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ArribaAbajo Sexta parte

La Artuña


Habiendo observado que muchos perros se lanzan a los peligros detrás de sus amos, se suplica a los suicidas que lleven el perro atado a la mujer.



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Cuando el padre Bernardo se marchó a su convento, notó Luis que le aguardaba la vida tristísima que proporciona la tenaz compañía de la soledad. Fue entonces cuando se dio cuenta exacta de que estaba viudo, de que su suegro se había llevado un puñado de pesetas y había dejado de ellas un recibo que pregonaba la indignidad de su conducta, y que, por tanto, don Cristóbal no volvería jamás a presentársele delante. Comprendió que después de la escena de su accidente en la casa de Águeda tampoco volverían ésta y su esposo a hacérsele visibles. Que era necesario tomar nueva servidumbre y conservar a Bautista, que demostraba su discreción y su fidelidad. Que sus amigos, enterados de lo ocurrido y acostumbrados a no verle durante la larga enfermedad, no irían de nuevo a saludarle para evitarse la molestia de pedir explicaciones acerca de lo pasado. Finalmente, el padre Bernardo se había ido, y Luis llegó a convencerse de que estaba solo.

Pero entonces, y examinando uno tras otro todos los lazos que le unían a la vida social, recordó que tenía un hijo que no llevaba el nombre de su verdadero padre, pero hacia el cual debían convertirse todos los afectos de su padre verdadero. Y asido a esta idea, que suponía objeto de actividad, y, por consiguiente pretexto para vivir, empezó Luis a soñar planes, mediante los cuales quedase atada para siempre la vida suya con la vida de aquel niño, y lograr de este modo el cumplimiento de un sagrado deber y la aspiración de hacer necesaria y amable la triste vida a que le lanzaban sus desventuras.

Recordó entonces que su hijo debía tener más de un año, y aunque no sabía el nombre de la nodriza, recordaba perfectamente que ésta vivía en Villaruin, y dedujo que, no teniendo Villaruin más de 500 vecinos, le sería facilísimo encontrar lo que buscaba.

Y después que hizo este razonamiento, apresuró su viaje, creyendo que cometería una falta gravísima si lo demoraba un solo minuto.

Así que a las seis de la mañana del siguiente día montó Luis en el correo que va a Merjolie, y a las diez de la mañana estaba en Enlace, donde tomó   —307→   la diligencia, que le condujo a Parada en plenos de una hora. Allí logró que le facilitasen un caballo, y entraba en Villaruin antes que las campanas de la parroquia entonasen su piadosa salutación del mediodía.

Fueron facilísimas las investigaciones, porque en el pueblo todos sabían que la mujer de Catalino había criado un niño, que era hijo de una marquesa de Granburgo. También aseguraban todos que el niño había muerto, y aunque estos datos no eran completamente iguales a los que daba Luis, se decidió éste a verse con la mujer de Catalino, esperando que la tal nodriza conociese a las demás nodrizas que vivían en el pueblo.

Y guiado por un mozalbete, y soportando la estúpida admiración de los aldeanos, que le contemplaban con asombro, llegó a una callejuela estrecha y sucia, y después a la casa de Catalino, que era más estrecha y sucia que la callejuela.

No halló a nadie en la puerta de la casa, y como una vecina, movida por su curiosidad, se le acercase para averiguar quién era y a qué venía al pueblo tan elegante señorito, adelantose el zagal y dijo a la vecina con esa voz de gañán que parece siempre canto monótono:

-¿Sabe usted, doña Demetria, dónde está la tía Araña?

-No sé, pero se me hace que ha de estar en el pilar. Quien diría que está ahí dentro es el tío Catalino.

-Pues hemos llamado y no contesta.

-Mia tú, como que estará durmiendo.

-Pues ya son las doce -objetó Luis.

-Sí, señor, que están para caer; pero lo cual que el tío Catalino habrá tomado la mañana, como de costumbre, y la estará durmiendo.

-Y, ¿puede usted decirme si la mujer de ese sujeto ha criado un niño, cuyos padres vivían en Granburgo?

-Sí, señor; aquí es mismamente, lo cual que, para verdad sea dicho, ese niño murió irá para cuatro meses.

Sintió Luis vehementes sospechas de que su hijo hubiese muerto, y continuó preguntando:

-Y, ¿sabe usted quiénes eran los padres de ese niño?

-Pues una marquesa que debe tener mucho dinero.

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-Y, ¿usted ha conocido a esa marquesa?

-No, señor; yo no la vide mayormente, y quiero decir que por aquí ninguno la habrá visto.

-Pues entonces, ¿por qué sabe usted que era marquesa?

-Porque pagaba muy bien, y porque lo decía la mayordoma que venía a ver la criatura.

-Y esa mujer, ¿cómo era?

-Pues una tía vieja, pero muy corriente, lo cual que, con perdón sea dicho, bebía como mi hombre, y mire usted que es beber.

Comprendió Luis que sus sospechas iban a ser realidades tristísimas, y volviéndose a su acompañante le dijo:

-Entra y despierta a ese, y que se levante.

Obedeció el chico, y apareció en la puerta un hombre bajo, flaco, más ennegrecido por la basura que por el sol, con los ojos encarnados, la barba sin afeitar, los labios rodeados de una línea morada, donde había vino y saliva seca, los pies desnudos, los pantalones rotos, la chaqueta sobre los hombros y las manos cogidas a las solapas de la chaqueta.

La curiosa vecina seguía parada, y Luis, impaciente por saber la verdad y conocedor de las astutas mañas de los labriegos, entrose dentro de la casa, cerró la puerta, enseñó una moneda de oro al tío Catalino, y le dijo:

-Esto es para ti si me cuentas la verdad.

Sobresaltose el palurdo al ver aquel inusitado aparato, pero en cuanto comprendió la oferta de Luis, se encogió de hombros y contestó tranquilamente:

-Pues si no es más que eso, ya puede usted ir preguntando.

-¿Tu mujer cría un niño?

-Es decir, que lo ha criado.

-¿Hasta cuándo?

-Hasta hará cuatro meses.

-Luego, ¿hace cuatro meses que ha muerto?

-No, señor.

-Pues, entonces...

-Le diré a usted.

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-Es que quiero saber la verdad.

Y la voz de Luis parecía un quejido.

-Pues la verdad es que mi mujer se quedó sin leche cuando el chico llevaba tres meses con nosotros.

-¿Y qué?

-Pues nada, que la señora pagaba quince duros todos los meses para que criásemos al chico, y usted comprenderá que quince duros no se deben perder, mayormente cuando vienen a remediar una miseria como la nuestra, pongo por caso.

-¿Y qué?

-Pues que tomamos una cabra y la cabra lo criaba.

-Pero, ¿se ha muerto?

-Los dos.

-¿Quiénes son los dos?

-Pues él y ella.

-¿Y quienes son él y ella?

-Pues usted verá; la cabra le tomó mucha ley al chico, y venía mismamente a la cuna para darle de mamar, y más aún que hacía, porque hacía que se estaba moviendo la cuna para que el chico se durmiese.

-¿Y esa cabra?, ¿dónde está esa cabra?

-Pues ya le he dicho a usted que los dos.

-¿Que los dos se murieron?

-Es decir, que el chico se murió porque le vinieron las anginas, y la cabra se fue detrás del chico para el cementerio, y después se volvió a casa y olió la cuna, y después se volvió pá el camposanto, y como la puerta estaba cerrada, pues se dio un topetazo contra la puerta y ná, que se murió allí mismo.

Rechinaron los dientes de Luis, llevose las manos a la frente, cavose la moneda al suelo, y el taimado Catalino cogió aquel trozo de oro, se lo echó dentro de la faja, y abriendo la puerta dijo a la vecina y al chico:

-Parece que este señorito se ha puesto malo.

Y era verdad, porque Luis estaba pálido y convulso.

-¿Y tú qué tienes que ver con eso?

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-Yo, nada.

-Pues, entonces...

-Pata.

Volvió Luis de su estupor, se dio cuenta de la situación en que se encontraba, y no porque dudase, sino para convencerse de la realidad de su desventura, preguntó al patán:

-¿Sabe usted cómo se llama la madre del niño que ha muerto?

-Sí, señor, que lo sé.

-¿Cómo?

-Pero no lo puedo decir, porque me han encargado el secreto.

-Pues lo dirá usted delante del juez.

Yo no, porque lo diré ahora mismo; se llamaba doña Águeda, y la mujer que venía aquí era la madre de ella, y se llamaba doña María Antonia.

-Está bien -contestó Luis, y echó a andar con paso inseguro.

-Oiga usted -gritó Catalino.

Pero Luis no le oía.

-Oiga usted, que todavía nos siguen pagando, pero por mí que se acabe cuando se acabe.

Y añadió dirigiéndose a la vecina:

-Ya está la mujer para parir.

-Y tan fuera de cuenta.

Buscaba Luis un sitio donde poder llorar sin ser visto, y como notase que le seguía el mozalbete, volviose a él y le preguntó:

-¿Dónde está el cementerio?

-Por aquí, caballero, por aquí.

Cruzaron el puente, rodearon el Foso del Purgatorio, y dando vuelta alrededor de la tapia, se hallaron frente a la puerta de entrada del camposanto.

-Pero habrá que avisar al tío Casto.

-¿Quién?, ¿el sepulturero?

-Sí, señor.

-Y, ¿vive muy lejos?

-No, señor; es decir, sí, señor; pero estará aquí al lado, en la huerta.

-Pues avísale.

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Y mientras llegaba el tío Casto, quedose Luis pensando que le aguardaba solitaria vida, y comprendió que debía serle en lo sucesivo un suplicio horroroso e injusto, porque no se creía merecedor de tan cruel castigo.

Llegó el sepulturero, saludó con la humildad propia de quien cree encontrar una ganancia con su saludo, y abrió la puerta, y dijo a Luis:

-Pase usted; ya sé que viene usted por amor del niño que criaba la tía Araña.

Pasó Luis, y entró en el patio de los ricos; volviose al sepulturero, esperando que le guiase, y el tío Casto, señalando con la mano a la puerta que separaba los dos patios, dijo tranquilamente:

-Es en el corral grande, a donde van los pobres, porque no se le hizo entierro; como aquí nadie dio la cara, pues eso fue lo que pasó.

-Pero, ¿está enterrado en la fosa común?

-Diré a usted, aquí no hay fosa común; es decir, que todo el corral sirve para lo mismo, y a cada uno se le pone donde dice la familia, y si está ocupado, pues se desocupa, y el otro va al vertedero.

Sentía Luis que su razón huía apresuradamente, pero pudo contenerse, y preguntó con ansia indescriptible:

-Pero, ¿usted no recuerda dónde enterró a ese niño?

-Pues, la verdad, que murieron muchos por entonces, y como aquello no me valió nada, pues no hice reparo.

Tendió Luis su mirada por el ancho corral, creyendo que su instinto pudiera darle noticia del lugar preciso donde se pudría aquella carne, que era carne suya. Vínole al pensamiento la idea de que la pobrecita artuña no hubiera vacilado en aquella pesquisa, y hubiérase ido derecha a la sepultura del niño, y entonces comprendió Luis que el hombre, con toda su soberbia satánica, es en los actos más esenciales de la vida muy inferior, extraordinariamente inferior, a los animales más humildes. Rápidamente comparó las caricias de la cabra con el olvido de Águeda y con su propio olvido, y halló consuelo cuando pudo disculparse con su propia insignificancia, que le colocaba en la jerarquía zoológica y en la de los seres sensibles, por debajo, muy por debajo de la infeliz artuña, que se partió la cabeza contra la puerta de aquel cementerio.

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Pero creyó que aún debía luchar para cumplir hasta en el último instante todas las exigencias que su racionalidad le imponía, y como hallase la esperanza de realizar algo que fuese recompensa o expiación, o ambas cosas al mismo tiempo, preguntó al sepulturero, que le miraba absorto:

-¿Y no sería posible hacerle entierro?

-Yo no sé; si el cura lo manda buscar, pues se le buscará; pero, de todos modos, yo creo que se le podrá hacer.

-¿Y dónde vive el señor cura?

-Venga usted conmigo.

Y el zagal emprendió el camino que conduce al pueblo.

El tío Casto se quitó su gorra, adelantó la mano, y dijo a Luis:

-Si usted tiene satisfacción en darme algo...

Mirole Luis, y comprendió que aquel hombre merecía algo, siquiera por carecer de otros merecimientos, y entregándole la primera moneda que halló en su bolsillo, echose a andar con el muchacho.

No estaba lejos la casa del señor cura, porque la muerte no está lejos de los vivos, por mucho que los vivos quieran alejarse de la muerte.

Se disponía el señor cura a quitarse del paladar el gusto de los garbanzos, usando para ello del agrio saborcillo con que le brindaban dos perdices en escabeche, quizá mejor condimentadas que otras pero no tan bien empleadas como las que volaron desde la mesa de otro párroco, haciendo inmortal la gloria del sublime autor de aquel majestuoso vuelo de un par de perdices.

No era posible que Luis pensase en comer, ni era posible que el señor cura estuviese dispuesto a ocuparse con asuntos del despacho parroquial, y cuando el muchacho, después de saludar respetuosamente, dijo al padre que un caballero deseaba verle, tapó el cura la fuente de las perdices, y preguntó:

-¿Para qué?

-Pues él lo sabrá.

-Sí, pues que te lo diga.

Luis, apoyado en la fachada, recibía impasible los rayos del sol y escuchaba atento las palabras del cura, que se oían perfectamente a través de la ancha cortina que cubría la ventana.

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Tornó el muchacho a decir al cura que el sujeto que aguardaba, quería una partida de defunción.

-Pues, no es hora.

El muchacho, que esperaba de Luis una propina y no aguardaba nada del señor cura, se atrevió a insistir diciendo:

-Es que se va a marchar en seguida, y yo creo que pagará lo que sea necesario.

-Pues dile que traiga un pliego de papel, y que diga quién es el muerto.

-Quien es, ya lo sé yo.

-Pues, arrea.

-El chico que criaba la mujer de Catalino.

-Pero, oye, ¿es la madre quien ha venido?

-No, señor, es un caballero.

-Entonces será el padre de la criatura.

-Puede.

-Pues si fuese la madre... Yo no la conozco, pero me la figuro, y te digo, Juanillo, que se comía conmigo estas perdices.

Cuando el buen señor comenzaba a reírse de su ingenio, rasgó Luis la cortina, asomó su rostro, lívido e imponente, por entre los hierros de la reja, y dijo: «!Bestia!», como se dice lo que se cree firmemente.

Alzose el cura de su asiento, dispuesto a lanzar sobre Luis un objeto que no sirviese para comer, pero Luis volvió a decir: «¡Bestia!», con tal entereza, que el cura fuese hacia dentro llamando a su ama, no sé si por huir de la mirada de Luis o por temor a quedar convencido de lo que Luis decía. Saliose afuera el muchacho, viole Luis, y encarándose con él le dijo:

-Sí, señor; venga usted conmigo.

Pero cuando llegaron a la taberna del señor juez, se hallaron con que éste había ido a Enlace en busca de vino, y no volvería hasta el día siguiente.

-Y, ¿no hay quien le supla?

-Cuando él falta, despacho yo -respondió la tabernera-; usted dirá lo que va a beber.

Marchose Luis sin dar contestación; preguntole el muchacho:

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-¿Y ahora?

-¿Dónde he dejado mi caballo?

-Pues en casa del tío Catalino.

Y lo trajo y montó Luis, y dando al muchacho una propia, arrió las bridas, aflojó las piernas, y atravesando el puente llegó de nuevo a la puerta del cementerio.

Viole llegar el tío Casto, y le preguntó si deseaba volver a entrar.

-No, señor; no quiero nada; digo, sí, ¿por dónde se va al convento?

-Por ese camino.

-Gracias, ¿está muy lejos?

-No, señor, media hora; a la izquierda encontrará usted una vereda, pero déjela usted y siga usted adelante.

-Adiós.

Y Luis echose sobre el cuello del caballo, clavó las espuelas en los hijares del animal, y éste lanzose al galope, dejando tras sí una nube de polvo, que volvía a caer lentamente como cae siempre el polvo buscando al polvo, los muertos la tierra, los desgraciados el consuelo, y los curas, que no debieran serlo, las apetitosas perdices que no debieran comer.



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ArribaAbajoSéptima parte

Ni cuerdo ni loco


No es mucho durar mucho en la oración, cuando es mucha la consolación: lo mucho es que cuando la devoción es poca la oración sea mucha.


Fr. Luis de Granada.                


¡Oh, rotos claustros y derruidos monasterios! ¡Oh, parciales limitados horizontes de los valles de asilo, lugares de reposo que fecundabais la ilusión de la vida con el celeste rocío de una suprema esperanza! ¡Oh, esperanza en la paz! ¡Oh, solitarios refugios!... sois ya un recuerdo... ¡recuerdo de la infancia de una generación provecta que padece risa sardónica!


Ros de Olano.                


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I


   Lignum-crucis se pondera
que, mirado a buena luz,
no es madera de la cruz,
sino una cruz de madera.


T. de Iriarte.                


Está demostrado que cuando se valsa o se galopa sólo trabajan las piernas, y el cerebro se limita a no abandonar la idea con que se preocupaba antes de empezar cualquiera de los ejercicios indicados; y esto le pasó a Luis mientras el caballo tuvo alientos para galopar, pero el caballo se cansó, porque los bagajes que se alquilan en Parada no son animales de mucha resistencia. Y cuando el penco empezó a caminar al paso, empezó también Luis Noisse a formularse ideas nuevas, que no eran, en definitiva, sino afirmaciones de la desgracia que le perseguía constantemente. Sobre todo, el recuerdo de la artuña le producía crueles remordimientos, que le llenaban de tristeza y le convencían de que todas sus creencias y las actividades en que se manifestaban eran necedades grandísimas, y que forzosamente debía existir para el hombre otro estado moral distinto al que había disfrutado hasta entonces, otro modo de ser que le facilitase un perfeccionamiento que no había alcanzado, y que, después de adquirido, le hiciese superior a la cabra en el orden psicológico, ya que lo era en el físico probablemente.

Y acompañaba estas reflexiones con las premisas de un proyecto que no podía definir con exactitud, pero que presentía y perseguía, porque aquel proyecto era el consuelo para la desgracia presente y además el preservativo seguro contra las futuras desgracias; en una palabra, lo que Luis debía haber realizado hacía muchos años, evitándose de ese modo la tristísima experiencia que da el mal sufrido.

Y aquel proyecto era hijo del instinto engendrado en una hora de amargura por el deseo de conservación, algo donde la razón no había dejado   —317→   huella, sentimiento análogo al de la artuña, porque la artuña se mataba para huir de la vida y Luis quería vivir porque en aquellos momentos le horrorizaba la idea de la muerte, quizá porque entendió siempre que era la muerte afirmación eterna de una existencia pasada, y había hallado en aquel cementerio de Villaruin que la muerte sólo era la negación absoluta de todo lo vivido, no la cantidad que se reduce a cero por la resta; porque esto supone la vida del sustraendo sino la cantidad que se borra, sin que al borrarla quede el recuerdo de que estuvo escrita.

Y aquel proyecto era buscar al padre Bernardo y decirle: «Aquí me tienes; mi hijo se ha muerto; estoy viudo; aquella mujer, a quien tanto amé, es una miserable que sólo a compasión me mueve; nada me une a esta sociedad a que fui lanzado, y quedo, por consiguiente, libre de todos mis compromisos sociales; a Dios debo lo que fui y lo que soy; sólo en Dios espero, y, por tanto, aquí vengo para que me hagas fuerte contra los errores que aún pretenden subyugar mi inteligencia; quiero emplear lo que me reste de vida en amar a Dios Todopoderoso, seguro como estoy de que tan purísimo afecto ha de ser recompensado largamente, aunque sólo fuera por el dulcísimo placer de haberlo sentido». Y entonces el padre Bernardo abriría sus brazos, y:

-Buenas tardes.

-Buenas tardes.

-Usted no es de aquí.

-No, señor.

-Ya se me había figurado; yo soy el médico titular de este pueblo.

-Muy señor mío.

-¿Viene usted de Granburgo, aun cuando sea indiscreción?

-Sí, de Granburgo.

-¿Y todo seguirá lo mismo?

-Lo mismo.

-Pues aquí igual; ¿va usted al convento o a Zarzamora?

-Al convento.

-Pues yo voy a Zarzamora; me han avisado para una que está así; ya usted ve, unos mueren y otros nacen.

-Lo sé, sí, señor.

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-Y, ¿va usted al convento por curiosidad?

-No, señor; tengo allí un amigo.

-¿El padre Bernardo?

-El padre Bernardo.

-Ya decía yo; es la única persona decente que hay en aquella casa.

-No sé.

-Pues es la verdad; por supuesto, que al padre Bernardo concluirán por volverle lo mismo que se vuelve un calcetín.

-Es posible.

-Y tan posible; advierto a usted que yo les asisto cuando están enfermos; por supuesto, que a la fuerza ahorcan, porque si tuviesen otro médico más cerca ya sé que no me llamarían; pero ello es que yo voy y los conozco a fondo; no puede usted figurarse una gente más egoísta; por supuesto, que yo le hablo a usted de este modo porque en seguida se conoce al hombre culto, y no quita la amistad que usted tenga con el padre Bernardo para que opine usted como opinamos todos, que esa gente es el mayor obstáculo que existe para la marcha del progreso.

-Usted es muy dueño de...

-Es que, aparte de mi libre albedrío, o mejor dicho, de mi autonomía psíquica, entendiendo por psíquico una manifestación como otra cualquiera de una determinada función orgánica; pues bien, además de todo esto...

-Usted perdone, ¿está muy lejos Zarzamora?

-No, señor; dentro de cinco minutos encontraremos un camino a la izquierda, y por él se llega en seguida. ¿Quería usted acompañarme?

-No, señor; ya sabe usted que voy al convento.

-Ya nos encontraremos otro día.

-Quizá.

-Pues bien; además del libre albedrío está la observación, que es origen y fuente de conocimiento, y esos frailes hacen cosas singularísimas; por de pronto, enseñan a los niños de balde, cosa que no les permitiría, porque aunque soy partidario de la enseñanza gratuita, creo que es preferible que paguen los chicos con tal de que el maestro coma, porque el maestro podrá ser muy bruto, pero no es fraile. Y además de no cobrar nada, les dan merienda a los   —319→   chicos y a los padres de los chicos, y de este modo logran que los vecinos de Villaruin lleven sus hijos al convento y no los lleven a la escuela donde se cobra y no se da rancho. Y no es esto sólo, sino que... ¿ve usted aquel que viene montado sobre una pollina?, pues ese es el sacristán, y debe ir a cosa urgente, porque va deprisa; ya verá usted como me saluda, pues en el pueblo se guardaría de saludarme, porque el cura le dejaba sin afeitar para toda su vida.

-Lo creo.

-Créalo usted; esas gentes no transigen con nada ni con nadie.

-Buenas tardes.

-Vaya usted con Dios, señor alzacuellos.

-¿Va usted a Zarzamora, maestro pildorillas?

-¿Conque, pildorillas, eh? Pues a Zarzamora voy.

Y como el sacristán advirtiese la presencia de Luis, dijo «hasta luego», y arreó a la pollina.

-¿Ve usted lo que es esta gente? Ya me ha sacado que voy a Zarzamora; pero él se marcha sin decir a dónde va; por supuesto, que pronto lo sabremos, porque en llegando a aquel mojón o tira para la izquierda o para la derecha.

-A la derecha está el camino que conduce al convento.

-Sí, señor, a la derecha; por supuesto, que el tal sacristán nos ha interrumpido la conversación.

-Ya la continuaremos.

-Y tendré en ello mucho gusto, porque aquí carece uno de personas con quienes poder hablar.

-Pues creo que el sacristán va al convento.

-Efectivamente; cuestión de misas, como si lo viera. Se las llevan los frailes, y el cura echa lumbre. A eso va. Conque, que le vaya a usted bien; yo me voy por aquí, y supuesto que hemos de vernos, hasta la vista.

-Hasta la vista.

-Ya no puede usted perderse, porque en volviendo ese recodo verá usted el convento, que está en un alto; pero la mejor guía es que siga usted a esos hombres que vienen ahí detrás, porque esos, ¡parece mentira!, van en busca de la sopa.

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-¿De la sopa del convento?

-Lo que le decía a usted antes, volvemos a la Edad Media; pero, en fin, ya hablaremos; hasta otro rato.

-Vaya usted con Dios.

Alejose el licenciado, y Luis se propuso no olvidar la anterior conversación, y referírsela con todos sus detalles al padre Bernardo.

Siguió adelante su camino, y como no tenía prisa ni quería extraviarse, fuese despacio para dar tiempo a que le alcanzasen los pobres que el médico le había mostrado.

Y cuando los pobres, después de darle las buenas tardes, siguieron su marcha, fuese Luis al paso detrás de ellos.

A los cinco minutos, y tras una revuelta del camino, vio Luis sobre una loma una casa que parecía muy grande, y sobre la cual se destacaba en el firmamento azul una sencilla torre rematada por la cruz cristiana.

Luis no pudo contener su ansiedad, porque el templo es siempre una esperanza para el creyente, y entonces era aquel templo todo el consuelo para el abatido espíritu de Luis.

Avivó el paso del caballo, alcanzó a los pobres y les preguntó:

-¿Es aquel el convento?

-Sí, señor; ¿va usted allí?

-Sí, allí.

-¿Conocerá usted al padre Bernardo?

-Voy a verle.

-Es el hombre más bueno que hay en la tierra.

-Y en el convento.

-Todos los frailes son buenos.

-Ha sucedido que alguno ha saltado la tapia, se ha puesto a comer fruta, y los padres se han contentado con darle una reprensión y una cesta de peras para que se las llevase a su casa.

-Eso sí, a los muchachos los quieren.

-Y a todos.

-Pues el médico no habla así -objetó Noisse.

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-El médico, valiente pelele; más valdría que se ocupase en cumplir con su obligación.

-Y que lo digas.

-Que el enfermo que cae en sus manos, se va en seguida.

-Y sin Sacramentos.

-Como que no avisa a la familia.

-Figúrese usted, qué le importará a él que el enfermo piense como le dé la gana.

-Pues le va a durar poco.

-Como que ya nadie le puede ver, y se ha dedicado a armar líos.

-Y a meter miedo.

-Por lo valiente que es.

-Por eso no, pero que se va a la cárcel y dice a los presos que los van a ahorcar.

-Pues es una mala intención.

-Y en cuanto tiene un enfermo, le dice que se va a morir.

-Pues en eso te digo que no engaña.

Luis ya no se enteraba de la conversación, miraba al convento con ansiedad creciente y temía, al verlo tan próximo, que aquel severo edificio fuese una visión que hubiera de desvanecerse. Y le asustaba esta idea, porque se hallaba falto de fuerzas para seguir recorriendo el penoso camino de la vida social.

-Conque usted irá a la puerta de entrada y nosotros vamos a la del corral. Ahí delante de esa plazoleta, donde hay una cruz, verá usted un portón con muchos clavos; tire usted de una cuerda que hay en el quicio, y en seguida saldrán a abrir.

Llegó por fin al círculo, en cuyo centro se alzaba una cruz de piedra y de cuyo perímetro subían los álamos rectamente hacia el zenit, enlazando sus ramas ansiosas de crecer para resguardar del sol y de la lluvia al augusto emblema de la religión cristiana.

El capitán ató a un árbol las bridas del caballo, y cuando fue a atravesar la plazoleta para buscar enfrente la puerta del convento, comprendió   —322→   que aquel símbolo de piedra, merecía la oración del creyente y el saludo de todos los enemigos de la barbarie.

Luis descubrió su cabeza, fijó la mirada en el suelo, y recordó que sobre otra cruz murió el sublime Ser que dio la solución de todos los problemas sociales.

Tras aquella síntesis grandiosa, vino el reconocimiento de su inferioridad respecto al Crucificado, después el convencimiento de la divinidad de Cristo, y como llegase a esa alteza de ideas que pretende hacer posible la concepción de lo infinito, ya fueron sus sensaciones tornándose sutiles y delicadísimas, conque la palabra no siguió al pensamiento, y éste marchó sin impedimenta, presentando ante el cerebro de Luis todos los incidentes de su pasada vida, que había sido fatigosa peregrinación por un desierto, sin más agradable estancia que el punto de partida que era la cuna donde la santa madre de Luis enseñaba a su hijo a rezar delante de la cruz bendita, y aquel instante en que se hallaba, que era la meta del camino emprendido, porque detrás de aquella cruz estaba el padre Bernardo para dar a Noisse la tierra prometida a quien lleva con paciencia su cruz y sigue a su Dios.

La idea de hallarse tan cerca de la dicha animó el semblante de Luis, y entonces levantó sus ojos y dirigió una mirada llena de contrición a aquella cruz de piedra, sobre cuyos brazos caía tenuemente una lluvia de polvo de luz en que se deshacían los rayos del sol.

Después llegó con paso firme a la entrada del convento, tiró de la cuerda de la campana, y ésta sonó dentro del claustro con tanta dulzura que Luis sintiose agradecido de que así se interpretase la palabra con que venía a pedir hospitalidad.

Casi en seguida abriose un postigo de la puerta y apareció un fraile ya viejo.

-¿Qué quiere usted?

-La paz de Dios sea con nosotros.

-Está bien.

-¿El padre Bernardo?...

-Sí, señor; es aquí.

-Deseaba hablarle.

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-Esta es una casa de religión.

-Ya lo sé.

-¿Trae usted la papeleta del señor cura?

-¡La papeleta!

-De comunión.

-No, señor.

-¿No ha confesado usted con el señor cura?

-Pero, ¿qué cura?

-El de Villaruin.

-Ni quiero.

-¿Por qué?

-Porque está muy mal educado, y yo no me aconsejo con imbéciles. (El fraile se dispone a cerrar la puerta.)

-Espere usted, por el amor de Dios; y no cierre tan bruscamente. ¿Es indispensable ese documento para poder entrar?

-Sí, señor.

-El padre Bernardo es amigo mío.

-Pues, tampoco pasará usted, y tengo orden de no dejar que entre usted sin la cédula.

-No cierre usted todavía. ¿Quiere usted llevar al padre Bernardo cuatro letras que voy a escribir?

-Si las escribe usted pronto.

-En seguida.

«No sé si Martín Lutero fue soberbio o loco, ni si el Papa León X fue descortés o ingrato, pero sé que tras el libre examen vino el libre pensamiento.

»Te agradezco que me hayas enseñado cómo se producen los cismáticos y los herejes.

»Creí que tu piedad y tu cultura te habían colocado más cerca de Dios que de un ecónomo grosero.

»Vine para que me guiases a la perfección por el amor a Dios y a los hombres, pero no vine para ser esclavo irreflexivo de ningún clérigo mal educado.

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»Afortunadamente habéis tenido el pudor de dejar fuera la cruz, y con la cruz me quedo.

»Adiós, capitán Cartridge.

»Adiós, otra vez, padre Bernardo.»

Llamó, abrieron la puerta y dio al fraile el escrito.

Cruzó la plazoleta, colocó los brazos sobre el lomo del caballo y la barba entre las manos, y quedose mirando al convento. Pero en seguida giró la mirada y púsose a contemplar la cruz.

-¡Cómo se han adulterado tus doctrinas, hijo de Dios! Aún quedan siervos en los Estados y mercaderes en los templos. Ya no lee el pueblo los Evangelios, ni se oye en la plaza pública la voz de los apóstoles.

«Señor, ¿quién cuida mejor tus viñas?, ¿quien, arrepentido, fue a labrarlas, o, quien prometió ir y no fue?

»¿Acaso, como el convidado a la boda, me echaron fuera donde está el llanto y el crujir de dientes, porque no fui de los escogidos?

»Fui de los últimos, y Tú dijiste que muchos postreros serían primeros.

»Y si es tanta mi culpa, ¿por qué no recuerdan que Tú dijiste que tanto más agradeces al deudor cuanto mayor es la deuda?

»Debe ser motivo de gozo hallar la oveja descarriada, y, sin embargo, no se recibe a la que vuelve al aprisco.

»No es tu sacerdote quien no procura imitarte, pero no he de maldecir del trigo porque entre él se críe la cizaña.

»Yo también soy pecador, y no he de tirar las primeras piedras.

»Perdóname, ¡oh Dios!, que dudase de ti, porque otro te negó».

Y después acercose a la cruz, se hincó de rodillas, levantó hacia el cielo su mano derecha, y dijo mirando al convento:

«A Dios Todopoderoso pongo por testigo de que te perdono, padre Bernardo, todo el mal que me has hecho y el que me hicieres».

Irguiose el capitán, montó a caballo, recorrió con la vista el rojo horizonte, y comprendió con tristeza que otra vez quedaba abandonado y sin rumbo. Miró de nuevo la puerta del convento, que seguía cerrada, y asegurándose sobre los estribos emprendió la marcha diciendo:

-A Granburgo, que allí también está Dios.

  —325→  

Al mismo tiempo el padre Bernardo despedía al sacristán afectuosamente, haciéndole salir por la puerta del corral, y al entrarse adentro notó el hermoso espectáculo que ofrecía la huerta llena de verdor y de frescura, y poniéndose una mano sobre el pecho, porque el corazón le latía con violencia, pensó el ex artillero:

«¡Quién fuera como estas plantas! Tenemos derecho a cuidarlas, aunque nos sean inútiles, y no siempre podemos cuidar del prójimo desdichado. Dichosas vosotras, que vivís de la tierra y del aire, a quienes devolvéis los bienes que os dieron. Yo vivo de una religión que defiendo mal.

»Me dieron la espada para que matase; la cambié por esta cruz, y con esta cruz tampoco puedo ser bueno.

»Yo no sé, ¡oh Dios!, si te niego o te sirvo, pero si algún mérito contraje no me lo hayas en cuenta y remite sus culpas al justo que aguarda en vano a que se abra la puerta de esta casa, que se hizo para tu alabanza».

Y después añadió entre dientes:

«Tiene razón: es necesario acabar con esas perjudiciales deferencias. Luis Noisse a la puerta, y yo justificándome con el sacristán. ¡Qué inexcusable equivocación!»




II

Bajaba el capitán la loma, sobre la cual se asienta el convento, y oyó que conversaban siguiéndole. Volvió la cabeza guiado aún por la esperanza de que el padre Bernardo viniese a buscarle, y vio catorce o quince mendigos con cazuelas en las manos y hablando a un tiempo. Unos fumaban, otros se rascaban las manos, y todos parecían conformes en el mismo punto: en que la comida del convento era detestable.

-Yo llevo tres días sin ver la carne.

-Y yo lo mismo.

-Y yo.

-Y yo.

-¡Habrá ladrones!

  —326→  

-Pues a ese paso va a estar de más que vengamos.

Pasaron los pobres por delante de Noisse, se acercó uno a pedirle limosna, le contestó: «Dios le ampare», y el mendigo siguió tranquilamente a incorporarse con sus compañeros y seguir la conversación.

-Por supuesto, que ya hace tiempo que es una porquería lo que dan.

-¡Y tanta porquería que es!

-Mismamente lo de antes.

-Ni por soñación.

-Parejo, con la de hoy, ¡que si quieres!

-Como que mi madre lo traía, y comíamos todos; pero ahora...

-Y si vamos, ya se sabe por lo que es.

-Ni que decir tiene. Pues si no fuera por la miaja de animales que tiene uno en su casa...

-La cuenta que yo me hago. Gracias a Dios, no falta en casa para comer, y si viene una es para llevarle algo al cerdo.

-Pero es una porquería lo que dan.

-Una asquerosidad.

No pudo Luis contenerse, y acercándose al grupo, les dijo:

-Parece mentira que no agradezcan ustedes la limosna, cuando son ustedes quienes vienen a pedirla.

Detúvose el grupo, echáronse atrás las mujeres, y el más desvergonzado de los hombres contestó.

- Y a usted, ¿qué?

-Que eso es una villanía.

-Pero, ¿a usted que le importa?

-A mí, nada.

-Pues váyase usted a tomar viento.

-Lo que haré será partirle a usted la cara por desvergonzado.

-Lo veremos.

-Déjale, que está loco.

-Sí, es uno que vino hoy.

-El mismo. Me ha dicho el tío Bragas que ese le ha querido pegar al señor cura.

  —327→  

Cruzó una piedra por el aire con tal fuerza, que silbó al pasar al lado de la cabeza de Luis. Comprendió éste que el combate no era igual ni Honroso, y espoleando el caballo huyó al galope.

-¡Al loco! ¡Al loco! -gritaron los pobres y comenzaron a tirar piedras hasta que se convencieron de que no podían herir al jinete.

Cuando Luis se creyó en salvo, detuvo la cabalgadura y fuese rodeando el pueblo, hasta encontrar la carretera que conduce a Parada.

Empezaba a ocultarse el sol. En las eras había animación extraordinaria. Unos gañanes ponían el tente mozo a las galeras cargadas y desenganchaban el ganado, otros preparaban la parva que se había de trillar aquella noche para obtener paja larga, quien cantaba sentado sobre el trillo y quien tumbado sobre una hacina jugaba alegremente con sus hijos.

La oscuridad que iba ennegreciendo el firmamento, permitía que se distinguiesen en las eras las lumbres de los cigarros; comenzaban a cantar los grillos y los alacranes, y a medida que aumentaba el silencio característico de la noche, se iba oyendo más distintamente el murmullo del río al torcer su corriente enfrente del cementerio, como si huyese de aquel antro, donde el vivo cava la sepultura del muerto, para después dar al olvido el muerto y la sepultura.

A estas horas, pensó Luis, estarán unos agonizando, otros riendo, otros luchando en el desierto con las fieras, otros luchando con el viento y con las olas y muchos luchando con sus remordimientos. El emperador se dispondrá a comer rodeado de sus cortesanos, y habrá pobre que se dispondrá a robar para poder comer. A estas horas mi hijo está muerto y yo estoy vivo. Y la pobre artuña también está muerta.

Yo no sé qué me ocurre, pero voy sospechando que es cierto lo que dijeron esos miserables. Voy creyendo que estoy loco, y que todo cuanto he sufrido y sufro, es resultado de mi absoluto desconocimiento de la vida. No tengo la resignación estúpida del fatalista, y me rebelo contra los hechos cuando estos me maltratan, ni tengo suficiente inteligencia para buscar la ley de estos hechos y prevenirlos, y si a esto llegase, me faltaría la fuerza de voluntad para modificar las causas y producirme de este modo impresiones que no conturbasen mi espíritu.

  —328→  

Vivo aferrado a la idea de que la humanidad es desgraciada, y jamás he pensado si sería yo el único ser desgraciado que hubiese en la tierra. Es indudable que la mayor parte de los hombres desearían ser jóvenes, ricos, instruidos y sanos; y yo que soy todo esto, no solamente no deseo conservarme como soy, sino que ni aun deseo cambiarme por otro, y de esta manera vengo a ser el más desgraciado, porque he destruido mis esperanzas antes de que pudiera necesitar de ellas.

Además de este error, he caído en otro, que es también gravísimo, y ha sido el de creerme necesario y suficiente para mí mismo, y no he sido consecuente en este error porque cuando he llegado a ser víctima de mi engaño he ido a buscar amparo, y así me casé con Marcela llevado, no por la fatalidad, sino por mi irreflexión, y no supe hacer de Marcela una buena esposa, sino que me limité a quejarme de que fuese mala, y aunque era mía la culpa de aquella desgracia no acepté ésta con resignación, sino que busqué a Águeda, creí que sus bondades eran fruto de mi cariño, y cuando Águeda se negó a seguirme en mis errores, me limité a deplorar mi suerte.

No he sabido buscar compañera ni he sabido conservarla. Marcela no era responsable de su desgracia física, y Águeda hacía bien en buscar para su hijo el bien precioso que yo no podía darle, y de aquí resulta que fueron ellas las buenas y que yo fui el estúpido que las hizo desgraciadas.

Pero tampoco esto es cierto, porque yo me casé para ser bueno, y no lo fui porque tuve una esposa más devota de su orgullo que de mi cariño, y si a Águeda no le di lo que pedía fue porque me era imposible concedérselo.

Pero también es exacto que yo pude haber sido previsor. ¿Y cómo se prevé? Pues cuando no se prevé no se arriesga, pero arriesgar supone la duda acerca del éxito, es que el éxito...

Al llegar a este punto quedose Luis con los ojos fijos e inmóvil, y transcurrido un instante en aquel estado, se dijo: «Yo creo, Luis, que estás loco». Animose su semblante después de hecha esta afirmación, porque era lógico que no era responsable de lo ejecutado, y el problema de su vida quedaba reducido a volverse cuerdo y empezar a vivir una nueva existencia, que sería hermosísima, aunque sólo fuese porque le era desconocida.

  —329→  

Y encontrada esta solución, la cogió con el amor con que se aceptan las soluciones empíricas, hasta el punto de imponerlas como leyes, y empleando Luis toda su energía en hacer práctico lo que se había propuesto, irguiose sobre la silla del caballo, clavó las espuelas en los ijares del animal y lanzose por el camino, recordando en aquellos instantes el bizarro oficial de artillería que allá en las feraces llanuras y en los inexplorados bosques de la Aurelia fue gloria de su patria y admiración del enemigo.




III

Llegó Luis a Enlace, y no tomó el correo que va a Granburgo, sino que montó en el expreso de Merjolie; pero al llegar a Madscountry se apeó del tren y pidió que le guiasen al manicomio.

El manicomio de Madscountry es célebre por su origen, por su grandeza y por las maravillosas curaciones que en él se han obtenido.

Cuéntase que a principios del siglo pasado vivían en el castillo de Madscountry dos hermosísimas damas, esposa e hija del duque de Cornichón, y que la villa que adquirió su actual nombre después de la fundación del manicomio no era, en los tiempos a que me refiero en esta anécdota, sino un señorío feudal que se llamaba como su amo.

El duque estaba en continua guerra con otro señor de las cercanías que, siendo menos poderoso que Cornichón, había tenido la audacia de pretender a Blanca cuando ésta aún no era duquesa. Pero llegó un día en que Jorge, el desairado pretendiente, dejó de molestar al duque, y éste se dedicó a la caza, para no perder sus aficiones campestres.

Y de la caza volvía una noche, cuando notó que un hombre salía del castillo escalando la tapia del jardín. Acercose con la cautela natural en estos casos, y se convenció de que era Jorge quien, a horcajadas sobre la cerca, besaba una flor y decía:

-Adiós, mi bien; duerme pensando en mí, que yo, por recordarte, huyo del sueño.

Tiró el duque de su espada, saltó Jorge al suelo gritando:

  —330→  

-Matad como matan los caballeros.

-Te voy a matar como se mata a los ladrones.

Pero el amante pudo desenvainar su acero y llegándose a luchar con su contrario dejó a éste tan malherido, que hubo de caer; conque Jorge montó en su caballo y huyó campo adelante.

Mientras tanto la duquesa cogió a su hija, la abrazó, la besó, y cuando logró enternecerla salió a recibir al duque, que venía sostenido por sus criados.

-Aparta, infame, y no goces contemplando mi muerte y mi deshonra.

-Os juro, señor, que os halláis en grave yerro; que sólo la inexperiencia de nuestra hija fue origen de nuestra desventura, y que la doncella supo guardar su honor, ya que nosotros no supimos defender su recato.

Dice la tradición que el duque murió de su herida aquella misma noche, y que murió convencido de que su esposa era inocente. Pero la hija perdió la razón al ver morir a su padre, y fue preciso que Jorge y la duquesa edificasen una casita, donde la loca vivió entregada a la oración.

Esto originó el manicomio, al que legaron todos sus bienes los dos amantes.

El duque y su hija están enterrados en el patio central del establecimiento, y a ello debe aludir la siguiente inscripción que se conserva sobre la puerta de entrada:


   Vive el mundo dividido
porque la razón mandó
que esté aquí quien la perdió,
y allá quien no la ha tenido.



El manicomio pasó a ser propiedad del municipio de Madscrountry, y hace muchos años está dirigido por el doctor Light, que abandonó su alta posición política para ocuparse de los infelices alienados.

Cuando Luis llegó a la puerta del establecimiento, se le acercó un criado vestido de modesta librea, y le dijo:

-¿Desea usted visitar la casa?

-Sí, señor.

-Pues yo le acompañaré a usted.

  —331→  

El ancho zaguán daba acceso a las oficinas, las habitaciones del director, los almacenes y la cocina, y el alojamiento de las Hermanas de los Desgraciados.

A continuación el patio principal, en cuyo centro estaban las tumbas del duque y de su hija. Cerraban el patio en sus dos plantas, dos galerías de cristales, adonde abrían las puertas de las habitaciones destinadas a los dementes.

Estando en el patio se acercó a Luis otro sujeto, al parecer empleado en las oficinas, y preguntó al capitán:

-¿Desea usted visitar el manicomio?

-Sí, señor.

-Pues se lo enseñaré a usted.

-Lo enseñaremos los dos -repuso el criado.

-Los dos, los dos.

Sospechó Luis que el recién llegado debía ser un huésped, pero tanto insistió el criado en justificar su derecho a acompañar al visitante, que Noisse empezó a creer que aquel uniforme debía ser el de los locos.

Y buscaba alguien que le mereciese mayor confianza, pero sólo veía algunas caras que asomaban entre las vidrieras y que permanecían impasibles contemplando a Luis y a sus acompañantes.

Fue necesario cruzar uno de los dos patios que sustituían al grande en el segundo cuerpo del edificio y de allí pasar al jardín y después a la huerta.

-¿A usted le gusta el campo?

-Sí, señor.

-Al señor le gusta el campo como a mí.

-Y a mí también.

-Sí, Barón; al señor le gusta el campo.

-Beso a usted su mano, señor mío, ¿usted viene de Granburgo?

-Hace tres días que salí...

-Y el emperador bueno, ¿eh? Bueno estará. Yo iré allí mañana o pasado. Esta subida del papel me extraña, ¿usted juega?

-No, señor.

-Hace usted bien; si yo hubiese hecho lo mismo, no estaría aquí. Pero, siéntese usted.

  —332→  

-Mil gracias.

-Sí, sí, aquí; en este banco.

Y Luis desde su asiento veía los paseos de la huerta, y en ellos algunos dementes vestidos mal o bien, pero siempre con aire de loco, condición que es tan característica, como la elegancia en el hombre de mundo. Unos paseaban moviendo los dedos de las manos, otros trazaban signos en la arena del suelo, y mientras algunos permanecían inmóviles, sentados o de rodillas, no faltaba quien diese saltos sonriendo mientras permanecía en el aire.

-Aquí viene la Diva.

-Ya la había visto.

-Pues yo no. No sé cómo se las arreglan ustedes que lo ven todo. Caballero, esa joven ha sido muy desgraciada, hoy hace Ofelia.

-Traviata.

-Ayer fue Sonámbula.

-Pues hoy creo que hace Ofelia.

-Traviata.

-No lo disputo, no lo disputo. Ya ve usted, amigo mío, que no lo disputo.

-La demente era una joven de veintitrés años, de frente estrecha, labios gruesos, pelo rubio y escaso, ojos grandes, cuyos párpados se movían continuamente, y extremos pequeños que revelaban su origen aristocrático.

-Vestía falda corta de percal negro y ancha blusa de igual tela. Cogido al talle con una cinta, llevaba la punta de un pañuelo de merino que arrastraba sobre el suelo, como la cola de un traje de corte, y sujetos con alfileres al pañuelo algunos ramos de ebónibus, flores mustias y hojas secas.

Se acercó sonriendo, y saludó con una inclinación de cabeza, fijándose en Noisse.

-Señorita diva: el señor acaba de venir de Granburgo, y le estoy enseñando el establecimiento.

-Y yo también.

-Los dos.

-Bueno, seremos los dos. Ya ven ustedes que no disputo.

  —333→  

La loca cesó de contemplar a Luis, y se quedó con la mirada fija en el suelo.

Se había aumentado el grupo con un anciano que cortejaba a la diva, y se acercaba otro demente andando de costado con extraordinaria rapidez.

-Señorita, el señor viene de Granburgo; el papel sigue subiendo, pero esto es cosa mía. Ahora bien, ¿queréis declarar algo delante de este caballero?

La diva miró a Luis apasionadamente, y ruborizándose contestó:

-No sé nada nuevo.

-¿Es que no escribe el joven Apolonio?

-Está componiendo una oda, cuyos hemistiquios asonantan todos.

-¿Y se titula?

-«A mayor razón, mayor locura».

-¿Y no sabéis nada de esa obra?

-Aún no.

Y lo dijo con tanta tristeza, que Luis se creyó obligado a consolarla diciendo:

-Declame usted lo que más le agrade.

-Con mucho gusto -contestó la joven.

Y dando dos pasos atrás, arqueó los brazos, colocó sus manos sobre el corazón, y comenzaba a declamar cuando se presentó una Hermana con sus almidonadas tocas, tan limpias como la conciencia de la mujer verdaderamente cristiana.

-¡Sor Teresa! -dijo el bolsista.

-Hola, hola, hermanos míos. Siento venir a interrumpirles, pero este caballero tiene un asunto que le obliga a retirarse, y no puede acompañar a ustedes más tiempo.

Y volviéndose a Luis, con ademán cariñoso le dijo:

-Cuando usted guste.

Luis se quitó el sombrero, y se vio obligado a estrechar las manos que todos le tendían.

La demente le entregó el tallo de una clavellina deshojada, y Luis dijo a la diva:

  —334→  

-That blurs the grace and blush of modesty.

-¡Qué espectáculo tan horroroso! -decía Luis a la Hermana conforme iban hacia el patio.

-Por eso he venido a terminarlo; para ellos no es conveniente, y para usted sería perjudicial.

Antes de salir de la huerta, miró Luis hacia el sitio donde había estado, y vio disuelto el grupo y a la diva que caminaba arrastrando su pañuelo.

-¡Pobre niña!

-Es la hija de Ourbrood.

-¿Es posible? Y, sin embargo, debí adivinarlo. Y, ¿el de uniforme? -También está demente. Aquí la servidumbre vigila sin ser vista. El señor director lo ha dispuesto así.

-Y, ¿me sería posible hablar con el señor director?

-Ahora mismo. Venga usted por aquí.

Y entrando por una de las puertas del zaguán llegó sor Teresa a una mampara, la entreabrió y preguntó con voz respetuosa:

-¿Da usted su permiso?

-Adelante.

-Un caballero desea hablar con usted.

-Adelante.

Besó Luis el crucifijo que pendía sobre la falda de la Hermana, y entró en el despacho.

-Servidor.

-Muy señor mío. Beso a usted su mano. Le ruego tome asiento, y me permita concluir esta anotación.

Y señalando una butaca, cogió el doctor la pluma y comenzó a escribir. Quedose Luis aturdido por aquel recibimiento inesperado, y después de sentarse se puso a contemplar al viejecillo.

El doctor Light tenía el pelo gris y el bigote blanco. Era de mediana estatura, vestía con limpieza, pero sin esmero, y no había en su rostro nada anómalo que llamase la atención hacia una persona de inteligencia tan extraordinaria.

  —335→  

Pertenecía a la raza de operadores que cortan con entusiasmo y sin vacilación en la clínica, y después se enternecen si llora un niño porque se hizo un chichón; tienen confianza en su ciencia, y la imponen al enfermo como se impone la civilización a los salvajes.

Pensaba Luis que no estaba bastante loco para necesitar la compañía de los contertulios de la diva, y, por otra parte, no dudaba que su cabeza estaba enferma. Sentía desperdiciar aquella ocasión de hacerse reconocer por el insigne alienista, y temía que al final de la consulta le obligasen a permanecer en el manicomio.

Y mientras Luis discurría, mirábale de reojo el doctor, y seguía con atención los movimientos del rostro del capitán, como si en ellos leyese las ideas que los motivaban.

Llegó un instante en que Luis pensó en despedirse, y entonces el doctor volvió a mirar el papel que tenía delante, dejó la pluma y dijo:

-Usted me perdonará esta llaneza.

-Usted es muy dueño.

-Pero ya he concluido.

-Sin embargo, sentiría molestarle.

-Ya sabe usted que no, porque ya ha visto usted con qué despreocupación trabajo.

Sentose el doctor enfrente de Luis, a quien daba de lleno la luz que entraba por la ventana, y continuó así la conversación:

-¿De modo que ya ha visitado usted el manicomio?

-La huerta y los patios.

-Pues recorreremos lo restante.

-Se lo agradezco a usted, pero me impresionan esos espectáculos.

-Es natural.

-En cambio, a usted...

-También me afectan, pero mi deber es curar, y a eso me dedico.

-Pero curarán pocos.

-No, señor, muchos.

-¿Completamente?

-Completamente.

  —336→  

-Es mucha fortuna, porque el número de locos aumenta.

-Eso es discutible, porque carecemos de estadísticas antiguas. Lo que hoy ocurre es que los dementes van a los manicomios.

-Y habrá locos que no lo parezcan.

-Para el médico no hay engaño.

-Pues yo creo que son muchos los locos que andan sueltos.

-¿Cuáles?

-Los que derrochan su fortuna, los que se entregan a disquisiciones inútiles, lo que...

-¿Se puede, don Ramón?

-Adelante. Con su permiso de usted.

-Usted lo tiene.

-¡Hola, señor Marqués de Pega!

-¿Ya está usted con las mismas? El recién llegado era el pretendiente de la diva.

-Conque con las mismas- ¿eh? Ya sabe usted que cuando usted quiera le demostraré que don Fermín Bernal -que es usted- no ha sido marqués nunca.

-Pues ahora mismo puede usted demostrarlo.

-Ahora no, porque estoy ocupado con este caballero. Además, ya ha puesto usted mal gesto, y no quiero perder un buen amigo.

-Yo, no...

-Sí que lo ha puesto usted. Mírese allí, y lo verá todavía.

-Súbitamente volviose el loco de espaldas al espejo, y procurando sonreírse dijo al doctor:

-Venía a quejarme, si no le parece mal...

-Me parece muy bien cuanto usted diga, mi querido don Fermín.

-Pues ayer y hoy no he recibido carta de la marquesa, ni de... la otra.

-¿Está usted seguro?

-Segurísimo.

-¿A qué hora las recibe usted?

-A las nueve.

-¿Por qué correo?

  —337→  

-Por el de Granburgo.

-¿Cuánto tiempo emplea el tren para venir desde Granburgo?

-Siete horas.

-Y cinco minutos.

-Sí, señor.

-¿Cuántas veces toma agua?

-Dos al subir y tres al bajar.

-¿Cuánto carbón consume en ese trayecto?

-Cinco toneladas.

-Y, ¿cuántas veces lo ha recorrido usted?

-Con la marquesa muchas, y con... la otra también, y con la duquesa... ¡Hoy he tenido carta de la duquesa!

-Y de las otras también.

-Eso no, eso no.

-Busque usted en los bolsillos.

-Aquí no hay nada, en este es otra cosa, en este otro...

-¿Y esos papeles?

-Pues es verdad. Todas me han escrito.

-Que sea enhorabuena. Venga usted luego y me leerá las cartas.

-Entonces me retiro.

-Hasta luego.

-Hasta luego, que volveré.

-Ahí tiene usted -dijo el doctor a Luis- un desgraciado que está persuadido de que todas las mujeres le adoran.

-¡Buenas están las mujeres!

-Era maquinista de la línea del Noreste, y se volvió demente hace dos años.

-Por culpa de las Evas.

-Por culpa suya.

-Alguna que le sorbería el seso.

-De todo hay.

-Pero la mujer no puede ser buena, porque la educan mal.

-Discutible, discutible.

  —338→  

Abriose la mampara, entró el bolsista, y al ver a Luis quedose parado.

-Ustedes perdonen; creí que estaría el señor solo, y como el señor me dispensa la atención...

-Es lo mismo.

-Sentiré molestar.

-Cállese usted, don Cumplidos. Esta mañana me ha dado usted cuatro veces los buenos días.

-Y se los volveré a dar si le encuentro de nuevo, porque es usted persona respetable.

-Y buen amigo.

-Y buen amigo, sí, señor. A usted debo la curación mía y la felicidad que me espera, porque el dinero es la felicidad, ¿no es cierto?

Luis, aludido, miró al doctor, y éste le dijo:

-¿Qué contesta usted?

-Que la felicidad no existe.

-¿Que no existe? Así pronto se termina. Yo no discuto porque no me gusta discutir, pero ya se lo diré a usted en la próxima semana. ¡Treinta y ocho millones de pesetas! Acabo de liquidar. Yo creía que me hundiría con el alza, y nada de eso. A fin de mes tendré que abonar veintitrés mil pesetas, pero me encuentro que compré a cincuenta y cuatro, pignoré y compré a cincuenta y uno, volví a pignorar y compré a cuarenta y siete. En fin, diecinueve pignoraciones seguidas, y hoy lo han puesto ya a once enteros sobre el precio máximo. ¡Cuarenta y ocho millones de pesetas! Acabo de hacer la liquidación.

-Y, ¿en qué va usted a emplear tanto dinero?

-Tomaré una emisión, que es mi ideal. Con los ciento cuarenta y ocho millones tengo bastante.

-Me parece que se equivoca usted en la cifra. Escríbala usted en ese espejo.

Saltó atrás el demente, abrió la mampara y se marchó sin despedirse.

-Todo el día estoy recibiendo visitas como las que acaba de dejarnos.

-Pero estos locos no están locos del todo.

-Como los que usted citaba antes.

  —339→  

-Y, sin embargo, insisto en que la mayor parte de los hombres, no están cuerdos.

-¿Pero usted se habrá librado del contagio?

-No lo sé.

-Entonces su visita de usted tiene condiciones de consulta.

-No tanto.

-No le dé a usted rubor de creerse loco, es una enfermedad fácil de conocer.

-¿Cómo?

-Mírese usted en ese espejo.

-Deseaba hacerlo.

-Pues hágalo usted.

-Allá voy.

-¿Y qué?

-Nada, es un espejo convexo y me veo pequeñito.

-¿No será usted tan pequeño como aparece?

-No, señor.

-¿Por qué?

-Porque este espejo no es plano.

-Y si lo fuese, ¿no podría ocurrir que apreciase usted mal las distancias?

-Tampoco, porque mi pupila es redonda.

-A pesar de lo dicho, ¿no le irritaría a usted la idea de ser tan pequeño como ahí aparece?

-No, señor; porque estoy convencido de mi propia insignificancia.

-¿Es usted desgraciado?

-¡Y tanto!

-¿Pero le persiguen a usted?

-No, señor; soy yo quien labro mi propia desventura.

-Pues créame usted. A esta casa sólo vienen los que se creen poderosos o víctimas de grandes persecuciones, y el que se ve una vez en ese espejo, no quiere volver a mirarse. Usted parece cuerdo, extraordinariamente cuerdo, y como no me interesa averiguar el estado moral en que usted   —340→   se halla, me resta únicamente aconsejar a usted, como médico, que se alimente bien.

Después que oyó Luis estas afirmaciones, hubiera querido demostrar que un ser que pensaba como él debía estar loco, pero el doctor se puso en pie y el capitán dio su tarjeta al señor Light, ofreciéndole sus servicios.

-Agradezco a usted que haya querido visitar esta casa y sostener conmigo un rato de conversación que me ha sido muy agradable.

-Singularmente, para mí.

-Sé que es usted hombre de ciencia, y le anticipo que algún día trataré de utilizar sus conocimientos.

-Me veré muy honrado.

Cuando Luis se despidió del doctor, que permanecía en la puerta de entrada, vio la inscripción, y se dijo:

-No debí entrar, porque ahí sólo van los que han tenido razón y yo no la tuve nunca.

Y en la estación tomó el correo descendente que le llevó a Granburgo.





  —341→  

ArribaAbajo Octava parte

El Dios N.


El mayor descubrimiento sería conseguir que nada hubiese oculto.

_____

La mejor prueba de la divinidad de Jesucristo es que no inventó nada.

Hacer la felicidad de los hombres sin un artículo adicional, y sin una máquina ingeniosa, sólo es posible para un Dios. Pero yo, que no pierdo ocasión de adular a nuestros grandes hombres, confieso que Cristo era un ignorante. Y así habrá paz.



  —342→  

ArribaAbajo Mal de muchos

Aliméntese usted, se decía Luis mientras el tren le llevaba a Granburgo. Y tendrá razón. Mi desatinada filosofía y mis errores, son producto, seguramente, de la anemia que ataca a mi cuerpo como a mi espíritu. Todas mis desdichas han sido originadas por mi debilidad de carácter y por las aberraciones de mi entendimiento.

Yo he sido con Marcela, que en paz descanse, un marido anémico, y he sido un amante anémico con Águeda, y he sido un mal padre, porque no he debido dejarme arrastrar por los hechos, sino crearlos a gusto mío. No he tenido fuerza de voluntad para fijarme la senda que debía recorrer, ni cuando he sido lanzado en alguna he tenido valor para seguirla hasta su fin.

He sido un pesimista estúpido. Cree quien padece de dispepsia, que son malos los alimentos que toma, y el mal sólo radica en su estómago; y yo he creído que la vida era una desgracia, sin comprender que el desgraciado era yo, porque ignoraba lo que es la vida.

Mis continuos temores, y aquella precaución con que veía todo lo que me rodeaba eran fenómenos producidos por la anemia.

Tiene razón el doctor: es preciso alimentarse bien.

Todo vive cuando se alimenta; y las funciones cerebrales dependen directamente de las funciones digestivas. El borracho persigue una idea con extraordinaria tenacidad, y después de un banquete, tienen comezón de hablar todos los comensales porque sus inteligencias están ahítas de pensamientos.

La buena digestión produce la indulgencia y dulcifica el... Hay que alimentarse, Luis, hay que alimentarse. Come bien y cambiarás de filosofía.

  —343→  

Te hace falta mucho nitrógeno y mucho oxígeno. Este te lo da el aire cuando respiras. Lástima que el aire no dé también el nitrógeno con la misma facilidad.

Y Luis siguió meditando hasta que llegó a Granburgo. Cuando se halló otra vez en su casa, empezó la tarea doméstica de tomar nuevos criados. Pidió y obtuvo que se le dejase en situación de excedente, y no aceptó más visitas que las de Aníbal Céspedes y las del sobrino de Ganstier.

Se acomodó a su nuevo plan de vida en pocas semanas, y empezó a llenar su despacho de tubos de ensayo y de frasquitos. Más tarde, instaló un laboratorio en la cocina del portero, y después ensanchó el laboratorio hasta ocupar con él toda la planta baja. Entonces fijó el domingo para recibir visitas, y no las recibió en el resto de la semana. Llegó a comer rodeado de retortas y de matraces, y llegó a dormir en un catre al lado de los hornillos.

Una tarde escribió en la pizarra:

Fórmula del aire

y se dijo: Esto es: el fósforo encendido me quita el oxígeno. No habría inconveniente en aprovecharme del resto, porque las cantidades de ácido carbónico son pequeñas, aun en la atmósfera de Granburgo, pero purifico ese resto haciéndole pasar por una disolución de potasa, donde quedarán las impurezas producidas al formarse el ácido fosfórico y donde quedará el ácido carbónico formando carbonato de potasa. Y me queda el nitrógeno.

Vamos con otro razonamiento.

Yo podría valerme del amoniaco, pero... y del cianógeno... esto no puede ser porque se formaría ácido cianhídrico en el interior del estómago. ¡Una friolera!

Y, sobre todo, que yo necesito aplicar el nitrógeno directamente, y no debo usar del fósforo porque debo llegar a la máxima sencillez.

Al siguiente día hizo colocar un tubo que subía desde el laboratorio al tejado, y empezó a comprar aparatos eléctricos, hasta que una noche se echó sobre la cama diciendo: «Descompongo, pero nada más».

  —344→  

Desde entonces llenó el laboratorio de conejos y de palomas, y no volvió a salir de aquella habitación. El hotel parecía un cementerio; que es lugar menos frecuentado que todos los peligrosos.

Una mañana, después de haber estado largo rato contemplando el interior de una campana de cristal, dio un puñetazo sobre el mármol de la mesa y dijo en voz alta: «Ya está».

-¡Pícaro nitrógeno! Eres muy indolente para combinarte, y esto es una prueba de la sabiduría y de la bondad de Dios, porque, de otro modo, absorberíamos más oxígeno y viviríamos menos. Pero yo te he obligado a obedecerme. El preceptor del príncipe me dio la idea con sus carburos de hidrógeno. Tuve una inspiración sublime, y a él se la debo; es decir, a Dios, que así lo dispuso.

La nueva generación preparará desde la infancia su tubo digestivo, y se asimilará de manera directa y sencilla el nitrógeno del aire. Y a nosotros nos basta usar de este preparado tan económico y de tan fácil obtención. Tomo cinco gramos: los pesaré. Tomo estos cinco gramos y ahora a respirar el aire libre. Y Luis se acercó al tubo, que subía hasta el tejado, y aspiró con fuerza durante medio minuto. A la hora estaba enfermo.

-Esto es sencillamente una indigestión.

Al siguiente día repitió dos veces la operación del anterior. Y pasó una semana sin tomar alimento.

Cuando llegó la noche del sexto día, se sentó, cogió la pluma, y mirando, sin ver, hacia el papel que tenía delante, pensó así:

-Es un hecho indubitable, y no hay que perder tiempo, porque necesito completar mi sistema obteniendo las otras asimilaciones. Voy a escribir al Presidente de la Academia, y es preciso escribirle con pulso, porque nuestros académicos se han hecho con generales, en vista de que los sabios como Dufrouol no son partidarios del imperio... Enviaré una copia del documento a Ganstier y otra al doctor Light, para que vea con quién se las hubo aquella tarde. A Aníbal se lo diré de palabra.

Y Luis estuvo escribiendo hasta que amaneció. Entonces leyó lo escrito, y cuando hubo concluido levantó su mirada hacia el cielo y exclamó: «Todo te lo debo a ti. Bendito seas, Dios mío».

  —345→  

Excmo. e Ilmo. Sr. Presidente de la Academia Imperial de Ciencias naturales.

Excmo. e Ilmo. Sr.: Perdone Vuestra Excelencia la molestia que voy a ocasionarle con la lectura de este escrito, y después de perdonarme, lleve Vuestra Excelencia su bondad al extremo de fijar su atención en las ideas que a continuación expongo, y que espero ilustre Vuestra Excelencia con sus sabios consejos.

Excmo. Sr.: Hace mucho tiempo que vengo ocupándome con todos los problemas que de manera más inmediata interesan a la sociedad humana. Mi constante estudio recompensaba espléndidamente mis esfuerzos, por cuanto hubo de proporcionarme el incomparable gozo de entrar en posesión de ideas que me eran desconocidas, y que, derramadas en todos los cerebros, van creando el progreso social.

Hubiéranme bastado los placeres ya dichos para quedar satisfecho del éxito de mi empresa, y Dios Todopoderoso no se ha limitado a ser justo, sino que ha querido llenarme de su gracia, y llevarme, Excelentísimo Señor, a molestar la atención de Vuestra Excelencia para darle noticia de un descubrimiento, cuya consecuencia ha de ser forzosamente un cambio completo en la vida de nuestras sociedades.

El dicho descubrimiento es, Excelentísimo Señor, la asimilación directa en el organismo humano del nitrógeno que existe en el aire ambiente. Es bastante lo indicado para que Vuestra Excelencia comprenda la importancia de mi descubrimiento, pero se me hace preciso insistir en este punto.

Las dos funciones necesarias para el sostenimiento de la vida son la digestión y la respiración, entendiendo que la circulación es consecuencia de ambas. Ahora bien; Dios ha colocado en la atmósfera que rodea al hombre todos los factores indispensables para el entretenimiento de la existencia humana. Logra el pulmón sano aspirar el oxígeno necesario para la oxidación de la sangre y expeler los compuestos de carbono, y al olvidado calabozo, donde vive preso el infeliz reo, llega la misericordia de Dios en unas cuantas unidades cúbicas de aire ambiente.

Es la historia humana la lucha del hombre contra el hombre, y la historia de Dios es la sublime historia de la bondad en ejercicio constante.

  —346→  

Bien sé, Excelentísimo Señor, que si Dios no hubiese hecho tantas grandezas, las hubiese hecho Vuestra Excelencia seguramente, y acompaño a Vuestra Excelencia en su sentimiento, porque Dios Todopoderoso se le haya anticipado en la realización de tan extraordinaria empresa.

Meditando acerca de lo anteriormente expuesto, llegué a convencerme de que no sería caprichosa la colocación en el aire de todos los elementos necesarios para la vida del hombre, y sospeché que el nitrógeno, el hidrógeno y el carbono podrían asimilarse directamente como el oxígeno, sin que fuese necesario usar de la alimentación que hoy sirve de vehículo a los citados elementos.

Animábame en mis investigaciones la idea de la extraordinaria importancia del triunfo, porque la combinada actividad de las diversas asimilaciones me daría la introducción en el organismo humano de todos los compuestos de oxígeno, nitrógeno, hidrógeno y carbono.

Empecé por buscar la asimilación del nitrógeno, y la he obtenido. Jamás pensé en evitar de este modo la muerte del hombre, porque la muerte es la redención de los átomos que nos componen y que así recobran su libertad, y la libertad es fatal y necesaria, aunque a Vuestra Excelencia y a mí nos parezca esto muy desagradable.

Pero si no me ha sido posible, Excelentísimo Señor, hacer inmortales a los ricos, tengo la satisfacción de haber hecho viables a los pobres. El nitrógeno asimilado directamente, según mi procedimiento, asegura la nutrición de todos los hombres.

Réstame, Excelentísimo Señor, llamar su ilustrada atención de Vuestra Excelencia hacia un problema cuyo planteamiento inicio, porque lo juzgo de extraordinario interés.

Siéndole fácil al hombre asimilarse directamente el nitrógeno de aire, empezará a explotar la atmósfera que le rodea como en los primitivos tiempos de su existencia empezó a explotar la tierra en que vivía. No temo que Dios se enoje por esto, ni que el aire se quede sin nitrógeno, porque volverá a adquirirlo de los compuestos amoniacales; pero temo, Excelentísimo Señor, que la nitrogenación llegue a ser materia de derecho; que la posesión del aire ambiente sea objeto de jurisdicción y que, así como la tierra fue de   —347→   todos y es hoy de unos pocos, venga la atmósfera a ser propiedad de dos o tres fabricantes que vendan el nitrógeno a alto precio, y de unas cuantas familias que retengan en su poder estérilmente más aire del que necesiten para el sostenimiento de su existencia. Me asusta la idea de que esto llegase a suceder, porque los pobres se quedarían hasta sin oxígeno; pero si ocurriese, tenga Vuestra Excelencia por presentada mi respetuosa adhesión a las leyes que así lo determinen.

Y ruego a Vuestra Excelencia tenga a bien constituir una comisión de académicos ante quienes verificar la exactitud de cuanto dejo expuesto. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años.

LUIS NOISSE



  —348→  

ArribaAbajoConsuelo de tontos

La gloria es una de las cosas que dan los que no la tienen. ¡Y aún hay bobos que se preocupan con tales tonterías!



Cuando el doctor Light terminó la lectura del documento, se dijo: «Es la primera vez que me he equivocado, y la verdad es que no parecía demente».

El Presidente de la Academia de Ciencias devolvió el documento con esta nota:

«Visto, y diríjase el peticionario al señor ministro del Interior, porque se trata de una cuestión de higiene. -General Chameau».

-¡Ah bárbaro! -dijo Luis al enterarse de esta respuesta-. Has sido el militar que más ha resistido la fatiga en el campamento, pero... no es tuya la culpa, sino de quien te puso donde no debías estar.

Empiezo la jornada más triste para el inventor y no hallaré un solo hombre que me crea y que me aplauda.

Pero se equivocó. Los aristócratas acosaron a los fotógrafos pidiéndoles retratos del capitán Noisse para enviárselos a éste y suplicarle que los dedicase; los fabricantes de vinos le pidieron su nombre para ponerlo en las etiquetas, y se representó una zarzuela titulada Gloria a Noisse o el nitrógeno asimilable.

Así es la gloria que dan los hombres. ¡Valiente tontería! Y, cuando el aplauso de los amigos es sincero, no compensa la pena de haber producido la envidia de los contrarios.





  —349→  

ArribaAbajoNovena parte

Hasta el fin


Y luego, las mujeres TODAVÍA son mi dulce manía.


Espronceda                


La mujer es un órgano anexo al hombre, y destinado a procrear y a cuidar de su cría. La mujer que no cumple esta misión, o realiza otros actos, es un órgano que por atrofia o por hipertrofia contribuye al estado patológico de nuestra sociedad.

_____

La forma humana es el descanso de la materia. Y todo vuelve al polvo, dicho sea con permiso de la autoridad.

_____

Yo, como todas, en resumen, quiero que me amen mucho y que me den dinero.


El confesor confesado. -Campoamor                


  —350→  

ArribaAbajo ¡Todavía!

Luis protestó de todas estas ridiculeces, permaneciendo en su casa y negándose a recibir visitas importunas.

Pero una mañana, entre las majaderías que le traía el correo, le trajo una carta cuya letra le era conocida. Rompió el sobre y vio que era Águeda quien le escribía, dándole la enhorabuena por el descubrimiento. La carta terminaba así:

«No pretendo rehacer los lazos que nos han unido, pero deseo que me concedas una entrevista para darte las gracias por tu viaje a Villaruin, y ofrecerte un mechón de pelo, el único recuerdo que conservo de nuestro hijo.

»Ha muerto mi madre, y estoy separada de mi esposo.

»Mañana me honraré visitándote si me recibes».



  —351→  

ArribaAbajoAntropomorfía

Los animales del Paraíso celebraron una reunión, y como tenían la seguridad de que todos respetarían el derecho ajeno, se pasaron sin presidente; y como ninguno habría de negar lo ocurrido, tampoco nombraron secretario. Actuó de ponente un oso, y dijo así:

-Señores animales: Con disgusto vimos que Dios hiciese, con las sobras de los materiales con que formó lo existente, ese animal que se llama hombre, pero fue mayor nuestra pena cuando vimos a la mujer.

«Esa pareja estúpida es enemiga de la naturaleza, conque ya es enemiga de Dios; se creen superiores a nosotros, siendo así que jamás podrán vencernos si no emplean las malas artes de Luzbel; huyen de nuestro trato si éste no les sirve de homenaje; y, en resumen, son incompatibles con nosotros en el Paraíso.

(Muestras de aprobación).

»El dado está lanzado. (El orador se detiene para observar el efecto que produce su erudición, pero nota que no produce ningún efecto y continúa así): ¡Ah, señores animales de los tres sexos!, es bien fácil quitarnos esa molestia, y nuestra labor se reduce a conseguir que la pareja humana coma el fruto del árbol del bien y del mal. ¿De qué manera lo conseguiremos? Así. Decidle al hombre que lo coma, y no os hará caso, porque ya habéis visto que el hombre es tan indolente que ha permanecido ocioso mientras no ha tenido la compañía de la mujer. Recordad a ésta que hay algo que la está vedado, que hay una voluntad superior a la suya, y se rebelará contra ese mandato y comerá el fruto prohibido. Pero, ¿quién se acerca a la feroz mujer, que envidia de nosotros las rizadas plumas o las sedosas pieles, los dulces trinos y la fuerza bruta? Tal atrevimiento sólo pudiera realizarlo la culebra.

  —352→  

»¿Convenís conmigo?»

-Aprobado.

Un mono interrumpiendo: «¿Y yo no podría...?»

El león: «Calle el lujurioso animal que más se parece al hombre, y que conteste la aludida».

La culebra: «Yo, señores... es favor que ustedes me hacen... pero, en fin... por más que aquí hay otras señoras, como la zorra y la ardilla, que también...»

El buitre: «Culebra, no seas mujer, y vete a cumplir tu encargo».

Y allá marchose luciendo los anillos de su piel como si fuese moza con pendientes, sortijas y brazaletes.

Cuando la pareja humana salió expulsada del Paraíso, hizo Eva su programa, diciéndole a Adán:

-¡Bah! Trabaja y comeremos.

Comprendió la mujer que había sido vencida por la culebra, y la odió, pero procuró imitarla para conseguir sin riesgo su victoria, y avanza silenciosamente, se enrosca para ocultarse, se pone erguida cuando se la molesta y se quita la camisa en cuanto encuentra ocasión.



  —353→  

ArribaAbajoNido de víboras

Al ladrón que roba poco se le llama blasfemo, y al ladrón que roba mucho se le llama hombre de negocios. De esto pudiera deducirse que sólo ofende a Dios el que roba mezquinamente:

Hasta el lenguaje de los falsos moralistas, ¡qué absurdos produce!



En aquella época de decadencia del imperio, cuando los gobernantes habían agotado por ignorancia, por estupidez, por envidia o por ferocidad todas las fuentes de riqueza, sólo era posible la existencia para los explotadores de los impuestos, y los partidos políticos se disputaban el poder como los perros hambrientos se disputan una piltrafa de carne.

Las naciones buscaban como su único camino para engrandecerse, la destrucción de las naciones vecinas, y en el concepto internacional estaban todos los perros inmóviles, sin atreverse a lanzarse sobre la presa, porque sabían que en aquella lucha de cada uno contra todos no quedaría un perro sano.

En la política interior de cada país era la lucha espantosa. La magistratura y el ejército olvidaban la alteza de su misión, olvidaban que cada togado y cada militar son encarnaciones humanas de la patria y de la civilización, y ejecutaban vergonzosamente todas las barbaries que dictaba el poder, o conspiraban como traidores contra el poder que no les halagaba.

Los poderosos procuraban ocultar los gritos de los hambrientos por medio de la amenaza, de la cárcel y del patíbulo; y los hambrientos en lugar de conseguir su redención por medio del trabajo, pretendían imponerse por el crimen.

Jamás hubo en la historia una lucha más horrible, porque ninguna fue tan injustificada y tan hipócrita. Era injustificada porque el progreso estaba   —354→   definido, y en la especulación filosófica determinaba el derecho, y en la especulación científica producía nuevas e inagotables fuentes de riqueza. Y era hipócrita, porque no hubo un canalla ni un grupo de canallas que tuviese la simpática arrogancia de batirse en su propio nombre; y los de arriba maltrataban en nombre de la ley; los de abajo asesinaban en nombre de la libertad; los de en medio, en nombre de la moral, se inclinaban del lado que les convenía; y todos, en el nombre de Dios, cometían los más repugnantes crímenes. ¡Blasfemos!

Aquella sociedad pudo ser feliz, y no lo fue porque estaba demente. Nadie quería su propio bien sino a condición de la desgracia ajena; las emulaciones se habían convertido en envidias; se buscaban artificios para disculpar la propia infamia, y los hombres parecían mozas del partido riñendo en el lupanar.

En aquellos últimos días del imperio, y hallándome en Granburgo, encontré en la plaza de las Escuelas a Kummer, el insigne pintor. Kummer había hecho el retrato de Ganstier para el Tribunal de lo Contencioso y Finiquito; y en aquel retrato aparecía Ganstier tan viejo como lo era. De esto se aprovecharon los cortesanos del Gran Mariscal para indisponerle con Kummer, y el infeliz artista se vio acorralado por los de abajo que le llamaban pinta monos, porque era pintor de cámara; por los de arriba que le llamaron caricaturista mercenario, y por los de en medio que, en ninguna cuestión, querían quedarse solos.

Si Kummer hubiera sido vicioso o menos notable en su profesión, le hubieran procesado por delitos comunes, pero esto no era posible, y recurrieron a otro sistema. Llegó la exposición anual de Bellas Artes, y Kummer expuso su magnífico lienzo que representa La corte de Penélope, y que hoy se halla en el museo del Estado. Los de abajo dijeron que el cuadro aludía a la corte de la emperatriz, y olvidaron el respeto que merecía la virtuosa madre del príncipe; los de arriba dijeron que aquella Penélope representaba la democracia despreciando a los imperialistas, y esperando a su Ulises, que era Dufrouol, y los de en medio propusieron que se procesase a Kummer por haber pintado a la cortejada con redondeces, que se presumían debajo de los paños, y que incitaban a la lujuria; pero había en el salón mucho desnudo y   —355→   muchos retratos de descotadas, y el proceso hubiera sido una arbitrariedad injustificable. Entonces empezó Kummer a recibir anónimos, asegurándole que le matarían de una paliza si no retiraba el cuadro. Y cuando encontré al insigne pintor, me dijo que no haría tal, porque eso supondría una derrota en su profesión, que el cuadro seguiría donde estaba hasta que el jurado lo calificase, y que él se había decidido a publicar un folleto diciendo que el emperador era un mal dibujante.

-¿Y qué?

-Me procesarán, me llevarán a la cárcel, y allí estaré bajo la custodia del alcaide, que es un caballero.

¡Así se vivía en Granburgo!

Me pidió Kummer que escuchase las cuartillas que tenía escritas, accedí, y para hacerlo con tranquilidad entramos en un café inmediato que no conocíamos.

Nos sentamos, y se nos acercó el mozo diciendo:

-¿Van ustedes a tomar algo, o esperar a las señoras?

-No esperamos a nadie -contestó Kummer con aspereza.

-Dos copas de coñac -añadí yo.

Pero la pregunta del mozo me hizo fijarme en todo lo que nos rodeaba, y vi que al lado de las mesas había unas colgaduras plegadas, y en un extremo del café estaban corridas las correspondientes a una mesa. Aquellas cortinas se movían a menudo y cuando me persuadí de lo que ocurría, dejé la propina sobre nuestra mesa, y dije a Kummer:

-Vámonos. Esos paños sí que encubren la lujuria. Parece mentira que un espectáculo tan grosero se presencie en un sitio público, y parece mentira que el prefecto lo consienta.

-Vaillant no lo sabrá.

-Ni yo se lo diré, porque motivaría la separación del vigilante de esta calle, y temería que me denunciase por ladrón, o acaso que en esta demencia política llegase el tal polizonte a ser prefecto y a tomar venganza.

¡Y así se vivía en Granburgo!

  —356→  

A una mesa de aquel café estaban sentadas la viuda Pimp y la Amparo, aquella colonial que pasó por esposa de Mensonge hasta que un negocio desgraciado le llevó con Pschut a presidio y al brigadier al Fóculo, donde pudo refugiarse.

Cada una tenía delante un vaso de café con leche y un panecillo untado de manteca.

-Pues, hija, ya ve usted el pago que dan los hombres -decía la Pimp.

-¡Cuéntemelo usted!

-Ya, ya. Que también usted puede decirlo.

-Pues hasta que me dejó sin un trapo que ponerme.

-Pero, en fin, eso fue una desgracia.

-Tampoco. Que fue un bruto. Porque salió lo que yo le decía. «Mira que a la autoridad no la robes, porque eso no te lo consiente».

-¡Ay, hija, es mucha verdad!

-Y hasta que todo se lo llevó la trampa.

-Pero, en fin, él ya verá por dónde sale. Y usted, pues, ni que decir tiene, porque usted ya sabe que soy una señora y una amiga.

-Lo sé.

-Y créame usted, hija, que si no la saludé cuando nos encontramos fue porque no la conocí. Pero, en fin, que usted ya ha visto...

-Sí, señora.

-Porque, hija, yo soy siempre la misma. Que mañana lleva usted un vestido de seda, pues quizá me recate, pero que hoy lleva usted los zapatos rotos...

-Sí, señora.

-Pues, ea, hija, que yo la veo a usted que me necesita, y aquí estoy para servirla.

-Muchas gracias.

-Usted se viene a vivir conmigo, y ya saldrá usted adelante, porque, si usted es una mujer de conducta, ya sabe usted que desde el armario de luna hasta el estropajo lo pago yo, porque no soy ninguna tirana.

-Lo sé.

  —357→  

-Y yo, ¿qué voy a querer?, pues el bien de usted. Lo que me pasa con esa. Ya ve usted que vender uno los muebles que no son de uno son palabras mayores, y sin embargo yo no he chistado. Qué, ¿qué hacer? Pues, hija, que nos salvemos todos.

-Es natural.

-Porque, en fin, al que tiene luz se le ve.

-¡Eso!

-Y si usted se guía por mis consejos...

-¡Y yo que no lo haga!

-¡Eh, mozo! Una chuleta de ternera a la milanesa, y una chica de vino. Alegrose la Aurora de haber encontrado quien la protegiese; alegrose la Pimp de haber encontrado otra colocación de fondos, y las dos mujeres pensaron al mismo tiempo en el único medio posible para pagar una, y para cobrar la otra.

¡Ah! Cuando el capital y el trabajo están divorciados se muere el obrero de hambre, pero cuando el trabajo y el capital se unen, entonces el obrero... muere tísico.



  —358→  

ArribaAbajoN + N + N = O

Yo lograré la asimilación directa del hidrógeno y del carbono. Yo llevaré al organismo humano los elementos que necesita para su vida, y haré feliz al hombre...

Perdona, ¡oh Dios!, que me atreviese a negarte; pero si me has elegido para ser el autor de tan extraordinaria hazaña, no es extraño que ciegue quien mira tan de cerca el sol de tu grandeza.

Por esto dijo el gran pensador católico: «¿Cómo te negarás, Señor, a los que con todo su corazón te buscan, pues tan benignamente te ofreces y descubres a quien no te buscaba?»

Dios fue quien me llevó a perseguir esta idea que veo realizada y que hará al hombre feliz e inmortal.

La inmortalidad... Pero la inmortalidad sería la desgracia eterna. Nicasio Álvarez, emigrado y condenado a muerte, escribía al fiscal de Su Majestad el Rey Salvio V: Parece mentira que entre todos no podáis matar mi alma, y os contentéis con matar mi cuerpo. Yo os lo regalaría si no lo necesitase para llevar mi alma, que es vuestra enemiga, cierta y hábil, porque elude vuestras leyes, creadas para satisfacer los apetitos de la carne..

El Marqués del Mantillo creía en la inmortalidad del alma. Y hacía bien.

Si sólo fuésemos materia... entonces el momento de su evolución, en que se determina el ser humano, sería el punto máximo de la curva descrita por esa materia, y Dios sería la materia hecha hombre. Pues al deshacerse el cadáver pasaría la materia a un estado menos perfecto, y, por tanto, habría perdido una condición de excelencia que, en definitiva, es el alma humana. Y aun descubierta la ponderación de fuerzas si la materia es finita, ¿qué vale el hombre, siendo una parte pequeñísima de una cantidad mensurable?

  —359→  

Por todas partes se llega al pesimismo. Si somos hechura de un Dios, es indudable que la vida terrenal es un valle de lágrimas, y si sólo somos materia, la vida humana debe sernos completamente indiferente, y esto también es pesimismo, porque el escéptico es pesimista; quien no cree ya niega. Por eso entiendo que el error de las filosofías positivas ha sido el de suponer posible la existencia del bien en la tierra.

Seguramente hubiera sido preferible afirmar que todo lo terrenal es malo, y que la felicidad sólo existe para todos después de la muerte.

De esta manera, al recibir yo las caricias de mi madre no las rechazaría, aunque supiese que aquel placer era mezquino, comparado con la futura gloria, y en cambio no haría daño a mi prójimo si yo creyese que ninguna de mis acciones habría de proporcionarme un placer positivo.

Y aunque fuese absurdo imponer el pesimismo, siempre éste aventajaría al optimismo en que el pesimismo impuesto produce pesimismo, y el optimismo impuesto produce también pesimismo por su carácter de imposición.

Pero no es necesario llegar a tales lucubraciones. No hay sana filosofía cuyo génesis no haya sido la contemplación de un hecho; pues bien, basta contemplar el medio en que vivimos para que nos declaremos pesimistas. ¿Dónde existe una manifestación de la existencia del bien?

No podemos amarnos, porque en todos nuestros amores interviene un Mefistófeles o una Celestina, a quienes nada importa la felicidad de los amantes. Todos los seres que existen y cuya creación atribuyen cualesquiera filosofías a una entidad indefinible, merecen la consideración del hombre; pero la sociedad humana, cuya organización nadie quiere atribuir a su Dios, es una necedad o una infamia y merece el desprecio de los hombres honrados. Y es inútil que luchemos por mejorarnos, porque nos mejoraremos individualmente y comprenderemos con mayor dolor que la sociedad es nuestro asesino, que ni siquiera nuestro verdugo. Cientos de ríos lleven sus aguas dulces a la mar, y el mar sigue salado.

Es amable disfrutar de las raras facultades humanas que, siendo dones de Dios, nos facilitan el cumplimiento de las leyes divinas, y siendo perfección orgánica, nos facilitan el cumplimiento de las leyes naturales; pero   —360→   esas leyes no podemos cumplirlas, porque de Dios y de la naturaleza nos separa la estúpida organización social, y es preferible perder la forma humana.

Los hijos son para su padre una carga inesperada, que éste procura convertir en provechosa por los caminos más infames. Los padres son motivo de constante enojo para sus hijos; se hacen proverbiales los odios que producen algunos parentescos; hállase que el hastío es fatal en el matrimonio, y así queda la familia convertida en una desgracia ineludible.

Es la amistad goce fútil o medio de lucro; hay necios en todos los sitios; la mujer encuentra pesada la vida tranquila y decorosa del hogar, y envidia a la prostituta, que goza de los viciosos placeres que proporcionan el baile y la orgía; hasta la tierra produce cosechas mezquinas, y todo demuestra que la vida social fue hija del pecado del hombre y autorizada por la sentencia condenatoria dictada por Dios.

Y logró un descubrimiento asombroso, y permanecen impasibles los que llama sabios esta sociedad villana.

¡Miserables!

¡Vaya un dolorcito!... Ya sé lo que es... Parece que me aprietan el estómago, y se me forma un nudo en la garganta... y las punzaditas en el pecho... Esto es hambre... ¿Qué hora?... Las cuatro... Vamos a tomar una cucharadita de ese licor que no necesitará la generación venidera, porque tendrá predispuesta la faringe... Y ahora aspiremos aire por ese tubo... ¡Ah estúpidos!... Ya os arrepentiréis... En seguida se nota la pesadez en el estómago... Nos sentaremos, y así será más provechosa la digestión.

La carta de Aníbal Céspedes me preocupa porque me promete una popularidad que puede serme peligrosa. El bueno de Ganstier es un carácter. Y, después de todo, ¿por qué he de ser un mártir como otros inventores?... Quizá no. Estoy haciendo una digestión penosa... Quizá logre la recompensa que merece mi descubrimiento... Crearé envidias, pero la envidia es un veneno que mata al mismo ser que lo produce. Lograré que se me haga justicia, y... Empiezo a notar que aumenta la circulación de la sangre. Es natural, la digestión es penosa pero rápida. Además, he debido introducir mucho nitrógeno en el estómago... ¿Me producirá perjuicio? Lo veremos. Seguramente, no. Llegaré a un estado análogo a la embriaguez, y nada más.

  —361→  

Cuando todos los hombres se nutran como yo me estoy nutriendo; cuando no exista el temor al hambre; cuando no sea precisa la esclavitud que crea el trabajo, entonces será feliz el hombre. Empleará su tiempo en gozar de la hermosura que Dios ha creado. Tendrá... Indudablemente hoy he absorbido más nitrógeno. Me sería fácil producir un compuesto amoniacal y lanzarlo al exterior, pero debo resistir. Hay que ensayar para decir después: Esto no es una farsa grosera; este es el mayor descubrimiento que ha hecho el hombre. Esto no sirve para atacar ni sirve para defenderse, ni para... vaya unas punzaditas... ni para eludir las leyes, ni para castigar delitos. Esto no es la bomba mortífera construida por un loco que se cree abandonado por toda la sociedad, cuando, en definitiva, sólo le molestará un polizonte que obedece a un gobernador que sufre a un ministro que estará más preocupado de sus diviesos que de la gobernación del Estado. Esto no es un nuevo concepto jurídico que las cámaras desvirtúan para convertirlo en arma de la política, y siguen desvirtuando los tribunales para aumentar la venta del papel sellado y acaban de desvirtuar los polizontes cobrando dinero de los ciudadanos que eluden las leyes, y manejando a su antojo a los ciudadanos que acatan las leyes para vivir en paz, como si la paz fuese hija del respeto... ¡dale con las punzaditas!... o del derecho o de la fuerza; como si la paz no fuese únicamente el dulcísimo fruto que produce el amor. ¡Cuántos errores divulgan esas gentes que hacen el camino de su vida sin más inteligencia que la precisa que se puede guardar en un neceser para viajes intelectuales! ¡Cuántos convencionalismos estúpidos matará mi invento! Yo creo que se acerca el instante en que la especie humana ha de sacudir las pesadas cadenas de la organización actual de las sociedades y ha de lanzarse al progreso orgánico, realizando todas las perfecciones de que es posible la máquina humana, aumentando el número y la perfectibilidad de nuestros sentidos, cambiando todos los músculos de fibras lisas en músculos de fibras estriadas, haciendo a nuestro organismo esclavo de nuestra voluntad, haciendo de nuestra voluntad el intérprete fiel de nuestra razón y haciendo de nuestra razón un órgano perfectísimo que viva armónicamente en la naturaleza, porque nunca podremos llamarnos hijos de Dios si vivimos en desprecio constante o en constante rebelión a las   —362→   inmutables leyes que mueven todo lo creado. Y el primer paso que necesitaba dar la humanidad era asegurar la subsistencia del hombre para lograr así que...

-La señora de García -dijo Bautista.

-Soy yo, Águeda.

Y la hermosa morena entró en el laboratorio.



  —363→  

ArribaAbajoAlas de ángel

¡Qué buen servicio nos harían Marey y Mosso determinando la curva del movimiento de estas alas! ¡Qué diferencia entre el punto correspondiente a la actividad de madre, y el correspondiente a la pasividad de la hembra!



-¿Me esperabas?

-¿Yo?

-Como no me has escrito, creí que me esperabas.

-Sí, es decir...

-Pues aquí me tienes... Quería darte la enhorabuena por tu invento... Mi aplauso vale poco porque soy muy ignorante. Ya ves, no tengo más ciencia que la...

-Gracias, de todos modos.

-La que tú me enseñabas. Pero dicen que tu invento acabará para siempre con el hambre, y esto nunca se ha conseguido.

-Es cierto.

-Y el hambre es cosa mala. Yo... ya lo sabes: sólo he estado satisfecha cuando tú...

-No hablemos de eso.

-¿No? Pues...

-Lo pasado, como si no hubiera existido.

-Dios te lo pague, porque cuando se niega un agravio es que se olvida, o es que se perdona.

-Lo que sea preferible. No discutamos.

-No; si no discuto. Pero yo no puedo olvidar, porque la gratitud me obliga a recordar tus beneficios, y ahora singularmente porque ahora...

  —364→  

-¿Es que me necesitas?

-Sí.

El hombre no es malo, es tonto, y una de sus tonterías es la de creerse necesario. En las actividades humanas van los que nacen reemplazando a los que mueren, y siempre con ventaja: el único hombre insustituible fue Cristo. El esposo cree que su esposa le necesita, y esto es cierto casi siempre, porque las mujeres gustan de vivir sin trabajar, pero cuando la mujer se dedica al trabajo vive muy a gusto emancipada del hombre. El que es padre cree que sus hijos le necesitan, y no observa que los hijos del viudo mueren niños o se educan malamente, y que la viuda defiende su cría con heroicidades pasmosas. En el matrimonio es siempre la mujer quien prepara indirectamente el bienestar de los hijos; y esta, y no otra, es la razón de nuestro agradecimiento instintivo que nos hace en todas las edades amar con preferencia a nuestra madre bendita.

Luis tomó el repulsivo aspecto que adoptan todos los hombres cuando se les pide algo, saliole a la mirada el orgullo de ser necesario, y se dispuso a dar... lo que siempre dan los hombres; una parte de aquello que les sobra.

Águeda avanzó hasta colocarse enfrente de él y al otro extremo de la mesa, y dijo con expresión humilde y cariñosa:

-Ahora te necesitan todos los hombres.

-Todos, no.

-Casi todos, porque te necesitan los pobres. No hay persona que no hable de tu invento. Los poderosos temen que los humildes se emancipen de las esclavitudes. Los desgraciados te llaman su Dios. Y lo eres si tal haces.

Frunció Luis el ceño, porque el orgullo humano que acepta como verdades las alabanzas más absurdas, odia la adulación como la mayor ofensa. Y si la perversa adulación quiere conseguir el éxito, necesita aumentar su perversidad haciéndose hipócrita.

Un adulador incansable, decía a un duque:

-Sois tan poderoso, señor, que los tristes se consuelan con nombraros.

-No tanto. Aquí tienes un pliego de papel sellado; vale diez reales; pues bien, si escribo mi nombre en él ya no valdrá nada.

  —365→  

-Ese es el mal que produce vuestra grandeza: que anuláis a todos los escudos.

El duque agradeció esta adulación ingeniosa, porque el hombre sólo mide su importancia por las víctimas que produce.

Comprendió Águeda lo que significaba aquel gesto de Luis, y añadió con coquetería:

-Yo no quisiera que fueses Dios porque tendría que hacerme monja. Y dio un paso atrás, como si temiese una agresión.

Hubiérase Luis sonreído, si aquellas palabras no encerrasen la afirmación de la esperanza constante de Águeda, quizá de la fórmula hipócrita con que aquella mujer pretendía justificar sus errores o sus maldades. Levantó Luis su pálido rostro, fijó en Águeda su severa mirada, y dijo:

-Según me anunciaste en tu carta, tenía un objeto tu visita.

-Es verdad; he venido a ofrecerte una joya, y por tu impaciencia deduzco que la deseas.

-La aceptaré.

-Es que no te la regalo; te la vendo. Sí, no te extrañe. ¿Me creías capaz de regalarla? Y, ¿a quién?

-Abreviemos.

-¿Es que quieres saber el precio? Luego te conviene comprarla ya que no has sabido merecerla.

-Por última vez te invito a que no provoque discusiones, y vamos sin rodeos al objeto de esta entrevista.

-Pues entonces me retiro, porque ya he comprendido que no quieres comprar. Sí, está bien claro. Si me vendiesen lo que yo vengo a venderte, ya hubiera ofrecido todos mis bienes, mi cuerpo y hasta mi vida con tal de morir teniendo entre mis labios ese mechón de aquella cabecita. No hay trato, porque tú quieres regatear, y yo vendo a precio fijo.

-Te ruego que...

-Y vendo muy caro. Y no creas que esta venta es un artificio de que me valgo para hablar contigo, no; vengo a vender y a marcharme en seguida. Pues si no fuese por el negocio, ya me hubiera marchado; si me has recibido como si me despidieses.

  —366→  

-Recuerda que entre nosotros hay...

-No quiero recordar nada. Antes me dijiste que lo pasado no había existido; y te di las gracias, y llegué al sacrificio de aparecer como culpable, cuando soy la ofendida; conque, ya ves que si tales sacrificios hago por olvidar lo que hay entre nosotros, no he de recordarlo cuando sea de tu gusto.

-Basta. Pide lo que quieras; ese mechón es mío.

-Quizá llegue a serlo. Aunque leo en tu semblante que estás arrepintiéndote de tu jactancia. Ten paciencia, si voy en seguida a decirte el precio. Desde luego, no lo vendo por caricias tuyas; sí, por eso; porque no habría trato y me conviene vender.

-Por última vez...

-Pero, ¿quién eres tú para poner fin al tiempo? ¡La última vez!

- Pero tú no comprendes que estoy desesperada? ¿No comprendes que para mí sería una solución matarte y morirme en la cárcel, o dejar que me matasen? Y si me matases gastarías tus millones en eludir las leyes; pues, ten calma, te sale más barato comprarme lo que te vendo.

-Ya te he dicho que pidas.

-Pero no me hostigues. Cuando te haya vendido ese tesoro que me ha costado la honra y la juventud, y me obliga a la infamia social de tener semejante esposo. Cuando ya no sea ni aun mujer, porque haya vendido con ese mechón mi condición de madre, entonces será la última vez, porque seré una bestia y huiré de ti para que no me escupas. Y ahora voy a decirte el precio, ¿atiendes?

-Te estoy escuchando.

-No es dinero. Ten paciencia. Te digo que no es dinero para tranquilizarte. Y no porque seas tacaño, sino porque temías, y con razón, que no tuvieses bastante dinero para pagarme. ¿O acaso porque me ves mal vestida y comprendes que tengo hambre, pensabas hacer un buen negocio? ¿No es eso? Yo también lo negaba, porque no era posible la sospecha; ya sabes que me regalo pero no me vendo. Ahora lo hago porque...

-¿En cuánto?

Acercose Águeda a Luis, adelantó el rostro y dijo con firmeza.

-El precio de este mechón es tu secreto.

  —367→  

-¿Cuál?

-El secreto de lo que has inventado.

-Pero si el secreto no existe.

-Porque lo harás público.

-Naturalmente.

-Pues eso quiero; saberlo yo, y que nadie lo sepa, y que tú lo olvides.

-Y, ¿para qué? Eso, nunca. Es la gloria.

-Y, ¿para qué la quieres? No me contestes, si ya lo sé. Me lo has dicho muchas veces; la gloria sirve a los hombres para que les adoren las mujeres. Y, ¿para qué quieres esa adoración? ¿Encontrarás una mujer más hermosa que aquella Águeda, loca de amor, que se entregó a ti cuando tú lo quisiste? Y si la encontrases, ¿te adorará con la devoción con que yo te adoro siempre? Nadie te consagrará, como yo, su vida entera; ni adivinará, como yo, tus deseos, ni será, como yo lo he sido, una hechura tuya, porque he pensado como tú pensabas, he sentido como tú sentías y he prescindido de mi voluntad para seguirte satisfecha por la senda que tú me trazabas. Y cuando me separé de ti temporalmente, fue porque llegué a comprender que si avanzaba un paso más en aquel camino, me separaba de ti para siempre; y en todos los instantes de mi vida no he vacilado un momento para conseguir que fueses mío, como yo soy tuya, exclusivamente tuya. ¿Para eso quieres la gloria?

-¡Es una gloria inmensa!

-¿Y deseas conservarla para que te aplaudan las mujeres? Y, ¿quiénes son las mujeres? Desde el día que dudaste de mí no has vuelto a conocer a ninguna, y es porque instintivamente has tenido conciencia de que yo resumía la adoración de todas las mujeres, y al despreciarme a mí las despreciaste a todas. ¿Quieres que las mujeres te aplaudan, pues aplaudiéndote empecé mi visita? Ya tienes la gloria, ya no has perdido tu trabajo; y, ahora, cédeme el secreto de tu invento.

-No, Águeda; es imposible. Sabes que he de negártelo, y por eso lo pides; porque, a ti, ¿para que te aprovecha?

-Pero si eso es todo; si es una fortuna inmensa.

-¿Y explotarías mi invento?

  —368→  

-¿Yo?

-Ese nitrógeno que Dios ha puesto al alcance del hombre, y cuya asimilación he descubierto, ¿lo venderías solamente a quien te lo pagase? ¿Lo guardarías solamente para los ricos?

-¿Yo? Pero, ¿crees que yo, que he estado y estoy hambrienta, sería capaz de crear un impuesto sobre el hambre?

-Pues, ¿qué harías?

-Crear el privilegio de los pobres. Cuando todos los de abajo tengan asegurada su subsistencia, ya no se humillarán a los de arriba, y después los que hoy están hambrientos vencerán por la razón y por el número. Quiero averiguar cómo podrán los ricos comer con su dinero, cuando los pobres no trabajen para comer. Todas las ventajas del progreso son acaparadas por los poderosos, o se reparten igualmente entre los humanos; y yo quiero completar tu obra, creando el privilegio de los pobres, y consiguiendo con la derrota de los ricos la fraternidad universal.

Quedose Luis asombrado ante aquel importantísimo problema que se le aparecía, y después de meditar un instante, dijo:

-Pero ese privilegio te sería imposible realizarlo en la práctica.

-¿Por qué? ¿No son realizables los privilegios de los ricos? ¿No vivimos los pobres sujetos a todas sus necedades? Yo he procurado conservarme digna de ti, y he buscado trabajo honrado para mantenerme; y no lo he podido encontrar porque unas veces se me exige que me prostituya, y otras se me rechaza porque estoy separada de mi esposo. A nadie puedo contarle mi historia, porque nadie creería en mi sacrificio. Dios me conserva sana la carne de mi cuerpo, pero si algún día estuviera enferma iría a un hospital.

-Eso, no.

-Y allí me moriría por las necedades de los poderosos. ¡Maldito dinero!... quien lo desea olvida por él todas las virtudes; y quien lo posee cree que todos los virtuosos le piden limosna.

-Supongo...

-No lo digo por ti; ya sé lo bueno que eres, y no olvido lo bueno que has sido conmigo. Ahora mismo lo estás demostrando; ahora, que tu talento   —369→   te ha hecho dueño de la felicidad humana, quieres repartirla entre todos los hombres. Tienes razón, así obran las almas grandes.

-Quizá sería más justo realizar tu proyecto.

-No lo sé. ¡Quién, mejor que tú, puede saberlo! Haz lo que gustes, y perdóname lo que te he dicho. Yo quería eso porque estaba desesperada, pero ante las altezas de tu pensamiento se fortalece mi espíritu. Perdóname mis ofensas, y perdóname que esté llorando.

-Águeda...

-No tengas para mí ningún halago, porque yo debí adorarte como a Dios y conformarme en absoluto con tus designios. Ten esta preciosa reliquia que guardo en mi pecho, porque tú eres el dueño de ella y el único ser digno de conservarla.

Desabrochó el vestido, alzose el abundante seno al hallarse libre de su opresión, y de él sacó Águeda un rizo de negro pelo.

Cogió Luis el rizo, miró el estuche donde estuvo guardado, y cuando oyó que Águeda le decía:

-Ahora, despídeme por última vez.

Besó el recuerdo de su hijo muerto y acercándose a la madre contestó:

-El nitrógeno no produce toda la felicidad, hace falta también un poquito de cariño.

Cayeron el uno en brazos del otro, y los matraces y las retortas se quedaron absortos ante aquel precipitado.

En la clínica del Colegio Imperial de Ciencias Médicas, se disponía el sabio Remy a operar un zaratán, y decía a sus alumnos: «Vamos a cortarle un vuelo al ángel del exterminio».