresita Llanos...  (Se calla, escuchando la lectura de ZULEMA.) 

FERRANDO.-   (A TÉLLEZ.)  Ya ve usted, Téllez, la afición de nuestros criollos a los sports. Van al campo del golf a jugar al ajedrez y se vuelven porque había allí muchos ingleses...

TÉLLEZ.-  No hagan ustedes caso al doctor Ferrando. Habla siempre mal de los criollos y él tiene el más grave de sus defectos: hablar mal de los criollos.

 

(ZULEMA, terminada la lectura del suelto, entrega el diario al CABALLERO, y corre hacia SILVIA. EL CABALLERO continúa leyendo y comentando el suelto.)

 

ZULEMA.-    (Abrazando a SILVIA y besándola.)  ¡Pobrecita Silvia!... ¡Pero qué cosa más desagradable!... C'est épatant!...

DOÑA LAURA.-   (A SILVIA.)  ¿No llega todavía Pura con miss Dolly?

  —269→  

SILVIA.-   (A DOÑA LAURA.)  Ya viene...  (A ZULEMA, en voz baja.)  No me pasa nada... nada me pasa... ¿Tú te lo habías creído también?... ¡Si apenas conozco a Blasco!... Lo que es ahora, bien me guardaré de andar con él en ningún baile.

 

(Llega MARIO por la izquierda, y se dirige sonriendo hacia SILVIA. Al verle acercarse, ZULEMA y VILANA que estaban junto a SILVIA, vuelven la espalda a MARIO, y se acercan a DOÑA LAURA y FERRANDO, como si tuvieran algo que consultarles. TÉLLEZ se retira un paso atrás, dejando que MARIO pueda hablar en libertad con SILVIA; pero sin desairarle como los otros. SILVIA se pone seria, baja los ojos, se ruboriza... MARIO comprendiendo que pasa algo grave, deja de sonreírse...)

 


Escena XIV

 

Dichos y MARIO.

 

MARIO.-    (A SILVIA anhelosamente.)  ¿Qué significa este recibimiento, Silvia, tan distinto del de ayer?...  (Silencio.)  ¿Ha hablado usted con su mamá?

SILVIA.-   (Con voz apenas perceptible.)  Sí...

 

(TÉLLEZ se junta al grupo donde está DOÑA LAURA.)

 

DOÑA LAURA.-   (Llamando a SILVIA.)  ¡Ven, Silvia, vamos a la rambla!  (A VILANA.)  Comerá usted con nosotros esta noche.

VILANA.-  Con mucho gusto. Y ahora iremos a esperarles en la rambla, con Téllez y Ferrando...

TÉLLEZ.-  Perfectamente.

 

(Salen por el foro conversando VILANA, TÉLLEZ, FERRANDO, LA DAMA y EL CABALLERO. Quedan DOÑA LAURA, SILVIA, ZULEMA, MARIO y DIEGO. DIEGO, a quien EL CABALLERO acaba de entregar el periódico que antes prestara él a ZULEMA, queda en el fondo, semisentado sobre la balaustrada.)

 

MARIO.-  Silvita, hable usted, por Dios. ¿Qué pasa?

SILVIA.-   (Siempre sin mirarle, jugando con su sombrilla.)  Mamá me ordena que rompa con usted...

MARIO.-  ¡Silvia!

SILVIA.-    (Conteniendo el llanto.)  ¡Perdóneme usted, Mario, y olvide lo que hemos conversado anoche!...

MARIO.-   (Apoyándose en el respaldo de una silla, como si recibiera un golpe en el pecho.) ¡Esto es un mal sueño!... ¡No puede ser verdad, Silvia... que de la noche a la mañana usted me desprecie... destruya mis ilusiones... mis esperanzas... mi vida!

ZULEMA.-    (Que entretanto se ha acercado a SILVIA, tomándola cariñosamente de un brazo, y como si no viera a MARIO.)  ¿No vienes, Silvia?... Ya nos alcanzarán Pura y miss Dolly en la rambla.

  —270→  

SILVIA.-  ¡Perdóneme, Mario!  (SILVIA, llevada por ZULEMA y seguida de DOÑA LAURA, se encamina a la escalinata del foro.) 

MARIO.-   (Consigo mismo.)  ¡Pero qué significa todo esto!

DOÑA LAURA.-  ¿Quieres acompañarme, Diego?

DIEGO.-  Voy dentro de un momento.

 

(Salen todos menos MARIO. Por la derecha entran PURA y MISS DOLLY, ambas de sombrero. PURA se dirige hacia MARIO y MISS DOLLY se hace a un lado. El crepúsculo va obscureciéndose poco a poco.)

 


Escena XV

 

MARIO, PURA y después DIEGO.

 

MARIO.-    (Con ira reconcentrada.)  ¿Me dirás tú, Pura, al fin, lo que esto significa?... Todos me vuelven la espalda... Todos me huyen como a un animal enfermo... ¡Y Silvia, la misma Silvia, me dice que su mamá le ordena que rompa para siempre conmigo!

PURA.-   (Tan conmovida que parece no darse cuenta de lo que dice.)  Ten paciencia, Mario... ¡Domínate!... Yo no sé lo que pasa... Pero no debe pasar nada serio... Mi tía Laura se opone a tu compromiso con Silvia...

MARIO.-  ¿Por qué?... ¿Por qué se opone?...

PURA.-  Yo no lo sé todavía... Tal vez el antiguo pleito de tu padre con su marido...

MARIO.-  Ésa no es una razón... ¡Y la actitud de los demás! Entre ellos estaba Vilana, mi suplente de la Facultad... ¡Pues no me ha reconocido!... ¡Lo que es a ése si le he de pedir claras y terminantes explicaciones!

PURA.-  ¿Piensas provocarlo?... ¡Sería una locura!... ¡Cálmate!... Míralo como si no lo conocieses, ni desearas conocerlo... No lo tomes en cuenta, ni a él ni a los demás... Esto pasará...

MISS DOLLY.-  Señorita Pura, ya no podemos demorarnos. La señora Laura nos espera en la rambla...

 

(Entra DIEGO por el foro y contempla la escena.)

 

PURA.-   (A MARIO, sin contestar a MISS DOLLY.)  Esto se arreglará. No dudes que esto se arreglará. Es cuestión de tiempo... Para todo hay remedio en la vida, para todo, menos para la muerte.

MARIO.-  El rompimiento con Silvia es como la muerte para mí... ¡Hay tantos modos de morir!... ¡Hay tantas maneras de matar!

PURA.-  ¡Hazte valor, Mario! Para eso eres hombre... ¡Pero, por Dios, domínate y no provoques ahora un incidente a nadie, y menos a Vilana!... Piensa que algunas   —271→   veces se necesita más valor para contener la indignación que para castigar la injuria.

DIEGO.-    (A PURA, acercándose.)  Pura, mamá y Silvia te están esperando en la rambla.

PURA.-    (A DIEGO.)  Ya voy.  (A MARIO, estrechandole la mano.)  Ten prudencia... Silvia te quiere siempre... Luego o mañana hablaremos... Si no tienes amigos y quieres desahogarte, Mario, búscame y te desahogas conmigo, como con una hermana... Yo soy tan amiga tuya como cuando jugábamos al trompo o a los soldados, ¿te acuerdas?... Y desde entonces, ¡he vivido tanto!... Puedo decirte, Mario, que conozco la vida.

 

(Bajando la escalinata y salen por la derecha del foro PURA y MISS DOLLY.)

 

DIEGO.-   (Acercándose a MARIO.)  Los diarios le atacan, Mario. Creo que debe usted irse esta misma noche a Buenos Aires, a defenderse y arreglar allí sus asuntos...

 

(DIEGO entrega el periódico a MARIO, señalándole el suelto a que alude. MARIO toma estupefacto el periódico y lee... DIEGO baja lentamente por la escalinata y sale por la derecha del foro, con la mano en los bolsillos, silbando entre dientes un tango popular. Después de leer y releer el suelto, MARIO levanta la cabeza y mira a su alrededor. Está solo. La noche ha caído sobre la escena.)

 

MARIO.-  ¡Y ellos lo han creído!... ¡Y ellos fingen creerlo!...  (Estruja el periódico en sus manos crispadas por un rapto de furor.)  ¡Ah hipócritas! ¡Atacan a los demás para defenderse a sí mismos!

 

(Telón.)

 


 
 
FIN DEL ACTO PRIMERO
 
 


  —272→  
Acto II

 

Un hall del hotel, en Mar del Plata. Dos puertas laterales a la derecha y dos a la izquierda, las del segundo término entreabiertas. Al foro, una galería de cristales que da a un jardín, con una puerta en el medio. A la izquierda del espectador, perpendicular al frente del escenario, una mesa cubierta de revistas y rodeada de sillas. Al lado derecho, en primer término, un sofá, sillones y sillas, formando un hemiciclo. Más atrás, en el mismo lado derecho, entre las dos puertas, junto a la pared, una mesita con una carpeta y un recado de escribir. A ambos lados de la puerta del foro, dos grandes macetones de madera con plantas naturales de anchas hojas.

 

Escena I

 

MARIO y después ANTÚÑEZ.

 

MARIO.-    (Sentado de espaldas junto a la mesa de lectura, con un sobre azul en la mano, llamando.)  ¡Antúñez!

 

(Por la segunda puerta de la izquierda, la puerta que se supone de su despacho, asómase ANTÚÑEZ, empleado principal del hotel. Es hombre maduro, calvo, bajo, flaco, de facciones toscas y aspecto servil. Habla con acento español. Grande aficionado a traer y llevar cuentos y chismes, siempre está deseoso de charlar con la clientela elegante del hotel. Viste un gastado saco de lustrina negra y lleva una lapicera en la oreja.)

 

ANTÚÑEZ.-   (Contestando.)  ¡Señor!...

MARIO.-    (Conteniendo su impaciencia.)  ¡Acérquese, pues!  (ANTÚÑEZ se acerca.)  ¿En qué día de la semana estamos?

ANTÚÑEZ.-  En jueves, doctor...

MARIO.-  ¿Y en qué día de la semana pasan ustedes las cuentas a sus huéspedes?

ANTÚÑEZ.-  El sábado, doctor...

MARIO.-    (Mostrando el sobre que tiene en la mano.)  Si es así, ¿por qué me ha mandado usted hoy la cuenta a la mesa?... ¿Qué razón tiene para adelantarse?... ¿Pensaba usted que yo no le iba a pagar?

ANTÚÑEZ.-  No, doctor, no... ¡Un cliente como usted!... Usted puede pagar cuando guste... Si quiere puede irse a Buenos Aires y mandarnos de allá el importe, doctor, cuando se acuerde y lo tenga a bien...

MARIO.-  Si tiene tanta confianza en mí, ¿por qué no ha esperado usted al sábado, el día de pagar las cuentas?

ANTÚÑEZ.-  Usted tendrá la bondad de disculparnos,   —273→   doctor... Se nos dijo que usted se marchaba esta noche a Buenos Aires. Yo le mandé la cuenta para no incomodarle a última hora...

MARIO.-  ¿Pero no sabía usted que mi madre llega hoy en el tren de la mañana? ¿Cómo creyó usted que yo me voy cuando ella llega?...  (Rompiendo la cuenta en pedazos, y arrojándolos al suelo.)  ¡Pues sépase usted que no pienso irme por ahora! La cuenta me la dará usted a su tiempo, como siempre.  (ANTÚÑEZ recoge los pedazos de papel esparcidos.) (Pausa breve.) (Con voz más tranquila.)  ¿Y ha dispuesto usted las habitaciones que le encargué anteayer para mi madre?

ANTÚÑEZ.-  Sí, doctor. Los cuartos números 37 y 39.

MARIO.-  Vea, Antúñez. Yo tengo una cita urgente esta tarde. No podré ir a recibir a mi madre a la estación. Mande usted un portero para que la traiga y le explique mi ausencia -¿comprende?- sin alarmarla. Usted la esperará aquí en la puerta y la conducirá a sus habitaciones, diciéndole que yo estoy ocupado y que iré dentro de un momento.

ANTÚÑEZ.-    (Haciendo un gesto de inteligencia.)  Comprendo, doctor, comprendo... Puede irse usted tranquilo.  (MARIO busca un periódico entre las revistas que se hallan sobre la mesa.)  La señora no se enterará de nada. Le diré...

MARIO.-    (Impaciente.)  La señora no tiene nada de qué enterarse por usted. Usted está aquí para servir al público y no para traer y llevar historias...  (Continúa buscando el periódico.) 

ANTÚÑEZ.-  Está bien, doctor... Como usted me decía que cuidara no se alarmase la señora porque usted no va a recibirla a la estación...

MARIO.-   (Interrumpiendo.)  No encuentro aquí los últimos diarios... En la sala de lectura tampoco están...

ANTÚÑEZ.-    (Con ambigua sonrisa.)  Han desaparecido... De la sala de lectura han desaparecido también... Todo el mundo los pedía... Y como tanto se pedían, mandamos comprar los ejemplares que quedaran en el quiosco de la rambla, y allí los habían vendido todos, ¡todos! como pan bendito.  (Con muy marcada intención.)  Debe haber en ellos una noticia interesante, muy interesante, referente sin duda a alguna persona bien conocida y vinculada. ¡La gente es tan novelera!

 

(Antes de que ANTÚÑEZ termine de hablar entra ZULEMA por la puerta del foro. Viene elegantísima, de traje blanco y de sombrero de paja.)

 

  —274→  

Escena II

 

Dichos y ZULEMA.

 

ZULEMA.-    (A ANTÚÑEZ, como si no hubiese visto a MARIO.)  Esta tarde debe llegar una gran caja para mí. Llévela usted a nuestro departamento en cuanto llegue, y colóquela abierta en la salita... La necesito hoy mismo.  (Entregándole un papel.)  Aquí tiene usted la guía del ferrocarril.

ANTÚÑEZ.-  En la salita no sé si cabe un alfiler más... ¡Está tan llena de cajas y baúles!

ZULEMA.-  Haga usted sitio como pueda. Y ahora alcánceme usted papel para hacer un telegrama.  (ZULEMA da la espalda a ANTÚÑEZ. Éste sale refunfuñando por la puerta que se supone de su despacho. Entonces, ZULEMA toma al acaso una revista, y se sienta, hojeándola, frente a MARIO. La mesa les separa.) 

ZULEMA.-    (Insinuante, en voz baja.)  No debía usted dar tanta importancia a estas pequeñas miserias de la vida... ¡Es usted tan superior a todos ellos!

MARIO.-    (Fríamente.)  ¿A quiénes, señorita?

 

(ANTÚÑEZ entra por la puerta de su despacho con el papel del telégrafo en la mano. Queda observando a ZULEMA y MARIO, sin atreverse a anunciarse.)

 

ZULEMA.-  A Vilana y a Ferrando, sus colegas... A las de Arval, sus amigas...  (MARIO se encoge de hombros y parece reanudar su lectura.)  Sé que ustedes han cambiado esta mañana palabras muy violentas con Vilana. No debe usted hacerle caso, Mario, no vale la pena... ¿Para qué provocar ahora un duelo?... Espere usted tranquilo mejor oportunidad para su desquite.

MARIO.-    (Siempre frío e irónico.)  También creerá usted que he cambiado palabras muy violentas con las de Arval...

ANTÚÑEZ.-    (Acercándose a ZULEMA.)  El papel del telégrafo, señorita.

ZULEMA.-  Déjelo usted ahí.  (ANTÚÑEZ deja el bloque de papel sobre la mesita que tiene el recado de escribir, y sale prontamente.) (A MARIO, continuando la conversación interrumpida.)  Tampoco debe usted hacerles caso a las de Arval... Esa niña, Silvia, no es capaz de comprenderlo a usted.

MARIO.-    (Irónico.)  ¿Y usted... sería capaz de comprenderme?

ZULEMA.-  Yo lo aprecio. Soy su amiga. Siempre le he defendido a usted...

MARIO.-    (Mordaz.)  Cuando no me vuelve usted la espalda, como ayer tarde en la terraza.

  —275→  

ZULEMA.-  Discúlpeme usted... Yo no tuve intención de desairarlo... Usted lo ha creído así porque lo ve ahora todo negro.

MARIO.-    (Firmemente y bajando la voz.)  Pues no se lo disculpo a usted, señorita... Por más que usted lo niegue -usted, que lo ve ahora todo rosa-, sé que también fue usted anoche despiadada conmigo... En este instante cambia usted de táctica... y me representa una pequeña comedia de la amistad.

ZULEMA.-    (Picada.)  ¿Con qué objeto podría yo representarle esta comedia?

MARIO.-  De la amistad al amor...  (Pausa breve.)  Su actitud me sugiere una reflexión, que callaré por cortesía.

ZULEMA.-  Dígala.

MARIO.-  ¿No se enojará usted?

ZULEMA.-  No...

MARIO.-    (Después de un silencio breve.)  Pienso que al acercarse a una edad crítica, las mujeres no desperdician ocasión de pescarse un marido.

ZULEMA.-    (Riéndose a carcajadas.)  ¿Piensa usted que yo me finjo ahora su amiga para tener el honor de llevar el nombre... del director del Hospital del Norte? ¡Interpreta usted así la buena fe con que le defiendo, cuando le mot d'ordre es hablar mal de usted...

MARIO.-    (Poniéndose de pie y saludando ligeramente a ZULEMA.)  Es usted muy bondadosa... Mil gracias.  (Se encamina hacia la segunda puerta de la derecha y habla desde allí a ANTÚÑEZ, que se supone adentro, en su despacho.)  Antúñez, si ve usted al doctor Ferrando y al señor Téllez, dígales que les espero en mi habitación.

ANTÚÑEZ.-    (Apareciendo ante la puerta de su despacho.)  Descuide usted, doctor.

 

(MARIO sale por la primera puerta de la derecha, ZULEMA se levanta...)

 

ANTÚÑEZ.-   (A ZULEMA, indicándole el papel del telégrafo que antes trajera.)  Ahí le he dejado el papel para el telegrama, señorita...

ZULEMA.-   (Malhumorada, saliendo por la primera puerta de la izquierda.)  Puede hacerlo usted mismo, si tanto le interesa.

ANTÚÑEZ.-    (Hablando solo.)  ¡Vaya si me interesa el telegrama que debiese mandar usted al banco!... ¡Con las cuentas que tiene pendientes en el hotel su señora madre!...

 

(Entra FERRANDO por la puerta del foro.)

 


Escena III

 

FERRANDO y ANTÚÑEZ.

 

ANTÚÑEZ.-   (En la puerta de su despacho.)  ¡Señor doctor!...   —276→   El doctor Blasco le busca. Me ha dicho que le espera a usted y al señor Téllez en sus habitaciones...

FERRANDO.-    (Revolviendo las revistas que están sobre la mesa.)  Ni los diarios que llegaron esta mañana, ni los que llegaron ayer... ¿Qué ha sido de ellos?

ANTÚÑEZ.-  Como había esos ataques contra el doctor Blasco, todo el mundo los solicitaba...

FERRANDO.-  Y volaron, más que si tuvieran alas.

 

(Entra TÉLLEZ por la primera puerta de la izquierda. ANTÚÑEZ sale.)

 


Escena IV

 

FERRANDO y TÉLLEZ.

 

TÉLLEZ.-   (Encaminándose hacia Ferrando.)  ¡Al fin lo encuentro a usted! Tengo que hablarlo urgentemente...

FERRANDO.-    (Sonriendo.)  ¿Qué pasa?... ¿Se nos viene el mundo encima?

TÉLLEZ.-  Hoy, después de almorzar, Blasco y Vilana tuvieron un incidente... Se trata de algo serio... Mario nos busca a usted y a mí, supongo que para enviarnos a Vilana como padrinos.

FERRANDO.-    (Después de un silencio.)  ¿Aceptó usted?

TÉLLEZ.-  Todavía no he hablado con Mario...

FERRANDO.-  De modo que... según parece... está usted dispuesto a aceptar.  (Pausa breve.)  Pues yo no aceptaré. Ese duelo no puede llevarse a cabo mientras Blasco no se justifique de su acusación.

TÉLLEZ.-  ¿No cree usted a Mario digno de batirse?

FERRANDO.-  Ni lo creo, ni dejo de creerlo... Las leyes del duelo nos prohíben concertar un lance si pende una acusación formal contra alguno de los duelistas.

TÉLLEZ.-  En este caso, la acusación no es grave...

FERRANDO.-  Eso depende de criterios. Pero lo cierto es que, antes de resolverse el asunto pendiente, Vilana no debe aceptar el reto, ni nosotros podemos representar a Blasco, ni pudo soñar el mismo Blasco en semejante lance...  (Severo.)  ¿Cómo es que él no se fue anoche a Buenos Aires, en cuanto supo la noticia?

TÉLLEZ.-  Ya había hecho telegrama a su madre, que está enferma, para que se viniera...

FERRANDO.-  La señora no vendrá, al conocer el escándalo que se ha hecho alrededor del nombre de su hijo.

TÉLLEZ.-  Vendrá, porque nadie la habrá informado... Mario se ha quedado a esperarla... Y ahora no querrá él volverse a Buenos Aires sin batirse.

  —277→  

FERRANDO.-  ¡Batirse en su situación!... Eso es absurdo. Con tal sistema, cualquier pícaro, en vez de defenderse cuando se le acusara, provocaría a un caballero y se batiría. El duelo será su mejor absolución. Para el honor, más valdrá ser espadachín que ser honesto.

TÉLLEZ.-  Usted sabe que Mario no es «cualquier pícaro»...

FERRANDO.-    (Fríamente.)  Como le dije, ni lo sé, ni dejo de saberlo.  (Un silencio.) 

TÉLLEZ.-  Vamos a hablar con franqueza, doctor, de hombre a hombre. Usted se rehúsa a ser padrino de Mario, ¿no es así?...  (FERRANDO confirma con un gesto.)  Pues Vilana lo consultará a usted, en caso de recibir los padrinos de Mario...

FERRANDO.-  Y yo me negaré también a ser padrino de Vilana.

TÉLLEZ.-  Perfectamente. Pero... ¿aconsejará usted a Vilana que no se bata con Mario?

FERRANDO.-  Sí, señor. Es mi deber.

TÉLLEZ.-  ¡Piense usted, doctor, que perderá para siempre a nuestro amigo Blasco! Pondrá una lápida sobre su nombre.

FERRANDO.-  Si la imputación es falsa, ya resucitará él bajo la lápida.

TÉLLEZ.-  No lo crea usted. El mal queda hecho...

FERRANDO.-  Pues si usted aprecia a Blasco, evite que se ponga él mismo en la picota, mandando padrinos tan inoportunamente.

 

(Por la puerta del foro entra DOÑA EMILIA, en traje de viaje, seguida de un GROOM con una valija de mano. DOÑA EMILIA es una señora anciana, de cabello encanecido y aire enfermizo. Entra ANTÚÑEZ a recibirla. Al verla, FERRANDO se pone de pie, dispuesto a saludarla. TÉLLEZ, que no la conoce, se sienta, toma al acaso una revista y lee durante la siguiente escena.)

 


Escena V

 

Dichos, DOÑA EMILIA, ANTÚÑEZ y EL GROOM.

 

ANTÚÑEZ.-  ¿La señora de Blasco?...

DOÑA EMILIA.-  Sí, señor.

ANTÚÑEZ.-  Su hijo me ha encargado le diga a usted que tiene una cita urgente, por lo que no ha podido ir a recibirla a la estación... Yo la conduciré a sus habitaciones. Él irá allá más tarde, en cuanto se desocupe.  (Al GROOM.)  Al 37.

 

(EL GROOM sale por la primera puerta de la izquierda.)

 
  —278→  

DOÑA EMILIA.-  Supongo que no estará enfermo... ni le ocurrirá nada alarmante...

ANTÚÑEZ.-  No, señora. No ha podido recibirla por cumplir ciertos deberes sociales...  (Guiándola hacia la primera puerta de la izquierda.) 

FERRANDO.-   (Tendiendo la mano a DOÑA EMILIA.)  ¡Usted aquí, señora!

DOÑA EMILIA.-  Aquí me tiene, doctor...

FERRANDO.-  ¿Cómo sigue usted?

DOÑA EMILIA.-  Mejor, gracias; pero mi enfermedad es incurable... En vano mi hijo trata de engañarme y distraerme.

FERRANDO.-  Acaso le siente bien el aire de mar.

DOÑA EMILIA.-  Vengo a ensayarlo. Aunque más fe le tengo a la alegría... No hay mejor remedio que la alegría.

FERRANDO.-  ¡Gran terapéutica contra todos los males, y especialmente contra la vejez, es la satisfacción! Los viejos satisfechos de sí mismos y de los suyos, son los que más viven.

DOÑA EMILIA.-  Y la mayor satisfacción para mí es ver contento a mi hijo. Sus triunfos son mis mejores drogas. Si lo encuentro aquí triunfante y feliz, como me anuncian sus cartas y lo espero, ¡no lo dude usted!... el aire de mar me sentará muy bien.

FERRANDO.-  A pesar de no ser un tratamiento indicado para su enfermedad...

DOÑA EMILIA.-  En todo caso no será perjudicial, pues que él me llama... Pero este pícaro no ha ido a esperarme a la estación y a traerme al hotel. Se contenta con avisarme por intermedio del señor  (Indicando a ANTÚÑEZ.)  que lo retienen sus ocupaciones sociales, como serán escoltar ciertas damas en algún paseo...  (Con desconfianza.)  Porque usted no tendrá, doctor, noticias desagradables que darme...

FERRANDO.-  Al contrario, señora, al contrario... Si son verdad las voces que corren, parece que pronto tendremos una grande y feliz noticia...

DOÑA EMILIA.-    (Aludiendo al presunto noviazgo.)  ¡No sea indiscreto, doctor!... Esas cosas no deben decirse sino cuando están hechas.  (Una pausa.)  Pero no quiero detener a usted, y me despido...

FERRANDO.-  ¿Quiere usted que la acompañe hasta sus habitaciones?

DOÑA EMILIA.-  Gracias.  (Indicando a ANTÚÑEZ.)  El señor me acompañará...

  —279→  

ANTÚÑEZ.-  Por acá, señora...

FERRANDO.-   (Despidiéndose.)  ¿Puedo servirla en algo?

DOÑA EMILIA.-  Dígale usted a mi hijo, si lo ve, que he llegado y lo espero en mi cuarto.  (Despidiéndose.) ¡Hasta luego, doctor!

FERRANDO.-  Adiós, señora. Muy pronto se lo mandaré a Mario.

 

(DOÑA EMILIA, conducida por ANTÚÑEZ, sale por la primera puerta de la derecha. FERRANDO la acompaña hasta la puerta. TÉLLEZ consulta su reloj. Por el foro entra VILANA.)

 


Escena VI

 

FERRANDO, TÉLLEZ, VILANA y después ANTÚÑEZ.

 

FERRANDO.-  ¿Qué tal, doctor Vilana?... Me dicen que usted se ha dedicado a Juan Moreira y anda buscando duelos y cuchilladas...

VILANA.-  ¡Yo!... ¡Qué disparate!... ¿Se refiere usted al incidente que tuve hoy con Blasco?

FERRANDO.-    (Con reticencia.)  Pues con Blasco me han dicho que va usted a batirse.

VILANA.-  Está usted mal informado, doctor. Yo no me batiré con Blasco mientras esté pendiente la cuestión del hospital.

FERRANDO.-   (A TÉLLEZ.)  ¿No se lo decía yo, señor Téllez?... Blasco debe dejarse de fantasías e irse a Buenos Aires.

TÉLLEZ.-   (A FERRANDO.)  ¡Doctor!  (A VILANA.)  Piense usted en lo que va hacer, Vilana. ¿Rehúsa usted dar cualquier satisfacción a Blasco?

VILANA.-  Rehúso.

FERRANDO.-   (A TÉLLEZ.)  Y yo rehusaré la honra de ser su padrino.

TÉLLEZ.-   (Irritado.)  ¡Pues ustedes obran muy mal! ¡Esto es indigno!...

FERRANDO.-  Perdone, señor Téllez... Usted no tiene derecho de juzgar nuestra conducta. Consulte usted, forme usted un tribunal de honor, y verá que todo el mundo nos da la razón.

TÉLLEZ.-  El mundo es injusto.

FERRANDO.-    (A TÉLLEZ.)  Menos de lo que parece... En todo caso, si usted es amigo de Blasco, ¡piense antes de proceder y ándese con pies de plomo!

TÉLLEZ.-  Me temo que esta negativa de ustedes, con lo que le pasa, le ponga fuera de sí, y que él cometa algún atropello...

  —280→  

VILANA.-  Peor para él.

FERRANDO.-    (Fríamente.)  Si no desea usted que se pierda, cálmelo. «Cuando los dioses quieren perder a un hombre, decían los griegos, le enloquecen».

 

(Por la primera puerta de la izquierda entra ANTÚÑEZ y se encamina hacia la segunda.)

 

FERRANDO.-   (A ANTÚÑEZ.)  ¿Dejó usted bien a la señora, en su cuarto?

ANTÚÑEZ.-  Sí, doctor. Sólo se halla un poco inquieta porque no ha visto a su hijo todavía. Como el doctor Blasco está alojado en el otro pabellón...

FERRANDO.-  Bien, bien.

 

(ANTÚÑEZ sale.)

 

TÉLLEZ.-  ¿Qué señora?... ¿La que pasó recién es la madre de Mario?

FERRANDO.-  Sí, acaba de llegar. Y ella es un argumento vivo para que usted tranquilice a su presunto ahijado y le ayude a olvidarse de Vilana.

TÉLLEZ.-    (Haciendo ademán de levantarse.)  Voy a verlo... Pero me hallo con el inconveniente de que he invitado a tomar té a la familia de Arval, y quedé en esperarla aquí...

FERRANDO.-  Pues espere usted a sus invitadas, y cuando se desocupe le sobrará tiempo para verse con Blasco.

VILANA.-  Claro. «Lo cortés no quita lo valiente».

TÉLLEZ.-  La cuestión es demasiado seria y premiosa.

FERRANDO.-  Pero Blasco no parece considerarla tan seria y tan premiosa, puesto que no se marcha a Buenos Aires, para resolver cuanto antes el punto principal... Bien puede esperar a usted una media hora más.

VILANA.-    (A TÉLLEZ, señalando el foro.)  De todos modos, me parece que no le queda a usted mucho tiempo para decidirse... Por ahí veo llegar a la familia de Arval.

 

(En efecto, por el foro, detrás de la galería de cristales, se ven venir a DOÑA LAURA, SILVIA y PURA. TÉLLEZ se adelanta a recibirlas hasta el foro, donde se detiene saludándolas, mientras hablan FERRANDO y VILANA.)

 


Escena VII

 

Dichos, DOÑA LAURA, PURA y SILVIA.

 

FERRANDO.-    (Bajo a VILANA.)  Hágase usted fuerte en su actitud. Por ningún pretexto ni en ninguna forma acepte usted el lance ni dé explicaciones. No admita después en los demás la menor alusión al respecto. Manifiéstese enérgico, y nadie dudará de su valor.

  —281→  

VILANA.-  Téngalo usted por seguro. Un caballero como yo no puede batirse con un individuo enjuiciado en una causa criminal como Blasco. En cuanto a mi valor, nadie se atreverá a dudar de él porque rechace el lance. Una actitud firme es ya un acto de valor.

FERRANDO.-  Y eso es importante, el valor personal, donde la gente suele apreciar a los hombres más por el coraje que por el mérito...

VILANA.-  Para nuestros gauchos, Juan Moreira vale más que Victor Hugo...

FERRANDO.-  Y para nuestras damas, Juan Tenorio vale más que Juan Moreira. No haber sufrido calabazas es un gran título para un soltero. Mayor aún es el haberlas dado. Muéstrese decidido, y vencerá usted a Blasco. Manifiéstese desdeñoso e irresistible... ¡y también vencerá usted a Pura!

 

(Entre tanto llegan al frente de la escena, con TÉLLEZ, DOÑA LAURA, SILVIA y PURA. Vienen en traje de playa.)

 

TÉLLEZ.-  Aquí tienen ustedes a Ferrando y Vilana, sus amigos.  (Se saludan con una inclinación de cabeza y amables sonrisas.) 

FERRANDO.-  Porque Vilana y yo nos hemos invitado a tomar el té en tan agradable compañía...

DOÑA LAURA.-  Si ustedes no tienen inconveniente lo tomaremos aquí, y después bajaremos a la playa... Hace mucho calor para ir tomarlo en la rambla.

VILANA.-  Y a la rambla va por la tarde demasiado pueblo.

DOÑA LAURA.-  Casi no se ve allí gente decente.

FERRANDO.-    (Riendo.)  Entonces, no irá más que gente indecente... Yo, francamente, no la había apercibido. A no ser que usted considere así a la gente en traje de baño...

VILANA.-  Decente o indecente, la muchedumbre que va ahora a la rambla, ¡el pueblo! no es simpático más que en los libros o visto de lejos. Visto de cerca...

DOÑA LAURA.-  ¡Uf! Es detestable.

FERRANDO.-  Sobre todo cuando se aglomera, suda y da pisotones y codazos.

TÉLLEZ.-  Tomemos, pues, asiento aquí, resguardados contra los avances del pueblo por los sólidos muros del hotel.

 

(DOÑA LAURA, FERRANDO y SILVIA se sientan en hemiciclo, a la derecha. PURA se sienta a la izquierda, en primer término, junto a la mesa de lectura. VILANA la sigue y se coloca de pie a su lado. TÉLLEZ queda de pie y toca un timbre eléctrico.)

 

PURA.-   (A VILANA.)  Me alegro infinito de verle a usted. Estaba dispuesta a buscarlo por todas partes, y encontrarlo   —282→   esta tarde de cualquier modo, vivo o muerto. Tengo prisa en hablarlo...

 

(Se presenta EL MOZO DEL HOTEL por el foro.)

 

TÉLLEZ.-    (Al MOZO DEL HOTEL.)  Tráiganos aquí el té para todos.  (Sale EL MOZO DEL HOTEL.) 

VILANA.-   (Contestando a PURA.)  Celebro que usted deseara verme, Pura, y aquí me tiene a sus órdenes, para lo que se digne mandarme...  (Con emoción.)  Sólo por usted he venido yo a Mar del Plata.

 

(Entra EL MOZO DEL HOTEL con una mesa portátil, de las llamadas «de tijera». La coloca en segundo término, hacia la derecha. Cuenta disimuladamente con los dedos las personas presentes, mientras hablan, y luego sale.)

 

TÉLLEZ.-   (Bajo a SILVIA.)  ¿Cómo se siente usted, Silvia?

SILVIA.-  ¿Yo?... Bien, como siempre. ¿Por qué me hace usted especialmente esta pregunta? ¿Supone que he estado enferma?... Creo que desde ayer, la última vez que nos vimos, no he tenido novedad alguna...

TÉLLEZ.-  Todo el mundo dice lo contrario...

SILVIA.-  Pues todo el mundo se equivoca. Mi vida sigue siempre igual; un día sigue a otro día sin traerme nada nuevo...  (Sonriendo.)  Desgraciadamente, porque así no tengo nada que poner en el diario que llevo desde que salí del colegio, por consejo de las hermanas.

TÉLLEZ.-  Omitirá usted ciertos episodios...

FERRANDO.-   (Que ha oído lo anterior, a SILVIA.)  O borrará usted hoy con el codo lo que ayer escribió con la mano.

SILVIA.-  No hay una palabra borrada en mi diario.  (A TÉLLEZ.)  Podría mostrárselo a usted.

TÉLLEZ.-  No pido tanto.

 

(EL MOZO DEL HOTEL entra con el servicio del té y lo dispone cuidadosamente sobre la mesita que antes trajera.)

 

FERRANDO.-  Las niñas siempre hablan en su diario de algún él, sin nombrarlo. Este él es un día uno y otro día otro. Cambia según las simpatías e impresiones. Pero está tan vagamente aludido que, cuando la niña se compromete para casarse, cualquiera que sea el novio, puede leer el diario y creerse siempre ese él, que antes fuera Juan, Pedro, Diego...

TÉLLEZ.-  O Mario.

SILVIA.-    (Coquetamente, a TÉLLEZ.)  ¡Qué malo es usted!...  (Riendo.)  ¿No sabe usted que Mario festeja a Pura?

VILANA.-    (Bajo a PURA.)  ¿Ha oído usted?... Su prima Silvia le echa el perro muerto.

EL MOZO DEL HOTEL.-    (Que ha dispuesto ya sobre la mesita tostadas, manteca y parte del servicio del té.)  Aquí está el té, señores. ¿Debo servirlo?

  —283→  

SILVIA.-  Yo lo serviré.  (Se adelanta a servirlo.) 

 

(EL MOZO DEL HOTEL sale.)

 

PURA.-   (A SILVIA.)  Voy a ayudarte.

 

(SILVIA y PURA, seguidas de TÉLLEZ y VILANA, rodean la mesita del té, y se disponen a servirlo. Quedan en el frente del escenario DOÑA LAURA y FERRANDO.)

 

DOÑA LAURA.-   (A FERRANDO, prosiguiendo una conversación anterior.)  Créame usted, doctor. No ha habido absolutamente compromiso. Blasco pretendía a Silvita y ella no lo ha aceptado ni como pretendiente. Esto es todo.

FERRANDO.-  Sin embargo, debo decirle a usted que Emilia, la madre de Blasco, acaba de llegar a Mar del Plata, llena de ilusiones por las cartas de su hijo. Deseaba que él se casara pronto, y la candidatura de Silvia colma sus anhelos. Presumo que viene a pedirle la mano de su hija.

DOÑA LAURA.-    (Poniéndose de pie.)  ¿Habla usted en serio?... ¡Es posible!...

FERRANDO.-  Hablo en serio, Laura, y la prevengo como viejo amigo.

DOÑA LAURA.-  ¡Viene a pedirme la mano de Silvia!... ¡Pero esto se sabrá, se comentará, nos cubrirá a todos de ridículo!... ¿Está usted seguro?

FERRANDO.-  Sí, señora. La madre de Blasco está aquí, en este mismo hotel, bajo este mismo techo, deseando verse con usted.

DOÑA LAURA.-  ¡Pues hay que evitar esa entrevista! ¡Hay que evitarla de todos modos! ¿Qué debo hacer, doctor? Dígame usted. ¿Qué debo hacer?...

 

(ZULEMA entra por la primera puerta de la izquierda.)

 


Escena VIII

 

Dichos y ZULEMA.

 

ZULEMA.-   (Hablando animadamente, desde que entra.)  ¿Conque se habían ustedes reunido a tomar el té sin decirme nada, pícaras?... Pues mientras ustedes se olvidaban de mí, me acordaba yo de ustedes y andaba buscándolas.

DOÑA LAURA.-  No huimos ni nos escondemos...

ZULEMA.-   (Con intención.)  Yo suponía que sí; que huían ustedes de alguien y se escondían...

VILANA.-  En todo caso no sería de usted, Zulema.

ZULEMA.-  Ça va sans dire.  (Atropelladamente.)  ¿Saben ustedes que ha llegado Perucho?...  (A SILVIA.)  Es el hombre indicado para dirigir mañana contigo el cotillón.

  —284→  

FERRANDO.-  Se decía que los directores iban a ser Silvia y Blasco...

TÉLLEZ.-  Creo que Mario no sabe bailar. Sólo aceptó por complacencia, para excusarse a última hora, suponiendo que siempre se le encontraría reemplazante...

ZULEMA.-    (Con reticencia.)  El reemplazante tiene que ser usted.

TÉLLEZ.-  Como Mario, ni siquiera sé bailar...

ZULEMA.-  Tampoco tiene usted el talento en los pies. Entonces, voto por Perucho.

DOÑA LAURA.-  Pues que sea Perucho.

SILVIA.-  Perucho y Zulema. Yo me contentaré con ser dirigida...

ZULEMA.-  Lo mismo yo. Yo no dirijo. Desde que se te designó a ti y tú aceptaste...  (Bajo a DOÑA LAURA.)  A no ser que se sienta indispuesta por su disgusto con Blasco...

DOÑA LAURA.-   (Con autoridad y mirando a ZULEMA con sus «impertinentes».)  Silvia y Perucho dirigirán el cotillón. Será muy lucido porque hay muchos objetos bonitos.

ZULEMA.-  Pero hay demasiadas niñas...

VILANA.-  Las niñas son también objetos bonitos.

ZULEMA.-  ... Hay demasiadas niñas, porque faltan mozos. Debían alquilarse algunos para bailar, como se alquilan para servir la mesa, en las fiestas.

FERRANDO.-    (Bajo a ZULEMA.)  O también como se alquilan para servir de maridos en la vida.

ZULEMA.-   (Bajo a FERRANDO.) Cuando se tiene con qué pagarlos.  (Alto.)  ¡Qué cabeza la mía!... ¡Me olvidaba de lo principal!... Perucho me encargó que las salude y las invite de su parte a dar un paseo en su automóvil.

DOÑA LAURA.-  Pero todavía ni lo hemos visto siquiera a tu Perucho...

ZULEMA.-  Iremos luego a buscarlo... Debe estar aburriéndose en la sala de juego...  (Entusiasta.)  ¿Quieren ustedes que vayamos hasta el faro en el automóvil? ¡Está tan linda la tarde! Todos tendremos asiento, porque es enorme la carrosserie.  (A DOÑA LAURA, con intención.)  Claro está que, con Perucho, no cabe uno solo más de los que aquí estamos.

PURA.-  ¿Por quién dices eso, Zulema?

ZULEMA.-    (Con una mirada de desafío.)  Por Blasco.  (A DOÑA LAURA.)  Supongo que él no vendrá con nosotros. Tal vez a Perucho no le gustaría que se le creyera su convidado...  (Con fingida ingenuidad.)  ¡Y después sería una vergüenza tan grande que nos detuvieran a todos para   —285→   tomarlo preso!  (PURA muerde su abanico, roja de indignación.) 

FERRANDO.-   (Por ZULEMA, riéndose.)  ¡Qué ingenuidad de niña, creer semejante cosa!

TÉLLEZ.-   (Bajo a SILVIA y PURA.)  ¡Pobrecita!... ¡Y yo que la suponía una solterona de colmillos ya maduros!...

FERRANDO.-  Al morder, esos colmillos darían más veneno que los de una serpiente de cascabel.

 

(SILVIA se ríe involuntariamente, amenazando al médico con el abanico, como para castigarle por su mordacidad.)

 

DOÑA LAURA.-  Tranquilízate, Zulema. El señor Blasco no vendrá en ningún caso con nosotros.  (Mira imperiosamente a PURA para que no vaya a hablar.) 

FERRANDO.-    (A DOÑA LAURA.)  Dice usted bien, Laura. Cuando se le gangrena un brazo a un hombre, el brazo debe amputarse, para que la gangrena no se extienda por todo el cuerpo. Lo mismo en una familia, cuando un miembro se corrompe... Lo mismo en la sociedad.

ZULEMA.-  Mientras se sirve el té podemos ir a ver el automóvil, que está allí afuera... Se ha sacado el premier prix en una exposición universal... Ha recorrido media Europa... Ha aplastado diecisiete personas... ¡Es magnífico!

TÉLLEZ.-  Vamos a ver esa séptima maravilla.

PURA.-   (A SILVIA.)  Ve tú también. Yo serviré el té mientras tanto.

VILANA.-   (A PURA.)  Yo me quedaré para acompañarla, Pura.

PURA.-  Vuelvan pronto, que puede enfriarse el té.

DOÑA LAURA.-  En seguida.

 

(Salen todos por el foro, menos PURA, que queda sirviendo el té, y VILANA, que la acompaña.)

 


Escena IX

 

PURA, VILANA y después ZULEMA.

 

PURA.-   (Dejando prontamente la tetera sobre la mesa, en cuanto se ve sola con VILANA, y encarándose angustiosamente con él.)  ¿Es cierto, Vilana, que hay una cuestión de honor entre usted y Mario, que se han insultado ustedes, que se baten?

VILANA.-  ¡Qué ocurrencia!... ¿De dónde ha sacado semejante cosa? ¿Quién se lo ha dicho a ustedes?...

PURA.-  A nosotras, nadie. Tía Laura y Silvia ignoran lo que pasa... Yo he sabido algo por medias palabras que pesqué al pasar en la terraza, después del almuerzo. Parece que los hombres no hablaban de otra cosa.

VILANA.-  Habrá oído usted mal...

  —286→  

PURA.-  No he oído mal, no. Contésteme francamente, ¿se baten ustedes?

VILANA.-  No. El duelo que usted supone no se realizará.

PURA.-  ¿No le ha mandado él los padrinos?

VILANA.-  Disculpe usted, Pura, pero es cuestión que yo no puedo tratar con señoras... Todo lo que puedo decirle, es que no me bato con Blasco.  (Pausa breve.)  Y le agradezco profundamente su interés, Pura.

PURA.-  Nada tiene usted qué agradecerme...

VILANA.-  Comprendo; usted no se interesa por mí... ni por usted misma. Habla usted por su prima Silvia.

PURA.-  Hablo por mí...

VILANA.-  Como Silvia estuvo comprometida con Blasco...

PURA.-  No, no ha habido tal compromiso. Si yo me intereso por Mario, es porque soy su amiga, desde la niñez... Pero, dígame, por el amor de Dios, ¿es verdad que Mario le ha mandado a usted sus padrinos y que usted rechaza toda explicación o lance... porque no lo considera hombre de honor?

VILANA.-  Pura, yo me faltaría el respeto que me debo a mí mismo si le contase a usted mi incidente con Blasco y mi resolución respecto al duelo que él ha buscado...

PURA.-   (Dominándose.) ¡Luego, él ha buscado un duelo! Y usted lo rehúsa porque no lo considera adversario digno... ¡Así cree usted cumplir con sus deberes de caballero, insultando a un hombre honrado y negándole toda satisfacción o reparación!

VILANA.-  ¡Un hombre honrado!... Por ahora, Blasco no lo es.

PURA.-  ¡Fíjese usted en lo que dice!... Si su caballerosidad le impedía contarme el incidente, a mí, una mujer, mayormente le impide difamar en su ausencia a un hombre que quizá vale tanto como usted.

 

(Pausa.)

 

VILANA.-  ¡Pura!... Yo comprendo su exaltación y la disculpo... Usted conoce a Blasco desde chica... Usted es su amiga... Por eso, su generoso corazón de mujer no puede concebir la verdad, que a mí mismo me sorprende.

PURA.-  ¡La verdad! ¿Qué verdad?...

VILANA.-  El delito cometido.

PURA.-    (Conteniendo su indignación.)  Por el momento, yo no conozco más delito que el del mundo que nos rodea y le inspira a usted su conducta, un delito de mentira   —287→   y de cobardía...  (Firmemente.)  Pues mire, Vilana, si usted procede como me dice, usted perderá mi aprecio, ¡y olvídese de que me ha conocido!

 

(Pausa.)

 

VILANA.-  Aunque yo quisiera, Pura, reparar el daño hecho a ese amigo de su infancia que usted tanto aprecia, yo no lo podría. Por usted, sólo por usted estoy dispuesto a todo; pero ahora nadie apadrinará en un duelo a Blasco... Blasco tendrá que esperar a que se resuelva su asunto en Buenos Aires. Entonces, si el asunto se resuelve en su favor, seré yo el primero, ¡se lo juro!, en darle una reparación o satisfacción, como usted me lo pide...

PURA.-  Como su honor se lo manda.

VILANA.-  Usted y mi honor, Pura, son los dos sentimientos más íntimos de mi alma: tal vez por eso los confundo...  (Una pausa.) (Emocionado.)  De todos modos, yo sé, yo estoy seguro que alguna vez usted me hará justicia y aprobará mi conducta. Un cariño como el mío, Pura, debe triunfar tarde o temprano. Es él la voz de la naturaleza y de la vida.

 

(Viene ZULEMA por el foro, cantando a media voz.)

 

ZULEMA.-   (Entrando a PURA.)  ¿Acabaste tu tarea?  (PURA sigue sirviendo el té.) 

PURA.-  Estoy en eso.

ZULEMA.-    (A VILANA.)  ¿Cómo no ha ido usted también a ver el automóvil de Perucho? Vaya usted, que bien vale la pena de verse.

VILANA.-  Voy. Estaba acompañando a Pura. La dejo con usted; quedará así mejor acompañada.  (Sale por el foro.) 



Escena X

 

ZULEMA, PURA y después MISS DOLLY.

 

ZULEMA.-  Mis felicitaciones, Pura. Le roi est mort, vive le roi!

PURA.-  No te comprendo.

ZULEMA.-  Perdida ya toda esperanza de casarte con Blasco, alientas a Vilana.

PURA.-   (Con voz apagada.)  Tú sabes que nada tengo con Vilana, y que nada tuve con Mario.

ZULEMA.-  Es cierto. Con Vilana nada tienes todavía. En cuanto a Mario... te lo arrebató Silvia y te resignaste. A mí que soy tu amiga no me lo negarás.

PURA.-  ¿Cómo no comprendes la insensatez de lo que dices, Zulema? ¿Piensas que yo hubiera podido desear el   —288→   novio de mi prima, de mi hermana? Y si hubiera sido así, ¿no ves que la ruptura de Mario y Silvia, antes que extinguir esas esperanzas mías que tú dices, las haría renacer, más fuertes que nunca?

ZULEMA.-  Te calumnias. No me parece que te falte amor propio hasta el punto de que aceptes las sobras que te arroje tu prima, tu hermana...

PURA.-    (Irónica.)  ¿Acaso no las aceptarías tú?

ZULEMA.-    (Continuando.) ... Y no creo que te falte tampoco tu dignidad de mujer para que busques un hombre acusado de...

PURA.-    (Ofendida.)  ¡Basta, Zulema!... Como decías, somos amigas y nos conocemos bien. Hablas de despecho.

ZULEMA.-   (Riéndose ruidosamente.)  ¿También tú creerás, como él, que la compasión que le tuve... es deseo de llevar su honroso nombre?

PURA.-  ¡Ah! ¡Él lo creyó y te lo dijo!... Ahora me explico tu rencor...  (Con tristeza.)  Eres muy mala, Zulema. Desde chiquita fuiste mala. ¿Te acuerdas que en cuanto me veías una muñeca bonita, me la pedías prestada para rompérmela por gusto? Así has querido proceder ahora con mis amigos.

ZULEMA.-    (Con amable sonrisa.)  Y tú eres muy tonta, Pura. Siempre fuiste tonta. Desde que me prestabas tus muñecas para que las rompiera, hasta que te dejaste quitar por Silvia ese ingenuo de Blasco, tu pasión secreta...

PURA.-  ¡Zulema! Te olvidas de ti misma.

ZULEMA.-  ... Pero ha de volver a ti ese hijo pródigo. Prefirió a Silvia, porque ella era más rica que tú. Rechazado hoy por Silvia, por toda niña que se aprecia, volverá a ti, pues debe saber que algo heredaste de tus padres. Y si tú lo rechazas también... entonces, no hallando otro árbol en que ahorcarse, acaso se contentará conmigo, aunque yo nada tenga. ¡Bonita ocasión me daría para ponerlo en su lugar si se atreviera!

PURA.-  Crees que sólo el interés...

ZULEMA.-  Creo lo que veo. Veo que cada niña rica, como Silvia y tú, bonita o fea, cuenta cuantos festejantes quiera. Y veo desdeñadas a las niñas pobres, por bonitas que sean...  (Riendo.)  Debo, pues, suponer que la riqueza atrae los novios...

PURA.-  No todos los hombres necesitan la fortuna de su mujer. Por lo menos reconocerás que hay hombres ricos.

ZULEMA.-  Los ricos buscan a las ricas, así como también las ricas buscan a los ricos, más que por interés, por   —289→   desconfianza. Su casamiento es generalmente la unión de dos desconfianzas. Ellas y ellos quieren ser queridos por sí mismos, lo que presumen de quienes no precisan de su dinero. Sólo a una romántica como tú o a una inocente como Silvia puede ocurrírseles aceptar como amor la ambición de cualquier aventurero... ¡Las compadezco!  (Mientras hablaba ZULEMA, MISS DOLLY entra por la segunda puerta de la izquierda.) 

MISS DOLLY.-    (A PURA.)  La señora de Blasco ha mandado preguntar por doña Laura.

PURA.-  ¡La señora de Blasco! ¡La madre de Mario!

MISS DOLLY.-  Yo contesté que volvería más tarde.

ZULEMA.-    (Irónicamente a PURA.)  ¿Quieres que te traiga un frasco de sales, si tanto te impresiona la llegada de tu futura suegra?

 

(Entran por el foro DOÑA LAURA, SILVIA, TÉLLEZ, FERRANDO y VILANA.)

 


Escena XI

 

Dichos, DOÑA LAURA, SILVIA, FERRANDO, TÉLLEZ, VILANA y después DIEGO.

 

DOÑA LAURA.-  Hermosísimo, el automóvil.

MISS DOLLY.-   (A DOÑA LAURA.)  La señora de Blasco ha preguntado por usted.

DOÑA LAURA.-  ¿Cuándo?

MISS DOLLY.-  Hace un momento.

DOÑA LAURA.-  Está bien, miss Dolly.  (Pausa breve.)  Puede usted salir. Le dejamos libre su tarde.

 

(MISS DOLLY se encamina al foro. Entra DIEGO.)

 

DIEGO.-   (A MISS DOLLY, saliéndole al paso.)  Y se va usted así no más, sin echarme ni una mirada... Cuando vea mi cadáver a sus pies, usted se arrepentirá, ¡ingrata!

 

(MISS DOLLY sale por el foro.)

 

ZULEMA.-  ¿Qué esperamos? Podemos salir ya en el automóvil, sin perder más tiempo.

SILVIA.-  Tomaremos primero el té.

PURA.-    (Ante la mesita del té.)  Ya está servido.

DIEGO.-   (Bajo a DOÑA LAURA.)  Mamá, sabrás que ha llegado la madre de Mario, y que te busca.

FERRANDO.-   (Haciendo grupo aparte con DOÑA LAURA y DIEGO.)  ¿No se lo dije?

DIEGO.-  De un momento a otro vendrá a buscarte hasta aquí...

DOÑA LAURA.-    (Alarmada.)  Pues yo no quiero tener con ella ninguna entrevista desagradable. ¡Nada sé ni me importa de su hijo!

  —290→  

FERRANDO.-  Hay que huirles, entonces. Ahí afuera tiene usted a su disposición un automóvil de 70 caballos y 150 kilómetros de velocidad por hora.

DOÑA LAURA.-  No me queda otro remedio.  (En voz alta.)  ¡Silvia!... ¡Pura!... Acabamos de resolver con el doctor Ferrando irnos en el automóvil a tomar el té al faro o al golf.

PURA.-    (Presentándole una taza de té.)  ¡Si ya está servido, tía Laura!...

DOÑA LAURA.-    (Rehusando la taza.)  No importa. Aquí hace demasiado calor... y el té del hotel es tan malo...

TÉLLEZ.-  De modo que me desairan ustedes...

DOÑA LAURA.-  Perdone, usted Téllez. No le desairamos... Al contrario, espero que nos acompañe en nuestro paseo.

FERRANDO.-  Vaya usted, Téllez.

TÉLLEZ.-  No puedo ir ahora... Las veré más tarde en la rambla.

ZULEMA.-  Yo no veo por qué este apuro, de repente...  (Bajo a VILANA.)  Aquí hay gato encerrado... ¡Se huye, se huye a un enemigo invisible!

VILANA.-   (Bajo a ZULEMA.)  A un enemigo en camino...

ZULEMA.-  ¿Usted cree?... ¿A Mario?... Yo pensaba que el vencedor nunca huía del vencido.

VILANA.-  Se huye, más que del vencido, del desesperado...

DOÑA LAURA.-    (Encaminándose hacia el foro, con SILVIA.)  Vamos, pues.

ZULEMA.-  Pero no sin Perucho. Antes lo iremos a buscar todos, para que no se excuse.  (Señalando la primera puerta de la izquierda.)  Por allá.

DOÑA LAURA.-  Tardaríamos demasiado...

ZULEMA.-    (Tomando del brazo a DOÑA LAURA.)  No, señora. Apenas si perderemos cinco minutos.  (ZULEMA y DOÑA LAURA se encaminan a la primera puerta de la izquierda.) 

FERRANDO.-   (A VILANA, después de haber oído algo que le dijera TÉLLEZ.)  Usted las acompaña, Vilana... Téllez y yo nos quedamos.

ZULEMA.-    (Desde la puerta.)  De ningún modo. Ferrando y Téllez vendrán también con nosotros.  (A FERRANDO y TÉLLEZ, amenazándoles con el dedo.)  No les admitiremos disculpa.

PURA.-    (Bajo a VILANA.)  No se olvide de mi pedido... Salve usted caballerescamente la situación de Mario... ¡Yo se lo agradeceré toda la vida!

VILANA.-    (En voz alta.)  Doctor Ferrando, ya sabe usted que no deseo ningún mal a Blasco... Usted que lo   —291→   aprecia, trate de salvar su decoro... Le doy amplios poderes para que proponga en mi nombre la mejor solución.  (Bajo a PURA.)  Me obliga usted a un sacrificio de mi amor propio que ningún otro poder humano me hubiera impuesto. ¿Está usted contenta de mí?

PURA.-   (Bajo a VILANA.)  Sí... y no... No sé qué pensar... Dudo de la sinceridad de Ferrando... Temo que usted prometa y él no cumpla... ¡Temo que usted se burle de mí!

VILANA.-  Burlarme de usted... sería burlarme de mí mismo.

 

(Mientras VILANA y PURA cambian estas frases, ZULEMA, DOÑA LAURA y SILVIA salen en grupo por la puerta del primer término de la izquierda. SILVIA, en la prisa de salir, ha olvidado su sombrilla junto a un mueble.)

 

DIEGO.-   (Desde la puerta a PURA y VILANA.)  ¿Se quedan ustedes?

VILANA.-   (Saliendo con PURA por el foro.)  Ya vamos. Les esperaremos afuera.

DIEGO.-    (Dejándoles pasar y riéndose.)  Siempre los enamorados se retrasan y apartan... Debe ser por modestia, para no dar envidia a los demás con el espectáculo de su felicidad.  (Sale por la primera puerta de la izquierda.) 



Escena XII

 

FERRANDO, TÉLLEZ y después MARIO.

 

TÉLLEZ.-  ¿De qué peligro huyen?

FERRANDO.-  De la madre de Blasco... y acaso también de su cachorro.

TÉLLEZ.-  ¡Pobre señora!

FERRANDO.-  Veo que su asunto con Silvia marcha a toda vela. Me alegro. Soy el padrino de ese noviazgo a hacerse.  (Pausa breve.)  ¿Por qué no ha acompañado usted a su festejada?

TÉLLEZ.-  No puedo retardar más tiempo mi contestación a Mario. ¿Oyó usted lo que le recomendó Vilana al despedirse?

FERRANDO.-  Sí; que arreglara la cuestión en forma decorosa...

TÉLLEZ.-  Para Blasco.

FERRANDO.-  Verdad. Así dijo... ¿Sabe usted por qué?

TÉLLEZ.-  No.

FERRANDO.-  Es usted poco malicioso. Porque Pura, informada por algún indiscreto, se lo pediría. Él ha querido contentarla con vagas promesas... Pero estas promesas   —292→   no destruyen lo que tan terminantemente nos dijese antes: que no admite un lance de honor, sino con un hombre de honor.

MARIO.-    (Entrando por la primera puerta de la derecha.)  Esperaba a ustedes... Y como ustedes no venían, iba a buscarlos. Si la montaña no va hacia Mahoma...  (Mirando con extrañeza las muchas tazas de té servidas e intactas.)  Pero veo que ustedes esperan mucha gente...

TÉLLEZ.-  Ya se han ido...

MARIO.-  Se han ido de pronto, dejando sus provisiones, sus armas, sus bagajes, como ejército sorprendido y en forzosa retirada...  (Amargamente.)  ¿Será todo por mí? Pena inútil. No iba yo a atacarlas. Que descansen tranquilas.  (Tomando la sombrilla que dejara olvidada SILVIA.)  Y yo reconozco este pertrecho de guerra. Yo mismo regalé a Silvia Arval esta arma de guerra. Ella me la ganó por apuesta en unas carreras. ¡Felices tiempos aquéllos!  (Deja la sombrilla junto a un mueble.) (Cambiando de tono.)  Ya se imaginarán ustedes para qué los buscaba...

TÉLLEZ.-    (Haciendo un aparte con MARIO.)  Sí, lo supongo...

Usted ha tenido un incidente con Vilana y nos busca para mandarnos de padrinos...

 

(Mientras hablan TÉLLEZ y MARIO, FERRANDO se aparta, bosteza, enciende un cigarrillo, toma una revista y la mira...)

 

MARIO.-  ¿Quién se lo dijo?

TÉLLEZ.-  Todo el mundo. El hotel está hecho un semillero de suposiciones y de historias... Sobre eso deseo hablar francamente con usted... Yo le aprecio; tengo la más alta opinión de su inteligencia y de su carácter; estoy dispuesto a servirlo en lo que usted quiera...

MARIO.-  Gracias.

TÉLLEZ.-  Pero creo que usted, por ahora, no debe mandarle los padrinos a Vilana, Él se negará a un duelo y todos están contra usted... Esto es lo que desgraciadamente he podido comprobar en la opinión general.

MARIO.-  ¡Cómo!...

TÉLLEZ.-  Yo no debo engañarlo a usted y ponerlo en una falsa posición. Mi consejo, mi leal consejo de amigo, si usted me permite dárselo, es que se vuelva usted esta misma noche a Buenos Aires y allí arregle la cuestión pendiente sobre el robo del hospital.

 

(Una pausa.)

 

MARIO.-   (Demudado.)  ¿Se niega usted entonces a servirme de padrino?

TÉLLEZ.-  Yo no me niego. Pero me temo que Vilana   —293→   se rehúse a batirse con usted... Me temo que ese duelo sea imposible de verificarse ahora, en este ambiente...  (Pausa.) 

MARIO.-   (A FERRANDO.)  ¿Y usted que opina doctor?

FERRANDO.-  ¿Yo?...  (Un silencio.)  Que a usted le convendría, Blasco, postergar la solución de la cuestión de honor hasta que se resuelva en Buenos Aires la cuestión judicial. Por mi parte, no deseo más que servirlo... Dudo que lo consiga, porque Vilana...

 

(Pausa.)

 

MARIO.-   (Muy irritado, premiosamente.) ¿Ha hablado usted con Vilana? ¿Le ha aconsejado usted que me descalifique?

FERRANDO.-  Vilana no escucharía mis consejos...

MARIO.-  No es eso lo que le pregunto. Le pregunto si ha hablado usted con Vilana, ¿sí o no?

FERRANDO.-  Dos palabras, de paso...

MARIO.-  ¿Le ha propuesto usted que no aceptase el lance?

FERRANDO.-  Yo no podía proponerle nada...

MARIO.-  ¿Lo ha propuesto usted?..., ¿sí o no?  (Pausa.) (A TÉLLEZ.)  Téllez, usted que es un verdadero hombre de honor y un verdadero amigo, dígame, ¿ha estado Vilana aquí con ustedes?

TÉLLEZ.-  Estuvo hace un momento...

MARIO.-  ¿Hablaron ustedes del asunto?

TÉLLEZ.-  Algo...

MARIO.-    (Indicando a FERRANDO.)  ¿Y este señor ha aconsejado a Vilana que no acepte un duelo conmigo por tener el derecho de no creerme un caballero?  (TÉLLEZ guarda silencio, conmovido por la violencia del gesto y del tono de MARIO.) 

FERRANDO.-  Perdone usted, doctor; pero...

MARIO.-   (Trémulo de ira.)  No tengo ningún «pero» que escucharle a usted. Inútil es que trate usted de engañarme. Veo claramente su perfidia...

FERRANDO.-  ¡Doctor Blasco!

 

(Por la primera puerta de la izquierda entran conversando en un grupo ZULEMA, SILVIA. DIEGO y DOÑA LAURA. Todos se encaminan hacia la puerta del foro.)

 


Escena XIII

 

Dichos, DOÑA LAURA, ZULEMA, SILVIA y DIEGO.

 

MARIO.-    (A FERRANDO amenazadoramente.)  ¡También entre nosotros quedan cuentas pendientes!  (FERRANDO se alza de hombros.) 

ZULEMA.-    (A FERRANDO y TÉLLEZ.)  ¿Están ustedes conferenciando   —294→   sobre la separación de la Iglesia y del Estado?... Sean ustedes galantes y acompáñennos.

FERRANDO.-  Con el mayor gusto. ¿Y Perucho?

ZULEMA.-  No le hemos encontrado. Se ha perdido. Iremos sin él.  (A TÉLLEZ.)  Silvia le invita especialmente a usted Téllez. Vamos. Pura y Vilana están ya en el automóvil esperándonos.

FERRANDO.-    (A TÉLLEZ.)  ¿Cómo resistirnos a tanta invitación?...

TÉLLEZ.-    (Alcanzando a SILVIA su sombrilla.)  Su sombrilla, Silvia.

SILVIA.-    (Muy turbada.)  Gracias.

 

(Salen por el foro SILVIA, FERRANDO y TÉLLEZ. ZULEMA y DIEGO siguen junto a DOÑA LAURA, y se detienen acompañándola cuando la habla MARIO.)

 

MARIO.-   (Dirigiéndose a DOÑA LAURA con voz trémula.)  ¡Señora!... Ruégole que me escuche una palabra...

DOÑA LAURA.-    (Turbada y como si recién se apercibiera de MARIO.)  ¡Ah! ¿Es usted, Blasco?...  (Muy fríamente.)  En este momento no puedo atenderlo...  (Haciendo ademán de irse.)  Será cuando vuelva. Ahora me esperan...

MARIO.-  Perdone usted, señora. Sólo pienso hacerle una simple pregunta... y ahora mismo, pues no sé si será posible más tarde.

DOÑA LAURA.-   (A ZULEMA y DIEGO, un poco intimidada por la firmeza de MARIO y temiendo provocar una escena violenta si se rehúsa.)  Sigan ustedes. Yo iré muy pronto...

DIEGO.-   (A DOÑA LAURA, saliendo con ZULEMA.)  La esperamos, mamá.

ZULEMA.-   (A DOÑA LAURA.)  No se demore Laura.

 

(Salen por el foro.)

 


Escena XIV

 

DOÑA LAURA y MARIO.

 

DOÑA LAURA.-   (Con insultante frialdad.)  Ya lo escucho. Puede usted hablar.

MARIO.-    (Hablando con lentitud y a media voz.)  ¿No quiere usted sentarse, señora, para que conversemos con más comodidad?

DOÑA LAURA.-  Usted se servirá disculparme... Llevo demasiada prisa para tomar asiento. Le ruego, pues, que tenga la bondad de decirme pronto en qué puedo servirlo...

MARIO.-  Yo desearía saber, señora, qué razones ha tenido usted para ordenar a su hija Silvia que rompa su compromiso conmigo...

  —295→  

DOÑA LAURA.-   (Como extrañada.)  ¡Ordenar yo a mi hija Silvia que rompa su compromiso con usted!

MARIO.-  Sí, señora; deseo saber sus motivos... Y me permito interrogarla, porque la cuestión afecta mi honor.  (Un silencio.) 

DOÑA LAURA.-   (Recapacitando.)  Es que yo ignoraba por completo que mi hija Silvia se hubiera comprometido con nadie. Y aun debo decirle que usted se equivoca, pues si se comprometiera, ella me avisaría... Mal puedo yo haberme opuesto, entonces, a un casamiento que no ha existido más que en su imaginación. Es esto cuanto puedo contestarle.  (Hace ademán de salir.) 

MARIO.-   (Cerrándole el paso.)  ¡Señora!... ¿A qué viene esta comedia?... ¡Yo tengo derecho, por mi nombre, de exigir una contestación franca y categórica!

DOÑA LAURA.-  ¿Olvida usted que está hablando con una señora?... Recuerde que entre los dos hay una gran distancia, que usted no va a salvar faltándome el respeto.

 

(Pausa.)

 

MARIO.-  No ha sido ésa mi intención, y le pido me disculpe. Me siento tan profundamente herido que no me hallo en estado de medir mis palabras. Retiro las que pueden ofenderla...

DOÑA LAURA.-   (Con reticencia.) Comprendo... y lo disculpo.

MARIO.-  Silvia se compromete un día conmigo... Al día siguiente me dice que usted se opone a nuestro casamiento, y rompe su compromiso, sin darme más explicaciones... Tampoco yo puedo insistir en pedírselas a una niña que obra bajo la autoridad de su madre. Por eso me dirijo a usted, señora...  (Pausa.)  Creo que nada se me puede enrostrar. No acierto, pues, a comprender la causa de su negativa...

DOÑA LAURA.-  Le he dicho que no hay tal negativa.

MARIO.-    (Sin escucharla.)  He oído decir que mi padre tuvo un pleito contra su marido de usted...

DOÑA LAURA.-  Han pasado muchos años de ese desgraciado pleito. Mi marido mismo lo habría olvidado si viviera... Por eso yo no me he negado a tratar a usted como a los demás compañeros de baile de mi hija.

MARIO.-    (Sordamente.) Entonces, la causa puede ser otra... Ha llegado hasta usted la noticia de la defraudación en el hospital que dirijo, ¡y usted la ha creído!

DOÑA LAURA.-  No conozco tal noticia.

MARIO.-  Debe usted conocerla como presidenta de la Sociedad de San Vicente.

  —296→  

DOÑA LAURA.-  Pues no la conozco. Y aunque la conociera, le repito que nada he hablado con Silvia... En cuanto a lo que usted afirma sobre su compromiso, se me ocurre que usted ha tomado en serio alguna broma de mi hija, y ella, no atreviéndose a confesar su broma, le dijo a usted que soy yo quien deshace el noviazgo...

MARIO.-    (Exaltándose por grados.)  ¡Usted sabe que es falso lo que dice!

DOÑA LAURA.-  ¿Me dice usted que miento?

MARIO.-  ¡Le digo que falta a la verdad!

 

(Entra SILVIA por la segunda puerta de la izquierda, y se encamina hacia su madre.)

 


Escena XV

 

Dichos y SILVIA.

 

SILVIA.-    (A DOÑA LAURA.)  ¡Mamá!... ¡Ven!... Todos te llaman para partir...

MARIO.-  ¡Silvia!... Dígame, ¿no me ha dado usted palabra de casamiento?...  (Pausa breve.)  ¿No me ha dicho usted que su mamá le ordenaba faltar a su palabra?...  (Pausa breve.)  ¡Conteste usted, Silvia, que se trata de saber quién miente aquí... si la señora o yo!

SILVIA.-    (Llorosa.) Vamos, mamá...  (Un silencio.) 

MARIO.-  Su silencio, Silvia, dice bien claro que no soy yo quien miente. Pero antes de irse debe usted decirme algo más... Sea usted leal alguna vez conmigo, se lo ruego, y dígame si usted ha creído lo que se me imputa...  (Pausa.) (Con ira creciente.)  ¡Conteste usted, Silvia! ¿Ha podido usted sospechar, sólo sospechar, que yo haya robado a las mujeres, a los enfermos, a los pobres? ¡Conteste usted!

 (SILVIA queda como clavada en su sitio. DOÑA LAURA la toma de un brazo para llevársela.) (A DOÑA LAURA.)  ¡Puede usted llevarse a su hija, señora, una hija bien digna de usted!... ¡Pensar que ella pudiera haber sido mi mujer, la compañera y colaboradora de mi vida! ¡Pensar que yo hubiera podido dar a usted el nombre de madre!...  (Ríe amargamente.)  Tiene usted razón, señora, entre ustedes y yo hay un abismo, ¡y no seré yo quien trate de franquearlo!

 

(Aparece ZULEMA en la puerta del foro. Aunque ha oído las últimas palabras, se adelanta sonriente hasta la mitad de la escena, afectando no percatarse de nada. Al verla, DOÑA LAURA y SILVIA cambian de actitud, en una brusca transición, como si hubieran estado conversando tranquilamente con MARIO. El mismo MARIO se repone y disimula su excitación.)

 

  —297→  

Escena XVI

 

MARIO, DOÑA LAURA, SILVIA y ZULEMA.

 

ZULEMA.-  ¿Estaban ustedes discutiendo?

DOÑA LAURA   (Vacilante.) Sí... a propósito de los baños de mar...

ZULEMA.-    (Siempre sonriendo.)  Blasco se los recomendaría a ustedes como médico... Ustedes habrán contestado que a las personas nerviosas no les sientan... ¡Y yo les doy la razón!  (A MARIO con burla.)  A propósito de baños, debo advertirle a usted, por si no se ha apercibido, que estas playas son siempre peligrosas. La corriente es muy fuerte. No debe usted aventurarse nadando, como lo hace siempre, tan lejos de la orilla. Uno de estos días se puede usted llevar un susto y tendrá que tragar mucha agua... ¡Hasta se puede ahogar en ese cáliz de amargura!  (Seria a DOÑA LAURA y SILVIA.)  Ya todos están en el automóvil esperándolas a ustedes... mientras ustedes hablaban aquí tranquilamente de baños de mar.

DOÑA LAURA.-    (Saludando ligeramente con la cabeza a MARIO.)  Vamos.

 

(DOÑA LAURA, SILVIA y ZULEMA se encaminan a la puerta del foro.)

 

ZULEMA.-    (A MARIO desde la puerta.)  Le dejamos a usted para que medite sobre mi consejo. Nos tiene usted inquietas. ¡Aléjese del peligro!

 

(Salen DOÑA LAURA, SILVIA y ZULEMA. Mientras hablaba ZULEMA, ha entrado DOÑA EMILIA por la primera puerta de la derecha. Da una ojeada a la escena; con su ojo de madre comprende la situación de su hijo, y adelanta hacia él tendiéndole los brazos, como para protegerle o bendecirle. Al verla, MARIO, embargado todavía por la emoción, queda perplejo, como si no la reconociera. Por la segunda puerta de la derecha ha entrado también ANTÚÑEZ, quien se dirige a MARIO con un pliego en la mano.)

 



Escena XVII

 

MARIO, DOÑA EMILIA y ANTÚÑEZ.

 

ANTÚÑEZ.-  Ha llegado una citación para usted, doctor Blasco. Creo que es del juzgado de Buenos Aires...  (Como MARIO no toma el telegrama ni contesta, ANTÚÑEZ se queda esperando a respetuosa distancia.) 

MARIO.-  ¡Tú, mamá!...

DOÑA EMILIA.-  Sí, Mario... Ven a preparar tu equipaje y volvámonos.

MARIO.-  ¡Pero tú lo sabes!... ¿Quién te lo dijo?... ¿A quién se lo preguntaste?

DOÑA EMILIA.-  Una madre no necesita preguntar para saber.

 

(Pausa. MARIO abraza a su madre. Telón.)

 


 
 
FIN DEL SEGUNDO ACTO
 
 


Actos III y IV en Nosotros. Tomo II, Nº 12, Julio de 1908, Buenos Aires