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ArribaAbajoDécima parte

La verdadera filosofía o sea el único camino que nos lleva a poseer la verdad


Vitam impendere veto, the time is money, Strugle for life, etc., pero yo creo que nuestra miserable vida no vale la pena de emplearla en nada que no sea alabar a Dios y esperar con tranquilidad la muerte.



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I

Una mujer engaña a un hombre; dos mujeres se disputan un hombre, tres mujeres, reunidas, se burlan de todos los hombres.



-Pero, hija tranquilícese usted, que la cosa no será para tanto.

-Maldita sea mi negra estrella.

-Calma, Aguedita, calma, y hable usted con confianza delante de esta señora que es una amiga.

-Muy señora mía.

-Conque, decía usted que el infeliz en seguida se vino a la mano.

-Como que los hombres parecen buitres; en cuanto huelen la carne descienden de las alturas.

-Porque la vio a usted llorar. Lo que parece es que todos los hombres han nacido para esponjas; en cuanto ven algo mojado ya están empapándose. Ríase usted, mujer.

-Para bromas estoy.

-Pues, ¿qué ha pasado?, reviente usted, si puede. Porque supongo que la cosa iría adelante.

-Pero se me desmayó.

-¡Pobrecito!

-Y dijo al criado: «¡Que se vaya esa mujer!»

-Y usted se ha venido.

-Me parece.

-Con las manos abiertas.

-Usted hubiera hecho lo mismo.

-Tampoco.

-Bueno, pues no tengo gana de conversación.

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-Nos daremos un punto.

-Usted no sabe lo que he perdido.

-Pero eso tendrá remedio.

-Volveré dentro de unos días.

-¡Ay!, hija, se me figura que eso ya está agotado.

-Es que ese hombre es mi primer amor.

-¿Y qué? A Dios le pedimos el pan de cada día, porque nadie quiere comer pan duro.

-La señora tiene razón -dijo Amparo.

-Es que yo no quiero comer pan sólo -repuso Águeda.

-Pues hija, que la traigan a usted una chuleta, pero conste que hasta ahora todo el maná que usted come sale de mi bolsillo.

-Ya liquidaremos.

-Hija, no es apremiar. ¿Ha comido usted?

-Nada. Me ha dado una cucharada de un brebaje y me ha hecho aspirar el aire del tejado. Eso es lo que él toma desde hace quince días.

-Pues habrá que purgarle. A mi cuenta, ese hombre está chiflado.

-Siempre lo estuvo.

-Pues, pida usted una chuleta y lo que haga falta, y cuente usted la escena.



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II

Sobre un colchón, tendido en el suelo del laboratorio por el diligente Bautista, se estaba muriendo Luis Noisse, y el médico de guardia del Hospital del distrito tomaba el pulso al enfermo.

-Quítele usted las zapatillas y los calcetines.

-No se enfriará.

-Que traigan una manta. ¿Han avisado a su médico?

-Sí, señor: llegará en seguida.

-¿Y dice usted que esto empezó con un vahído?

-Sí, señor; la ciudadana fue quien me llamó.

-¿Y qué?

-Pues, nada; que se comprendía lo que habrá pasado. Y yo como vi al señorito caído sobre una silla, pues acudí a socorrerle, y ella fue a lo mismo; y entonces el señorito me dijo: «Que se vaya esa mujer», y yo le señalé la puerta, y se marchó, porque si no se larga la echo a patadas.

-¿Y después?

-Pues, salió el portero a avisarle a usted, y nada más.

-Y el médico de la casa, ¿vive muy lejos?

-No, señor; ya verá usted como viene en seguida.

-Pero esto es urgente.

-Pues se hará lo que usted mande.

-Es que aquí hay responsabilidad.

-Pues, usted dirá.

-Paz, paz -murmuró Luis.

-Ánimo, señorito; esto no es nada. ¿Qué hacemos, señor doctor?

-Será preciso sangrarle y ponerle unos sinapismos.

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-Lo que usted disponga.

-Pero antes hay que trasladarle a su cama.

-¿A cuál?

-¡Qué sé yo!

-Porque el señorito dormía aquí, en el laboratorio.

-¿Por qué?

-¡Ay!, madre mía -balbuceó Noisse.

-Ánimo, mucho ánimo; no tenga usted cuidado, señorito. En fin, ¿qué hacemos?

-Es que yo no quiero aceptar responsabilidades, porque no sé lo que ha pasado.

-Pues ya se lo he dicho a usted todo.

-Le sangraremos. ¿A qué hora ha almorzado?

-¿Almorzar?

-O desayunarse.

-¡Si lleva quince días sin tomar alimento!

-¿Por qué?

-Pues tomaba una cucharada de lo que tiene ese frasquito, y sorbía mucho aire, y se mantenía con el nitrógeno.

-Pero este señor, ¿es el que cita la prensa?

-El mismo.

-Y, ¿dónde está lo que bebía?

-Allí lo tiene usted.

Levantose el médico, miró el líquido, lo olió, lo gustó, y dijo a Bautista.

-Pero si este es el licor de Succi; el licor de los ayunadores; este señor se va a morir de hambre.

Y no tenía razón, porque ya Luis había abierto la boca para respirar; no lo había conseguido y yacía muerto.

Yo no quiero morir sin agonía; no quiero que un accidente fortuito, la congestión si me dan garrote, o las balas si me fusilan, destruyan mi encéfalo, ese templo misterioso donde parece residir mi inteligencia.

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Yo quiero tener agonía, porque en ella he de sintetizar todas mis ideas. La circulación va abandonando las extremidades, y dejando sin actividad los nervios y los músculos. Ya sólo queda en movimiento la sangre que una respiración lenta y fatigosa envía al corazón, y que este apenas deja pasar a las arterias, sobreviene la asfixia por espiración incompleta, los sentidos dejan de transmitir sus impresiones al cerebro, éste queda aislado de la vida de relación y de la vida de nutrición, y, al verse libre de las miserias humanas, llega, como todo lo que es libre, a la mayor suma de altezas.

En aquel período agónico empezó Luis a huir de la vida, como se huye del combate que es una derrota. Huía quejándose, porque había desaparecido ese anodino que se llama esperanza, y porque todas las heridas que recibiera durante la lucha de la existencia estaban manando sangre, abiertas como si jamás hubieran estado cicatrizadas. Paz, paz, decía contemplando en aquella síntesis sublime a la humanidad atada de pies y de manos para hacer el bien, y obligada por la condición social a que cada ser humano sea el verdugo de sus semejantes.

La diferencia de temperatura no producía por termo-dinámica la vibración de los nervios, y el cerebro no denunciaba el frío en que yacían las extremidades de aquel cuerpo. Se tornaron inertes los músculos de los ojos, y cada globo quedó en su órbita en una posición anormal. Aumentaron de densidad los líquidos y el cristalino se volvió opaco; y huyó la sangre, y la córnea apareció más blanca. Terminó la actividad de aquel sentido, creció la percepción de la inteligencia, y ésta empezó a buscar la paz deseada, y al hallarla dijo Luis: Madre mía. Aquel amor de su madre, era el único placer positivo porque cumplía una ley natural, y además era algo que Luis no había ganado ni merecido, y era, por tanto, una manifestación de la misericordia divina. Entonces hubiera querido volver a la existencia para divulgar entre los humanos esta enseñanza adquirida en los umbrales de la muerte, haber destruido los convencionalismos que llevan a la infamia de producir malas madres, haber terminado las luchas creadas por el necio orgullo de las mujeres, porque el único orgullo legítimo de la mujer es el de ser madre, y haber concluido la lucha de los hombres por la posesión de la hembra, porque la única mujer que merece estos desvelos del hombre es la mujer bendita que le llevó en sus entrañas.

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Huía la vida de la periferia de aquel cuerpo, y solamente el oído, acostumbrado a no depender de la voluntad, enviaba sensaciones al cerebro. Admirábase Luis de aquella síntesis tan perfecta; dudaba si se moría y si la rapidez con que parecía ir a la muerte, era la misma energía con que se lanzó a la vida. Sospechaba que su estado pudiera ser el momento de evolución a otro estado más perfecto en que su carne desaparecería, y él viviría terrenalmente tan sólo con el espíritu, como privilegio concedido a su extraordinaria inteligencia que tales arcanos descubría, y en esto oyó el doctor que él, Luis Noisse, era sencillamente un ayunador inconsciente e inexperto. Comprendió que aquel tubo que llegaba hasta el tejado era una ridiculez; tuvo vergüenza y rabia de haber sido tan necio, quiso disculparse, crear otro sofisma y... le faltó la respiración. En aquel instante comprendió que en nada había mejorado a la naturaleza, a sus semejantes y a sí mismo; y que, por tanto, había sido el ser más inútil de la creación. Y en cuanto tuvo su primera idea sensata, cometió su primer acto discreto, y se murió.



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III

Los responsos son cosas que se les dicen a los hombres cuando ya están muertos.


Un patán.                


Porque es maligna condición del tiempo hacer eterno lo que juzga infame.


Montoro.                


Bautista se decía para sus adentros: «Dos veces le he visto caer al señorito, y las dos veces estaba en ayunas, y estaba con hembras. ¡Parece mentira que un rico pase hambre por su gusto, y que un artillero se asuste de las mozas! El pobre señor había tomado en serio las mujeres y la vida».

El cadáver fue colocado en un féretro de zinc, de esos que sirven para que el cadáver no se pudra, o sea, para que aquel cuerpo siga resistiéndose a cumplir las leyes de la naturaleza.

Ganstier (el joven) observó que un cirio formaba un ángulo de 81 grados con la horizontal, y después dijo, como si hablase consigo mismo: «Estaba equivocado: quería elevarse por leyes nuevas, y no recordaba que el globo que asciende y el peso que cae obedecen a la misma ley».

Aníbal Céspedes se abrazó al cadáver, y lloró como un chiquillo. Pidió a Bautista las condecoraciones de Luis, y como le trajese una caja donde estaban también las condecoraciones del célebre sargento mayor, el padre de Noisse, cogió Céspedes la gran cruz del Corazón de la Patria y la puso sobre el pecho del muerto.

Aquella noche refería Aníbal esta escena en la tertulia íntima de la emperatriz, y Su Majestad dijo, para halagar a Céspedes:

-Y, ¿no sería posible legalizar esa distinción?

-No, señora -respondió Ganstier, el viejo-; porque Noisse era un demente.

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Y como demente le tuvo su patria, donde aún se aplica de continuo esta frase: «Eso es el descuido del capitán, que se comió el aire y se olvidó del pan».

Y Bautista dijo siempre que su amo había muerto de asfixia, porque le oyó en muchas ocasiones: «Me ahogo en este medio».

Y se ahogó.



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ArribaAbajoEpílogo

Clara no se ha enterado aún de la parte que tuvo en este drama. ¡Cuántos como ella!

La estúpida marquesa y sus necias hijas vivirán siempre, porque lo inútil es una institución.

Luis murió sin testar, y el juzgado se encargó del hotel y de los muebles: el dinero y las alhajas habían desaparecido. ¡Oh, admirable armonía de las flaquezas humanas! ¡Cómo el error de la ingratitud lo deshace el robo! Así pensaría Bautista.

A Juan García volveremos a verle.







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ArribaAbajo La rendición de Santiago (1907)

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ArribaAbajoAdvertencia

Aun está usted a tiempo de dejarme, lector y señor mío. Olvide usted que para leerme gastó usted unas pesetas; añádalas usted a las muchas que ha empleado mal o le han robado o le han exigido, y tire usted este libro sin leerlo, si no sabe usted leer.

Quiero decir que si usted buscaba un libro que adornase, su biblioteca o su mesa de despacho, ha perdido usted su tiempo. Si usted buscaba el libro de moda, ha perdido usted su tiempo. Si usted buscaba el libro nuevo para hablar de él a los amigos y a los contertulios, ha perdido usted su tiempo, porque nadie le escuchará si de mí le habla. Si buscaba usted un libro que le deleitase, busque usted otro, porque éste es triste y soporífero. Si quería usted un libro que le ilustrase, no ha escogido usted bien, porque éste no le dirá nada nuevo; le dirá solamente lo que usted ya sabe, aunque no se atreva a decir que lo sabía. Y si buscaba usted un libro malo para darse el placer de censurarlo, también ha perdido usted su tiempo, porque en las primeras páginas del libro le advierto a usted que protesto de una manera enérgica y rotunda contra las censuras de usted.

Al comprar usted el libro, ha adquirido usted el derecho de leerlo, pero no el de censurarlo. Esto le parecerá a usted raro, pero se lo explicaré a usted.

Desde luego son censurables un impuesto, un alcalde, una tormenta, un parto y una prisión preventiva y un embargo provisional, porque todo ello es necesario sufrirlo sin desearlo; y las leyes humanas, bien las políticas, bien las morales, bien las de enjuiciamiento o bien las que se llaman de la Naturaleza (porque no han podido destruirlas otras leyes), no le permiten a usted la menor censura. Si graniza, y se queja usted, sigue granizando; y si   —384→   llama usted bruto a un alcalde, el alcalde le multa a usted (exceptúese algún alcalde que no sea bruto); conque si esto le ha molestado a usted, sin haberlo buscado, no tiene usted derecho a censurarlo.

Después se deduce sin esfuerzo que, si algo que usted deseó y buscó le molesta a usted, debe usted sufrirlo sin queja; y, por consiguiente, no debe usted censurar este libro, pues nadie le obligó a usted a comprarlo; y yo (el autor) aconsejo a usted que no lo lea.

Pero hay más razones. Lo mismo que usted no está autorizado para opinar en asuntos judiciales, porque no es usted curial ni letrado; ni en asuntos de medicina ni de higiene, porque no es usted veterinario ni médico; ni en asuntos religiosos, porque es usted seglar; ni en materia táctica, porque es usted paisano: no debe usted opinar en asuntos de libros, porque no es usted editor, ni autor, ni crítico; el editor habla de libros, porque come con ellos; el autor habla de libros, porque aspira a comer y desahogarse con ellos; y el crítico habla de libros, porque no puede hablar de otra cosa. ¿Es usted editor?, pues no censure usted este libro, que no mermará en lo más mínimo la venta de sus libros de usted; ¿es usted autor?, pues no censure usted este libro, que no mermará en lo más mínimo su gloria y su público de usted (que nunca serán tan grandes como los que usted merece); ¿es usted crítico?, pues censure usted este libro del modo más grosero: insúlteme usted, pónganos usted en ridículo a mi libro y a mí; pero no lea usted el libro, porque no necesita usted leerlo para censurarlo: es su oficio de usted.

Quedamos en que solamente los críticos tienen derecho a censurar este libro; las personas decentes, si lo hallan malo, deben callarse y olvidarlo; y, siendo caritativas, deben compadecer al autor, que no acertó a escribir bien. Pues ahora añado que tampoco los críticos deben censurar este libro: no les conviene ni están autorizados para ello. No les conviene, porque su crítica (siempre injusta y brutal) llama la atención pública hacia el autor: muchos lectores se apasionan contra la crítica apasionada y ponen por las nubes el autor mediocre, y los más indiferentes se habitúan al nombre de aquel autor y le confunden con Ovidio o con Chateaubriand, a quienes tampoco leyeron; y de esta manera llegaría yo a ser un literato insigne. Esto no les conviene a los críticos, porque siempre odiaría su crítica grosera; y sería doloroso   —385→   ver a los críticos españoles tratados a puntapiés por un eminente autor. Además, los críticos no están autorizados para censurar mis escritos, porque jamás les he pedido nada, ni aun el saludo. Cuando publico un libro, envío ejemplares a mis amigos (que también son ejemplares), y como algunos de ellos son periodistas, suelen tener conmigo la galantería de publicar un breve elogio de mis producciones; quizá engañen a los suscriptores, y alguno corra el riesgo de comprar mis obras; es el único inconveniente de esa galantería, que yo agradezco con toda la ternura de mi alma; pero jamás me he sometido voluntariamente a la autoridad (!) de ningún crítico de oficio, como jamás me he sometido voluntariamente a ninguna autoridad de esas que mandan lo que quieren y cuando quieren, y hacen las leyes nuevas sin contar conmigo, y me aplican las leyes antiguas, según el criterio que les agrade. Esas gentes me molestarán y hasta me suprimirán; pero no se jacten de haber tenido sobre mí la menor alteza excelente, porque a mí sólo me manda el que me enseñe, el que me defienda, y el que me llore; me manda quien me ama: los demás, me obligan a obedecerles.

De modo, que no sometiéndome a la autoridad de los críticos, no deben ocuparse con mis producciones. Pero bien pudiera ser que yo fuera un rebelde, y que los críticos tuviesen autoridad para criticarme. Vamos a verlo. Cualquier autoridad lo es porque está encargada del cumplimiento de la ley; y si yo atropello las leyes de la fonética, de la gramática, del buen gusto y de la propiedad intelectual, el crítico me censura, y hace perfectamente. Pero yo escribo libros y los publico al amparo de la ley de imprenta, y si esa ley no me ampara, debe el crítico defenderme, sin que yo le pida auxilio, de la misma manera que censura sin que nadie le pida su opinión. Si un crítico hiciese algo en defensa de la libertad del pensamiento o siquiera del derecho constituido, ese tendría autoridad para criticar. Yo, como escritor, no he logrado fama en España (no la merezco), pero tengo historia española: quiero decir, que he estado en la cárcel por escribir libros; y como ningún crítico profesional me dio el menor consuelo, estoy autorizado para recusarles.

Es necesario que nos amemos, aunque sólo sea porque odiándonos vivimos todos muy mal; es necesario que acabemos con los dioses que condenan al fuego, con las autoridades que condenan al hambre y a la paliza,   —386→   con las leyes donde no existe una palabra de amor y que parecen hechas por un monstruo sediento de sangre humana; con todo lo agresivo, lo grosero y lo indiferente; con quienes creen que vivir es luchar; y con quienes creen que el amor es peligroso e inútil. Y ya que la fuerza bruta nos impide acabar con las autoridades agresivas que tienen el apoyo del Estado, acabemos siquiera con esas autoridades de la crítica, creadas por la ignorancia, y la falta de honradez y valor para vivir de un oficio o de un trabajo servil. Antes que los críticos logren siquiera la categoría oficial del guarda jurado y nos procesen por desacato, aprovechémonos de que no tienen fuero legal, y convengamos en que el ser que censura groseramente a un autor, no es hombre, es una bestia, y no merece ninguno de los honores reservados a los seres inteligentes.

Las personas de buena educación respetan a las mujeres, aunque sean feas o necias; a los viejos, aunque chocheen; a los curas, aunque cortejen; y a los médicos, aunque se equivoquen; pues mayores respetos merece el autor, que a nadie obliga ni a escucharle siquiera.

Usted, lector mío, no debe seguir la lectura de este libro si se cree con derecho a censurarlo, porque el dinero que yo he recibido de usted ha sido solamente a cambio de papel impreso, y ya lo tiene usted en sus manos. Ni por las pocas pesetas que me ha dado usted, ni por ningún dinero me avengo a que me censure usted, que podrá ser, o no, una persona distinguida. Si desea usted censurarme, quiérame usted; disculpe mis faltas; corríjamelas razonadamente; convénzame usted de que es superior a mí en cultura, en cortesía y en corazón; y yo me someteré gustosísimo a su autoridad de usted.



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ArribaAbajoPrólogo

Entre los innumerables escritores que se florecieron a fines del pasado siglo, ocupa un lugar Silverio Lanza, cuyas obras va publicando su amigo D. J. B. A., a quien debo lo que nunca le podré pagar y a quien complazco escribiendo estas líneas que me tiene pedidas para algunos de los tomos, y que envío al señor A. para colocarlas en la cabeza de éste.

No es LA RENDICIÓN DE SANTIAGO el mejor libro de Silverio, ni es tampoco el peor. Si yo pudiese olvidar la serenidad de juicio y la discreción altísima que son prenda de buena crítica y que me acompañan siempre, quizá diría que esta obra que nos ocupa quedaba más bien a un extremo que al otro. Lo que sí es cierto con indubitable certidumbre, es que este libro es de su autor, sin que esto envuelva la afirmación de una personalidad típica, que sólo llegamos a conseguir quienes perseguimos el único o vario que dijo Sócrates.

Sin negar a Silverio Lanza condiciones más bien de genial que de humorista, cae dentro de la esfera de acción del tropo; defecto que en todos los evos caracteriza las literaturas mediocres, dicho sea sin servicia. Y no me refiero al tropo, en cuanto es causa formal, sino en cuanto es interrogación sindérica; que si sólo a la influencia del tropo en la forma hubiéramos de atenernos, perdonables serían todos los errores de las literaturas tropicales.

Lo he dicho en todos mis discursos en Academias y Ateneos, recordando el bellísimo apólogo del Santo Apóstol: rodearemos la montaña si así ha de sernos más dulce la pendiente, pero aquí aparece la condición didáctica del tropo en el tropo mismo. Bien sé que es muy difícil de tejer aquella doble reja de que nos habla Jovellanos, que no dejaba penetrar por su interior la mano de un hombre, y sí el rayo de sol; y en una de mis obras que ha merecido unánimes elogios de la crítica y del público y que el Gobierno de Su Majestad honró, digo a propósito de esto las siguientes palabras:

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«Y como en inextinta línea del círculo, rueda constantemente el pensamiento, renovándose los pasados juicios, y sin hallar jamás si el origen filológico del concepto está en el emotivo o en el reflexivo. Pues lo mismo sucede entre la condición genitiva y la condición activa, que mejor debiera llamarse relativa en este caso amplísimo; y de aquí la necesidad del tropo o acaso su origen; como relación convenida o por ley innata como sucede en eufonía.

»Pero allí donde la relación está acordada o se deriva de natura, el tropo no puede dispensarse sino como un eufemismo, allí donde no produzca un grave peligro de anfibología».

Pues ese es el defecto más grave de cuantos tiene Silverio Lanza, quien, como particular, fue en su tiempo una persona excelente, muy cuidadoso del aseo de su persona y de sus deberes para con la iglesia, las autoridades y sus semejantes.

Y como no es este un libro que necesite un trabajo de hermeneusis para guiar al lector entre las páginas, doy aquí por terminada la misión mía, esperando con los brazos abiertos a la nueva juventud, que ha de respetarnos si quiere ser respetada.

PEDRO MARTÍNEZ

Villa Arcadia, en Pozuelo.



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ArribaAbajo Mi retrato

Como este libro llegará a ser vendido a diez céntimos, aunque en las librerías marque dos pesetas, bueno es que lleve mi retrato para que lo anuncien con el retrato del autor.

Siempre he regateado mi imagen a editores y a periodistas, porque se me figura que soy muy feo, y bien lo prueba que jamás he hallado quien me quisiese por mi linda cara.

También he tenido la suerte (desgracia lo es para muchos) de no figurar en ningún suceso, porque


para decir verdad, como hombre honrado,
jamás me sucedió cosa ninguna;



y así, ni por necesidad he tenido que poner mi cara en vergüenza.

Pero hoy me hallo con buen aspecto: para ocultar mis canas, me he afeitado como un sacerdote, y me he teñido el pelo de la cabeza; he engruesado, porque me va hinchando la hipertrofia de mi corazón; y creo que pareceré agradable a los majaderos, que son las únicas personas a quienes les interesa que Plinio fumase en pipa, que el gran Napoleón fuese aficionado al fonógrafo y que yo tenga las narices largas.

Haremos la orla que adorne mi retrato, colocando en la parte alta una cartilla (el primer libro que pusieron en mis manos, y que me costó muchas lágrimas, porque mi maestro no conocía más pedagogía que los azotes), y en la parte baja un ejemplar de «Ni en la vida ni en la muerte», libro que me costó muchas penas y muchas pesetas (porque las autoridades no conocen más crítica que el calabozo y el embargo); así quedará justificado el profundo horror que los ricos tienen a leer y a escribir, y el desprecio que les merece quien cifra en estas faenas su esperanza de comer y de hacer fortuna.

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Desde el libro que hemos puesto arriba hasta el libro que hemos puesto abajo, haremos que corra una guirnalda de flores cordiales (discreta alusión a mi pertinaz catarro) sujetas, ora en una cadena (recuerdo de mis prisiones), ora en una culebra (¡lagarto!), recuerdo de mi mala sombra; ora en un calabrote, recuerdo de la Armada Naval, donde he obedecido sin protestas las órdenes de los héroes de Cavite y de Santiago de Cuba, a quienes tuve siempre en el concepto que merecen de las personas sensatas. Dentro de esta orla, cuyas ondulaciones dejo a la imaginación artística de mis lectores, aparece la imagen de mi cabeza, que, por necedad de los legisladores, es una cabeza de mi familia, aunque yo no tenga familia ninguna.

Corona mi frente un cabello enhiesto como las cerdas de un cepillo, cabello que sin cesar crece para tranquilidad de la caspa, que me produce un picor insoportable.

Bajo mi frente, estrecha, plana, rectangular, que parece una tablilla anunciadora sin ningún anuncio, brotan dos cejas espesísimas, que juntas pueblan los comienzos de mi nariz. ¡Hermosa nariz!

Y debajo una grieta finísima, que es mi boca, de labios muy delgados, cuyas comisuras apenas son perceptibles: ¡el hábito de callar! Siendo yo chiquitín, si tenía hambre y lloraba, me pegaban en seguida para que me callase; el alimento, si me lo daban, venía después de los cachetes. He tenido que callarme ante mis maestros, que solían ser indoctos y no admitían réplicas; ante las autoridades, ante las mujeres, que generalmente gustan de que no se las interrumpa; y ante la mayor parte de mis conocidos, porque hablan de cuestiones que no entiendo: devaneos de tiples, boquillas culotadas, martingalas legales para ascender sin equidad, lenguajes de las flores y de los abanicos, pactos vergonzosos para ganar votos, e influencia civilizadora de la religión, desde nuestros días hasta los pueblos anteriores a la creación.

Y termina mi rostro con una barba puntiaguda que se adelanta como heraldo monstruoso para anunciar la fealdad de mi fisonomía.

Las orejas no se ven, porque son diminutas, ratoniles, como anfractuosidades de los temporales; y los ojos no son perceptibles a través de los gruesos cristales de mis gafas, que empecé a usar por pedantería, siendo yo estudiante, y me han dejado casi ciego.

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Aseguro a ustedes que este retrato es tan bueno (y más económico) que las fotografías que pagué; y que en ellas, como en ésta, no me conocería ni la santa madre que me crió para que me disfrutase el Estado.

Respecto a mi fisonomía moral no me es posible decir nada, porque no puedo alabarme ni escarnecerme, y así tendrán ustedes que contentarse con la opinión que me es ajena. Los caballeros a quien he pagado el café, me llaman espléndido; y los tunos a quienes he negado una talega, me llaman tacaño; las feas, me llaman descortés; las hermosas, soso; las indecentes me huyen en público, porque les asusta, según lo dicen, mi vida licenciosa; y las discretas y honradas no dan certificados de buena conducta como los alcaldes de conducta pésima. Hablan mal de mí los viciosos, porque no alterno con ellos; los curas tontos, porque admiro a Pí; los libre-pensadores mal educados, porque admiro a Monescillo; los cobardes, porque no les temo; los ricos, porque no les adulo; y los pobres sucios, porque no les socorro. Me odian y me injurian los que tienen algo de qué avergonzarse, si sospechan que yo lo sé, y temen que yo lo diga.

Además, noventa y nueve de cada cien de mis conocidos, son personas que no me conocen y que no conozco. Quienes pudieran juzgar de mí, sólo pueden hacerlo bajo un aspecto de mi vida; y sería necesario reunirles (yo no podría conseguirlo) para constituir una imagen, que acaso no fuese exacta, de mi fisonomía moral.

Si esto ocurre conmigo, que soy sencillísimo e insignificante, ¿quién cree a Plutarco ni a ningún historiador? Yo no creo en ellos; y, para mí, la Historia cuya filosofía no he llegado a presumir ni guiándome la Etnología y la Antropología, es una hablilla culta: ¡lo que dirían de mí Herrodoto y Thiers si sustituyesen a las cuatro comadres de sexo dudoso que forman mi cortés de críticos!

Es lo mejor que ustedes se contenten con mis autorreferencias: y es muy poco lo que he de añadir a lo dicho.

No tengo deudas ni dinero, ni podría conseguirlas ni conseguirlo. No puedo pasar con lo que tengo, pero me acomodo a pasar sin lo que no tengo. Y ahora voy a confesar mis dos graves faltas, que son gravísimas, porque aun habiéndome sido castigadas, no he procurado la enmienda.

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Es una, escribir libros; y me ha producido procesos y prisiones; y no he padecido una condena gracias a mí, que, realmente, no pequé, y gracias a que no pecan los tribunales que me juzgaron.

Y es la otra, que me gustan las mujeres. Las he quitado muchas penas y jamás les he producido una lágrima ni una deshonra. Pero he visto pueblos casi enteros enfurecidos contra mí, sospechando que pudieran gustarme las mujeres. He padecido anónimos, pasquines, agresiones a traición y difamaciones respetables. Y no es mía la culpa, porque heredé esa idiosincrasia de mi padre y de mis abuelos, pues en mi familia se asciende hasta Adán sin pasar por Sodoma.

Pésame, señores influyentes, de haberos molestado, escribiendo libros y adorando a las mujeres; y llévenlo sus señorías con paciencia, porque poco he de vivir. Entretanto, achacoso, con los pies hinchados y dentro de la sepultura, sigo adorando a las mujeres, y escribiendo cuartillas con todas mis potencias y sentidos.

¡Y basta de retrato! Conténtense con este los lectores, y péguenme a la pared, o cuélguenme donde más les plazca.



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ArribaAbajo La aristocracia de la sangre y la aristocracia del vino

Franceses: Tenéis todo lo que necesitáis para ser dichosos; sólo os falta el vivir seguros de que dormiréis en vuestras casas cuando seáis inocentes.


A. Dumas                


En aquel tiempo era gobernador un aristócrata que jamás había entrado en una taberna, y legislaba acerca de las tabernas con la ignorancia habitual en la mayoría de los legisladores.

La nueva ley ordenaba que a las dos estuviesen cerrados todos los establecimientos de comidas y de bebidas. El café de N tenía abierta una puerta y por la de la calle se subía al restaurante: allí cenaba de madrugada el señor gobernador. En la taberna de La Pura pasaban por la puerta entornada los señoritos que gustaban de emborracharse. La casa de Antonio no se cerró nunca, y allí se abrigaba la policía. En todos los distritos un café y una taberna desobedecían tranquilamente las órdenes de la autoridad; y ésta, como el alguacil del cuento, sacaba el sueldo por prender, y el sobresueldo por dejar hacer.

Ramón era un gallego honrado, trabajador y buen mozo, y tenía por esposa a Rosario, que era alicantina, honrada, trabajadora y una real moza. Ambos habían establecido una taberna muy bien puesta, y un hogar tan bien dispuesto que, a los diez meses de matrimonio, tuvieron un hijo que se llamó Santiago Albo y Mas.

Ramón tenía a sus padres viviendo estrechamente en su país natal, en Vilaldea. Rosario no tenía padres; pero su hermano, tejedor de esparto en Crevillente, empezaba a trabajar por cuenta propia, y estaba casado con una   —394→   hermosa mujer. Las cuñadas no habían congeniado, no habían reñido, se temían y no se odiaban.

La taberna vivió lánguidamente hasta que Pablito, camarero del Suizo y padrino de Santiago, logró que los camareros de café, fuesen de madrugada a cenar en casa de Ramón. Entonces la taberna empezó a ser un negocio de importancia.

Los dos esposos trabajaban sin desmayar: ella guisando, limpiando la casa y criando a su hijo; él sirviendo de noche las cenas, sirviendo por la mañana el aguardiente, y contratando con todos. Ella dormía en las primeras horas del día; él descansaba en las últimas horas de la tarde. No pensaban en quejarse, ni había motivo para ello.

-Eres muy bueno -decía Rosario.

-Y tú, eres más.

-De apellido.

-Y de todo lo que vale para un hombre.

Pero el matrimonio cometió la tontería de creer la necedad vulgar de que el trabajo y la honradez hacen felices a los humanos, y como no tuvieron experiencia que les aconsejase, ni leyeron historias que les instruyesen, se olvidaron de ponerle al diablo una velita; y una tarde se presentó la autoridad pidiendo una vela, digo una multa de cincuenta pesetas, porque la taberna no estaba cerrada a las dos. Dijo Ramón que la taberna estaba cerrada; replicó el agente, que, si las puertas no estaban abiertas, estaba la taberna llena de consumidores. Ramón buscó argucias; era inútil: lo preciso era buscar las cincuenta pesetas; lo hábil hubiera sido buscarlas antes y regalarlas antes; ya era tarde, y Ramón dijo que pagaría la multa.

Pablito supo aquella noche lo que ocurría; encargó a su compadre que no lo hiciese público, y prometió arreglar la cuestión.

La noche siguiente, consiguió Pablito quedarse a solas con su compadre.

-¿De modo, que tú no eres ni de los unos ni de los otros?

-Soy un tabernero.

-Pues te irá mal.

-¿Es preciso ser monárquico para vender vino?

  —395→  

-No: se puede ser republicano en la apariencia; y esto también produce.

-Pues yo no soy más que un tabernero.

-Como quieras, pero te irá mal, porque ni en época de elecciones te dejarán vivir; no tienes votos.

-Tengo vergüenza.

-Chico, conmigo no te incomodes, que yo no soy quien ha hecho el mundo.

Pocos días después pagó Ramón una multa de veinticinco duros. La semana siguiente fue Ramón a la cárcel para no pagar en dinero otra multa de ciento veinticinco pesetas. Mientras estuvo preso siguió la taberna abierta por la noche.

Y así fue Ramón pagando con su cuerpo o con su bolsillo las multas de quinientos reales que se le imponían, con la constante amenaza de cerrarle el establecimiento.

Una crisis ministerial podía arreglarlo todo, pero la crisis no vino; lo que ocurrió fue que Ramón se murió en la cárcel; que Rosario se quedó viuda; que Santiago se quedó huérfano; y, que el gobernador se volvió a su casa tan caballero como salió, y sin haber hecho nada que dejase huella, excepto las persecuciones con que inocentemente afligió a los taberneros.

De manera, que si yo no escribo y publico estas líneas, no queda rastro de un aristócrata que, por su ilustración, por su caballerosidad y por su fortuna, pudo haberse ganado el agradecimiento de su patria.

Pero, ¡qué tontos son los aristócratas de la sangre y los aristócratas del vino!



  —396→  

ArribaAbajo La vil policía

Parece que escribo una obra contra la Policía, y así les parecerá a los tontos. Voy a desengañarles.

Desde luego, perdería mi tiempo atacando a funcionarios que no me molestan, ni me han molestado, ni, probablemente, me molestarán; que no han de procesarme (beneficio prodigioso para vender libros), y que no me ofrecerán dos pesetas para que los juzgue cariñosamente.

Además. Imaginar un perverso agente de Policía, un perverso cura, un perverso juez y un perverso guardia civil y publicar tales perversidades, es de la mejor conveniencia para esas instituciones, porque sus individuos parecen ángeles si se les compara con el perverso imaginado. Lo temible para el clero son los curas santos concebidos por Víctor Hugo, Alarcón y Escrich; lo temible para la Policía son las aventuras de Mr. Lecoq. Al lado de aquellos personajes fantásticos parecen los reales poco airosos.

Conque, si yo pretendiese atacar a la Policía, habría de imaginar a Dios hecho polizonte.

Mi propósito es el opuesto: es contribuir a la dignificación y a la exaltación de todos los agentes de la Policía gubernativa y de la Policía judicial, porque lo merecen, y porque, al fin, son ellos quienes han de protegerme contra las bestialidades de la plebe. ¡Ojalá pudieran también protegerme contra las bestialidades de los poderosos!

La Policía que usa de insignias y de distintivos no es mala, ni parece tan buena como lo es; ni siquiera es Policía.

¿Por qué?

Porque la verdadera Policía de España es brutal, bestial, inmoral, cobarde, satánica, ignorante, omnipotente y gratuita.

  —397→  

De ella forman parte todos los españoles, menos las excepciones naturales en toda ley; y las que es preciso consignar por miedo o por cortesía. Esa policía miente, porque es irresponsable; y, como miente, parece saberlo todo; y como es poderosa por su número, impone su criterio; y, como persigue un fin injusto, tiene el apoyo de los apasionados.

Esa policía y yo, tenemos pendiente una continua cuenta de medio siglo; y todo lo que he pensado acerca de ella voy a decirlo en un segundo: me produce asco.

Poca o mucha, hay responsabilidad para el juez que ordena la detención de mi correspondencia; pero el administrador de correos que abre las cartas que yo envío y las que se me dirigen, y cursa de ellas las que así le place, y las divulga comentadas, desfiguradas o hilvanadas maliciosamente, es un canalla policiaco que abusa de la impunidad que le aseguran su astucia y su servilismo hacia el cacique. Sépalo el diminuto danzante: me produce asco.

Y me lo produce el clérigo que convierte la confesión en arma policiaca; el médico que se convierte en polizonte, olvidando el sagrado secreto profesional; el agente de negocios y el empleado bancario que divulgan, por truhanería o por vanidad de policías, los negocios de sus mandatarios o de sus clientes; la autoridad gubernativa que simula confidencias; los antropomorfos que usan pantalones; y todas las mujeres, agradables animalitos, que charlan hasta su deshonra.

Si se realiza un crimen, lo relatará con pelos y señales la policía canallesca y gratuita. Pero al comparecer ante el juez uno de esos polizontes, o al ser interrogado por un agente oficial de la Policía, se callará el muy canalla, alegará que habló por referencia; y, si algo cierto sabe, lo callará por miedo; por un miedo que, al fin, es el miedo característico de los canallas: el miedo de ser personas decentes.

Esa policía asquerosa se filtra entre la Policía oficial; y yo, que no temo a ésta, porque soy honrado, y que no temo a aquélla porque la he vencido en muchas ocasiones y he de tratarla a puntapiés siempre que me moleste, escribo este librito para avivar la dignidad y el espíritu de conservación de los buenos agentes de la Policía, y excitarles a que no transijan con nadie,   —398→   absolutamente en nada, que merme el buen concepto que merecen y han de merecer siempre, quienes han de librarnos de las brutalidades de la plebe, ya que no pueden librarnos de las brutalidades de los poderosos.

Es necesario que la Policía judicial y la Policía gubernativa sean modelos de caballerosidad perfecta; pero antes conviene que se adecenten un poco los señores de los altos cargos, porque.


    Con amo vil
quien no es ser vil
no es servil.





  —399→  

ArribaAbajoLa autoridad

El buen Luis se quedó aterrado: ¡un novio para su hija! Fue preciso que Ramona reprodujese fielmente la confesión de Ángela. El muchacho la requebró a ella, a la jorobada, y la pidió amores en una carta muy bien hecha; y claro es que Angelita quería decirle que sí, pero lo había consultado con su madre, y Ramona la había oído y la había respondido:

-Pues, hija, a tu padre se lo diré.

Luis no creía que un hombre honrado pudiera desear aquella criatura deforme.

-Y él, ¿es guapo?

-Yo no le he visto, respondió Ramona; pero la muchacha dice que sí.

-Y, ¿qué es? ¿Tiene oficio o carrera?

-Pues él, es carpintero.

-Pero, carpintero, ¿de qué? ¿Trabaja o no trabaja?

-Yo creo que debe de trabajar, porque dice Angelita que va muy bien puesto.

-Pero, ¿tú no sabes dónde trabaja?

-Ahora no; pero ha trabajado en la obra del Banco.

-Sería con el señor Juan.

-No lo sé.

-En fin, ¿cómo se llama?

-Ricardo Muñoz.

-Bueno, pues yo arreglaré eso.

Luis era ujier del Senado; era un buen hombre. Se le suponía algún dinero y mucha influencia. De su matrimonio con Ramona, había tenido una niña que se crió enfermiza y concluyó por padecer de una lordosis que afeaba   —400→   su cuerpo y hacía más atractiva la triste belleza de su rostro. Angelita era buena: todo lo excelente y bueno que puede ser un lisiado.

Su primer novio era aquel joven guapo, bien vestido, con aspecto de obrero hábil, y que la dijo en la calle:

-¡Es usted más bonita que la Virgen!

El piropo no la gustó, porque era ofender a la Virgen bendita. Otra mañana, la dijo así:

-¡La voy a usted queriendo más que a mi madre!

Tampoco esto era bueno, porque a la madre hay que quererla más que a todos.

Pero el día que Ricardo consiguió pararla un instante, y la dijo:

-¡Es usted más bonita que la Primavera; y la quiero a usted más que a mi sangre!, creyó Angelita que aquel galán la iba olvidando.

Después vino la carta. Estaba bien manuscrita y bien redactada: era cortés; pedía una respuesta; y, como Angelita creyó que debía responder, consultó con su madre.

Ramona no cesaba de preguntar a su hija:

-Y, ¿no hay más?

-No, señora.

-¿De veras?

-No, señora.

-¡Como te pones tan colorada! Y no había más.

A la mañana siguiente fue Luis al gran taller del señor Juan Alsina. Cruzando entre oficiales y bancos y virutas, llegó al despacho del maestro. Alsina examinaba un primoroso atlas de carpintería.

-Veterano, ¿usted por aquí?

-Sí, señor, ¿cómo vamos?

-Viviendo, ¿y la familia?

-Bien, gracias. ¿Y la esposa?

-Rezando. Desde que tiene dinero no hace más que rezar. Antes echaba cada ajo...

-¡Pobre doña Paca!

  —401→  

-¿Y los senadores? ¿Cuándo los fusilan a todos?

-Por ahora no se piensa en eso.

-Conste que yo le dejaría a usted el cargo.

-¿Para qué, si no había Cámaras?

-La del pueblo soberano.

-Eso está lejos.

-La culpa la tuvo Pí, por ser un hombre de bien.

-¡Pobre don Francisco!

-Bueno; y usted vendrá a encargarme una casa, porque ya no sabrá usted dónde meter los cuartos.

-No, señor; vengo a hablarle a usted seriamente de un asunto que me interesa.

-¡Diantre! Pero, a usted no le ocurre nada. Quiero decir, que ni a usted, ni a Ramona, ni a la chica, les pasa nada malo de salud ni de intereses.

-No, señor.

-¡Ah! Bien. Pues entonces se espera usted un poco que yo cierre y coja el sombrero, y nos vamos a tomar café aquí, al lado, porque en casa todo me huele a pino.

Luis dijo lo que sentía. Se trataba de todo el porvenir. Y Alsina, después de beberse un chubasco de gotas de coñac, llegó a ponerse serio, y mirando fijamente a Luis, le dijo:

-Se ha reventado usted.

-¿Por qué?

-Porque la chica se casa, ¿que no se casa? Vamos, hombre, que se casa. La pobreta no puede escoger; y, ya ve usted, donde no se puede escoger... Se casa, y se han perdido ustedes todos; pero, que todos; porque él es un mal hombre. Y tenga usted cuenta, que cuando el maestro Juan le dice a un padre y a un amigo lo que yo estoy diciendo, pues lo hace porque sabe lo que dice, y porque sabe lo que debe decir.

-Muchas gracias.

-Él es un mal hombre. Yo le conozco bien; y no como oficial de mi casa, porque, por eso, yo diría si trabajaba bien o mal; y ni aun eso, porque un hombre puede aprender lo que no sabía. Pero a ese le conozco por su madre:   —402→   es decir, que le conozco antes de nacer, porque la Margarita ya era muy conocida cuando tuvo ese chico, que no tiene padre conocido; y la sangre no ha de ser buena porque, o de señorito sinvergüenza, o de chulo de mala ley.

-¡Qué horror!

-Yo hablo y digo la verdad; y cuando usted quiera que me calle...

-No, señor; muchas gracias, y siga usted.

-Bueno. Pues la Margarita no lo quiso tirar, e hizo bien; en esto hizo bien. Y como el chico la sujetaba, pues se metió a planchadora; pero allí, lo que se hacía era arrugar la ropa; y contentando a ese del Gobierno, hasta que el chico fue mayor y consiguió meterlo en un colegio, que más falta le haría a otros muchachos; pero siempre la cuestión de las influencias. ¿Es verdad? ¿Sí, o no?

-Sí, señor; muy cierto.

-Y después, quitó lo del planchado; y luego ya no la vimos por ahí, hasta que pasan los años, y un día me la encuentro en la calle, como una mujer de bien; pero, vamos, que ella siempre ha tenido atracción; y me encuentra, y me dice que tiene un puesto de lechería y de natas y de esas cosas que sacan de la leche; y que al hijo le han enseñado el oficio de carpintero, y que es preciso ponerle a trabajar, y que le dé yo trabajo. Y se lo di, sí, hombre, que se lo di; porque el trabajo no se le niega a nadie; y, aunque hubiera sido el verdugo, pues, lo mismo. ¿No es cierto? ¿Qué culpa tiene el hijo? Pues si volvemos otra vez a que los ciudadanos están partidos en castas, ¿qué va a ser esto? ¿Digo bien?

-Sí, señor; sí, señor.

-Me trae el chico; y, vamos, no trabajaba mal: la rutina que les enseñan en las escuelas de oficios. Pero era listo el hombre y se expresaba bien, y atendía y comprendía; pero, ¡un bribón!

«Pues señor: que hoy le falta una herramienta a este, y mañana falta una gruesa de tornillos, y al otro, otra cosa; y, total, lo que pasa en los talleres, que me empezaron a espiarle y me trajeron el soplo. Y yo, con calma, porque el hombre cuanto más alto está necesita tener la cabeza más firme; y lo mismo digo de un andamio que de un ministro; pero que no es igual, porque en el andamio, te falta la cabeza y te vas al otro mundo; y en el ministerio,   —403→   te falta la cabeza y te dan una embajada y te aplaude la disciplina de la mayoría. Sí, hombre; así pasa. Digo, que usted lo sabrá mejor que yo, que está usted al lado de ellos. ¿No es verdad?»

-La pura verdad.

-Pues, bien: yo tuve calma y obré por mi cuenta; y me fui al Rastro, al señor Manuel, el que tenía conmigo el abono en la meseta del toril; y le llevo un cepillo de afinar, de los buenos, de platina de acero, que los tenemos para los repelos de las maderas finas. Y le llevo el cepillo y le enseño una señal, y le digo:

«Si vienen a traerte este cepillo, lo compras y das la entretenida, y llamas a la pareja y le detienes al que sea, bajo mi responsabilidad; y que me llamen.

»Esto lo hace un maestro que ya tiene mundo, como yo; y el sábado, le pongo a afinarme unos tableros de una vitrinas. ¡Buena pieza!, ¡de lo bueno que ha salido de mi casa! Y al recoger la herramienta, veo, como al descuido, que el cepillo estaba en el banco acuñando el torno. Muy mal hecho, porque las herramientas no sirven para eso; pero que él lo hacía porque, si yo la notaba la falta del cepillo, pues, para decirme que estaba allí: total, un regaño, y nada más. Pero yo me callé y pagué a todos, y le pagué; y se fue al banco por la chaqueta y el sombrero, y cuando yo fui tras él, pues el cepillo había tomado las del humo.

»A la mañana siguiente me voy al café de la cabecera del Rastro y le envío a Manuel un recadito: que si van a venderle la herramienta, que no llame a los guardias y que me llame a mí. Y ya lo habrá usted comprendido, porque no me gusta machacar las cosas. Me llamó, llegué, le eché mano a Ricardo, le metí en el patio y cantó todo. Compré las herramientas que les había vendido a los oficiales, y pasó porque habían parecido en casa. Porque yo no castigo a los hombres, porque no tengo ese derecho, ni quiero que otros hombres los castiguen porque yo no he dado ese derecho. ¿Estamos? Pero él, es un granuja. Me ve en la calle, y sombrerazo, y yo no le contesto; y, donde me ve, me saluda. ¿Es que me tiene agradecimiento? No; porque me hubiera hablado, me hubiera pedido perdón; y, vamos, que si me lo pide, le perdono; porque, vea usted: eso de perdonar, es un derecho que yo   —404→   tengo y que lo ejercito; pues, si yo quisiera ser rey no más que para eso: para perdonar a todos, y para tomar café bueno. ¿Quiere usted más?»

-No, señor; ya he tomado bastante.

-Digo, que si quiere usted saber más del chico.

-No, señor; también es bastante. Y Angelita no se casará con ese.

-¿Que no? Por casada la tengo; y perdidos les veo a ustedes.

-No lo querrá Dios.

-De todos modos, esto lo sabe usted porque yo se lo he dicho; pero nadie más lo sabe, ni lo sabrá. Y cuando la chica esté casada, no me huya usted: hablaremos de todo menos de él; y nosotros seremos amigos como siempre.

-Es usted muy bueno.

-No, hombre, no. El bueno lo es usted; porque el bueno no es nunca quien hace la merced, sino quien la merece.

Un año después, Alsina detenía a Luis en la Puerta del Sol.

-¡Veterano! Pero, hombre, ¿va usted contando las losas?

-¡Ah!, señor Juan, ¿está usted bien?

-Poco más viejo.

-¿Y doña Paca?

-Más vieja que yo. ¿Y la familia?

-Bien, gracias.

-¿Lleva usted dinero?

-Sí, señor; ¿por qué?

-Para que me convidara usted a una copa de coñac.

-Con mucho gusto.

-Pero antes, tomaremos café por mi cuenta.

-El caso es que yo tengo prisa.

-Prisa, ¿de qué?

-Tenía que ir a un asunto.

-No lo crea usted. Ya ha llegado donde iba.

-Bueno: un momento.

  —405→  

Ante el café servido y el licor paladeado, se encaró Alsina con Luis, y le dijo:

-Me han dicho, que busca usted un taller de carpintería. ¡Hombre!, no se ponga usted colorado, porque buscar un taller no es cosa mala, ni usted tampoco lo oculta, porque ha estado usted en tratos con uno; y si yo me meto en esto, no es porque le vaya a usted a vender el mío, sino porque no quiero que le engañen a usted; y porque sé de uno que lo darán barato y es bueno; pero es de un hombre que no quiere deber ni mentir, y le cogieron los dedos en la puerta con una obra que no cobró, y, hombre perdido. Pues, bien, es trabajador y sabe su oficio, y lo que él quisiera, es que le comprasen el taller, y quedarse allí trabajando. Y, vamos, que yo le fío. Y es lo que usted necesita; porque el maestro, que será del taller que usted busca, me parece que va a trabajar muy poco. Y usted perdone si la he metido, porque ya es su yerno de usted, y quedamos hace un año en que no hablaríamos de estas cosas. Pero lo del taller, se lo recomiendo porque le conviene.

-Y, ¿dónde está?

-En la calle de Juanelo.

-Iré a verlo.

-Y sin tapujos: aquí no hay chalanes.

Al taller se fue a vivir Angelita con su marido. Tomás, el antiguo dueño, llegaba a las seis y media de la mañana: llamaba a la puerta, y volvía a llamar; y a las ocho abría Angelita, soñolienta, porque había estado hasta las cuatro esperando a Muñoz.

Por fin, se le arregló a Tomás una habitación en la trastienda, y el taller se abrió con regularidad a las siete de la mañana. Pero producía poco; lo suficiente para pasar los jornales, la contribución y el alquiler de la casa. Esto no era el ideal de Muñoz; así no se compraban sortijas brillantes, sortijas que desvanecen a las mujeres propicias a desvanecerse.

Muñoz instaló un baile en un solar próximo. El baile produjo, pero el empresario no llevó a su casa las ganancias; hizo relaciones con perdidos y con perdidas, y pensó en grandes negocios.

  —406→  

Los negocios abundaban. Cualquiera de ellos era una mina de monedas de oro. Había una contrata de recreos en un casino: dicho así, no suena la palabra garito, ni la palabra rufián. Un teatrillo de Varietés aceptaría un socio en la empresa: esta enunciación, oculta hábilmente al lupanar y al chulo. Había eso, y además había un préstamo, que iba creciendo al amparo de la ley, al amparo de la codicia y al amparo de la holganza; y lo que disfruta de tales amparos, crece y se desarrolla rápidamente. Aquel préstamo lo tuvo que saldar el señor Luis, después de una triste escena de familia, donde Ricardo usó de todas sus desvergüenzas; Angelita, de todas sus lágrimas; Ramona, de su prudencia; Luis, de sus ahorros, y Tomás, que se vio obligado a presenciarla, de toda su silenciosa discreción.

Aquel saldo, y aquella escena, tuvieron consecuencias inesperadas. Muñoz confesó a su suegro, que no se avenía a serrar, ni se contentaba con el producto de tal trabajo. Necesitaba un bastón: un bastón con borlas; un puesto en la Policía; una plaza de delegado de un distrito, o de delegado a las órdenes del gobernador. Y esto era urgente, porque no quería perder el tiempo y volver a las andadas. Además, Angelita estaba encinta, y Muñoz quería empezar seriamente su vida de padre.

Luis usó de su influencia, como había usado de sus ahorros; y un ministro encarnó la autoridad en la persona de aquel granuja, como le llamaba Alsina; y cuando éste, el laborioso hijo de Granollers, lo supo, se fue al café próximo, sorbió de la taza, sorbió de la copa; y, como no tuviese otro auditorio, obligó al mozo a que le escuchara, y terminó así su relación.

-De modo, que ya lo ves: la autoridad, que es la idea más grande que cabe en la cabeza del hombre; que es la idea fundamental de las sociedades; que es el lazo de todos, y la esperanza de todos; en fin, la que... echa unas gotas.

-Ahí está la botella.

-No la había visto. Pues, bien: haz autoridad a un granuja, y es como hacerme obispo; yo no gano en devoción, aunque gane el sueldo por ir a la iglesia, y la religión no gana nada. No gana, y pierde, porque así se pierde aquí el respeto a todo, por hacer autoridad en todo, o en cada cosa, a quien no puede ser autoridad en nada, porque ni personalmente tiene autoridad. Vamos, es lo mismo, que si yo...

  —407→  

-¡Allá voy!

-Cobra antes de marcharte. En fin, que esto ya no tiene arreglo. No me hago solidario de las afirmaciones de Alsina.

Nosotros, los hombres de mérito extraordinario: unos, porque gobiernan el Estado; y otros, como yo, porque nos dejamos gobernar humildemente, sabemos que la autoridad es don divino, que emana de Dios, que anida en la cabeza de seres privilegiados, y que no es posible comprenderla, ni menos definirla: la autoridad se nos hace sensible y amable, por medio de nuestra fe, de nuestra fe bendita.

Un sacerdote embriagado, con las manos manchadas por la carne de su manceba, coge la hostia, la bendice, la pone en mi boca, y hace llegar a mí el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo. El sacerdote podrá sufrir una amonestación, podrá ir a la horca, degradado previamente, pero el sacramento se consumó; y si yo muriese al recibir aquella hostia, moriría con el perdón de todos mis pecados.

Pues, bien: un polizonte beodo, con las manos manchadas por el vino, por los naipes y por la obscenidad, me denuncia como autor de un delito que no he cometido, y me convierte en un criminal perseguible, y perseguido; abominable, y abominado. Ese polizonte, podrá sufrir una amonestación; podrá ir a la horca, degradado previamente, pero la corrección se ha consumado; yo soy criminal, hasta que otra autoridad opine lo contrario; y aun, si así opina, soy para siempre un procesado que no sufrió condena; y que aquella virginidad del alma, que yo llamaba mi honor, ha desaparecido. La autoridad es, la autoridad; eso: algo que ennoblece a quien la usa, y deshonra a quien la sufre; algo que debiera ennoblecer a quien la sufre, y ser ennoblecida por quien la usa; pero, que no es así y es del otro modo, y está muy bien que sea como es; porque estos asuntos no son materia de razón, sino artículo de fe; de una fe que se logra fácilmente, pasando, como yo, algunas semanas en la cárcel; y decidiéndose, como yo, a no volver a la cárcel, por un poco más o menos, de una fe que es tan cómoda.



  —408→  

ArribaAbajo El expediente

La mañana del día que fue enterrado el tabernero, apareció la taberna cerrada, y en la puerta un letrero, que decía así:

CERRADO

POR DEFUNCIÓN

POR TRES DÍAS

Al mediar el tercero, llamó Ricardo Muñoz, y abrió Rosario.

-¿Es usted la señora viuda?

-Servidora de usted.

-He pasado, he visto el rótulo que hay puesto, y me he sorprendido, porque no sabía nada. ¿De qué ha muerto su esposo de usted?

-Dicen que de un resfriado. Pero ha muerto en la cárcel.

-¿En la cárcel? Y, ¿qué hacía allí?

-Pagando una multa.

-Perdone usted, señora, que me extraño, tanto más, cuanto que yo soy inspector de vigilancia en el distrito, y jamás he oído una queja contra este establecimiento.

-Las multas eran por cerrar tarde.

-Eso es distinto; porque en ese asunto no intervengo yo. Es cierto que algunas noches he podido comprender que después de las dos había concurrencia en esta casa; pero lo interesante para un buen agente de la autoridad, como yo, es que no se produzca escándalo.

-Eso no lo ha habido nunca.

-Lo sé, señora; y si arriba se me hubiera consultado al imponer la primera multa, no se hubiera impuesto, y acaso su esposo de usted estaría vivo.

-¡Pobre Ramón!

  —409→  

-Es natural que llore usted, señora; y no pretendo consolarla, porque esas penas no tienen consuelo.

-¡Pobre Ramón mío!

-Y, ¿le ha quedado a usted familia?

-Un niño pequeño, que está estos días en casa de su padrino.

-En fin, ya tiene usted una compañía para el día de mañana.

-Pero, ¡hasta entonces!

-¿Piensa usted seguir con la taberna?

-Mejor quisiera traspasarla; pero, con esta persecución de multas, no habrá quien la tome.

-Pero esas multas cesarán.

-Cerrando temprano.

-Y no cerrando. Deje usted eso por mi cuenta, si la merezco confianza; y yo hallaré un expediente.

-Muchas gracias, caballero. No sé cómo pagárselo a usted.

-De ninguna manera, ni aceptaré nada en ese sentido. Es de justicia y de humanidad.

-Ya ve usted la situación en que me hallo.

-Pues saldrá usted adelante. Dios aprieta, pero no ahoga. Yo voy ahora mismo a empezar la formación de ese expediente, que pudiéramos llamar secreto; y usted, si viene alguien a las claras, o con indirectas, preguntándole a usted quién concurre aquí por la noche, dice usted que vengo yo y los individuos a mis órdenes y mis amigos. Nada más; y, desde mañana, cierra usted a la hora que quiera.

-Muchas gracias, caballero.

-Mi nombre es Ricardo Muñoz, y soy el primer inspector de este distrito.

-Caballero: Dios y la Virgen se lo paguen a usted.

-La lástima es, que esto no se haya hecho antes.

-¡Pobre Ramón mío!

  —410→  

La taberna no volvió a estar cerrada, ni a sufrir más multas; pero Pablito dejó de concurrir a ella; poco a poco, desaparecieron de allí los mozos del café, y el establecimiento se llenó de prostitutas, policías y gente maleante.

A las dos de la madrugada entraba Ricardo por la puerta que daba al portal, y en la salita de la tabernera cenaba, daba órdenes y recibía partes y confidencias.

Ya era Santiago un mocito de nueve años, y un día tuvo un desvanecimiento.

Cuando Ricardo llegó aquella noche, preguntó a la tabernera:

-¿Qué ha sido eso del chico?

-No parece cosa mayor. Se ha empeñado en levantarse, y en la tienda esta.

-Pues, has hallado el expediente.

-¿Para qué?

-Para enviarle al pueblo con su abuelo.

-Es verdad.

-Y además...

-¿Qué?

-Que así cubrías el expediente.

Y a Santiago le enviaron a Vilaldea, para que viviera con su abuelo.

Por razones que aquí omito, se sabe en los pueblos todo lo que pasa en Madrid, cuando a los aldeanos les interesa; y se ignora en Madrid todo lo que pasa en los pueblos, aunque a los cortesanos les interese.

El abuelo de Santiago sabía lo que pasaba en la taberna, y retuvo consigo al nieto. Pero cuando supo que Rosario, a consecuencia de una caída, estaba en cama, y no la visitaba el polizonte, halló el expediente que deseaba y envió a Santiago con su madre para que la asistiese, y así dejó cubierto el expediente.

  —411→  

Curó Rosario, gracias a Dios y a las atenciones de Ricardo, que volvió a visitarla; y como Santiago había hallado el expediente de estar en la taberna, oyó tranquilamente el proyecto de volver a Vilaldea, pero contestó que el abuelo estaba viejo y pobre, y le hacía trabajar mucho, y le daba mal de comer y le aconsejaba en contra de la madre. Y así cubrió el expediente.

¡Desdichada humanidad, dedicada a hallar un expediente y a cubrir el expediente, o sea, hallar una mentira y disfrazarla!

¡Bienaventurado quien halle en la punta de su bota el expediente para acabar con los expedientes; y, dándoles un puntapié, logre cubrir el expediente!



  —412→  

ArribaAbajo La Patria

¿Qué no se le perdona a un niño? Se le perdona el ser señor, el ser príncipe, el ser rey.


Victor Hugo                


Cuando Rosario volvió a su casa, no estaba Santiago.

¿Por qué?

Rosario salió a las cinco. Fue a comprar tela y a pagar unas facturas. Eran las siete y media. Anochecía.

Mariano, el medidor, y Romualda, la asistenta, decían lo mismo:

-Santiago salió después de las seis; llevaba una bota de arroba, la vieja, la que tiene el remiendo. Iba a la calle de la Aduana. Era un aviso de un parroquiano nuevo. No iba a nada más.

A las ocho, Santiago no había vuelto, y a las nueve, no había vuelto Santiago.

A las nueve y media, se enteró Rosario, con exactitud, del domicilio de aquel parroquiano nuevo de la calle de la Aduana.

A las diez, Rosario, se echó sobre sus hombros el pañuelo de crespón, y salió a la calle. En la de la Aduana, miró los números de las casas en las muestras de las tiendas, y llegó donde iba.

El portal estaba a oscuras, y en la entrada, había una joven vestida con extravagancia, y una vieja al lado suyo. Aquella era una casa de prostitución, y Rosario se echó atrás.

Pero la madre venció a la mujer; buscó la manera disimulada de llegar a la puerta, y preguntó tímidamente:

-¿Ha venido esta tarde un joven a traer vino?

-Yo, no sé.

  —413→  

-¿Qué?; ¿qué es eso? -preguntó la vieja.

-Desearía saber, si esta tarde ha venido un hijo mío a traer vino.

-¡Ay!, pues, no lo sé; pero yo creo que sí.

-Lo mejor -dijo la joven agradablemente-, es que suba usted al principal; allí está el ama.

¿Subir? ¿Allí? ¿Subir ella? ¿Allí? ¡Cuántas ideas tuvo Rosario en un segundo!

Era preciso subir, y subió.

-¡La puerta! -gritó una mujer, en el descansillo de la escalera.

-¡No!, ¡no! -respondieron desde el portal.

Dos muchachas, fantásticamente desnudas, adelantaron sus bustos por encima de la barandilla; y cuando Rosario subió por la alfombrada escalera hasta el piso principal, sintió espanto de quedarse allí hablando con aquellas mujeres, y preguntó por el ama.

-¡Remedios! -dijo una.

-¡Señora! -dijo otra.

-Aquí la buscan a usted -dijeron las dos.

Y Remedios, una hermosa jamona, con amplia bata de seda, salió al dintel de la puerta; y, con una sonrisa que dulcificaba la severidad de aquel rostro, preguntó a Rosario:

-Señora, ¿qué deseaba usted?

-Un momento, sólo un momento; es que un hijo mío ha traído vino hoy; porque yo tengo taberna.

-Creo que sí; pero nos aseguraremos. Pase usted, si usted gusta, y descanse usted un momento. La fatiga a usted el subir la escalera. Eso es. Son pocos escalones, pero está usted gruesa. Pase usted por aquí.

Y entró en un saloncito tapizado con mucho gusto, pero cuyos divanes y cuyos cortinajes, aparecían a trozos nuevos, y a trozos usados y hasta raídos.

Entraron las dos mozas, y luego otra; y luego, una que estaba cantando en la habitación inmediata; y después, la cocinera; y después una rubia muy linda, y la que estaba en la puerta, así que terminó su guardia. Iban allí, sin darse cuenta de ello, a disfrutar de un raro espectáculo. Había en el   —414→   lupanar algo respetable; algo, amantemente respetable; algo, que se podía, y se quería y se debía respetar sin violencia. No era la autoridad, que insulta para mandar; no era el cómplice del vicio, ni era el cómplice en el lucro; era una mujer honrada, que no escarnecía la deshonra ajena; era una madre, que buscaba a su hijo; y todas aquellas mujeres, sintieron ansias de respetar y de querer a la mujer, porque esto era de justicia, y porque era honroso.

Hablaron todas, y se interrumpieron unas a otras. Apareció el delito, y protestaron de él, y negaron su intervención, y se erigieron en justicia, y formularon penas y procedimientos procesales. Y cuando comprendieron su impotencia para juzgar, y para vengarse, lloraron la pena de aquella madre, que tenía en la cárcel al hijo; y, no sólo lloraron con amor al prójimo, sino con espanto, porque comprendieron que si era posible arrollar a una mujer honrada, ellas, miserables prostitutas, vivían milagrosamente en una sociedad, donde lo equitativo no siempre es lo justo, y donde lo justo no es siempre lo usual.

En la calle, Rosario, sintetizó lo que había oído. Santiago llegó con la bota, la vació, y le pagaron. Dos agentes de la policía secreta (según decía la acompañanta), bromeaban con las chicas en el comedor; vieron al muchacho, le preguntaron dónde vivía, contestó que en la Torrecilla, y, entregándole un maletín, le encargaron lo llevase al número 32 en la calle de Quevedo, y le gratificaron con dos pesetas. La calle de Quevedo, no tiene número 32; el engaño era evidente, Santiago había caído en la trampa, y estaba acusado de robo, de anarquismo, de expender billetes falsos; Santiago moriría en la cárcel, como su padre. Era preciso hacer algo: era preciso ir al Gobierno civil y al Juzgado de guardia. ¿Allí? ¿Para qué? El gobernador, sería un caballero; el juez, sería un caballero: pero, ¿cómo se llega en España hasta un caballero, sin atravesar entre rufianes? No: al Gobierno, no; al juzgado, no.

Rosario llegó a su casa, y ordenó a Mariano que cerrase el escaparate y la puerta, y sólo dejase encendida la luz del mostrador. Después, se fue Mariano a la calle en busca de noticias. Llamaron varias veces a la puerta, y Rosario no quiso abrir.

Cerca de las doce, dieron grandes golpes.

  —415→  

-¿Quién?

-¡Rediez!, ¡yo! ¿Qué pasa?

Abrió Rosario, y Muñoz, entró en la taberna.

-Pero, ¿qué pasa?

-Que Santiago se fue esta tarde, y no ha vuelto.

-Y, ¿a qué se fue?

-¿A llevar vino a la calle de la Aduana?

-¡Bah! Se habrá gastado el importe con las clientes.

-Acaso.

-Y, ¿eso es motivo para cerrar la taberna?

-Yo creo que sí.

-Parece que lo dices con mucha solemnidad.

-No; lo digo naturalmente.

-Pues, estás equivocada. Ya se va a abrir ahora mismo. Los establecimientos tienen sus compromisos y sus parroquianos, y no se cierran.

-Pero esta casa tiene un amo, y el amo ha desaparecido.

-El ama eres tú.

-No: él.

-Ni él, ni tú; ¡rediez! El amo soy yo, y mando que se abra, y se abre; porque me sobran medios para cerrar esta casa, cuando yo quiera, y dejaros sin ella, a él y a ti.

-Lo creo. Para lo que no tienes medios, es para hacer que se abra.

-Ahora mismo.

-No lo intentes. Piénsalo bien y busca a Santiago, y tráele a su casa. Y si no viene esta noche, mañana no se abre y me daré de baja en la contribución, y me despediré del casero. Y ya lo sabes, de aquí para siempre: en faltando de aquí Santiago, se acaba la taberna.

-¿A ti no te han señalado la cara?

-Todavía no; pero si tú me la señalas ahora, ya no volverá a abrirse la taberna.

-De modo, que por haberte entrado esa extravagancia, va a ser preciso que, un hombre como yo, ande de chamizo en chamizo, y de chirlata en chirlata, buscando un niño vicioso.

  —416→  

-Haz lo que quieras; yo no te obligo a nada.

-Me obligas, porque sabes que deseo tu bien, y tu bien, es que vendas.

-Pues, trae a Santiago.

-Le traeré; es decir, le buscaré; porque tú comprenderás que, si el chico ha hecho algo malo, no voy a comerme crudos los tribunales de justicia.

-Tráele.

-Bueno, mujer; pero, en cuanto venga Mariano, abre la taberna. ¿No comprendes que esto es dar un escándalo?

-Tráete a Santiago.

-Que sí; pero ten en cuenta...

-Vete, y vuelve con él.

-Eso, no; volverá solo.

Y Muñoz, se fue; y Rosario cerró, oyendo que su amante murmuraba en la calle una asquerosa blasfemia.

La pobre mujer llegó al mostrador; colocó sobre él los codos, y la cabeza en las manos, y se dijo:

-Que mañana Santiago pueda condenar mis pecados, pero que no crea nunca que yo no fui su madre.

Tierra donde nací, donde aprendí, donde enseñé, donde quisiera morir: deja que censure tus pecados, y procura que nunca llegue a creer que no fuiste mi madre.

Poco puede costarte conservar el amor que te tengo; y, si un día te falta, considera serenamente que, si yo he descendido a todas las infamias, y aun a odiarte, ¡desdichado de mí, cuando, al desprecio de todos, haya de añadir el bochorno que me produce tu indulgencia!; y, si me conservo bueno, y no te amo, ¡desdichada de ti, si buscas por la fuerza, lo que no quisiste conservar sin esfuerzo!

Madre, sólo con que no me odies basta para que yo te quiera, y me sienta orgulloso de ser hijo tuyo.

Madre, si me odias, no me escarnezcas.

  —417→  

Madre, si me escarneces injustamente, hazlo ante mis hermanos, y todos te amaremos.

Madre, si me encarneces ante el extraño, quizá él y yo te perdonemos. Madre, si me encarneces ante nuestro enemigo, soportaré mi afrenta; pero él te pisoteará, porque le causarás asco.

Madre, si nuestro enemigo te afrenta, aunque él tuviera razón de ello, yo te defenderé; pero es preciso que digas que soy tu hijo.

Porque si niegas que soy tu hijo, no iré por ti contra la razón y contra la justicia. Y, si me matas, yo habré ascendido a mártir, y tú habrás descendido a verdugo.

Madre, no hablemos de estas cosas tan tristes, y di que me quieres, aunque no fuera verdad.

Patria, sé madre, y tendrás ciudadanos.