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Nosotros. Tomo I, núm. 3, octubre de 1907

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(Primer capítulo de un libro en preparación)


(Conclusión)


Roberto J. Payró


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-He aprendido muy poco: la preocupación de formarse un capital no deja tiempo ni ganas.

-Y esta preocupación, querido -contestó con cierta ironía-, la tienen hasta nuestros hombres de ciencia, contagiados por el ambiente mercantil en que vivimos. Así es que, ahora, podemos contentarnos muy bien con ver las cosas a la ligera, y dar ejemplo, nosotros que para nada tenemos que estudiar sino para propia satisfacción... Bajemos, porque ya hemos llegado.

Seguimos caminando hasta el restaurant. Él continuó, referiéndose a frases anteriores:

-Hago economías. Quiero ser muy rico si es posible, para ser muy independiente. No soy avaro, pero he llegado a saber que aquí, como en casi todo el mundo, no hay mejor recomendación que la riqueza, que para muchos vale más que cualquier otro título. Todos los años compro un terreno en la campaña, allí donde me parece que hay porvenir y los precios no han subido todavía. Por una casualidad me ha ido más bien que mal: cuando la fuerte alza de los terrenos, aquella época de fiebre y de locura, pensé como tú en ir a Europa, vendí caro, y esperando las buenas oportunidades. Estalló la crisis como una bomba, y   —138→   yo acababa de vender mi último pedazo de tierra, y tenía el dinero en lugar seguro, de modo que cuando sobrevino la baja pude duplicar mi capital, comprando otros terrenos mejores y mayores. La tierra es mi caja de ahorros, y cuando eche mano de ellos, en una ocasión propicia, seré muy rico, es decir, muy poderoso. Ya verás lo que es la plutocracia en nuestro país, y te alegrarás de que tus haciendas sigan procreando sin exigir tus cuidados. ¡Ah! cuando te puedan decir señor Millón o señor Millones ¡hasta músico genial podrás ser si quieres!

Una pregunta pugnaba por salirme de los labios, pero me contuve. Él, tan modesto, tan poco aficionado al lujo y al mundo ¿para qué quería ser rico? Pero no se lo pregunté, sabiendo que más tarde o más temprano me lo diría con su franqueza habitual en su necesidad antigua de hacerme confidencias.

Era ya completamente obscuro y las calles estaban poco concurridas, los escaparates a media luz, en la hora intermedia entre el bullicio de la retirada, por la tarde, y el movimiento más tranquilo de la noche, cuando reina la calma, en el momento de la comida. Buenos Aires, por lo general, come después de anochecer en todas las estaciones del año.

Instalados ante una mesa de la Rottisserie pocos momentos después de bajar del tranvía, atacamos con buen apetito las vituallas, elegidas por el ojo experto de Lové, que o pudo dejar de disertar sobre siniestros gastronómicos. Antes no se comía así: hasta hace pocos años nos limitábamos a la cocina primitiva y a algunos rudimentos de la francesa; los elementos no eran tan variados como hoy, los chefs no habían inmigrado aún, y los grandes platos se desconocían casi por completo; ahora en cualquiera de los grandes restaurants se tenía lo posible y lo imposible, con la sola condición de pagarlo; venían a nuestras mesas los productos de las tierras y los mares más lejanos, los mercados estaban atestados de las cosas más raras y exquisitas, frutas y legumbres de verano en pleno invierno, sin que faltara nada.

-Pero la comparación tiene que ser exacta para que sea más eficaz. Yo te mostraré lo que a ese respecto tengo en casa.

Permaneció un instante en silencio, y luego, sin transición alguna preguntó con voz algo irónica:

¿Conque te ha interesado Elena Cuecho? ¡Claro! Es una de   —139→   las muchachas más lindas de Buenos Aires. Pero tené cuidado.

-¿Cuidado?, ¿de qué?

-Es tentadora, y vos serías capaz de hacer alguna barbaridad.

- ¡Bah! Me ha interesado un momento, como cualquier muchacha bonita, pero de ahí a hacer cualquier tontería...

-Te digo no más. Y sin embargo, Elena es muy interesante por diversas causas.

Y entonces contó su historia. Hija de un hombre rico, de familia vieja y respetada en el país, había recibido una brillante educación: hablaba el francés y el italiano, el piano, cantaba, pintaba un poco, era capaz de leer y entender libros que no gustan generalmente a las mujeres, tenía una educación encantadora, era afable, reunía, en fin, todos los atractivos. Pero, el reverso de la medalla: el hábito inveterado, incurable, feroz del lujo, un cáncer que le roía el corazón y el cerebro, una pasión loca y ciega. Don Eleodoro Cuecho se había arruinado completamente en 1895: ahora «pichuleaba» en la Bolsa sin lograr rehacerse, tan escaso de dinero que solía pasar meses enteros sin pagar la casa en que vivía; sin embargo, el tren aparente de su vida era el mismo de antes. Elena y Doña Catalina, su madre, vestían como princesas, a fuerza de roer sobre los demás gastos; la casa no tenía más pieza presentable que la sala, pero nadie pasaba de allí al interior; habían tenido, eso sí, que suprimir el coche, ¡con cuántas lágrimas! Y la joven, perdida la cabeza, enloquecida por su afán de lujo, de brillo, buscaba un marido rico, cualquiera que fuese, para satisfacer su pasión. Y, sin embargo, no era mala; al contrario, tenía un alma pura, un corazón capaz de los más nobles sentimientos. En fin, había que perdonarle su extravío, pero como se perdona y compadece a un frenético: poniéndose lejos. ¡Ah! El año anterior había ocurrido un verdadero drama: la familia entera, a fuerza de economías y sacrificios, había logrado reunir una suma suficiente para ir a Mar del Plata. Pero tenían que soportar sonrientes mil privaciones, no tomar parte en ciertas fiestas muy costosas, guardar las apariencias, sí, pero partir un centavo en cuatro, para que el capital durara siquiera los veinte días reglamentarios. Y a pesar de todo, los pesos se marchaban a escape, de una manera tan alarmante, que por no regresar corrido antes de la fecha señalada, pretextando algún acontecimiento   —140→   inesperado, Don Eleodoro tuvo el rapto de ponerse una noche a jugar a la ruleta, y como es natural, lo perdió todo...

Desesperado, torturado, sin saber cómo salvar la terrible situación, se vino a Buenos Aires, pidió, corrió, hasta quiso vender su alma; y hubiera vendido los muebles de la sala, si, conociendo su situación, un hombre a quien había prestado servicios en otro tiempo, no le hubiera dado los fondos que necesitaba, sin esperanza de reintegro. Pero la lección, dura y todo, no había aprovechado, comenzaban las deudas al almacén y a la tienda, el «pichuleo» era cada vez más pobre, Don Eleodoro tenía que llegar a cuidados infinitos con su ropa, quitándosela apenas volvía a su casa, para vestir con dos trajes al año; y sin embargo, el último verano había ido de nuevo a Mar del Plata.

-Y no te cuento esto como chisme, sino como observación útil, concluyó. Esta enfermedad del lujo es desgraciadamente muy común, aunque haya aparecido hace relativamente poco tiempo.

-¿Cuándo? Me interesaría saber...

-Vas a repetirme la exclamación de esta tarde, pero no importa. La enfermedad del lujo con carácter epidémico y que después se ha hecho endémica, data desde que se acentuó la inmigración provinciana, es decir, durante los gobiernos de Sarmiento y Avellaneda, sin grandes proporciones, casi insignificante, generalmente desapercibida; durante el de Roca con mayor intensidad, y por fin en esos tres años de Juárez, con una fuerza de contagio tremenda. Ya sé la objeción, pero conste que me limito a señalar un hecho, sin sacar consecuencias. La objeción es que el comercio no se había desarrollado antes, que la gente estaba pobre, que la guerra del Paraguay nos aplastaba, y que las tentaciones preparadas por los comerciantes ansiosos de ganancia han ido aumentando progresivamente desde que el país pareció enquiciado, hasta aquella ostentación de cosas lindas y aquella fiebre de lujo del 87, del 88, del 89... Pero quede, también, sentado, que las primeras niñas que usaron brillantes en el teatro, fueron provincianas, y es natural que ellas rompieran la marcha porque generalmente eran muy ricas y porque tenían   —141→   que ser deslumbradas y cautivadas más pronto que las otras, y más irresistiblemente.

-¡Porteño!

-¡No lo repitás! ¡Si supieras cómo me gustan las provincianitas en sus provincias!

Tomábamos el café y los licores, cuando Lové propuso que discurriéramos dónde iríamos a pasar el resto de la noche. Yo me sentía bastante fatigado, aunque no hubiera razón para ello, de modo que lo invité a que nos retiráramos a su casa. No opuso inconveniente, pero quiso que fuéramos a pie.

-Es necesario que principiés a verlo todo, y a verlo bien. Voy a darte la primera lección.

Protesté, me urgía meterme en la cama; sentía una lasitud y una pereza cuya causa ignoraba.

-El viento norte. Tomemos un carruaje, entonces.

Y luego añadió:

-Parece que no estás muy dispuesto al estudio. Te habré cansado con mis disertaciones. ¡Vaya! Perdonáme, porque hago el firme propósito de no incomodarte más. Vamos.

El mozo le trajo la vuelta, y dejó un peso de propina.

-El mal europeo nos ha invadido -dijo riendo mientras salíamos. La propina es obligatoria; apenas te has sentado a la mesa ya el mozo sabe cuánto le vas a dar, y te sirve en consecuencia. A veces me ha dado ganas de hacerme mozo para iniciarme en esa especie de psicología, que ha de ser utilísima en otras circunstancias: conocer a un hombre por la cara ¡qué tesoro!

Ya dentro del coche de plaza que rodaba suavemente por los rieles de la calle Cuyo, o saltaba por los desiguales adoquines para dar paso al tranvía que venía en sentido contrario, me propuso interminables, insensatas correrías por la ciudad: los diez y nueve teatros que funcionaban, los veinte mercados, las plazas públicas, los cementerios, los clubs, las escuelas, las facultades, los museos, las tres bibliotecas, los veinte hospitales, los nuevo hospicios y asilos, los mataderos, la Bolsa, el puerto, hasta las calles, pues cada una tenía un tipo especial, de la Avenida de Mayo hasta la callejuela de Luján. Y como le observara   —142→   que para eso se necesitaba una vida entera, quedó un instante en silencio, y luego dijo, como en éxtasis:

-¡Oh! Buenos Aires es un fenómeno de vitalidad. Ninguna ciudad la tiene tan intensa como ella: ¡para ninguna se abre un porvenir semejante al suyo!... ¡Y nosotros! nosotros somos apenas un embrión informe de lo que serán Ellos, los de mañana los que vendrán cuando ya no estemos.

-¡No creía que existiera un hombre tan enamorado de Buenos Aires como tú! -exclamé.

Él me miró sonriendo, y dijo, como si me replicara:

-Mañana te presentaré un tipo curioso.

-¿Fruto del país?

-Sí, pero un extraño fruto, que afortunadamente no abunda demasiado. Es un médico que no ejerce, el doctor Lucas Imbele. No te digo más sobre él para que lo juzgués por vos mismo. Y ahora a dormir si no querés leer algo.

-Siempre leo un rato en la cama a cualquier hora que me acueste. Es una costumbre inveterada que tengo desde niño y me va bien con ella.

Sacó un libro de la biblioteca y me lo puso en las manos.

-Tomá, es En Route de Huysmans. Un libro de psicología pura, de una rara observación directa, excelente como ejercicio. Te dormirás a las primeras páginas, pero te será útil si persistís hasta el fin. Buenas noches.

Huysmans me interesó justamente por su desdén para el interés fácil, pero acabé por dormirme pensando en la acentuada reversión al misticismo que se nota en los últimos años, y cuando menos se esperaba.



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